Capítulo 5

No había otros dragones en la aislada pradera de cuarentena, pero Sauvignon, la pequeña dragona mensajera francesa, ni siquiera tenía el consuelo de contar con la compañía de su capitán. Se habían llevado al pobre chico cargado de cadenas, a pesar de su buen comportamiento, mientras ella profería gritos lastimeros, refrenada de mala gana por el Celestial, cuya enorme garra negra prácticamente había clavado en el suelo a la dragona.

La Plein-Vite se aovilló sobre sí misma cuando el muchacho desapareció y solo de forma gradual se dejó persuadir por Temerario para comer un poco y más tarde hablar algo.

Voici un joli cochon —le dijo el Celestial, empujando con el hocico uno de los cerdos asados recubiertos con salsa de naranja que le había preparado Gong Su—. Votre capitaine s’inquiétera s’il apprend que vous ne mangez pas, vraiment[7].

Al principio probó unos bocados, pero devoró la comida con renovado entusiasmo una vez que Temerario le hubo explicado que la receta era à la Chinois. La ingenua respuesta de la dragona fue que estaba comiendo comme la reine Blanche, eso y cuatro frases perdidas más le permitieron a Laurence confirmar sin lugar a dudas que Lung Tien Lien, su enemiga jurada, se había establecido en París y su consejo pesaba mucho en el ánimo de Bonaparte.

Sauvignon adoraba a esa Celestial y no estaba dispuesta a desvelar ningún plan secreto, si es que conocía alguno, pero Laurence no necesitaba ninguna información para saber que Lien propugnaba la invasión con denuedo, si es que Napoleón necesitaba que le convencieran aún más, y que ella tenía los cinco sentidos firmemente puestos en Inglaterra y nada más que en Inglaterra.

—Napoleón ha ensanchado las calles de París para que Lien pueda pasear por toda la ciudad —comentó Temerario, contrariado—, y ya le ha construido un pabellón junto a su palacio. No me parece justo que aquí todo sean dificultades y a ella todo le venga rodado hasta lo más mínimo.

Laurence respondió con desánimo. Los grandes asuntos le preocupaban muy poco ahora que iba a tener que contemplar la muerte de Temerario tal y como la había sufrido Victoriatus, cuyo cuerpo se había convertido en un pellejo sanguinolento. Era una devastación mucho más completa de lo que podía haber urdido Lien desde el más hondo abismo de malicia.

—Seamos optimistas: únicamente ha estado con ellos unos momentos —le había dicho Jane.

Pero solo había eso, esperanza, y Laurence veía en su desánimo la sentencia de muerte de Temerario firmada y sellada. Aquel pozo de arena debía ser un nido de contagio. Los Largarios llevaban allí instalados casi todo el año, así que sus efluvios tenían que estar enterrados en la arena exactamente igual que su ácido venenoso.

Tarde comprendía por qué ninguno de sus colegas, ni Berkley ni Harcourt, había contestado a sus misivas. Granby vino a visitarle en una ocasión, pero no lograron intercambiar más de cuatro palabras y todo fue de lo más forzado. Granby evitó a propósito el tema de Iskierka, rebosante de salud, y Laurence no deseaba comentar las posibilidades de Temerario, y menos aún cuando el dragón podría oírle y compartir su propia desesperación, máxime cuando el Celestial no albergaba preocupación alguna por su suerte, seguro y confiado de sus propias fuerzas, un consuelo que el aviador no deseaba arrebatarle hasta que el inevitable curso de la enfermedad lo hiciera por él.

Je ne me sens pas bien[8] —anunció Sauvignon la mañana del cuarto día al despertarse y luego estornudó con violencia.

Se la llevaron con los demás enfermos, dejándolos solos a la espera del primer indicio revelador del desastre.

Jane había venido a verle todos los días con palabras de ánimo, siempre que desease oírlas, y brandy para cuando no pudiera soportarlo más, pero ese día de tan mal agüero vino a verle:

—Lamento mucho ir directa al grano, Laurence, pero debes perdonarme. Temerario ya ha pensado en reproducirse, ¿no?

—Reproducirse —repitió amargamente el capitán, y desvió la mirada.

Era natural que deseasen preservar la línea de sangre de la raza de dragones más rara de todas, adquirida en medio de grandes dificultades, y ahora también en posesión del enemigo, pero para él solo era el deseo de reemplazar lo irremplazable.

—Lo sé —repuso con amabilidad, adivinando el hilo de sus pensamientos—, pero debemos esperar que el mal se manifieste cualquier día y la mayoría de los dragones se muestran reacios a la cópula una vez enferman, y nadie puede culparlos por ello.

Ese coraje fue todo un reproche para él. Roland había sufrido mucho sin manifestarlo nunca y ahora él no podía dejarse vencer por sus propios sentimientos delante de ella. En todo caso, no iba a enmascarar la verdad ni mentir, así que se vio obligado a admitir que:

—Mientras estuvimos en Pekín, Temerario se encariñó mucho con una hembra Imperial que estaba en el séquito del emperador.

—Me alegra mucho saberlo. Debo preguntar si estaría dispuesto a un apareamiento… esta misma noche para empezar, ahora que el asunto ha quedado expuesto —contestó Jane—. Felicita no se encuentra muy mal y ha informado a su capitán que cree que tiene un huevo dentro. Esa estupenda criatura ya nos había dado dos antes de caer enferma. Solo es un Tánator Amarillo, un medio peso, y no sería el tipo de cruce elegido por ningún criador con dos dedos de frente, pero soy de la opinión de que la sangre de un Celestial es mejor que la de ningún otro, y disponemos de muy pocos dragones capaces de aguantar el esfuerzo.

El capitán le formuló la cuestión a Temerario.

—Pero si no la he visto en mi vida. ¿Por qué voy a desear aparearme con ella?

—Viene a ser algo así como un matrimonio de estado, algo concertado por las partes, supongo —respondió Laurence, no muy seguro de cómo salir del apuro, pues encontraba muy grosera aquella propuesta, era como reducir a Temerario a la condición de semental de pura sangre que debía montar a una yegua sin que se consultase a ninguno de los dos y sin tener ningún encuentro previo—. Tú no tienes que hacer nada que no te apetezca —añadió de pronto. No pensaba obligar a nada a Temerario, desde luego, y tampoco iba a prestarse a semejante empresa.

—No es algo que me importase hacer si a ella le gustase y estoy más que harto de tirarme aquí sentado todo el día —contestó, y luego, con más pudor que candor, añadió—: Pero no comprendo por qué iba a querer ella.

Jane se echó a reír cuando Laurence se presentó ante ella con esa respuesta y se dirigió al claro para hablar con el Celestial.

—A ella le gustaría tener un huevo fecundado por ti, Temerario.

—Ah.

El dragón sacó pecho de inmediato, halagado, y erizó la gorguera mientras inclinaba la cabeza con un grácil movimiento de cabeza.

—Entonces, no hay duda: debo complacerla —declaró.

En cuanto la almirante se hubo marchado, pidió ser lavado y que le trajeran las fundas chinas para las garras, que habían guardado por resultar impracticables para su uso habitual, pues iba a ponérselas.

—Está realmente feliz de ser útil… Me entran ganas de llorar —dijo el capitán de Felicita, Brodin, un galés pelinegro no muchos años mayor que Laurence. Tenía un rostro curtido que parecía hecho para ser imagen de la adustez y unas líneas marcadas donde ya había asentado esa severidad. Dejaron a los dos dragones a las afueras del claro de Felicita para que dispusieran aquello a su propia conveniencia y se lo estaban tomando con mucho entusiasmo a juzgar por el escándalo que montaban, y eso a pesar de las dificultades inherentes a mantener relaciones entre dragones de tamaños tan dispares—. Y no tengo motivo de queja —agregó con amargura—. Ha superado el noventa por ciento de su vida útil en el Cuerpo y los médicos opinan que al ritmo que avanza la enfermedad, durará otra década por lo menos.

Se escanció una generosa copa de vino y dejó la botella sobre la mesa, a media distancia entre los dos, a la espera de tomarse un segundo y también un tercer trago.

No hablaron demasiado, pero pasaron la noche bebiendo juntos, cada vez más inclinados sobre sus copas hasta que los dragones se sumieron en el silencio y los álamos temblones dejaron de estremecerse. Laurence no llegó a dormirse, pero no se le pasaba por la cabeza la idea de moverse, ni siquiera ladear la cabeza, aturdida por un torpor sofocante, como si estuviera bajo un manto. El tiempo y el mundo se hallaban en una lejanía difusa.

Brodin le zarandeó hasta despertarle en su silla a primera hora de la mañana.

—¿Volveremos a veros por aquí esta noche? —preguntó con voz cansada mientras Laurence se ponía de pie y echaba hacia atrás la espalda para estirar los músculos cargados.

—Es lo mejor, según lo veo yo —contestó él, y se miró con cierta sorpresa las manos temblorosas.

Luego, salió en busca de Temerario, cuya expresión petulante y de desvergonzada satisfacción le habrían ruborizado, pero el aviador estaba decidido a no criticar ningún placer que hiciera disfrutar al dragón, dadas las circunstancias.

—Ella ya ha tenido dos, Laurence —comentó el dragón mientras se tendía a dormir en su propio claro, soñoliento pero exultante—, y está bastante convencida de tener otro, pero no puede decírmelo seguro, dado que es la primera vez que engendro.

—¿Ah, sí? —Laurence se sintió un tanto estúpido mientras lo preguntaba—. ¿Tú y Mei no…? —se calló ante la naturaleza velada de la pregunta.

—Aquello no guardaba relación alguna con los huevos —le cortó Temerario con tono displicente—, esto es muy distinto.

Y dicho eso, enrolló la cola en torno a sí mismo y se quedó dormido, dejando a Laurence de lo más perplejo; ni en sueños iba a pasársele por la cabeza curiosear más.

Repitieron la visita esa misma tarde. Laurence contempló la botella ya preparada y optó por no tocarla; hizo un esfuerzo por entablar convención con Brodin sobre otras cosas y le habló de las costumbres de los dragones chinos y turcos, los avatares de su viaje por mar a China, la campaña en Prusia así como la batalla de Jena, la cual recreó con considerable nivel de detalle, ya que había observado toda la debacle desde lomos de Temerario.

Sin embargo, no fue el mejor medio para aliviar la ansiedad. Brodin echó la espalda hacia atrás cuando él hubo terminado de describir la vertiginosa ofensiva y las tropas prusianas concentradas. Los dos aviadores se miraron y Brodin se levantó, presa del nerviosismo y paseó por la pequeña cabaña.

—Ojalá Napoleón cruce pronto el Canal y venga mientras quedemos algunos capaces de luchar; si fuera así, yo daría algo más que unos peniques por nuestras posibilidades.

La idea de esperar una invasión era terrible, y máxime con la expectativa no verbalizada de querer morir durante la misma, lo cual, a juicio de Laurence, estaba peligrosamente cerca del pecado mortal y era un caso de egoísmo extremo incluso aunque no pretendiera que Inglaterra quedara expuesta, y le preocupó darse cuenta de lo bien que le comprendía.

—No debemos hablar de ese modo. Ellos no temen a su propia muerte y Dios prohíbe que les enseñemos a hacerlo o a que muestren menos coraje del que tienen.

—¿Acaso cree que al final no saben lo que es el miedo? —Brodin soltó una risotada corta y desagradable—. En los últimos momentos, Obversaria apenas si reconocía a Lenton y eso que él la había sacado del cascarón con sus propias manos. La pobre solo era capaz de gritar para pedir agua y descanso, no daba para más. Puede considerarme un perro pagano si le place, pero me gustaría que Dios, Bonaparte o el mismo diablo le dieran una muerte limpia en batalla.

Tomó la botella y se llenó el vaso. Cuando hubo terminado, Laurence alargó la mano para tomarla.

—Los criadores prefieren que el apareamiento se prolongue dos semanas —le informó Jane—, pero nos sentiremos muy contentos con que dure todo el tiempo que se sienta con ánimo para hacerlo.

Así que al día siguiente Laurence se levantó a rastras de la cama y fue durmiendo a ratos: un poco tras haber bebido vino en la mesa de Brodin, otro poco a primera hora de la mañana, y algo durante el día, mientras supervisaba los arreglos del arnés, ahora inútil, y las clases de Emily y Dyer, y así que hasta llegó la hora de irse otra vez. Repitieron el encuentro dos veces más, y entonces, durante el quinto día, mientras se sentaba repantingado y reflexionaba sobre un movimiento de la partida de ajedrez, Brodin levantó la cabeza y le preguntó de sopetón:

—¿Aún no ha empezado a toser?

—Tal vez tenga la garganta un poco reseca —comentó Temerario con suma prudencia.

Laurence permanecía sentado con la cabeza entre las rodillas, apenas capaz de soportar el abrumador peso de la esperanza que inesperadamente descansaba sobre sus hombros. Mientras, Keynes y Dorset se encaramaron sobre el lomo del Celestial trepando como monos. Habían pegado al pecho del dragón unos conos de papel con el fin de poder escuchar sus pulmones, luego le habían mirado los oídos y habían metido la cabeza entre las fauces para examinar la lengua, que permanecía sana y sin manchas rojas.

—Me da a mí que debemos sangrarle —concluyó Keynes, volviéndose hacia su bolsón médico.

—Pero si me encuentro a las mil maravillas —objetó el dragón, apartándose de la hoja curva del cuchillo para el ganado—. Según lo veo yo, no hace falta forzar la intervención de la medicina cuando se está sano. Cualquiera pensaría que no tenéis otra cosa que hacer —continuó, pesaroso.

Solo fue posible llevar a cabo la operación tras persuadirle del noble servicio que iba a hacer por los dragones enfermos, y aun así se necesitaron doce intentos, pues el alado retiraba la pata en el último momento, hasta que Laurence le convenció de que no mirase, sino que mantuviera los ojos fijos en otra dirección hasta que estuvo lleno el cuenco sostenido por Dorset.

—Ya está —anunció Keynes y aferró el cauterio listo al rojo vivo en el fuego para aplicar de inmediato a la brecha.

Se habrían llevado el humeante cuenco de sangre oscura sin decir ni media palabra si Laurence no hubiera echado a correr detrás de ellos para exigirles un diagnóstico.

—No, no está enfermo, claro que no —contestó Keynes—. No pienso decir más por el momento, pues tenemos trabajo que hacer.

Se marcharon, y quien se notó mareado fue el aviador, se sentía como ese condenado indultado a la sombra misma de la horca. Dos semanas de pánico y ansiedad quedaban atrás de pronto para su gran alivio, pero dejaban un efecto demoledor. Fue difícil sustraerse a la fuerza de las emociones mientras Temerario se quejaba.

—No me parece correcto dejar la herida abierta. No sé qué bien puede sacarse de esa práctica —rezongó el dragón, acercando la nariz con tacto a la minúscula herida cauterizada, pero luego, alarmado, se volvió hacia Laurence, desmayado, y le empujó suavemente con el hocico—. ¿Laurence…? ¡Laurence! No te preocupes, por favor. No duele tanto y mira: ya ha dejado de sangrar.

Jane Roland se puso a escribir documentos antes de que Keynes hubiera terminado de entregarle el informe. Solo ahora que había desaparecido de sus facciones el sudario gris de la pena y la fatiga podía apreciarse por completo su efecto. La resolución y la vitalidad dominaban su rostro.

—Que la cosa no se desmadre, por favor —dijo Keynes, casi enfadado. El cirujano había venido directamente de su lugar de trabajo, consistente en comparar muestras de sangre al microscopio, y aún tenía sangre reseca debajo de las uñas—. No hay justificación alguna para ello. Puede tratarse perfectamente de un caso de fisonomía distinta o una característica individual. Yo solo he hablado de una simple posibilidad digna de estudio, algo pequeño y sin generar muchas expectativas…

Las protestas del cirujano fueron inútiles, ella no le dio ni un minuto de tregua, y él la miraba como si le hubiera gustado quitarle la pluma.

—Tonterías, un pequeño desmadre es justo lo que necesitamos —dijo Jane sin molestarse en levantar la vista del papel— y usted nos va a dar un informe alentador para presentarlo, si le parece bien. No quiero en él ni una sola excusa a la cual pueda aferrarse el Almirantazgo.

—En este momento no me estoy dirigiendo a ellos —replicó Keynes— y no me preocupa dar esperanzas infundadas. Con toda probabilidad, Temerario jamás estuvo enfermo. Se debe a una resistencia natural única de su raza y el resfriado que sufrió el año pasado fue una simple coincidencia.

La esperanza era muy tenue en verdad. Temerario había enfermado brevemente mientras se hallaba de viaje hacia China y se había recobrado después de pasar poco más de una semana en Ciudad del Cabo; en ese momento no se le concedió la menor importancia y se desvaneció como habría hecho cualquier simple resfriado. Solo la actual resistencia del Celestial a la enfermedad había dado motivos para sospechar que tal vez aquel incidente y este eran lo mismo, pero aun cuando Keynes estuviera en lo cierto, seguía sin haber una cura y si la había, no iba a ser fácil encontrarla, y si se lograba, aún había que traerla a tiempo de salvar a muchos de los enfermos.

—Y eso no lo veo posible ni en sueños —añadió el cirujano de mala manera—. Es muy probable que no exista ningún agente curativo, ninguno. Muchos enfermos de tisis han encontrado alivio temporal en climas más cálidos.

—Me importa un bledo que sea el agua, la comida o el clima. Si debo enviar en barco a África hasta el último dragón de Inglaterra, puede estar seguro de que pienso hacerlo —le aseguró Jane—. Estoy muy contenta de que haya encontrado algo como posibilidad de cura para levantar los ánimos y usted no va a hacer nada en contra de eso.

Una pequeña esperanza era mucho para quienes no tenían ninguna hasta hacía un rato y merecía la pena luchar por todas cuantas tuvieran a su alcance.

—Odio renunciar a vosotros de nuevo, Laurence, pero Temerario y tú debéis volver a marcharos —añadió Roland mientras le entregaba las órdenes, escritas de forma apresurada y apenas legibles—; debemos confiar en que recuerde lo mejor posible algo que le resulte adecuado al paladar, lo que sea que sirva como base para una cura. Gracias al cielo, los montaraces siguen progresando tan bien como cabía esperar y ahora que hemos capturado a ese último espía… tal vez tengamos un poco de suerte y Bonaparte no se dé tanta prisa por enviar buenos dragones después de los malos.

»Voy a enviar a toda tu formación —prosiguió—. Fueron los primeros en contraer la enfermedad y su urgencia es grande. Si con la ayuda de Dios los traéis recuperados, podréis defender el Canal de la Mancha mientras tratamos a los demás.

—En tal caso, quizá pueda ver de nuevo a Maximus y Lily —dedujo Temerario con alborozo.

No quiso esperar y salieron de inmediato hacia el claro abandonado donde había dormido Maximus. Berkley se acercó hacia ellos enseguida caminando a grandes zancadas, cogió a Laurence por los brazos y le zarandeó:

—Por amor de Dios, dime que es verdad y no un maldito cuento de hadas.

Cuando Laurence asintió con la cabeza, el recién llegado se volvió y se cubrió el rostro. Laurence fingió no verlo, pero el Celestial se quedó mirando fijamente a Berkley, que lloraba con el cuerpo echado hacia delante.

—Temerario, tengo la impresión de que tu arnés está un poco suelto por el lado izquierdo, ¿te importaría echarle un vistazo?

—Pero si el señor Fellowes no ha trabajado en nada más la última semana —contestó el Celestial, atento a otra cosa, y a modo de prueba acercó el hocico, tomó una tira de arnés entre los dientes con sumo cuidado y tiró del mismo—. No, encaja bien, no lo noto nada suelto, nada en absoluto y…

—Venga, vamos a echarte un vistazo —le interrumpió bruscamente Berkley tras haber recobrado el control de sí mismo—. Has crecido casi cuatro metros desde que te embarcaste hacia China, ¿no? Y tú tienes buen aspecto, Laurence. Esperaba verte andrajoso como zíngaro.

—Y así me habrías encontrado cuando pisé tierra por primera vez —contestó Laurence, apretándole la mano, sin poderle devolver el cumplido. Debía de haber perdido unos treinta kilos y el cuerpo no le encajaba: la piel le colgaba flácida sobre las mejillas.

Maximus había sufrido una transformación más pavorosa: las grandes escalas doradas y rojas de su piel se hundían hasta amontonarse en pliegues alrededor de la base del cuello o permanecían tensas sobre la columna y las paletillas, que sostenían todo su pellejo como si fueran los laterales de una tienda, y lo que Laurence supuso que debían ser los sacos de aire que se adivinaban inflamados y abultados en los costados consumidos. El Cobre Regio tenía los párpados casi cerrados, por lo cual los ojos apenas eran una rendija, y a duras penas lograba mantener una respiración rasposa entre las mandíbulas entreabiertas, debajo de las cuales se acumulaba un reguero de baba. Una laminilla reseca de mucosidad y efluvios le cubría las fosas nasales.

—Se despertará enseguida y se alegrará mucho de verte —aseguró Berkley con voz áspera—, pero no me gusta que nadie le espabile cuando puede descansar un poco. Ese maldito resfriado no le deja dormir bien y no come ni la cuarta parte de lo conveniente.

Temerario los siguió al interior del claro sin efectuar sonido alguno, agazapado, con el sinuoso cuello echado hacia atrás, como una serpiente cautelosa, se sentó y permaneció inmóvil como una estatua mirando sin pestañear a Maximus, que seguía durmiendo con una respiración áspera y ruidosa, mientras Laurence y Berkley conversaban en voz baja acerca de los detalles del viaje por mar.

—Menos de tres meses para llegar hasta Ciudad del Cabo a juzgar por nuestro último viaje y eso que para despedirnos tuvimos una batalla en el Canal de la Mancha… Por tanto, la velocidad no importa.

—Sin embargo, es preferible un viaje en barco con un destino concreto que avanzar de esta manera… si acabamos todos ahogados —dijo Berkley—. Nos reunirán a todos por la mañana y por una vez este grandullón va a comer como es debido, aunque tenga que hacer desfilar a las vacas por su garganta.

—¿Vamos a algún sitio? —inquirió Maximus con soñolencia antes de ladear la cabeza y soltar varias toses no muy fuertes pero sí profundas, y luego lanzó un salivazo a un pozo excavado en la tierra junto a él para semejante propósito; se frotó un ojo y después otro con la pata para limpiarse la mucosidad y vio a Temerario que poco a poco se alegraba y alzaba la cabeza—. Has vuelto. ¿Qué tal? ¿Era interesante China?

—Sí, sí lo era, pero siento mucho no haber estado en casa mientras todos enfermabais. Lo lamento muchísimo —aseguró, y humilló la cabeza con tristeza.

—Bueno, solo es un resfriado —respondió Maximus, interrumpido por otro estallido de toses, después del cual agregó como si tal cosa—: Me pondré bien enseguida, estoy seguro. Ahora solo me encuentro un poco cansado.

Cerró los ojos casi inmediatamente después de decir eso y volvió a sumirse en un suave sopor.

—Los Cobre Regio se están llevando la peor parte —soltó Berkley con respiración pesada, apartando la mirada cuando Temerario se hubo deslizado fuera del claro otra vez a fin de que luego pudieran echarse a volar sin molestar a Maximus—. Es culpa del maldito peso. No hay forma de conservar la musculatura si no comen y al final, un día no pueden respirar. Ya hemos perdido cuatro y Laetificat no llegará al verano a menos que encontremos esa cura vuestra.

No dijo que Maximus se iría pronto después, o la precedería. No hacía falta ni decirlo.

—Vamos a encontrarla —dijo Temerario con fiereza—, vamos a hacerlo, vamos a lograrlo.

—Espero que tú y tu carga estéis bien a nuestro regreso —deseó Laurence mientras estrechaba la mano de Granby.

Detrás de él se había levantado un gran bullicio y reinaba una enorme conmoción mientras la tripulación efectuaba los preparativos finales. Iban a partir al día siguiente durante la marea de la tarde si el viento lo permitía y al tener que distribuir a tantos dragones y sus correspondientes tripulaciones se necesitaba tener todo bien acondicionado a bordo a primera hora de la mañana.

Los cadetes Emily y Dyer estaban muy ocupados doblando en el baqueteado arcón marino las pocas prendas que habían sobrevivido a su último viaje.

—Le veo con esa botella, señor Allen, vacíela ahora mismo, ¿me ha oído? —ordenó Ferris con severidad.

Laurence contaba con un elevado número de nuevos tripulantes, eran reemplazos, sustitutos para el elevado número de desdichados que habían caído durante el año de ausencia. Jane se los había enviado a prueba y él debía dar su aprobación, mas no había mostrado demasiado interés en conocerlos ni en su trabajo dada la ansiedad de las dos últimas semanas y el arduo esfuerzo de las anteriores, y ahora, de pronto, ya no tenía tiempo y debía hacer el viaje con la dotación que le habían asignado.

Lamentaba, y no poco, tener que despedirse de un hombre cuyo carácter comprendía y conocía, alguien en quien podía confiar.

—Me imagino que nos vais a encontrar a todos hechos pedazos y con toda Inglaterra en llamas —dijo Granby—, y a Arkady y a toda su pandilla celebrándolo en las ruinas mientras asan unas vacas. Por otro lado, eso va a ser maravilloso.

—Dile a Arkady de mi parte que todos deben prestar el máximo interés —intervino Temerario poniendo la cabeza encima de ellos con cuidado para no hacer caer a los encargados del arnés que correteaban sobre su espalda—, y que sepa que voy a volver muy pronto, así que no se le ocurra pensar que ahora lo tiene todo para él, incluso aunque tenga una medalla —concluyó, todavía de mal humor.

Continuaban la conversación mientras saboreaban una taza de té cuando un joven alférez reclamó la presencia de Laurence.

—Le pido disculpas, señor, pero en el cuartel general hay un caballero que desea verle —dijo el muchacho, y luego, con un tono que evidenciaba su sorpresa, añadió—: Un caballero negro.

Y por esa razón, Laurence debió despedirse de forma más repentina de la prevista y se marchó.

Acudió al salón de oficiales, donde no tuvo dificultad alguna en localizar al invitado, aunque el aviador hubo de devanarse los sesos durante un rato antes de recordar su nombre: Erasmus, reverendo Erasmus, el misionero que le había presentado Wilberforce en el transcurso de la fiesta celebrada hacía un par de semanas. ¿Había pasado tan poco tiempo?

—Sea usted bienvenido, señor, pero me temo que me pilla con todo patas arriba —dijo el militar mientras llamaba mediante señas a un camarero, que aún no le había traído ningún refresco—. Mañana salimos hacia el puerto… ¿Le apetece un vaso de vino?

—Solo una taza de té, gracias —contestó Erasmus—. Ya sé todo eso, capitán, espero que me disculpe usted por abordarle en semejante momento y sin avisar. Esta mañana me encontraba con el señor Wilberforce cuando llegó su carta de disculpa donde le informaba de que le enviaban a África. He venido a rogarle que me dé pasaje.

Laurence permaneció en silencio.

Le asistía todo el derecho a invitar a subir a bordo del dragón a un cierto número de visitas. Esta era una prerrogativa común de capitanes de barcos y de dragones, pero la situación no era tan sencilla, pues iban a viajar a bordo de la Allegiance, bajo órdenes de otro capitán, y aunque era uno de los mejores amigos de Laurence, y en tiempos había sido su primer oficial, debía una buena parte de su fortuna a las extensas plantaciones de la familia en las Indias Orientales. Se le encogió el corazón al pensar que tal vez el propio Erasmus podía haberse dejado los riñones trabajando en esos mismos campos, pues, según tenía entendido, el padre de Riley poseía algunas heredades en Jamaica.

En el espacio reducido de un viaje por mar solían plantearse enconados enfrentamientos cuando mediaban fuertes diferencias políticas, pero aun dejando a un lado toda esa incomodidad, Laurence había fallado en ocasiones previas a la hora de ocultar sus sentimientos hacia la esclavitud y, por desgracia, habían surgido algunos resquemores. Imponerle ahora un pasajero cuya presencia podía parecer una muda e incontestable continuación de esa discusión tenía toda la pinta de ser un insulto velado.

—Señor —empezó Laurence con cierta lentitud—, me dijo que le habían raptado en Luanda, ¿verdad? Nosotros nos dirigimos a Ciudad del Cabo, mucho más al sur, no vamos a Angola, vuestro país.

—Quien suplica no puede elegir, capitán —contestó Erasmus con sencillez—, y llevo mucho tiempo pidiendo un pasaje para África. Si el Señor me ha abierto un camino que conduce hasta Ciudad del Cabo, no voy a rehusarlo.

El misionero no hizo ninguna otra apelación y se limitó a sentarse expectante, mirándole a los ojos desde el otro lado de la mesa.

—En tal caso, estoy a vuestro servicio, reverendo —contestó Laurence, como estaba obligado a hacer, por supuesto—, siempre y cuando estéis listo a tiempo. No podemos perdernos la marea.

—Gracias, capitán —Erasmus se levantó y le estrechó la mano con energía—. Y no tema: con la esperanza de obtener vuestro permiso, mi esposa ya se ha puesto a hacer las maletas y a esta hora ya debe estar en camino con todas nuestras pertenencias mundanas, que tampoco son muchas —añadió.

—Entonces —repuso el aviador—, espero verle mañana por la mañana en el puerto de Dover.

La Allegiance los esperaba a la luz del frío sol matutino; tenía mástiles pequeños y gruesos y los masteleros y las vergas estaban colocados sobre cubierta, todo lo cual le confería un extraño aspecto achaparrado. Las enormes cadenas de las anclas de popa y de proa se balanceaban fuera del agua, gimiendo tenuemente cuando el flujo de la marea mecía la nave. Esta había acudido a puerto unas cuatro semanas atrás, así que, después de todo, Laurence y Temerario habían terminado por regresar a Inglaterra poco antes de lo que lo hubieran hecho a bordo de la Allegiance.

—Al final, no has tenido motivo para quejarte de aquellas demoras, ¿eh? Me alegro mucho de encontrarte con vida y saber que no has acabado convertido en un esqueleto en algún paso del Himalaya —le saludó Riley, estrechándole la mano con entusiasmo en cuanto Laurence bajó del lomo de Temerario—. Y encima nos has traído una dragona capaz de expulsar fuego. Sí, no he podido evitar oír hablar de ella. La Armada es un hervidero de rumores sobre ese tema. Creo que las naves del bloqueo la vieron pasar por Guernsey y gracias a los catalejos la vieron lanzar llamaradas sobre ese viejo montón de rocas.

»Pero bueno, me alegra mucho que volvamos a ser camaradas de a bordo —continuó—, aunque vas a estar más apretado. Ojalá hayamos hecho espacio suficiente para que todos estéis cómodos. ¿Sois siete esta vez?

El marino hablaba con la más ferviente de las amistades y tanta preocupación que Laurence se sintió invadido por una sensación de deshonestidad y se vio obligado a soltar de forma brusca:

—Sí, esta vez viene la dotación al completo. Y debo decir, capitán, que vengo con unos pasajeros, un misionero y su familia con destino a Ciudad del Cabo. Apeló a mí ayer por la tarde. Es un esclavo manumitido.

Se arrepintió de haber dicho esas palabras en cuanto las hubo pronunciado. Había hecho el propósito de llevar a cabo una presentación con mucho más tacto y fue muy consciente de que la culpabilidad le hacía sentirse tan torpe como poco delicado. Riley se quedó mudo. En un intento de pedir disculpas, Laurence añadió:

—Lamento mucho no haberte podido avisar antes.

—Ya veo —se limitó a decir Riley de forma cortante—. Puedes invitar a quien desees, por supuesto.

No simuló ningún tipo de cortesía cuando un poco más tarde, en el transcurso de esa misma mañana, el reverendo Erasmus subió a bordo, negándole incluso un saludo de bienvenida, lo cual hubiera supuesto una ofensa para los invitados de Laurence, y mucho más siendo un hombre de Iglesia, pero fue superior a él cuando vio a la esposa del misionero sentada en el bote diminuto que habían enviado a recogerlos, a ella y a dos niñas pequeñas, sin ofrecerles una silla de contramaestre colgada sobre la borda para izarlos y subirlos a bordo.

—Señora, tranquila —le pidió, apoyándose sobre la barandilla—. Limítese a sujetar a los niños. Los subiremos a bordo ahora mismo —luego se irguió y habló al Celestial—. Temerario, ¿tendrías la bondad de levantar ese bote para que la dama pueda subir a bordo?

—Oh, sin duda, y tendré mucho cuidado —contestó el dragón, y se inclinó por un costado de la nave, bien equilibrada gracias al contrapeso de Maximus, situado en el otro costado y todavía de un peso prodigioso a pesar de haber adelgazado tanto, y alargó con cuidado una de sus enormes garras, la hundió por debajo del agua y la sacó chorreando por debajo del bote. La tripulación del bote se puso a protestar a gritos y las dos niñas pequeñas se aferraron a las faldas de su madre, que no movió un músculo del rostro y no se permitió ni una mirada de ansiedad mientras duró toda la operación, que fue rápida, y Temerario enseguida dejó el bote sobre la cubierta de dragones.

Laurence ofreció la mano a la señora Erasmus; ella la aceptó en silencio y en cuanto hubo bajado del bote, alargó los brazos para sacar de allí a sus hijas, una tras otra, y luego hizo lo propio con su baúl de viaje y su bolsón. Era una mujer alta de rostro severo, constitución robusta, piel considerablemente más oscura que la de su esposo y el pelo oculto bajo un sencillo pañuelo blanco. Advirtió a las dos pequeñas vestidas con dos inmaculados pichis blancos de que guardaran silencio y no molestaran. Ellas se apretaron con fuerza las manos.

—Roland, lleve a nuestros invitados hasta su camarote —indicó Laurence a Emily en voz baja con la esperanza de que la presencia de la muchacha las tranquilizaría un poco, pues, para su gran pesar, había llegado el momento de renunciar a cualquier intento de ocultar su sexo. El transcurso de un año había tenido sus consecuencias naturales sobre su figura, exactamente igual de bonita que la de su madre. Pronto iba a ser imposible engañar a nadie y como en lo sucesivo solo cabía negar lo evidente, únicamente restaba resignarse y esperar lo mejor. Por suerte, en este caso, no importaba mucho lo que la familia Erasmus pudiera pensar de ella ni del Cuerpo, ya que iban a dejarlos bien lejos, en África.

—No hay razón para tener miedo —aseguró Emily a las niñas con aire despreocupado—, al menos no a los dragones, aunque en nuestro último viaje por mar tuvimos algunas tormentas terrible.

Y así las dejó como habían estado antes, como una malva, y la siguieron dócilmente a sus habitaciones.

Laurence se encaró con el teniente Franks, al mando de la tripulación del bote, que no había despegado los labios desde que le habían puesto entre los siete dragones, por mucho que estos parecieran casi dormidos.

—Temerario estará encantado de devolver el bote exactamente donde estaba, en el puerto, estoy seguro —dijo, pero sintió una punzada de culpabilidad cuando el joven farfulló sin lograr articular palabra y agregó—: Pero bueno, tal vez tenga usted que regresar.

Franks asintió aliviado y el dragón volvió a poner la barca en el agua.

Después se dirigió a su camarote, mucho más reducido que durante su anterior viaje, ya que ahora debía compartir el espacio con otros seis capitanes, pero le habían asignado un compartimento orientado hacia la proa, donde tenía una ventana compartida, y eso era mejor que cualquier cabina de las que había tenido que soportar en la Armada.

No tuvo que esperar demasiado. Riley acudió enseguida y llamó con los nudillos a la puerta, algo totalmente innecesario pues esta se hallaba abierta, y pidió por favor mantener una conversación.

—Yo me haré cargo de eso, señor Dyer —ordenó Laurence al joven mensajero que en ese momento le estaba colocando sus pertenencias—. Tenga la bondad de ir a ver si Temerario necesita algo y luego estudie sus lecciones.

Laurence no deseaba tener público.

Riley cerró de un portazo.

—Espero que se haya instalado a su plena satisfacción —empezó Riley con fría formalidad.

—Así es —Laurence no tenía intención de empezar la discusión. Si deseaba insistir sobre el tema, él también podía hacerlo.

—En tal caso, soy yo quien lamenta decir, y lo lamento mucho, que he recibido un informe al cual no habría dado crédito de no haberlo visto con mis propios ojos…

Todavía no se había puesto a pegar gritos y estaba en mitad de la frase cuando se abrió la puerta e hizo acto de presencia Catherine Harcourt.

—Discúlpeme, por favor, pero llevo veinte minutos buscándole, capitán Riley, este barco es demasiado grande. No voy a quejarme de ello, por supuesto, le estamos muy agradecidos por el viaje.

El capitán de la Armada farfulló una respuesta tan amable como vaga mientras le miraba fijamente a la coronilla. Ignoraba su verdadero sexo la primera vez que se encontraron, un encuentro que había durado poco más de un día, y había sucedido la jornada posterior a una batalla. Catherine era más esbelta que Jane y llevaba el pelo recogido hacia atrás de una manera muy cómoda gracias a sus trenzas de costumbre, pero el secreto había desaparecido durante su viaje previo a China y Riley había quedado muy sorprendido y lo había censurado.

—Y yo… espero… que estés cómoda… y tu camarote… —dijo en ese momento, tuteándola, y perdiendo el tono formal al dirigirse a ella.

—Ah, bueno, mi equipaje está almacenado. En algún momento encontraré mis cosas, supongo —dijo Harcourt con tono de eficiencia, haciéndose la tonta o totalmente ajena a la torpeza y a la tensión de Riley—. Eso no ha de preocuparle, lo importante son las cubas con arena de alquitrán, pues Lily debe apoyar la cabeza sobre una capa de la misma. Lamento mucho tener que preocuparle, pero hemos tenido una fuga donde las guardábamos. Debemos conservarlas cerca de la cubierta de dragones por si ella tuviera que estornudar y tenemos que cambiársela enseguida.

El ácido de Largario era perfectamente capaz de atravesar una nave, casco incluido, y hundirla en caso de no ser visto a tiempo, y era un tema del máximo interés imaginable para el capitán del barco. Riley reaccionó con energía y olvidó su sofoco ante la preocupación práctica. Ambos acordaron depositar esas cubas en la cocina, debajo de la cubierta de dragones. Una vez decidido esto, Catherine asintió y se lo agradeció, y por último añadió:

—¿Nos acompañará usted a cenar?

Esa era una familiaridad poco conveniente, pero suya era la prerrogativa, por supuesto. En un sentido estricto, Harcourt era la oficial superior de Laurence, ya que formalmente seguía adscrito a la formación de Lily, por mucho que Temerario hubiera actuado siguiendo órdenes muy diferentes desde hacía tanto tiempo que al propio Laurence le costaba recordar ese dato.

Pero todo sucedía de un modo muy informal, así que no pareció ofensivo cuando Riley respondió:

—Se lo agradezco, pero me temo que esta noche debo estar en cubierta.

Era una excusa muy amable y ella la aceptó dada la sencillez de la misma y se despidió de ambos con asentimiento de cabeza, dejándolos a solas otra vez.

Resultaba un tanto complicado retomar las cosas una vez que se había atemperado ese primer impulso proporcionado por la rabia, pero ellos pusieron empeño en encontrar la ocasión, y después de unos primeros compases más o menos moderados…

—Espero, señor, no tener que volver a ver a los tripulantes ni los botes de este barco objeto de lo que, y créame que deploro llamarlo así, una flagrante interferencia, efectuada no solo con la autorización, sino incluso con el estímulo de…

… Riley se dirigió de cabeza a una réplica por parte de Laurence:

—Y por mi parte, capitán Riley, me alegría no volver a presenciar cómo se desatienden de forma tan palmaria no solo los deberes de cortesía generalmente reconocidos por todos, sino hasta la misma seguridad de los pasajeros por parte de la tripulación de una nave de Su Majestad. No pretendo insultar por insultar…

Pronto empezaron a decir de todo con la finura que cabía esperar de dos hombres habituados al mando y dar órdenes a pleno pulmón, y su antigua amistad no pareció obstáculo para sacar a colación temas que iban a provocar las réplicas más airadas.

—No puede alegar usted que no había comprendido bien el orden de precedencia en estos casos —dijo Riley—. Esa excusa no le vale. Le advertí. Conoce su deber a la perfección. Pero hala, usted puso a su animal en la cubierta de la tripulación y lo hizo adrede, sin permiso alguno. Y podía haber solicitado una silla si deseaba izar a alguien a bordo…

—Lo habría hecho de haber imaginado que eso era necesario, di por supuesto que esta era una nave bien gobernada y cuando una dama subía a bordo…

—Supongo que con lo de dama debemos referirnos a algo un poquito diferente —se apresuró a replicar Riley con sarcasmo. Se avergonzó de inmediato y se puso colorado del todo en cuanto se le escapó ese comentario.

Pero Laurence no estaba de ánimo para esperar a que lo retirase y le replicó con enfado:

—Me entristece profundamente verme en la obligación de afearle razones impropias de un caballero y otras consideraciones egoístas que le han llevado a efectuar comentarios rayanos en lo intolerable sobre la persona y la respetabilidad de la mujer de un reverendo, y una madre, sin que además esta le haya dado razón alguna para semejante escarnio, a menos que, tal vez, eso sea una alternativa preferible al examen de la propia conciencia…

La puerta se abrió de sopetón sin una llamada previa de aviso y Berkley asomó la cabeza en el camarote. Ambos capitales enmudecieron de inmediato, unidos en una indignación ante semejante intromisión a la privacidad y a la etiqueta de un barco. Berkley hizo caso omiso a sus miradas fulminantes; estaba sin afeitar y totalmente demacrado por el cansancio. Maximus había pasado muy mala noche después del corto trayecto de su vuelo hasta llegar a bordo y el capitán había dormido tan poco como el dragón. No se anduvo por las ramas.

—En cubierta nos estamos enterando de todo y de un momento a otro Temerario va a ponerse a levantar las planchas para meter aquí las narices. Por amor de Dios, atizaos bien el uno al otro en algún sitio discreto y acabad con esto de una vez.

No tuvieron en cuenta semejante consejo, más adecuado para un par de escolares que para dos hombres hechos y derecho, pero debían poner fin a la disputa después de ese claro reproche. Riley pidió excusas y se marchó de inmediato.

—Me temo que a partir de ahora debo pedirte que seas tú nuestro interlocutor con el capitán Riley —le dijo Laurence a Catherine algo después, una vez que logró calmar su mal humor tras pasear como un león enjaulado por su estrecho camarote—. Todos vamos a coincidir en que yo debería ser capaz de manejar este asunto, lo sé, pero las aguas están tan agitadas que…

—Por supuesto, Laurence, no necesitas decir nada más —le interrumpió ella con un tono práctico. La indiscreción de los aviadores le sacaba de quicio; había un acuerdo tácito para facilitar la vida a bordo: se fingía no haber oído nada, ni siquiera aquello que era imposible no haber escuchado. Apenas sabía cómo responder a la franqueza de sus compañeros—. Voy a cenar con él a solas en vez de agasajarle con una donde estemos todos, así no habrá dificultades, pero estoy seguro de que serás capaz de solucionar esto enseguida. ¿Merece la pena discutir cuando nos quedan tres meses de navegación por delante? A menos que pretendáis entretenernos a todos con los chismorreos de este asunto.

A él no le hacía la menor gracia convertirse en tema de conversación, pero tenía la deprimente certeza de que sus mejores perspectivas eran infundadas. No se habían hecho comentarios imposibles de perdonar, pero sí de olvidar, y muchos de ellos eran culpa suya, le daba mucha pena cuando se acordaba. En suma, aunque el honor no exigía que se evitaran el uno al otro, difícilmente iban a poder tener una relación de camaradería como la de antaño, eso nunca más. Se preguntó si él no tendría la culpa al seguir considerando a Riley como un subordinado y si él no había abusado ya demasiado de esa amistad.

Fue a sentarse junto a Temerario cuando la nave estuvo lista para levar anclas, desde donde oyó los gritos y las instrucciones de la maniobra, tan conocidas para él, y sin embargo le parecían de lo más lejanas; no tenía sintonía alguna con la vida de a bordo, y eso le resultaba totalmente inesperado. Era como si nunca hubiera sido marino.

—Mira ahí, Laurence —le instó Temerario.

Al sur del puerto podía verse un desigual puñado de dragones batiendo alas para alejarse del cobertizo; a juzgar por la dirección de vuelo debían de dirigirse al puerto francés de Cherburgo, o al menos eso supuso Laurence, pero no tenía a mano el catalejo y los alados apenas eran una bandada de pájaros en lontananza, estaban demasiado lejos para discernir distintivos individuales de cada uno, pero mientras volaban, uno de ellos soltó una exuberante llamarada, el brochazo de intenso color amarillo anaranjado se recortó contra el cielo azul. Iskierka salía con un grupo de montaraces; por vez primera iba en una patrulla de verdad, lo cual daba una medida exacta de la situación desesperada que dejaban tras de sí.

—¿No nos marchamos demasiado pronto, Laurence? —preguntó el dragón, cada vez más impaciente por ponerse en marcha—. Ojalá fuéramos a más velocidad. Yo estaría encantado de tirar del barco en cualquier momento —ofreció mientras se volvía para mirar a Dulcia.

La dragona se había acostado sobre el lomo del Celestial, donde permanecía sumida en un sueño intranquilo y tosía de forma espantosa tan a menudo que ya ni se molestaba en abrir los ojos.

Ella y Lily, con la cabeza metida en una gran cuba de madera llena de arena, estaban todavía en mucho mejor estado que el resto de la formación: el pobre Maximus había hecho el viaje hasta la nave en etapas cortas y muy cómodas, y aun así lo había pasado fatal; le habían asignado todo el lado opuesto de la cubierta de dragones y ya estaba durmiendo, ajeno al fortísimo bullicio circundante iniciado en cuanto empezaron los preparativos para zarpar; junto a su costado yacía despatarrado Nitidus, el Azul de Pascal, cuando antes se hubiera instalado cómodamente sobre el lomo del Cobre Regio. Immortalis y Messoria se acurrucaban a los costados de Lily en medio de la cubierta; cada vez tenían un color más parecido al de un limón pálido, como la nata.

—Yo podría levantar las anclas en un periquete. Lo haría bastante más deprisa —añadió Temerario.

Habían levantado los masteleros y las vergas y ahora se afanaban en tirar del ancla de popa. Cuatro hombres jalaban con fuerza del descomunal cabestrante cuádruple, imprescindible para poder levantar el ancla de proa. Los marineros de cubierta ya se habían desnudado de cintura para arriba a pesar del frío matinal para estar más cómodos mientras hacían el esfuerzo. El Celestial habría podido ofrecerles una valiosa ayuda material, de eso no había duda, pero Laurence tenía la impresión de que, tal y como estaban las cosas, esta no iba a ser aceptada.

—Solo debemos hacer una cosa: no estorbar. Se las arreglarán mejor y más deprisa sin nuestra ayuda.

Apoyó la palma de la mano en el costado de Temerario y desvió la mirada de una maniobra en la cual no participaban, para mirar el vasto océano que los aguardaba.