Capítulo 6

—Oh, oh —dijo Temerario con tono muy extraño.

El dragón cayó de bruces y sobre el espacio abierto adyacente regurgitó unas tremendas cantidades de comida.

Un hedor acre emanaba de la vomitona, un revoltijo de color amarillento donde se mezclaban restos reconocibles de hojas de banana, cuernos de cabra, cáscaras de coco y largas láminas verdosas de algas con otros inidentificables, como restos de huesos rotos y jirones de pelambreras.

Laurence se había apartado justo a tiempo y ahora se revolvía contra los dos desventurados médicos que le habían administrado su último remedio al dragón y los increpó con ferocidad:

—¡Largo de aquí ahora mismo, Keynes! Y desháganse de ese mejunje sin valor.

—¡No! Quedémonoslo, por favor, el brebaje y la fórmula —pidió el cirujano, sin atreverse a pisar mucho, e inclinándose para olisquear el tarro que habían traído—. Un purgante puede sernos de utilidad en el futuro… si esto no es un simple caso de empacho. ¿Te has sentido mal con anterioridad? —le preguntó Keynes a Temerario; este se quejó un poco y cerró los ojos.

El Celestial se sentía muy mal y permanecía tumbado e inmóvil, aun cuando sí se había arrastrado un poco por el suelo para alejarse de los alimentos vomitados, un montón hediondo y humeante incluso a pesar del intenso calor estival. Laurence se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo e hizo señales a la tripulación de tierra para que trajeran las palas, recogieran el vómito y lo enterraran cuanto antes.

—Me pregunto si esto no será efecto de las proteáceas —comentó Dorset con aire ausente mientras tomaba un palo e iba más allá del bote para hurgar en los restos de flores—. Me parece que hasta ahora no lo habíamos usado como ingrediente. La vegetación de El Cabo es única en el reino vegetal. Debo enviar a los chicos a por más plantas.

—Estamos muy contentos de haber satisfecho su curiosidad. Sin duda, es algo que él no había probado nunca. Quizá deberían considerar ustedes su procedimiento para que no vuelva a ponerse malo —le increpó Laurence, y se marchó junto al dragón antes de dejarse llevar otra vez por el mal humor y la frustración. Puso la mano sobre el hocico del Celestial, que respiraba agitado, pero aun así, este torció la gorguera en un intento de insuflarle ánimos.

»Roland, Dyer, recojan un poco de agua marina de debajo de la dársena —ordenó el capitán mientras tomaba una tela empapada en agua fría y le limpiaba el hocico y las fauces.

Habían llegado a Ciudad del Cabo hacía dos días muy predispuestos a la experimentación. Temerario se hallaba dispuesto a olisquear o devorar lo que le ofreciera el primero que pasara por si podía tratarse de una cura, y a recordarlo, por supuesto. Hasta ahora no había habido éxito alguno, y Laurence estaba preparado para considerar este último episodio como un fracaso sin paliativos, dijeran lo que dijeran los cirujanos.

El aviador no sabía cómo negarse, pero tenía la impresión de que estaban intentando hacer un poco de curandería a la manera local, sin albergar esperanza alguna de éxito, y tanto experimento arriesgado ponía en peligro la salud del dragón.

—Ya me encuentro bastante mejor —informó Temerario, pero cerró los ojos de pura fatiga mientras lo decía. Se negó a comer nada más durante el día siguiente, aun cuando si pidió algo:

—Me encantaría tomarme un té si eso no fuera mucho problema.

Gong Su utilizó la cantidad usada durante una semana para preparar una gran tetera, pero luego, para su repugnancia, le echaron un ladrillo de azúcar. En todo caso, Temerario lo bebió con gran satisfacción una vez se hubo enfriado y después se empeñó en declararse totalmente recuperado, pero aún no tenía buen aspecto cuando Emily y Dyer regresaron del mercado con la lengua fuera, pues habían cargado todas las compras del día en bolsas de malla y bolsos de hombro que hedían a diez metros de distancia.

—Bueno, veamos —dijo Keynes mientras empezaba a vaciar el contenido con el concurso de Gong Su.

Habían traído muchas verduras locales y también una enorme fruta colgante, como un ñame descomunal; el cocinero la tomó y empezó a golpearla contra el suelo sin lograr abrir ni una grieta en la piel, así que la llevó al barco, donde el herrero se la abrió a golpes en la forja.

—Es el fruto del árbol de las salchichas[9] —explicó Emily—, aunque tal vez no esté lo bastante maduro. Hoy también hemos encontrado hua jiao en un tenderete malayo —añadió Emily, mostrando al capitán una pequeña cesta con semillas de pimienta roja por las cuales Temerario sentía debilidad.

—¿Y el hongo? —se extrañó Laurence.

Todos se acordaban de aquel espécimen de olor tan desagradable, lo conocían de su primera visita, cuando sus efluvios habían dejado prácticamente inhabitable todo el castillo. Laurence depositaba una parte de su fe instintiva de marino en los remedios que podían calificarse como «desagradables» y en secreto había puesto la mayor parte de sus esperanzas en eso, pero seguramente era una planta silvestre que nadie cultivaba, algo lógico, pues nadie en sus cabales habría comido a sabiendas semejante cosa, y al parecer no era posible dar con ella a ningún precio.

—Encontramos a un chico que chapurreaba algo de inglés. Prometimos pagarle en oro si nos traían un poco —metió baza Dyer.

Durante la estancia anterior habían conseguido dicho hongo gracias a que se lo habían traído cinco muchachos nativos como mera curiosidad.

—Quizá podríamos limpiar la semilla y mezclarla con otros frutos nativos —sugirió Dorset mientras examinaba la hua jiao y la extendía con un dedo—. Podrían usarse en muchos platos diferentes.

Keynes gruñó y se sacudió las manos cuando terminó de inspeccionar al Celestial.

—Por ahora, vamos a dejar tranquilas las tripas del dragón otro día más para que salga toda la excrecencia. Cada vez soy más de la opinión de que ha de ser el clima el que los cure… si es que sacamos algún beneficio de este viaje, claro.

Tomó el palo usado para remover las verduras y lo hundió varios centímetros en aquella tierra seca y apelmazada que permanecía unida solo por la telaraña de raíces largas y finas de una hierba corta y amarillenta cuyos obstinados rizos eran la única muestra de vida vegetal. Estaban a primeros de marzo, y, por tanto, se hallaban sumidos en lo más caluroso del verano local, y el bochorno constante convertía ese suelo duro en una piedra al rojo que brillaba de calor durante las horas centrales del día.

Temerario salió de su sueño reparador, abrió un ojo y muy poco convencido apuntó:

—Es agradable, pero no hace mucho más calor que en el patio de Loch Laggan.

La sugestión distaba de ser satisfactoria, máxime cuando la cura no podía probarse hasta la llegada del resto de los dragones.

Y por el momento se hallaban solos, aunque esperaban a diario la llegada de la Allegiance. En cuanto la ciudad de El Cabo estuvo a distancia de vuelo, Laurence había hecho subir a bordo de Temerario a los cirujanos, unos cuantos hombres y vituallas y volaron hacia allí para empezar cuanto antes con la desesperada empresa de dar con la cura.

No había sido una simple excusa, pues sus órdenes eran inequívocas: «buscarla sin la menor dilación», y la tos entrecortada y bullente de Maximus se había convertido en un acicate para todos. Pero a fuer de ser sincero, Laurence poco había lamentado el haberse ido, pues Riley y él no habían hecho las paces, en absoluto.

Laurence lo había intentado en varias ocasiones, unas de ellas a las tres semanas de viaje; se detuvo bajo cubierta cuando se cruzaron por casualidad y se quitó el sombrero, pero Riley se limitó a llevarse la mano al reborde del suyo y pasó de largo, aun cuando se le pusieron colorados los mofletes. El aviador se enfadó otra semana, lo bastante como para rechazar una oferta para compartir una de las cabras lecheras del barco cuando la que le proporcionaron a él se secó y hubo que darla a los dragones.

Entonces la culpa ganó otra vez y le dijo a Catherine:

—¿Qué te parece si invitamos a cenar al capitán y a sus oficiales?

Hizo la oferta en cubierta, donde pudiera oírle cualquiera con un mínimo de curiosidad, con el propósito de que cuando se enviara la invitación esta no perdiera su condición de oferta de paz, pero aunque Riley y sus oficiales acudieron, este se mostró muy retraído y poco comunicativo durante toda la cena, y solo contestaba cuando se dirigía a él Catherine, y no levantó los ojos del plato bajo ningún concepto. Sus oficiales no iban a hablar sin que él u otro capitán les dirigieran la palabra, así que se convirtió en una escena inusual y silenciosa, máxime cuando los aviadores más jóvenes tuvieron que contenerse ante la incómoda sensación de que sus modales no encajaban con la formalidad de la ocasión.

A la marinería no le gustaban los dragones ni los aviadores, nunca lo habían ocultado, y ahora, con los oficiales a la greña, menos que nunca. El miedo azuzaba con fuerza la hostilidad entre los marineros, incluso entre quienes habían navegado con Laurence y Temerario en el anterior viaje a China. No era lo mismo un dragón que siete, había una diferencia notable, y los violentos ataques de tos y los estornudos que convulsionaban a las pobres criaturas y les consumían las fuerzas solo los hacían más temibles e impredecibles a los ojos de los marineros, que apenas se atrevían a encaramarse al palo de trinquete por hallarse este demasiado cerca de los alados.

Y había algo todavía peor: ninguno de los oficiales les corregía con severidad por esa vacilación, una actitud llamada a dar resultados inevitables y predecibles. El trinquete perdió los estays cerca de la costa y fue necesario abroquelar por culpa de la lentitud con que los hombres se movían en la cubierta de dragones al apartar las lonas de foques y contrafoques. Por desgracia, la maniobra turbó a los alados, haciéndoles toser, y por un momento la molestia estuvo en un tris de convertirse en una tragedia. Nitidus chocó contra los cuartos traseros de Temerario y golpeó de lado a Lily en la cabeza.

La pringosa cuba con arena de alquitrán rodó con voluminosa majestad por el borde de la cubierta de dragones y acabó hundiéndose en las aguas del océano.

—Sobre la borda, cariño, pon la cabeza sobre la borda —gritó Catherine.

Todos los miembros de la tripulación de Lily corrieron como un solo hombre a la zona de cocina para reemplazar la cuba. La dragona hizo un esfuerzo ímprobo para arrastrarse hacia delante y se aferró precariamente al borde de la nave, con la cabeza sobre las olas y los músculos de las paletillas tensos a causa del esfuerzo que estaba haciendo para no toser, pero entre tanto, goteaba ácido por los espolones óseos y este formaba humeantes regueros oscuros que siseaban al deslizarse sobre los costados alquitranados de la Allegiance; la fragata navegaba de través, así que el propio viento empujaba las gotas corrosivas contra la madera.

—¿Quieres que te aleje del barco? —le preguntó Temerario, lleno de ansiedad, mientras empezaba a desplegar las alas—. ¿Te subes a mi lomo?

Era una maniobra peliaguda cuando había condiciones óptimas, es decir, sin un dragón chorreando ácido por las fauces, y eso suponiendo que Lily estuviera en condiciones de subirse encima del Celestial.

—¡Temerario! —le llamó Laurence, y en vez de eso, le sugirió otra opción—: Prueba a ver si logras romper la cubierta… aquí.

El dragón volvió la cabeza. Laurence tenía en mente que Temerario arrancase unas planchas, pero en vez de eso, este abrió las fauces sobre el lugar indicado y probó a dar una versión extraña y reducida de su habitual rugido. Cuatro tablones se resquebrajaron y se abrió un boquete en la madera y una amarra cayó justo por el hueco hacia las cabezas de los sorprendidos cocineros que, aterrados, se agacharon y se pusieron a cubierto.

El espacio no era lo bastante ancho, pero trabajaron como posesos para agrandarlo a hachazos y enseguida Temerario pudo subir una cuba directamente a través del hueco. Lily apoyó el hocico sobre la arena y presionó sobre la misma antes de toser sin cesar durante mucho tiempo y de forma lastimosa. La arena de alquitrán siseó, humeó y empezó a oler fatal por culpa de los efluvios del ácido. Por otra parte, el reborde recortado del agujero estaba lleno de puntas que amenazaban los vientres de los dragones y dejaban escapar todo el vapor de la cocina, que era lo que los mantenía calientes.

—¡Menuda desgracia! Como si navegáramos con un capitán francés —soltó Laurence, y no en voz baja precisamente.

Habían venido navegando en ceñida casi todo el tiempo, y a él no se le quitaba de la cabeza que eso era demasiado peligroso para un barco tan grande y pesado, y más todavía cuando avanzaba con una carga de tantos dragones.

Riley apareció en el alcázar en ese momento y el sonido de su voz furibunda pidiendo una explicación de lo ocurrido a Owens, el oficial de puente, y dando nuevas órdenes a los marinos, se hizo oír en todo el barco, exactamente igual que la de Laurence. Riley dejó de soltar invectivas durante unos instantes, y luego, de forma abrupta, cesó de decirlas.

El marino presentó unas disculpas formales por el incidente con su poca labia habitual, pero solo a Catherine. La abordó al final de la jornada, cuando abandonaba la cubierta de dragones para dirigirse a su camarote, en lo que Laurence solo pudo imaginar como un plan para evitar tener que hablar delante de todos los aviadores, pero a ella se le había soltado el pelo de las trenzas, el humo le había dejado manchurrones en la cara cubierta de hollín y se había quitado el sobretodo debajo de la mandíbula de Lily, donde la dragona se rozaba con el borde de la cuba, a fin de acolchar ese contacto. Cuando él la abordó, la capitana metió los dedos entre el pelo y lo soltó por completo alrededor de su cara; y entonces, se le olvidó el discurso tan cuidadosamente preparado y solo fue capaz de decir:

—Le pido perdón… Lamento profundamente…

Parecía muy confundido, y ella, agotada, le interrumpió:

—Sí, sí, por supuesto… Usted procure que no vuelva a ocurrir. Y mándenos a los carpinteros para que mañana hagan las reparaciones cuanto antes. Buenas noches.

Y le rozó al pasar mientras bajaba a su camarote.

Ella no pretendía decir nada con esa actitud, estaba cansada, eso era todo, pero podía dar la impresión de haber sido cortante para alguien que no la conociera, por mucho que no se tratara de una estratagema social para expresar ofensa. Y tal vez Riley estaba avergonzado. En cualquier caso, al día siguiente todos los carpinteros de a bordo se habían puesto a trabajar en la cubierta de dragones antes incluso de que se levantaran los aviadores y actuaban sin una palabra de queja ni una muestra de miedo, y eso que sudaron lo suyo, en especial cuando los dragones se despertaron y comenzaron a estudiar la reparación de cerca y con interés. Al final del día no solo habían reparado los daños, sino que además habían construido una escotilla de fácil manejo que comunicaba la cubierta con la cocina por si era necesario volver a repetir la operación.

—Bueno, a eso le llamo yo un buen trabajo —dijo Harcourt, aunque Laurence tenía agravios pendientes por la primera negligencia, y entonces añadió—: Deberíamos darle las gracias.

Catherine le miró con el rabillo del ojo. Él no dijo nada y tampoco quiso hacerle cambiar de parecer. La capitana invitó a cenar a Riley otra vez, pero en esta ocasión Laurence tuvo buen cuidado de no presentarse al ágape.

Eso puso punto y final a cualquier esperanza de solución. El resto de la singladura transcurrió en medio de una fría distancia entre ambos: apenas hubo un breve intercambio de saludos hecho con el menor aspaviento posible cuando se cruzaban en cubierta o debajo de ella. No había nada agradable en viajar a bordo de una nave cuando se tiene un enfrentamiento abierto y enconado con el capitán, cuyos oficiales eran igualmente fríos si no habían servido nunca con Laurence o se mostraban muy distantes e incómodos en su presencia. Este roce constante y la frialdad de la oficialidad de la nave refrescaban a diario no solo la pena por la disputa, sino también su rencor hacia el airado Riley.

Aquello solo trajo consigo una cosa buena: Laurence entró en contacto más estrecho con los otros capitanes del Cuerpo y se familiarizó con sus costumbres al no tener participación alguna en la vida del barco. Esta vez viajaba como aviador, no solo en teoría, sino también en la práctica, una experiencia muy diferente y se sorprendió al darse cuenta de que lo prefería. A bordo tenían poco trabajo: los alados habían terminado de comer a mediodía y las tripulaciones limpiaban enseguida la cubierta de dragones con piedra pómez —lo hacían lo mejor posible sin obligar a los animales a moverse demasiado—; luego, le tomaban la lección a los más jóvenes; y después tenían libertad para hacer lo que quisieran, toda la libertad que fuera posible en el atestado espacio de la cubierta de dragones y la media docena de camarotes de debajo.

—¿Te importa si retiramos el mamparo, Laurence? —le preguntó Chenery la tercera jornada de viaje mientras Laurence se dedicaba a poner al día su correspondencia, un hábito que había descuidado mucho en tierra—. Nos gustaría montar una mesa para jugar a las cartas, pero estamos de lo más apretujado.

La petición era un tanto anómala, pero él accedió, pues era muy agradable recuperar ese espacio mayor del primer viaje y escribir la correspondencia teniendo como ruido de fondo el cordial de las partidas y la conversación del juego. Acabó por convertirse en una práctica que las tripulaciones retirasen los mamparos sin preguntar en cuanto sus capitanes se hubieran terminado de vestir y volvieran a ponerlas solo para dormir.

Hacían las comidas casi siempre juntos; en la mesa presidida por Catherine reinaba una bulliciosa atmósfera de cordial camaradería y todos conversaban haciendo caso omiso a las reglas de etiqueta y los oficiales subalternos se sentaban a una mesa donde siempre estaban muy apretados en función del orden de llegada y no del rango; después subían a cubierta para el brindis, seguido de café y cigarros en compañía de sus dragones, a los que administraban un posset[10] contra la tos, por el alivio que pudiera darles, aunque fuera poco, en las últimas horas de la tarde. Después de las comidas, Laurence acostumbraba a subir para leerle libros a Temerario, a veces escritos en latín y francés, y el Celestial hacía funciones de intérprete para que sus compañeros lo entendieran.

El aviador se hacía cargo de la singularidad que tenía Temerario entre los dragones por su erudición. Al principio apeló a su pequeña biblioteca de novelas con el fin de que las lecturas sirvieran para todos y reservaba para Temerario los tratados científicos y matemáticos, que a él mismo le costaba entender. Gran parte de estos interesaba a los alados tan poco como había previsto, pero se llevó una sorpresa de aúpa mientras leía un aburrido y desquiciante tratado de geometría, pues cuando llegaron a los círculos, Messoria dijo con soñolencia:

—Sáltate eso un poco y lee más adelante. No necesitamos que nos demuestren algo cuando sabemos que es correcto.

No tenían ningún tipo de dificultad con la noción de que un curso curvo y no uno en línea recta era la distancia más corta para la navegación, una idea que al propio Laurence le había costado una semana asimilar cuando estudiaba para sus exámenes de teniente en la Armada.

A la tarde siguiente se vio interrumpido en sus lecturas por una discusión: Nitidus y Dulcia se enfrentaron a Temerario por los postulados de la geometría euclidiana, pues encontraban ilógico el de las líneas paralelas.

—No estoy diciendo que sea correcto —precisó el Celestial—, pero debéis aceptarlo como hipótesis para poder seguir, porque todo lo demás en la ciencia se basa en él.

—Pero entonces, ¿qué utilidad tiene? —saltó Nitidus, lo bastante agitado como para mover las alas y sacudir la cola contra el costado de Maximus, este farfulló un reproche, pero sin llegar a despertarse—. Si comienza así, todo debe estar equivocado.

—No, no está equivocado, solo… no es tan sencillo como los otros postulados, eso es todo —contestó Temerario.

—Está mal, por supuesto que es erróneo —gritó Nitidus con decisión.

—Considéralo un momento, Temerario —arguyó la Cobre Gris con más calma—: si comenzaras a volar en Dover y yo al sur de Londres, y los dos avanzáramos rumbo norte en la misma latitud, ambos deberíamos acabar en el Polo Norte si no cometiéramos un error en nuestra derrota, así pues, ¿de qué sirve discutir sobre unas líneas rectas que jamás vamos a ver?

—Bueno, eso último es totalmente cierto —admitió el Celestial, rascándose la frente—, pero os aseguro que el postulado cobra sentido si consideráis los útiles cálculos y las hipótesis matemáticas a las que se llega si empiezas dándolo por bueno. Por ejemplo, el diseño de un barco como este sobre el que estamos se ha hecho a partir del quinto postulado, imagino… —una chispa de comprensión relució en los ojos de Nitidus; el dragón lanzó a la Allegiance una mirada cargada de dudas. Temerario prosiguió—: Pero supongo que también puede hacerse sin él, o al contrario…

Los tres dragones juntaron las cabezas sobre el tablero de arena de Temerario y empezaron a inventar su propia geometría, descartando aquellos principios incorrectos a su juicio, y terminaron convirtiendo el desarrollo teórico de la misma en un juego que los entretuvo mucho más que cualquier otra distracción en la que Laurence hubiera visto tomar parte a los dragones. Los oyentes aplaudían las nociones particularmente imaginativas como si fueran representaciones.

El proyecto no tardó en extenderse y reclutar a todos, atrapando la atención tanto de dragones como también de sus oficiales y Laurence se vio obligado a incorporar a los contados aviadores con dotes caligráficas, pues los dragones empezaban a ampliar su querida teoría geométrica más deprisa y él no daba abasto para copiar todo cuanto le dictaban los alados que, en parte por una curiosidad intelectual, y en parte porque les encantaba la representación física de su trabajo, insistían en tener una copia para cada uno, y la trataban del mismo modo que Temerario con sus bienamadas joyas.

Poco después, Laurence sorprendió a Catherine diciéndole a Lily:

—Te conseguiré una edición de lujo y también ese libro tan bonito que os lee el capitán Laurence solo si comes un poco más todos los días: hala, toma, dale unos bocados más a este atuncito.

Y ese soborno tuvo éxito allí donde todos los demás intentos habían fracasado.

—Vale, quizá un poco más —aceptó Lily; y luego, con aire heroico, añadió—: ¿Podría tener cabeceras doradas como aquel?

Laurence había disfrutado de toda aquella confraternización, aun cuando estaba un poco avergonzado de encontrarse anteponiendo lo que en justicia no era sino una forma paupérrima de ir tirando, ya que a pesar de todo el coraje y buen ánimo de los dragones, mejorado por el interés del viaje por mar, los animales seguían tosiendo y sus pulmones empeoraban poco a poco, y lo que de otro modo hubiera sido un crucero de placer continuó cubierto por un sudario sin límites: los aviadores subían a cubierta todas las mañanas y ponían a trabajar a sus tripulaciones en la limpieza de mucosidades ensangrentadas y otros restos que habían quedado sobre cubierta tras una noche de penalidades y todas las noches se dormían con el acompañamiento de los estornudos y los jadeos de la cubierta superior, ya que, en el fondo, todo ese alboroto y toda esa alegría tenía un lado artificial y agotador y había en ellos mucho más deseo de evitar el miedo que de auténtico placer: era tocar la lira mientras Roma ardía.

El sentimiento no era exclusivo de los aviadores. Riley podía haber dado otras razones para no preferir tener a bordo al reverendo Erasmus, ya que la Allegiance ya estaba abarrotada de pasajeros, la mayoría de ellos se los había impuesto el Almirantazgo, y todos habían traído mucho equipaje. Algunos se habían bajado en Madeira para embarcar allí en otra nave con rumbo a las Antillas o a Halifax, pero la mayoría se dirigía a la provincia de El Cabo en condición de colonos y otros pocos seguían rumbo a la India. Era una emigración de lo más incómoda, y aunque a Laurence no le gustaba pensar mal de perfectos desconocidos, se vio forzado a concluir que la razón principal de la misma era el miedo a la invasión.

No obstante, tenía alguna prueba para esa sospecha. Los pasajeros hablaban con tristeza de las pocas posibilidades de paz y pronunciaban con temor el nombre de Bonaparte cuando había tenido ocasión de oírles hablar mientras tomaban el aire en el lado de barlovento del alcázar. Estaban separados por la cubierta de dragones, lo cual daba pocas posibilidades para la comunicación, pero tampoco el pasaje hacía demasiados esfuerzos por mostrarse amistoso. Una de esas contadas ocasiones se produjo cuando comió con el reverendo Erasmus. El clérigo no se puso a contar chismes, por supuesto, pero formuló una pregunta reveladora:

—Capitán, en su opinión, ¿la invasión de Inglaterra es un hecho seguro?

La nota de curiosidad con que habló le permitió deducir que ese era un tema de conversación muy habitual entre los pasajeros con quienes habitualmente comía y cenaba.

—Lo único cierto es que a Bonaparte le gustaría intentarlo y que es un tirano que hace lo que quiere con su ejército —respondió Laurence—, pero si es tan audaz como para probar suerte una segunda vez después del estrepitoso fracaso de la primera invasión… confío en que volverá a ser rechazado —era una exageración patriótica, pero no tenía sentido menospreciar sus posibilidades en público.

—Me alegra mucho oírselo decir —repuso Erasmus, y al cabo de un momento, añadió con gesto caviloso—: Esto debe ser la confirmación de la doctrina del pecado original, o eso creo. Todas las nobles promesas de libertad y fraternidad con que advino la Revolución Francesa se han visto ahogadas enseguida por la sangre y el dinero. El hombre viene de la corrupción y no puede alcanzar la gracia solo luchando por la victoria sobre las injusticias de este mundo, también debe luchar por Dios y obedecer sus mandamientos.

Laurence se sintió un tanto incómodo mientras le ofrecía al reverendo una bandeja de ciruelas cocidas al horno en vez de darle la razón, lo cual le hubiera hecho sentirse deshonesto. Era consciente de no asistir a los oficios religiosos la mayor parte del año, dejando a un lado la misa dominical a bordo, donde el señor Britten, el capellán del barco, les soltaba un sermón con una notable falta de inspiración y sobriedad, y a menudo él prefería ir a cubierta y sentarse junto a Temerario. Por eso, optó por interrumpir a Erasmus y se aventuró a preguntarle:

—¿Supone usted que los dragones están sujetos al pecado original, reverendo?

Esa pregunta le asaltaba en vez en cuando. Jamás habría logrado interesar al Celestial en la Biblia, y su lectura inducía al dragón a formularse una serie de preguntas blasfemas, así que el aviador había optado por renunciar completamente, llevado por la sensación, un tanto supersticiosa, de que aquello era invocar desastres mayores.

Erasmus lo consideró durante unos minutos y luego le dio las razones por las cuales, en su opinión, no lo estaban:

—La Biblia lo habría mencionado con toda seguridad de haber sido así, lo habría dicho si hubieran probado el fruto prohibido, además de Adán y Eva, y aunque presentan ciertas similitudes con la serpiente, el Señor castigó a la serpiente a arrastrarse sobre su vientre; los dragones, por el contrario, son criaturas del aire y no es posible considerarlas bajo la misma interdicción —añadió convincente. Eso hizo que Laurence subiera esa tarde a cubierta con el corazón más alegre e intentase convencer a Temerario de que comiera un poco más.

Aunque el Celestial no estaba enfermo, se había ido apagando y estaba decaído por afinidad con el malestar de los restantes alados, y comenzó a desdeñar la comida por un motivo: se avergonzaba de su apetito al no tenerlo sus congéneres. Laurence hizo lo posible por persuadirle y camelarle, pero con poco éxito hasta que al final Gong Su subió a la cubierta de dragones y le habló en un mandarín de lo más florido. El aviador entendía una de cada seis palabras, pero el Celestial le comprendió de pe a pa: el cocinero chino le anunciaba su renuncia a la vista de que su comida ya no era aceptada, y se embarcó en un elaborado discurso sobre el descrédito y una mancha a su honor, el de su maestro, el de su familia, imposible de reparar, y por tanto tenía ocasión de volver a su hogar a la menor oportunidad, pues no veía otra alternativa que desaparecer de la escena de su fracaso.

—Pero cocinas muy bien, lo prometo, es solo… Ahora mismo no tengo hambre —protestó Temerario.

—Eso únicamente son buenas palabras —y luego, añadió—: La buena cocina te abre el apetito aunque no lo tengas…

—Pero si tengo hambre… —admitió al fin el dragón y miró con tristeza a sus compañeros dormidos; y luego, suspiró cuando Laurence le insistió:

—No haces bien pasando hambre, amigo mío, y con eso les causas a todos un perjuicio, pues debes estar fuerte y sano cuando lleguemos a El Cabo.

—Ya, pero me siento un tanto extraño: come que te come cuando todos los demás han dejado de hacerlo y se ponen a dormir. Me siento como si les estuviera buscando las vueltas, como si les escondiera comida y ellos no lo supieran —admitió el Celestial.

Era una forma muy extraña de ver la situación, en especial porque él jamás había mostrado el menor reparo en comer más que sus compañeros mientras estaban despiertos ni en preservar con celo sus propias comidas de la atención de los demás dragones. Sin embargo, tras esa admisión, empezaron a darle de comer dosis más pequeñas y en más veces, siempre mientras los otros dragones estaban despiertos, y Temerario ya no hizo gala de ese rechazo extremo, ni siquiera cuando los demás se negaban a ingerir más alimentos.

Aun así, la situación le hacía muy desdichado, como a Laurence, y empeoró cuando navegaron hacia el sur. Riley tuvo la precaución de cabotear sin alejarse mucho de la costa. No hicieron escala en Cape Coast ni en Luanda ni en Benguela, puertos que, vistos de lejos, parecían de lo más apetecibles y vistosos con un mar de mástiles y velas blancas arracimadas unas junto a otras, pero tenían muy a mano un recordatorio siempre presente de cuál era su siniestro negocio: una miríada de tiburones infestaban las aguas con avidez a la espera de seguir la estela de algún barco, como perros acostumbrados al habitual trasiego de embarcaciones esclavistas entre esos puertos.

—¿Qué ciudad es esa? —le preguntó de pronto la señora Erasmus; había subido a tomar el aire en compañía de sus hijas, a las que, por una vez, había dejado solas; ambas permanecían en un decoroso segundo plano, al amparo de una sombrilla que sostenían entre las dos.

—Benguela —contestó Laurence, sorprendido de que le dirigiera la palabra, pues nunca había hablado con él en casi dos meses de singladura.

Jamás había buscado la ocasión de mantener una conversación casual y tenía por costumbre mantener la cabeza gacha y hablar en voz baja, y cuando lo hacía, hablaba con un marcado acento portugués. El aviador había sabido de labios del reverendo que su esposa se había ganado la manumisión poco antes de casarse, y no por la indulgencia de su amo, sino por la mala fortuna del rico terrateniente brasileño: este se dirigía a Francia en viaje de negocios cuando los ingleses apresaron la nave donde viajaba de pasajero. Ella y el resto de los esclavos fueron liberados cuando la presa atracó en Portsmouth.

La mujer se irguió cuan alta era con ambas manos en la barandilla, a pesar de estar muy acostumbrada al cabeceo de la nave y apenas necesitar esa sujeción; y permaneció con los ojos allí clavados durante mucho tiempo, incluso cuando las niñas se cansaron del paseíto y abandonaron la sombrilla y el decoro para ponerse a escalar por los cabos con Emily y Dyer.

«Brasil es el punto de destino de muchos barcos negreros que salen desde Benguela», recordó Laurence, mas no le hizo pregunta alguna y se limitó a ofrecerle el brazo para ayudarle a bajar y también le preguntó si deseaba algún refresco. Ella rehusó las dos cosas con un simple movimiento de cabeza; soltó una palabra en voz baja para llamar a sus hijas al orden, estas, avergonzadas, dejaron de jugar, y su madre se las llevó al camarote.

No había más puertos esclavistas después de haber dejado atrás Benguela, tanto por la hostilidad de los nativos a la trata como por lo inhóspito de la costa, aunque el clima opresivo imperante a bordo tampoco era mucho mejor. Laurence y Temerario salían a volar con frecuencia a fin de escapar del mismo y se dirigían a la orilla, más cerca de lo que Riley iba a acercar la Allegiance nunca, y así podían contemplar la costa africana, a veces, cubierta por la vegetación; otras, un montón de rocas azafranadas diseminadas sobre un lecho de arena amarilla y algunas veces, una larga y estrecha franja anaranjada de desierto, donde solía haber esos bancos de niebla tan temidos por los marineros. El oficial de guardia les llamaba cada hora para sondar el lecho oceánico, sus gritos eran voces lejanas amortiguadas por un sudario de bruma. De tanto en tanto lograban atisbar a algunos negros en la costa; estos, a su vez, los observaban con cautela y atención, pero la mayor parte del tiempo se trataba de una vigilancia muda, permanecían sumidos en un silencio solo roto por el chillido de las aves.

—Laurence, seguramente desde aquí podremos llegar a Ciudad del Cabo, y mucho más deprisa que la Allegiance —opinó el Celestial un día, harto de la atmósfera reinante a bordo, cada vez más opresiva.

Sin embargo, faltaba cerca de un mes a bordo antes de llegar a ese puerto y el interior del país era demasiado peligroso como para arriesgarse a un viaje excesivamente largo sobrevolando el continente africano, insondable, salvaje, capaz de devorar partidas de hombres sin dejar rastro, tal y como había ocurrido con un dragón correo que habían visto planear sobre la línea costera antes de desaparecer. Pero aun así, la posibilidad de borrar de un plumazo todas las penalidades del viaje por mar y propiciar un avance más rápido de la crucial investigación, por la cual habían acudido hasta allí, hacían que la sugerencia resultase cada vez más atractiva.

Laurence se convenció de que no debía abandonar la idea de marcharse antes una vez que estuvieran lo bastante cerca como para llegar a Ciudad del Cabo en un solo día de vuelo, aun cuando esa jornada iba a ser extenuante. Este incentivo bastó para que Temerario empezara a alimentarse adecuadamente y realizara aburridos vuelos en torno a la Allegiance con el fin de ganar fortaleza, y nadie puso especiales objeciones a su partida.

—Si estáis absolutamente convencidos de que vais a poder llegar sanos y salvos… —respondió Catherine, mostrando solo la prevención de rigor. En el fondo, todos los aviadores sin excepción compartían el deseo urgente de ponerse manos a la obra cuanto antes ahora que estaban tan cerca.

Pusieron al corriente a Riley de forma oficial.

—Obre como le plazca, por supuesto —contestó el capitán del barco sin mirar a Laurence a la cara y bajó la cabeza hacia sus mapas, fingiendo hacer cálculos, una pretensión en la que fracasó estrepitosamente. Laurence era de sobra consciente de la incapacidad de Riley para hacer una suma sin garabatearla en un papel.

—No voy a llevarme a toda la dotación —anunció Laurence a Ferris; este pareció desalentado, pero no protestó más de la cuenta.

Keynes y Dorset iban a viajar, por supuesto, y otro tanto podía decirse de Gong Su, pues los cocineros del príncipe Yongxing habían experimentado con verdadero entusiasmo en los productos locales durante la primera visita a El Cabo, y esa era una de las principales esperanzas de los cirujanos para reproducir la cura.

—¿Crees que vas a ser capaz de preparar esos ingredientes como solían hacer ellos? —le preguntó Laurence a Gong Su.

—¡No soy un cocinero imperial! —protestó el chino, y para consternación de Laurence, procedió a explicarle que el estilo de cocina en el sur de China, de donde él procedía, era completamente distinto—. Haré cuanto esté en mi mano, pero los cocineros del norte suelen ser bastante malos —añadió en un ataque de provincianismo.

Roland y Dyer iban a acudir en calidad de asistentes personales suyos con el fin de recorrer los mercados en busca de productos, y además, la constitución liviana de ambos suponía un peso insignificante durante el viaje, y en cuanto al resto, Laurence hizo subir a bordo un cofre con monedas de oro y poco equipaje más, como el sable, las pistolas, un par de camisas limpias y calcetines.

—No siento nada de peso. Estoy seguro de poder volar durante días —afirmó el Celestial, cada vez más deseoso de irse.

El aviador se había obligado a mostrarse prudente durante toda una semana, así que ahora se hallaban a poco más de doscientas millas de distancia: seguía siendo una distancia descomunal para una sola jornada de vuelo, aunque no era imposible.

—Si el tiempo aguanta hasta mañana —dijo Laurence.

No esperaba una respuesta afirmativa, pero aun así efectuó una última invitación y visitó al reverendo Erasmus.

—El capitán Berkley estaría encantado de tenerles a ustedes a bordo como invitados suyos, me ha rogado que se lo diga —dijo Laurence, pero él lo había expresado con mucha más elegancia y finura que Berkley, cuyas palabras textuales habían sido: «Sí, claro, no vamos a tirarles por la borda, ¿vale?», solo le faltaba haber dicho que se lo merecían—. Pero, por supuesto, ustedes son mis invitados personales y le ofrezco venir conmigo si así lo prefieren.

—¿Qué te parece, Hannah? —dijo el misionero, mirando a su esposa.

Ella levantó la cabeza de un pequeño texto escrito en lengua nativa cuyas frases leía moviendo los labios pero sin articular sonido alguno.

—No me importa —aseguró.

Y lo cierto es que se encaramó al lomo del Celestial sin señal alguna de alarma, acomodando a las niñas a su alrededor y acunándolas con firmeza para calmar su propia ansiedad.

Laurence saludó a Catherine Harcourt y se despidió de Ferris:

—Nos veremos en Ciudad del Cabo.

Luego, con gran alegría por su parte, el dragón saltó a los aires y voló más y más sobre la limpia superficie del océano con la brisa fresca soplando desde popa.

Al alba, tras un día y una noche de arduo vuelo, llegaron a la bahía. Detrás de la ciudad se erguía entre una nube de polvo en suspensión la dorada muralla de la meseta aplanada de la Montaña de la Mesa; el sol matinal iluminaba su pétrea cara llena de estrías y las cumbres de los dos montes apostados en los flancos, como dos centinelas, Pico del Diablo y Cabeza de León, también de piedra, pero más pequeños. El bullicioso pueblo se arracimaba en una franja de suelo con forma de media luna al pie de la montaña y en su seno, sobre la costa, se alzaba el castillo de Buena Esperanza. Visto desde lo alto, los muros exteriores del mismo recordaban la silueta de una estrella en cuyo interior estaba enclavado un fortín de trazado pentagonal cuyos muros amarillos como la mantequilla refulgían al sol de la mañana cuando su cañón disparó una salva de bienvenida a sotavento.

Los campos de instrucción donde Temerario se había instalado se hallaban junto al castillo, a solo unos cuantos largos de dragón de donde el océano dejaba oír su voz quejumbrosa mientras chapaleaba sobre la arena de la playa; era una distancia poco conveniente en las horas de pleamar si soplaba el viento con fuerza, pero tenía la contrapartida de ser un alivio muy agradable para combatir la canícula estival. Aunque el patio de armas del fortín era lo bastante espacioso como para cobijar a un puñado de dragones en tiempo de emergencia, esa solución no hubiera sido muy cómoda ni para los soldados estacionados en los barracones del castillo ni para Temerario, pero por suerte, los terrenos habían sido objeto de mejora desde la última visita que hicieron durante su viaje a China. Los dragones ya no cubrían las rutas hasta ese punto tan lejano del sur, pues estaba demasiado lejos para sus fuerzas menguadas, y el Almirantazgo había enviado una veloz fragata por delante de la Allegiance con despachos destinados a avisar al gobernador en funciones, el teniente general Grey, tanto de la llegada de toda la formación de dragones como, en secreto, de su urgente misión. Había ensanchado los terrenos para dar cabida a toda la formación y luego había levantado una pequeña valla alrededor de los mismos.

—No temo que les vayan a molestar, pero deseo mantener a los dragones lejos de husmeadores y fisgones que conviertan esto en una noticia —le dijo a Laurence, refiriéndose a las protestas que los colonos habían hecho con motivo de la llegada del grupo—. Me parece de lo más oportuno que se haya adelantado usted, eso va a darles algo de tiempo para hacerse a la idea antes de vérselas con siete dragones de golpe. Por el modo en que se quejan, podría pensarse que jamás han oído hablar de ningún tipo de formación.

El propio Grey había llegado a El Cabo en enero y ejercía funciones de vicegobernador hasta la llegada del futuro gobernador, el conde de Caledon, así que ocupaba una situación provisional poco práctica y carente de un cierto grado de autoridad y estaba acuciado por bastantes preocupaciones, y su llegada las aumentaba un poco más. La ocupación inglesa disgustaba a la gente de la ciudad y los colonos, que habían instalado granjas y fincas a las afueras, ya en el campo, y en la costa, pero más al sur, despreciaban profundamente a los ingleses y estaban muy resentidos con el gobierno que había interferido en su independencia, una autonomía que ellos valoraban mucho y que consideraban un pago justo por el riesgo corrido al empujar la frontera hacia el agreste interior del continente.

Todos ellos contemplaban con el más profundo de los recelos la llegada de una formación de dragones, en especial cuando no se les permitía conocer el verdadero propósito de esa presencia. Los colonos habían desarrollado un profundo desdén ante la idea de trabajar ellos o sus familias gracias a que la mayor parte de las tareas las realizaban esclavos adquiridos por muy poco dinero en los primeros años de la colonia. Los siervos no se vendían fuera de la urbe, cuyos ciudadanos deseaban tener cuantos más esclavos mejor, siendo los preferidos malayos o los adquiridos en África occidental, pero tampoco desdeñaban imponer las miserias de la servidumbre a los nativos de la tribu khoi, quienes, si bien no eran esclavos propiamente dichos, estaban casi igual de constreñidos, y su salario no era digno de tal nombre.

Esas disposiciones tuvieron una consecuencia: los colonos se vieron superados en número y para mantener la paz de sus casas y negocios debieron aplicar severas restricciones e imponer una política de mano libre en lo tocante a los castigos. Todavía persistía una gran animadversión contra el anterior gobernador británico por haber abolido la tortura de los esclavos y en el extrarradio más alejado de la ciudad seguía en vigor la bárbara costumbre de dejar en la horca el cadáver de los esclavos ajusticiados a modo de ejemplo ilustrativo de cuál era el coste de la desobediencia. Asimismo, los colonos se hallaban muy bien informados de la campaña a favor de la abolición de la esclavitud y la veían con indignación pues probablemente iba a impedirles adquirir nuevos siervos. El nombre de Lord Allendale como uno de los portavoces de dicha causa no les resultaba desconocido.

—Y por si todo eso no fuera bastante, han traído con ustedes a ese maldito misionero —añadió con hastío Grey en el transcurso de una de las conversaciones mantenidas mientras se alojaban en su residencia—. Ahora la mitad de El Cabo piensa que se ha abolido el comercio de esclavos y la otra mitad que todos sus siervos van a ser liberados de inmediato y se les va a dar permiso para matarlos en sus propias camas, y todos están seguros de que ustedes han venido aquí para hacer valer esos cambios. Debo pedirle que me presente a ese hombre, pues hay que alertarle para que no abra la boca. Es un milagro que aún no le hayan acuchillado en cualquier calle.

Erasmus y su esposa se habían hecho cargo de una pequeña sede de la London Missionary Society, abandonada desde hacía poco a raíz de la muerte de su anterior inquilino, víctima del paludismo, en una finca lejana pero bien cuidada. No había escuela ni una iglesia, solo una casita muy sencilla sin otra nota de color que un puñado de árboles consumidos dispersos por la propiedad sin orden ni concierto y una parcela de tierra desnuda destinada a ser el jardín, donde la señora Erasmus ya se había puesto a trabajar en compañía de sus hijas y varias jóvenes nativas a las que había enseñado a plantar tomateras.

Hannah se irguió cuando Laurence y Grey hicieron acto de presencia, habló en voz baja a las jóvenes trabajadoras y acudió al encuentro de los dos hombres para llevarlos al interior del edificio, una casa construida al más puro estilo holandés: muros gruesos de ladrillo y anchas vigas de madera a la vista que sostenían un tejado de paja. Puertas y ventanas estaban abiertas para dejar salir el olor a cal fresca del interior, consistente en una única habitación divida en tres. Erasmus se hallaba sentado en medio de una docena de nativos dispersos por el suelo; estos le enseñaban las letras del alfabeto dibujadas sobre una pizarra.

El misionero se levantó para saludarles y envió a jugar a los chicos fuera del edificio, lo cual provocó una riada de alegres chillidos que se dirigieron a la puerta por donde habían entrado los visitantes y se diseminaron por la calle. La señora Erasmus desapareció en la cocina, donde se oyó enseguida el roce típico de una tetera y un juego de tazas.

—Han avanzado mucho para llevar aquí solo tres días —comentó Grey mientras contemplaba la horda de muchachos con cierta consternación.

—Hay una gran sed de conocimiento y también desean aprender los Evangelios —contestó Erasmus con una satisfacción disculpable—. Los padres vienen por las noches, cuando terminan de trabajar en los campos, y ya hemos oficiado nuestra primera misa.

El reverendo los invitó a tomar asiento, pero optaron por permanecer de pie, pues solo había dos sillas para tres conversadores y preferían evitarse una distinción embarazosa.

—Iré al grano —empezó el vicegobernador—, ha habido ciertas quejas —Grey hizo una pausa y repitió—: Ciertas quejas —Erasmus permaneció en silencio—. Debe usted comprender que nos hemos hecho cargo de la colonia hace poco tiempo y los colonos son… un tanto difíciles. Son dueños de sus propias granjas y fincas y, no sin cierta razón, se consideran dueños de sus propios destinos. Entran en juego algunos sentimientos… Para abreviar —prosiguió con cierta brusquedad—, haría usted muy bien en aminorar su actividad. Tal vez no necesita tener tantos alumnos, elija a tres o cuatro, los más prometedores, y deje que el resto vuelva al trabajo. Me han informado de que no es posible prescindir del trabajo de los alumnos… —añadió con voz débil.

Erasmus le escuchó sin decir nada hasta que Grey hubo terminado y luego le contestó:

—Me pongo en su lugar, no lo tiene usted fácil. Lo lamento mucho, pero no puedo hacerle caso.

El militar aguardó, aunque el misionero no dijo nada más, no le ofreció margen alguno para la negociación. Grey se volvió hacia Laurence con una cierta impotencia y luego se giró para hablar con Erasmus:

—Voy a serle sincero, señor, no confío en que vaya a estar usted a salvo si persiste en esa actitud. No puedo garantizárselo.

—No he venido aquí a estar seguro, sino a predicar la palabra de Dios —respondió el reverendo, sonriente e inquebrantable.

Y en esto entró Hannah con la bandeja del té.

—Señora, utilice su influencia, se lo ruego. Le pido que considere la seguridad de sus hijas —ella alzó la cabeza con tal brusquedad que se le cayó el pañuelo que había llevado en el exterior de la casa; entonces, se echó hacia atrás el pelo negro y dejó expuesta la frente, revelando una marca grabada a fuego: las iniciales un tanto borrosas pero aún legibles de un antiguo propietario hechas sobre un tatuaje de diseño abstracto previo.

Miró a su marido y este repuso con afabilidad:

—Nosotros confiamos en Dios y en su voluntad, Hannah.

Ella asintió y sin dar una respuesta directa a Grey regresó al jardín.

No había mucho más que decir, por supuesto. Cuando los dos militares estuvieron fuera, Grey le dijo a Laurence con desánimo:

—Supongo que debo apostar un hombre para proteger esa casa.

Un viento cargado de humedad soplaba desde el sureste, envolviendo la Montaña de la Mesa en una capa de nubes, pero amainó esa misma noche y el vigía del castillo divisó la Allegiance durante la tarde del día siguiente, cuya aparición fue saludada por una salva de cañonazos. Una atmósfera de recelo y hostilidad se había instalado ya en toda la ciudad, aunque las suspicacias hubieran sido mucho más acusadas de haber llegado sin avisar a los habitantes.

Laurence observó la maniobra de atraque desde una fresca y agradable antecámara situada en lo alto del castillo. La contemplación de la nave desde la perspectiva inversa, desde fuera, supuso una novedad que le dejó sorprendido por la sobrecogedora impresión de fuerza, y no solo por una cuestión de puro tamaño, sino por los ojos huecos de su brutal artillería, los cañones de 32 libras, que se asomaban por las troneras con aire enojado, y por lo que parecía una auténtica horda de dragones aovillados sobre la cubierta, aun cuando no era posible precisar el número porque yacían tan entrelazados que no era posible distinguir con nitidez a unos de otros.

La nave se adentró lentamente en el puerto, haciendo insignificantes a todas las naves allí atracadas, y un silencio ominoso se apoderó de la ciudad cuando abrió fuego para contestar al saludo del fortín. El retumbo atronador de los cañones resonó contra la pared de la montaña y vomitó una nube de polvo oscuro que poco a poco se asentó sobre la localidad como la bruma. Laurence notó el regusto a pólvora en el paladar. Las mujeres y los niños habían desaparecido de las calles para cuando la Allegiance echó anclas.

Era aterrador ver lo poco que tenían que temer cuando Laurence bajó a la costa, donde tomó un bote y remó con el fin de acercarse a ayudar en la maniobra de sacar a los dragones de cubierta; todos ellos estaban entumecidos y acalambrados tras efectuar un largo viaje apretujados en tan poco espacio, y aun cuando habían gozado de buen tiempo, los más de dos meses pasados a bordo habían ido minando las fuerzas de los alados sin cesar. El castillo se alzaba a unos pasos de la arena de la playa y los campos se hallaban junto a él, pero ahora los agotaba incluso aquel ínfimo trayecto.

Los primeros en cruzar fueron Nitidus y Dulcia, los más pequeños, a fin de conceder mayor espacio de maniobra al resto. Respiraron hondo y abandonaron la cubierta sin miedo, batiendo sus cortas alas con ritmo lento y moroso; eso les dio tan poco impulso que sus vientres estuvieron a punto de rozar la baja valla de delimitación del perímetro de los campos de entrenamiento. Aterrizaron pesadamente en el suelo recalentado por el sol y se desparramaron allí sin molestarse en plegar las alas. Messoria e Immortalis se pusieron de pie con tantas dificultades que Temerario, nervioso testigo desde los campos de maniobra, gritó:

—Aguardad un momento, por favor. Voy a llevaros.

Y logró transportarlos sobre el lomo a ambos, haciendo caso omiso a las rozaduras y desgarrones que le causaron con las garras mientras se aferraban a él para no perder el equilibrio.

En cubierta, Lily rozó suavemente con el hocico a Maximus:

—Sí, sí, ve, yo estaré ahí en un segundo —aseguró el dragón con aire soñoliento sin abrir los ojos.

Ella profirió un rugido sordo de descontento y preocupación.

—No temas, le haremos cruzar —le aseguró Catherine persuasivamente.

Al final, Lily se dejó convencer y permitió que se tomaran todas las precauciones necesarias para su propio traslado: le sujetaron el correaje de un bozal en torno a la cabeza y debajo de las fauces le dejaron una larga plancha metálica llena de más arena de alquitrán.

El capitán de la nave acudió para verlos partir. Harcourt se volvió hacia él y le tendió la mano mientras decía:

—Gracias, Tom. Confío en regresar pronto y que nos visite en tierra.

Riley le tomó de la mano con torpeza al tiempo que hacía una reverencia hacia delante, y el resultado fue una mezcla de apretón de manos y venia; retrocedió enseguida, muy envarado. Aun así, evitó mirar a Laurence en todo momento.

La aviadora plantó la bota encima de la barandilla y subió al costado de Lily, donde se ató al arnés para estar sujeta cuando la dragona extendió las grandes alas, el rasgo del que tomaba nombre la raza de los Largarios, rayadas en los bordes por estrechas barras negras y blancas, por encima de un cuerpo cuya coloración pasaba de un azul agrisado a un naranja refulgente, como el color de la mermelada de varios días. Todas esas tonalidades relucían al sol y cuando la dragona se estiraba cuan larga era, parecía el doble de grande. Lily se lanzó al aire y planeó con aire señorial sin apenas batir las alas ni hacer un gran esfuerzo. Se las arreglaron para salvar la distancia sin derramar demasiada arena ni gotas de ácido sobre las almenas del castillo ni el muelle.

A bordo de la nave ya solo quedaba Maximus.

Su capitán le habló en voz baja y el enorme Cobre Regio se puso en pie entre jadeos a causa del esfuerzo. La Allegiance se meció un poco en las aguas. El alado dio dos pasos torpes hacia el borde de la cubierta de dragones y volvió a suspirar. Los músculos de las paletillas le chasquearon cuando probó a desplegar las alas, pero luego las dejó caer sobre los costados y agachó la cabeza.

—Yo podría intentarlo —se ofreció Temerario desde la orilla.

Era irrealizable, pues Maximus prácticamente le doblaba el peso.

—Puedo hacerlo, estoy seguro —dijo el Cobre Regio con voz quebrada; acto seguido, agachó la cabeza, tosió un poco y lanzó por la borda otra de esas flemas verdosas.

Pero no se movió.

Temerario azotó el aire con la cola varias veces hasta que se lanzó al oleaje con aire decidido y acudió nadando hacia ellos. Se detuvo a dos patas junto al barco, apoyó las delanteras sobre el borde de la cubierta y asomó la cabeza por encima para instar a Maximus:

—La orilla no está muy lejos. Salta al agua, por favor. Estoy seguro de que podremos nadar juntos hasta la playa.

Berkley miró a Keynes, y este le dijo:

—Un pequeño baño en el mar no puede hacerle daño, o eso espero. Tal vez incluso le venga bien. El sol está en su apogeo y en esta época del año nos van a quedar todavía otras cuatro horas de luz para poder secarlo.

—Bueno, pues en tal caso, al agua contigo… —concluyó Berkley con voz ronca, y palmeó el costado de Maximus antes de dar un paso atrás para dejarle espacio.

Maximus se echó hacia delante con torpeza y primero hundió en el océano los cuartos traseros. Los cables descomunales de las anchas gimieron con voces agudas cuando la nave retrocedió, empujada por la fuerza de su salto. El corpachón del alado levantó ondulaciones de casi tres metros que fueron alejándose de él y estuvieron a punto de hacer volcar algunos de los desprevenidos barcos más ligeros que permanecían anclados en la bahía.

Maximus subía y bajaba la cabeza y la meneaba para sacudirse el agua, y de esa suerte avanzó varios impulsos hasta que se detuvo, agotado, y quedó flotando, pues así le mantenían los sacos de aire, pero él se escoró alarmado.

—Apóyate sobre mí e iremos juntos —le urgió el Celestial y nadó junto a él hasta llegar a su costado para sujetarle.

Se acercaron a la playa poco a poco, hasta que el lecho oceánico acudió a su encuentro y de sopetón hicieron pie; el Cobre Regio se removió, levantando nube de arena blanca como si fueran columnas de humo, lo malo era que no podía detenerse a descansar, todavía medio cubierto por el agua, y con las olas chapaleando en sus costados.

—Se está muy bien en el agua —observó a pesar del nuevo acceso de tos—. Aquí no me encuentro tan cansado.

Sin embargo, todavía debía llegar a la orilla y no era una tarea pequeña, aun cuando avanzaba por etapas fáciles y gracias al apoyo de Temerario y el flujo de la pleamar. Recorrió los últimos doce metros arrastrándose sobre la tripa.

Le dejaron descansar al borde del mar y le llevaron los mejores trozos de la cena. Gong Su se había pasado todo el día cocinando para tentar el apetito de los dragones después de su extenuante ejercicio: vacas de la tierra, tiernas y jugosas, cubiertas con una capa de pimienta y sal, rellenas con sus propias asaduras cocidas por separado y asadas con espetón; así sazonadas eran lo bastante jugosas como para superar los sentidos de los dragones, embotados por la enfermedad.

Maximus comió un poco, bebió varios tragos de agua en una enorme cuba que le trajeron ex profeso para él y luego, entre toses, volvió a sumirse en ese torpor lerdo. Pasó toda la noche en la orilla, con el océano chapoteando cerca de su posición y la cola encima de las olas, su figura recordaba a la de un bote amarrado a tierra.

Aprovecharon las primeras horas de la mañana, más frescas, para salvar los metros que le separaban de los campos de instrucción, donde le instalaron en el mejor lugar de todos, junto a una zona sembrada de alcanfores, a fin de que pudiera disponer tanto de sol como de sombra, y estaba muy cerca del pozo, por lo cual resultaba muy fácil llevarle agua.

—Este es un buen lugar —dijo su capitán con la cabeza gacha—, un buen lugar. Va a estar muy cómodo aquí…

Se interrumpió bruscamente y sin añadir nada más entró en el castillo, donde todos almorzaron juntos y en silencio. No hablaron del asunto porque no había nada que decir. Maximus jamás abandonaría aquella costa sin una cura; si no, le había traído a su tumba.