A bordo, habían contado todos y cada uno de los días; se habían apresurado, se habían preocupado, y ahora que habían llegado, solo podían hacer una cosa: sentarse a esperar mientras los cirujanos efectuaban sus fastidiosos experimentos y se negaban a opinar sobre absolutamente nada. Compraron otros productos de la tierra, a cual más estrafalario, y se los ofrecían a Temerario y de vez en cuando a algún otro dragón enfermo, solo para efectuar otra desestimación. Esta forma de proceder no produjo efecto útil alguno y en otra desafortunada ocasión volvió a alterar el sistema digestivo del Celestial, así que los residuos orgánicos pasaron del sólido al líquido de forma muy desagradable y fue necesario abrir y excavar otro pozo negro para él. Una densa capa de hierba y brillantes flores rosas de tallo largo cubrieron el antiguo hoyo casi de inmediato. Fue imposible desenraizar ninguna de las dos, para gran desesperación de los aviadores, pues atraían a un enjambre de avispas, celosas de su territorio.
Laurence no lo verbalizó, pero en su fuero interno era de la opinión de que la investigación se hacía con poco entusiasmo y su principal razón era mantenerlos ocupados mientras Keynes esperaba a que el clima hiciera su trabajo, y eso era así por mucho que Dorset consignara por escrito y con muy buena letra los resultados de todas las pruebas: hacía la ronda tres veces al día, iba de dragón en dragón y les preguntaba a sus oficiales con una indiferencia rayana en la crueldad cuántas veces había tosido el paciente desde la última vez, qué dolores le habían aquejado y cuánto había comido; la respuesta a esta pregunta final solía ser «no mucho».
Al término de la primera semana, Dorset terminó el enésimo interrogatorio al capitán Warren sobre el estado de Nitidus, cerró el libro y se fue a intercambiar opiniones a media voz con Keynes y otros cirujanos.
—Supongo que los dos son unas lumbreras, pero si continúan con estas reuniones secretas y no nos dicen nada, me van a entrar ganas de aplastarles la nariz —dijo Warren, cuando acudió a sumarse a los demás en la mesa de juego que habían montado bajo un pabellón alzado en medio del terreno.
Las partidas de cartas solo eran una amable ficción para matar el rato, jamás les prestaban demasiada atención a los naipes, y casi todos ellos mantenían la vista fija en los médicos mientras se enzarzaban en intensas discusiones.
Keynes los eludió con habilidad durante dos días más, pero al final se vio arrinconado y le obligaron por las malas a dar alguna noticia.
—Es demasiado pronto para decir nada —alegó, aunque admitió que habían apreciado una leve mejoría causada por el cambio de climatología hasta donde ellos eran capaces de determinar: los dragones habían recuperado algo el apetito y las fuerzas, y también tosían menos.
—Pues no va a ser ninguna broma traerse hasta aquí abajo a toda la Fuerza Aérea —observó Little en voz baja después de la primera celebración—. ¿Cuántos transportes tenemos en total?
—Me parece que siete, si el Lyonesse ha salido del dique seco —contestó Laurence. Hubo una pausa y luego añadió con convicción—: Pero considero que vamos a necesitar una nave de cien cañones únicamente para desplazar a los alados. Los transportes son demasiado importantes para enviarlos solos por delante —aquello no era un imposible, no del todo, aunque la única causa para abordar tanto la dificultad como el coste desorbitado del traslado de dragones era la guerra, por supuesto—. En vez de eso podríamos llevarlos en barcazas hasta Gibraltar. Navegarían escoltadas por fragatas para mantener lejos a los franceses.
La sugerencia parecía de lo más ocurrente, pero todos ellos sabían que, aun cuando no era impracticable en sí misma, una operación de esa índole era de lo más improbable, pues escapaba a las posibilidades del Cuerpo. Tal vez ellos regresaran con la formación intacta, pero iban a denegar una cura como aquella a la mitad de sus camaradas, tal vez más.
—Algo es mejor que nada —observó Chenery con un tono un tanto desafiante—, y bastante más de lo que teníamos. Ni un solo hombre del Cuerpo hubiera rechazado esas posibilidades si se las hubieran ofrecido.
Sin embargo, esas expectativas iban a estar repartidas de forma muy desigual. Los Largarios y los Cobre Regio eran dragones pesados de combate y razas muy poco corrientes, por lo cual no iban a detenerse en gastos y dificultades para preservarlos, pero en cuanto a los demás, los muy comunes Tánator Amarillo, los Winchester, que se reproducían con suma rapidez, los dragones de más edad, que iban a ponerse muy difíciles a la muerte de sus capitanes, los voladores más débiles o menos habilidosos, a todos ellos iba a aplicárseles una brutal política de cálculo numérico cuya conclusión era que no merecía la pena asumir el coste de su salvación y salía a cuenta dejarlos morir descuidados y en la miseria, eso sí, aislados en la más recóndita de las cuarentenas que fuera posible disponer. La sombra de esta certeza eclipsaba un tanto la cauta satisfacción de los aviadores. Sutton y Little se lo tomaron peor, pues sus dragones pertenecían a un grupo afectado, el del Tánator Amarillo, y Messoria superaba los cuarenta. Aun así, ni esa culpa podía sofocar la viva esperanza que sentían todos ellos.
Los aviadores apenas pegaron ojo esa noche y en vez de dormir anduvieron contando el número de toses en aras de facilitar el dato para que Dorset lo consignase en su libro y con una pequeña persuasión fue posible convencer a Nitidus de que probara sus fuerzas. Laurence y Temerario fueron con él y Warren por si el pequeño Azul de Pascal se quedaba extenuado en algún momento. Nitidus respiró por la boca en todo momento y de vez en cuando jadeaba y tosía mientras volaba.
No fueron muy lejos. El ansia de los colonos por tierras de pastoreo y madera había desforestado los campos y colinas, dejando solo cuatro hierbajos hasta la meseta de Montaña de la Mesa y los picos adyacentes, donde las laderas se convertían en algo impracticable: al caer, las rocas sueltas, grises y azafranadas, se habían ido amontonando en terrazas escalonadas, y ahora venían a ser como piedras de una muralla de pieles en ruinas, sostenidas por la hierba, el musgo y la masa arcillosa del mortero. Se detuvieron a la sombra de la pared de piedra cortada a pico y descansaron sobre la alfombra de hierba. El sotobosque se llenó de correteos cuando su presencia provocó una desbandada de pequeñas criaturas de pelaje marrón y aspecto similar al del tejón.
—¡Qué montaña tan rara! —observó el Celestial al tiempo que agachaba la cabeza para mirar a uno y otro lado de la gran cima que se alzaba sobre ellos, absolutamente pelada y plana como una hoja de sable bien nivelado.
—Sí, y también muy caliente —añadió Nitidus sin que viniera mucho a cuento, pues ya estaba medio dormido.
El Azul de Pascal metió la cabeza debajo del ala para echar un sueñecito. Le dejaron dormir al sol, y al poco rato, Temerario también empezó a bostezar y acabó por imitarle. Laurence y Warren se quedaron allí de pie y volvieron la vista atrás para contemplar el amplio cuenco del puerto donde se abría al océano: a esa distancia, la Allegiance parecía un barco de juguete entre hormigas. El pulcro trazado pentagonal del castillo semejaba el trazo hecho con una tiza de color amarillo sobre la tierra oscura, y junto a él podía verse a los dragones, aún arracimados en los campos de instrucción.
Warren se quitó un guante y se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano, manchándosela con descuido.
—Supongo que tú volverías a la Armada, ¿verdad?
—Si me aceptasen… —repuso Laurence.
—Siempre sería posible comprar nombramiento en caballería, supongo —dijo—. Van a hacer falta muchos soldados si Bonaparte continúa quedándose con todo a su paso, aunque no puede comparársele.
Permanecieron en silencio durante un buen rato, sopesando las opciones tan desagradables que aguardaban a tantos hombres que iban a quedarse varados a la muerte de sus dragones.
—¿Qué clase de hombre es el capitán Riley, Laurence? —prosiguió Warren—. De forma habitual, quiero decir. Estoy al tanto de que los dos habéis tenido una disputa de honor.
Laurence se quedó perplejo al verse interrogado de esa manera, pero aun así le respondió:
—Un caballero y uno de los mejores oficiales que yo haya conocido, y no puedo decir nada contra él como persona.
Laurence se preguntó por la causa de semejante pregunta. La Allegiance tenía órdenes de permanecer en puerto hasta que los dragones estuvieran de nuevo en condiciones de partir. Riley había acudido a cenar al castillo con el general Grey en más de una ocasión, por supuesto. Laurence se había ausentado, pero Harcourt y los demás capitanes acudían con mayor o menor asiduidad. «Tal vez hayan tenido una pelea y por eso me haya hecho esa pregunta», pensó Laurence, y esperó por si Warren entraba en detalles, pero su interlocutor se limitó a asentir, cambió de tema y se puso a hablar de la probabilidad de que cambiara el viento antes de regresar, por lo cual Laurence no pudo satisfacer la curiosidad y la consulta tuvo el efecto penoso de revivir el enfrentamiento, que parecía no tener final, y la conclusión de su amistad.
Mientras se preparaban para regresar, el Celestial preguntó a Laurence con su tono confidencial, es decir, audible a seis metros de distancia:
—Nitidus parece estar mejor, ¿no?
Laurence le contestó sin reservas que eso le parecía a él también y cuando regresaron a los campos de maniobras, el Azul de Pascal devoró casi lo mismo que cuando estaba sano, y le puso el broche de oro comiéndose dos cabras antes de quedarse dormido otra vez.
Nitidus no quiso repetir la maniobra al día siguiente y Dulcia solo llegó a la mitad antes de descender para descansar.
—Pero antes se zampó uno de esos bueyes entero, un añojo para ella sola —informó Chenery mientras se servía un vaso de whisky no demasiado aguado—. A eso le llamo yo una imagen preciosa. Hacía seis meses que no comía tanto.
Ninguno de los dragones voló al día siguiente: se sentaron poco después de que los hubieran convencido para levantarse y alegaron excusas para no ir.
—Hace demasiado calor —se quejó Nitidus, y pidió un poco más de agua.
—Me gustaría dormir un poco más, si no os importa —dijo Dulcia, más quejosa.
Keynes se acercó a la dragona y le puso un vaso en el pecho a fin de poder oírle la respiración. Se irguió y negó con la cabeza. Ninguno de los otros alados se removió lo más mínimo en sus lugares de descanso. Cuando examinaron con detalle los datos recogidos durante los días anteriores, pudieron llegar a ciertas conclusiones: los dragones tosían menos, sin lugar a dudas, pero no mucho menos y esta mejora, apreciada enseguida por sus ansiosos cuidadores, se había compensado por el torpor y el letargo. El calor intenso provocaba que los dragones tuvieran más sueño y se mostraran poco proclives al ejercicio ahora que había disminuido el interés por los nuevos alrededores y el breve resurgir del apetito podía explicarse por la mejor calidad de la comida disponible en tierra si se la comparaba con la de las últimas jornadas de la singladura por mar.
—No me habría arrepentido, en absoluto —murmuró Sutton para sí mismo, encorvado sobre la mesa, pero lo hizo con tal violencia que todos lo oyeron sin remedio—. ¿Cómo lamentarlo en semejantes circunstancias?
Su angustia era tan grande como sus remordimientos por todos aquellos que habían sido abandonados a su suerte y más ahora que la esperanza de una cura para Messoria había sido la razón misma del fracaso. Little se puso blanco como la pared y se quedó tan afligido que Chenery se lo llevó a su tienda y le tuvo bebiendo ron hasta que se quedó dormido.
—El ritmo de avance de la enfermedad ha descendido —aseguró Keynes al término de la segunda semana—, que no es poco —añadió.
Pero eso era escaso consuelo para sus grandes expectativas.
Laurence se llevó lejos a Temerario y le mantuvo en la costa toda la noche para ahorrarles a sus compañeros el contraste entre la lozanía del Celestial y el estado de sus dragones. El antiguo marino sentía en lo más vivo su parte de culpa y vergüenza, las veía reflejadas en el espejo de Sutton y Little. No se le pasaba por la imaginación cambiar la salud de Temerario por todo lo demás y aunque sabía que los otros capitanes lo entendían a la perfección, pues ellos sentían lo mismo por sus compañeros, también él sentía de un modo instintivo, por muy irracional que pudiera parecer, que el fracaso era un castigo a su propio egoísmo.
A la mañana del día siguiente vieron velas nuevas en el puerto, eran las de la Fiona, una fragata muy marinera que había llegado durante la noche con despachos. Catherine abrió el mensaje oficial en la mesa del desayuno y leyó los nombres: Auctoritas, Prolixus, Laudabilis, Repugnatis, todos habían muerto después de Año Nuevo.
Laurence también tenía una carta, de su madre, que rezaba así:
Todo es desconsuelo. Hemos terminado, al menos por este año, y probablemente más si el gobierno falla de nuevo. Llevaron la moción al Parlamento: fue aprobada por la Cámara Baja, pero la Cámara de los Lores volvió a rechazarla a pesar de todo cuanto se había trabajado y un discurso excepcional por parte del señor Wilberforce, cualquier hombre con un alma de verdad se habría conmovido. La prensa al menos está con nosotros y carga contra el atropello que supone una jornada tan repulsiva. El Times escribe: «Quienes emitieron un voto negativo dijeron no al futuro, y tal vez algunos de ellos sean capaces de dormir a pierna suelta esta noche; el resto debe intentar buscar consuelo, si ello resulta posible, en la certeza de que la miseria y el dolor han aumentado gracias a su actuación y van a tener que rendir cuentas por ello, si no en este mundo, en el venidero», solo un justo reproche…
Dobló la carta y se la guardó en el bolsillo del sobretodo. No estaba de ánimo para leer más y se sumó a sus compañeros cuando el grupo abandonó el comedor en silencio.
Los barracones del castillo eran lo bastante espaciosos como para alojar a un grupo tan numeroso como el suyo, pero cuando prosiguió el avance implacable de la enfermedad, los capitanes optaron de forma tácita por permanecer más cerca de los desmejorados animales. Los restantes oficiales y las dotaciones no deseaban quedarse atrás, así que levantaron en los campos un pequeño campamento de tiendas y pabellones, donde pasaban la mayor parte del día y de la noche. Los entoldados servían para detener la lluvia y aún más importante: frenar la invasión de niños de la ciudad, que se acordaban de Temerario a raíz de su visita del año anterior lo bastante como para perderle una parte del miedo. Ahora habían ideado un juego consistente en encaramarse uno sobre otro para saltar la valla y luego se desafiaban a ir más allá de un determinado límite; atravesaban los terrenos corriendo como balas entre los dragones dormidos para luego huir de regreso y recibir las felicitaciones de los suyos.
Sutton acabó con aquellas escaladas y aventuras una buena tarde cuando un chiquillo pasó a la carrera y dio un manotazo contra el costado de Messoria y le arrancó un ruido de sorpresa bastante raro. Soltó un bufido y alzó la cabeza, todavía no muy despierta; el movimiento bastó para que el culpable mordiera el polvo, andando hacia atrás como los cangrejos y a cuatro patas, y arrastrando el trasero, pues estaba mucho más asustado que la recién despertada Messoria.
Sutton abandonó la mesa de juego, tomó al muchacho por el brazo y tiró de él hasta ponerle de pie.
—Tráigame una vara, señor Alden —le pidió a su mensajero.
El aviador llevó a rastras al intruso hasta conducirle fuera de los campos y él mismo se aplicó con ganas a la hora de administrarle un buen correctivo mientras los demás niños se dispersaban y corrían para alejarse un poco más, para luego asomarse a mirar de entre los arbustos. Al final, los alaridos del infortunado muchacho dieron paso al llanto y al gimoteo.
—Les pido perdón, caballeros —se disculpó Sutton mientras regresaba a la mesa y retomaba la engañosa partida de cartas.
No hubo más incursiones a lo largo de ese día.
Sin embargo, a la mañana siguiente Laurence se despertó poco antes del alba y salió del entoldado solo para toparse con una riña en los faldones de su tienda. Dos grupitos de niños ya mayores forcejeaban entre sí, repartiendo patadas a diestro y siniestro en medio de una florida profusión de gritos en varios idiomas. Un grupo donde iban juntos muchachos malayos y un puñado de holandeses desaliñados se enfrentaba a una banda de khoisánidos, los nativos negros de El Cabo. Por desgracia, la disputa despertó a los dragones y la sesión matinal de toses y estornudos empezó una hora más temprano. Maximus había pasado muy mala noche y soltó un quejido de dolor. Sutton salió de su tienda hecho un basilisco y Berkley apareció dispuesto a dispersarlos a todos repartiendo golpes con el plano de la espada si el teniente Ferris no se hubiera interpuesto en su camino con los brazos extendidos mientras Emily y Dyers salían a trompicones de esa polvorienta melé.
—No lo hemos hecho a propósito —explicó Roland con la voz nasal y amortiguada, pues la joven se apretaba la nariz con la mano para contener la sangre—, pero es que las dos bandas han traído algunos.
Y así era, como por obra de algún diablillo, después de varias semanas de búsqueda infructuosa, los dos grupos habían encontrado por fin algunos hongos y, por mucho que fueran todos unos pillastres, se disputaban el derecho de ser los primeros en presentar aquellos hongos de enormes sombreros con un diámetro superior a los sesenta centímetros y que olía a rayos incluso en su estado natural, sin haberlo cocinado, como la vez anterior.
—Haga el favor de poner un poco de orden, teniente Ferris —dijo Laurence, alzando la voz—, y hágales saber que van a cobrar todos: este alboroto es absolutamente innecesario.
A pesar de los denodados intentos por transmitirles esta garantía, les llevó algún tiempo separar a los airados combatientes; tal vez no comprendieran el idioma del rival, pero las frases más importantes que se decían unos a otros las cazaban al vuelo lo bastante bien como para que se encendieran los ánimos; al final, fue necesario apartar por la fuerza a quienes repartían patadas y no dejaban de bracear. Sin embargo, de pronto dejaron de pegarse. Temerario se había despertado también y había sacado la cabeza por encima de la valla para olisquear con interés los sombreros de las setas abandonadas sobre la hierba mientras los grupos intentaban resolver la disputa por la fuerza.
—Ah, mmm… —dijo el Celestial, y le pegó un par de lametazos a los trozos.
Pese a sus bravuconadas de antes, ninguno de los niños tuvo valor para echar a correr y quitarle los hongos de las fauces al dragón, aunque todos ellos corearon una protesta cuando estaban a punto de verse desvalijados, lo cual sirvió para que se tranquilizaran los ánimos y aceptasen el pago consistente en dos montones idénticos de monedas de oro, uno para cada banda.
El contingente malayo-holandés se decantó por mostrar su disconformidad ante ese reparto, pues el suyo era mucho más grande, ya que de un solo pie arrancaban tres píleos separados y se pusieron a compararlos con los dos hongos aportados por la banda rival, pero Sutton los acalló con una mirada elocuente.
—Traednos más y volveremos a pagaros —aseguró Laurence.
Sin embargo, eso fue origen de más miradas descorazonadas que de esperanza, y todos observaron el monedero del capitán inglés con cierto resentimiento antes de dispersarse y ponerse a discutir entre ellos sobre el reparto del botín.
—¿Y eso es comestible? —apuntó Catherine con una nota de incredulidad en la voz sofocada, pues protegía la boca con un pañuelo mientras examinaba aquellas cosas: más que hongos propiamente dichos parecían brotes asimétricos y abultados, blancos como la panza de un pez y con manchas marrones dispersas.
—Claro que me acuerdo de estas setas. Estaban muy ricas —aseguró el Celestial y solo permitió que Gong Su se las llevara muy a regañadientes. El cocinero obró con suma cautela: tomó dos palos muy largos para recoger los hongos y los sostuvo todo lo lejos que permitía el brazo estirado.
Habían sacado conclusiones de la experiencia del viaje anterior, así que instalaron la olla en el exterior en vez de prepararlo en las cocinas del castillo. Gong Su instruyó a la dotación de Temerario para que encendieran una gran fogata debajo del enorme perol de hierro, suspendido sobre unas estacas; junto al mismo había ubicado una escalerilla para poder removerlo desde lejos con un cazo de madera provisto de un asa muy larga.
—Tal vez deberías probar con granos de pimienta roja —sugirió Temerario—, o quizás era pimienta verde…
Gong Su trabajaba con su reserva de especias en un intento de reproducir la receta original, y a veces le consultaba, pero el dragón se disculpaba:
—No me acuerdo muy bien.
—Tú limítate a cocinar la cosa esa y ya está —terció Keynes con un encogimiento de hombros—. Si hemos de confiar en que seas capaz de un truco de cocina ideado por cinco cocineros hace un año, ya podemos volvernos a Inglaterra ahora mismo.
Se pasaron toda la mañana enfrascados cociendo aquellas setas. Temerario permanecía inclinado sobre la olla, olisqueando el aroma con la misma actitud crítica que cualquier catador de vinos y hacía algunas sugerencias, hasta que al final chuperreteó el borde de la olla para hacerse una idea del sabor y pronunció su veredicto sobre el éxito de la prueba:
—Si no es esto, se parece mucho, y está muy bueno —agregó a un público consiste en nadie, todos se habían ido al límite del claro, asfixiados por el hedor, y apenas le escuchaban. La pobre Catherine se había puesto terriblemente enferma y le habían entrado arcadas, por lo cual estaba vomitando detrás de unos arbustos.
Se taparon la nariz antes de llevar aquel «ponche» a Maximus; este pareció disfrutar del sabor, tanto que llegó a estirarse para meter la garra en el caldero con el fin de volcarlo y así poder lamer hasta los últimos restos pegados al metal. Después de una soñolencia inicial, el mejunje le puso de un excelente humor, así que se levantó, se comió todo lo que Berkley había comprado a los jóvenes para su cena, no porque no previera esa mejora, sino por el deseo, y pidió aún más, pero se durmió antes de que pudieran preparárselo.
Su capitán estaba dispuesto a despertarle para darle de comer otra cabra con la aquiescencia de Gaiters, el cirujano de Maximus, pero Dorset se opuso con gran firmeza, pues él ya le hubiera negado la primera en aras de que el proceso de la digestión no interfiriera en el efecto del ponche.
Aquello desembocó enseguida en una discusión tan violenta como lo permitía el hecho de que debía desarrollarse en cuchicheos y susurros, y duró hasta que intervino Keynes, rechazando la postura de ambos.
—Dejadle dormir, pero de ahora en adelante, después de cada dosis, vamos a darle todo cuanto sea capaz de comer. Hemos de anteponer la recuperación de su peso en busca del restablecimiento de su salud en general. Dulcia no ha adelgazado tanto, así que mañana vamos a intentarlo también con ella, pero sin comida.
—Yo lo tomé con algún que otro buey y quizás un par de antílopes —observó Temerario con aire nostálgico mientras acercaba el hocico con cierta tristeza al enorme perol vacío—. Había alguno especialmente rollizo, recuerdo eso en especial, bueyes gordos y el musgo, así que debieron de ser bueyes…
En la zona se criaba una raza bovina de joroba y los animales acumulaban grasa sobre las paletillas en unos abultamientos extraños.
Esta única comida había sido toda la experiencia previa de Temerario, pero Keynes había dividido sus escasas reservas de hongos y optó por empezar al día siguiente. Maximus y Dulcia fueron alimentados durante tres días seguidos hasta que se agotaron las existencias.
La cocción había vuelto más perezoso a Temerario, según recordaba Laurence, y eso pudo aplicarse al Cobre Regio, pero no a Dulcia, que al tercer día alarmó a todos con una conducta frenética, fruto de la ingesta repetida del brebaje, e insistió en realizar un largo y extenuante vuelo que, con toda probabilidad, era excesivo para sus fuerzas y lo más seguro es que no resultase beneficioso para su salud.
—Estoy bien, estoy bien, puedo volar —chillaba, agitando las alas en el aire.
La dragona fue dando saltitos sobre las patas traseras por todo el campo de maniobras y eludió a los cirujanos que iban detrás en un intento de apaciguarla. Chenery era de poca ayuda, pues se había pasado encerrado en sí mismo los días transcurridos desde que se fueron al traste sus primeras esperanzas y el capitán Little se pasaba bebido la mayor parte del día y habría estado feliz de subir a bordo de la Allegiance e irse a pesar de los funestos avisos que le habría hecho Keynes.
Acabaron convenciendo a la dragona de no volar gracias a la presencia tentadora de un par de corderos guisados a toda prisa por Gong Su y sazonados con semillas de pimienta local que eran del agrado de Temerario. Nadie se atrevió a sugerir esta vez que no se le permitiera comer y los devoró con tanta avidez que ella, una comensal muy delicada por lo general, roció el terreno circundante con trozos de comida y vísceras.
Temerario la observó con envidia: no solo era que a él únicamente se le había permitido paladear esa cocción tan grata a su paladar, sino que tenía el estómago revuelto después de tanta catadura y aventura gastronómica, así que Keynes le había puesto una estricta dieta de carne a la brasa que ahora se le hacía demasiado sosa.
—Bueno, pero por lo menos ya hemos encontrado la cura, ¿verdad?
Dulcia se sumió en un letargo cuando hubo terminado el ágape y enseguida se puso a roncar; se apreciaba en su respiración una cierta sibilancia, lo cual ya suponía una mejora, pues en los últimos tiempos ya no había sido capaz de respirar por la boca.
Keynes acudió y se sentó en un tronco junto a Laurence, donde reposó y se secó el sudor del rostro enrojecido con un pañuelo mientras refunfuñaba, contrariado.
—Ya vale, vale de dar la nota. ¿Ninguno de ustedes se ha aprendido la lección? Los pulmones no están limpios, ¡en absoluto!
El viento trajo durante la noche unos densos nubarrones, así que al despertar se encontraron con un buen aguacero y todo el terreno embarrado. Seguía imperando un bochorno desagradable y pegajoso, por culpa del cual la humedad se adhería a la piel como si fuera sudor.
La Cobre Gris empeoró otra vez. Después de los alegres retozos del día anterior, estaba más baja de ánimo y muy cansada. Y los dragones se pusieron a estornudar como no lo habían hecho nunca. Incluso Temerario suspiraba y se estremecía mientras intentaba hurtar el cuerpo al aguacero todo lo posible y sacudirse de encima el agua de lluvia, pues se le acumulaba en los huecos de los huesos y los músculos.
—Cuánto echo de menos China —dijo con tristeza mientras recogía su comida humedecida, ya que Gong Su no había sido capaz de secar por completo el esqueleto de un antílope.
Los aviadores desayunaron dentro del castillo.
—Ha de haber algo más, Laurence, y vamos a encontrarlo —insistió Catherine Harcourt mientras le pasaba una taza de café.
Él la aceptó mecánicamente y se sentó entre los demás. Almorzaron todos en un silencio solo roto por el trajín de cuchillos y tenedores sobre los platos. Ninguno de los comensales pidió ni ofreció el salero. Chenery solía ser el alma de la fiesta y fuente de animación, pero esa mañana tenía bolsas amoratadas debajo de los ojos, como si le hubieran propinado una paliza en la cara, y Berkley ni siquiera apareció a desayunar.
Keynes hizo acto de presencia en la sala, donde entró pisando fuerte con los zapatos limpios de barro pero el sobretodo empapado por la lluvia y rastros de blancuzcas flemas dragontinas.
—Muy bien, debemos encontrar más cosa de esa —anunció con respiración jadeante. Los aviadores le miraron atónitos ante el tono de voz del recién llegado, que los fulminó con la mirada antes de admitir a regañadientes—: Maximus puede respirar otra vez.
Todos salieron corriendo por la puerta al oír aquello.
Keynes se arrepintió de haberles dado incluso esa expectativa y aguantó impertérrito el ruego de mayor información, aun cuando podían acudir adonde el Cobre Regio reposaba la cabeza y comprobar por sí mismos la morosa sibilancia del dragón al respirar por las fosas nasales, y otro tanto podía decirse de Dulcia. Ambos alados tosían sin cesar, pero todos los capitanes se mostraron de acuerdo en que la tos tenía un sonido totalmente distinto: ahora parecía saludable y satisfactoria frente al estertor húmedo e interminable de los pulmones, o al menos se las ingeniaron para convencerse de eso unos a otros.
Sin embargo, Dorset seguía tomando sus notas diarias implacablemente y los cirujanos prosiguieron con los demás experimentos: le ofrecieron a Lily una suerte de crema hecha de bananas verdes y pulpa de coco, pero esta se negó en redondo a comérsela en cuanto se tragó el primer bocado; convencieron a Messoria de que se recostase sobre un lado a fin de ponerle un montón de velas y dejar que se derritieran como modo de calentarle la piel, sin otro efecto aparente que el de dejarle sobre la piel grandes estrías de cera. Una matrona khoisánida de pelo entrecano se presentó a las puertas del campamento arrastrando un barreño de la colada que tenía casi su mismo tamaño, lleno hasta el borde de un preparado hecho con hígado de mono. Sabía cuatro palabras de holandés, pero eso le bastó para convencerlos de que les había traído un remedio infalible para cualquier tipo de enfermedad. Immortalis le dio un chupetón sin entusiasmo y dejó el resto, con lo cual no les quedaba otro remedio que pagarlo por todo. Dulcia se lanzó sobre el barreño, lo dejó limpio y luego se puso a buscar más.
El apetito de la Cobre Gris había aumentado a pasos agigantados desde que recuperó el sentido del gusto y cada día tosía menos, hasta el punto de que al final del quinto día casi no tosía, a excepción de alguna que otra expectoración suelta. Maximus tosía un poco más, pero hubo noticias de su mejoría hacia el final de la semana: el estruendo de unas llamas y unos alaridos de terror los despertaron en medio de la noche, justo a tiempo de descubrir que Maximus, con aire de culpabilidad, se esforzaba en regresar sin ser visto a los campos de entrenamiento, y esperaba conseguirlo a juzgar por el hecho de que llevaba en las fauces ensangrentadas un buey de reserva. Se lo tragó casi entero en cuanto se supo observado y luego fingió no saber de qué le hablaban, insistiendo en que solo había ido a estirar las patas y acomodarse mejor.
Al llevar la cola a rastras, el Cobre Regio había dejado en el suelo un inequívoco rastro salpicado con numerosas manchas de sangre que conducía hasta un pastizal rodeado por una valla aplastada y un establo cercano, el cual se había venido abajo y los propietarios estaban que trinaban por la pérdida de un valioso tiro de bueyes.
—El viento cambió de dirección —confesó al fin Maximus, una vez enfrentado a la evidencia—, y olían tan bien, y hacía tanto que no había probado carne fresca cruda sin especias.
—¡Alma de cántaro! ¿Cómo has podido creer que no íbamos a darte de comer lo que ti te gusta? —le regañó Berkley sin la menor muestra de acaloramiento mientras le daba unas palmadas de forma un tanto exagerada—. Mañana te traeremos dos bueyes.
—Y deja de darnos excusas para no comer como es debido durante el día cuando luego te vas de noche a rondar por ahí como un león para llenar la tripa —añadió Keynes con algo más de mala leche, pues por una vez se había acostado a una hora prudencial después de haberse pasado sentado casi todas las noches para vigilar el suelo de los dragones—. ¿Por qué no se te ocurrió contárselo a alguien? No te entiendo, no me cabe en la cabeza.
—No quería despertar a Berkley, últimamente no ha comido bien —contestó Maximus con total sinceridad. La acusación provocó un ataque de risa en su cuidador, que había perdido dos stones más de peso desde su llegada a El Cabo.
A partir de ese momento alimentaron al Cobre Regio con la tradicional dieta británica de ganado recién sacrificado, aunque de vez en cuando le echaban un poco de sal, y comenzó a ingerir alimento a un ritmo realmente apreciable que ocasionó estragos en los rebaños locales y en el bolsillo de los aviadores hasta que al final apelaron a Temerario para que se dirigiera hacia el norte de El Cabo y cazara para Maximus entre las grandes manadas de búfalos cafres, aunque, en opinión del apenado Cobre Regio, no eran tan sabrosos.
A esas alturas, Keynes ya había dejado de simular descontento y todo el grupo se había embarcado en la misión de buscar más de aquellos malditos hongos. Los pilluelos de la zona habían renunciado a la búsqueda y su regreso se diría de lo más improbable: ninguno parecía dispuesto a perder su tiempo en esa búsqueda tan azarosa por mucho dinero que estuvieran dispuestos a ofrecer Laurence y sus compañeros.
—Podemos encargarnos de ello, supongo… —sugirió Catherine, no muy convencida de sus palabras.
Laurence y Chenery formaron una partida de hombres, reclutaron a Dorset para asegurarse de la identidad del hongo y se dirigieron a los campos menos removidos. El resto de los capitanes no se mostraron dispuestos a alejarse de sus dragones enfermos y Berkley no estaba en condiciones de patearse media selva, por mucho que él se ofreciera a ir.
—No es necesario, viejo amigo —le dijo Chenery, desbordante de jovialidad, estaba más alegre que unas castañuelas, y le dio ánimos—. Vamos a arreglárnoslas, tú harías bien en quedarte a comer con tu dragón; él tiene razón: necesitas engordar un poco.
Acto seguido, procedió a vestirse del modo más estrafalario posible: se desentendió de la casaca y se ató el lazo en torno a la cabeza para mantener el sudor lejos del rostro, y por último se armó con un viejo sable de caballería encontrado en la armería del castillo. La apariencia resultante no habría disgustado a un pirata de mala fama, pero al entrar en el claro se encontró con Laurence, que le estaba esperando todo peripuesto con una casaca, el lazo anudado en torno el cuello y sombrero, y Chenery le miró con una expresión tan llena de reservas como la que el mismo Laurence, con más tacto, estaba reprimiendo.
Los dragones se dirigieron hacia el norte, sobrevolaron la bahía con la Montaña de la Mesa a su espalda y pasaron por encima de la centelleante Allegiance, cruzaron los bajíos, similares a trozos dispersos de vidrio verde, y al llegar a la otra orilla acortaron el trayecto pasando por encima del extremo de la curva de la playa de arenas doradas; entonces viraron en dirección noreste, hacia el continente, hacia la montaña de Kasteelberg, un largo y solitario caballón montañoso que sobresalía en medio de la fértil planicie; se trataba de un afloramiento que anunciaba las cadenas montañosas situadas más en el interior.
Chenery abrió la marcha a lomos de Dulcia, cuyas banderas flameaban exultantes al viento mientras pasaban cerca de varios asentamientos y una franja boscosa. La dragona marcó un ritmo vivo y desafiante que obligó a esforzarse a Temerario para mantenerse a una distancia en la que las tripulaciones pudieran hablar entre sí hasta la hora de cenar, cuando la dragona se posó a regañadientes sobre la ribera de un río quince kilómetros más lejos de las montañas que eran su objetivo y donde tenían intención de detenerse.
Los hongos en cuestión parecían crecer en El Cabo y sobrevolaban un territorio totalmente desconocido, todo eso hizo dudar a Laurence de la conveniencia de alejarse tanto en el interior, pero no se atrevió a decir nada al ver cómo Dulcia estiraba las alas al sol y bebía grandes tragos de agua en un riachuelo próximo; podía verse cómo bajaba el agua por el cuello de la dragona hasta que esta echó la cabeza hacia atrás tan contenta que soltó un surtidor de agua. Chenery rió como un niño y apretó la mejilla contra la pata delantera de la Cobre Gris.
Entonces se oyó un fortísimo rugido procedente de los matorrales, no era el redoble atronador típico de los dragones, similar al sonido de un tambor y un fagot tocando juntos, sino un resoplido entrecortado muy hondo, tal vez como protesta a la invasión de su territorio. Temerario plegó las alas y ladeó la cabeza para escuchar mejor mientras preguntaba:
—¿Eso de ahí son leones? Nunca he visto ninguno.
No era de extrañar, pues los leones no tenían nada que disputarles y por asombrados que pudieran estar no iban a ponerse nunca al alcance de un dragón.
—¿Son muy grandes? —inquirió Dulcia con ansiedad. Ni ella ni Temerario parecían muy entusiasmados con la idea de dejar que sus tripulaciones continuasen a pie por la cubierta vegetal a pesar de la partida de fusileros del castillo que habían traído para protegerse—. Quizá deberíais quedaros con nosotros.
—¿Cuántos hongos hemos visto desde el aire? —repuso Chenery—. Tenéis que tomaros un buen descanso y quizá comer algo. Estaremos de vuelta en un periquete. Nos las arreglaremos perfectamente si nos encontramos con algún león: nos llevamos seis fusiles, querida.
—Pero… ¿y si son siete leones? —adujo Dulcia.
—Entonces tendremos que usar las pistolas —le contestó Chenery alegremente; sacó la suya de la cartuchera y la recargó delante de la dragona para tranquilizarla.
—Ni un león se nos va a poner a tiro, te lo prometo —le aseguró Laurence a Temerario—. Van a salir corriendo en cuanto oigan el primer disparo y encenderemos una bengala si os necesitamos.
—Vale, siempre que tengas cuidado —contestó el Celestial, y apoyó la cabeza sobre las patas delanteras con desconsuelo.
El viejo sable de Chenery vino muy bien para abrirse en la floresta, ya que, a juicio de Dorset, el lugar más probable para hallar el hongo era un suelo húmedo y fresco, pero solo vieron un antílope en los huesos y bandadas de pájaros, todos ellos se asustaron al oír el ruido de su avance, lo cual se les antojó increíble.
El sotobosque era prácticamente impenetrable, pues, ocultos a traición entre un mar de hojas verdes, proliferaban en aquel los espinos, cuyas largas espinas superaban los siete centímetros y eran puntiagudas como agujas. Estaban por todas partes, derribando enredaderas y desgajando ramas, salvo cuando, de tanto en tanto, se tropezaban con el sendero abierto por algún gran animal, que dejaba tras él árboles descortezados con heridas por las que supuraba la savia. Dorset no les dejó seguir las trochas por mucho rato ante el temor de encontrarse con los autores de las mismas, probablemente elefantes. En cualquier caso, el cirujano albergaba serias dudas de que fueran a localizar muchos hongos a cielo abierto.
A la hora de la cena tenían mucho calor y se hallaban extenuados; ninguno de ellos se había librado de la punzada de las espinas y todos tenían múltiples raspaduras y arañazos de trazo sanguinolento, y estarían completamente perdidos de no ser por las brújulas, pero porfiaron y siguieron hasta que al fin Dyer, el que menos había sufrido de todos por ser un niño delgado y tener menos corpulencia, profirió un grito de triunfo y se lanzó en plancha hacia el suelo, donde se retorció y culebreó debajo de otro espino y al cabo de unos instantes volvió a salir sosteniendo en alto un espécimen que había crecido en la base de un árbol muerto.
Era bastante pequeño, tenía solo dos sombreros y estaba cubierto por una capa de tierra apelmazada, pero dicho éxito les devolvió las fuerzas de inmediato y, tras vitorear a Dyer y compartir un vaso de grog, se lanzaron de inmediato a la tarea de hallar más entre los matojos.
—¿Cuánto tiempo supones que va a llevar por cada dragón en Inglaterra? Porque si hemos de encontrar todas las setas a esta velocidad…
Le interrumpió un crujido no muy fuerte, similar al chisporroteo producido por unas gotas de agua en una sartén al rojo vivo y al otro lado de la mata se oyó una tos baja y dispéptica.
—Cuidado, con cuidado —dijo Dorset, y entre tartamudeos, repitió la palabra cuando Riggs se acercó. Libbley, el primer teniente de Chenery, extendió el brazo con la palma hacia arriba y su capitán le entregó el sable—. Tal vez sea…
Se detuvo. Libbley había separado una maraña de moho con un sablazo y Riggs mantenía sujetas unas ramas, y al otro lado del espacio abierto los contemplaban unos relucientes ojillos negros de aspecto porcino situados a ambos lados de una enorme cabeza recubierta por una correosa piel gris llena de rugosidades con dos enormes cuernos al extremo del hocico, cerca de su extraño labio plano en forma de hacha que movía como un rumiante al masticar. No era muy grande en comparación con un dragón, pero sí si se le comparaba con un buey o incluso con un búfalo cafre: tenía un cuerpo compacto descomunal y los pliegues de su piel gris le conferían la apariencia de ser un animal blindado.
—¿Es un elefante? —preguntó Riggs a media voz, volviendo la cabeza.
Entonces, la criatura soltó un bufido, humilló la testa para poner los cuernos por delante y se abalanzó sobre ellos a una velocidad sorprendentemente elevada para un animal de su corpulencia, aplastando todo el matorral como si nada.
Se levantó un confuso y vibrante clamor de gritos y alaridos. Laurence tuvo la entereza de espíritu justa para agarrar a Emily y Dyer por el cuello de sus respectivas camisas y tirar de ellos hasta ponerlos detrás de los árboles; solo después buscó a tientas la pistola y echó mano al sable, pero ya era demasiado tarde: la bestia ya había embestido enloquecida y había seguido su curso sin darles tiempo a disparar una sola bala.
—Era un rinoceronte —le contestó Dorset con calma—. Son cortos de vista y tienen malas pulgas, o eso creo haber leído. ¿Puede darme el lazo de su cuello, capitán Laurence?
El interpelado le buscó con la mirada y le descubrió muy atareado con la pierna de Chenery: una gruesa rama con picos le sobresalía a la altura del muslo y por la brecha manaba sangre a borbotones. El cirujano rasgó la tela de los pantalones con un bisturí de doble filo ideado para las delicadas membranas de las alas de los dragones, y usó la punta con destreza para realizar una habilidosa ligadura en la palpitante vena. Después, pasó el lazo en torno el muslo un buen número de veces.
Entre tanto, Laurence había dado instrucciones para preparar una litera con ramas de árboles y los sobretodos.
—Es un simple rasguño —dijo Chenery, restándole importancia—, no molestes a los dragones, por favor.
Laurence no le hizo ningún caso cuando Dorset desdijo al herido con un movimiento de cabeza y lanzó una bengala azul; luego, instó a Chenery:
—Ahora, tiéndete. Estoy seguro de que van a venir enseguida.
Y casi de inmediato se les vino encima la sombra de unas alas de dragón, correspondiente a la forma de Temerario recortada contra el sol. El contorno era demasiado brillante para mirarlo directamente. Los arbustos y las ramas de los árboles chasquearon y se astillaron bajo su peso cuando el dragón se posó y enseguida asomó la cabeza muy cerca de ellos olisqueando, era una testuz de piel rojiza provista con un juego de diez marfileños colmillos curvos en el labio superior.
En absoluto era Temerario.
—Dios nos ampare —se le escapó a Laurence mientras echaba mano a la pistola.
La criatura era del color rojizo del lodo con manchas dispersas de amarillo y de gris; venía a tener un tamaño similar al del Celestial, era mayor de lo que jamás había imaginado ver a un dragón salvaje con tanta alzada hasta la cruz y unos hombros tan grandes, y además, contaba con una doble hilera de pinchos.
—Otra, Riggs, dispare otra…
El dragón siseó irritado cuando Riggs soltó una segunda bengala y se puso a batear, pero ya era tarde para alcanzar la estela del resplandor que proyectaba una luz azul por encima de ellos. Después, volvió la cabeza en su dirección, entrecerró aquellos ojos amarillentos cargados de violencia y enseñó las fauces.
Entonces, Dulcia apareció de entre el dosel de árboles.
—Chenery, Chenery —gritó y se abalanzó contra la cabeza del dragón salvaje y se puso a arañarle como una posesa.
El otro retrocedió en un primer momento, sorprendido por la ferocidad del imprudente ataque de Dulcia, pero le devolvió un mordisco a una velocidad sorprendente, tanto que le atrapó el borde del ala entre los dientes y la zarandeó de un lado para otro. La Cobre Gris chilló de dolor, pero cuando él la soltó, aparentemente satisfecho de que la dragona hubiera aprendido la lección, esta se lanzó a por él como una bala y enseñando los dientes a pesar de que los hilillos de sangre negra que manaban por el patagio habían acabado por formar una red.
Con aire confundido, el dragón rojo retrocedió unos pocos pasos lo mejor posible, teniendo en cuenta la presión del cercano bosque, aplastó unos cuantos árboles con las posaderas y le siseó otra vez. La Cobre Gris se interpuso entre ellos y el montaraz con las alas extendidas en ademán protector al tiempo que se encabritaba sobre los cuartos traseros todo lo posible y ponía las garras por delante.
Aun así, Dulcia parecía un juguete en comparación con el corpachón de su enemigo y este, en vez de atacarla, se sentó y se rascó el hocico con la pata delantera en actitud de confusión y vergüenza. Laurence conocía esa expresión, se la había visto a Temerario para expresar cierto rechazo a la idea de pelear contra un alado mucho más pequeño, consciente de la diferencia en tamaño y clase, pero a su vez los dragones más pequeños no presentaban batalla a los grandes, al menos por lo general, sin el apoyo de otros para hacer más nivelado el enfrentamiento. La seguridad de su capitán era el único motivo que inducía a Dulcia a comportarse de ese modo.
Entonces, Temerario proyectó sobre ellos su sombra y el dragón salvaje levantó bruscamente la cabeza, erizó los pelos del lomo y se lanzó al aire para hacer frente a una nueva amenaza, siendo esta un adversario de su talla. Laurence no podía ver muy bien los lances de ese enfrentamiento por mucho que levantara el cuello y lo intentara; ellos debían vérselas con Dulcia, que, en su ansiedad por ver a Chenery y evaluar el estado de sus heridas, se había puesto demasiado cerca e interfería sin cesar.
—Ya es suficiente, subámosle a bordo —indicó Dorset, llamándola al orden con golpecitos en el pecho hasta que la dragona retrocedió—. Debemos ponerle en el cordaje del vientre. Hay que sujetarle como es debido.
La partida procedió a asegurar la improvisada litera.
Entre tanto, en lo alto, el dragón salvaje atacaba y se retiraba a toda velocidad en una especie de medios arcos, siseando y soltando un ruido seco muy similar al de una tetera puesta a hervir. El Celestial se mantuvo inmóvil en el aire, aleteó para permanecer allí suspendido como solo eran capaces de hacer los dragones chinos y extendía al máximo la gorguera cuando hinchaba el pecho tanto como era capaz de hacerlo.
De pronto, el alado africano se alejó una distancia equivalente a varias veces su longitud de alas y esperó en esa posición hasta que Temerario le soltó su atronador rugido: los árboles se estremecieron al sentir la fuerza del mismo y aquello dio paso a una verdadera lluvia de hojas. A los hombres de debajo les cayeron todas las que habían estado atrapadas en el dosel, y también unos cuantos frutos con forma de salchicha bastante desagradables a la vista, que impactaron muy fuerte contra el suelo, donde se quedaron bien hundidos. Hyatt, el guardiadragón de Chenery, se sobresaltó y profirió un juramento mientras se miraba los hombros. Laurence se sacudió el polvo y el polen de los ojos, bizqueando medio ciego. Mientras, el dragón rojo pareció tan impresionado como cabía esperar y tras sopesar la situación durante unos instantes, salió volando hasta perderse de vista.
Subieron a Chenery a bordo en un abrir y cerrar de ojos, y acto seguido emprendieron vuelo a Ciudad del Cabo. Dulcia se pasó todo el vuelo estirando el cuello hacia abajo para ver cómo aguantaba su capitán. Le bajaron al suelo en el patio de armas del castillo y le condujeron al interior del mismo a fin de que pudiera examinarle el médico del gobernador.
Laurence se hizo cargo del único hongo que habían conseguido tras todo un día de trabajo. Keynes lo contempló con gravedad y al final dijo:
—Está claro, es para Nitidus; si debemos preocuparnos por los dragones salvajes, incluso tan cerca de la ciudad, debéis contar con un pequeño dragón que os lleve a los bosques, y Dulcia no va a ir muy lejos mientras Chenery se encuentre tan grave.
—Esa maldita seta crece debajo de los arbustos —repuso Laurence—. No vamos a poder localizarla a lomos de un dragón.
—Tampoco pueden ustedes permitir que les vapuleen los rinocerontes ni les coman los dragones —espetó Keynes—. Una cura cuyo precio de adquisición consiste en perder más dragones de los que sana no nos sirve, capitán.
Y se marchó dando zancadas con la muestra para entregársela a Gong Su y que este la preparase.
Warren tragó saliva cuando escuchó la decisión de Keynes y lo manifestó, pero con una voz apenas audible:
—Lily debe tenerla.
—No vamos a discutir con los cirujanos, Micah —intervino Catherine con determinación—. El señor Keynes debe tomar ese tipo de decisiones.
—Tal vez podamos experimentar cómo alargar la dosis una vez que dispongamos de más ejemplares, pero en este momento necesitamos disponer de una fuerza de dragones para conseguir más hongos y no confío en que tan poca dosis vaya a hacer efecto a una dragona tan grande como Lily. Durante las próximas semanas Maximus solo va a estar en condiciones de hacer unos vuelos cortos y cómodos.
—Le comprendo perfectamente, señor Keynes. No hablemos más de este tema —contestó Harcourt, zanjando el asunto.
Administraron el ponche a Nitidus y Lily continuó tosiendo de forma patética. Su capitana permaneció sentada junto a ella toda la noche, acariciándole el hocico y haciendo caso omiso al grave peligro de verse alcanzada por las salpicaduras de ácido.