Capítulo 17

Laurence pasó la noche en una incómoda y aislada celda situada en las entrañas del cobertizo; el calabozo era caluroso, bochornoso y no tenía ni un mísero respiradero, pues por el estrecho ventanuco con barrotes que miraba a los campos de entrenamiento solo entraba polvo. Le dieron un poco de gachas con aguachirle, otro poco de agua y otro poco de paja sobre la que dormir en el suelo, pero no mostraron ese mínimo interés gracias al cual habría podido comprar unas cuantas cosas que le hubiera hecho la situación más llevadera, y eso que tenía algo de dinero en los bolsillos.

No le robaron, pero ignoraron por completo sus intentos de soborno para obtener un poco más de comida. La fría sospecha del resentimiento brillaba en los ojos de sus captores, cuyos comentarios pronunciados entre dientes parecían hechos para que los entendiera a pesar de su limitado francés. El británico sospechaba que la noticia había corrido entre ellos y estaban al tanto de la naturaleza y la virulencia de la enfermedad, y los ánimos eran poco proclives a la indulgencia. Los guardias eran todos ellos aviadores viejos, en su mayoría antiguos miembros de la dotación de tierra, un grupo de lisiados mancos o con patas de palo; su puesto de carcelero debía de ser una sinecura, como el puesto de cocinero a bordo de los barcos ingleses, aunque Laurence no lograba recordar a ninguno que hubiera rechazado un soborno por una taza de sus brebajes, ni aun cuando hubiera sido el mismísimo diablo.

Aun así, no se lo tomó de forma personal. No hubo margen para ello. Abandonó el intento y se dejó caer sobre el sucio jergón, donde se arrebujó con el sobretodo y durmió un sueño profundo y sin pesadillas hasta que le despertó el estruendo de los carceleros a la hora de entregarle el aguachirle del desayuno, observó el cuadrado de luz dibujado en el suelo por el sol que entraba a chorros por el ventanuco, limpiamente dividido por la sombra de los barrotes, y luego cerró los párpados otra vez, sin molestarse en ponerse de pie e ir a por el desayuno.

Por la tarde, le aferraron con rudeza y le llevaron a otra sala, donde se enfrentó a una serie de oficiales de alto grado con semblante avinagrado, todos ellos dispuestos junto a una larga mesa. Le interrogaron con cierta brusquedad sobre la naturaleza de los musgos, la enfermedad y su propósito al traer la cura, si es que era la cura. Laurence se vio obligado a dar explicaciones una y otra vez, y a hablar más deprisa cuando se ralentizaba con su francés mal trabucado, pues se perdía y se equivocaba cuando conversaba a mayor velocidad y ellos se le echaban encima a la mínima discordancia y le zarandeaban como a un monigote hasta sacarle las pocas fuerzas que le quedaban.

Esa primera ronda solo fue el comienzo, pues luego se consideraron con derecho a sospechar de él como instrumento de algún truco y no como el que actuaba para evitarlo. A él se le hizo muy difícil soportarlo. Entonces empezaron a formularle otro tipo de preguntas relacionadas con la posición de los barcos en el Canal de la Mancha y las fuerzas del cobertizo de Dover. Al principio no respondió nada, pero luego se le escaparon algunas cosas por culpa de la fatiga y por el hábito de replicar a todo, antes de encerrarse en un mutismo absoluto.

—Podríamos ahorcarle por espía —dijo uno de los oficiales fríamente cuando Laurence se negó a hablar—. Ha venido sin bandera ni uniforme.

—Hice la bandera blanca con mi camisa, pero si a usted no le gusta, sea tan amable de conseguirme otra —contestó el capitán inglés, preguntándose si su siguiente oferta iba a ser azotarle—. Y lo de la horca, prefiero ser colgado por espía inglés que por uno francés.

Las gachas frías le estaban esperando cuando le devolvieron a la celda, y esa fue su cena, la tomó mecánicamente y se fue a mirar por la ventana, aun cuando no había nada que ver. No tenía miedo, solo estaba exhausto.

Los interrogatorios se prolongaron durante una semana, pero se fueron dulcificando de manera gradual y sus captores pasaron de la sospecha a la prevención y de esta a una especie de gratitud teñida de asombro, en especial conforme avanzaban las pruebas que hacían con los hongos. Los oficiales franceses no sabían cómo tomarse los actos de Laurence ni siquiera cuando se hubieron convencido de que la cura era en realidad de lo más efectiva contra la gripe de los dragones. Entonces, volvieron a preguntarle una y otra vez, y cuando el inglés les repetía que solo había venido a traer la cura y salvar la vida a los dragones, le preguntaban:

—Sí, pero ¿por qué?

Le tenían por un quijote cuando no era capaz de darles una respuesta mejor, y eso no podía rebatírselo. Lo cierto es que sus carceleros se ablandaron lo suficiente como para poder comprar pan blanco y cocido de ave. Al final de la semana le pusieron grilletes en los tobillos antes de permitirle salir al exterior para ver a Temerario, instalado en el cobertizo conforme a un estatus donde se demostraba un respeto a la deferencia merecida por el Celestial. Estaba vigilado por un Petit Chevalier de corpulencia similar a la suya que no dejaba de moquear por la nariz. El contenido de un tiesto pequeño no iba a servir para curar a todos los infectados, por supuesto, y aunque el cultivo del ejemplar de muestra había sido encargado a varios bretones especializados en el cultivo de setas, muchos dragones aún tendrían que sufrir varios meses antes de que se generalizara la cura. La pandemia podía extenderse más allá de los países ya afectados, Inglaterra y Francia, donde ya se disponía de una cura. Y en buena lógica cada uno la entregaría a sus aliados, y la codicia de los encargados de cuidar del hongo los extendería aún más.

—Me encuentro perfectamente —le informó Temerario—. Tienen una carne de vaca estupenda y hasta cocinan para mí, ¿lo sabías? Los dragones de este país están más que dispuestos a probar comida cocinada, y Validius, aquí presente —prosiguió, señalando con el hocico al Petit Chevalier, que le devolvió el gesto con un estornudo—, tenía idea de que era posible cocinar la carne al vino. Jamás se me había pasado por la cabeza que fuera tan agradable, ya que siempre lo estáis bebiendo, pero ahí lo he hecho y sí, su sabor es muy agradable.

Laurence se preguntó cuántas botellas habían tenido que emplear para satisfacer el apetito de dos enormes dragones. Tal vez serían las de una mala añada, pensó el aviador, y confiaba en que los alados no se hubieran hecho a la idea de beber los licores no adulterados para la cocina.

—Me alegra que te hayan instalado con tanta comodidad —dijo, y no efectuó queja alguna sobre su alojamiento.

—Sí, y a ellos les gustaría adjudicarme cinco huevos, todos de dragones muy grandes —añadió Temerario, muy pagado de sí mismo—, y uno de ellos de un lanzafuego, aunque les dije que no podía hacerlo —concluyó con pesar—, ya que, por supuesto, ellos les enseñarían francés a los dragonetes y les harían atacar a nuestros amigos en Inglaterra. Les sorprendió mucho mi negativa.

Esa era una de las muchas cosas que le tocaba afrontar. Lo peor de todo era que podían tomarle por un renegado con todas las de la ley; de hecho, había despertado una gran curiosidad que no se ofreciera a pasarse de bando, a ser un traidor. Se alegraba de ver a Temerario contento, y además de corazón, pero él regresó a su celda aún más desanimado, consciente de que Temerario iba a ser allí tan feliz como en Inglaterra, tal vez incluso más.

—Si puedo pagarlo, le agradecería que me diera una camisa y unos pantalones nuevos —contestó Laurence—. No deseo nada más.

—Insisto en que me permita solucionar lo de su ropa —repuso De Guignes—, y veremos qué puedo hacer para alojarle mejor. Me avergüenza que haya sufrido semejante vejación, Monsieur —agregó, y se volvió para dirigir una mirada por encima del hombro a los carceleros que escuchaban y miraban desde la puerta.

—Es usted muy amable, señor —repuso Laurence, haciéndole la venia con un asentimiento de cabeza—, pero no tengo queja alguna respecto al trato recibido, y agradezco mucho el honor que me hace usted al venir desde tan lejos —agregó en voz baja.

Se habían conocido en circunstancias muy diferentes, en un banquete celebrado en China, donde De Guignes encabezaba la legación napoleónica y Laurence la del rey. Era un enemigo político, pero resultaba imposible tenerle inquina. Sin saberlo, Laurence ya se había granjeado el afecto del caballero algún tiempo después, ya que se tomó ciertas molestias para preservar la vida de su sobrino, hecho prisionero en un intento fallido de abordaje. Por todo ello, el encuentro había sido de lo más cordial en el terreno de lo personal.

La presencia del diplomático era una muestra de acusada amabilidad: el aviador se sabía un cautivo de escasa importancia y menor rango, excepto como garante del buen comportamiento de Temerario. La embajada inglesa había fracasado, pero no así la francesa, que se había apuntado el tanto de atraer a Lien hasta la causa napoleónica y traerla con él de vuelta a Francia. Según tenía entendido Laurence, De Guignes había sido ascendido por tal motivo a algún departamento importante en el servicio diplomático. Era algo honorífico, con más peso nominal que efectivo, desde luego, pero el francés mostraba ahora todos los signos de prosperidad y posición, con los dedos llenos de anillos preciosos y la elegancia ejemplificada en su chaqueta de seda y lino.

—Todo es poco para corregir lo que ha sufrido aquí. No he venido solo por iniciativa propia, sino para asegurarle en nombre de Su Majestad que pronto va a percibir la gratitud de Francia, que tan merecidamente se ha ganado.

Laurence se mantuvo en silencio. Hubiera preferido permanecer encerrado en su celda, malcomido y vestido con harapos antes que verse recompensado por aquellas acciones, pero el destino de Temerario le selló los labios, pues en Francia había al menos alguien que lejos de albergar sentimientos de gratitud hacia el Celestial, tenía todos los motivos para odiarle y desearle lo peor: la propia Lien, que, según decían los rumores, gozaba de la confianza de Napoleón y muy gustosamente vería sufrir a Temerario los tormentos de los malditos. Laurence no pensaba desdeñar la protección que pudiera ofrecerle la gratitud imperial.

Y esta surtió efecto inmediato, eso fue cierto: le llevaron a otros aposentos en cuanto De Guignes salió por la puerta y de una celda pasó a unas hermosas cámaras en el piso de arriba, eran sencillas en apariencia, pero tenían algunos elementos de comodidad: una plácida vista del puerto, donde un bosque de mástiles se mecía con alegría. Por la mañana se materializaron la chaqueta y la camisa de lino y lana cosidos con hilo de seda; le trajeron además calcetines limpios de lino y por la tarde le enviaron un lujosísimo sobretodo de cuero negro con faldones largos hasta las botas y unos botones de oro tan puro que muchos ya no eran ni circulares para reemplazar al suyo, manchado y desgastado.

Temerario admiró los resultados de tanto cambio cuando los dos se reunieron para su traslado a París, y, salvo una queja motivada por el hecho de que no le permitieran llevar a Laurence, se mostró perfectamente satisfecho con el cambio de aires. Eso sí, fulminó con la mirada a la pequeña y temblorosa Pou-de-Ciel que le servía de transporte, como si sospechase de ella que planeaba llevarse a Laurence para los más nefarios propósitos, pero la precaución habría sido prudente incluso si Laurence hubiera quedado libre bajo palabra de no fugarse, ya que el Celestial era capaz de imprimir al vuelo una velocidad imposible de igualar para el resto de su escolta, aun cuando, eso sí, los hubieran puesto en apuros. Temerario los aventajó en todo momento, salvo en los inicios y en los finales del vuelo, y a menudo tuvo que volver sobre sus pasos y hablar con Laurence a voz en grito para hacerse oír, pues la distancia era grande. La mayoría de los restantes dragones mostraba ya los primeros síntomas de la enfermedad y llegó prácticamente exhausta cuando surgió ante ellos el río Sena.

Laurence no había estado en París desde el último periodo de paz, en 1801, jamás la había contemplado a vista de dragón, pero a pesar de estar tan poco familiarizado con la capital, no se le pasó por alto la transformación a semejante escala. Una ancha avenida, la mitad de la cual estaba cubierta simplemente por tierra, cruzaba el corazón de la ciudad y se abría paso por la fuerza entre los viejos callejones medievales. Se extendía desde las Tullerías hasta la Bastilla y seguía el trazado de la avenida de los Campos Elíseos, a la cual dejaba reducida a la categoría de agradable paseo campestre, pues la nueva avenida tenía una anchura que podía ser la mitad que la enorme plaza de Pekín, situada delante de la Ciudad Prohibida, y muchísimo más larga. Los dragones sobrevolaban por encima de ella, dejando sobre el trazado de la vía grandes montones de losas.

Estaban erigiendo un arco del triunfo a escala monumental en la plaza de l’Étoile, aun cuando en aquel momento era en gran parte todavía un prototipo de madera, y nuevos terraplenes en la orilla del Sena, y ya de forma más prosaica, habían practicado zanjas de gran hondura en el suelo, donde habían construido nuevas cloacas con adoquines unidos con argamasa. Una sucesión de mataderos se alzaba en las afueras de la ciudad, se reclinaban sobre una muralla recién levantada, con una espaciosa plaza abierta en el medio, donde asaban en espetones un elevado número de vacas. Un dragón allí sentado comía una sin prisa, la sostenía sobre el espetón como si fuera una espiga.

Justo debajo de ellos se extendía el jardín de las Tullerías, recientemente agrandado: había ganado casi cuatrocientos metros hacia el norte desde la ribera del Sena, devorando el contorno de la plaza Vendôme; y dominando la orilla del río, en el lado derecho de palacio, se alzaba un gran pabellón de roca y mármol, un edificio de estilo romano, pero a una escala diferente, y en el patio cubierto de hierba acondicionado junto a él descansaba adormecida a la sombra la fina y blanca silueta serpentina de Lien. Se la distinguía con facilidad de los demás dragones ubicados a su alrededor, sí, pero a una distancia respetuosa.

Los hicieron descender en uno de esos jardines, no donde dormía la dragona, sino en otra plaza ubicada delante de palacio, con un improvisado pabellón de madera y lona de vela levantado apresuradamente en su honor. Laurence apenas tuvo tiempo de ver acomodado a Temerario antes de que De Guignes le tomara del brazo y le invitara a entrar con una sonrisa, pero por mucha sonrisa que hubiera, le sujetaba con firmeza y los guardias aferraban los mosquetes con fuerza. Era huésped de honor y prisionero al mismo tiempo.

Le condujeron a unas estancias dignas de un príncipe. Si le hubieran vendado los ojos, habría podido estar andando a ciegas durante cinco minutos sin darse con una pared, pero al aviador dicha escala descomunal le resultó más molesta que lujosa, pues estaba acostumbrado a espacios muy reducidos. Se le antojaba una molestia el paseo que debía darse para ir del vestidor al orinal y la cama, suave en exceso y rodeada de colgaduras con el fin de mantener el calor, resultaba agobiante. Cuando se encontró allí solo, debajo del alto techo lleno de pinturas murales, se sintió un actor interpretando una obra de tercera del que se mofaba todo el público.

En un rincón había una mesa de escritorio donde tomó asiento por ponerse en algún sitio, más que nada, y levantó la tapa, donde halló varias cuartillas, buenas plumas y tinta, al abrir el bote descubrió que era reciente y estaba en buen estado. La cerró. Estaba en la obligación de redactar seis cartas, pero jamás iba a escribirlas.

Se hacía de noche en el exterior y desde su ventana podía ver el pabellón de la ribera, iluminado por una miríada de linternas de colores. Los trabajadores se habían marchado. Ahora, Lien se hallaba en lo alto de la escalinata con las alas plegadas a la espalda, contemplando el reflejo de las luces en el agua. Era una silueta más que una figura. La dragona volvió la cabeza. Laurence siguió la dirección de su mirada y vio a un hombre que se dirigía hacia ella por un amplio sendero y luego ascendía hasta entrar en su pabellón. El caminante iba escoltado. Las linternas iluminaron los uniformes rojos de los guardias, que se quedaron al pie de las escaleras mientras él ascendía los escalones.

De Guignes acudió a la mañana siguiente después del desayuno, prodigando amabilidad y buenos sentimientos con fuerzas renovadas. Juntos fueron a ver a Temerario con la compañía de una escolta no muy nutrida. El dragón estaba despierto y movía la cola de un lado para otro en un estado próximo a la indignación.

—Lien me ha enviado una invitación —se quejó en cuanto Laurence se hubo sentado—. No sé qué se propone, pero no voy a ir a hablar con ella, eso desde luego.

La invitación consistía en un texto de caracteres chinos hermosamente escritos sobre un rollo de papel atado con una borla de grana y oro. No era muy largo, se limitaba a requerir la presencia de Lung Tien Xiang en el pabellón de los Siete Pilares para tomar el té en apacible reposo a mediodía.

—No veo nada manifiestamente falso en el manuscrito. Tal vez ella lo considere un gesto de reconciliación —sugirió el aviador, aun cuando no creía que hubiera muchas posibilidades.

—No, ni por asomo —afirmó el Celestial con aire sombrío—. Estoy seguro de que si voy, el té va a ser horroroso, al menos el mío, y voy a tener que beberlo para no parecer maleducado, o se pondrá a hacer comentarios inofensivos en apariencia, hasta que me vaya y me ponga a darle vueltas y vueltas, o volverá a intentar matarte mientras yo no estoy ahí. Tú no vas a ir a ninguna parte sin un guardia y si alguien intentase algo, solo tienes que gritar muy, muy fuerte para que yo te oiga —añadió—. Estoy seguro de ser capaz de tirar una pared de ese palacio si fuera necesario para llegar junto a ti.

De Guignes compuso una de sus habituales caras inexpresivas al oír aquello, pero enseguida recobró el aplomo y dijo:

—Le aseguro con todo mi corazón que no hay en toda Francia nadie tan sensible con vuestra generosidad. Madame Lien ha sido uno de los primeros en recibir la cura que nos habéis entregado.

—Vaya —repuso el Celestial, contrariado.

—Y os da la bienvenida con los brazos abiertos, como toda la nación —continuó De Guignes valientemente.

—Memeces. No me creo nada —respondió Temerario—. De todos modos, ella no me gusta incluso si es eso lo que pretende, así que puede guardarse sus invitaciones y su té, y también su pabellón —añadió en voz baja, retorciendo la cola con envidia.

El francés tosió y no hizo ningún otro intento por convencerle, se limitó a decir:

—Presentaré las pertinentes disculpas en tal caso. De todos modos, los dos vais a estar bastante ocupados con los preparativos del acto de mañana por la mañana: Su Majestad desea conoceros y expresaros la gratitud de toda la nación. Desea haceros saber que le entristecería mucho que las formalidades de la guerra salieran a relucir en una audiencia de estas características, y el emperador, por su parte, os recibe como hermanos, no como prisioneros —añadió con una mirada elocuente, llena de tacto y significado: se insinuaba que no tenían por qué ser prisioneros siempre y cuando ellos así lo eligieran.

Todo ese discurso tan medido y la afabilidad de sus modales tenían una apariencia marcadamente interesada que, para hacer justicia a la humanidad de ese hombre, le confería un aire displicente. Habría bastado un simple asentimiento de cabeza para aceptar. Sin embargo, Laurence ladeó la suya para ocultar una expresión de desagrado. En cambio, Temerario sí intervino:

—Si no le gusta que seamos prisioneros, y siendo como es el emperador, siempre puede dejarnos marchar. No vamos a luchar contra nuestros propios amigos en Inglaterra si es eso a lo que te refieres.

El diplomático esbozó una sonrisa sin la menor muestra de haberse ofendido.

—Su Majestad jamás os invitaría a ningún hecho deshonroso.

El sentimiento era muy noble, pero el aviador estaba dispuesto a confiar en Napoleón tanto como en los lores del Almirantazgo, o sea, nada. De Guignes se levantó con garbo y dijo:

—Debo atender otras obligaciones, espero que sepáis disculparme. Cuando hayáis terminado la conversación, el sargento Lasalle y sus hombres le escoltarán a sus aposentos para comer, capitán.

El diplomático se quitó de en medio de forma estratégica para permitirles sopesar sus vagas sugerencias en soledad.

Ninguno de los dos dijo nada durante un tiempo. Temerario rasguñó el suelo con las garras.

—No podemos quedarnos incluso aunque no luchemos, ¿verdad? —preguntó el dragón con un hilo de voz, con vergüenza—. Se me ha ocurrido que podríamos volver a China, pero entonces tendríamos que dejar las cosas en Europa como están. Estoy seguro de que podré protegerte de Lien y tal vez podría echar una mano en la construcción de ese camino. O quizá podría escribir libros. Este lugar parece muy agradable. Puedo ir andando por los jardines o por los caminos y encontrarme con gente.

Laurence fijó la vista en las manos, donde no tenía una respuesta a sus cuitas. No deseaba apenar ni hacer sufrir a Temerario, pero él conocía su destino desde el mismo instante en que se embarcó en aquella aventura, así que al final, en voz baja, le dijo:

—Amigo mío, confío en que te quedes y elijas una profesión de tu agrado, o que Bonaparte te expida un salvoconducto para que puedas regresar a China si así lo prefieres, pero yo debo volver a Inglaterra.

—Pero… —Temerario se calló y luego añadió con inseguridad—: Te colgarán.

—Sí —admitió Laurence.

—No te llevaré ni les dejaré llevarte —contestó el dragón—. Laurence…

—He cometido un acto de alta traición y no voy a añadir la cobardía a ese crimen y no pienso permitir que me protejas de sus consecuencias —el aviador miró hacia otro lado, pues resultaba doloroso ver a Temerario, callado y tembloroso—. No me arrepiento de lo que hemos hecho —continuó en voz baja—. No habría llevado a cabo semejante acto si no estuviera dispuesto a morir por ello, pero no tengo intención alguna de vivir como un traidor.

El Celestial se estremeció y se echó hacia atrás, quedándose apoyado sobre los cuartos traseros mientras miraba sin ver los jardines, inmóvil, y al cabo de mucho rato concluyó:

—Nos acusarán de movernos solo por el interés si nos quedamos. Dirán que vendimos la cura a cambio de una recompensa o de una vida acomodada aquí o en China, o tal vez que éramos unos cobardes y pensábamos que Napoleón iba a ganar la guerra, así que optamos por no luchar. Ellos jamás admitirán que se equivocaron y que sacrificamos nuestra felicidad para reparar un desmán que, para empezar, nunca debió haberse cometido.

Laurence no había desarrollado ni articulado tanto una decisión muy instintiva, no necesitaba hacerlo para saber que debía hacerlo. A él, por su parte, le daba igual lo que pensaran de su actuación y así lo dijo.

—Ya sé lo que van a pensar de esto y estoy convencido de que nada de cuanto hagamos va a alterar su forma de pensar y sentir. Si nos hubiera importado algo, no nos hubiéramos ido. No me propongo regresar para llevar a cabo un gesto político, sino porque debo hacerlo si queda algo de honor para preservar después de un acto de semejante índole.

—Bueno, a mí el honor me importa un pimiento, pero me preocupan las vidas de nuestros amigos y esos lores deberían avergonzarse de sus actos, aunque supongo que nunca lo harán, pero otros sí podrían hacerlo si no les dieran una excusa tan conveniente para desestimarlo todo —inclinó la cabeza—. Muy bien, vamos a decir que no. Siempre podemos escaparnos y regresar por nuestra cuenta si Bonaparte no nos libera.

—No, eso es un despropósito, amigo mío —repuso el capitán, retrocediendo—. Harías mucho mejor en regresar a China. Van a mandarte a los campos de cría.

—Ya lo creo que voy contigo, desde luego. ¿No habrás pensado que iba a escaparme y tú no después de lo que has hecho por mí? —Temerario desdeñó la idea—. No, si pretenden matarte, tendrán que matarme a mí también. Soy tan culpable o más que tú, y no pienso dejar que te maten mientras siga con vida, y si no les agrada la idea de ejecutarme, me plantaré delante del Parlamento hasta que les haga cambiar de idea.

Anduvieron juntos a través de los jardines hasta llegar al gran pabellón. El capitán inglés marchaba entre una compañía de guardias imperiales, estaban espléndidos con sus altos chacós negros y casacas azules, aun cuando esos atavíos les hacían sudar mucho. Lien se hallaba en la ribera, observando con aire benevolente el ajetreo del tráfico del río Sena, que discurría ante ella, pero volvió la cabeza cuando ellos hicieron acto de presencia y los saludó con una amable inclinación. El Celestial se envaró y profirió un ruido sordo.

Ella desaprobó los modales de Temerario negando con un gesto.

—No tienes por qué menear la cabeza —le increpó el dragón—. No tengo interés en fingir que somos amigos. Lo que ocurre es que yo no soy ningún embustero, y punto…

—No hay amistad entre nosotros, y los dos lo sabemos, así pues ¿cómo puede haber embustes entre nosotros y quienes son de nuestra confianza? No se llaman a engaño ninguno de los que tienen derecho a saberlo, salvo aquellos que han optado por hacer oídos sordos, pero ahora, con esos modales tuyos de paleto, todos deben darse por enterados y les haces sentirse incómodos.

Temerario siguió murmurando mientras se acercaba todo lo posible a los guardias, cada vez más nerviosos, en un intento de aproximarse a Laurence. Le trajeron una gran taza de té, la olisqueó con aire desconfiado y al final la rechazó. El aviador no rechazó el vaso con cubitos de hielo. Una suave brisa refrescante venía del río y la exuberante vegetación del parque. El vasto espacio revestido de mármol era agradable. En algún recóndito escondite corría un hilo de agua sobre la piedra, pero el día era muy caluroso incluso a pesar de que aún la mañana no había avanzado mucho.

Alguien dio una voz de aviso para que se cuadraran los soldados y entonces Bonaparte vino por el camino, seguido de guardias y secretarios, uno de los cuales escribía con frenesí, redactando una carta al dictado a pesar de que iba andando al mismo tiempo. El emperador añadió las palabras de despedida mientras todos subían por las escaleras. Entonces, Napoleón se giró, atravesó dos filas de guardias que se quitaban como podían de su camino y tomó a Laurence por los hombros antes de besarle en ambas mejillas.

—Majestad —dijo Laurence con un hilo de voz.

Laurence había visto a Bonaparte una vez con anterioridad, eso sí, de forma fugaz y desde un escondrijo, mientras estudiaba desde un alto el campo de batalla de Jena. En aquella ocasión le habían impresionado la intensidad y la casi cruel anticipación de su expresión, la mirada lejana de halcón que se tensaba antes de saltar. No había menos intensidad en ese momento, aunque tal vez estaba algo más suavizada. El emperador parecía más corpulento y su rostro más redondeado que en aquella cima de Jena.

—Venga, camine conmigo —los invitó Bonaparte, y le tomó del brazo para conducirle junto al río, donde no tuvo que caminar, se limitó a quedarse de pie y dejar que el emperador anduviese arriba y abajo, haciendo gestos, con una energía inagotable—. ¿Qué piensa de mis obras en París? —inquirió, haciendo un ademán hacia la visible nube de dragones que trabajaba en el nuevo camino—. Pocos hombres han tenido la oportunidad de ver mis diseños como usted, desde el aire.

—Es una tarea extraordinaria, Majestad —dijo Laurence, y lamentó ser tan sincero. Era la clase de tarea que, en su opinión, y por desgracia, solo podían acometer los tiranos, y la característica de todas las empresas de Napoleón era aplastar la tradición con una especie de avance hacia ninguna parte. Le habría gustado encontrar los cambios desagradables o poco razonados—. Le dan más carácter a la ciudad.

Napoleón asintió, satisfecho con ese comentario.

—Solo es un espejo para ayudar a expandir el carácter nacional, que es mi objetivo. No voy a permitir que los hombres teman a los dragones. Si es cobardía, resulta deshonroso; si es superstición, de mal gusto, y no hay objeciones racionales. Solo es un hábito y los hábitos deben y pueden romperse. ¿Debería ser Pekín superior a París? Voy a tener la ciudad más hermosa del mundo, tanto de hombres como de dragones.

—Es una noble ambición —dijo Laurence en voz baja.

—Pero no está de acuerdo con ella —saltó Bonaparte. Laurence se encogió ante lo repentino de aquel ataque verbal, pues casi era palpable—. Y no va a quedarse para verla terminada a pesar de que tiene prueba sobrada de las medidas pérfidas y deshonrosas de ese gobierno de oligarcas, no puede ser de otra manera cuando el dinero se convierte en la fuerza motora del estado. Debe haber algún poder moral por encima, alguna ambición, una meta que no sean solo la riqueza y la seguridad.

Laurence valoraba demasiado poco el sistema de Bonaparte, que consumía la vida y la libertad de los hombres en aras a un insaciable apetito de gloria y poder, pero no intentó discutir: habría sido realmente duro poner en orden cualquier argumento después de semejante monólogo que a su interlocutor no le importaba seguir a falta de una oposición o una respuesta. Luego, divagó largo y tendido sobre principios económicos y filosóficos, la estupidez estéril de los gobiernos religiosos, y entró con todo lujo de detalles en aspectos filosóficos que iban más allá de su comprensión sobre las diferencias entre el despotismo de la monarquía borbónica y su propio estado imperial: los soberanos habían sido tiranos y parásitos que detentaban el poder a través de la superstición para satisfacer sus apetitos personales, pero sin mérito alguno, mientras que él era el defensor de la República y el servidor de la nación.

Laurence solo podía aguantar como una piedrecita en medio de la avalancha y esperar al fin de la tormenta.

—Majestad, soy un soldado, no un estadista —se limitó a decir—, y tampoco soy de gran erudición, pero amo a mi país. He venido porque era mi deber como hombre y como cristiano, igual que ahora mi deber es regresar.

Bonaparte le contempló unos instantes y crispó el rostro, disgustado, y bajó los ojos, pero su mirada revoloteó enseguida por todas partes. Entonces se acercó y tomó a Laurence por el brazo con ánimo persuasivo.

—Se equivoca usted con respecto a su deber. Va a desperdiciar su vida. Puede decir que sí, pues es solo suya, pero no es solo suya. Tiene usted un dragón joven consagrado a los intereses de su aviador y que le ha dado todo su amor y su confianza. ¿Acaso puede un hombre no corresponder a semejante amigo y tan gran consejero libre de todo rastro de envidia o egoísmo? Eso le ha hecho a usted como es. Piense cómo sería su vida sin ese golpe de fortuna que puso el corazón de ese dragón a su cargo.

Seguiría en el mar casi seguro, o tal vez habría vuelto a casa, donde tendría una pequeña finca y tal vez estuviera casado y a lo mejor hubiera tenido ya su primer hijo. Edith Woolvey, Galman de soltera, había dado a luz hacía cuatro meses. Y en lo tocante a su carrera militar, lo más probable era que en ese momento estuviera destinado al bloqueo y navegase entre Brest y Calais, haciendo alguna tarea necesaria y rutinaria. Habría llevado una vida próspera y honesta, aun cuando sin ninguna posibilidad de hacer nada glorioso, una existencia donde estaría tan lejos de la traición como de la luna. Él nunca había pedido ni esperado nada más.

Tuvo la visión de esa vida alternativa casi al alcance de los dedos, era una imagen idílica, mítica, suavizada por la cómoda ceguera de la inocencia. Podía arrepentirse, se arrepentía ahora mismo, salvo que en esa vida no había espacio en el jardín para una casa donde un dragón pudiera dormir al sol.

—Usted no padece la enfermedad de la ambición —dijo Bonaparte—, así que mucho mejor. Déjeme concederle un retiro honorable. No voy a insultarle ofreciéndole una fortuna, solo lo necesario para mantenerse a usted y a los suyos: una casa en el campo, una manada de vacas. No va a pedírsele nada que no quiera dar —la mano se engarfió con más fuerza a su brazo cuando Laurence quiso alejarse—. ¿Tendrá la conciencia más limpia cuando su dragón haya sufrido cautiverio? Un cautiverio largo he de decir —añadió con dureza—, porque no van a revelarle el momento de su ejecución.

Laurence soltó un respingo, y a través de los dedos de Bonaparte clavados en su carne sintió esa verdad como una brecha en sus líneas.

—¿Acaso piensa que vacilarán a la hora de falsificar su firma en cartas que no ha escrito? No, y usted lo sabe, y en cualquier caso, las leerán en voz alta nada más. Bastarán unas pocas palabras. «Estoy bien», «me acuerdo de ti», «espero que seas obediente». Le tendrán prisionero mejor que con barrotes de hierro. Esperará y alimentará la esperanza durante muchos años, pasando hambre y frío, siendo descuidado mucho después de que le hayan colgado a usted. ¿Puede estar satisfecho de sentenciar a semejante condena al dragón?

El aviador sabía que el origen de todo aquello era una preocupación interesada: si Bonaparte no podía contar con la colaboración de Temerario, ni siquiera para la fertilización de los huevos, estaría contento de privar de su concurso a los británicos, y probablemente tenía la esperanza de persuadirles de hacer más cosas con el tiempo. Ese conocimiento frío e impersonal no daba comodidad alguna a Laurence. No le importaba demasiado el posible interés del emperador, pero lo cierto era que muy probablemente tuviera razón.

—Señor, me gustaría que usted pudiera persuadirle para que se quedara —aseguró con voz desacompasada—. Yo debo volver.

Necesitó de un gran acto de voluntad para pronunciar esas palabras, le salieron como si estuviera sufriendo una constricción por parte de una boa, como quien ha corrido cuesta arriba mucho, mucho rato, desde la conversación con Temerario en el claro, desde que los dos dejaron Londres atrás. Pero la montaña había quedado a su espalda. Había llegado a la cima y permanecía en ella, tomando aire. No había nada más que hacer o decir. Su respuesta estaba tomada. Miró a Temerario, que le esperaba hecho un manojo de nervios dentro del pabellón abierto. Pensó que podía intentar la fuga y tratar de volver a Inglaterra, donde le esperaba la cárcel. Tampoco habría mucha diferencia si moría en el intento.

Bonaparte leyó esa determinación en su mirada, se alejó y se puso a pasear de un lado para otro con el gesto crispado hasta que al final se volvió:

—Dios me impida torcer una resolución como la suya, capitán. Su elección es la de Régulo, y yo le honro por ello. Será libre, debe ser libre, y aún más: un destacamento de mi vieja guardia le escoltará hasta Calais. La formación de Accendare velará por usted mientras cruza el Canal de la Mancha bajo bandera de tregua y todo el mundo sabrá que al menos Francia reconoce a un hombre de honor.

El cobertizo de Calais estaba atestado: no era fácil poner orden a catorce dragones y la propia Accendare se inclinaba a hablar con brusquedad y se mostraba difícil, irritable y cansada de tanto toser. Laurence permaneció de espaldas a ese caos y solo deseó irse y haber acabado con todo, pero con desánimo. Estaba harto de la hueca ceremonia, las águilas, las banderas, las hebillas pulidas, el azul de las guerreras nuevas de los uniformes franceses. Soplaba viento favorable para navegar hacia Inglaterra. Los esperaban al otro lado del mar, pues ambos países habían intercambiado mensajes para acordar la negociación. Acudirían a buscarle con dragones y cadenas. Tal vez hasta estuvieran Jane, o Granby, o tal vez solo hubiera desconocidos que no supieran nada de su delito. A esas alturas, su familia estaría enterada con todo lujo de detalles.

De Guignes recogió el mapa de África de la mesa y lo enrolló. Laurence le había mostrado el valle donde habían encontrado el suministro de hongos. Los franceses tenían lo que él les había dado. Los hongos estaban creciendo, pero Bonaparte no deseaba esperar o arriesgarse a que saliera mal la cosecha, supuso Laurence. Tenía intención de enviar a por ellos una expedición de inmediato, y de hecho ya se estaban preparando en el puerto dos fragatas de línea elegantes y Laurence tenía entendido que esperaban otras tres procedentes de La Rochelle con la esperanza de que al menos una fuera capaz de eludir el bloqueo y llegase a su destino, donde debía adquirir una cantidad sustancial mediante la negociación o el hurto. Laurence solo esperaba que no los hicieran prisioneros a todos, pero aunque así fuera, suponía que tampoco importaba demasiado. La cura estaba comprobada e iba a extenderse. No morirían más dragones. Eso, al menos, era una pequeña satisfacción, aunque fuera anodina e insustancial.

El aviador había temido un último intento de soborno o seducción, pero De Guignes ni siquiera le pidió que hablara. El diplomático mostró mucho tacto: trajo una polvorienta botella de brandy y le sirvió un vaso con generosidad.

—Por la esperanza de paz entre nuestros pueblos —propuso.

Laurence se humedeció los labios por ser amable, pero dejó sin probar la fría colación.

Salió en busca de Temerario en cuanto clareó el alba. Este no se había visto mezclado con el clamor general. Se sentaba aparte, agazapado, en cuclillas, mirando al otro lado del mar. Laurence se inclinó junto a él y cerró los ojos. Los latidos de su corazón se oían con la fuerza de la marea en una concha.

—Quédate, te lo pido —dijo Laurence—. Así no vas a servirme ni a mí ni a tu causa. Se interpretará como un caso de lealtad ciega.

—Si me quedo, dirán que te desvié del camino contra tu voluntad —respondió Temerario al cabo de unos instantes—. ¿Fue así?

—Nunca, por amor de Dios —respondió el aviador, envarándose, ofendido de que lo hubiera sugerido siquiera. Demasiado tarde comprendió que el dragón le había llevado hasta la línea de salida.

—Napoleón me dijo que si yo me quedaba, tú siempre podrías decirles eso si te venía bien, pero yo le contesté que tú nunca harías algo así, de modo que no servía de nada quedarme, así que deja de intentar convencerme. Nunca voy a quedarme aquí mientras intentan ahorcarte.

Laurence agachó la cabeza y sintió que era justo. Él no pensaba que Temerario debiera quedarse aunque deseaba que lo hiciera y fuera feliz.

—Tienes que prometerme que no vas a quedarte para siempre en los campos de cría —le aleccionó en voz baja—. No te quedes allí más allá de Año Nuevo a menos que me dejen visitarte en persona.

Estaba convencido de que le ejecutarían el día de San Miguel.