Capítulo 3

Sin embargo, llegaron al cobertizo de Weymouth poco antes del anochecer y bastante alterados, pues Wringe había expresado cinco o seis veces en el transcurso del vuelo la intención de echar a volar y hacer el resto del viaje por sí misma. Además de eso, había arañado sin querer a Temerario en dos ocasiones y al removerse por culpa de la incomodidad había lanzado por los aires a dos de los lomeros que viajaban sobre ella. Se salvaron solo gracias a las correas atadas de los mosquetones. Tras aterrizar, ambos echaron pie a tierra magullados y mareados por el porrazo y se alejaron de allí con la ayuda de sus compañeros, que les recetaron una dosis generosa de brandy en los pequeños barracones.

Wringe montó un alboroto de aúpa antes de que le extrajeran las balas: empezó por deslizarse sobre los cuartos traseros cuando Dorset se aproximó cuchillo en mano e insistió en que ella se encontraba bastante bien, pero a esas alturas el Celestial se hallaba lo bastante fuera de sus casillas como para no tener paciencia con sus evasivas y soltó un gruñido sordo que hizo estremecer la tierra seca y apelmazada de los alrededores e indujo a la herida a tenderse dócilmente en el suelo para ser examinada a la luz de una linterna suspendida en alto.

—Bueno, ya está —anunció el cirujano tras haber extraído la tercera y última de las balas—. Ahora debe comer algo de carne y descansar toda la noche. Este terreno es demasiado duro —añadió con desaprobación mientras bajaba de la paletilla de la dragona con un cuenco donde tintineaban las tres balas ensangrentadas.

—Me da igual que este sea el suelo más duro de Inglaterra —intervino el agotado Celestial al tiempo que inclinaba la cabeza a fin de que Laurence pudiera acariciarle el hocico mientras le aplicaban las cataplasmas a sus heridas, por suerte superficiales—. Solo pido que me traigan una vaca y luego me dormiré.

Le bastaron tres formidables mordiscos para desgarrar y zamparse una vaca entera. Echó la cabeza hacia atrás para que el último bocado le bajara con más facilidad por la garganta. El granjero, a quien habían convencido para que llevara a una de sus reses hasta el cobertizo, quedó paralizado y boquiabierto mientras contemplaba la escena con una suerte de macabra fascinación, y otro tanto podía decirse de sus dos hijos, a quienes los ojos estaban a punto de salírseles de las órbitas. Laurence le puso en la mano unas cuantas guineas de más sin que el hombre opusiera resistencia y luego los echó de allí a todos, sabedor de que a la causa de Temerario no le convenía que se extendieran historias recientes y escabrosas acerca del salvajismo dragontino.

Los dragones salvajes se dispusieron alrededor de la herida Wringe a fin de protegerla de cualquier corriente de aire frío y se acomodaron uno sobre otro de la forma más cómoda posible. Los más pequeños se arrastraron con cuidado hasta ponerse sobre el lomo de Temerario en cuanto este se quedó dormido.

Hacía demasiado frío para dormir al raso y no habían traído consigo las tiendas cuando salieron a patrullar. Laurence tenía la intención de dejarles a sus hombres las barracas, que ya eran demasiado pequeñas como para quitarles más espacio con la división del capitán, e ir a un hotel si lograba encontrar uno. En cualquier caso, estaba muy contento de poder enviar noticias suyas al cobertizo de Dover para que su ausencia no causara zozobra alguna. Todavía no confiaba en ninguno de los montaraces lo bastante como para enviarle solo con un puñado de oficiales tan bisoños.

Ferris se aproximó mientras Laurence hacía averiguaciones acerca de los escasos ocupantes del cobertizo.

—Mi familia vive en Weymouth, señor. Estoy seguro de que mi madre estará encantada de recibirle para pasar la noche si así lo desea —ofreció. Hacía esa oferta muy a la ligera, como así evidenciaba la ansiedad de su rostro, y esa era la razón por la que añadió—: Solo tendría que avisar con un poco de antelación.

—Eso es muy amable de su parte, señor Ferris. Le agradecería que no lo retrasara mucho —repuso Laurence, a quien no le pasó por alto la zozobra del joven.

Probablemente, el tercer teniente se sentía obligado a invitarle por una cuestión de cortesía, aun cuando su familia viviera en el rincón de un altillo y solo tuviera para compartir un mendrugo de pan duro. La mayoría de su oficialidad, bueno, suya en particular y del Cuerpo en general, procedía de las filas de una clase social conocida únicamente como «pobre pero honrada», y todos se inclinaban a tenerle en una posición social superior a la que él mismo pensaba. Su padre poseía una amplia propiedad, sin duda, pero Laurence no había pasado tres meses seguidos en casa desde que se hizo a la mar, sin mucha pena por ninguno de los dos lados, excepto, tal vez, su madre, más habituado a encargarse de un camarote que de una casa solariega.

Aceptó la invitación con independencia de la mayor o menor simpatía que sintiera hacia Ferris ante la probable dificultad de hallar otro alojamiento y su propia fatiga, que le impulsaba a instalarse donde fuera, aunque fuese el rincón de un desván con un mendrugo de pan. Le resultó difícil no dejarse vencer por el desánimo cuando quedó atrás el barullo del día. Los dragones salvajes habían tenido un comportamiento tan malo como cabía esperar y la imposibilidad de defender el Canal de la Mancha con semejante grupo resultaba obvia. Eran el polo opuesto a las estupendas formaciones de los magníficos dragones ingleses, cuyas filas ahora estaban diezmadas por la enfermedad. Eso hizo que lamentara su ausencia con mayor intensidad.

Por tanto, envió un mensaje donde refería lo ocurrido e hizo llamar a un carruaje. Los estaba esperando a la puerta del cobertizo para cuando hubieron reunido sus cosas. Laurence y Ferris descendieron por el largo y estrecho sendero que los alejaba de los claros de los dragones.

El vehículo los llevó a las afueras del burgo de Weymouth en veinte minutos. Ferris se iba encogiendo más y más mientras el carruaje avanzaba a una velocidad de vértigo y el semblante cobró una palidez tan extrema que Laurence habría pensado que se había mareado por culpa del zarandeo de no haber visto perfectamente al oficial en medio de un vendaval en el aire y un tifón en alta mar, por lo cual era improbable que le trastornase el movimiento cómodo de un asiento con muelles. El vehículo dobló una curva y se adentró por un sendero flanqueado por densos arbolados. Laurence comprendió su error cuando ralearon los árboles y los caballos se dirigieron hacia la casa: un vasto edificio de aires góticos más desparramado que espacioso. Una hiedra centenaria cubría la piedra renegrida casi por completo. Todas las ventanas del edificio estaban iluminadas y proyectaban una hermosísima luz dorada sobre un arroyo artificial que serpenteaba entre el césped plantado delante de la casa.

—Es una vista espléndida, señor Ferris —comentó el capitán mientras traqueteaban al pasar el puente—. Debe de darle mucha tristeza no estar en casa más a menudo. ¿Desde cuándo reside aquí su familia?

—Desde siempre —respondió el otro, ladeando la cabeza con aire inexpresivo—. Fue un cruzado o algo así quien construyó el primer edificio, bueno, eso creo, pero no estoy seguro.

Laurence vaciló, pero al final, a regañadientes, contestó a modo de consuelo:

—Mi padre y yo hemos tenido nuestros desencuentros, lamento decirlo, así que no paro mucho en casa.

—El mío ha muerto —repuso Ferris; solo después cayó en la cuenta de que aquella respuesta era demasiado brusca e hizo un esfuerzo inmenso para añadir—: Mi hermano Albert es un buen tipo, supongo, pero nos llevamos diez años, así que en realidad tampoco nos conocemos demasiado.

—Ah —repuso Laurence, que dejó de hacerse el enterado para no causar más consternación a Ferris.

Tal vez los guiaran de inmediato a sus habitaciones a fin de que no los vieran las visitas. Estaba tan cansado que albergaba la esperanza de recibir semejante desaire, pero sucedió justo lo contrario: una docena de criados los esperaban en la avenida de acceso a la casa con fanales encendidos y otros dos los aguardaban con un peldaño de madera para facilitarles la salida del carruaje y una nutrida representación de la servidumbre salió al exterior, a pesar del frío y de que seguramente debían tener mucho trabajo en la casa, haciendo una ostentación del todo innecesaria.

—Espero que no se lo tome muy a pecho si mi madre… —soltó el joven a la desesperada en el instante en que se detuvieron los caballos—. Ella no pretende…

Los lacayos abrieron la puerta en ese momento y Ferris enmudeció por un deber de discreción.

Los llevaron directamente al salón, donde encontraron reunidos a todos los invitados, que los esperaban; no eran muchos, pero sí muy elegantes: todas las damas vestían ropas de un estilo desconocido, el culmen de la moda para un hombre que frecuentaba la sociedad una vez al año, y algunos de los caballeros parecían unos esnobs de mucho cuidado. Entonces Laurence cayó en la cuenta de que vestía unos pantalones y calzaba unas hessianas[3] manchadas de polvo, pero eso tampoco debía preocuparle demasiado, y menos aún cuando vio a otros caballeros cuyas mejores galas eran unos pantalones bombachos que les llegaban a la altura de las rodillas. Había también un par de militares entre la concurrencia, uno de ellos era coronel de infantes de Marina cuyo alargado semblante consumido por el sol estaba lleno de cicatrices; el rostro le sonaba lo suficiente para suponer que habían cenado juntos a bordo de algún barco, y un capitán de infantería a juzgar por la casaca roja; era un hombre alto y tristón, y tenía ojos azules.

—¡Henry, cariño! —una mujer alta se levantó de su asiento y acudió a saludarlos con ambos brazos extendidos. Guardaba demasiado parecido con Ferris como para llamar a equívocos. Ambos tenían la misma frente despejada, el pelo de un rojo cobrizo, un cuello de cisne en ambos casos y el mismo gesto a la hora de erguir la cabeza—. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido!

—Madre —repuso el joven con gesto acartonado, y se inclinó para besar la mejilla que ella le ofrecía—, ¿puedo presentarte al capitán Laurence? Señor, le presento a Lady Catherine Seymour, mi madre.

—Encantada de conocerle, capitán Laurence —contestó ella mientras le ofrecía la mano.

—Mi señora —repuso el oficial, flexionando la pierna para hacerle una reverencia completa—, lamento mucho importunarle. Le ruego sepa disculpar que acudamos con ropas tan sucias…

—Cualquier oficial de la Fuerza Aérea de Su Majestad es bienvenido a esta casa, capitán —sentenció ella—, en cualquier momento, de día o de noche, se lo aseguro, y no necesita de ninguna presentación para ser igualmente bienvenido.

Laurence no supo qué contestar a eso. Se había presentado de improviso, pero no sin ser invitado, a una hora avanzada, que no intempestiva, y había acudido en compañía de uno de sus hijos, por si necesitaba más garantías a ese respecto. Si había sido invitado era bienvenido, no podía suponer que fuese de otro modo. Solucionó la papeleta con una vaga fórmula de cortesía:

—Muy amable.

El resto del grupo no era igual de efusivo. Albert, el hermano mayor de Ferris y actual Lord Seymour, tenía muy subidos los humos y lo dejó claro desde el principio, cuando Laurence elogió aquella casa. Aprovechó la ocasión para dejar caer que esa casa era Heytham Abbey y estaba en posesión de la familia desde el reinado de Carlos II. El cabeza de familia había pasado de caballero a baronet y luego a barón en una firme escalada social, y ahí habían quedado los Ferris.

—Le felicito —dijo Laurence.

No desaprovechó la ocasión de sacar sus propias consecuencias: era un aviador, y sabía muy bien que una mala consideración pesaba más que cualquier otra cosa a los ojos del mundo. No podía dejar de preguntarse por qué habían enviado un hijo al Cuerpo al no hallar indicios de que la propiedad estuviera gravada con una fuerte hipoteca, lo cual hubiera sido una razón de peso, al menos si daba crédito a las apariencias. No habrían podido costear un número tan elevado de criados de estar en la ruina.

Enseguida se anunció la cena; esta supuso una sorpresa para el capitán de la Fuerza Aérea, pues había esperado poco más que algo de sopa fría, convencido de que incluso eso era mucho al haber llegado a una hora bastante avanzada.

—Oh, ni se le pase por la imaginación. Somos cada vez más modernos y a menudo seguimos el horario de la ciudad incluso cuando estamos en el campo —replicó en voz alta Lady Catherine—. Por lo general, tenemos muchos invitados londinenses y sería muy pesado para ellos cenar a primera hora y dejar los platos a mitad para pedir que se los sirvieran más tarde. Ahora no vamos a seguir la etiqueta. Henry va a sentarse a mi lado, pues tengo muchas ganas de que me cuentes todo lo que has hecho, cielo, y usted, capitán Laurence, se sentará con Lady Seymour, por supuesto.

Laurence solo podía hacer la venia y ofrecer el brazo, aunque, sin duda alguna, Lord Seymour tenía prioridad, incluso si su madre elegía hacer una excepción lógica por su hijo. La nuera de Lady Catherine miró a esta durante unos instantes como si deseara contradecirla a gritos, o eso le pareció a Laurence, pero luego aceptó el brazo del aviador sin vacilación alguna y este eligió hacer como que no se enteraba de nada.

—Henry es mi hijo más joven, ¿sabe? —explicó Lady Catherine a Laurence durante el segundo plato. El capitán estaba sentado a la derecha de la dama—. La tradición de esta casa dicta que el segundogénito ingrese en el Ejército y el tercerogénito entre en el Cuerpo. Ojalá eso no cambie nunca —Laurence siguió la dirección de la mirada de la anfitriona y tuvo la impresión de que ese comentario iba dirigido a otra comensal sentada junto a él, pero Lady Seymour no se dio por aludida y siguió hablando muy formal con el compañero de su derecha, el capitán de infantería, Richard, que resultó ser hermano de Ferris—. Me alegra mucho conocer a un caballero cuya familia piensa igual que yo en ese punto, capitán.

Laurence había evitado por los pelos que su airado padre le echara de casa cuando se produjo un cambio brusco en su carrera profesional, y le pareció deshonesto aceptar semejante cumplido, de modo que replicó con cierta torpeza:

—Le pido disculpas, señora, pero he de confesar que nos concede usted una valía inmerecida. Los hijos menores de mi familia ingresan en la Iglesia, pero yo estaba enamorado del mar y no habría aceptado otra profesión —y acto seguido tuvo que explicar toda la historia de su accidental adquisición de Temerario y el subsiguiente traslado al Cuerpo Aéreo.

—No retiro lo dicho, incluso ahora tiene más sentido, pues tuvo usted los buenos principios para cumplir con su deber cuando se le presentó el momento —repuso Lady Catherine con firmeza—. Me parece vergonzoso el desdén mostrado por algunas de las mejores familias hacia el Cuerpo, actitud con la que jamás voy a estar de acuerdo.

Cambiaron otra vez los platos y ella retomó su discurso pomposo en voz alta. Laurence se percató de que los comensales apenas habían probado la comida a pesar de que esta era excelente y eso le hizo llegar a la conclusión de que todas aquellas afirmaciones de la dama eran una patraña: habían cenado antes. Se puso a observar con disimulo la siguiente vez que se llevaron el servicio y comprobó que, en efecto, las damas picoteaban la comida sin demasiado entusiasmo, lo justo para fingir que se llevaban algún bocado a la boca. Entre los hombres, el único en comer de verdad era el coronel Prayle. Este sorprendió a Laurence mientras le miraba y le dedicó un guiño apenas perceptible antes de continuar devorando a la velocidad de un zampabollos, la propia de un soldado profesional acostumbrado a alimentarse cuando tenía la comida delante.

Si en vez de ser dos hubiera acudido de visita un grupo numeroso a una casa sin invitados, Laurence habría esperado de un anfitrión considerado que les reservasen algo de cena o sirvieran a los recién llegados un segundo plato, pero no aquella farsa. Era como si les molestara servirles en sus habitaciones una comida sencilla cuando el resto de los invitados ya había cenado. Aun así, no le quedaba otro remedio que permanecer allí sentado mientras iban trayendo y llevando platos, conscientes de que su presencia no agradaba a ninguno de los allí presentes. El propio Ferris apenas comía y permanecía con la cabeza gacha aun siendo tan tragón como podía esperarse de un chico de diecinueve años que ha pasado mucha hambre en los últimos meses. Lord Seymour ofreció oporto y puros con una nota de cordialidad en la voz tan enérgica como falsa en cuanto las damas se retiraron al salón, pero el capitán de Temerario solo aceptó el vaso más pequeño que no podía rechazar por respeto a su anfitrión. La mayoría de ellos se había dejado caer en algún asiento junto al fuego antes de que hubiera pasado media hora y nadie puso objeción alguna a reunirse enseguida con las damas.

Nadie propuso jugar a las cartas ni oír música. Las conversaciones eran tristes y se desarrollaron en voz baja.

—¡Qué sosos estáis esta noche! —los pinchó Lady Catherine con un cierto nerviosismo—. El capitán Laurence va a encontrar de lo más aburrida nuestra compañía. Supongo, capitán, que no visitáis mucho el condado de Dorset.

—No he tenido ese placer, señora —respondió Laurence—. Mi tío vive cerca de Wimbourne, pero no le visito desde hace muchos años.

—Ah, tal vez conozcáis a la familia de la señora Brantham.

La anfitriona indicó a una dama con un leve movimiento de cabeza y esta se despertó lo justo para contestar sin tacto alguno y con voz soñolienta:

—Estoy segura de que no.

—Es poco probable, mi señora. Mi tío se mueve poco fuera de sus círculos políticos —contestó el invitado al cabo de una pausa—. En todo caso, mi tiempo en el Cuerpo me ha privado del placer de una gran vida social, especialmente en estos últimos años.

—¡Pero menudas compensaciones tiene usted! —repuso Lady Catherine—. Viajar en dragón debe de ser maravilloso, estoy convencida… Va mucho más deprisa y su única preocupación es que le derribe una galera.

—A menos que la nave se canse del viaje y se lo coma… ¡Ja, ja, ja! —dijo el capitán Ferris, codeando a su hermano menor.

—Menuda tontería, Richard, como si hubiera peligro de que fuera a suceder semejante cosa. Me veo obligada a pedirte que retires ese comentario. Vas a ofender a nuestro invitado.

—Nada de eso, señora —terció Laurence, desconcertado. La fuerza de su objeción confería a la broma un peso inmerecido, y en cualquier caso, él estaba más dispuesto a sobrellevarlo que a aceptar unas disculpas que le parecían excesivas y poco sinceras.

—Es usted demasiado tolerante —dijo ella—. Richard bromeaba, por supuesto, pero se sorprendería de cuántas personas dicen y creen eso en el día a día. Tener miedo a los dragones es de apocados, estoy segura.

—Me temo que eso es consecuencia de la infortunada situación aún persistente en nuestro país de mantener aislados a los dragones en cobertizos lejanos. Así lo convertimos en lugares de horror.

—Vaya, ¿y qué otra cosa podemos hacer con ellos? ¿Dejarlos en la plaza del pueblo? —quiso saber Lord Seymour. Encontró muy divertida su ocurrencia. Tenía el rostro colorado de incomodidad tras haber cumplido sus deberes como anfitrión durante la segunda cena, acto heroico al que le estaba haciendo justicia con un segundo vaso de oporto, por lo cual se atragantó con las risas.

—Puede verlos en las calles de todos los pueblos y ciudades de China —contestó Laurence—. Duermen en pabellones tan próximos a las viviendas como una residencia[4] de otra en Londres.

—Cielos, yo no pegaría ojo —dijo la señora Brantham con un estremecimiento—. Esas costumbres extranjeras son espantosas.

—La disposición me parece peculiar cuando menos —intervino Lord Seymour, frunciendo el ceño—. Mire usted cómo se comportan los caballos. Mi cochero en el pueblo debe alejarse una milla cuando el viento cambia de dirección y sopla desde el cobertizo porque los caballos se vuelven asustadizos.

Laurence se vio obligado a admitir que no era ese el caso: se veían pocos caballos en las ciudades chinas, salvo los bien adiestrados corceles del ejército.

—No obstante, no se nota su ausencia, puedo asegurárselo. Además de carros tirados por mulas, hay dragones contratados para ser una especie de diligencias vivientes y los ciudadanos de alta posición usan sus servicios como mensajeros, y como pueden imaginar todo va mucho más deprisa. Bonaparte ya ha adoptado este sistema, al menos en sus campamentos.

—Ah, Bonaparte —repuso Seymour—. No, gracias a Dios, nosotros organizamos las cosas con un poco más de criterio. En cambio, tengo entendido que debo felicitarles. No pasa ni un mes sin que mis arrendatarios vengan a quejarse de las patrullas aéreas, asustan al ganado y a veces dejan los restos de… —Lord Seymour hizo un ademán elocuente y se saltó esa parte en atención a las damas—. Los dejan por todas partes, pero este semestre nada de nada. Imagino que han abierto ustedes nuevas vías, y se han tomado su tiempo. Casi había decidido hablar del asunto en el Parlamento.

El capitán estaba al tanto de las razones de esa disminución de la frecuencia de las patrullas, pero no podía dar una respuesta amable a ese comentario, así que no contestó y en vez de eso procedió a llenarse otra vez el vaso de vino.

Laurence se alejó y deambuló hasta quedarse junto al ventanal más alejado del fuego y aprovechar la corriente de aire que se colaba por el mismo para refrescarse un poco. Lady Seymour había tomado asiento cerca de allí, por algún motivo que no acertaba a adivinar. Había apartado el vaso de vino y se abanicaba. Cuando el aviador hubo pasado un tiempo allí, ella hizo un esfuerzo por entablar conversación con él.

—De modo que tuvo usted que cambiar la Armada por el Cuerpo… Debió de ser duro, supongo que usted se embarcó cuando tenía…

—Doce años, señora —contestó el capitán.

—Ah, y además usted vuelve a su casa de vez en cuando, ¿no es cierto? Y a los doce años no es lo mismo que irse a los siete. Nadie puede negar esa diferencia. Estoy segura de que su madre jamás pensó en enviarle a la Armada cuando tenía siete años.

Laurence vaciló, consciente de que Lady Catherine y todos los demás invitados aún despiertos estaban escuchando la conversación con suma atención.

—Tuve la suerte de tener asegurado un camarote casi siempre y no volvía mucho a casa —contestó con la mayor neutralidad posible—. Estoy seguro de que, en cualquiera de los casos, ha de ser muy duro para una madre.

—¿Duro? ¡Por supuesto que es duro! —saltó Lady Catherine, interrumpiendo la conversación—. ¿Y qué…? Debemos tener el coraje de enviar a nuestros hijos allí si esperamos de ellos el coraje necesario para acudir, y no ese sacrificio mezquino y a regañadientes de enviarlos demasiado tarde, cuando tienen demasiados años para adaptarse a esa vida.

—Supongo que también podríamos hacer pasar hambre a nuestros niños para acostumbrarlos a la privación —terció Lady Seymour con una sonrisa irritada— y enviarlos a dormir a las pocilgas para que aprendieran a soportar el frío y la mugre… si nos importaran muy poco.

Aquello acabó con lo poco que hubiera podido avanzar aquella pequeña conversación. Lady Catherine tenía las mejillas coloradas. Lord Seymour había tenido la prudencia de ponerse a roncar junto al fuego con los ojos muy cerrados y el pobre teniente Ferris había emprendido una prudente retirada a la otra esquina de la habitación y miraba fijamente a través del cristal de la ventana hacia los jardines envueltos por el manto de la noche, donde no había nada que ver.

Laurence lamentó haberse metido de forma tan torpe en una disputa que venía de largo y en un intento de calmar las cosas dijo:

—La Fuerza Aérea goza de una reputación inmerecida, si se me permite decirlo. No es más peligrosa ni más desagradable en el día a día que ninguna otra rama del ejército.

»Estoy en condiciones de afirmar por experiencia propia que nuestros marineros soportan una tarea mucho más dura, y seguro que el capitán Ferris y el coronel Prayle pueden dar testimonio de las privaciones de sus respectivas armas —dicho lo cual, alzó la copa en dirección a esos dos caballeros.

—Querida, querida —empezó Prayle con tono jovial, viniendo en ayuda de Laurence—. Los aviadores no tienen la exclusiva de la mala suerte, nosotros también nos merecemos una parte de vuestra compasión, y en todo caso, los aviadores están mucho mejor informados que el resto en todo momento. Usted debe saber mejor que nosotros qué se cuece ahora en Europa. ¿Prepara el emperador otra invasión ahora que ha hecho volverse a casa a los rusos?

—Os lo ruego por favor, no habléis de ese monstruo —pidió la señora Brantham, saliendo de su silencio—. Estoy segura de no haber oído nada tan espantoso como lo que le ha hecho a la pobre reina de Prusia: ¡llevarse a París a sus dos hijos!

—¡Cuánto debe de estar sufriendo la pobre! —soltó Lady Seymour, todavía muy colorada, al oír aquello—. ¿Qué madre podría soportar algo así? A mí se me rompería el corazón, lo sé.

—Lamento saberlo —contestó Laurence a la señora Brantham tras un incómodo silencio—. Eran unos niños muy valientes.

—Henry me ha dicho que tuvo usted el honor de conocerlos, capitán Laurence, a ellos y a su madre, la reina, en el transcurso de vuestra misión —intervino Lady Catherine—. Estoy segura de que coincidirá conmigo en que por mucho que se le parta el corazón, ella jamás va a pedirles que se comporten con cobardía ni que se escondan detrás de sus faldas.

Nada podía contestar a eso, salvo hacer una reverencia. Lady Seymour se puso a mirar por la ventana mientras se abanicaba con movimientos fuertes y secos. La conversación se prolongó un poco más, hasta que él percibió que era posible disculparse con amabilidad alegando la necesidad de marcharse al día siguiente a primera hora.

Le mostraron un hermoso dormitorio con pinta de haber sido acondicionado a toda prisa, y a juzgar por el peine abandonado en la jofaina parecía haber estado ocupado tal vez hasta esa misma tarde. El aviador movió la cabeza ante esa nueva muestra de obsequiosidad excesiva y lamentaba que hubieran cambiado de habitación a algún invitado por su causa.

El teniente Ferris llamó con los nudillos a la puerta antes de que hubiera transcurrido un cuarto de hora e intentó presentar sus excusas sin dar una disculpa precisa, algo difícil de hacer por otra parte.

—Ojalá ella lo viese de otra manera. En aquel momento no quería irme, supongo, y ella no puede olvidar que me eché a llorar, pero me asustaba irme de casa, como a cualquier niño —dijo, jugueteando con la cortina y con la vista clavada en la ventana con el fin de evitar los ojos de Laurence—. Ahora no me arrepiento nada en absoluto y no dejaría el Cuerpo por nada del mundo.

Enseguida le dio las buenas noches y se escabulló de nuevo, dejando a Laurence con el mal cuerpo de pensar que la gélida y manifiesta hostilidad de su padre podía ser preferible a una bienvenida tan asfixiante y turbadora.

Uno de los criados dio un golpecito en la puerta para asistir a Laurence en cuanto Ferris se marchó, pero él no tenía nada que hacer; Laurence había crecido acostumbrado a ocuparse de sus cosas: ya había sacado la casaca y había dejado preparadas las botas en un rincón, aunque estaba contento de que las lustraran.

Se las dio y volvió a acostarse, pero no transcurrió ni un cuarto de hora antes de que un clamor de ladridos procedente de las perreras y el relincho despavorido de los caballos le despertara otra vez. El aviador se dirigió a la ventana y echó un vistazo al exterior: las luces procedían de los establos lejanos. Entonces, escuchó a lo lejos un tenue silbido en el cielo.

—Haga el favor de traerme las botas ahora mismo y ordene al servicio permanecer dentro de la casa —exigió Laurence al criado que acudió corriendo a la llamada de su timbre.

Salió del cuarto sin terminar de arreglarse y se anudó el cuello de la camisa mientras bajaba las escaleras con una bengala en la mano.

—Eh, ahí, despejen, despejen —clamó a grito pelado, dirigiéndose a algunos criados reunidos en un patio abierto delante de la casa—. ¡Largo de ahí! Los dragones van a necesitar espacio para aterrizar.

Esa noticia despejó el patio en cuestión de segundos. Ferris había acudido a toda prisa con su propia bengala y un candil. Se arrodilló, la encendió y tras sisear, una luz azul subió a los cielos para estallar en las alturas. La noche era clara y la luna apenas un fino gajo. El silbido se acercó otra vez, pero con más fuerza. Era la voz resonante de Gherni en un murmullo de alas.

—¿Es ese tu dragón, Henry? ¿Dónde os sentáis todos? —inquirió el capitán Ferris mientras bajaba las escaleras con gran preocupación.

La duda tenía mucha lógica: Gherni no llegaba al segundo piso y desde luego lo habría tenido difícil para llevar a más de cuatro o cinco hombres. Aun cuando no era posible considerar precioso a ningún dragón, ella tenía una textura blanquiazul similar a la de la vajilla de lo más elegante y la oscuridad suavizaba las aristas de las garras y los dientes, dándoles unos contornos menos amenazadores. Laurence se alegró de que otros invitados, también a medio vestir, se hubieran reunido en el porche para verla.

La dragona ladeó la cabeza al oír la pregunta del capitán y dijo algo de forma inquisitiva, pero lo hizo en la lengua dragontina, ininteligible para todos ellos, y luego se sentó sobre los cuartos traseros y profirió un penetrante grito de respuesta a algún chillido que solo ella había oído.

Le respondió la voz de Temerario, más audible para todos ellos. Se posó en la amplia pradera que había detrás de la casa. La luminosidad de las lámparas arrancaba destellos a sus miles de escalas bruñidas mientras las palpitantes alas levantaban una nube de polvo y guijarros que golpeteó contra las paredes como si fueran balas. El gran dragón tenía la cabeza claramente por encima de la casa y curvó su cuello serpentino para hablar con su capitán.

—Deprisa, Laurence, por favor —le urgió el Celestial—. Un mensajero ha venido a traer el aviso de que un Fleur-de-Nuit estaba molestando a los barcos a las afueras de Boulogne. He enviado a Arkady y a los demás a darle caza, pero no confío en que le pongan interés sin estar yo allí.

—Desde luego que no —coincidió Laurence.

Se volvió un segundo con intención de estrechar la mano del capitán Ferris, pero no se le veía por ninguna parte, ni a él ni a nadie, salvo a Ferris el aviador y Gherni. Las puertas estaban cerradas a cal y canto y mientras se alejaban cerraron los postigos de todas las ventanas.

—Bueno, para eso estamos, que nadie se llame a engaño —dijo Jane después de haber oído el informe de Laurence en el claro de Temerario: la primera escaramuza a las afueras de Weymouth, la molestia de perseguir al Fleur-de-Nuit, y por último la nueva alarma creada por los dragones después de unas pocas horas de sueño, y todo en vano, pues habían llegado a tiempo de ver al despuntar el alba un único dragón mensajero francés desvanecerse sobre la línea del horizonte, hostigado por las bocas anaranjadas de las terribles baterías costeras emplazadas hacía poco en Plymouth.

—Ninguno de esos ataques era de verdad —alegó él—, ni siquiera la escaramuza, aunque la provocaron ellos. No habrían sacado ninguna ventaja ni aun cuando nos hubieran superado, no con unos dragones tan pequeños, no si deseaban volver a casa antes de desplomarse agotados en la costa.

De hecho, Laurence había dado permiso a sus hombres para dormir durante el viaje de regreso y él mismo había echado un par de cabezadas en pleno vuelo, pero eso no era nada en comparación con la situación de Temerario, absolutamente desfondado, con las alas pegadas sin fuerza a los costados.

—No. Están probando nuestras defensas, y con mayor agresividad de lo que yo había previsto. Sus sospechas son cada vez mayores —repuso Roland—. Te dieron caza en Escocia y no recibiste ayuda ni se encontraron con otro dragón en el aire. Los franceses no son tan tontos como para pasar por alto algo así, aunque la escaramuza acabara tan mal para ellos. El juego habrá terminado si alguno de los pesos pesados penetra en la campiña y sobrevuela algunos cobertizos en cuarentena. Entonces sabrán que tienen vía libre.

—¿Cómo os las habíais arreglado para que no sospecharan hasta ahora? —quiso saber Laurence—. Seguramente habían tenido que notar la ausencia de nuestras patrullas.

—Hasta ahora nos las hemos ingeniado para camuflar la situación haciendo volar a los enfermos en patrullas cortas los días despejados, cuando podían ser vistos desde mucha distancia —contestó Jane—. Muchos de ellos todavía eran capaces de volar e incluso de luchar un rato, aunque ninguno podía soportar un viaje largo. Se cansan con gran facilidad y acusan el efecto del frío más de lo debido. Se quejan de que les duelen los huesos y el invierno solo empeora las cosas.

—No me sorprende que no se encuentren bien si están tirados sobre el suelo —intervino Temerario, incorporándose y levantando la cabeza—. Claro que acusan el frío más de la cuenta, como yo, toma, el suelo está duro y helado, y yo no estoy enfermo.

—Haría que fuera verano otra vez si pudiera, mi querido amigo —contestó Jane—, pero no hay ningún otro sitio donde puedan dormir.

—Deberían tener pabellones —replicó el Celestial.

—¿Pabellones? —preguntó Jane.

Laurence fue a por su pequeño baúl de marinero y sacó del mismo el grueso paquete que habían traído con ellos desde China protegido por numerosas capas de hule y cordel. Las capas exteriores estaban casi negras, pero las interiores seguían blancas. Fue desenvolviéndolo todo hasta llegar a la fina capa de papel de arroz, donde podían verse dibujados los planos de un pabellón de dragones.

—Veamos si el Almirantazgo está dispuesto a correr con ese gasto —contestó Roland secamente, pero permaneció con la mirada fija en los diseños, con una actitud más pensativa que crítica—. Es un alojamiento bastante bueno y me atrevo a decir que sería mucho más agradable verlos dentro que tirados sobre el suelo húmedo. Tengo entendido que los dragones de Loch Laggan se encuentran mejor tendidos sobre los baños subterráneos y los Largarios acuartelados en minas de arena lo llevan bastante mejor, aunque a ellos la experiencia no les gusta nada de nada.

—Estoy seguro de que no tardarían en ponerse mejor si tuvieran pabellones y una comida más apetitosa. No me apetecía comer cuando me resfrié hasta que los chinos cocinaron para mí —dijo Temerario.

—Eso lo secundo. Apenas si probaba bocado antes de la comida china —confirmó Laurence—. Keynes era de la opinión de que la intensidad de las especias compensaba en parte su incapacidad para apreciar el olor y el sabor.

—Bueno, en cualquier caso, puedo despistar unas guineas por aquí y por allá para hacer la prueba. No hemos gastado ni la mitad de la pólvora que usamos habitualmente —dijo Jane—. Ese dinero no va a durar para siempre ni vamos a alimentar a doscientos dragones con comida especiada… Tampoco tengo ni idea de dónde vamos a sacar cocineros capaces de cocinar con especias, pero si somos capaces de conseguir alguna mejora, tal vez nos sonría la suerte y seamos capaces de convencer a los lores del Almirantazgo de seguir adelante con el proyecto.