Capítulo 4

Reclutaron para la causa a Gong Su y a sus prácticamente vacías arquetas de especias. Este hizo uso y abuso de su pimienta más fuerte, lo cual provocó la desaprobación de los encargados del ganado, cuyo cometido pasó de algo tan simple como arrastrar a las vacas desde los rediles al matadero a tener que remover unos calderos de hedor acre. El efecto fue extraordinario: no hubo que engatusar a los dragones para estimular su apetito, muchos de ellos, casi soñolientos hasta hacía poco, empezaron a exigir comida con voracidad renovada. Sin embargo, las especias no se reponían con facilidad y Gong Su sacudía la cabeza, descontento al ver la calidad de las proporcionadas por los comerciantes de Dover, y aun así, el coste era astronómico.

La almirante Jane Roland invitó a Laurence a cenar en sus aposentos y le soltó:

—Espero que me perdones esta mala pasada: voy a enviarte para defender nuestro caso. Ahora no me gusta nada dejar solo a Excidium por mucho tiempo y no puedo llevarle a Londres estornudando como estornuda. Podemos arreglárnoslas para mantener un par de patrullas en tu ausencia y eso le daría un descanso a Temerario. En cualquier caso, iba a necesitar uno. ¿Qué…? No, gracias a Dios, Barham, el tipo que te causó tantos quebraderos de cabeza, está fuera. El puesto lo ocupa Grenville, no es un mal tipo hasta donde sé. Es sui géneris… No sabe absolutamente nada sobre dragones.

»Y en privado te dirá al oído que no debería jugarme las estrellas del rango por la oportunidad de convencerle de algo —añadió esa misma noche unas horas después, alargando el brazo en busca de un vaso de vino depositado junto a la cama para luego acomodarse otra vez sobre el brazo de Laurence. Este yacía de espaldas, respirando pesadamente con los ojos entornados y los hombros desnudos cubiertos de sudor—. Cedió ante Powys en lo tocante a mi nombramiento, pero no aguanta ni el dirigirme una nota, y lo cierto es que yo he aprovechado esa mortificación que le causo para dar media docena de órdenes para las que no tenía autoridad y que a él, estoy segura, le hubiera gustado impugnar si le hubiera sido posible hacerlo sin emplazarme. Tenemos muy pocas oportunidades antes de empezar si voy yo, y la cosa va a ir bastante mejor si tú apareces por allí.

Aun así, no fue ese el caso, pues al menos a Jane ningún secretario de la Armada podía negarle el acceso como le ocurrió a él con aquel tipo alto y enjuto.

—Ya, ya, tengo los números aquí delante —dijo el metomentodo oficinista—. En todo caso, le confirmo que hemos tomado nota de su petición de más envíos de ganado. Pero, dígame, en cuanto a los dragones, ¿se ha recobrado alguno? Eso no figura indicado en el escrito. De los ejemplares que antes no volaban, ¿cuántos lo hacen ahora? ¿Y cuánto aguantan en el aire? —Laurence se enojó; el chupatintas aquel hablaba como si se refiriera a las mejoras experimentadas por un barco después de unos cambios en el cordaje o en la lona de vela.

—Los cirujanos son de la opinión de que estas medidas contribuirán en gran medida a dilatar el progreso de la enfermedad —contestó Laurence, dado que no podía proclamar la mejora de ningún dragón—. Solo eso ya supone un beneficio tangible y tal vez la incorporación de esos pabellones permita…

El secretario sacudió la cabeza.

—No puedo darle muchas esperanzas si no lo hacen mejor que hasta la fecha. Debemos seguir emplazando baterías costeras a lo largo de todo el litoral y si usted se cree que los dragones son caros, eso es porque no ha visto cuánto valen los cañones.

—Razón de más para cuidar los dragones que tenemos y gastar solo un poquito más en conservar las fuerzas que les quedan —contestó Laurence y fue su frustración la que habló cuando añadió—: Y sobre todo, señor, no solo es que se lo merezcan por los servicios que nos han prestado. Son criaturas racionales, no percherones de caballería.

—Oh, qué romántico —replicó el secretario con tono displicente—. Muy bien capitán, lamento informarle de que su señoría se encuentra ocupado todo el día. Tenemos su informe, puede estar seguro de que le informaremos cuando llegue su tiempo. Tal vez pueda darle hora para la próxima semana.

Laurence se contuvo a duras penas de dar la respuesta que se merecía semejante falta de respeto y se marchó con la impresión de que había sido mucho peor representante de lo que hubiera sido Roland. Se marchó tan abatido que no le animó la posibilidad de ver en el patio a Horatio Nelson, recién nombrado duque, espléndido con el uniforme de gala y su particular rosario de condecoraciones. Había estado a punto de resultar achicharrado en Trafalgar cuando un dragón lanzafuego español soltó una llamarada al pasar y el fuego prendió en el buque insignia. Las quemaduras fueron tan graves que habían llegado a temer por su vida. Laurence se alegró al verle tan recuperado: la línea rosácea de la cicatriz le corría por la mandíbula y le bajaba por la garganta hasta perderse en el cuello alto de la casaca, lo cual no le impedía hacer gestos con el brazo ni hablar enérgicamente con un pequeño grupo de oficiales que no se perdían palabra.

A una distancia respetuosa se iba formando un gentío con la intención de escuchar sus palabras, hasta el punto de que Laurence tuvo que abrirse paso a empujones mientras murmuraba disculpas con la voz más baja posible. En cualquier otra ocasión él mismo se habría quedado por allí a ver si escuchaba algo, pero no ese día; debía recorrer las calles de la capital, cubiertas por un estiércol líquido endurecido al helarse que se le pegaba a las botas, a fin de regresar al cobertizo de Londres, donde el Celestial esperaba con ansiedad las adversas noticias.

—Pero sin duda tiene que haber algún medio de llegar a él —saltó Temerario—. No soporto la idea de que nuestros amigos empeoren teniendo un remedio sencillo al alcance de la mano.

—Deberemos maniobrar según nos lo permitan las corrientes y aprovechar ese pequeño margen —contestó Laurence—. Es posible que solo por el hecho de cocer o sazonar la carne se consiga alguna mejoría. Quizás el ingenio de Gong Su permita encontrar alguna respuesta más.

—Me da la sensación de que el tal Grenville no come carne de vaca cruda sin despellejar y sin sal todas las noches ni luego se tiende a dormir al raso sobre el suelo —respondió Temerario con resentimiento—. Me gustaría que lo probase una semana a ver qué tal le iba antes de echar abajo nuestra petición.

La cola de Temerario fustigó peligrosamente las inmediaciones del borde del claro, donde ya solo quedaban tocones.

Laurence suponía lo mismo, en efecto, y se le ocurrió que con toda probabilidad tampoco cenaría en su casa. Pidió a la cadete Emily que le trajera papel y pluma, y luego escribió a toda prisa varias notas. Aún no había empezado la temporada social de Londres, pero tenía muchos conocidos que probablemente ya estaban en la capital en previsión de la apertura del Parlamento, además de su familia.

—Hay muy pocas posibilidades de que logre pescarle y aún menos de que quiera escucharme si lo consigo —avisó a Temerario, ya que no quería darle falsas esperanzas.

Tampoco él deseaba entregarse a un entusiasmo sin freno, pues, en contra de lo habitual, estaba de tan mal humor que no se creía capaz de contener su ira con facilidad y era bastante probable que se encontrase con algún insulto irreflexivo, y eso hacía que cualquier oportunidad social tuviera más posibilidades de ser un castigo que un placer. Pero una hora antes de la cena recibió respuesta de un viejo conocido de la sala de suboficiales de la fragata de cuarta línea HMS Leander, donde había estado destinado hacía años, informándole de que se esperaba a Grenville esa misma noche en el baile de Lady Wrightley. Esa dama era amiga íntima de su madre.

Hubo un choque de carruajes tan lamentable como absurdo en el exterior de la gran mansión, fruto de la ciega obstinación de dos cocheros nada dispuestos a ceder el paso. El accidente obstruyó el estrecho callejón, provocando un atasco. Laurence se alegró de haber recurrido a una anticuada silla de manos, incluso aunque lo hubiera hecho solo por la enorme dificultad que suponía conseguir un carruaje en algún punto próximo al cobertizo. Gracias a esa solución logró llegar al pie de la escalera sin mancharse el uniforme. La casaca era verde, sí, pero al menos estaba limpia, era nueva y hecha a la medida. La tela era impecable y los pantalones bombacho le llegaban hasta las rodillas y las medias eran de una blancura impoluta. Por todo ello, tenía la seguridad de no tener que avergonzarse por su apariencia.

Al poco de entregar su tarjeta fue presentado a la anfitriona, una dama con quien el aviador solo había coincidido una vez en el transcurso de una de las cenas ofrecidas por su madre.

—Dígame, ¿cómo se encuentra su madre? Imagino que ha ido al campo —dijo, ofreciéndole la mano con desgana—. Lord Wrightley, le presento al capitán William Laurence, el hijo de Lord Allendale.

Un caballero recién llegado permanecía junto a Lord Wrightley y no dejó de hablarle mientras se efectuaban las presentaciones, pero al oír el nombre de Laurence se sobresaltó y se dio la vuelta para presentarse al capitán como Broughton, del Foreign Office.

—Permítame felicitarle, capitán Laurence —dijo Broughton mientras le estrechaba la mano con gran entusiasmo—. Bueno, ahora tal vez debamos llamarle Alteza, je, je.

—Por favor, le pido que no cuente… —se apresuró a contestar Laurence.

Pero la anfitriona, tan sorprendida como cabía esperar, le ignoró por completo y exigió una explicación.

—Bueno, debe usted saberlo, señora: tiene usted en su fiesta a un príncipe de China. ¡Menudo golpe de suerte, capitán, menuda fortuna! Nos hemos enterado de todo a través de Hammond. La carta llegó destrozada a nuestras oficinas, pero estuvimos a punto de entrar en éxtasis y nos lo contábamos unos a otros por el simple placer de decirlo. ¡Cómo ha debido de rabiar Bonaparte!

—No tuvo nada que ver conmigo, señor, se lo aseguro —replicó Laurence a la desesperada—. Todo fue mérito del señor Hammond, para mí fue una simple formalidad…

Pero ya era demasiado tarde, Broughton ya había empezado a agasajar a Lady Wrightley y a otra media docena de invitados con una representación tan vívida como ficticia de la adopción de Laurence por el emperador chino, un hecho urdido básicamente como medio de salvar las apariencias: los chinos habían exigido esa excusa para dar el visto bueno a que Laurence tuviera como compañero a un dragón Celestial, un privilegio reservado entre su pueblo solo a la familia imperial. El británico había tenido la inmensa suerte de que los chinos se hubieran olvidado de él en cuanto partió sin considerar cómo iba a ser visto en casa el hecho de la adopción.

Por si algún motivo el colorido cuento de hadas en que se había convertido aquella exótica historia no era un éxito por sí mismo, el accidente del exterior había sofocado el flujo normal de invitados y eso produjo un periodo de calma en la fiesta, razón por la cual todos estuvieron dispuestos a oírlo. Así pues, el capitán se vio convertido en objeto de demasiada atención y la misma Lady Wrightley ni por asomo estaba dispuesta a explicar la presencia de Laurence como un favor hecho en atención a una vieja amiga, y sí como un golpe de efecto.

Laurence hubiera deseado marcharse de inmediato, pero Grenville no había acudido todavía, razón por la cual apretó los dientes y soportó la vergüenza de ser paseado y presentado por toda la habitación.

—No, por supuesto que no figuro en la línea sucesoria —repitió una y otra vez, y en privado pensó lo mucho que le gustaría ver la cara de los chinos al oír la sugerencia. En más de una ocasión le habían hecho sentirse un salvaje iletrado.

No tenía intención alguna de bailar, pues los ciudadanos nunca tenían claro si los aviadores eran o no respetables del todo y tampoco pretendía arruinar las posibilidades de ninguna muchacha ni exponerse a la desagradable experiencia de verse rechazado por alguna carabina, pero antes del primer baile, su anfitriona le presentó con toda la picardía a una de sus invitadas, una compañera perfectamente elegible, y él, aunque sin salir de su asombro, tuvo que pedírselo. Debía de ser la segunda o la tercera temporada de la señora Lucas. Era una joven atractiva y algo regordeta, todavía muy dispuesta a dejarse deleitar por un baile y mucha conversación intrascendente y alegre.

—¡Qué bien baila usted! —le felicitó ella una vez hubieron recorrido juntos la línea de baile.

Lo hizo con bastante más sorpresa de la que cabía esperar de un comentario perfectamente lisonjero, y luego pasó a formularle un montón de preguntas sobre la corte china que él no era capaz de responder, pues habían apartado a las damas de su vista. La compensó con la descripción de algunas representaciones teatrales, pero al final se atascó un poco, y en cualquier caso el espectáculo había tenido lugar en mandarín.

Ella a su vez le habló mucho de su familia en el condado Hertford, de sus muchos problemas con el arpa, lo cual le dio a Laurence la ocasión de expresar su esperanza de oírla tocar algún día, y de su hermana más joven, que se presentaría en sociedad la próxima temporada, lo cual le permitió deducir que la joven tenía diecinueve años. De pronto comprendió que a esa edad Catherine Harcourt ya era capitana de Lily y aquel año había volado en la batalla de Dover. Entonces, volvió a mirar a la sonriente jovencita envuelta en muselinas con un extraño sentimiento de vacío y sorpresa, como si ella no fuera del todo real; después, desvió la mirada. Había escrito dos cartas tanto a Harcourt como a Berkley, en su nombre y en el de Temerario, pero no había recibido respuesta hasta la fecha. Lo ignoraba todo sobre su estado y el de sus dragones.

Acto seguido, el capitán soltó un par de amabilidades y la acompañó hasta donde estaba su madre. Una vez que había hecho gala en público de ser un acompañante satisfactorio, se obligó a seguir el juego hasta el final, hasta que por fin, al filo de las once, Grenville entró en compañía de un pequeño grupo de caballeros. El aviador se aproximó a él y dijo en tono grave:

—Mañana me esperan en el cobertizo de Dover, señor; de otro modo, no le molestaría aquí.

Aborrecía por definición todo aquello que fuera o pareciera una invasión de la intimidad, y si muchos años antes no le hubieran presentado a Grenville, no sabía si hubiera sacado valor para presentarse por su cuenta.

—Laurence, sí —dijo Grenville con aire distraído; a juzgar por su aspecto, le habría gustado marcharse. No era un gran político, su hermano era primer ministro y le había nombrado primer lord del Almirantazgo por su lealtad, no por la brillantez ni la ambición. Escuchó sin el menor entusiasmo las propuestas, cuidadosamente formuladas para poder decirlas ante los asistentes interesados, que no estaban al tanto de la epidemia. No habría forma de ocultárselo al enemigo una vez que la noticia fuera de dominio público.

—Existen ya previsiones para los supervivientes de más edad, y también para enfermos y heridos, y esas atenciones no están pensadas solo para preservarlos a ellos o a sus descendientes en condiciones de prestar un futuro servicio, sino para animarles a permanecer sanos. El plan propuesto se reduce a ofrecer atenciones prácticas que han demostrado ser beneficiosas; se han tomado de los chinos, a quienes todos reconocen como primeros del mundo en esto, en tanto en cuanto ellos tienen una adecuada comprensión de la naturaleza dragontina.

—Por supuesto, por supuesto —contestó Grenville—. La comodidad y el bienestar de nuestros valientes marineros y aviadores, y también de nuestras buenas bestias, es siempre la primera consideración del Almirantazgo.

Y siguió con un discurso sin sentido para alguien que hubiera estado de visita en un hospital o, como Laurence, obligado a vivir de vez en cuando con las provisiones consideradas aptas para el consumo de esos valientes marineros: carne podrida, galletas con gorgojo y un aguachirle avinagrado que pretendían hacer pasar por vino. Él mismo había soltado ese discurso para confortar a los tripulantes veteranos y a sus viudas, o para denegar pensiones a quienes pretendían conseguirlas por el camino de la insidia o frenar alguna que otra reclamación rayana en lo absurdo, como ocurrió en tantas ocasiones.

—En tal caso, señor, ¿puedo esperar su aprobación para nuestras medidas con relativa rapidez?

Todo cuanto esperaba era una aprobación abierta de la cual no le fuera posible retractarse sin avergonzarse, pero Grenville era demasiado escurridizo para caer en la trampa y evadió cualquier compromiso sin negarse abiertamente.

—Debemos considerar de forma exhaustiva los detalles de este tipo de propuestas antes de llevarlas a cabo, capitán. Debemos recabar la opinión de nuestros mejores médicos —contestó, y continuó hablando más y más de ese modo y sin hacer pausa, hasta que logró darse la vuelta y hablar con otro caballero a quien conocía mientras a él le lanzaba otro mensaje: una clara autorización para retirarse. No iban a hacer nada, y Laurence lo sabía perfectamente.

Regresó derrengado al cobertizo a primera hora de la mañana, cuando el alba era una tenue luz en ciernes. Temerario yacía completamente dormido: los párpados entreabiertos dejaban entrever sus ojos de pupilas rasgadas mientras la cola se movía despreocupadamente de un lado para otro. La tripulación se había instalado en las barracas o buscado acomodo junto a los costados del dragón, quizá el lugar más cálido donde dormir, si bien no el más decoroso. Laurence entró en la casita dispuesta para su uso y se dejó caer sobre la cama para quitarse los apretados zapatos de hebilla, nuevos y nada cómodos. Crispó el gesto a causa del dolor: le habían hecho muchas rozaduras en los pies.

La mañana fue de lo más silenciosa. Su plan había sido un fracaso y sin saber muy bien cómo, todos en el cobertizo estaban al tanto del resultado negativo de su gestión a pesar de que Laurence no se lo había contado a nadie, salvo a Temerario, y de que había dado un permiso general la noche anterior. La dotación había hecho uso del mismo a juzgar por los rostros pálidos y los ojos enrojecidos. Imperaba un cierto grado de torpor y de fatiga manifiesto, y Laurence no le quitaba la vista de encima a las enormes ollas llenas de gachas de avena mientras las retiraban del fuego, pues estaba deseando poner fin a su ayuno.

Entre tanto, el Celestial terminó de hurgarse los dientes con una enorme tibia, el resto de su desayuno, una tierna ternera de leche cocida con cebolla, y la dejó en el suelo.

—Laurence, ¿aún tienes pensado construir el pabellón, incluso si el Almirantazgo no nos da los fondos?

—Así es —respondió Laurence. La mayoría de los aviadores recibían una pequeña recompensa económica, pues el Almirantazgo pagaba poco por la captura de un dragón en comparación con el apresamiento de un buque, pues resultaba más difícil poner en uso los primeros y también requerían un gasto de mantenimiento notoriamente superior, pero Laurence había acumulado un capital apreciable mientras aún era oficial de la Armada, y apenas si había retirado nada del mismo, pues con la paga solía llegarle para cubrir todas sus necesidades—. Debo consultarlo con los proveedores, pero espero ser capaz de construirte uno si economizo un poco en los materiales y reduzco las dimensiones.

—En tal caso —dijo el Celestial con aire resuelto y pose heroica—, he estado pensando: por favor, construyámoslo en los campos sometidos a cuarentena. No me importa demasiado dormir en el claro de Dover y preferiría que Maximus y Lily estuvieran más cómodos.

Laurence se quedó atónito: la generosidad no era un rasgo habitual entre los dragones, extremadamente celosos y posesivos de cualquier signo de distinción u objeto que considerasen de su propiedad.

—Es una idea muy noble, y si estás seguro…

Temerario jugueteó con el hueso, no muy convencido del todo, pero al final dio su aprobación.

—De todos modos —agregó—, quizá el Almirantazgo perciba las ventajas una vez lo hayamos construido y entonces yo podría disponer de uno más bonito. No sería muy agradable tener uno chiquitito cuando todos los demás tienen uno mejor.

Esta perspectiva le alegró de forma considerable y ronzó la pata de ternera con gran satisfacción.

La tripulación revivió un tanto después de desayunar y tomar un té muy fuerte, después de lo cual todos se movieron casi a la velocidad de siempre mientras le ponían el arnés a Temerario para regresar a Dover. Laurence dio una orden muy discreta a Ferris y este puso un esmero especial en verificar todas y cada una de las hebillas a fin de no tener que lamentar un posible descuido. Entonces, Dyer y Emily entraron, procedentes de las puertas del cobertizo, con el correo procedente de Dover.

—Se acercan unos caballeros, señor —anunció el muchacho.

El Celestial levantó la cabeza del suelo cuando Lord Allendale entró en el cobertizo en compañía de un caballero pequeño, menudo y vestido con sencillez.

Ambos visitantes se quedaron estancados en el suelo cuando alzaron la vista y vieron una enorme cabeza que les devolvía una mirada inquisitiva. Laurence agradeció sobremanera esa pequeña demora, pues le permitió poner en orden sus pensamientos. La visita del rey le hubiera sorprendido casi lo mismo, aunque le hubiera complacido mucho más. Solo había una posible explicación para semejante visita: algún otro conocido de sus padres había estado en el baile del día anterior y la noticia de la adopción en el extranjero había llegado a oídos de su progenitor.

Le entregó la taza de té a Emily y de tapadillo examinó el estado de su atuendo. Dio gracias a los cielos de que la mañana fuera lo bastante fría como para no tener que renunciar al sobretodo ni al pañuelo para el cuello. Laurence cruzó el claro y estrechó la mano de su padre.

—Es un honor verle, señor. ¿Le apetece una taza de té?

—No, ya hemos desayunado —contestó con los ojos todavía fijos en Temerario. Necesitó hacer un esfuerzo de voluntad para desviar la mirada y presentar a su acompañante, William Wilberforce, uno de los principales portavoces de la causa abolicionista.

Laurence solo le había visto una vez con anterioridad, y de eso hacía mucho. Las décadas transcurridas desde entonces habían dado una expresión más seria al rostro del filántropo. Ahora, alzaba el rostro hacia el dragón con cierta aprehensión, pero aun así había algo cálido y bien dispuesto en la curvatura de sus labios y una gentileza en sus ojos que confirmaban aquella primera impresión de generosidad que el aviador se había llevado de aquel primer encuentro, si es que sus quehaceres públicos no habían sido testamento suficiente. Veinte años de incesante lucha política y vida en el malsano ambiente de la capital le habían arruinado la salud, pero no le habían agriado el carácter, y las intrigas del Parlamento y los intereses de la Compañía Británica de las Indias Orientales habían socavado su obra, mas él había perseverado, y además de su infatigable cruzada contra la esclavitud, había sido un decidido reformista todo ese tiempo.

No podía haber un hombre cuyo consejo Laurence desease más en aras a la próxima defensa de la causa dragontina, y de haber sido otras las circunstancias —y después de haber aproximado posturas con su padre, algo que aún esperaba hacer—, habría buscado que se lo presentaran, sin duda. Sin embargo, la situación inversa le resultaba incomprensible. No había razón alguna para que Lord Allendale trajera allí a Wilberforce, a menos que este tuviera curiosidad por ver a un dragón, pero el semblante del caballero cuando miraba a Temerario reflejaba cualquier cosa menos entusiasmo.

—Por mi parte, estaría encantado de tomar tranquilamente un té —contestó el abolicionista, y luego, tras una cierta vacilación, formuló una pregunta—: ¿Está domada esa bestia?

—No estoy domado —precisó con gran indignación Temerario, cuyo oído era lo bastante agudo para enterarse de una conversación si no se hacía en susurros—, aunque estoy totalmente seguro de que no voy a hacerle nada si es eso lo que está preguntando. Haría mejor en preocuparse por caer del caballo.

La irritación le indujo a golpearse un costado con la cola, y estuvo en un tris de derribar a un par de lomeros encargados de fijar la tienda de viaje sobre su lomo, y desmentir con actos sus propias palabras. Las visitas de Temerario, sin embargo, se hallaban demasiado distraídas por sus comentarios como para advertir ese último punto.

—Resulta portentoso descubrir semejante agudeza en una criatura que hemos apartado de nuestro lado hace tanto tiempo —manifestó Wilberforce tras conversar con él un poco más—. Podría considerarse incluso milagroso. Pero veo que se están preparando para partir, así que te pido perdón —dijo, haciendo la venia al Celestial— y también a usted, capitán, por todo este trasiego tan molesto para tratar lo que nos ha traído hasta aquí en busca de su ayuda.

—Hable con toda la franqueza que desee, señor —dijo Laurence, y les invitó a tomar asiento mientras se disculpaba una y otra vez por la situación: Emily y Dyer habían sacado un par de sillas del barracón para que pudieran sentarse y a fin de que no pasaran frío las habían colocado cerca de los rescoldos del fuego usado para calentar el desayuno, ya que la cabaña era de lo menos adecuado para recibir visitas.

—Deseo dejar claro —empezó Wilberforce— que nadie puede mostrarse insensible a los servicios que su gracia ha rendido a este país ni se le están regateando las justas recompensas que merece por los mismos, y el respeto del hombre de la calle…

—Tal vez deberías hablar mejor de la ciega adoración que le tiene la gente de la calle —le interrumpió Lord Allendale con un tono de mayor desaprobación—, bueno, la gente del común y los que no son del común, porque resulta vergonzoso contemplar la influencia de ese hombre sobre los lores, y esos tienen menos disculpa. Cada día que no está en el mar es un nuevo desastre.

El aviador se quedó confuso durante unos instantes, pero al final logró deducir que estaban hablando nada más y nada menos que del mismísimo Lord Nelson.

—Discúlpeme, hemos comentado tanto estos asuntos que vamos demasiado deprisa —Wilberforce se llevó una mano al mentón y se acarició el carrillo—. Según creo, ya sabe de las dificultades que nos hemos encontrado al intentar abolir el comercio de esclavos.

—Así es —contestó Laurence.

Habían tenido la victoria al alcance de la mano en dos ocasiones. La primera vez se había quedado en el rifirrafe político: la Cámara de los Lores había retenido una resolución ya aprobada por la de los Comunes, so pretexto de examinar determinadas pruebas. La segunda vez se obtuvo un cierto logro, sin duda, pero solo después de aceptar la enmienda que cambiaba la expresión abolición por la de abolición gradual, y había sido poco a poco, sin duda, tan gradual y poco a poco que quince años después de su aprobación aún no se había visto ningún indicio de abolición. La época del Terror en Francia había convertido la palabra libertad en un concepto imposible y permitió que los comerciantes de esclavos pusieran en la arena política el nombre de los jacobinos y equiparasen a los abolicionistas con aquellos, así que durante muchos años no se efectuó progreso alguno.

—Pero en la última sesión estuvimos a punto de lograr una medida vital: un acta mediante la cual se prohibía la botadura de nuevos barcos esclavistas. Habíamos reunido los votos necesarios y debía haberse aprobado, pero entonces Nelson regresó del campo. Acababa de levantarse de su lecho de enfermo y eligió dirigirse al Parlamento precisamente sobre ese tema, la sola fuerza de su oposición hizo que la Cámara de los Lores desestimase la propuesta.

—Lamento oír eso —contestó el militar, pero no le sorprendía lo más mínimo: Nelson había manifestado en público más de una vez cuáles eran sus ideas a ese respecto. Como otros muchos oficiales de la Armada, consideraba que la esclavitud era un mal necesario, algo así como un vivero de marineros y un pilar del comercio. A su juicio, los abolicionistas eran un grupito de entusiastas y de quijotes, solo esa dominación les permitía resistir con firmeza la creciente amenaza de Napoleón—. Lo siento de veras —continuó Laurence—, pero no sé en qué puedo ayudarles yo. No existe entre nosotros una relación en base a la cual yo pudiera intentar convencerle de…

—No, no, no esperamos eso —contestó Wilberforce—. Se ha expresado con mucha determinación sobre el tema, y además, muchos de sus mejores amigos y tristemente también de sus acreedores poseen esclavos o mantienen algún tipo de vínculo con el comercio de estos. Lamento decir que semejantes consideraciones puedan llevar por el mal camino al mejor y más sabio de los hombres.

A continuación, y mientras Lord Allendale se mostraba taciturno y reluctante, le explicaron su propósito: ofrecer a la opinión pública un rival, una alternativa a la que pudieran admirar y por la que se pudiera interesar. Poco a poco, el aviador comprendió la intención última de todos esos circunloquios; habían pensado en él para ocupar ese puesto sobre la base de su última y exótica expedición y el hecho de la adopción por la que esperaba ser censurado por parte de su padre.

—Al interés natural que va a despertar entre la gente su última aventura —prosiguió Wilberforce—, une usted la autoridad de un oficial que se ha enfrentado al mismísimo Napoleón en el campo de batalla. Su voz puede contradecir las afirmaciones de Nelson sobre que el fin de la esclavitud supondría la ruina de la nación.

—No vaya a pensar que me faltan admiración o convicción, señor —contestó Laurence, no seguro de si lamentaba más mostrarse poco servicial con el señor Wilberforce o feliz de estar obligado a rechazar semejante propuesta—, pero en modo alguno valgo para ese papel, y no podría aceptar aunque lo desease, soy un oficial en activo: mi tiempo no me pertenece.

—Pero usted se encuentra aquí, en Londres, y es muy probable que pueda hallar ocasiones mientras esté destinado en el Canal de la Mancha —hizo notar el abolicionista, y esa era una suposición difícil de contradecir sin traicionar el secreto de la pandemia, que permanecía oculto en el seno del Cuerpo y los más altos oficiales del Almirantazgo—. Tal vez no sea una proposición agradable, capitán, pero todos estamos comprometidos en la obra de Nuestro Señor y en esta causa concreta no podemos tener escrúpulos a la hora de usar cualquier herramienta que Él ponga en nuestro camino.

—Por el amor de Dios, solo tienes que asistir a unas cuantas cenas, tal vez no muchas. Pórtate bien y no pongas reparos a nimiedades —espetó Lord Allendale, tabaleando el brazo de su silla con los dedos—. A nadie puede gustarle este autobombo, por supuesto, pero ya has tolerado indignidades mucho peores y tú solito has dado la nota mucho más de lo que ahora se te pide, la última noche sin ir más lejos…

—No tiene por qué hablar a Laurence en ese tono —interrumpió Temerario con voz glacial, dando a los dos civiles un susto de muerte, pues ya se habían olvidado de mirar hacia arriba y verle escuchar toda la conversación—. Hemos volado en nueve patrullas y hemos repelido a los franceses en cuatro ocasiones. Estamos muy cansados y la única razón de nuestra presencia en Londres es que nuestros amigos están enfermos y aun así les dejan pasar hambre y morir de frío, solo porque el Almirantazgo no va a mover un dedo para hacer que se encuentren más cómodos.

El dragón acabó su alocución con furia; al fondo de su garganta sonaba una reverberación grave y amenazante: el mecanismo del viento divino había entrado en acción de forma instintiva y siguió sonando como un eco después de que él ya hubiera dejado de hablar.

Nadie dijo nada durante unos instantes.

—Tengo la impresión de que nuestros intereses no son opuestos —dijo Wilberforce con aire meditabundo—. Tal vez sea posible hacer avanzar su causa con la nuestra, capitán.

Al parecer, tenían la intención de lanzar la causa de Laurence con algún acto social, la cena con invitados a la que había hecho referencia Lord Allendale, o tal vez incluso un baile, pero en su lugar, el abolicionista propuso otra alternativa.

—En vez de eso —explicó—, vamos a organizar una gala benéfica cuyo propósito declarado va a ser recaudar fondos para dragones enfermos y heridos, veteranos de Trafalgar y de Dover… ¿Hay alguno de esos veteranos entre los enfermos?

—Los hay —contestó Laurence, lo que no dijo es que eran todos, absolutamente todos, salvo Temerario.

Wilberforce asintió.

—Aún son nombres con los que conjurar estos días oscuros en que vemos ascender la estrella de Bonaparte sobre Europa, pero eso dará aún más énfasis a tu condición de héroe de la nación y hará de tus palabras un contrapeso excelente a las de Nelson.

Laurence no pudo soportar verse descrito de ese modo; en comparación con Nelson, que había capitaneado cuatro grandes acciones de la flota, destruido la Marine Impériale, establecido la primacía absoluta de Inglaterra en el mar y ganado el título de duque por su valor y hazañas en combate honorable, él no era más que un oficial convertido en príncipe de un país extranjero como subterfugio y resultado de una maquinación política.

—Debo pedirle que no hable así, señor —dijo el capitán, haciendo un esfuerzo enorme para evitar una respuesta realmente violenta—. No hay comparación posible.

—Desde luego que no —espetó Temerario con virulencia—. No doy mucho crédito a ese tal Nelson si está a favor de la esclavitud. Estoy seguro de que no puede ser la mitad de encantador que Laurence, y me da igual cuántas batallas haya ganado. Jamás en la vida he visto algo tan espantoso como aquellos pobres esclavos en Cape Coast y me alegro mucho si puede ayudarles a ellos y a nuestros amigos.

—Y eso lo dice un dragón —exclamó Wilberforce con gran satisfacción mientras Laurence se quedaba sin habla de pura consternación—. ¿Qué hombre no va a compadecerse de esos pobres desdichados cuando esa situación es capaz de conmover a un corazón tan grande como este? Es más —continuó, volviéndose hacia Lord Allendale—, deberíamos reunirlos a todos en este mismo sitio donde estamos ahora sentados. Estoy convencido de que cuanto mayor sea la impresión mejor será la respuesta y lo que es más —añadió con ojos centelleantes con socarronería—, me gustaría ver al caballero capaz de negarse a considerar ese argumento si se lo dice un dragón, sobre todo si lo tiene delante.

—¿Al aire libre…? ¿En esta época del año…? —respondió el padre de Laurence.

—Podría organizarse al modo chino: una cena de gala debajo de una carpa donde se ponen mesas largas y debajo de las mismas se instalan braseros de carbón para mantener calientes a los invitados —sugirió el Celestial, metiéndose con entusiasmo en el papel; Laurence solo era capaz de oír con creciente desesperación cómo se sellaba su destino—. Tendremos que arrancar unos cuantos árboles para hacer espacio, pero puedo encargarme de eso con facilidad, y si además colgamos paneles de seda, guardará bastante parecido con un pabellón y además ayudará a conservar el calor.

—Qué idea tan buena —dijo Wilberforce, levantándose para examinar los bosquejos trazados por Temerario en el polvo—. Eso va a darle un sabor oriental que es exactamente lo que necesitamos.

—Bueno, si esa es vuestra opinión… —terció Lord Allendale—. Todo cuanto puedo decir a su favor es que no va a hablarse de otra cosa en días… eso si es que acuden algo más de media docena de fisgones para mirar curiosidades.

—Podemos prescindir de ti por una noche de vez en cuando —contestó Jane, hundiendo así la última esperanza de escapatoria que le quedaba a Laurence—. Nuestro servicio de información no es para tirar cohetes ahora que no podemos arriesgar dragones mensajeros en funciones de espionaje, pero la Armada está en buenos términos con los pesqueros franceses por lo del bloqueo y ellos aseguran que no hay mucho movimiento en la costa. Podrían mentir, por descontado, pero si se estuviera fraguando algo gordo de verdad, los precios de las capturas y el del ganado para dragones se habrían puesto por las nubes.

La doncella trajo el té y Roland le sirvió una taza al capitán.

—No te lo tomes a mal, por favor te lo pido —continuó Jane, refiriéndose a la negativa del Almirantazgo a darle nuevos fondos—. Tal vez esa fiesta vuestra nos ayude un poco en ese sentido. Powys me ha escrito para decirme que ha reunido algo de dinero para nosotros gracias a una colecta entre los oficiales de alto rango ya retirados. La cifra no va a ser nada del otro mundo, pero creo que vamos a poder sazonarles la comida con pimienta, al menos por ahora.

Entre tanto, montaron el pabellón piloto. La promesa de una comisión sustancial demostró ser suficiente para tentar a un puñado de los comerciantes más arriesgados que acudieron al cobertizo de Dover. Laurence se reunió con ellos a la entrada y en compañía de un grupo de tripulantes los escoltó el resto del camino hasta llegar al claro de Temerario, que, en un intento de no causar sobresaltos, mantenía la gorguera casi pegada al cuello y se encorvaba al máximo para parecer todo lo pequeño que podía parecer un dragón de dieciocho toneladas. Aun así, no pudo evitarlo y acabó tomando parte en la conversación sobre la construcción del pabellón, aún sujeta a discusión, y lo cierto es que sus sugerencias fueron de lo más útiles, ya que Laurence no tenía la menor idea de cómo convertir las unidades de medidas china a las inglesas.

—¡Yo quiero uno! —soltó Iskierka, pues había estado escuchando las reuniones celebradas en el claro próximo. Hizo oídos sordos a las protestas de su capitán, se escurrió entre los árboles y no paró hasta llegar al claro del Celestial, donde levantó una polvareda de pavesas al sacudirse las cenizas impregnadas al cuerpo y dio un susto terrible a los pobres comerciantes cuando le entró un hipo flamígero y para cortarlo empezó a soltar chorros de vapor hirviendo por las protuberancias—. Yo también quiero dormir en un pabellón. A mí no me gusta nada este suelo tan frío.

—Bueno, pues no vas a tenerlo —contestó el Celestial—. Este es para nuestros amigos enfermos, y de todos modos no tienes capital para pagarlo.

—Pues entonces voy a conseguir uno —declaró—. ¿Dónde caza uno capital? ¿Qué aspecto tiene?

Temerario se frotó el perlado peto de platino con orgullo y dijo:

—Esto es un trozo de capital. Me lo dio Laurence. Lo consiguió por haber capturado un barco en batalla.

—Ah, pues eso está chupado —contestó la dragoncilla—. Granby, vamos a apoderarnos de un barco y así tendré mi propio pabellón.

—Ay, Dios, no digas tonterías —la reprendió Granby, que llegó al claro del Celestial siguiendo el rastro de ramas tronchadas y setos aplastados que había dejado a su paso; al entrar, dirigió a Laurence un atribulado saludo con la cabeza—, no puedes tener nada así, lo calcinarías en un abrir y cerrar de ojos. Un pabellón está hecho de madera.

—¿Y no puede hacerse con piedra? —inquirió la dragoncilla mientras volvía la cabeza hacia uno de los proveedores, que la miraba con ojos abiertos como platos.

No había crecido demasiado a pesar de los más de tres metros y medio adquiridos desde que se habían instalado en Dover y había empezado a tomar una dieta más regular, y era más sinuosa que corpulenta, al modo típico de los Kazilik; aun así, cuando estaba junto a Temerario parecía poco más que una serpiente de jardín. Pero vista de frente tenía una apariencia poco tranquilizadora, y además, fuera cual fuera el mecanismo interno que le permitía crear fuego, producía un gorgoteo sibilante muy nítido y por los conductos de las protuberancias emitía vaharadas blancas de aire caliente que impresionaban mucho en medio de aquel frío.

Nadie contestó a la pregunta de Iskierka, salvo el señor Royle, el arquitecto de mayor edad:

—¿De piedra? Debo desaconsejárselo. Una construcción de ladrillo sería algo mucho más práctico —el arquitecto había contestado sin levantar la vista de los papeles; era tan miope que los estudiaba con una lupa de joyero pegada a sus acuosos ojos azules y lo más probable era que ni siquiera hubiese distinguido el perfil de la dragona—. Toda esta tontería oriental, y este tejado, ¿de verdad es lo que desean?

—No es ninguna tontería oriental —saltó Temerario—, y es muy elegante. Es el diseño del pabellón de mi padre y está a la última moda.

—Va a necesitar un paje de escoba durante todo el invierno para limpiar toda la nieve y no doy ni un penique porque esas canaletas aguanten más de dos estaciones —sentenció Royle—. Lo realmente bueno de verdad es un tejado de listones, ¿no está de acuerdo, señor Cutter?

El señor Cutter no tenía ninguna opinión. Se mantenía con la espalda pegada a los árboles y parecía listo para echar a correr a la menor ocasión, algo que no hacía debido a que Laurence había tenido la prudencia de ubicar a su tripulación de tierra en el borde del claro para frustrar cualquier huida fruto del pánico.

—Estoy dispuesto a dejarme asesorar por usted, señor, en cuanto al mejor plan de construcción… y el más razonable. Temerario, nuestro clima es mucho más húmedo y debemos cortar la tela para adaptarnos a ese hecho.

—Muy bien, supongo —admitió el Celestial mientras miraba con nostalgia los tejados con las puntas vueltas hacia arriba y la madera pintada de alegres colores.

Entre tanto, a Iskierka se le ocurrió una idea y empezó a maquinar la adquisición de capital.

—¿Vale con que queme un barco o debo traerlo hasta aquí? —inquirió.

La dragoneta empezó su carrera de pirata cuando a la mañana siguiente se presentó ante Granby con un pequeño bote pesquero que había robado del puerto de Dover durante la noche.

—Bueno, tú no dijiste nada de que debía ser una nave francesa —respondió enojada a sus recriminaciones, y se aovilló enfurruñada.

Se apresuraron a reclutar a Gherni para que lo devolviera a la noche siguiente al amparo de la oscuridad, lo cual causó, sin duda alguna, una gran sorpresa a su propietario, temporalmente desposeído.

—Laurence, ¿crees que podríamos reunir más dinero capturando navíos franceses? —inquirió Temerario con una irreflexión muy alarmante al parecer del aviador, que acababa de tener una muestra de ese mismo desconcierto.

—Las naves de línea francesas están ancladas en los puertos, atrapadas por el bloqueo, y nosotros no somos corsarios para recorrer las rutas en busca de barcos enemigos —contestó Laurence—. Tu vida es demasiado valiosa para arriesgarla en un empeño tan egoísta. Además, en cuanto empieces a comportarte de forma tan indisciplinada, Arkady y los demás van a seguir tu ejemplo de inmediato y entonces dejarán indefensa a Inglaterra, y eso por no mencionar que de ese modo le estarías dando ánimos a Iskierka.

—¿Qué voy a hacer con ella? —preguntó el agotado capitán de la dragona esa misma noche mientras tomaba un vaso de vino con Laurence y Jane en el cuartel general, en la sala de reunión de los oficiales—. Supongo que se debe a tanto ir de aquí para allá cuando estaba en el cascarón y todo el lío y la agitación que ha vivido, pero esa excusa no va a durar para siempre. Debo controlarla de algún modo y por ahora estoy en la línea de salida, no avanzamos. No me sorprendería levantarme una mañana y descubrir que le ha prendido fuego a todo un puerto porque se le haya metido en la cabeza que no hace falta apostarnos a defender una ciudad si ha ardido hasta los cimientos. Ni siquiera puedo conseguir que permanezca quieta el tiempo suficiente para ponerle el arnés entero.

—No se preocupe. Mañana iré por allí y veré qué puedo hacer —contestó la almirante mientras le servía otro trago—. Todavía es muy joven para el trabajo y la cadena de mando, pero me parece necesario que canalice toda esta energía para evitarnos tanto agobio. ¿Ha elegido ya a sus tenientes, Granby?

—Me gustaría tener a Lithgow de primero, si usted no tiene objeción, y a Harper de segundo teniente, este también puede actuar como capitán de fusileros. No me gustaría tomar demasiados hombres aún, pues todavía no sabemos cuánto va a crecer.

—Que no quiere deshacerse de ellos después, vamos, cuando a lo mejor luego no pueden conseguir otro destino —repuso Jane con amabilidad—, pero no podemos quedarnos cortos con ella, no cuando es tan indisciplinada. Llévese también a Row como capitán de ventreros. Es lo bastante veterano como para retirarse si tuviera que irse y un combatiente muy bregado que no va a parpadear cuando Iskierka haga alguna de las suyas.

Granby tenía la cabeza gacha cuando asintió, por lo cual el gesto apenas resultó perceptible.

A la mañana siguiente la almirante acudió al claro de la dragona vestida de gala, con todas las medallas y el gran sombrero de plumas, aun cuando la mayoría de los aviadores rara vez lo llevaban, un sable chapado en oro y las pistolas al cinto. Granby había reunido a todos los integrantes de su nueva tripulación y la saludaron con gran estrépito. Iskierka se aovilló de tal manera que estuvo a punto de hacerse un nudo a causa de la excitación, y los montaraces, e incluso Temerario, se asomaron con interés por encima de los árboles para observar la escena.

—Bueno, Iskierka, tu capitán me dice que estás preparada para el servicio —empezó Roland, poniéndose el sombrero debajo del brazo y mirando con severidad a la pequeña Kazilik—, pero dime, ¿qué hay de esos informes que he oído sobre ti? Me cuentan que no te importan las órdenes. No podemos enviarte a la batalla si no eres capaz de cumplir las órdenes.

—¡Eso es una mentira bien gorda! Puedo obedecer órdenes mejor que cualquiera, lo único que ocurre es que nadie me da órdenes de las buenas. Solo me dicen que me siente, que no luche y que coma tres veces al día, y ¡ya no me apetece comer más de esas estúpidas vacas! —añadió apasionadamente.

Los montaraces no daban crédito a sus oídos cuando algunos de sus propios oficiales les tradujeron las palabras de Iskierka y soltaron murmullos de enojo e incredulidad.

—No solo debemos seguir las órdenes agradables, sino también las aburridas —replicó Jane cuando cesó la algarabía—. ¿Acaso supones que al capitán Granby le agrada estar siempre sentado en este claro a ver si te asientas un poquito? Tal vez preferiría volver al servicio con Temerario y disfrutar de alguna pelea.

Iskierka abrió unos ojos como platos y todas las púas se pusieron a sisear como un horno. En cuestión de un segundo enrolló un par de veces a Granby con gesto posesivo, el pobre estuvo a punto de acabar como un bogavante al vapor.

—¡No lo hará! Porque no lo harás, ¿a que no? —la dragoncilla apeló a él—. Te prometo luchar tan bien como Temerario, e incluso obedeceré las órdenes estúpidas, bueno, al menos si me dan también alguna de las agradables —se apresuró a precisar la dragona.

—Estoy seguro de que va a mejorar en el futuro, señor —logró decir Granby entre toses y con la empapada melena apelmazada sobre la frente y el cuello—. Y tú no te inquietes. Yo jamás te dejaría, pero ahora me estás calando —añadió lastimeramente, dirigiéndose a ella.

—Mmm —contestó Jane mientras fruncía el ceño y adoptaba una pose de estar considerándolo—, supongo que deberemos darte una oportunidad, ya que Granby habla por ti —dijo al cabo de un rato—. Aquí tiene sus primeras órdenes, capitán, si es que ella le permite cumplirlas… y asegúrese de que está quieta mientras le ponen el arnés.

La dragona soltó de inmediato a su capitán, se estiró y se puso a disposición de la tripulación de tierra; solo estiró el cuello un poco más de la cuenta para ver el paquete lacrado con sello rojo y adornado con borlas amarillas, una formalidad obviada con frecuencia dentro del Cuerpo, en cuyo interior estaban las órdenes: se les decía con un lenguaje pomposo y rimbombante que debían ir de patrulla hasta Guernsey y volver en una hora.

Ponerle el arnés supuso un problema de lo más peliagudo, pues las protuberancias no seguían patrón alguno, estaban dispuestas al azar, y soltaba vapor a menudo, lo cual humedecía continuamente la piel y hacía que esta fuera muy resbaladiza; además, el improvisado surtido de correas y el gran número de hebillas se enredaban con una endiablada facilidad y nadie podía culpar del todo a la dragoncilla de cansarse de todo el proceso, pero la promesa de acción inminente y el elevado número de testigos le hizo mostrarse paciente. Al final, ella estuvo convenientemente enjaezada.

—Ya está —anunció Granby con alivio—, es bastante seguro, ahora prueba a moverte a ver si está holgado o se suelta algo, preciosa.

La dragoneta se contorsionó y aleteó un tanto incómoda; luego, se dio la vuelta para examinar el arnés. Al cabo de varios minutos dedicados a esa inspiración, Temerario le chivó en voz alta:

—Se supone que debes decir «todo en su sitio» si estás cómoda.

—Ah, ya veo —contestó ella, se arrellanó y anunció—. Todo en su sitio, y ahora vámonos.

De esa forma, Iskierka se enmendó un poco. Nadie iba a decir de ella que era complaciente, sin duda, y de forma invariable prolongaba las patrullas en campo abierto un poco más de la cuenta con la esperanza de encontrar algún enemigo más desafiante que un par de aves o una vieja fortaleza abandonada.

—Pero al menos va a entrenarse un poco y comer como debe. A eso le llamo yo una victoria, por ahora —dijo Granby—, y después de todo, por mucho que nos toque bregar ahora con ella, se lo va a hacer pasar peor a los gabachos. ¿Sabes qué, Laurence? Hemos hablado con los compañeros en Castle Cornet y han izado un trozo de vela para ella. Ha sido capaz de incendiarla desde ochenta yardas, dos veces el alcance de un Flamme-de-Gloire, y es capaz de soltar una llamarada durante cinco minutos seguidos. No comprendo cómo se las arregla para respirar mientras lo hace.

De hecho, se las habían visto y deseado para mantenerla lejos de cualquier combate directo, ya que mientras todo eso ocurría, los franceses continuaban el hostigamiento y el reconocimiento de la costa con una agresividad creciente.

Jane usaba a los dragones enfermos de más peso para las patrullas con el fin de reservar a Temerario y a los montaraces; estos se pasaban la mayor parte del día encaramados a los acantilados a la espera de una bengala de aviso u otra señal para volar, o aguzaban los oídos para oír los cañonazos de advertencia y salir disparados al encuentro de otra incursión.

Temerario libró otras cuatro escaramuzas en el espacio de dos semanas y se produjo otra más mientras él dormía unas horas: Arkady y unos cuantos alados de su grupo fueron enviados de patrulla a modo de prueba y a duras penas consiguieron repeler a un Pou-de-Ciel con la osadía suficiente para rebasar las baterías costeras de Dover, a menos de una milla de donde se tenía una visión nítida de los campos de cuarentena.

Los montaraces volvieron muy pagados de sí mismos después de su apurada victoria en solitario y la astuta almirante aprovechó la ocasión para rendirles honores y le entregó a su líder una larga cadena, algo sin apenas valor económico, pues estaba hecha de latón, con una fuente de mesa a modo de medalla donde habían inscrito su nombre y la habían pulido hasta dejarla reluciente. La sorpresa fue tan mayúscula que Arkady se quedó sin palabras por una vez y se puso a cantar villancicos de puro gozo, e insistió en que todos y cada uno de sus compañeros examinaran de cerca su condecoración, y ni siquiera Temerario logró escapar a ese destino, lo cual hizo que se le erizase un poco la pelambrera y se retirase con toda dignidad a su propio claro para pulir su peto con más fuerza de lo habitual.

—No hay comparación posible —le explicó Laurence con la mayor prudencia del mundo—. El suyo es una chuchería para complacerle y animarlos a todos a que se esfuercen.

—Oh, el mío es mucho más bonito, dónde va a parar —contestó el Celestial, altanero—. Yo no quiero nada tan vulgar como el latón —pero al cabo de un momento añadió por lo bajinis—: Pero el suyo es muy grande.

—Nos ha salido muy barato —le dijo Jane al día siguiente, cuando Laurence se presentó para informarle de que la mañana había transcurrido sin incidentes: los montaraces estaban más entusiastas que nunca y bastante decepcionados por no encontrar más enemigos a los que expulsar—. Progresan estupendamente, tal y como habíamos esperado —sin embargo, la almirante hablaba con gran fatiga. El capitán le vio la cara y le sirvió un vasito de brandy y la llevó hasta el ventanal, desde donde podía verse a los montaraces, que en ese preciso momento estaban haciendo cabriolas y locuras en el aire encima de sus claros después de haber comido—. Gracias, ahora me lo tomo —Roland cogió el vaso, pero no se lo llevó a los labios de inmediato—. Conterrenis ha muerto —anunció ella de repente—. Es el primer Largario que perdemos. Ha sido algo espantoso —se dejó caer pesadamente sobre un asiento y echó hacia delante la cabeza—. Los cirujanos me han informado de que pilló un mal resfriado y sufrió una hemorragia en los pulmones. No podía dejar de toser y soltaba ácido a diestro y siniestro, al final, comenzó a corroerle los espolones y chamuscarle las escamas. La mandíbula había quedado desnuda hasta el hueso —Roland hizo una pausa—. Gardenley le pegó un tiro esta mañana.

Laurence tomó una silla y se sentó junto a ella, sintiéndose un completo inútil para darle un poco de consuelo. Al cabo de un rato, ella apuró el brandy, dejó el catalejo y se volvió hacia los mapas para hablar de las patrullas del día siguiente.

El capitán se alejó del lado de Jane avergonzado por su pánico a la fiesta que iba a celebrarse en cuestión de unos pocos días y decidido a seguir adelante sin prestar atención a su sufrimiento si así tenían al menos una oportunidad de mejorar las condiciones de los enfermos.

Wilberforce le había dicho en su carta:

Confío en que me permita sugerirle un toque oriental a su atuendo, cualquiera sería de gran utilidad, uno pequeño, cualquiera al que se le pueda dedicar una mirada.

Me alegra informarle de que hemos conseguido contratar a algunos chinos como criados para esa noche a cambio de una buena suma. Hemos ido por los puertos donde de vez en cuando resulta posible encontrar a algunos al servicio de gente de las Indias Orientales. No están debidamente preparados, por supuesto, pero su único cometido consiste en sacar y traer platos de la cocina y les hemos aleccionado a conciencia de que no muestren el menor indicio de alarma en presencia del dragón, y espero que lo hayan entendido. Sin embargo, me angustia un poco saber si habrán comprendido bien lo que les espera. Deberían darles permiso para venir pronto; vale más que pudiéramos poner a prueba su fortaleza.

Laurence no veía atisbo alguno de clemencia. Dobló la carta, envió su abrigo chino al sastre para que lo ajustaran y le pidió permiso a Jane para marcharse unas horas antes.

Llegado el momento, los criados chinos montaron un numerito en cuanto ellos llegaron, pero no se dieron a la fuga: lo dejaron todo y corrieron a postrarse ante Temerario, se arrojaron a sus pies para demostrarle el respeto debido a un Celestial como símbolo de la familia imperial.

Los trabajadores británicos encargados de la decoración final del cobertizo no se mostraron igual de complacidos y se marcharon todos a una, dejando tirados por tierra o a medio colgar de las ramas de los árboles los grandes paneles de seda bordada, seguramente adquiridos a un alto precio.

Wilberforce acudió consternado a recibir a Laurence, pero Temerario se puso a dar instrucciones a los criados chinos, que empezaron a trabajar con gran energía y, con el concurso de su tripulación, el cobertizo cobró un aspecto impecable justo a tiempo de recibir a los invitados con lámparas de latón improvisadamente anudadas a las ramas para imitar a las lámparas de papel y pequeños anafes de carbón junto a las mesas cada pocos metros.

—Tal vez llevemos el barco a buen puerto… siempre y cuando no se ponga a nevar ahora —comentó de forma pesimista Lord Allendale, que había llegado muy pronto para examinar los arreglos finales—. Es una lástima que tu madre no haya podido asistir, pero el niño no ha venido todavía y ella no quiere dejar a Elizabeth sola en el parto —explicó, refiriéndose a la esposa del hermano mayor de Laurence, a quien pronto iba a darle su quinto hijo.

Hizo mucho frío, aunque la noche permaneció despejada y los invitados empezaron a llegar poquito a poco, pero todos se mantuvieron bien lejos de Temerario, cómodamente instalado en su claro, situado en el extremo opuesto a las grandes mesas, y lo miraban de forma furtiva con sus anteojos de ópera. Los oficiales de Laurence permanecieron todos junto a su capitán, envarados y aterrados; vestían sus mejores casacas y pantalones, todos nuevos, pues, por suerte, Laurence había tomado la precaución de indicarles cuáles eran los mejores sastres de Dover y había pagado de su bolsillo todos los arreglos que sus ropas exigían después de haber pasado tanto tiempo de viaje en el extranjero.

La única complacida fue Emily. Se había comprado su primer vestido de seda para la ocasión y no parecía importarle lo más mínimo que tropezara un poco con el dobladillo. Estaba exultante con sus guantes de cabritilla y una sarta de perlas que le había prestado su madre.

—Seamos sinceros, ya es demasiado tarde para que aprenda a desenvolverse con las faldas —había comentado Jane—. No te inquietes, Laurence, te prometo que nadie va a sospechar. He hecho el tonto en público muchas veces y nadie ha pensado por ello que yo era una aviadora, pero si vas a quedarte más tranquilo, puedes decirles que es tu sobrina.

—No puedo hacer tal cosa; mi padre estará allí y te aseguro que es muy consciente de cuántos nietos tiene —se apresuró a contestar Laurence, aunque no le dijo la conclusión inmediata que sacaría su padre: este iba a sospechar que Emily era su hija natural, lo cual era falso, pero en privado decidió que mantendría a Emily pegada al costado de Temerario, donde iba a vérsele poco, pues no le cabía duda de que los invitados guardarían buena distancia del dragón, por mucha persuasión que le echara el señor Wilberforce.

Con todo, esa persuasión siguió el peor de los caminos cuando el portavoz abolicionista dijo:

—Vamos, contemplen a esa joven: está segura de que no hay razón para temer al dragón. Puede aceptar que le superen aviadores entrenados, señora, pero espero que no se deje aventajar por una chiquilla…

Mientras, Laurence, con el corazón en un puño, observaba cómo su padre se volvía para lanzar una mirada de asombro a Emily, y eso le bastó para confirmar sus peores temores.

Lord Allendale no mostró el menor escrúpulo en acercarse e interrogar a la muchacha.

—Oh —contestó Emily con su voz de niña, absolutamente carente de la menor malicia—, el capitán me da clase todos los días, señor, aunque el que se encarga de las matemáticas es Temerario, porque al capitán no le gusta mucho el cálculo…, pero yo prefiero las clases de esgrima —añadió ella con absoluta candidez y se quedó desconcertada cuando se descubrió riendo y diciendo «querida» junto a un par de damas de alta sociedad a las que su ejemplo había persuadido de acercarse más a la gran mesa.

—Un toque maestro, capitán —murmuró Wilberforce—. ¿De dónde la ha sacado?

Pero no esperó la respuesta y abordó a los pocos caballeros que se habían atrevido a aproximarse, y al discurso de persuasión le añadía el toque de que las damas tal y cual se habían acercado a Temerario, y ellos no podían mostrar vacilación si ellas habían sido capaces de hacerlo.

El Celestial estaba muy interesado en todos sus invitados, y en especial en las damas enjoyadas. Por puro azar, logró complacer a la marquesa de Carstoke, una dama ya entrada en años; se había puesto un conjunto de joyas muy vulgar con tantas esmeraldas engarzadas en oro que prácticamente no se le veía el escote, pero él le dijo que, en su opinión, tenía mejor aspecto que la reina de Prusia, a quien solo había visto en ropas de viaje. Varios caballeros le desafiaron a calcular sumas elementales; el dragón parpadeó un poco, sorprendido, y una vez les hubo dado las respuestas, les preguntó si en las fiestas se acostumbraba a practicar algún juego, pues entonces él, a su vez, podría ofrecerles algunos problemas matemáticos.

—Haz el favor de traerme el tablero de arena, Dyer —pidió el alado.

Cuando lo hubieron montado, esbozó con una garra un pequeño diagrama con la intención de formularles una pregunta sobre el teorema de Pitágoras; eso bastó para desconcertar a la mayoría de los caballeros asistentes, cuyos conocimientos matemáticos no iban mucho más allá de las mesas de cartas.

—Pero si es un ejercicio muy sencillito —repuso Temerario, un tanto confuso, y preguntó en voz alta a Laurence si no había sido capaz de explicar dónde estaba la gracia del asunto hasta que al fin un caballero, miembro de la Royal Society[5], que se había acercado con la finalidad de observar ciertos detalles anatómicos del Celestial, fue capaz de resolver el enigma.

La creciente fascinación al fin prevaleció sobre el miedo y atrajo a más y más invitados junto a él cuando le oyeron dirigirse en chino a los criados orientales y conversar en un fluido francés con varios asistentes, y pasaba el tiempo sin que se comiera a nadie ni aplastara nada. Laurence se encontró enseguida relegado como objeto de menor interés, una circunstancia que en otro caso le habría encantado de no ser porque eso le condenaba a mantener una conversación embarazosa con su padre, y este, sin la menor naturalidad, le preguntó quién era la madre de Emily. Responder con evasivas a esas preguntas le hacía parecer más culpable e incluso las respuestas más sinceras —la de que Emily era la hija natural de Jane Roland, una dama de buena familia que vivía en Dover y que él se había hecho cargo de su educación— dejaban una sensación completamente equivocada, por lo cual no le quedaba otra alternativa que reprender a su padre por una pregunta tan categórica.

—Es una jovencita muy bien educada para alguien de su posición social y confío en que no vaya a necesitar nada —comentó Lord Allendale con sus hablares sibilinos—. Estoy seguro de que si hubiera alguna dificultad en encontrarle un acomodo respetable cuando sea mayor, tu madre y yo estaríamos encantados de servir de ayuda.

Laurence hizo todo lo posible para dejar claro que esa generosa oferta no era necesaria y apeló a la mentira por omisión cuando dijo:

—Ella cuenta con amigos que van a impedirle estar en situación de penuria, señor, y por lo que tengo entendido, la madre ya ha tomado alguna disposición para su futuro.

Laurence no facilitó más detalles, pero su padre, con el sentido de propiedad satisfecho e incólume, no realizó más preguntas, por suerte, pues esas disposiciones no eran otras que prestar un servicio militar en el Cuerpo, opción que difícilmente iba a aprobar Lord Allendale.

Solo después cayó en la cuenta de que esa idea venía ensombrecida por la posible muerte de Excidium. En tal caso, Emily no heredaría ningún dragón y, por tanto, no tendría asegurado un puesto, pues, aunque en aquel momento hubiera un puñado de huevos de Largario en Loch Laggan, en la Fuerza Aérea había más mujeres de las necesarias para atender a las nuevas eclosiones.

El aviador logró escabullirse, so pretexto de que había visto a Wilberforce hacerle señas para que acudiera junto a él. El caballero no había requerido su presencia, pero agradeció su compañía y le tomó del brazo y empezó a presentarle a sus muchos conocidos, casi todos a medio camino entre el interés y la curiosidad. La mayoría había venido para entretenerse y por tener la experiencia de ver un dragón, o, para ser sinceros, para poder contar que lo habían visto. Un número sustancial de esos caballeros vestidos a la última moda venía ya con bastantes copas de más y su conversación habría acallado todas las demás si aquel hubiera sido un recinto más pequeño. Resultaba fácil distinguir a las damas y caballeros miembros del movimiento abolicionista y las causas evangélicas por su apariencia marcadamente más severa tanto en las ropas como en el semblante. Repartieron unas octavillas, la mayoría de las cuales acabó pisoteada en el suelo.

También habían acudido muchos patriotas cuyo deseo e intención no era otro que unir sus nombres a una cuestación en cuya cabecera figurase la palabra Trafalgar, tal y como Wilberforce había dispuesto que se publicase en los periódicos, y estaban poco dispuestos a andarse con nimiedades sobre los veteranos, fuesen hombres o dragones, y como el arco político estaba bien representado no tardaron en estallar discusiones acaloradas, propiciadas por el entusiasmo y el licor. Wilberforce identificó como parlamentario de Bristol a un caballero recio de mejillas coloradas; una fervorosa jovencita de rostro pálido había intentado darle un folleto y él le decía:

—Eso es una tontería. El viaje es de lo más saludable, pues los tratantes son los primeros interesados en preservar sus bienes. Además, esto es lo mejor que les puede ocurrir a los morenos, ser llevados a tierras cristianas, donde podrán convertirse y abandonar el paganismo.

La réplica no tardó en recibir respuesta…

—Ese es un excelente motivo para predicar los Evangelios en África, señor. Así esos cristianos tendrán menos excusa para llevarse a los africanos de sus casas solo por un beneficio.

… pero no contestó la muchacha, sino un caballero negro que había permanecido ligeramente detrás de ella y le ayudaba a repartir panfletos. Le recorría la mejilla el reborde carnoso de una cicatriz que tenía el grosor de un látigo de cuero y en las muñecas, allí donde acababan las mangas, era posible advertir la huella abultada de los grilletes, donde la piel era rosácea y más pálida que el resto de su piel oscura.

El parlamentario de Bristol tal vez no tenía el descaro suficiente que le hubiera permitido defender la trata de esclavos a la cara de una de sus víctimas y prefirió retirarse, haciendo ver que estaba ofendido porque alguien se hubiera dirigido a él sin que nadie los hubiera presentado, y se hubiera marchado sin contestar, pero Wilberforce se alentó y le dijo con mucha malicia:

—Señor Bathurst, permítame presentarle al reverendo Josiah Erasmus, recién llegado de Jamaica.

Erasmus le hizo la venia y el parlamentario contestó con un seco asentimiento antes de farfullar una excusa en voz demasiado baja como para ser inteligible y salir por pies como un cobarde.

Josiah Erasmus era un sacerdote de la Iglesia Evangélica.

—Y espero ser pronto un misionero de vuelta a mi continente de origen —añadió mientras estrechaba la mano de Laurence. Le habían raptado en África cuando tenía seis años y había logrado sobrevivir a ese viaje tan «saludable» del que hablaba el político, encadenado de pies y manos a sus compañeros y en un espacio tan reducido que casi no podía ni tumbarse.

—No era nada agradable estar encadenado —dijo Temerario en voz baja cuando le presentaron al reverendo—, y al menos yo sabía que iban a soltarme cuando amainase la tormenta. De todos modos, estaba seguro de poder romperlas.

El dragón se refería a las cadenas que le habían puesto con el fin de que estuviera seguro en cubierta durante los tres días que duró un tifón, y se hizo para su propia seguridad, por supuesto, pero no mucho después de eso había tenido ocasión de ver de cerca el trato brutal soportado por un grupo de esclavos en el puerto ghanés de Cape Coast, y eso le había marcado de forma indeleble.

—Algo así le ocurrió a nuestro grupo; los grilletes no son demasiado buenos, pero solo hay un sitio adonde ir: arrojarse al mar y encomendarse a la misericordia de los tiburones. No tenemos alas para volar.

El clérigo hablaba sin rencor, por lo cual tal vez les hubiera perdonado, y cuando Temerario expresó su deseo de que los negreros fueran arrojados por la borda, Erasmus negó con la cabeza.

—No hay que pagar mal con mal. El juicio solo corresponde al Todopoderoso: mi respuesta ante los crímenes de los esclavistas va a ser volver junto a los míos con la palabra del Señor y esperar que la práctica no pueda continuar cuando todos seamos hermanos de Cristo y de ese modo se salven tanto esclavistas como esclavos.

Temerario albergaba ciertas dudas sobre aquel discurso tan cristiano y caritativo.

—Yo no daría ni un penique por los esclavistas y Dios debería juzgarlos bastante más deprisa —murmuró el Celestial en cuanto Erasmus se hubo ido. Laurence se quedó blanco al oír aquella blasfemia, temeroso de que Wilberforce la hubiera escuchado, pero, por suerte, este tenía la atención puesta en otro sitio: en un alboroto creciente que se oía en el otro extremo del enorme claro, donde empezaba a congregarse el gentío.

—Me preguntaba si iba a venir —dijo Wilberforce.

Horatio Nelson en persona había entrado en el claro junto a un grupo de amigos, algunos de ellos oficiales de la Armada, viejos conocidos de Laurence, y en ese momento estaba presentando sus respetos a Lord Allendale.

—No hemos dejado de invitar a nadie, por descontado, pero no tenía ninguna esperanza de que viniera. Tal vez ha acudido porque le he invitado en su nombre, Laurence. Voy a ausentarme un rato, discúlpeme. Me alegra mucho que este hombre haya venido y dé glamour a nuestra fiesta, pero ha dicho en público demasiadas cosas como para que me resulte fácil mantener una conversación con él.

Por su parte, Laurence se hallaba muy complacido de que Nelson no se hubiera ofendido lo más mínimo ante los comentarios y comparaciones hechas entre ellos y se mostró más amigable de lo que cabía esperar, y le ofreció la mano.

—William Laurence… Ha viajado mucho desde la última vez que nos encontramos. Si la memoria no me falla, cenamos juntos a bordo del Vanguard en el 98, poco antes de lo de Abukir. ¡Cuánto tiempo ha pasado y qué deprisa!

—Desde luego, señor. Me honra que Su Gracia se recuerde —contestó el aviador y en respuesta a la mirada de ansiedad del marino se volvió para presentarle a Temerario; este desplegó la gorguera ante la mención de su nombre—. Confío en que darás una cálida bienvenida a Su Gracia, amigo. Ha sido muy amable por su parte aceptar ser nuestro invitado y venir hasta aquí.

El tacto nunca había sido el fuerte del Celestial y por desgracia no estaba preparado para mostrarse muy sutil, así que preguntó con frialdad:

—¿Qué le ha pasado a sus medallas? Están todas desfiguradas…

El dragón lo soltó con la intención de ser insultante, pero Nelson —célebre porque al hecho de hablar de la gloria adquirida solo anteponía el de ganar más fama para sí— no podía estar más complacido ante la excusa que le habían servido en bandeja para relatar la batalla y explayarse a conciencia antes aún de haberse recuperado de las heridas, y sobre todo, hacerlo ante una audiencia que, por una vez, desconocía todos los detalles.

—Un astuto lanzafuego español nos causó un problemilla en Trafalgar, pero luego ellos fueron pasto de las llamas —contestó, tomando asiento en una de las muchas sillas vacías dispuestas alrededor de una mesa cercana y usando los bollitos de pan para señalizar barcos.

Temerario se sintió más y más interesado, por mucho que eso le contrariase, y se acercó más para observar las maniobras representadas sobre la tela del mantel. Nelson no pestañeó, aun cuando los espectadores reunidos para presenciar las explicaciones retrocedieron varios pasos. Describió las pasadas del dragón español con un tenedor y dio un buen número de detalles escabrosos sobre cómo le rescataron para concluir mirando al dragón:

—Cuánto lamento no haberos tenido allí. Estoy seguro de que no hubierais tenido problema alguno para repeler a esa molesta criatura.

—Eso pienso yo también —respondió Temerario con toda candidez, y volvió a mirar de cerca las medallas, pero esta vez con mayor admiración—. ¿No te va a dar unas nuevas el Almirantazgo? Eso no es muy educado por su parte.

—Vaya, bueno, bueno, mi querida criatura, las considero un símbolo de honor muy superior y no tengo intención de reclamarlas —contestó Nelson—. Y ahora, Laurence, dígame si recuerdo bien: ¿es posible que haya leído algún artículo en la Gazette donde decía que este mismo dragón suyo había hundido un barco francés llamado Valérie? ¿Y en una sola pasada?

—Así es, señor. Según tengo entendido, el capitán Riley, de la Allegiance, envió la noticia el año pasado —contestó el aviador, muy incómodo. La noticia había minimizado el incidente bastante y, aunque se enorgullecía de la habilidad de Temerario, ese no era el tipo de cosas que sus invitados civiles iban a encontrar tranquilizadoras, y menos aún si llegaban a enterarse de que ahora los franceses tenían su propio Celestial y que ese mismo poder devastador podía ser empleado contra sus propias embarcaciones.

—Sorprendente, prodigioso —repuso Nelson—. ¿Qué era? ¿Una corbeta?

—Una fragata, señor —respondió Laurence todavía más a disgusto—, una fragata de cuarenta y ocho cañones.

Hubo una pausa, rota por la intervención de Temerario.

—No puedo lamentarlo, pero me resultó muy duro a causa de los pobres marineros, aunque tampoco fue muy noble por su parte acercarse a hurtadillas de noche, cuando sus dragones podían vernos y nosotros a ellos no.

—No cabe duda —respondió Nelson en voz alta para hacerse oír por encima de los allí reunidos. La respuesta del alado le había sorprendido, pero se recuperó enseguida y los ojos le centellearon con un brillo marcial—. Sin duda. Os felicito. Creo que debo tener una conversación con el Almirantazgo, capitán, sobre vuestro actual destino. Es un desperdicio, un verdadero desperdicio. Van a oírme clamar sobre este tema, pueden estar seguros. Dígame, capitán, ¿se las podría arreglar el dragón con un navío de línea?

Laurence no podía explicar la imposibilidad de un cambio en su actual destino sin revelar el secreto, razón por la cual respondió de forma vaga y agradeció el interés tomado por Su Gracia.

—¡Qué listo! —comentó Lord Allendale con tono lúgubre en la conversación mantenida con ellos y Wilberforce en cuanto se hubo ido Nelson, aunque no dejó de asentir y despedirse del modo más afable para todos cuantos recababan su atención—. Supongo que podemos considerar una señal de éxito el hecho de que prefiera que te destinen fuera de Inglaterra.

—Se equivoca en eso, señor. No estoy dispuesto a aceptar que se dude de la sinceridad de sus comentarios a la hora de desear que se haga el mejor uso posible de las habilidades de Temerario —dijo Laurence con frialdad.

—Y además, es muy aburrido patrullar la costa de un lado para otro —intervino Temerario—. Preferiría un trabajo mucho más interesante, como luchar contra dragones lanzafuego, si no se nos necesita en nuestro actual destino, pero se supone que cumplimos nuestro deber —concluyó sin una pizca de tristeza, y volvió a centrar su atención en los demás invitados que ahora deseaban hablar con él, igual que Nelson. La fiesta tenía el éxito asegurado.

—¿Podemos sobrevolar los campos en cuarentena cuando volvamos para ver cómo queda el pabellón, Laurence? —preguntó Temerario a la mañana siguiente cuando estuvieron listos para regresar a Dover.

—No puede estar muy avanzado —adujo Laurence.

No obstante, la verdadera intención del Celestial resultaba evidente: deseaba echar un vistazo en los campos de cuarentena por si veía a Maximus y a Lily. No habían recibido respuesta a ninguna de las cartas enviadas por Laurence a ellos y a sus capitanes y Temerario había empezado a preguntar por su estado cada vez con mayor impaciencia. ¿Cómo iba a reaccionar el dragón cuando viera a sus amigos consumidos por la enfermedad, tal y como imaginaba que estaba sucediendo? Ese era su temor, pero tampoco se le ocurría ninguna buena razón para desviar su atención, así que llevó a un aparte al médico y le preguntó con discreción:

—¿Existe algún motivo para temer una infección en el aire? ¿Correríamos algún peligro si sobrevolamos los campos?

—No, siempre y cuando se mantenga a una distancia prudencial de los ejemplares enfermos. Los transmisores de la infección son los humores flemáticos, de eso no cabe duda, así que mientras no se ponga directamente al alcance de un estornudo o una tos… —respondió Dorset con aire ausente y sin pensarse demasiado la contestación, lo cual no tranquilizó nada a Laurence.

Aun así, le sirvió de base para sonsacar a Temerario la promesa de que mantendría la altitud de vuelo, donde tal vez no fuera posible que un dragón se les aproximara en vuelo ni ver los estragos más duros que la enfermedad había infligido en sus amigos.

—Lo prometo, por supuesto —repuso el Celestial, y luego añadió de forma muy poco convincente—: Yo solo deseo ver el pabellón; me da igual si vemos o no a otros dragones.

—Debes estar seguro, amigo, o el señor Dorset no autorizará nuestra visita. Los dragones enfermos necesitan descanso y no podemos molestarlos —le explicó Laurence, acudiendo a una estratagema ante la cual Temerario suspiró mucho, pero acabó cediendo.

En realidad, Laurence no esperaba ver dragones en vuelo. Los alados enfermos rara vez volvían a dejar el suelo, salvo durante las breves patrullas de pega en que Roland seguía usándolos para mantener una ficción de fortaleza ante los franceses. Había amanecido un día nuboso y gris, y les cayó un fino calabobos procedente del Canal mientras volaban hacia la costa. No era probable que les pidieran montar patrullas a los dragones enfermos con semejante jornada.

Los terrenos en cuarentena se hallaban en el interior de la propia Dover. Sus límites quedaban delimitados por antorchas humeantes y banderas rojas clavadas en el suelo. Los dragones diseminados por los prados ahora casi desiertos apenas encontraban abrigo en la suave ondulación del terreno para el viento que hacía flamear las banderas y todos se habían aovillado para guarecerse un poco del frío y el viento. Cuando Temerario se aproximaba al territorio vedado, su capitán atisbó tres motas en el aire; estas se convirtieron enseguida en tres dragones que volaban como posesos: dos de ellos iban en pos de un tercero, mucho más pequeño.

—Laurence, esos de ahí son Auctoritas y Caelifera, de Dover, estoy seguro, pero no conozco a esa dragoncilla de ahí, jamás había visto a uno de esa especie.

—¡Maldición! Esa es una Plein-Vite —señaló Ferris después de echar un vistazo con el catalejo que le había prestado Laurence.

Los tres alados pasaban directamente por encima de los campos prohibidos a una altura donde la dragona francesa, a pesar de los jirones de niebla, podía ver fácilmente los grandes corpachones consumidos de los animales enfermos así como el ensangrentado suelo circundante.

Los dos dragones ingleses no habían podido mantener el ritmo y se habían dejado caer hacia el suelo, literalmente agotados, mientras que la pequeña dragona había volado en bucle para evitarlos y luego había seguido, batiendo las alas con gran vigor, hasta rebasar los límites de los campos, dirigiéndose hacia el Canal de la Mancha lo más deprisa posible.

—A por ella, Temerario —ordenó Laurence, y se lanzaron a la persecución. El Celestial batía sus alas descomunales una vez por cada cinco de la pequeña dragona francesa, pero él devoraba las yardas con cada aletazo.

—No tienen mucho aguante. Son una raza próxima a la empleada como dragones mensajeros, así que los malditos son veloces como el rayo. Han debido de traerla hasta cerca de la costa en bote durante la noche para que estuviera fresca a la hora de hacer el viaje de regreso —comentó Ferris a grito pelado para hacerse oír por encima de aquel viento cortante. Laurence se limitó a asentir para no desgañitarse antes de tiempo. Probablemente, Bonaparte había confiado en deslizar algún alado pequeño para pasar por donde fracasaban los de mayor tamaño.

Alzó la bocina y ordenó a voz en grito:

—Rendez-vous.

Fue en vano.

Lanzaron una bengala para darle énfasis a la amenaza y esta pasó por delante del morro de la dragoncilla, una señal difícil de ignorar o malinterpretar, pero no aminoró ni un ápice el furioso ritmo de vuelo. La Plein-Vite solo llevaba a bordo un piloto no muy corpulento, un joven de la edad de Roland o Dyer, cuyo semblante blanco y desencajado pudo ver el capitán inglés a través del catalejo cuando el muchacho volvió la vista atrás para ver a su enorme perseguidor de alas negras listo para atacarle.

El muchacho se volvió y dio palabras de ánimo a su dragón mientras arrancaba hebillas y accesorios del arnés; llegó incluso a descalzarse y se desembarazó también el cinto con la pistola y la espada, que destellaron brevemente a pesar de la grisura del día mientras daban vueltas en el aire, debían de ser tesoros muy preciados para el muchacho, dedujo Laurence. El ejemplo del jinete dio ánimos al alado, que hizo un esfuerzo para batir las alas con mayor velocidad y alejarse. Su ventaja radicaba en la velocidad y la escasa oposición que presentaba su cuerpo frente al viento.

—Debemos derribarla ya —concluyó Laurence en tono grave tras bajar el catalejo. El inglés había visto el efecto del viento divino en dragones enemigos con peso de pelea y sobre soldados de tal o cual arma, mas no le gustaba pensar ni deseaba presenciar el posible efecto sobre un blanco tan diminuto e indefenso—. Debes detenerlos ya, Temerario. No podemos dejar que se escabullan.

—Pero Laurence, es tan pequeña… —objetó el Celestial con tristeza, volviendo la cabeza hacia atrás lo justo para asegurarse de ser oído. Él seguía volando a toda velocidad con todas sus fuerzas, pero no iba a alcanzarla.

—Es demasiado veloz y demasiado pequeña para que podamos abordarla —contestó Laurence—. Ordenar el salto de abordaje sería una sentencia de muerte para cualquier hombre. Habrá que abatirla en caso de que no se rinda. Se está distanciando, debes hacerlo ya.

Temerario se estremeció, aunque luego inspiró aire con decisión y lo soltó, pero apuntando junto a la dragona y no directamente sobre ella. La Plein-Vite profirió un agudo alarido de alarma y aleteó hacia atrás, como si intentase cambiar de dirección, y al cabo de un momento dejó de batir las alas. Temerario se lanzó hacia delante y se puso sobre ella antes de plegar las alas y empujarla hacia el suelo, hacia la suave y pálida arena amarilla de las playas, en cuyas ondulantes dunas se dio un topetón y fue dando tumbos sin orden ni concierto mientras Temerario, detrás de ella, se posaba en el suelo, donde hundía las garras y hacía surcos como si estuviera arando la orilla, levantando tal cantidad de tierra a su paso que acabaron envueltos en una nube de polvo.

Se deslizaron sobre el suelo casi un centenar de yardas. Laurence no lograba ver nada y solo podía escudar el rostro con la mano a fin de que no se le metiera la arena en suspensión por la boca, pero oía sisear a Temerario con desagrado y berrear a la dragona francesa.

—Ja —exclamó triunfalmente el Celestial—. Je vous ai attrapé; il ne faut pas pleurer[6]. Oh, venga, te pido perdón, lo siento mucho.

El capitán tosió con violencia mientras se sacudía la arenilla de la cara y la nariz. Los ojos le escocían mucho y cuando fue capaz de ver por ellos se encontró mirando casi directamente a las pupilas rasgadas de los inquietantes ojos anaranjados de un Largario.

Excidium ladeó la cabeza para estornudar, y al hacerlo, soltó sin querer una rociada de gotas de ácido que humearon durante unos instantes cuando las absorbió la arena. Laurence contempló horrorizado cómo la enorme cabeza volvía lentamente a su posición original.

—¿Qué habéis hecho? No teníais que haber entrado aquí —dijo Excidium con voz áspera y bronca.

Pudieron ver conforme se asentaba la nube de arena a media docena de Largarios. Junto a Excidium se hallaba Lily, esta sacó la cabeza de debajo del ala que había levantado para protegerse. Permanecían acurrucados en los fosos de arena, ese era su lugar de reclusión durante la cuarentena.