El Journal inutile, de Paul Morand, comienza en 1968, año en que Patrick Modiano obtiene el Premio Roger Nimier por El lugar de la estrella, su primera novela. En el jurado está Paul Morand, pero el Journal inutile comienza el 1 de junio y el jurado se ha reunido en abril. O sea que no queda referencia morandiana de las deliberaciones o de la impresión que le causa la novela de Modiano. Pero como nada es casual en Morand, este diario, al que será fiel hasta la grafomanía, surge en plena resaca de Mayo del 68. Por otro lado, Mayo del 68 es uno de los símbolos de la generación de Modiano. Cuando estalla, él tiene veintitrés años.
El 8 de enero de 1969, Morand escribe una antipática nota sobre los judíos (Morand escribirá bastante sobre los judíos en el Journal inutile y lo hará también con la larga resaca del Mayo del 68 de su propia generación; es decir, el antisemitismo). Al día siguiente tiene invitados a comer en casa: uno de ellos es Patrick Modiano, la nueva estrella parisina. Nada apunta al respecto; sólo un poco del namedropping habitual en tantos diarios. Más adelante, en abril, escribe sobre el Premio Nimier: «No todos los años tendremos un Modiano entre nosotros para hincarle el diente». Se refiere, aquí sí, a El lugar de la estrella, premiado el año anterior, y en cierto modo se equivoca: ese mismo año, aunque ya no pueda participar en el premio, Modiano publica La ronda nocturna. («Entre el realismo y la realidad poética», apuntará, cuando lo lea, Morand en el Journal…). Ambas novelas, junto con Los paseos de circunvalación —publicada en 1972—, forman lo que ha venido en llamarse la Trilogía de la Ocupación. Escrita —escritos los tres libros, deslumbrantes todos— entre los veinte y los veintiséis años. Algo que hoy está olvidado, pero que —más frecuente en un poeta— no deja de ser prodigioso en un novelista.
En este caso, una obertura fulgurante: como si Scott Fitzgerald y Dostoievski salieran juntos de correría nocturna y en vez de bares hubieran visitado varios círculos del infierno con un espíritu entre la frescura fitzgeraldiana y el fatalismo nihilista del ruso, mezclado con cierta atmósfera a lo Simenon. Su Virgilio burlón es, sin duda, Céline. Y del equilibrio entre todos surge Modiano. ¿Su estilo?: una respiración lenta e hipnótica, con el dring cristalino y el swing jazzístico de los felices veinte, desplazado hacia la luz negra de un fragmento de los primeros cuarenta europeos, que aporta el ingrediente delirante. Sin olvidar ni el chic morandiano, ni la cosificación del Nouveau Roman, ni las listas a lo Perec, por supuesto. De esa literatura surgirá un adjetivo nuevo: modianesque, modianesco. Que utilizarán todos los connaisseurs de su mundo, tan particular, empezando por uno de sus primeros exégetas: el gran cronista y crítico Bernard Frank, su inventor.
Pero no todo es tan fácil. Francia, a finales de los sesenta, principios de los setenta, no ha digerido todavía la Ocupación. Los impecables efectos del bálsamo De Gaulle persisten. Y surgen voces —también entre la crítica— que dicen no entender por qué Modiano, nacido en 1945, escribe sobre una época que no ha vivido. El argumento, tanto literaria como filosóficamente —hablo de un pensamiento literario—, es absurdo; de tan débil que es, se derrumba sobre sí mismo y cae. Pero han de pasar años para que esa caída lo volatilice. Es utilizado una y otra vez, y no es difícil imaginar la perplejidad del novelista al leerlo. ¿Desde cuándo, Stendhal aparte, la novela es sólo un espejo a lo largo del camino? O mejor: ¿desde cuándo ese camino tiene la obligación de ser estrictamente contemporáneo de la vida de su autor? ¿Desde cuándo la vida de un escritor es sólo la experiencia vivida? Experiencia, por otro lado, que aparecerá camuflada —también una y otra vez— en el resto de sus novelas hasta llegar a ese puerto de arribada, ya sin velas que ensombrezcan la cubierta, que es Un pedigrí.
La segunda acusación —que se extenderá al lector español de finales de los setenta, los ochenta y parte de los noventa— será la repetición. Que se resume en un falso apotegma: Modiano ha vuelto a escribir el mismo libro. Mientras sus fieles esperábamos, precisamente, ese «mismo libro» que no lo era. Y resulta curioso que sea con otra novela referida en su totalidad a la Ocupación —Dora Bruder, publicada en 1997 y aquí en 1999— cuando regrese la fiebre Modiano —tanto en España como en Francia—, surgida en nuestro país entre quienes no lo habían frecuentado con anterioridad e instalada, parece, definitivamente. Se ve que hay ocasiones en que las modas pueden contribuir a la justicia poética.
Pero dejemos eso. La Trilogía de la Ocupación —expresión de la crítica francesa Carine Duvillé— representa el despliegue del Angst modianesco, el tapiz desde el cual se desprenderán distintas figuras y distintos motivos a lo largo de toda su obra, pero que en estas tres novelas se despliega con un talento de gran potencia —recordemos una vez más su extrema juventud en el momento de escribirlas— y con la vivencia de la culpa del pasado inmediato y, por tanto, familiar, en el doble sentido de la palabra. Su densidad —pese a su aparente ligereza narrativa— se hace a veces irrespirable. La Ocupación —y repito: su culpa— se convierte así en un territorio mítico, en el espacio de los mitos, mientras que la familia —su falta de normalidad, la heterodoxia del raro e intermitente juego de ausencias y presencias paterna y materna, como si al narrador lo hubieran arrojado, solo, al mundo— se convierte en la novela de una vida. En la novela, también, de la identidad, ese eje modianesco alrededor del que bailan El libro de familia, Calle de las Tiendas Oscuras, Tan buenos chicos, Domingos de agosto o Villa Triste. De ahí que lo autobiográfico, en Modiano, tenga idéntica importancia que la turbiedad de lo social y uno y otro sean lugares de conflicto y paisajes de la desolación. Lugares equívocos donde nadie pisa con seguridad; paisajes de donde surge la literatura.
La Ocupación, «su olor venenoso», escribirá Modiano. Pero como quien aspira un opiáceo y se adentra en la memoria y su delirio. Una memoria, la modianesca, que no funciona con meticulosidad proustiana, sino a través de la niebla, lo que configura una particular narrativa de atmósferas. Una narrativa sonámbula entre el día y la noche —entre chien et loup, llaman los franceses a ese momento donde confluyen la luz y la oscuridad—. Y, en esa luz neblinosa y oscura, la figura del padre: Alberto Modiano, un judío de familia procedente de Salónica, que sobrevivió en los negocios del mercado negro de la Francia ocupada relacionándose con distintos sujetos de la Gestapo. No alemanes, sino collabos. Tampoco su madre, una actriz belga, está al margen: amistades de la noctambulía cómplice con el ocupante —su vecina Arletty y otras— y sesiones de doblaje en La Continental. La Ocupación, su olor venenoso. Lo que se disfrazaba narrativamente en El libro de familia, aparece con todas sus letras autobiográficas en Un pedigrí. O sea que mientras Modiano nos cuenta una época no vivida por él —por ceñirnos al reproche—, nos está hablando de una época donde centra su propio origen, la voluntad de perfilar una identidad tan borrosa como esa época, y en esa voluntad, su destino. Rimbaud escribió: «Par délicatesse j’ai perdu ma vie». En Modiano sería al revés: «Par délicatesse j’ai sauvé ma vie». Haciendo de esa salvación toda una literatura. Una de las mejores del siglo XX francés.
El título de El lugar de la estrella es un equívoco. La place de l’étoile indica tanto un lugar de la topografía parisina (ahí donde el Arco de Triunfo) como el lugar donde los judíos debían llevar la estrella de David amarilla prendida a la ropa. De ese equívoco, la voz delirante de su protagonista, un joven judío rico, amigo de ocupantes y colaboracionistas, que arma, a lo largo de la novela, el soporte ideológico del antisemitismo y su carácter de traición a la humanidad. Será tiroteado por sus propios amigos y despertará en el diván del doctor Freud, que le asegura que él no es judío y que lo suyo son alucinaciones.
Sin abandonar el deambular alucinado, la protagonista de La ronda nocturna no es una idea, sino una ciudad; la ciudad: París, distrito XVI. París asediado: tantos pisos vacíos por asaltar. París sonámbulo. París a punto de ser ocupado por los nazis. París noctámbulo. París hipnótico, sus calles desiertas. París de gángsters y prostitutas. París del vicio y la delación y el pillaje y la traición. Siempre la traición como actitud cínica ante la vida. ¿Por qué no? Como si nada. Hasta el horror, como si nada. Y al fondo la voz del narrador, frío transcriptor en medio de la agonía de un modo de vida y el latir del mal debajo. Y en París, los nombres —falsos o no— que la retratan. Máscaras de Ensor. En esa época, todo era falso menos la muerte. Y la ciudad, el primer capítulo de una vasta topografía de París, que es otra forma de contemplar su obra.
En Los paseos de circunvalación se nombra una de las claves principales de Modiano: el padre. Se le nombra en la primera línea de la primera página: «El más grueso de los tres es mi padre». A partir de aquí el relato de esas tres personas se combina y permuta con muchas más, exiliados todos de la época en que de verdad fueron, pudieron ser como son en verdad: entre el ventajismo y el crimen. El padre como fantasmagoría. El padre traficante y judío acorralado. Y la voluntad de comprensión del hijo —la búsqueda de la figura paterna— como una forma de perdón. Como una forma de reconciliación con sus orígenes. «Siempre tuve la sensación», dirá Modiano, «por oscuras razones de orden familiar, de que yo nací de esa pesadilla. No es la Ocupación histórica la que describo en mis tres primeras novelas, es la luz incierta de mis orígenes. Ese ambiente donde todo se derrumba, donde todo vacila…».
Donde todo vacila… Yo también escribo ahora de esas tres novelas a la modianesca acudiendo sólo a lo que recuerdo entre la niebla de la memoria: su extraordinaria e inquietante galería de personajes como una genealogía de la soledad, el deambular por el nocturno XVI parisino como siniestros emperadores de esa misma soledad, el territorio de lo imaginario que se mezcla con la sombra de lo real. En la biblioteca de Patrick Modiano —y eso se advierte en las fotografías del autor junto a sus estantes— abundan los ensayos —tanto históricos como biográficos— y el periodismo —crónicas, revistas, diarios— sobre la Segunda Guerra Mundial y sus personajes. Es imposible desligar la narrativa de Modiano de esos personajes mundanos, atrabiliarios, huidizos, falsificadores de vida —la propia y la de los demás—, infames a veces, derrotados siempre. Esos personajes copan los tres libros que conforman esta Trilogía de la Ocupación, y en esos personajes está también la búsqueda de un pasado desheredado que late en todas sus páginas.
En estos últimos años ha surgido en Francia una nueva hornada de críticos jóvenes que lo reivindican con entusiasmo desde la prensa literaria, obviando todas las pejigueras de antes. Pienso en Alexandre Fillon, en Olivier Mony, en Delphine Peras… Pero hay muchos más. Se mantiene vivo —y creciendo día a día— en la red un inmenso Diccionario Modiano que recopila Bernard Obadia y que recoge cualquier texto sobre el escritor que se publique, donde sea que lo haga. También en internet se encuentra la minuciosa y enciclopédica web Le réseau Modiano, que coordina Denis Cosnard y cuya destilación ha sido el apasionante ensayo Dans la peu de Modiano. Han aparecido variados estudios críticos como las Lectures de Modiano, coordinado por Roger-Yves Roche, Modiano ou les Intermittences de la mémoire, dirigido por Anne-Yvonne Julien, el ejemplar de Autores/CulturesFrance dedicado a él —entre otras obras de referencia publicadas con anterioridad— y recientes números monográficos en Le Magazine Littéraire, Lire y otras. Un pedigrí —o las claves de una autobiografía nada imaginaria— y En el café de la juventud perdida han sido verdaderos éxitos, tanto de crítica como de ventas, y el nombre de Modiano lleva varios años apareciendo en la lista de nobelables. No descubrimos nada. Todo empezó con la Ocupación —los premios Roger Nimier, Fénéon, de la Academia, Goncourt… hace ya tantos años— y se revitalizó con la aparición de Dora Bruder, un testimonio real que devuelve la evidencia al equívoco terreno de las sombras, de la literatura. Entre medio, todos sus otros libros —la huella de la Nouvelle Vague, las canciones de la Hardy, la sombra de Argelia, la Costa Azul, Ginebra o Tánger…—, donde sus lectores de siempre hemos sido felices. Y después el café de La Condé como puerto de arribada. Al revés de lo que creía Morand, siempre hemos tenido un Modiano donde hincar el diente.
Precisamente uno de esos críticos literarios citados más arriba, el bordelés Olivier Mony, visitó a Modiano, hace unos meses, en su piso del barrio de Saint-Germain, muy cerca del parque de Luxemburgo. Al entrar en su estudiobiblioteca, descubrió la edición francesa de mi novela París: suite 1940, entre otros libros sobre la Ocupación y sus personajes. Así lo escribió en su reportaje-entrevista sobre El horizonte, publicado en Sud-Ouest. No me parece un mal broche para alguien que leyó La ronda nocturna en 1979, a los veintitrés años, absolutamente hipnotizado. Tampoco para alguien que en ese libro sobre las andanzas parisinas de González-Ruano durante la Ocupación hace aparecer en sus páginas a Modiano mismo, como quien cierra un círculo. Pues eso.
JOSÉ CARLOS LLOP