—Tal vez sea usted tan amable de explicarnos qué alternativa prefiere, señor Keynes —dijo Harcourt, haciéndose oír por encima de las voces de los demás—, para sugerírsela al señor Dorset.
Habían mejorado un poco la tasa de rendimiento gracias a la experiencia y Nitidus había llevado a diario los hongos hallados durante la jornada, de modo que a su regreso se encontraron en tratamientos a Lily, Messoria e Immortalis, así como un montoncito pútrido de hongos sin usar. Dos los habían conservado en aceite, otros dos en el espíritu del vino obtenido tras la destilación y los otros dos restantes los habían envuelto en papel y en hule; ahora todos permanecían bien guardados junto con la receta de la cura. Iban a enviarlo todo a Inglaterra a bordo de la Fiona, a la que habían hecho esperar por enviar su informe, pero la nave debía irse con la marea.
Sin embargo, no había sentimiento alguno de triunfo en la cena, solo una satisfacción silenciosa. El resultado de toda su campaña de rastreo iba a proporcionar a lo sumo materia prima para sanar a tres dragones, seis si los cirujanos del cobertizo de Dover se arriesgaban a reducir la dosis, o los empleaban sobre los animales más pequeños, y eso suponiendo que funcionasen los tres métodos de preservación elegidos. Dorset habría querido hacer un secado, pero no había hongos suficientes para llevar a cabo este último experimento.
—Bueno, no vamos a hacerlo mucho mejor, a menos que contratemos una partida de hombres y sabuesos, y os quedaré muy agradecido si sabéis decirme de dónde los sacamos —opinó Warren, y alzó una botella de whisky en una mano mientras con la otra se llevaba un vaso a los labios y apuraba su contenido, con el fin de poder rellenarlo de inmediato—. Nemachaen es un animalillo muy listo —continuó, refiriéndose al perro; los jóvenes alféreces le habían dado ese nombre en honor al león, pues ese momento los azares de su educación los habían llevado a la lectura de los clásicos—, pero logramos encontrar uno o dos hongos tras pasarnos todo un día peinando ese maldito bosque, y necesitamos decenas…
—Debemos tener más cazadores —apuntó Laurence.
Y sin embargo, el peligro real era perder los que ya tenían. La semana acordada con Demane había transcurrido y este y su hermano daban muestras de desear ser devueltos a su aldea natal con su recompensa.
Laurence sintió unas incómodas punzadas de culpa al haberse negado a entender de inmediato las señales de los muchachos, a quienes había acercado al corral próximo al castillo, donde había separado una vaca para ellos: una vaca lechera muy mansa con un ternero de seis meses pastando junto a ella. Demane se había deslizado entre las tablas de la valla para entrar y tocarla con cautela y prevención, pero quedó encantado. Entonces, miró a la novilla y luego se volvió hacia Laurence con una pregunta escrita en el semblante, el militar inglés asintió para dejarle claro que sí, que también iba a entregárselo. Demane salió de allí sin rechistar, aquella especie de soborno le había valido para acallar todas las protestas. Laurence se alejó con la sensación de haberse comportado como un pelele y un desesperado. Se había hecho a la idea de que los hermanos eran huérfanos, o al menos estaban muy desatendidos, y en el fondo deseaba que no tuvieran familia para que esta no se hubiera angustiado.
—El proceso es demasiado lento —concluyó Dorset con mucha decisión a pesar de su tartamudeo—, demasiado lento, no llega ni a la mitad. Solo vamos a ayudar a erradicar del todo el hongo con semejante búsqueda. El organismo en cuestión ha sido objeto de una eliminación sistemática. No cabe esperar que encontremos muchos más en las inmediaciones de Ciudad del Cabo. ¿Quién sabe los años que llevan los ganaderos arrancando la seta? Debemos ir más lejos, mucho más, allí donde haya podido crecer en cantidades apreciables.
—No deja de ser una especulación en base a la cual pretende usted recomendar la consecución de unas expectativas descabelladas. ¿Qué distancia va a satisfacerle, señor Dorset? Me atrevería a decir que el continente se ha dedicado a la ganadería en un momento u otro de la historia. Los dragones acaban de recobrarse de la enfermedad, y ¿pretende adentrarse en territorio salvaje y arriesgar la formación sin más base que esa conjetura? Me parece el culmen de la estupidez.
La discusión fue a mayores y se acaloró cada vez más hasta generalizarse a cuantos estaban sentados en la mesa. El tartamudeo de Dorset fue a más, por lo cual resultaba casi imposible comprenderle, y tanto Gaiters como Waley, los cirujanos de Maximus y Lily respectivamente, se aliaron con Keynes para atacarle hasta que Catherine los hizo callar a todos antes de levantarse y apoyar las manos en el mantel.
—No pretendo inmiscuirme en sus asuntos —terció ella con voz más baja—, pero no hemos venido aquí para hallar una cura solo para nosotros. Les he leído los despachos, hemos tenido nueve bajas más desde marzo, e irán a más, y en un momento en que no podemos prescindir de ninguno de esos dragones —Catherine miró a Keynes fijamente mientras le preguntaba—: ¿Hay alguna esperanza si nos adentramos en el continente?
El cirujano permaneció en silencio, contrariado, y bajó los ojos antes de admitir que sí, que lejos de allí habría más posibilidades de conseguir más hongos.
La capitana Harcourt asintió con la cabeza y concluyó:
—En tal caso, asumiremos el riesgo, y podemos alegrarnos de que nuestros dragones se encuentren lo bastante bien como para poder correrlo también.
No era cuestión de enviar a Maximus todavía, pues hacía muy poco que había reanudado sus intentos de volar: aleteaba mucho, tanto como movía las garras, levantando una nube de polvo, para terminar, por lo general, desplomándose sobre el suelo, exhausto; no lograba realizar ese sprint necesario para lanzarse al vuelo, pero una vez estaba en el aire era capaz de mantenerse en lo alto durante algún tiempo. Keynes sacudía la cabeza y le palpaba la panza.
—Estás recuperando peso de forma progresiva. ¿Haces los ejercicios? —inquirió Keynes. El Cobre Regio aseguró que sí con energía—. Bueno, pues si no consigues volar, tendremos que hacerte sitio para que puedas andar.
Maximus empezó a completar un circuito alrededor de la ciudad varias veces al día, pues no había otro espacio despejado lo bastante amplio como para que él cupiera, ya que no podía subir por las laderas de las montañas sin provocar avalanchas.
Esa solución no satisfizo a nadie, pues resultaba ridículo tener a un dragón del tamaño de una fragata deambulando como un perrito faldero. Además, Maximus se quejó de la dureza del suelo y de los guijarros, que se le metían entre las garras.
—No me di cuenta en un principio —admitió el Cobre Regio, compungido, mientras los cadetes de Berkley se afanaban con ganchos limpiacascos, cuchillos y tenacillas para sacarlos de debajo de las duras callosidades ocultas en la base de las garras—, no me percaté hasta que la cosa se desmandó, y luego resulta desagradable hasta decir basta.
—Y en vez de eso, ¿por qué no pruebas a nadar? —dijo Temerario—. El agua en esta zona es muy agradable y a lo mejor cazas una ballena.
La sugerencia alegró a Maximus tanto como indignó a los pescadores, en especial a los propietarios de las lanchas de mayor calado, que acudieron a protestar todos a una.
—Me desagrada que estén ustedes aquí fuera. ¿No preferirían venir conmigo y decirles ustedes mismos lo que no les gusta? —los invitó Berkley.
Maximus continuó con sus excursiones en paz y casi todos los días se le podía ver chapotear cerca del puerto. Por desgracia, ballenas, focas y delfines se percataron de eso y se quitaron de en medio, para la enorme decepción del alado, a quien no le gustaban demasiado ni el atún ni los tiburones; estos últimos se chocaban directamente contra sus extremidades, una confusión producida por los restos de sangre o de carne levantados durante su última revisión. En una ocasión arrojó a tierra uno de ellos para enseñarlo: era un monstruo de cinco metros y medio, un peso próximo a las dos toneladas y un rostro afilado lleno de dientes. El dragón sacó al tiburón limpiamente del agua y lo lanzó hacia los campos de entrenamiento de delante; la agitación del escualo llegó al paroxismo cuando cayó encima de Dyer, dos alféreces y un infante del Cuerpo, y se puso a lanzar dentelladas y coletazos al aire, antes de que Dulcia lograra inmovilizarlo contra el suelo con las garras de las patas delanteras.
Messoria e Immortalis eran dragones más añosos y se encontraban a sus anchas tendidos al sol en los campos de adiestramiento, dormitando después de sus cortos vuelos diarios de ejercicio, pero Lily, en cuanto dejó de toser, desplegó una sobreactividad similar a la que había dominado a Dulcia, y al tener tanta vitalidad, enseguida insistió en realizar más actividades, pero si iba volando hasta un lugar, luego pretendía ir un poco más lejos, donde una tos o un estornudo jamás podría rociar con ácido a nadie. Keynes hizo caso omiso de los ademanes furtivos y las indicaciones mediante gestos de prácticamente todos los oficiales que pretendían condicionarle, él la examinó y la declaró cien por cien apta para el vuelo.
—Más que apta, me atrevería a decir —insistió el cirujano—. Esa inquietud es muy poco normal y debe sacársela de encima cuanto antes.
—Pero poco a poco —observó Laurence, dando voz a la renuencia que experimentaban todos los capitanes en privado, quienes comenzaron a sugerir todos a una vuelos sobre el océano, ir y volver junto a la línea costera, en suma, un ejercicio suave.
Catherine se enojó, como lo demostró la banda de color rosáceo claro que le salió en la frente.
—Confío en que nadie vaya a quejarse. Odio los lamentos.
Y a continuación insistió en unirse a la partida de búsqueda junto a Dulcia y Chenery, quien, por otra parte, se declaró completamente restablecido, aunque la Cobre Gris condicionó su cooperación a que él volara envuelto en una pesada capa y con un calzado de abrigo.
—Después de todo, esto tampoco nos va a venir mal. Podemos formar varios grupos y así abarcar más territorio. No necesitamos tanto al perro si partimos de la idea de que no buscamos unidades de la seta, sino grandes superficies.
Aun así, Laurence apeló a Erasmus y a su esposa para que le ayudaran a persuadir a los dos hermanos y jugueteó con el collar de cauri entre los dedos como sugerencia preliminar de un nuevo soborno antes de abrir la conversación. Sin embargo, Demane se negó de plano y entonó una aguda queja.
—No le seduce la idea de ir tan lejos, capitán —le explicó la esposa del misionero—. Según él, esa región pertenece a los dragones, que vendrán y se nos comerán.
—Tenga la amabilidad de explicarle que no hay motivo para que los dragones salvajes se enfaden con nosotros, pues vamos a estar muy poco tiempo, el justo para coger más hongos, y nuestros propios dragones nos protegerán en caso de que surgiera alguna dificultad —concluyó Laurence, señalando con un ademán la magnífica estampa de los alados ingleses, ya recobrados.
Desde su recuperación, incluso los ejemplares de más edad, que no habían adquirido el hábito de bañarse en el océano, se dejaban quitar el arnés cerca de la orilla para que sus tripulaciones los frotaran y les echaran agua hasta que les brillaban las escamas, y entre tanto, la tripulación de tierra frotaba y limpiaba el cuero hasta dejarlo fino, flexible y limpio como los chorros del oro. El sol arrancaba destellos cegadores a las hebillas.
También habían rastrillado los propios campos de entrenamiento y cegado los pozos negros ahora que había pocas mucosidades y eran capaces de librarse de ellas con cierta facilidad. Todo se hallaba dispuesto para que un almirante viniera de inspección, salvo los restos de un par de cabras cuyos huesos roían distraídamente Dulcia y Nitidus. Solo Maximus parecía aún algo desmejorado, pero en ese preciso momento cabeceaba en el agua, donde, muy cerca de allí, se daba un pequeño baño. Los costados aún chupados le mantenían a flote y la restante luz de crepúsculo rielaba sobre las ondulaciones del mar y oscurecía los tonos rojizos y anaranjados. En cambio, el resto de los dragones tenía ojos relucientes, casi atigrados, una vez pasado lo peor de la enfermedad y ahora todos los apetitos recuperados eran salvajes.
Lograron arrancar una respuesta afirmativa de Demane o al menos acabaron agotados intentando convencerle a través de la intérprete.
—Hay otra buena razón para que nos vayamos todos —apuntó Chenery—. Grey es un buen tipo y no nos ha dicho nada abiertamente, pero la gente de la ciudad la ha armado bastante gorda y no solo por lo de tener aquí dragones: aseguran que les estamos robando el fuego del hogar, como quien dice. Escasea la caza y nadie puede permitirse comer carne de vaca, porque la demanda generada por los dragones ha disparado los precios. Haremos muy bien en perdernos tierra adentro, donde no vamos a fastidiar a nadie, e ir bandeando por nuestra cuenta.
El asunto quedó zanjado: Maximus se quedaría para continuar su recuperación junto a Messoria e Immortalis, que le acompañarían de noche y cazarían para él. Temerario y Lily irían hasta donde los llevara un día de intenso vuelo, Nitidus y Dulcia irían con ellos para transportar sus adquisiciones, tal vez un día sí y otro no, y para regresar con mensajes.
Empaquetaron lo necesario y con las primeras luces del alba se fueron de forma un tanto atropellada, como solía ser habitual en el Cuerpo. Al poco de levantar vuelo, el capitán de Temerario vio cómo cabeceaba la Fiona en medio del oleaje; en su cubierta reinaba una gran actividad a la espera de lo que les deparase el nuevo día. La Allegiance oscilaba entre las olas todavía más alejada, iba a tocarle cambiar de guardia enseguida, pero por el momento todo estaba en calma. Riley no había pisado tierra y Laurence no le había escrito. Dejó de mirar en dirección a la nave y se volvió hacia las montañas, desechando el asunto por el momento, mas con la vaga sensación de estar dejándolo en manos del destino. Quizá no habría necesidad de decir nada con ocasión de su regreso si volvían cargados de setas; entonces, deberían volver a casa y no iban a poder esconderse siempre. El capitán se preguntó si para ese momento no se notaría ya el vientre más lleno de Catherine.
Lily impuso un ritmo bastante rápido; se levantó viento de barlovento cuando Temerario dejó atrás la bahía de la Mesa. Salvo unos pocos bancos de nubes pegados a las laderas, el tiempo era claro y sin viento, ideal para un buen vuelo, y suponía un alivio extraordinario volver a hacerlo en grupo: Lily iba en vanguardia con Temerario cubriéndole la retaguardia y Nitidus y Dulcia en las alas, por eso, las sombras proyectadas sobre el suelo por el grupo de dragones recordaban las puntas de un diamante que centelleaba entre las hojas del gran viñedo dispuesto en cuidadas líneas de vides de colores rojo y cobrizo, ahora que había pasado el primer esplendor otoñal.
Cincuenta kilómetros al noroeste de la bahía pasaron junto a la turgencia del afloramiento rocoso donde se erguía Paarl, el último asentamiento europeo en esa dirección. Los ingleses no se detuvieron, siguieron hacia las montañas cada vez más altas. Al salvar los pasos de montaña tuvieron ocasión de ver unas cuantas granjas aisladas sujetas a los pliegues de las laderas montañosas y habitadas por hombres intrépidos; los campos tenían un color amarronado, pero era imposible ver las casas sin la ayuda del catalejo, ocultas como estaban entre las forestas y con los tejados pintados de verde y marrón.
Se detuvieron poco después del mediodía para hacer aguada en otro valle situado entre montañas y aprovecharon para comentar el rumbo que debían seguir. No habían visto un campo cultivado en la última media hora de viaje.
—Sigamos un par de horas más y entonces nos detendremos en el primer lugar que parezca propicio para efectuar la búsqueda —dijo Harcourt—. No será posible que el perro huela las setas desde el aire, ¿verdad? Lo digo porque la cosa esa apesta.
—Ni el lebrel mejor entrenado del mundo podría rastrear al zorro desde el lomo de un caballo, y mucho menos desde el aire —contestó Laurence.
Pero Nemachaen se puso a ladrar fuera de sí poco después de reemprender el vuelo y llegó al extremo de forcejear con el mosquetón para liberarse, haciendo caso omiso al peligro. Fellowes se había ido haciendo cargo del perro, pues desaprobaba la irregular disciplina de Demane, y conocía el terreno, ya que su padre había sido montero de lebreles en Escocia. Le había dado al pobre chucho un trozo de carne por cada hongo descubierto y ahora el animalillo iba detrás del rastro más débil con el mayor de los entusiasmos.
El perro se zafó de las cinchas en cuanto Temerario se posó en el suelo, resbaló junto al dragón y luego salió disparado hasta desvanecerse entre las altas hierbas en un lugar donde la ladera subía de forma empinada. Habían llegado a un valle muy cálido que descansaba en una hondonada situada entre las montañas y la vegetación conservaba un verdor muy intenso a pesar de lo avanzado de la estación. Por todas partes se veían árboles frutales dispuestos en hileras muy uniformes.
—Caramba, ¡pero si yo también puedo olerlo! —anunció Temerario de forma inesperada.
Laurence abandonó su posición a bordo del Celestial y se deslizó por el arnés hasta llegar al suelo, donde dejó de sorprenderle el ataque sufrido por el can, pues un hedor penetrante impregnaba la atmósfera, parecía un miasma suspendido en el aire. Aún no era posible ver a Nemachaen, pero podían escuchar el eco apagado de sus ladridos.
—Señor —le llamó Ferris.
Laurence se acercó a su oficial, que permanecía con la rodilla hincada en la tierra, y al llegar junto a él vio una abertura oculta por un matorral, una fisura entre la tierra y la caliza. El perro permaneció en silencio durante unos instantes, pero luego subió como pudo y salió del agujero, regresando junto a los ingleses con un hongo descomunal en la boca. Era tan grande que el tercer sombrero colgaba entre las patas del perro y le hacía tropezar.
Lo movió un rato, pero al final se hartó, lo lanzó al aire y lo dejó caer. Los aviadores ingleses se acercaron a la oquedad, de una altura próxima al metro y medio, donde el hedor era de una intensidad sorprendente. Laurence alargó el brazo para retirar la masa de enredaderas y musgo que colgaba delante de la entrada como si fuera una cortina, en compañía de Ferris pasó al interior, donde le lloraron los ojos por culpa de la tea humeante que el teniente había improvisado con harapos, pelos y una rama, y los dos juntos descendieron a la caverna, en cuyo extremo opuesto debía de haber un hueco de ventilación que venía a funcionar como el tiro de una chimenea. Ferris miró a su capitán con creciente incredulidad y una expresión casi jubilosa conforme los ojos se le acostumbraban a la penumbra. El suelo de la gruta parecía ser una sucesión de pequeños montículos, así que se arrodilló para tocarlo: descubrió que el suelo estaba completamente cubierto de hongos.
—No hay un minuto que perder —apremió Laurence—. Si te apresuras, la Fiona aún no habrá zarpado; y si se ha hecho a la mar, hay que hacerla regresar. No puede haber llegado muy lejos, no ha tenido tiempo material para doblar la bahía de Paternóster.
Todas las dotaciones trabajaban hasta la extenuación y habían pasado tanto por aquel herbazal que habían acabado por aplanarlo. Las redes inferiores de Temerario y de Lily se hallaban desplegadas sobre el suelo, junto a todas las bolsas y arcones que habían vaciado con el fin de llenarlos con montones y montones de setas. El hongo tan buscado compartía la caverna con una especie más pequeña de color crema claro y otra de mayor tamaño y color negro, pero los recolectores no discriminaron y arramblaron con todo. El proceso de selección podía esperar. Nitidus y Dulcia estaban a punto de desvanecerse en lontananza llevando a los lomos más y más sacos, lo cual confería a su silueta recortada contra el cielo una apariencia curiosamente bulbosa.
Laurence guardaba en las alforjas de Temerario un mapa de la costa, lo sacó y describió la ruta más probable que debía de haber seguido la Fiona.
—Vuela tan raudo como puedas y vuelve con más hombres, y si están en condiciones de volar, tráete también a Messoria e Immortalis, y habla con Sutton, dile que pida al gobernador todos los soldados de los que pueda prescindir, y a ser posible que no se quejen mucho por lo de volar.
—Siempre puede emborracharlos si lo cree oportuno —comentó Chenery sin mirarle. El capitán estaba sentado junto a la red y llevaba la cuenta del número de hongos arrojados a la misma, iba diciendo el número al tiempo que se ayudaba de los dedos para la suma—. Aunque estén como cubas, nos valen mientras sean capaces de ir y venir cuando estén aquí.
—Y traed también barriles —añadió la capitana, alzando la vista del tocón donde estaba sentada con un trapo empapado en agua fría sobre la frente. Harcourt había intentado ayudar en la recolección de setas, pero el hedor se había apoderado de ella y, tras una segunda ronda de arcadas cuya escucha les había puesto el corazón en un puño, Laurence había logrado convencerle de que saliera de la gruta y se sentara fuera—. Es decir, si Keynes piensa que los hongos van a conservarse mejor aquí, y aceite, y espíritu de vino ya destilado.
—Pero a mí no me gusta dejaros aquí —protestó Temerario con obstinación—. ¿Y qué ocurriría si volviera ese gran dragón salvaje? ¿Y si aparece otro? O leones, estoy seguro de haber oído leones no muy lejos de aquí.
Solo se habían oído los gritos de los monos aullando en las copas de los árboles a bastante distancia y los trinos de los pájaros.
—Vamos a estar a salvo tanto de dragones como de leones —le tranquilizó Laurence—. Tenemos más de una docena de fusiles y nos basta con dar un paso para meternos en esa caverna, desde ahí podemos mantenerlos a raya para siempre. Por esa entrada no cabe un elefante, y mucho menos un dragón, y ninguno de ellos va a ser capaz de echarnos el guante.
—Pero Laurence —repuso Temerario en voz baja para hablar de forma confidencial, o al menos él se hizo la ilusión de que era así, pues incluso bajó la cabeza—, me ha dicho Lily que Harcourt lleva un huevo. Ella debería venir, eso sin duda, y estoy seguro de que no lo hará si tú te niegas.
—Vaya, menudo abogaducho estás hecho, y supongo que esto os lo habéis cocinado entre los dos, ¿eh? —replicó Laurence, escandalizado ante el cálculo deliberado de su petición.
Temerario tuvo la gracia de parecer avergonzado, pero no fue el caso de Lily, que dejó de lado cualquier subterfugio y se dirigió a Catherine con voz aduladora:
—Por favor, ven, por favor.
—Por el amor de Dios, ya basta de melindres —saltó Harcourt—. De todos modos, voy a estar mucho mejor aquí sentada a la sombra que sufriendo zarandeos en el aire, y te cargo con un peso de forma estúpida, pues mi ausencia va a permitir que traigas un par de hombres a la vuelta. Nadie va a gobernarte. Vuela lo más deprisa posible —y añadió—: Cuanto antes te vayas, antes volverás.
La red estaba todo lo llena que resultaba posible sin apreturas que pudieran estropear los hongos, así que Temerario y Lily se fueron al fin, sin dejar de formular quejas lastimeras.
—Ya van cerca de quinientos —anunció Chenery con aire triunfal, y levantó la vista de las setas—, y la mayoría de ellos son grandes, muy gordos, lo bastante para tratar a la mitad del parque de dragones… si aguantan el viaje.
—Vamos a darles su maldito rebaño de vacas, dígaselo —ordenó Laurence a Ferris. Se refería a Demane y a Sipho, quienes se habían tomado un descanso y yacían tendidos a la boca de la cueva; ponían hojas alargadas de hierba entre los pulgares y soplaban, provocando un silbido penetrante, y no prestaban la menor atención a los esfuerzos del reverendo Erasmus por leerles un instructivo tratado para niños, el texto era su primer intento de traducción a su idioma. Su esposa había acudido a ayudar en la recogida.
—Sí, señor —contestó el teniente con voz sofocada y casi sin aliento mientras se secaba el sudor de la frente con la manga.
—Vamos a necesitar cantidades mayores que las requeridas cuando están frescos —avisó Dorset, uniéndose a ellos—. Va a perderse algo de potencia durante el viaje, pero es posible compensar con una dosis concentrada. Tenga la bondad de detener ya la recogida, porque a este ritmo no va a quedar nadie para el transporte.
El ritmo frenético del principio había disminuido ahora que había pasado el primer efecto del entusiasmo y la urgencia de cargar a los dragones, y muchos hombres estaban pálidos y parecían mareados; algunos vomitaban en la hierba.
Habían aprovechado la lona de las tiendas para confeccionar sacos de setas y desde luego no iban a dormir en la caverna, así que despejaron el terreno circundante, cortando los espinos a golpes de sable y hacha, pero no todos; dejaron intactos unos cuantos en círculo para que formasen una suerte de valla punzante y enmarañada alrededor del claro con el fin de impedir el paso de los animales más pequeños; entre tanto, varios grupos se dedicaron a recoger madera seca para encender un buen fuego.
—Vamos a organizar las guardias, señor Ferris —anunció el capitán de Temerario—. Trabajaremos por turnos en cuanto hayamos descansado todos. Me gustaría ver mayor eficiencia en el trabajo.
Un cuarto de hora dentro de aquel húmedo espacio subterráneo, sin más luminosidad que la luz nívea que se filtraba por la estrecha grieta del fondo, podía llegar a hacerse eterno, máxime cuando los propios hongos estaban cubiertos por una maloliente sustancia grasienta de gran parecido a las heces húmedas y el hedor de la atmósfera había ido a peor, pues al ya existente se añadía la pestilencia de sus propios vómitos. El piso de la tierra donde ya se habían llevado los hongos era esponjoso y un tanto extraño, casi apelmazado, pero ya no parecía una acumulación de excrementos.
—Capitán —le llamó el cirujano; este no llevaba ni un solo hongo y esperó a que Laurence hubo depositado su brazada en los recién colocados separadores. Entonces, Dorset le mostró un trozo de estiércol apelmazado con hierba de forma cuadrada con los bordes desportillados. El suelo de la cueva estaba revestido por esa sustancia. Laurence le miró fijamente con absoluta perplejidad, incapaz de saber qué pretendía decirle—. Es mierda de elefante —concluyó Dorset, tras desmenuzar el trozo—, y también de dragón.
—Alas, dos puntos al noroeste —anunció Emily Roland con voz aguda antes de que Laurence hubiera comprendido del todo el significado de esas palabras.
Nada más oír la voz de alarma, el campamento se convirtió en un caos donde todos huían a la desbandada en dirección a la cueva. Laurence buscó con la mirada al reverendo Erasmus y a los niños, pero antes de que él pudiera guiarlos hacia la cueva, Demane lanzó una mirada fugaz al dragón que se aproximaba, tomó a su hermano del brazo, lo levantó del suelo y se dirigió audazmente hacia la maraña de la maleza. El perro salió disparado tras ellos, volvió a ladrar un par de veces, cada vez más lejos, pero luego los ladridos se convirtieron en un lloriqueo sofocado.
Laurence se hizo cargo de la situación; puso las manos ahuecadas alrededor de la boca a modo de bocina para hacerse oír sobre el tumulto:
—Dejen los hongos y cojan las armas.
Luego, recogió sus pistolas y el sable, ayudó a acarrear otras armas y dio la mano a la señora Erasmus para ayudarle a bajar a la cueva, en cuya boca ya se habían apostado buena parte de los fusileros; el resto no tardó en apretujarse junto a sus compañeros. Sin querer ni darse cuenta, todos se empujaban unos a otros para estar lo más cerca posible de la entrada y, por lo tanto, del aire fresco, hasta que el dragón hizo temblar la tierra cuando se posó con un ruido sordo y, sin más preámbulos, lanzó el hocico contra la apertura.
El color rojo oscuro y los peculiares colmillos de marfil del hocico no dejaban lugar a dudas: era el mismo montaraz de la vez anterior. Percibieron antes su achicharrante aliento nauseoso que el rugido furibundo, y no era de extrañar: olía a queroseno con un ligero resto de putrefacción, fruto de sus anteriores comidas.
—Aguanten, soldados —gritó Riggs en la entrada—. No disparen, aguarden a…
El dragón se acercó y abrió las fauces delante de ellos, momento elegido por los fusileros para disparar una descarga cerrada sobre la carne blanda del interior de la boca.
El montaraz soltó un alarido y retrocedió para luego ponerse a escarbar: enganchó las garras en los bordes del agujero, lo bastante grande como para que pudiera meterlas, y se puso a tirar. Se soltaron algunos guijarros y piedras y a los refugiados en el interior de la cueva empezó a lloverles tierra del techo. Laurence miró a su alrededor para ver cómo estaba Hannah; esta se abrazaba en silencio, un tanto envarada y con los hombros rígidos, y se apoyaba contra la pared de la caverna para no caerse cuando la tierra se convulsionaba bajo los movimientos del dragón.
Los fusileros tosían mientras cargaban las armas a toda prisa, pero el montaraz ya había aprendido la lección y no volvió a ofrecerse como blanco, sino que logró girar las garras hasta fijarse en las paredes de la fisura, y en cuanto hizo asidero, lanzó hacia atrás todo su peso hasta que la cámara se estremeció y la roca se agrietó en medio de gran estrépito.
Laurence desenfundó el sable y se adelantó de un salto para primero tajear las garras y luego lanzar una puntada tras otra, pues las escamas eran capaces de soportar los golpes dados con el filo, pero no los de la punta. Junto a él, en la oscuridad, estaban Warren y el teniente Ferris. En el exterior, el alado volvió a rugir con fuerza antes de remover las patas y estirar las zarpas, gracias a lo cual consiguió golpearlos a ciegas, derribándolos como si fueran mosquitos. El capitán de Temerario tuvo suerte: la pulida superficie ósea de una garra solo le rasgó la casaca a la altura del vientre, pero, eso sí, se llevó un buen porrazo al caer sobre el suelo de la gruta, cerca de donde se hundieron las zarpas y cuando el dragón retiró las patas delanteras, estas, manchadas por la sustancia fecal, fueron dejando una larga mancha verdosa.
Warren tomó a Laurence por el brazo y le ayudó a levantarse; luego, se alejaron juntos de la entrada. El humo de la pólvora era amargo y acre, y se mezclaba con el olor dulzón a podrido que emanaba de los hongos. El lugar había empezado a oler a matanza de tal manera que Laurence apenas podía respirar. Entre tanto, oía la respiración agitada y jadeante de las dotaciones, justo igual que en las cubiertas inferiores de un barco cuando fuera rugía la galerna.
El montaraz no reanudó el ataque de inmediato, por lo cual tuvieron que asomarse cautamente otra vez para echar un vistazo. Se había instalado a las afueras del claro, pero, por desgracia, se había alejado lo suficiente para no estar al alcance de sus fusiles. No apartaba de la fisura esos ojos suyos de un amarillo verdoso cargados de malevolencia mientras se lamía las garras allí donde había recibido los sablazos y hacía muecas con la boca, echaba hacia atrás los labios para mostrar una hilera de dientes punzante y luego volvía a relajarlos. De vez en cuando escupía algún salivazo sanguinolento, pero no había sufrido daños de verdad. Al saberse observado, alzó la cabeza y, airado, soltó otro bramido atronador.
El artillero Calloway avanzó acuclillado hasta llegar junto a Laurence y le hizo una sugerencia.
—Señor, podríamos meter pólvora negra en una botella y darle un buen susto… O quizá mejor probar con fogonazos de pólvora. Tengo aquí el saco y…
—No vamos a asustar a esa bella damisela con un petardazo ni con un fogonazo, no por mucho tiempo —intervino Chenery, según echaba hacia atrás el cuello con el fin de poder ver a su enemigo—. ¡Dios de mi vida! Pesa unas quince toneladas si no me equivoco mucho. ¡Un montaraz de quince toneladas!
—Yo diría que anda más cerca de las veinte, ya es mala suerte —dijo Warren.
—Más valdrá que conserve intacta la reserva de pólvora, señor Calloway —le dijo Laurence a su artillero—. Ahora solo conseguiríamos asustarle durante unos minutos. Debemos esperar al regreso de nuestros dragones. Guardaremos nuestro fuego para proporcionarles apoyo entonces.
—Ay, Dios mío. Los primeros en regresar van a ser Dulcia o Nitidus… —observó Warren.
La frase flotó en el aire inconclusa, mas no hacía falta añadir nada más: los dragones de menor tamaño iban a ponerse frenéticos, sin duda, e iban a salir derrotados ante aquel rival.
—No. Van a venir cargados, ¿lo recuerdan? —intervino Harcourt—. El peso los obligará a ir más despacio, van a retrasarse. Ahora bien, lucharán cuando lleguen aquí.
—¡Por favor! No adelantemos acontecimiento ni nos agobiemos así, se lo ruego —los interrumpió Chenery—. Ese grandullón de ahí no está entrenado. Cuatro dragones del Cuerpo se sobran para ponerle las peras al cuarto, incluso aunque no vinieran Messoria e Immortalis. Solo debemos esperar aquí quietos hasta que lleguen.
—¡Capitán! —gritó Dorset, y se acercó al grupo dando trompicones—. Présteme atención, por favor… El suelo… de… la… caverna.
—Sí, ya —contestó Laurence, recordando la primera muestra de excremento que el cirujano le había enseñado, consistía en excremento de elefante y dragón, algo extraño si se consideraba que estaban en un sitio donde ninguno de los dos animales podría haber entrado—. ¿Ha encontrado usted otra entrada en alguna parte desde donde pueden atacarnos?
—El excremento es… abono. Lo han extendido… a propósito —añadió al ver la perplejidad de los capitanes—. Estos… los han plantado aquí.
—¿Qué…? ¿Quiere decir usted que alguien cultiva estas cosas? —saltó Chenery—. ¿Qué diablos iba a hacer alguien cuerdo con semejante pestilencia?
—¿Y dice usted que había mierda de dragón, señor Dorset? —preguntó Laurence.
Y en ese momento se proyectó una sombra sobre la entrada de la cueva, y eso atrajo su atención hacia el exterior, donde se habían posado otros dos dragones: eran criaturas más pequeñas, pero iban muy acicaladas y llevaban arneses de cuerdas. Una docena de guerreros provistos de lanzas saltaron de los costados.
Los recién llegados tuvieron la precaución de mantenerse fuera del alcance de sus fusiles mientras conversaban entre ellos. Al cabo de un buen rato, uno de los guerreros se acercó cautamente a la entrada y les dijo algo a grito pelado.
Laurence miró al reverendo, pero este meneó la cabeza, explicando así que no había entendido nada, y se volvió hacia su esposa, que mantenía la mirada fija en el acceso. Hannah se cubría la boca y la nariz con un pañuelo para combatir la pestilencia del lugar, pero lo retiró un segundo y se inclinó hacia delante para dar una respuesta con voz entrecortada.
—Nos ordenan salir, o eso me ha parecido.
—Oh, claro que sí —ironizó Chenery mientras se frotaba la frente con la manga, pues se le había metido algo de polvo en los ojos—. Eso es lo que más les gustaría de todo, pues ya puede ir diciéndoles que se vayan a…
—Caballeros —se apresuró a interrumpirle Laurence, antes de que su compañero soltara un exabrupto en presencia de señoras, cosa que Chenery parecía haber olvidado—, después de todo, resulta que esos dragones no son montaraces, los han enjaezado en su momento, es evidente, y si hemos entrado sin autorización en los campos cultivados de esos hombres, hemos cometido un error y debemos enmendarlo si está en nuestra mano.
—¡Qué mala pata! —exclamó la capitana, y se mostró de acuerdo con Laurence—: Al fin y al cabo, deberíamos estar encantados de poder pagar por esas malditas cosas. Señora —continuó, dirigiéndose ahora a la señora Erasmus—, ¿sería usted tan amable de salir y hablar con ellos? Entenderíamos que no deseara hacerlo, por descontado.
Warren cogió a Catherine de la manga.
—Un momento —terció en voz baja y con ademán cauteloso—. Hagamos memoria: jamás se ha oído hablar de nadie que haya vuelto de una expedición al interior del continente. Los mensajeros se han perdido y las expediciones, y solo Dios sabe cuántos asentamientos de los que no hemos oído ni hablar han acabado destruidos al norte de El Cabo, pero… si los dragones no son salvajes, esos hombres son responsables, brutalmente responsables de todo eso. No tienen una reputación como para confiar en ellos, que se diga.
La señora Erasmus miró a su esposo y este le dijo:
—Si no llegamos a una conciliación con esa gente, lo más probable es que tenga lugar una batalla en cuanto regresen nuestros dragones, ya que estos van a atacar, temiendo por nuestra seguridad. Nuestro deber cristiano es propiciar la paz en caso de ser esta posible.
Ella se limitó a asentir.
—Iré —anunció en voz baja.
—Creo que yo soy el oficial superior cuando los dragones no están presentes, caballeros —declaró Warren.
La proclama era de lo más engañosa, pues el orden de prelación en la Fuerza Aérea venía marcado por el del dragón, y en cualquier caso, el rango venía a significar poco, salvo en el caso del contraalmirante. Laurence encontraba el sistema del Cuerpo un tanto confuso, cuando no directamente caótico, pues venía de la Armada, donde imperaba un rígido respeto al escalafón, pero resultaba una concesión pragmática a la realidad: los alados tenían sus propias jerarquías y a la hora de entablar combate pesaban más sobre la obediencia instintiva de los demás dragones veinte años como cuidador de un Cobre Regio que treinta años de experiencia a lomos de un Winchester.
—Ahorrémonos las tonterías, por favor —saltó Harcourt, impaciente.
El primer teniente de la capitana, Hobbes, la interrumpió para decir:
—Esto huele fatal. Ninguno de ustedes puede ir, señores, y deberían saberlo —agregó con un ligero tono de reproche—. Con su permiso, yo mismo y el teniente Ferris escoltaremos al reverendo y a su señora, y si todo sale a pedir de boca, traeremos aquí abajo a uno de esos tipos para que hable con ustedes.
Aquel arreglo no resultaba del agrado de Laurence, ni lo más mínimo, pero mantenía a la capitana fuera del peligro, y por eso no dijo nada; otros capitanes, en cambio, parecían sentirse culpables por algo y no discutieron, sino que se retiraron para despejar la entrada. Los fusileros cubrieron todo el terreno despejado desde ambos lados antes de que la señora Erasmus pusiera las manos delante de la boca a modo de bocina y gritara un aviso. Solo entonces salieron Hobbes y Ferris, uno detrás del otro, y anduvieron con cautela, con la boca de las pistolas hacia abajo y los sables colgando sueltos del cinto.
Los desconocidos dieron un paso atrás antes de mostrarse. Empuñaban las lanzas sin ánimo hostil, con las puntas hacia el suelo, pero las aferraban de un modo en que era fácil cambiar el agarre sobre el astil y lanzarlas.
Todos ellos eran de elevada estatura, tenían la cabeza prácticamente rapada y una pigmentación de piel muy acusada: la tez era tan negra que casi parecía un destello azulino proyectado por el sol. Vestían un simple taparrabos de asombroso color púrpura festoneado con lo que parecía hilo de oro y calzaban unas sandalias encordonadas hasta medio muslo y abiertas por ambos lados del pie.
No hicieron ademán alguno de atacar. El reverendo dio la mano a su esposa y la ayudó a subir cuando Hobbes se volvió y le hizo señales. Los desconocidos se reunieron con los tenientes y la señora Erasmus comenzó a hablar despacio y con claridad. Hannah se había llevado una seta de la caverna y la sostuvo en alto a la vista de todos. El dragón se agachó de pronto hacia ella y le habló. La esposa del misionero alzó los ojos y le miró fijamente, sorprendida, sí, pero no asustada, y habló con el alado. Este giró la cabeza atrás de inmediato y profirió un graznido discordante, no era un rugido ni un bramido; Laurence jamás había oído salir un sonido semejante de la garganta de un dragón.
Uno de los negros alargó la mano, atrapó a la mujer por el brazo y tiró de ella mientras con la otra empujó su frente hacia atrás hasta que su cuello adoptó una postura muy forzada e incómoda, y luego le apartó el pelo del semblante hasta dejar a la vista la cicatriz y el tatuaje borrado de la frente.
Erasmus se lanzó hacia delante y Hobbes hizo lo mismo por su lado, y la tomaron entre los dos. El hombre la soltó sin oponer resistencia, pero dio un paso hacia Erasmus, a quien habló en voz baja y muy deprisa sin dejar de señalar a su esposa. Esta se habría venido abajo entre temblores de no haber sido por el teniente, que la recogió y la sujetó.
El reverendo extendió los brazos con ánimo conciliador y no dejó de hablar en todo momento, pero entre tanto, con sumo cuidado, iba interponiendo el cuerpo entre su esposa y aquel hombre; este no le comprendía, eso era evidente, por lo cual movió la cabeza y probó otra vez en la lengua de los khoisánidos, pero tampoco le comprendió, y entonces, de forma un tanto titubeante, hizo otro intento.
—Lunda —dijo mientras se daba unos golpecitos en el pecho con el dedo.
El dragón bufó y el hombre, sin mediar nuevo aviso, tomó la lanza y la hundió en el cuerpo de Erasmus, haciendo un movimiento tan impecable como terrible.
Hobbes abrió fuego y el hombre se desplomó, como el reverendo, que cayó de rodillas con una leve expresión de sorpresa nada más, aun cuando tenía la mano en el astil de la lanza clavada a la altura del esternón. Hannah profirió un agudo grito de terror y él ladeó ligeramente la cabeza hacia ella e intentó ofrecerle las manos. La lanza se desprendió con flojedad del cuerpo poco antes de que el misionero se desmoronase sobre el suelo.
Ferris arrastró más que empujó a la señora Erasmus de vuelta a la cueva. El dragón rojo se lanzó tras ellos y Hobbes pereció en medio de un surtidor de sangre, literalmente rastrillado por las garras del montaraz. Ferris empujó a la dama al interior de la caverna, donde los brazos de los aviadores le esperaban tendidos, mientras el alado profería un chillido horrísono y salvaje y se lanzaba de nuevo hacia la entrada, donde se puso a escarbar como un poseso con las garras, logrando sacudir toda la colina hueca.
Laurence aferró a Ferris por el brazo cuando este cayó de espaldas a causa del impacto. Hilillos de sangre le corrían por la camisa y el rostro. Harcourt y Warren habían recogido a la señora Erasmus.
—Encienda un pequeño fuego, señor Riggs —ordenó a voz en grito Laurence para hacerse oír por encima del barullo reinante en el exterior—. Haga el favor de darnos un par de esas bengalas suyas, señor Calloway.
El dragón recibió de lleno una descarga de fusilería y una bengala azul en toda la cabeza, y al menos, eso le hizo retroceder por un instante.
Los dragones más pequeños se acercaron enseguida a la brecha e hicieron un gran esfuerzo por apartar de ahí a su congénere de mayor tamaño, le hablaron con sus voces estridentes y al final acabaron convenciéndole para que los acompañara. Luego, se tumbó en el extremo más lejano del claro, con los costados subiendo y bajando al ritmo de su agitada respiración.
—¿Qué hora es, señor Turner? —preguntó Laurence al oficial de señales entre toses, pues no se disipaba el humo de la bengala.
—Lo siento, señor, pero ha habido un rato en que se me ha pasado darle la vuelta al reloj —admitió el alférez con tristeza—, pero son las cuatro pasadas, más de la guardia de la tarde.
Temerario y Lily se habían marchado después de la una; debían invertir cuatro horas en el viaje de ida y otras tantas en el de vuelta, pero antes de emprender el regreso tenían mucho trabajo pendiente en Ciudad del Cabo.
—Debemos turnarnos para montar guardias e intentar dormir un poco —aconsejó Laurence a Harcourt y Warren en voz baja. Dorset se había hecho cargo de la señora Erasmus y la había llevado a lo más hondo de la gruta—. Podemos contenerlos en la fisura, o eso creo, pero debemos permanecer vigilantes.
—Señor, le pido perdón, señor —dijo Emily Roland—, pero el señor Dorset me dice que le informe de que entra humo en la gruta por la parte de atrás.
En el techo del fondo, fuera del alcance de los asediados, había un respiradero angosto. Laurence se encaramó a los amplios hombros del señor Pratt, desde donde pudo ver a través del fino zarcillo de humo negro el fulgor anaranjado del fuego que habían encendido los hombres en el exterior. Se bajó de un salto y fue apartando a todos de su camino. Fellowes y Larring, el jefe de la tripulación de tierra de Lily, habían reunido a sus hombres con el propósito de bloquear la brecha con cuero del arnés, camisas y casacas, pero no lo estaban consiguiendo y el tiempo jugaba en su contra, pues el aire de la gruta era casi irrespirable y la temperatura en aumento no hacía más que empeorar el hedor natural.
—Así no vamos a resistir mucho —concluyó Catherine con voz ronca pero firme cuando Laurence hubo regresado a la parte delantera de la cueva—. Creo que más vale hacer una salida mientras aún podamos. Probemos a ver, y luego los despistaremos en el bosque.
En el exterior, los dragones habían cogido los matorrales llenos de espinas usados por los ingleses como valla defensiva del campamento y los habían apilado alrededor de la boca de la cueva en montones de más altura que un hombre. Los alados se habían situado cuidadosamente detrás de esta barrera, al amparo de las descargas de fusilería, para bloquear toda posible vía de escape. Había pocas esperanzas de lograr pasar por allí, pero tampoco se les presentaba mejor alternativa.
—Mi tripulación es la más numerosa y tenemos ocho fusiles —dijo Laurence—. Espero que todos estéis de acuerdo en que deberíamos ser nosotros quienes marchásemos delante y vosotros nos seguís. Señor Dorset, tal vez debería usted tener la bondad de esperarnos aquí con la señora Erasmus hasta que hayamos despejado un poco el camino. Estoy seguro de que el señor Pratt va a ayudarle —agregó.
La orden de emergencia fue dada a toda prisa. Todos estuvieron de acuerdo en concertar un punto de encuentro en los bosques y lo calcularon brújula en mano. Laurence se llevó la mano al cuello para asegurarse de que llevaba bien atado el lazo y se encogió de hombros un par de veces para ajustar bien la prenda y que los galones dorados le quedaran en su sitio. Por desgracia, había perdido el sombrero.
—Warren, Chenery, Harcourt, a vuestro servicio —saludó mientras iba estrechándoles las manos. Ferris y Riggs se acuclillaban junto a la entrada, ya preparados. Él también tenía las pistolas cargadas—. Caballeros —se despidió.
Luego, desenfundó el sable y cruzó la entrada de la caverna mientras detrás de él se oían los vítores.
—Dios salve al rey George.