—Inverosímil, totalmente inverosímil —contestó Dorset con severidad cuando Catherine, desesperada, sugirió dos semanas después que tal vez ya habían consumido todos los hongos existentes.
A pesar de su inclinación a seguir tosiendo cuando ya no tenía ganas, Nitidus se recobró más deprisa aún que Dulcia, pues se había quejado como el que más, pero había sufrido bastante menos que la mayoría de los dragones.
—He vuelto a notar la cabeza un poco espesa esta mañana —comentó, tan quejica como siempre; cuando no era eso, le ardía la garganta o le dolían los hombros.
—Era de esperar —le explicó Keynes poco antes de que acabara la semana cuando le había administrado la cura—. Te has pasado meses y meses tendido sin ejercitarte de forma adecuada —el cirujano se volvió hacia Warren y le espetó—: Harías bien en llevarle a dar una vuelta mañana, y ya basta de quejas.
Y se alejó de allí pisando fuerte.
Con tan alentadoras palabras renovaron enseguida la búsqueda interrumpida por el accidente de Chenery, pero, eso sí, redujeron el radio de acción a las inmediaciones de El Cabo, y lo cierto fue que no se encontraron a ningún dragón tras dos semanas largas de batida, y tampoco hallaron ninguna seta. La desesperación los indujo a llevar otras variedades de hongos no muy diferentes en apariencia, pero dos de ellos resultaron ser letales de necesidad para los peludos roedores locales que Dorset utilizaba como cobayas.
Keynes palpó los cuerpecillos aovillados de los roedores y sacudió con la cabeza.
—Nada de correr riesgos. Ya tuvisteis una suerte inmensa la primera vez no envenenando a Temerario con la seta de marras.
—Y entonces, ¿qué diablos hacemos? —inquirió Catherine—. Si no hay más para…
—Lo habrá —respondió Dorset con seguridad.
Y por su parte, Laurence acudió todos los días al mercado, donde hacía su ronda y obligaba a todos los comerciantes y tenderos a mirar un dibujo del hongo abocetado a lápiz y tinta. Esa insistencia acabó por tener su recompensa: los mercaderes habían acabado de él hasta las narices y uno de los vendedores khoisánidos, capaz de contar hasta diez en inglés y en holandés, lo único necesario para vender sus productos, le arrastró hasta las puertas del reverendo Erasmus y le pidió ayuda para poner freno a ese incesante acoso.
—Desea hacerle saber a usted que el hongo no crece aquí, en El Cabo, si es que le he entendido bien —le explicó Erasmus—, pero que el pueblo xhosa…
El mercader le interrumpió al oír aquello y, lleno de impaciencia, repitió un nombre bastante diferente incorporando una serie de extraños chasquidos consonánticos que al principio le recordó algunos de los del durzagh, muy difíciles de reproducir para la lengua del hombre.
—Como se llame —dijo Erasmus tras otro intento de repetir correctamente el nombre en cuestión—, se refiere a una tribu que vive junto a la costa y tienen bastante trato con el interior. Tal vez ellos sepan dónde puede haber más.
El aviador se puso a ampliar esta información; sin embargo, no tardó en descubrir que el contacto con esas tribus iba a ser extremadamente difícil, pues los miembros de las tribus que habían morado cerca de El Cabo se habían ido retirando más y más de los asentamientos holandeses después de la última oleada de ataques europeos —no sin provocación, cierto es—, unos ocho años atrás, y ahora habían sellado una difícil tregua con los colonos, rota a menudo, y solo era posible tratar con ellos en la mismísima frontera.
—Han firmado un tratado tras otro por darse el gusto de robarnos el ganado: perdemos reses una o dos veces al mes —le explicó el señor Rietz. Él y Laurence se comunicaban en un alemán balbuceado por ambas partes.
Rietz era uno de los mandamases de Swellendam, una de las más antiguas villas de El Cabo, y aun así, más próxima al continente que cualesquiera otras que los colonos hubieran levantado después. Se hallaba al abrigo de una cadena montañosa y eso impedía las incursiones de los montaraces. Los viñedos y las tierras de labranza se arracimaban en torno a las pulcras y compactas casas de paredes encaladas. Las únicas en extenderse eran las tierras de las granjas fuertemente fortificadas.
Los colonizadores se mostraban muy precavidos con respecto a los dragones salvajes que a menudo venían de las montañas, y habían construido en el centro un pequeño fuerte provisto con dos cañones de seis libras con el fin de hacerles frente, y también se mostraban muy resentidos con sus vecinos de color, de quienes Rietz dijo:
—Los cafres son todos unos granujas, más allá del nombre pagano que les apetezca ponerles y los prevengo contra posibles tratos con ellos. Son salvajes y lo más probable es que vayan a asesinarlos mientras duermen si eso los beneficia.
La presencia del Celestial en las afueras de la villa suponía una coacción silenciosa pero eficaz gracias a la cual el hombre habló largo y tendido; sin embargo, Rietz consideró que había dicho bastante y se negó a ser de más ayuda, así que se sentó en silencio y esperó a que el inglés se rindiera y le dejara volver a sus cuentas.
Cuando se reunió con Temerario, el dragón le habló con verdadera admiración.
—Tienen unas vacas fantásticas, Laurence. No puedes echarles la culpa a los montaraces por llevárselas, cuando ellos no saben hacer otra cosa y las vacas están ahí, en el corral, provocando, sin hacer nada. Oye, ¿cómo vamos a encontrar a esos xhosa sin la ayuda de los colonos? Tal vez podríamos volar para buscarlos desde el cielo, ¿no?
La sugerencia les garantizaba no verles el pelo a las gentes de las tribus; estas debían desconfiar mucho de los alados, pues tanto ellos como los colonos podían sufrir los ataques de los dragones.
El general Grey soltó un bufido cuando el aviador volvió a Ciudad del Cabo en busca de una alternativa e informó de la reacción de Rietz.
—Ya, e imagino que si se topara usted con algún miembro del pueblo xhosa formularía exactamente las mismas quejas, pero a la inversa. Siempre están robándose ganado unos a otros y solo están de acuerdo en una cosa, supongo: en quejarse de que los dragones salvajes son peores. Mal asunto —añadió—, es un mal asunto, porque esos colonos desean con desesperación más praderías y no pueden tenerlas, y no les queda otra alternativa que estar a la greña con las tribus por la tierra que a los montaraces no les importa dejarles.
—¿Y no hay modo de detener a los dragones? —se interesó Laurence.
Precisamente él no sabía cómo manejar a los montaraces; en Inglaterra los habían instado a mantenerse en los campos de cría mediante el sistema de proporcionarles presas fáciles de forma regular.
—No, ese sistema no funcionaría aquí: hay demasiada caza salvaje —explicó Grey—. En cualquier caso, no iban a dejar en paz a los asentamientos y de eso hemos tenido suficientes ejemplos que lo atestiguan. Todos los años unos cuantos jóvenes alocados organizan una campaña en el interior, una campaña que jamás sirve para nada —el vicegobernador se encogió de hombros—. No vuelve a saberse nada de esos aventureros y, por supuesto, se echan las culpas al gobierno por su inacción, pero ninguno de ellos entiende el coste y la dificultad de la empresa. No podría comprometerme a controlar un territorio más amplio sin contar al menos con una formación de seis dragones y dos compañías de artillería de campaña.
Laurence asintió. Era muy poco probable que el Almirantazgo le enviase semejantes refuerzos en aquel instante o, ya puestos a pensarlo, en un futuro inmediato. Si se dejaba aparte los estragos de la epidemia, que había dejado en cuadro a la Fuerza Aérea, cualquier fuerza significativa iba a ser destinada a la guerra contra Francia, por supuesto.
Esa misma noche, Laurence informó a la capitana Harcourt con tono grave de su fracaso.
—Vamos a tener que arreglárnoslas como mejor podamos —repuso Catherine—. Seguro que el reverendo Erasmus puede ayudarnos; es capaz de hablar con los nativos y tal vez ese mercader sepa dónde podemos encontrarlos.
Con tal propósito, Laurence y Berkley se dirigieron a la misión, ya muy transformada desde la última visita del primero: el lote de tierra se había convertido en un precioso huerto lleno de tomates y pimientos. Unas cuantas muchachas khoisánidas de discretas enaguas negras trabajaban en los surcos, atando las tomateras a unas estacas mientras que otro grupo se dedicaba a coser diligentemente bajo un amplio árbol de mimosa. La señora Erasmus y otra misionera, una mujer blanca, se turnaban para leerles una Biblia ya traducida a su idioma.
La casa estaba atestada de estudiantes que se afanaban en escribir sobre trozos de pizarra, pues el papel era demasiado valioso para emplearlo en un ejercicio. Erasmus acudió y paseó con ellos en el exterior, pues dentro del edificio no había espacio para hablar. Los aviadores le expusieron el caso.
—Estoy en deuda con usted por habernos facilitado el pasaje hasta aquí —le explicó a Laurence—, no lo he olvidado, créame, capitán, y nada me alegraría más que serle de utilidad, pero existen muchas menos similitudes entre la lengua khoisánida y la xhosa que entre el alemán y el francés, y yo ni siquiera hablo con fluidez la primera. Hannah lo hace un poco mejor, y los dos recordamos algo de nuestras respectivas lenguas nativas, pero eso sería de poca utilidad: nos raptaron de tribus situadas mucho más al norte.
—Aun así, tiene usted más posibilidades que nosotros de darle a la sinhueso con ellos —espetó Berkley—. No puede ser tan difícil hacerles entender algo sencillo a esta gente: tenemos un cacho de la seta esa, basta con levantarla delante de sus narices, mostrársela y decirles lo que queremos.
—Esa gente son vecinos de los khoisánidos así que seguramente habrá alguien entre ellos que chapurree un poco su lengua, y eso abriría un poco las posibilidades de comunicarnos, ¿no? Podemos probar, solo —añadió—, inténtelo: un fracaso no va a dejarnos peor de lo que ya estamos.
Erasmus se detuvo ante la puerta del jardín, desde donde observó a su esposa mientras leía los Evangelios a las jóvenes, y entonces, en voz baja, comentó en tono pensativo:
—No he oído de nadie que haya llevado la palabra de Dios a los pueblos xhosa.
A pesar de tener prohibida la expansión hacia el interior del continente, los colonos habían ido avanzando poco a poco por la costa oriental de Ciudad del Cabo. El río Tsitsikamma, a unas dos jornadas largas de vuelo, había devenido en una suerte de frontera entre los territorios de holandeses y xhosa, aunque el único asentamiento cercano a la misma era el de la bahía de Plettenberg, y si los guerreros xhosa merodeaban entre la maleza cinco pasos más allá de los límites de las aldeas más alejadas, como se imaginaban muchos de los colonos, ninguno estaba dispuesto a ir a averiguarlo, pero lo cierto era que los nativos se habían visto expulsados al otro lado del río en el curso del último enfrentamiento y puesta en el mapa era una línea conveniente, así que el caudal había dado nombre a los tratados.
Temerario voló ceñido a la línea de la costa, una extraña y hermosa sucesión de acantilados bajos y curvos poblados de una frondosa vegetación verde y en algunos lugares se extendían a sus pies líquenes de colores rojo y crema y grandes rocas marrones, y playas de arena dorada, algunas de ellas plagadas de pingüinos chaparrudos demasiado pequeños para alarmarse al verles pasar en lo alto: ellos no eran presa propicia para los dragones. Al final del segundo día cruzaron la laguna de Knysna, cobijada detrás de su angosta desembocadura en el océano por unos montículos de arenisca, y a última hora de la tarde llegaron a orillas del Tsitsikamma, los límites verdosos de su cauce serpenteaban hacia el interior del continente.
Por la mañana, antes de cruzar el río, anudaron dos sábanas blancas a unos palos bastante largos a modo de banderas de tregua con el fin de evitar cualquier provocación y las fijaron a ambos flancos de Temerario; después, se adentraron en territorio xhosa, cuyo suelo sobrevolaron con precaución hasta aterrizar en un claro lo bastante espacioso y visible con el propósito de permitirles ver a Temerario desde lejos, y dividido por un arroyuelo de aguas rápidas: no era un obstáculo insalvable, pero venía a ser una frontera destinada a proporcionar alguna tranquilidad a alguien que estuviera al otro lado.
Laurence había llevado consigo una pequeña pero sustancial suma de guineas de oro así como una amplia variedad de objetos usados comúnmente en el regateo de la zona con la esperanza de poder tentar a los nativos, y sobre todo, del más importante: varios collares hechos con conchas de cauri unidas por hilos de seda; en algunas partes del continente llegaban a usarse como moneda en circulación y la noción de su valor se hallaba muy extendida. Temerario, por una vez, no quedó nada impresionado: las conchas no eran de brillantes colores ni relucientes ni iridiscentes y, por tanto, no despertaban ese instinto suyo de urraca; miró con bastante más interés una fina cadena de perlas con la que Catherine había contribuido a la causa.
La dotación extendió tan variopinta colección sobre una amplia cobija cerca de la orilla del arroyuelo con el fin de que fuera fácilmente visible para un observador desde la otra, pues esperaban obtener alguna respuesta de este modo. Temerario se agazapó cuanto pudo y se dispusieron a esperar. Habían armado un buen escándalo durante el viaje para asegurarse de ser vistos, pero la región era muy amplia, solo para alcanzar el río habían necesitado dos días de vuelo; por ello, Laurence no era optimista.
Pasaron allí toda la noche sin conseguir respuesta alguna y otro tanto ocurrió a lo largo del día siguiente, salvo que Temerario se fue de caza y regresó con cuatro antílopes. Montaron un espetón para asarlos, con no demasiado éxito, pues Gong Su se había quedado en el campamento para preparar la comida de los dragones aún enfermos, y el joven Allen, destinado a darle vueltas al asador, se despistó, con tan mala suerte que estaban todos un tanto chamuscados por un lado y demasiado poco hechos por el otro. Temerario echó hacia atrás la gorguera en señal de desaprobación; el dragón estaba desarrollando un paladar excesivamente fino, un hábito de lo más desafortunado para un soldado.
El tercer día transcurrió tan tórrido y sofocante como los anteriores y los hombres empezaron a aplatanarse poco a poco, en silencio. Emily y Dyer se pusieron a garabatear en sus pizarras sin el menor entusiasmo y Laurence hacía acopio de voluntad de tanto en cuanto para levantarse y pasear de un lado para otro a fin de no dormirse. Temerario no tuvo tantos escrúpulos: abrió la boca para dar un gran bostezo, acomodó la cabeza y se echó a roncar.
Una hora después del mediodía tomaron una comida consistente en pan con mantequilla y un poco de grog, pero nadie quiso nada más a causa del calor, ni siquiera después de la mala cena de la jornada anterior. El sol inició de mala gana su camino hacia el horizonte y la tarde fue desgranando las horas.
—¿Se encuentra usted cómoda, señora? —preguntó Laurence a la señora Erasmus mientras le traía otra copa de grog.
Los tripulantes le habían levantado un pequeño pabellón con las tiendas de viaje, a fin de que ella pudiera permanecer siempre a cubierto de las miradas. Sus hijas pequeñas habían quedado en el castillo, a cargo de una doncella. Hannah ladeó la cabeza y aceptó la copa, parecía poco preocupada por su propia comodidad, como de costumbre, una cualidad imprescindible, seguro, para ser la esposa de un misionero, destinada a ir de aquí para allá por todo el orbe. Aun así, el militar se sintió muy poco civilizado por haberla sometido a la inclemencia de un día tan caluroso para luego sacar tan poco provecho. La esposa del reverendo no se quejaba, por supuesto, pero tampoco había disfrutado cuando la acomodaron a bordo del dragón. Sin embargo, se le daba muy bien ocultar todos sus temores e incomodidades; de hecho, lucía un vestido negro de cuello alto con mangas hasta la muñeca a pesar de que caía un sol de justicia tan intenso que atravesaba el cuero de la tienda.
—Lamento haber abusado de ustedes —se disculpó—. Si mañana no hemos tenido alguna noticia, creo que vamos a vernos obligados a considerar esta intentona como un fracaso.
—Rezaré para que tengamos un desenlace más feliz —contestó ella lacónicamente con voz grave y firme, y agachó la cabeza.
El feliz concierto de mosquitos prosiguió a la caída de la noche, aunque ninguno de ellos se acercó al Celestial; las moscas fueron menos juiciosas. La oscuridad volvía cada vez más imprecisa la silueta de los árboles cuando Temerario despertó sobresaltado y anunció:
—Alguien viene por ahí, Laurence.
Entonces se escuchó un susurro entre la hierba de la orilla opuesta.
Un hombre menudo emergió a la media luz de la otra orilla: era calvo e iba completamente desnudo, a excepción hecha de un pequeño manto con el cual se cubría el cuerpo de forma demasiado desinhibida como para considerar que lo hacía por modestia. Apoyaba sobre un hombro una azagaya de hoja estrecha y un mango similar al de una pala y sobre el otro un antílope en los huesos. No cruzó el cauce ni apartó los ojos de Temerario, se limitó a estirar el cuello para ver mejor los objetos dispuestos sobre la manta, pero quedó claro que no iba a ir más allá.
—Reverendo, si pudiera acompañarme… —dijo Laurence, y se marchó seguido por Ferris, que iba detrás de él como un perro sin que nadie se lo hubiera pedido.
Laurence se detuvo al llegar a la cobija y alzó el más elaborado de los collares hecho con conchas de cauri; la pieza elegida constaba de seis o siete tiras donde se alternaban las oscuras y las luminosas intercaladas con cuentas de oro.
Vadearon el regato en un punto poco profundo, donde las aguas apenas si les cubrían parte de las botas. El capitán inglés llevó la mano a la culata de la pistola con disimulo al ver la lanza del nativo, sabedor de que iban a ser vulnerables mientras subían la orilla, pero el cazador se limitó a retirarse hacia los bosques cuando salieron del cauce; su figura recortada contra la maleza resultaba prácticamente imposible de distinguir y desde esa posición podía desaparecer entre las sombras con gran facilidad. Laurence supuso que el derecho a estar alarmado le correspondía a ese hombre, aunque solo fuera por lo nutrido de la partida, con Temerario en la retaguardia, sentado a la manera de los felinos sobre los cuartos traseros y contemplando la escena con ansiedad.
—Señor, déjeme, por favor —pidió Ferris con voz tan lastimera que Laurence le entregó el collar.
El joven puso el abalorio sobre las palmas de las manos y se lo ofreció sin acercarse. La oferta tentó de forma manifiesta al nativo, que vaciló, y entonces, con vacilación, les tendió el antílope con aire levemente avergonzado, como si no pensara que se tratara de un intercambio del todo equitativo.
Ferris negó con la cabeza y luego se envaró al apreciar un susurro detrás del cazador, pero solo era un niño pequeño de no más de seis o siete años que había separado las hojas de la maleza a fin de poder ver con unos enormes ojos llenos de curiosidad. El nativo se volvió y le increpó duramente, pero su voz fue perdiendo severidad a medida que avanzaba la reprimenda. Laurence comprendió al vuelo la situación: el nativo menudo no era raquítico, él mismo tan solo era un muchacho que tendría un puñado de años más que su compañero escondido.
El niño se desvaneció de inmediato: las ramas se cerraron delante de su cara. El joven se volvió hacia Ferris con una cautelosa mirada de desafío y apretó la azagaya lo bastante fuerte como para que los nudillos de la mano adquirieran una pálida tonalidad rosa.
—Por favor, dígale, si puede, que no tenemos intención de hacerle daño —le pidió Laurence a Erasmus en voz baja.
No le sorprendía demasiado que se hubieran arrastrado hasta allí, asumiendo un gran riesgo, mientras otros miembros de su clan habían preferido salir corriendo. El cazador estaba esquelético y el rostro del niño había perdido todas las redondeces de la infancia.
Erasmus asintió y se adelantó para probar suerte con unas cuantas palabras en habla dialectal, pero sin éxito, de modo que apeló a la comunicación más simple: se señaló en el pecho y dijo su nombre. El muchacho le facilitó el suyo y se presentó como Demane. Ese primer intercambio sirvió al menos para facilitarle un poco las cosas, pues el cazador no iba a salir corriendo y permitió que Ferris se acercase un poco más y le enseñase la primera muestra de hongo.
Demane soltó una exclamación y retrocedió, asqueado, y no sin motivo: la seta olía mal de por sí, pero su confinamiento en una bolsa de cuero durante el calor del día no le había mejorado el aroma. El nativo se echó a reír, celebrando su propia reacción, pero puso un rostro carente de expresión cuando ellos le señalaron el hongo y luego le ofrecieron el collar, y no lo cambió por mucho que alargara la mano para tocar las conchas con expresión pensativa, frotándolas entre el pulgar y el índice.
—Supongo que no le entra en la mollera que alguien quiera hacer un trueque por la cosa esta… —comentó Ferris en voz baja, pero lo bastante fuerte para que lo oyeran todos, mientras alejaba el rostro lo máximo posible.
—Hannah —llamó el misionero.
Laurence se sobresaltó, pues no se había dado cuenta de que la señora Erasmus se había unido a ellos, había acudido caminando descalza y con las faldas recogidas. Demane se envaró un poco, soltó las conchas y se alejó de ella, pues la dama tenía una cierta severidad de maestra de escuela. Ella se dirigió a él en voz baja, despacio y con claridad; luego, tomó el musgo de mano de Ferris, lo sostuvo en alto y realizó una serie de gestos autoritarios cuando Demane hizo una mueca, pero al final, con bastante repelús, el cazador cogió el hongo. Entonces, Hannah le sujetó la muñeca y le llevó el brazo para que entregara el hongo a Ferris y este, a cambio del hongo, le entregó el valioso collar. La mímica facilitó mucho la compresión del negocio.
Una vocecilla dijo algo desde los arbustos y Demane le acalló antes de entablar conversación con la señora Erasmus, con quien habló largo y tendido con una charla llena de sonidos chasqueantes que Laurence no lograba imaginar cómo podían producirse, y menos a semejante velocidad. Ella puso rostro de concentración extrema mientras intentaba seguirle. Demane tomó la seta y se acuclilló al pie de un árbol para hacer su representación: alzó la seta y la tiró contra el suelo.
—¡No, no! —gritó Ferris, al tiempo que saltaba a tiempo de evitar que la preciosa muestra fuera pisoteada por el pie desnudo del nativo.
Demane observó esa reacción con absoluto desconcierto e hizo un comentario.
—Dice que el ganado enferma si la come —tradujo la señora Erasmus.
El gesto había sido bastante elocuente: aquel hongo era considerado una molestia y lo arrancaban en cuanto lo veían, y eso podría explicar su escasez, lo cual no le sorprendía lo más mínimo si la ganadería era el medio de vida de casi todas las tribus, pero Laurence quedó abrumado al saberlo. ¿De dónde iban a sacar las ingentes cantidades necesarias para la cura si erradicar los hongos era una práctica instituida durante generaciones entre los ganaderos? Al fin y al cabo, para ellos no pasaban de ser malas hierbas.
La señora Erasmus continuó conversando con el muchacho y se ayudó de la mímica: tomó la seta y la acarició para demostrarle que tenía valor para ellos.
—Capitán, ¿podría algún miembro de su tripulación traerme una olla? —pidió.
Cuando se la hubieron llevado, Hannah metió dentro el hongo e imitó el movimiento de remover agua. Demane miró a Laurence y a Ferris con expresión de incredulidad, pero después se encogió de hombros de forma muy expresiva y señaló al cielo, y con un amplio movimiento del brazo, llevó la mano de un extremo a otro del horizonte.
—Mañana —tradujo la esposa del misionero.
El muchacho señaló el suelo donde estaban todos.
Laurence no le quitaba los ojos de encima.
—¿Él se considera capaz de traernos algo? —preguntó a la esposa del reverendo.
Pero Hannah no pudo transmitir ni la pregunta ni la respuesta, y al cabo de unos momentos tuvo que negar con la cabeza.
—En fin, esperemos lo mejor. Dígale si puede que vamos a regresar.
Y a la noche siguiente, a la misma hora, los muchachos salieron de entre los arbustos otra vez, solo que en esta ocasión el más joven iba al trote detrás de Demane, completamente desnudo, y acompañado de un perrito pulgoso, un mestizo de pelambrera moteada de amarillo y marrón.
El chucho se plantó por su cuenta en la orilla opuesta y se puso a ladrar a Temerario, y seguía y seguía soltando unos ladridos penetrantes mientras el chico de mayor edad intentaba hacerse oír por encima de esos ladridos para negociar el precio de sus servicios.
Laurence le miró sin entenderle del todo. Demane tomó el hongo, lo sostuvo en alto ante la nariz del can y se arrodilló para taparle los ojos. El muchacho más joven vino corriendo, se lo llevó y lo enterró bien hondo en la hierba, después volvió junto al perro. Demane soltó al animal y le dio una orden con voz seca, pero el chucho se puso a ladrarle enloquecido a Temerario, ignorando las instrucciones de su amo hasta que este, visiblemente avergonzado, echó mano a un palo y le pegó en los cuartos traseros, le siseó y le hizo oler el saco de cuero donde habían traído la seta. Al final, aunque a regañadientes, el can se marchó y peinó toda la llanura hasta encontrar el hongo para volver al trote con él en la boca y dejarlo a los pies de Laurence; luego, empezó a mover el rabo con entusiasmo.
Lo más probable era que Demane los hubiera tomado por estúpidos o al menos por muy ricos, y por ello, le hizo ascos a los abalorios y dijo querer cobrar en reses, que, evidentemente, eran la principal fuente de riqueza entre los xhosa. Abrió la ronda de negociaciones con una petición inicial de doce cabezas.
—Dígale que le daremos una por cada semana de servicio —contestó Laurence—. Si nos conduce hasta una buena reserva de hongos, podríamos estudiar la posibilidad de mejorar el trato. En cualquier otro caso, nosotros les traeremos de vuelta a este sitio a los dos y aquí les haremos entrega de su paga.
Demane inclinó la cabeza y aceptó la reducida oferta al tiempo que hacía un considerable esfuerzo por mantener la calma, pero el niño, que respondía al nombre de Sipho, había puesto unos ojos como platos, y el modo en que tironeaba la mano de Demane le hizo sospechar a Laurence que había hecho un negocio horroroso para los estándares de la región.
Temerario erizó la gorguera cuando le acercaron el inquieto perro.
—Es muy ruidoso —juzgó con desaprobación.
El perro debió de ladrar una respuesta tan poco educada como el comentario a juzgar por el tono; luego, intentó zafarse de la sujeción de su amo y huir corriendo, pero Demane no sentía ansiedad alguna. Antes de aquello, la señora Erasmus le había persuadido para que se acercara un poco más y alargara la mano para acariciar la pata derecha del Celestial y mostrarle de ese modo que no había peligro. Tal vez no fue la mejor idea para insuflar ánimo, ya que eso atrajo la atención del cazador hacia las descomunales garras del dragón.
Sipho estaba más interesado que alarmado, pero Demane le empujó para que permaneciera detrás de él, protegido por su cuerpo, usó el otro brazo para estrechar contra el pecho al perro y negó con la cabeza mientras expresaba su negativa a aproximarse más.
Temerario ladeó la cabeza y dijo:
—Qué sonido tan interesante —luego repitió una palabra, imitando ese sonido chasqueante con más éxito que todos los demás, pero todavía mal pronunciada. Sipho, situado detrás de Demane, se echó a reír y le repitió el término otra vez, y al cabo de unas cuantas veces, el dragón fue capaz de reproducirlo—: Ya lo tengo.
Los chasquidos consonánticos del dragón sonaban algo extraños, pues venían de algún punto interior de su garganta y eran más graves que los de los muchachos, pero con esa ayuda fueron haciéndose a la idea de que iban a subirlos a bordo.
Gracias a Tharkay, Laurence había aprendido el arte de transportar animales a bordo de un dragón en el este, donde los drogaban con opio antes de subirlos, mas, por desgracia, ellos no contaban con ninguna droga en aquel momento y tenían poco ánimo para ponerse a experimentar, así que subieron al quejumbroso can por la fuerza y lo ataron al arnés. El animal siguió removiéndose y forcejeando para zafarse de la improvisada extensión del arnés, y llegó a hacer varios intentos frustrados de saltar hasta que Temerario despegó; entonces, tras unos cuantos ladridos de entusiasmo, se sentó sobre los cuartos traseros jugueteando con la lengua por toda su boca abierta y moviendo el rabo de un lado para otro con energía; estaba encantado, bastante más complacido que su infeliz amo, que se aferraba al arnés y a Sipho, aunque ambos iban bien sujetos gracias a sendos mosquetones.
—¡Menudo circo has montado! —exclamó Berkley cuando aterrizaron en el claro y bajaron al perro, y soltó una risotada.
Laurence consideró las carcajadas fuera de lugar.
En cuanto el perro se vio en el suelo, salió corriendo y atravesó los campos de adiestramiento para acudir chillando junto a los dragones. Estos, por su parte, sentían cierto interés hasta que el chucho empezó a mostrarse más curioso de la cuenta y cuando se puso a olfatear el delicado hocico de Dulcia, esta le siseó airada. El perro soltó un gañido y se batió en retirada al dudoso abrigo que suponía el costado del Celestial, que miró hacia el suelo con irritación e intentó alejarle con el hocico, sin éxito.
—Haz el favor de cuidar a ese bicho. No tengo ni idea de cómo podríamos conseguir otro o entrenarlo —le pidió Laurence.
Y solo entonces Temerario permitió al can aovillarse junto a él, a regañadientes, eso sí.
Chenery acudió renqueante para cenar con ellos en los campos de entrenamiento con el fin de tranquilizar a Dulcia en lo tocante a su mejoría, y para sus adentros se juraba que estaba harto de tanto reposo en la cama, así que disfrutaron del rosbif con gran optimismo y las botellas circularon libremente por la mesa, tal vez circularon en demasía, pues poco después de pasar a los cigarros, Catherine dijo:
—Maldita sea.
Se puso en pie y echó a correr hacia uno de los linderos del claro, donde vomitó.
No era la primera vez que se la veía indispuesta en los últimos tiempos, pero en esta ocasión la cosa era bastante más intensa. Todos tuvieron la amabilidad de mirar a otro lado. Se reunió con ellos junto al fuego poco después, aunque lo hizo con expresión consternada. Warren le ofreció un poco más de vino, pero ella negó con la cabeza. Se enjuagó la boca con un poco de agua y soltó un salivazo. Después, los miró a todos y dijo jadeante:
—Bien, caballeros, lamento ser poco delicada, pero si voy a estar indispuesta durante todo el viaje, más vale que lo sepan. Me temo que he engordado y voy a seguir haciéndolo…
Laurence tardó en darse cuenta de que la estaba mirando boquiabierto, una expresión de intolerable descortesía. Cerró la boca de inmediato y se quedó inmóvil mientras luchaba contra la tentación de mirar a los otros cinco capitanes sentados junto a las llamas y aprovechar su luz para estudiarlos como posibles candidatos.
Berkley y Sutton eran unos diez años mayores que él y siempre había pensado que su relación con Catherine era de tío a sobrina más que cualquier otra cosa. Warren también tenía más años y su firmeza encajaba más con el carácter nervioso de Nitidus, y eso hacía difícil imaginarle en el papel de amante, aun bajo las presentes circunstancias.
Chenery era un hombre de menos edad y muy jovial, no conocía el sentido del decoro y tenía un cierto atractivo, más por sus sonrisas y su encanto tosco que su aspecto, pues tenía el rostro alargado, el pecho estrecho, la piel cetrina y los pelos de punta, el cabello parecía un trigal. Era el candidato más probable por su personalidad, aun cuando Little, el capitán de Immortalis, tenía una edad similar y era el más apuesto de todos a pesar de aquella desmedida nariz suya; tenía unos ojos azul cobalto y llevaba el pelo ondulado, quizás un poco más largo de la cuenta, a la manera de los poetas, pero Laurence sospechaba que esto último se debía más a la falta de atención que a una vanidad deliberada; además, Little era un hombre de hábitos muy frugales y poco dado a los lujos.
Luego estaba Hobbes, el primer teniente de Harcourt, por supuesto, un joven apasionado solo un año menor que ella, pero a Laurence le costaba creer que Catherine se hubiera liado con un subordinado, exponiéndose a arrostrar todas las dificultades y resentimientos que, al menos según los casos similares que él había conocido en la Armada, una relación así solía generar en la vida de a bordo, además de estar prohibidas, por supuesto.
No, debía ser uno de ellos, y no pudo evitar mirarlos con el rabillo del ojo. Sutton y Little habían reaccionado con expresiones de sorpresa, en mayor o menor grado. Le evaluaban con la mirada como posible candidato, pues si bien Laurence se preguntaba quién era el padre, y no lograba ocultarlo, ellos manifestaban esa curiosidad de forma más abierta.
Laurence era plenamente consciente de que él no podía hacer objeción alguna, pues había cometido una indiscreción semejante, sin ni siquiera entrar a considerar lo que diría o haría en caso de verse en un brete tal. No era capaz de imaginar la reacción de su padre, ni aun la de su madre, en caso de presentarse con esa pareja: una mujer algo mayor que él, con una hija ilegítima, que no era miembro de una familia de abolengo y había sacrificado su credibilidad en aras al servicio en el Cuerpo. Aun así, se hubiera casado, pues cualquier otra cosa habría equivalido a un insulto hacia quien merecía de él el respeto propio de una dama y una camarada de armas, así como exponerla a ella y al niño a la censura de toda la sociedad. Por consiguiente, él se había expuesto voluntariamente a una situación tan azarosa y ahora no tenía derecho a reclamar si le tocaba sufrir una parte de ese dolor en una de las personas de otra relación como la suya.
Solo el culpable conocía la verdad, por supuesto, y mientras no confesara, Laurence y los demás capitanes iban a tener que contener esa curiosidad que los carcomía, por mucho que no fuera agradable ni tuviera remedio.
—Bueno, pues ya es mala suerte —dijo Berkley, dejando el tenedor—. ¿Quién es el padre?
—¿Eh…? Es Tom, quiero decir, el capitán Riley —contestó con soltura Catherine; entonces, uno de sus jóvenes mensajeros le trajo una taza de té—. Gracias, Tooke.
Laurence se puso colorado por todos.
Pasó la noche en vela; en el exterior le tocó soportar los ladridos incesantes del perro y dentro de la tienda reinaba toda la confusión que cabía imaginar. Laurence dudaba si hablar o no con Riley y sobre qué bases.
Se sentía responsable por el honor de Catherine y el del niño, algo completamente irracional en las presentes circunstancias, máxime cuando ella no mostraba preocupación alguna, y aunque le importara un pimiento la buena opinión de la sociedad o de sus compañeros en el Cuerpo, Laurence tenía muy presente que Riley no iba a poder mostrar ese mismo desdén a ojos del mundo. Al final del viaje había actuado como si estuviera bajo coacción, un indicio inequívoco de su culpabilidad. Él no aprobaba la idea de mujeres oficiales y Laurence estaba convencido de que no se había apeado de esa opinión ni por un momento, ni siquiera tras aquel affaire, pero lo cierto era que él había aprovechado esa circunstancia cuando se le había presentado y no había vacilado en entrar en un terreno donde la consecuencia era la ruina de una dama, un acto egoísta cuando no depravado, y merecedor del mayor de los reproches. Sin embargo, Laurence no tenía ninguna posición que defender y cualquier intento por su parte solo agravaría aún más el escándalo, y además, en cualquier caso, los aviadores tenían prohibidos los duelos.
Para complicar aún más las cosas, tenía motivos sobrados para hablar con Riley e informarle de la existencia de ese niño, pues a lo mejor no estaba al tanto. A Jane Roland no le preocupaba nada la filiación ilegítima de su hija Emily; había visto muy poco al padre después de la concepción y tampoco parecía pensar que él tuviese mucho que ver con la niña. Catherine compartía esa misma falta de sensibilidad, eso resultaba evidente. Laurence no se había detenido a considerar la dureza de todo aquello, pero ahora se ponía en el lugar de Riley y en cierto modo pensaba que se merecía todas las dificultades de semejante situación y también que alguien le abriera los ojos para poder verlas.
Se levantó agotado y hecho un mar de dudas, así que se lanzó sin demasiado entusiasmo en su primer intento de salir con el perro en busca de los hongos. El chucho no esperó a que lo subieran a bordo del Celestial cuando los vio a todos preparados: se encaramó de un salto al lomo de Temerario y se instaló todo ufano en la base del cuello, justo donde solía sentarse Laurence, y desde allí se puso a ladrarles a todos, instándolos a terminar con los preparativos.
—¿No puede volar con Nitidus? —quiso saber el Celestial, contrariado, mientras volvía el cuello hacia atrás para soltarle un siseo imperioso, pero el perro ya le había tomado confianza y se limitó a mover el rabo.
—No, no, yo no quiero llevarlo. Tú eres más grande y a ti no va a pesarte nada.
Temerario recogió la gorguera, pegándola al cuello, y expresó su contrariedad por lo bajinis.
Cruzaron otra vez las montañas y descendieron nada más rebasar las posiciones de vanguardia, donde apenas había asentamientos; aterrizaron en una ladera en la que un corrimiento de tierras había dejado al descubierto una rampa de piedra, lo cual ofrecía a los dragones una inmejorable oportunidad de descender en lo más hondo del sotobosque. Nitidus consiguió meterse entre los árboles, aprovechando que uno de los más grandes había caído, pero el Celestial tuvo que arreglárselas para poder posarse en un campo de aterrizaje más pequeño e invadido por las malas hierbas. Las espinas de acacia eran largas y lo bastante finas como para colarse entre las escamas del dragón y llegar hasta la carne de debajo, por lo cual Temerario se estremeció varias veces antes de poder hacer pie con seguridad. Entonces dejó bajar a su tripulación para que despejaran el espacio y montaran las tiendas una vez más.
El perro se convirtió en un incordio mientras levantaban el campamento, pues optó por juguetear y sobresaltar a los faisanes de plumaje rojiblanco, que le rehuyeron sobresaltados, balanceando la cabeza sin cesar, y siguió así hasta que de pronto se quedó inmóvil y no movió ni un músculo de su cuerpo flaco y larguirucho. El teniente Riggs apoyó el rifle en el hombro, se preparó para disparar y esperó, todos los demás se quedaron helados, pues aún no se había borrado la impresión causada por el rinoceronte, pero cuando mayor era la tensión, salió de entre los árboles una manada de babuinos. Era imposible pasar por alto al mayor de todos: un ejemplar de pelaje grisáceo, rostro de malas pulgas y un trasero de reluciente color escarlata que sobresalía de entre la pelambrera. Se sentó sobre los cuartos traseros y los contempló a todos con una cierta dosis de cinismo. Luego, el grupo se alejó con despreocupación; únicamente los más pequeños, todavía aferrados al pelaje de sus madres, ladearon las cabezas para contemplarlos con curiosidad mientras iban distanciándose.
Solo había unos pocos árboles grandes, y lo demás era un denso matorral de color amarillo y altura superior a la estatura de un hombre normal; llenaba hasta el último hueco que le permitían los matorrales verdes. Eso traía un problema: las copas de los árboles finos apenas eran un manojo de ramas con forma de nube, y apenas proporcionaban alivio frente al rigor del sol. Hacía un bochorno insoportable, la atmósfera era pesada y estaba cargada de polvo en suspensión, briznas de hierba y hojas secas. Bandadas de avecillas canturreaban mientras iban de una rama a otra. El perro los guió sin destino aparente por un camino zigzagueante a través de una broza impenetrable; habría sido más fácil atravesar en línea recta la maraña de arbustos y la vegetación reseca, a fuerza de mucho trabajo, eso sí.
Demane dedicaba al chucho gritos y alguna que otra invectiva, pero el animal marcaba la dirección sin titubeos. Él y su hermano le seguían de cerca, más deprisa de lo que era capaz el resto, y a veces se adelantaban tanto que llegaban a desaparecer de la vista, y entonces hacían oír con impaciencia sus voces claras para orientarlos. Por fin, a media tarde, Laurence salió trastabillando de detrás de un arbusto y se encontró a Sipho con el pecho henchido de orgullo: sostenía en alto uno de los hongos para que pudieran estudiarlo.
—Eso está mucho mejor, pero a este ritmo vamos a necesitar una semana para conseguir lo suficiente… y solo para el resto de la formación —calculó Warren esa noche mientras ofrecía a Laurence un vaso de oporto a la entrada de su tienda.
El tocón de un árbol y una roca aplanada hacían las funciones de asiento formal.
El can había encontrado otros tres hongos durante el camino de regreso al campamento, todos ellos pequeños, y lo bastante escondidos como para que no los hubieran localizado sin su concurso, pero no iban a tener mucho para administrarlo a los animales.
—Sí, una semana por lo menos —convino Laurence con fatiga.
Le dolían los muslos, pues no estaba habituado a semejantes caminatas, así que estiró las piernas hacia el calor del fuego, una hoguera hecha con ramitas verdes, razón por la cual humeaba, pero el bailoteo de las llamas tenía una cualidad hipnótica de lo más agradable.
Temerario y Nitidus hicieron buen uso de su inactividad para mejorar las condiciones del campamento: derribaron tierra de la ladera a fin de nivelar el suelo y desenraizaron varios árboles y bastantes arbustos para que hubiera más espacio. Temerario había tirado la punzante acacia ladera abajo con ánimo vengativo, donde podía vérsele ahora protagonizando una imagen chocante: la de la acacia recostada entre las copas de dos árboles con un gran terrón de tierra reseca alrededor de sus raíces, ahora al descubierto.
Los dragones también habían logrado procurarse un par de antílopes para la cena del grupo, o al menos lo hicieron con esa intención, pero las horas habían transcurrido muy despacio, y se encontraron sin nada mejor que hacer que zamparse ellos solos la caza, y cuando los encontraron al final del día, estaban lamiendo los huesos y con las manos vacías.
—Lo lamento mucho —aseguró Temerario, disculpándose—, pero habéis tardado demasiado…
Por fortuna, Demane les enseñó un truco para cazar faisanes, muy abundantes por esa zona, unos hombres avanzaban hacia ellos y les hacían huir hacia donde esperaban otros provistos con una red. Los ensartaron con un espigón, los asaron y los sirvieron con un poco de galleta de la Armada para acompañar la cena, muy agradable, aun cuando las aves no tenían demasiadas carnes; era obvio que se alimentaban solo de bayas y semillas de hierbas de los alrededores.
Los dragones se aovillaron en cada extremo del campamento: su protección bastaría para espantar todos los peligros nocturnos; las tripulaciones se dispusieron a dormir en lechos de matorrales aplastados usando los sobretodos como almohadas sin orden ni concierto, salvo un puñado de aviadores entregados a jugar a las cartas y a los dados en las esquinas más lejanas; de vez en cuando soltaban gritos de triunfo o desesperación. Los dos nativos habían comido como lobos y ahora, sentados en el suelo a los pies de la señora Erasmus, ofrecían un aspecto más lozano. La mujer del reverendo los había persuadido para que se pusieran unos holgados pantalones de lona cosidos por las muchachas de la misión. Su marido era muy metódico a la hora de enseñarles estampas con imágenes una por una con el fin de que las identificaran en su propio lenguaje; él los recompensaba con dulces mientras ella consignaba por escrito las respuestas en el cuaderno de notas de la misión.
Warren tomó una rama larga y removió el fuego con aire ausente. Laurence estimó que se hallaban lo bastante aislados como para poder hablar con discreción, y él tomó la palabra para afrontar con torpeza el tema de Harcourt.
—No, no tenía la menor idea de lo del niño —contestó Warren, que no se mostró turbado por la pregunta, pero abordó el tema con pesimismo—. Es un mal negocio, vaya que sí. Dios no quiera que Catherine tenga un mal parto. Esa cadete tuya es la única chica que tenemos por aquí, y no está preparada ni por asomo para hacer de capitán ni aunque Lily la aceptase, y si eso llegara a producirse, me gustaría saber qué haríamos entonces con Excidium, las cosas no están como para que la almirante Roland vaya a alumbrar ahora otra hija, no con Bonaparte al otro lado del Canal de la Mancha, dispuesto a lanzarnos el guante y cruzar de un momento a otro.
»Así que espero que tú, maldita sea, hayas tomado precauciones. Pero bueno, estoy seguro de que Roland sabe lo que se hace —añadió sin esperar respuesta a ese comentario, del mismo modo que él jamás le hubiera contestado a algo de lo que no deseaba hablar.
No obstante, ese comentario le sirvió para caer en la cuenta del significado de ciertos curiosos hábitos de Jane en los que él jamás se había entrometido, como una consulta sistemática del calendario.
—Oh, por favor, no te equivoques conmigo —continuó Warren, malinterpretando el semblante inmóvil de Laurence—. Lo mío no es criticar por criticar, ni mucho menos, los accidentes y los despistes ocurren, y bien sabe Dios que Harcourt ha tenido mil excusas para tener un despiste. Hemos pasado unos últimos meses espantosos, y ahora me pregunto, ¿qué diablos va a ser de ella? Media paga le permitiría sacar el estómago de penas, pero el dinero no va a convertirla en una mujer respetable. Por eso te pregunté acerca de ese marinero el otro día, me preguntaba si sería posible que se casaran en caso de que muriera Lily.
—¿Ella no tiene familia? —quiso saber Laurence.
—No le queda ninguna, ninguna digna de mención. Catherine es hija del viejo Jack Harcourt, era teniente del Cuerpo a bordo de Fluitare. Cortó cinchas en el 2, pero al menos murió sabiendo que habían destinado a la hija a un Largario —le informó Warren—. Su madre era una joven que vivía cerca del camino de Plymouth, junto al cobertizo de esa ciudad. Estiró la pata cuando Catherine apenas tenía edad para gatear y no contaba con familia que se hiciera cargo de ella. Así es como acabó en la Fuerza Aérea.
—En tal caso, en las presentes circunstancias, sé que esto es totalmente oficioso, ¿vale?, pero, si no tiene a nadie más, ¿no deberíamos hablar con Riley? —Laurence añadió con cierto embarazo—: Hablarle del niño, quiero decir.
—Vaya… ¿Y qué tiene que ver él en todo eso? —replicó Warren—. Si es una niña, así lo quiera el Todopoderoso, el Cuerpo va a necesitarla; puede hacerse marino en caso de ser un chico, supongo, pero ¿qué importa eso? Saberlo solo va a hacerle daño, va a ser un golpe duro… Mira, el hijo de un capitán del Cuerpo tiene casi asegurado un dragón a pocos méritos personales que haga.
—A eso es a lo que voy —terció Laurence, perplejo ante el hecho de no ser entendido en una cosa tan concreta—. No hay razón para que ese niño deba ser un bastardo. Podrían casarse fácilmente ahora mismo.
—Oh, oh —exclamó Warren cuando empezó a darse cuenta de por dónde iba su compañero. Pareció confuso—. Pues no, Laurence, no le encuentro mucha lógica, y tú deberías darte cuenta. Si Catherine estuviera varada en tierra, sin su dragona, el asunto podía discutirse, pero gracias a Dios ya no hay que pensar en eso, ni en eso ni en nada parecido —e indicó con el mentón la caja fuertemente sujeta donde descansaban los frutos de un día de trabajo. Al día siguiente por la mañana iban a llevarla a Ciudad del Cabo. Lily sería la siguiente receptora—. Ella iba a ser una esposa muy fácil de llevar, ya lo creo, tendría órdenes que cumplir y una dragona de la que ocuparse. Me atrevería a asegurar que no iban a verse mucho el uno al otro, un año de cada seis, él estaría destinado a un confín del mundo y ella al otro. ¡Ja!
Laurence quedó poco satisfecho al descubrir la sencillez y naturalidad con que se reían de su parecer, pero sobre todo por la incómoda sensación de que existía una causa racional para una respuesta tan desdeñosa, y al final tuvo que acostarse sin haber tomado una decisión.