Le escribió a Roland la más sencilla de las cartas, pues ninguna disculpa podría bastar y no iba a insultarla pidiéndole comprensión, y por último añadió:
… y quiero dejar constancia de que en ningún caso he dado a conocer mis pensamientos ni he recibido ayuda de mis oficiales, mi tripulación u hombre alguno; y no mereciendo ni solicitando excusa alguna por mi parte, suplico efusivamente que se me haga a mí único responsable de toda la culpa relacionada con estas mis acciones y no recaiga sobre aquellos que, en ocasiones similares, serían merecedores de una culpabilidad involuntaria; mi resolución ha tomado forma escasos minutos antes de que la tinta de mi pluma se posara sobre esta carta, y será llevada a cabo en cuanto la cierre.
Habiendo perdido ya toda esperanza de entereza, no insistiré más abusando de la paciencia de la que temo haberme ya aprovechado. Y solo le pido que me crea a pesar de las actuales circunstancias,
Su seguro servidor, etc.
La dobló dos veces, la selló con especial cuidado, y la depositó sobre el catre perfectamente hecho, con la dirección hacia arriba; y dejó su calderilla, andando entre una hilera de hombres que roncaban para salir otra vez al exterior.
—Puede irse, señor Portis —dijo al oficial de guardia, que estaba dando cabezadas al filo del amanecer—. Me llevaré a Temerario a dar una vuelta; no volveremos a tener un vuelo tan tranquilo en mucho tiempo.
—Muy bien, señor —contestó Portis, con los ojos inyectados en sangre y apenas conteniendo un bostezo, y no necesitaba que le convencieran de irse. No estaba borracho, pero volvió al barracón con paso vacilante y desgarbado.
Aún no eran las nueve. Iban a echarlos de menos en una hora, dos a lo sumo, según calculó Laurence; se liberó de los escrúpulos de prohibir a Ferris que abriera la carta, dirigida a Jane, hasta que empezó a sufrir un alto grado de ansiedad, que le duraría otra hora, pero después la persecución prometía ser furiosa. Había unos cinco mensajeros en la espesura durmiendo por ahora; y más en el Parlamento, algunos de los más veloces de toda Gran Bretaña. No solo tenían que dejarlos atrás en dirección a Loch Laggan, sino también en dirección a la costa: cada batería de las orillas desde Dover a Edimburgo se levantarían para bloquearles el paso.
Temerario le estaba esperando con la gorguera extendida, nervioso, aun cuando se agazapaba un poco para disimularlo. Puso a Laurence en su cuello y levantó el vuelo rápidamente, dejando Londres a lo lejos, una colección de lámparas y faroles y el humo amargo de diez mil chimeneas mientras las luces de los barcos se deslizaban con suavidad por las aguas del Támesis. No había más sonido que el apagado susurro de las ráfagas de viento. Laurence cerró los ojos hasta que se acostumbraron a la incipiente luminosidad, después consultó su brújula para indicarle a Temerario la dirección: seiscientos cincuenta kilómetros al norte, dirección noroeste, hacia la oscuridad.
Resultaba extraño volver a estar solo en el lomo de Temerario, únicamente por el placer de volar. La ronda ordinaria de obligaciones no se lo permitía muy a menudo. Aliviado por la ligereza del peso de Laurence y del arnés tan desnudo, el Celestial se estiró y le condujo a lo alto, hasta el límite donde el aire se volvía fino; unas nubes pálidas pasaron por debajo de ellos sobre un fondo oscuro, y el viento silbaba con fuerza a su espalda, a esa altura hacía frío incluso a mediados de agosto. El aviador se subió el sobretodo de cuero y se lo puso más cómodo: metió las manos debajo de los brazos. Temerario iba muy rápido; aleteaba con brío las alas, ahuecadas para tomar más aire, y cuando Laurence miró por encima del hombro vio el mundo borroso bajo ellos.
El capitán dirigió la vista hacia occidente: en lontananza se insinuaba un brillo fantasmagórico que iluminaba la curvatura de la tierra, como, si el sol intentara salir escupiendo humo: adivinó que era Manchester, y sus molinos, así que habían avanzado unos doscientos cincuenta kilómetros en menos de siete horas. Temerario iba a una velocidad de entre veinte y veinticinco nudos por hora, calculó.
Poco después del alba, el Celestial aminoró el ritmo, se posó en la orilla de un pequeño lago sin decir una palabra, metió buena parte de la cabeza en el agua y se puso a beber con tanta avidez que el cuello se convulsionaba mientras los tragos le bajaban por la garganta. Se detuvo, suspiró, y bebió un poco más.
—No, no estoy cansado, bueno, no mucho, solo estaba muy sediento —aseguró el alado con voz pastosa, volviendo la cabeza hacia atrás. A pesar de sus valientes palabras se agitó completamente, y parpadeó para que desapareciera su expresión aturdida antes de preguntar, en un tono más normal—: ¿Te bajo un momento?
—No, estoy muy bien —repuso Laurence. Se había metido en el bolsillo el frasco de grog y un poco de galleta, pero no la había probado. No le apetecía nada. Tenía un nudo en el estómago y era incapaz de ingerir algo—. Lo estás haciendo muy bien, querido amigo.
—Sí, lo sé —añadió Temerario con amabilidad—. No hay nada más placentero que volar los dos solos deprisa y con buen tiempo. Nada me gustaría tanto —añadió, mirando a su alrededor con pena—. No me gusta que estés triste, Laurence.
Al oficial le habría gustado reconfortarle, mas no podía. Tal vez habían pasado por encima de la orilla de Nottingham durante la noche, y, en tal caso, habrían sobrevolado su casa, bueno, la casa de Lord Allendale. Le acarició las escamas del cuello antes de decir con un hilo de voz:
—Debemos irnos, de día se nos ve demasiado.
Temerario se puso un tanto mustio y no respondió, pero despegó hacia lo alto de nuevo.
Llegaron a Loch Laggan a la hora de la cena, después de otras siete horas de vuelo. Temerario no se anduvo con miramientos y se lanzó en picado sin avisar a los campos de alimentación, donde no esperó a ningún pastor y cayó sobre dos vacas, a las que sacó del redil demasiado deprisa como para que pudieran mugir, pues el descenso había sido vertiginoso incluso para ellas. Veloz como el rayo, las llevó a un saliente desde el cual podían verse todos los vuelos de entrenamiento y procedió a zampárselas una tras otra casi sin masticar. Después soltó un suspiro de alivio y un eructo de satisfacción, el típico de cuando estaba lleno. Luego, empezó a lamerse las garras con mucha delicadeza antes de soltar un respingo de culpabilidad: alguien los observaba.
Celeritas permanecía tumbado de cara al pálido sol vespertino con los ojos entrecerrados. Allí, recostado sobre el borde, tenía un aspecto avejentado como no le habían visto durante el tiempo de su adiestramiento. Parecía haber pasado un siglo, y sin embargo, solo habían transcurrido tres años, pero las marcas de color jade habían perdido su lustre como ropa lavada en agua demasiado caliente y el amarillo se había oscurecido hasta alcanzar un tono broncíneo.
—Has crecido un poco, por lo que veo —comentó, y tosió de forma un tanto abrupta.
—Sí, ahora mido lo mismo que Maximus —repuso Temerario—. Bueno, él me saca muy poco. En cualquier caso, soy un Celestial —agregó con petulancia.
La anterior amenaza de invasión, la de 1805, era tan fuerte que Laurence y Temerario habían abandonado el entrenamiento con Celeritas sin saber en aquel momento cuál era la verdadera raza de Temerario ni su particular habilidad con el viento divino. Le consideraban un Imperial, una raza de lo más valiosa, pero no tan extremadamente rara.
—Eso he oído —repuso Celeritas—. ¿Qué hacéis aquí?
—Esto, bueno… —empezó Temerario.
Laurence se deslizó sobre el lomo del Celestial y se adelantó.
—Le pido perdón, señor. Venimos desde Londres a por algunos musgos de muestra. ¿Puedo preguntarle dónde se guardan?
Los dos habían llegado a la conclusión de que una carga frontal era la mejor posibilidad de éxito, incluso aunque ahora Temerario parecía arredrado.
Celeritas bufó.
—Están cuidando esas cosas como si fueran huevos. Las tenéis en el piso de abajo, en los baños. Encontraréis en su despacho al capitán Wexler, creo, ahora es el comandante de la plaza.
El veterano dragón se volvió hacia Temerario y le dedicó una mirada inquisitiva, este se acuclilló. A Laurence no le gustaba nada dejarle solo en semejante trance. Su antiguo maestro iba a desplegar una curiosidad tan amistosa como desprevenida y el Celestial se vería obligado a soportar todo el dolor de mentirle a la cara, pero no quedaba tiempo para hacerlo de otra manera. Celeritas empezaría a preguntarse de un momento a otro por qué no venían con tripulación y ni el más redomado de los embusteros podría ocultar una traición tan flagrante por mucho rato.
Resultaba extraño recorrer de nuevo aquellos corredores. Se le antojaban más familiares que ajenos. Aún podía oír por los rincones la alegre verborrea de las mesas de los comedores comunes cuyo sonido incesante y caótico era como el de una catarata lejana: acogedor y aun así inaccesible. Ya se sentía excluido. No había criados en los vestíbulos, a excepción de un muchacho que corría con una pila de servilletas y que no se molestó en mirarle dos veces, probablemente estaban demasiado ocupados con la cena.
Laurence no se presentó ante el capitán Wexler. Su excusa no iba a soportar la falta de órdenes o de una explicación que se tuviera en pie, así que fue directamente a la estrecha y húmeda escalera que conducía a los servicios. En el vestidor se desprendió del sobretodo y las botas, dejó ambas cosas en una estantería, al igual que su sable. Se dejó puestos los pantalones y la camisa. Anduvo tan deprisa que apenas vio a ninguna de las pocas figuras soñolientas y bostezantes, pero tampoco era fácil distinguir rostro alguno entre las nubes de vapor. Nadie le habló hasta que prácticamente hubo llegado a la puerta del fondo, donde un tipo con el rostro cubierto por una toalla la levantó y se dirigió a él.
—Perdone —dijo.
—¿Sí? —repuso Laurence, envarándose. No le conocía. Tal vez era uno de los tenientes veteranos o uno de los capitanes más jóvenes. Lucía un bigote poblado que goteaba agua por las puntas.
—Si va a entrar, por favor, sea buen chico y cierre enseguida —pidió el hombre, y volvió a cubrirse el rostro.
Laurence no le comprendió hasta que abrió la puerta de acceso a la gran sala de baño del fondo y se vio abrumado por el denso hedor a hongo entremezclado con el cáustico olor a excremento de dragón. Se apresuró a cerrar la puerta y cubrirse el rostro con la mano. A partir de ahí respiró profundamente solo por la boca. La estancia se hallaba casi desierta. Al fondo del todo, seguros detrás de una verja de hierro forjado, relucían acuosos en sus nichos los huevos de dragón, perlados por gotas de humedad, y debajo de ellos, en grandes tiestos llenos de oscura tierra fértil moteada con excremento rojizo de dragón como fertilizante, los musgos sobresalían como botones redondos.
Había apostados dos infantes de marina, de poca antigüedad en el servicio, sin duda. Parecían muy desdichados a juzgar por su aspecto y sus mofletes estaban tan colorados que casi rivalizaban con el rojo de sus casacas. Estaban empapados en sudor a juzgar por el hecho de que el pantalón blanco del uniforme estaba lleno de rayas y manchas, pues la casaca se estaba destiñendo. Miraron al recién llegado casi con esperanza, como si al menos fuera una distracción. Laurence se acercó a ellos, los saludó con un asentimiento y les dijo:
—Vengo de Dover a por más hongos. Hagan el favor de traerme hasta aquí uno de los tiestos.
Los guardias se miraron entre ellos, dubitativos.
—Se supone que no debemos hacerlo, señor —se aventuró a contestar el de mayor edad—, a menos que nos lo diga el comandante en persona.
—En tal caso, les ruego que me disculpen por la irregularidad, pero mis órdenes no decían nada de eso. Vaya a confirmar mis órdenes, por favor. Si les parece bien, esperaré aquí —le dijo al soldado más joven.
No hizo falta que se lo dijera dos veces: el muchacho cazó al vuelo la ocasión de salir de allí, para indignación de su compañero de más edad, a quien no le dijo nada, pues era él quien tenía la llave colgando del cinto, así que Laurence no podía permitir que se ausentara.
Laurence esperó a que la puerta se abriera, esperó a que uno de ellos se fuera, esperó a tener a su adversario de espaldas, y cuando volvió a cerrarse con un golpe similar a un repique de campana, asestó un porrazo fortísimo al infante debajo de la oreja mientras el hombre todavía estaba mirando a su compañero con cara de pocos amigos.
El hombre cayó sobre una rodilla y se volvió, boquiabierto y sorprendido. Laurence le asestó otro golpe, tan duro que él vio las estrellas de tanto como le dolían los nudillos y el guardia tenía manchas de sangre en el pómulo y la mandíbula. El soldado se desplomó como un saco de patatas y se quedó inmóvil. Laurence se arrodilló para verificar que respiraba, aun cuando lo hacía de forma agitada. Luego, procedió a maniatarle las manos antes de quitarle las llaves.
Observó a su alrededor los tiestos. Los había de varios tamaños, aunque casi todos eran grandes e inmanejables. Algunos de ellos eran toneles de madera partidos en dos y llenos de tierra. Laurence eligió el más pequeño y lo ocultó en los pliegues de su toalla, que ya estaba caliente y empapada de tanta humedad como reinaba en los baños. Se dirigió a la puerta del fondo e hizo todo el circuito a la inversa para llegar por fin al vestidor, todavía desierto, pero iba pasando la hora de la cena y los hombres abandonaban la mesa cuando les parecía oportuno, así que cabía esperar una interrupción en cualquier momento, y más pronto todavía si el joven guardia se mostraba más proclive a cumplir su deber con diligencia en vez de tomárselo con calma e informaba a su comandante. Laurence se calzó las botas y se vistió el sobretodo de cualquier manera, encima de sus cosas mojadas, y subió la escaleras con el tiesto puesto en equilibrio sobre el hombro mientras con la otra mano se aferraba a la barandilla. No pensaba cometer ninguna imprudencia a la hora de llevar a cabo este cometido, no iba a fallar. Salió al vestíbulo y se dirigió ipso facto detrás de una esquina para alisar un poco sus ropas. Si no ofrecía una imagen manifiestamente desaliñada, no sería un espectáculo que atrajera la atención de todo el mundo, o al menos, eso esperaba, a pesar, eso sí, de llevar al hombro tan extraña carga. La tela de lino no sofocaba del todo el hedor, que quedaba flotando en el aire.
El jaleo del comedor había disminuido notablemente. Oía voces más cerca, en los pasillos, y vio pasar a un par de criados cargados con los platos sucios. Se asomó para mirar a otro corredor que se cruzaba con el suyo a tiempo de ver a un par de guardiadragones que corrían de una puerta a otra, jugando y gritando felices como niños, pero un instante después escuchó unos pasos a la carrera, el impacto seco de las botas contra las baldosas y los nuevos gritos tenían un cariz del todo diferente.
Abandonó todo intento de circunspección y corrió torpemente con el tiesto, moviéndolo de un lado para otro, hasta que apareció de pronto en la cornisa. Celeritas le miró con una sombra de perplejidad y duda en sus oscuros ojos verdes.
—Perdóname, por favor. Todo esto es una cortina de humo —le soltó Temerario de sopetón—. Vamos a entregárselo a los franceses para que no mueran todos los dragones de ese país. Diles que Laurence no quería hacerlo, en absoluto, pero yo le insistí mucho.
Lo confesó todo de forma atropellada, sin hacer pausa alguna para respirar ni darle la menor inflexión a las frases. Luego, tomó a Laurence entre sus garras y se lanzó al cielo momentos antes de que llegaran corriendo a por ellos cinco hombres mientras las campanas repicaban enloquecidas. Temerario estaba poniendo a Laurence sobre su cuello cuando encendieron la almenara y los dragones salieron de los campos circundantes al castillo como el humo.
—¿Vas seguro? ¿Te has abrochado ya? —bramó el Celestial.
—Vuela, sigue adelante ahora mismo —le contestó el aviador, también a voz en grito, mientras sujetaba las cinchas del arnés en torno al tiesto en vez de atarse él.
Temerario salió disparado, volando a todo volar, pues detrás de ellos se estaba montando una enconada persecución. Laurence se volvió, mas no vio ningún dragón conocido: en cabeza iba un Caza Alado de aspecto larguirucho y unos cuantos Winchester, poco idóneos para un acoso, pero tal vez podrían interferir su vuelo lo justo para que otros los alcanzaran.
—Laurence, debo subir más. ¿Vas lo bastante abrigado?
El aviador estaba helado y con la piel de gallina tras el vuelo de todo el día, a pesar de que aún calentaba el sol.
—Sí —contestó, y se arrebujó en su sobretodo.
Un banco de nubes rodeaba la parte media de las montañas. Temerario se lanzó hacia ellas. La humedad de la niebla se aferró a ellos, los impregnó, y no tardaron en formarse gruesas gotas en las hebillas y en el cuero aceitado del arnés, y en las escamas relucientes de Temerario. Los dragones perseguidores se llamaron unos a otros con rugidos y se lanzaron tras él. El velo de la niebla los envolvía en sus extraños repliegues y los convertía en lejanas sombras oscuras, así que el Celestial se descubrió ganando altura sin dirección precisa en medio de un extraño fondo informe, seguido por las imágenes espectrales de sus buscadores.
Al salir de la niebla se encontró con la pared de una imponente montaña blanca recortada contra el azul del cielo y Temerario rugió cuando estuvo encima, lo cual supuso un verdadero golpazo contra la apelmazada pared de hielo y nieve. El aviador se aferró al arnés cuando Temerario se puso a remontar la pared cortada a pico y voló casi en vertical a más y más altura. Los hostigadores salieron de entre las nubes solo para tener que retroceder ante el retumbo de la avalancha que se les venía encima como la suma de todas las nevadas de una semana concretada en un solo latido. Todos los Winchester chillaron alarmados y se desperdigaron como una bandada de gorriones.
—Al sur, rumbo al sur —indicó Laurence, llamando a Temerario, y le señaló el camino cuando llegaron a la cima y la dejaron atrás, distanciando definitivamente a sus perseguidores.
No obstante, el capitán podía ver el relumbre de las almenaras a lo largo de toda la línea de la costa. Por lo general, estaban ideadas para alertar de una invasión procedente de la dirección opuesta, del este, del continente. Estarían alerta todos los dragones de todos los cobertizos, aun sin saber con exactitud la naturaleza de la alarma e intentarían interceptar su vuelo, claro. No había dirección que no los condujera a las inmediaciones de algún cobertizo y les cortarían el paso en cuanto los vieran, y acabarían siendo atrapados entre dos fuerzas. Por eso, su única esperanza consistía en dar un rodeo e ir por la costa del Mar del Norte, que estaba mucho menos protegida, y acortar por Edimburgo, pero aun así, debían intentar cruzar el mar desde el punto más próximo a Europa, pues Temerario se hallaba muy cansado.
Pronto se haría de noche. En tres horas se acogerían a la seguridad brindada por la negrura. Tres horas. Laurence se enjugó el rostro con la manga y se acurrucó en su posición.
Temerario se posó seis horas después. Su ritmo había ido decayendo poco a poco, el lento y acompasado movimiento de sus alas se asemejaba al avance de un reloj que se había quedado sin cuerda, pero el dragón siguió hasta que Laurence miraba a uno y otro lado sin ver titilar ni una sola luz, ni el fuego de un pastor ni una antorcha hasta donde alcanzaba la vista.
—Desciende, amigo mío —dijo al fin—, debes descansar un poco.
Pensaba que seguían en Escocia, o tal vez en Northumberland, pero no estaba seguro. Se hallaban muy al sur de Edimburgo y de Glasgow, eso sí lo sabía, en algún lugar de un valle poco profundo. Escuchaba el correteo de una corriente de agua en algún lugar no muy lejano de allí, pero los dos estaban demasiado cansados como para ir en su busca. Sintió un hambre voraz de forma repentina: devoró toda la galleta de sus bolsillos y apuró hasta el último trago de grog. Luego, se acomodó junto a la curva del cuello de Temerario, extendido de cualquier manera lejos del cuerpo y de las alas desplegadas, pues el dragón se había dormido tal y como se había posado.
Laurence se desvistió y depositó las prendas empapadas junto al costado del Celestial con el fin de que el calor natural del cuerpo del dragón pudiera secarlas; luego, se envolvió con su capa y se tendió a dormir. Soplaba un viento helado procedente de las montañas, y era lo bastante frío como para que estuviera con la carne de gallina. A Temerario le hicieron ruido las tripas y se removió. A lo lejos se oyó un susurro y el chacoloteo de unos cascos: algún animal corría despavorido, pero el dragón no se despertó.
Laurence no supo nada más hasta el día siguiente. Al abrir los ojos vio las fauces ensangrentadas de Temerario devorando un ciervo y tenía otro sobre el suelo. Tragó el primer ejemplar y miró a Laurence con cierta ansiedad.
—Crudo está bastante rico también y puedo cortártelo en trocitos, aunque tal vez puedas usar el sable, ¿no? —sugirió el dragón.
—No. Comételo todo, por favor, a mí no me espera un trabajo tan agotador como a ti —repuso Laurence, que se levantó para lavarse la cara en un hilito de agua, cuyo curso discurría a diez pasos escasos de donde se habían desplomado la noche anterior.
Luego, el aviador fue en busca de su ropa. Temerario había hecho lo posible por desplegarlas con las garras sobre una roca caldeada por el sol. En todo caso, ya no estaban excesivamente húmedas, pero sí bastante castigadas. Al menos los rasgones no mostraban demasiado siempre que llevara puesto el largo sobretodo.
Laurence bosquejó en el suelo el contorno de las costas del Mar del Norte y Europa después de que Temerario terminase el desayuno.
—No podemos arriesgarnos a ir mucho más al sur de York —le informó Laurence—. El campo está muy poblado en cuanto pasamos las montañas. Nos verán de inmediato durante el día y tal vez también por la noche. Debemos seguir volando sobre las montañas hasta llegar cerca de Scarborough, en Yorkshire, pasar por encima de la localidad durante la noche y luego dirigirnos hacia Holanda, nuestro objetivo final al otro lado del mar. La campiña allí se encuentra lo bastante despoblada como para que no supongamos una amenaza inmediata, o eso espero. Y luego, basta con seguir la línea de la costa hasta llegar a Francia, donde solo cabe esperar que no nos peguen un tiro sin dejarnos decir ni una palabra.
Enarboló la camisa hecha jirones en lo alto de un palo a modo de bandera blanca para dejar claro su ánimo de parlamentar y la agitó con fuerza desde su posición en el cuello de Temerario cuando entraron en Dunquerque. La alarma se había desatado a sus pies, en el puerto, entre los barcos franceses cuando los marineros vieron aparecer a Temerario, lo cual demostraba que la fama del Celestial por el hundimiento de la Valérie había llegado hasta tan lejos, y empezaron a cañonearle sin cesar, por mucho que fuera un intento inútil, pues se hallaba demasiado alto como para que pudieran alcanzarle.
Los dragones franceses formaron una nube y, con gran determinación, lanzaron una furiosa carga. Muchos de ellos ya estaban tosiendo y la mayoría no estaba de humor para grandes conversaciones hasta que tuvieron que arrostrar el rugido de Temerario, y eso los dejó desconcertados. Entonces, el Celestial aprovechó la ocasión para proclamar a voz en grito:
—Ârret! Je ne vous ai pas attaqué; il faut que vous m’écouter: nous sommes venus por vous apporter du médicament[17].
Consiguieron sembrar una duda en el primer grupo, que se puso a dar vueltas a su alrededor, pero sin solución de continuidad apareció otro desde el cobertizo, bramando gritos de desafío. La confusión aumentó más y más entre ambos grupos. Los capitanes hablaban unos con otros a través de las bocinas hasta que al final se impuso el uso de banderas y fueron escoltados hasta el suelo por una guardia de honor de lo más recelosa y nutrida: seis dragones a cada lado y otros tantos en vanguardia y retaguardia.
Una vez que se hubieron posado en una amplia y agradable pradera, se armó un gran revuelo lleno de idas y venidas por todas partes. No había miedo, pero sí preocupación y tanto los dragones como sus oficiales hablaban en murmullos, presas de la ansiedad.
Laurence desató el tiesto y soltó los mosquetones que le sujetaban al arnés, para cuando terminó los soldados ya se arremolinaban a ambos costados de Temerario, y le encañonaron cuando se puso de pie. Un joven teniente entornó los ojos y les habló en un inglés cargado de acento francés.
—Rendíos.
—Ya lo hemos hecho —contestó el capitán de Temerario con hartazgo, y extendió los brazos, ofreciéndole el tiesto de madera. El joven le miró sin salir de su asombro y luego arrugó la nariz—. Son la cura para la tos, para la grippe des dragonnes —insistió, señalando a uno de los dragones estremecido por la tos.
Tomaron el tiesto con un enorme recelo, pero lo aceptaron, no como el tesoro inestimable que era en realidad, pero sí al menos con cierto grado de respeto. En cualquier caso, lo perdió de vista y de ese modo quedó también más allá de su preocupación, y una vez hubo cumplido su misión, se apoderó de él una gran flojera, y descendió a tientas, con más torpeza aún de lo que solía ser habitual cuando se soltaba las cinchas del arnés. Se deslizó por el aparejo y bajó de un salto cuando le faltaba poco más de un metro para llegar al suelo.
—Laurence —chilló el Celestial con urgencia y se inclinó hacia él, pues otro oficial francés se había adelantado, había aferrado a Laurence por el brazo, y había tirado de él antes de ponerle en el cuello la boca de una pistola, fría y de tacto grumoso por culpa de los granos de la pólvora.
—Estoy bien —dijo Laurence, conteniendo una tos a duras penas. No deseaba sacar la pistola—. Estoy bien, Temerario, no es necesario que…
No le permitieron decir nada más. Un sinnúmero de manos le agarró por todas partes y los oficiales se congregaron en torno a él como cuando se asegura un nudo para conducirle de malas maneras por el prado hacia la tensa y expectante línea de dragones franceses como a un prisionero. Temerario profirió un grito inarticulado de protesta cuando se lo llevaron a rastras.