Capítulo 15

—¿Quieres casarte conmigo, Jane? —preguntó Laurence.

—Vaya, pues no, cielo, ya sabes… Sería un lío darte órdenes si hubiera hecho voto de obediencia. No iba a resultar muy cómodo, pero es estupendo que me lo hayas ofrecido —añadió mientras se levantaba y le besaba con ganas antes de ponerse el sobretodo.

El capitán no pudo decir nada más, pues alguien llamó tímidamente a la puerta. Uno de los mensajeros de Roland venía a decirle que el carruaje los esperaba a las puertas del cobertizo y que debían salir ya por fuerza.

—Cómo voy a alegrarme de estar otra vez en Dover. ¡Menudo humedal! —comentó Jane, limpiándose la frente con una manga nada más salir de la barraca.

La posición de Londres añadía a las atracciones de un calor sofocante y una gran humedad en el aire, la pestilencia incomparable de toda ciudad y los hedores entremezclados de los corrales con el acre de los pequeños cobertizos, que en aquel momento eran muladares llenos hasta los topes de excrementos de dragón.

Laurence efectuó un par de comentarios generales sobre el calor y le ofreció su pañuelo de forma mecánica. No sabía a ciencia cierta cómo sentirse. Pedírselo había sido más un impulso profundo que una decisión consciente, pues él no pretendía hablar, aún no, y no de esa manera, eso por descontado. Había elegido un momento casi absurdo para formular la cuestión, era casi como si deseara ser rechazado, pero no se sentía aliviado, ni mucho menos, para nada.

—Supongo que van a tenernos hasta la hora de comer —comentó Roland, refiriéndose a los lores del Almirantazgo.

Esa era una opinión muy optimista en opinión de Laurence; a su juicio, era muy probable que los hubieran tenido allí varios días de no ser porque Bonaparte estaba dispuesto a invadir la isla en cualquier momento.

—Debo ir a echar un vistazo a Excidium antes de irnos. No ha comido nada de nada la última noche, nada, y debo despertarle a ver si hoy lo hace mejor.

—No hace falta que me regañes —murmuró el Largario sin abrir los ojos—. Tengo mucha hambre.

Pero apenas fue capaz de salir del aletargamiento ni para responder a la caricia de su capitana.

Excidium fue uno de los primeros en recibir el preparado del hongo enviado desde Ciudad del Cabo a bordo de una fragata, por supuesto, mas aún no se hallaba ni mucho menos recuperado de su ordalía, pues, en su caso, la enfermedad estaba muy avanzada cuando llegó la cura y solo en las últimas semanas habían estimado seguro para él abandonar los pozos de arena que habían sido su hogar durante más de un año. Sin embargo, el dragón se había empeñado en llevar a Jane hasta Londres en vez de dejar que Temerario los llevase a ella y a Laurence, y ahora estaba pagando el precio de su orgullo con un estado de postración. Habían llegado la tarde anterior y desde entonces solo había hecho una cosa: dormir.

—Bueno, pues entonces intenta comer un poco mientras estoy aquí, solo para mi tranquilidad —insistió Jane, y se echó atrás para no mancharse los pantalones ni su mejor sobretodo con las manchas de sangre que iban a llover por allí, pues el pastor del cobertizo trajo una oveja a toda prisa y la sacrificó y la troceó allí mismo, delante de las fauces de Excidium, que fue comiendo los trozos conforme se los iban lanzando a la boca.

Laurence aprovechó la oportunidad para escaparse un segundo y visitar el claro vecino, donde, a pesar de lo temprano de la hora, Temerario estaba muy atareado escribiendo una carta en dos mesas de arena. El alado trabajaba en un compendio sobre la enfermedad y su tratamiento con la intención de enviárselo a su madre en China con el señor Hammond como su apoderado, obraba así con la intención de evitar que algún día pudiera darse un rebrote de la enfermedad.

—Tal y como está ahí escrito, ese lóng tiene más pinta de ser un chi[14] —dijo el señor Hammond, mirando por encima del hombro el trabajo de sus secretarios: Emily y Dyer.

Los dos estaban bastante descontentos, pues se habían dado cuenta de que el exaltado rango de alférez no los relevaba de la obligación de hacer los deberes. Demane y Sipho acudían con ellos, pero al menos ellos no tenían la desventaja de tener que aprenderse el alfabeto chino.

«Debí habérselo pedido el otro día, una vez zanjamos el destino de los chicos», se le ocurrió de pronto a Laurence. Habían estado juntos a puerta cerrada y sin interrupciones durante cerca de una hora, y además, en cualquier caso, ese hubiera sido un momento mucho más oportuno para hablar, pues en el recinto de la oficina se eliminaba cualquier escrúpulo a tratar cualquier cosa. O podían haber hablado ayer por la noche cuando dejaron durmiendo a los dragones y se retiraron juntos al barracón, o mejor todavía, debía haber esperado unas cuantas semanas hasta que se hubiera pasado un poco el primer revuelo levantado por su llegada. Quedaba muy claro, visto todo en perspectiva, que lo mejor que podía haber hecho era aplazar el tema hasta que no lo tuviera del todo decidido.

El rechazo de Jane había sido demasiado rápido y había tenido un tono demasiado práctico como para darle ánimos para intentarlo en un futuro, y en una situación normal lo habría considerado punto final a su relación, pero había respondido muy vivaracha, demasiado para sentirse ofendido, o para insistir desde una línea de argumentación moralizante. Aun así, era consciente de su desánimo e insatisfacción. Había jugado un papel decisivo en la decisión de casarse adoptada por Catherine, donde había oficiado como abogado a favor del matrimonio, y ahora había hecho lo mismo en su caso, pero sin saber siquiera dónde tenía puesto el corazón o sus convicciones.

El Celestial concluyó la línea en la mesa de arena y levantó la pata para permitir a Emily cambiarla por la otra mesa. Miró a Laurence por el rabillo del ojo.

—¿Te vas? ¿Vendrás muy tarde? —inquirió.

—Sí —contestó Laurence. Temerario agachó la cabeza y le miró con aire indagador. El aviador le palmeó el hocico—. No importa, no es nada, te lo contaré más tarde.

—A lo mejor no deberías ir —sugirió Temerario.

—Mi asistencia no puede cuestionarse —repuso el capitán—. Roland, tal vez esta tarde debería ir a sentarse un rato con Excidium. A ver si le convence usted de que coma algo más, haga el favor.

—Sí, señor, ¿puedo llevarme a los niños? —Emily se consideraba mayor a sus doce años y llamaba «niños» a Sipho y Demane, este ladeó la cabeza con indignación al oír la palabra—. Ahora he de enseñarles a escribir por las tardes —añadió, dándose aires de importancia.

Laurence se horrorizó, anticipando el resultado de aquellas lecciones, pues la caligrafía de Emily era espantosa y muchos de sus textos parecían un hilo enredado.

—Muy bien, siempre que no les necesite Temerario —repuso Laurence, abandonándolos a su destino.

—No, casi hemos terminado, y entonces Dyer puede quedarse a leerme —terció el Celestial—. Laurence, ¿crees que tenemos suficientes reservas de hongo como para que pueda enviar una muestra con mi carta?

—Espero que sí. Dorset me ha dicho que han conseguido encontrar el modo de cultivarlos en unas cuevas de Escocia, así que no van a guardar el sobrante para atender necesidades futuras.

El landó era viejo y no muy cómodo, pues se había embolsado mucho calor al ir cerrado y traqueteaba de forma horrorosa por las calles, ninguna de las cuales era demasiado buena al estar tan cerca del cobertizo. Dentro del carruaje cubierto iban un Chenery tan sudoroso como silencioso, él, que no se callaba ni debajo del agua; Harcourt, extremadamente pálida, aun cuando ella tenía una excusa de lo más prosaica para justificarlo, y a medio camino pidió con voz ahogada que detuvieran el vehículo para que pudiera detenerse a vomitar en las calles.

—Vaya, ya me siento mejor —dijo ella al entrar, y se recostó sobre el respaldo.

Harcourt parecía un poco temblorosa cuando bajó del landó, pero rehusó el brazo de Laurence para realizar el corto trayecto que atravesaba el patio y conducía hasta las oficinas.

—¿Qué tal si tomas un vaso de vino antes de entrar? —le sugirió Laurence en voz baja.

—No —Catherine movió la cabeza—. Prefiero tomarme un chorrito de brandy.

Y se humedeció los labios con un frasquito que llevaba encima.

El primer lord del Almirantazgo y otros comisionados los recibieron en el salón de actos. El gobierno había vuelto a cambiar durante su estancia en África, probablemente por el asunto a la Emancipación católica[15], supuso Laurence, y los tories habían vuelto al poder una vez más, por eso, era Lord Mulgrave quien presidía la mesa ese día. Era un hombre de carrillos hinchados, expresión seria y algo estirado. Los tories no pensaban mucho en el Cuerpo bajo ninguna circunstancia.

Sin embargo, Horatio Nelson también se hallaba en la sala y decidió desafiar la atmósfera allí imperante: se levantó en cuanto ellos entraron y permaneció de pie hasta que, avergonzados, varios de los caballeros sentados a la mesa se removieron en sus sillas y acabaron incorporándose también. Entonces, Nelson se acercó a Laurence, le estrechó la mano y del modo más elegante posible, le pidió ser presentado.

—Estoy realmente admirado —declaró, dirigiéndose a Catherine, a quien le hizo una reverencia—, y leer su informe ha sido para mí una lección de humildad, capitana Harcourt. Me he acostumbrado a tener una excelente opinión de mí mismo —añadió con una sonrisa— y me gustan los elogios. Soy el primero en admitirlo. Sin embargo, su coraje es un ejemplo muy superior a cualquier comportamiento que, hasta donde me alcanza la memoria, yo haya podido tener en toda una vida de servicio, y ahora le hacemos estar de pie, y seguro debe querer algo de beber.

—Oh, no, nada, nada —contestó Catherine, a quien se le encendió tanto el rostro que se le pusieron coloradas hasta las pecas—. Gracias, señor, pero no ha sido nada, se lo aseguro, no es nada que otro no hubiera hecho, ni que mis compañeros capitanes no hicieran también —añadió, rechazando los elogios y el refrigerio al mismo tiempo.

Lord Mulgrave no parecía demasiado satisfecho de que le hubieran usurpado el privilegio de tomar la palabra en primer lugar. Había que ofrecer una silla a la dama y a todos los demás porque no quedaba otro remedio. El roce de los pies sobre el suelo siguió a la afirmación del presidente mientras los aviadores se alineaban muy apretados en una fila junto a la mesa; los almirantes seguían mirándolos de frente, pero, de algún modo, ya no tenía ese aire de corte marcial ante la cual los testigos prestaban su testimonio de pie.

Primero tuvieron que soportar una tediosa recapitulación de hechos y luego la concordancia de datos. Así, por ejemplo, Chenery había cifrado la duración del vuelo desde su apresamiento hasta la llegada a las cataratas en diez días, Laurence había dado otro dato, doce días, y Catherine, otro distinto, once. Esa disimilitud consumió más de una hora y exigió que los secretarios rebuscaran en los archivos hasta traer varios mapas, pero ninguno de ellos coincidía con precisión en la escala del interior del continente.

—Señor, sería mejor que recurriéramos a los dragones para este tipo de hechos —concluyó Laurence cuando levantó la cabeza del cuarto mapa. Solo habían sido capaces de coincidir de manera concluyente en que había un desierto en algún punto no determinado de África, situado a menos de nueve días de vuelo—. Doy fe de que Temerario es de sobra capaz de evaluar las distancias en vuelo y, dado que no nos siguieron directamente durante nuestra huida, al menos estoy bastante seguro de que él es capaz de indicarnos dónde estaban las fronteras de ese desierto que cruzamos y del mayor de los ríos.

—Ya —repuso Mulgrave de un modo poco halagüeño, y pasó la hoja del informe que tenía delante de él—. Dejémoslo por ahora y vayamos al asunto de la insubordinación. Creo haber comprendido correctamente que las tres bestias desobedecieron la orden del capitán Sutton de regresar a Ciudad del Cabo.

—Llámelo insubordinación si le place —repuso Roland—. Ya me parece magnífico que se quedaran a escuchar los tres en vez de lanzarse a la selva de inmediato cuando habían raptado a sus capitanes. Eso es una disciplina admirable, se lo aseguro, y más de lo que yo habría esperado en esas circunstancias.

—En tal caso me gustaría saber de qué otro modo se le puede llamar al desacato de una orden directa —intervino Lord Palmerston desde una silla del fondo.

—Oh, vamos… —Jane amagó un gesto de impaciencia con la mano, pero no llegó a hacerlo—. Solo hay un medio para convencer a un dragón de veinte toneladas para que haga algo: la persuasión, si lo sabré yo. Y si ellos no valorasen tanto a sus capitanes como para obedecerlos, no aceptarían ninguna orden. Eso es así y no sirve de nada quejarse. Sería lo mismo que decir de un barco que se insubordina porque no ha avanzado cuando no sopla el viento. Mandas tanto en el primero como en el segundo.

Laurence clavó la vista en la mesa. Él había visto dragones en China comportarse con perfecta disciplina sin tener capitán ni cuidador de ningún tipo, y por tanto sabía que esa defensa tenía grietas. Él mismo no conocía otro nombre más preciso que el de insubordinación y no estaba dispuesto a desestimarlo a la ligera, y en el fondo, sugerir que los dragones no sabían hacerlo mejor le parecía más insultante que otra cosa. No le cabía duda alguna de que Temerario sabía cuál era su deber, estaba seguro de eso. El Celestial había desobedecido deliberadamente las órdenes de Sutton porque no le gustaba seguirlas, así de simple. Lo más probable es que hubiera considerado esa desobediencia justificada y natural, algo que no era preciso ni explicar, e incluso le habría sorprendido que alguien hubiera esperado de él otra cosa, pero él jamás había negado su responsabilidad.

Laurence estimó poco prudente sacar un tema tan espinoso ante una audiencia hostil y con ello inducirlos tal vez a exigir un castigo irracional, máxime cuando incluso él se sentía predispuesto a contradecir a Jane en esa posición. Permaneció en silencio mientras tenía lugar un breve debate dialéctico sobre el tema y quedó sin resolver cuando Jane dijo:

—Estoy dispuesta a echarles una buena bronca al respecto si ustedes lo desean o presentarles ante una corte marcial si es que eso les parece sensato, y preferiría aprovechar ahora el tiempo que tenemos.

—En lo que a mí respecta —empezó Nelson—, ninguno de los aquí presentes va a sorprenderse si digo que la victoria es la mejor de las justificaciones y contestarla con reproches me parece repulsivo. El éxito de la expedición demuestra su mérito.

—Un éxito memorable, sin duda —arguyó el almirante Gambier aceradamente—, un éxito cuyo saldo no es una colonia perdida, sino en ruinas, y la confirmación visual de la destrucción de todos los puertos a lo largo de la costa africana. Es un logro de lo más meritorio.

—Nadie puede esperar que una compañía de siete dragones defienda todo el continente africano contra una horda de varios centenares, bajo ninguna circunstancia, y haríamos bien en mostrarnos agradecidos por la información conseguida gracias a la exitosa fuga de nuestros oficiales.

Gambier no contradijo a Jane abiertamente, pero bufó y retomó la indagación sobre otra pequeña discrepancia en los informes. Sus propósitos y los de Lord Palmerston fueron desvelándose poco a poco conforme discurría la sesión e iban mostrándose sus respectivas líneas de interrogatorio: pretendían levantar sobre los aviadores la sospecha de que habían provocado deliberadamente la invasión mientras eran prisioneros y, por consiguiente, se habían conchabado entre ellos para ocultar el acto. No estuvo claro cómo iban a unir ambos hechos ni tampoco los posibles motivos hasta que por fin Gambier añadió con tono irónico:

—Y por supuesto, luego está el comercio de esclavos que cuestionan con tanta virulencia, aunque, como todo el mundo sabe, es una práctica instituida por los nativos del continente desde tiempos inmemoriales, mucho antes de la llegada de los europeos a sus costas, o tal vez debería decir que lo que cuestionan no es el comercio, sino a quien lo practica. Tengo entendido, capitán Laurence, que usted tiene opiniones bien formadas sobre el tema. Espero que no encuentre el comentario fuera de lugar.

—No, señor, en absoluto —se limitó a decir Laurence, y no añadió comentario alguno. No iba a dignificar la insinuación con una defensa.

—¿No hay nada más apremiante para que debamos malgastar el tiempo de todos nosotros especular con la posibilidad de que un nutrido grupo de oficiales haya dispuesto las cosas para ser capturados y que muera una docena de buenos hombres con el fin de poder ir a una nación extranjera donde nadie habla una palabra de inglés y allí ser lo bastante ofensivos como para hacerles convocar una asamblea, reunir doce escuadrones de dragones y lanzar un asalto inmediato? —preguntó Jane—. Y supongo, además, que encima deberían ser capaces de montar algo así de la noche a la mañana… Solo Dios sabe las enormes dificultades que hay a la hora de proporcionar soporte logístico a un centenar de dragones.

Prosiguieron hurgando en minucias de forma agotadora, pero el interrogatorio acabó hoscamente al cabo de otra hora, cuando no logró forzar ninguna confesión. No existían razones objetivas para un consejo de guerra, dado que no se había perdido ningún dragón, y si lo que buscaban los lores del Almirantazgo era un juicio por la pérdida de El Cabo, iban a tener que procesar al general Grey, y no había un clima favorable para semejante investigación judicial.

A los lores no les quedó otro remedio que sentirse profundamente insatisfechos y a los aviadores les tocó permanecer sentados y escuchar sus quejas.

Se propusieron varias medidas para recuperar los puertos, todas ellas sin el menor viso de éxito, y Jane se vio obligada a recordar a los lores, ocultando a duras penas su desesperación, la sucesión de fracasos con que se habían saldado todos los intentos de establecer colonias con el fin de organizar hostilidades aéreas: la de España, en el Nuevo Mundo; la completa destrucción de la colonia de Roanoke; los desastres de Mysore en la India.

—Para tomar El Cabo y asegurar el castillo, si es que no lo han demolido, se necesitaría el número de barcos suficiente para lanzar veinte toneladas de metal y seis escuadras de dragones, y cuando eso se haya hecho, deberían dejar dos escuadras allí, además de cañones de primera calidad, y me resulta difícil calcular cuántos soldados harían falta, y también habría que idear un modo de avituallarlos todos los meses, siempre y cuando al enemigo no se le ocurriera la brillante idea de atacar las naves de aprovisionamiento más al norte.

Dejó de haber propuestas.

—Milores, ya conocen ustedes las cifras de la almirante Roland y no veo posibilidad alguna de rebatirlas —dijo Nelson—, aunque no soy tan pesimista sobre nuestras posibilidades de tener éxito allí donde nuestros intentos del siglo pasado salieron mal, pero aunque sea muy difícil reunir la mitad de la fuerza propuesta, y no siendo posible que ese movimiento pase desapercibido, tampoco puede transportarse desde ningún puerto civilizado a una provincia de África sin el conocimiento de la Armada ni, por supuesto, su colaboración en la materia. Eso puedo garantizarlo.

»Si no estamos en condiciones de reconquistar El Cabo ni de establecer ninguna posición firme en la costa del continente africano, tal vez debamos contentarnos con lograr que tampoco lo haga ninguna otra nación. Francia no puede aspirar a ello, desde luego. No voy a negar que Napoleón puede conquistar el lugar que le plazca del mundo entre Calais y Pekín mientras pueda ir a pie, pero si pone un pie en el mar, está a nuestra merced.

»E iré más lejos, ya lo creo. Hemos sufrido una terrible pérdida en vidas y propiedades por culpa de este bárbaro ataque no provocado, y eso nos ha causado un dolor que no pretendo pasar por alto, pero, como una cuestión de pura estrategia, me declaro muy feliz de permutar todas las ventajas de poseer El Cabo a cambio de no necesitar defender esa posición. En estos mismos salones hemos hablado antes de ahora, caballeros, del enorme gasto y la dificultad de mejorar las fortificaciones y las patrullas de la vasta línea costera contra la incursión francesa, ese desembolso y ese esfuerzo van a tener que hacerlo ahora nuestros enemigos.

Laurence no tenía la menor intención de ponerse a discutir con él, pero al principio le costó comprender por qué el Almirantazgo había llegado a temer una incursión de semejantes características. Los franceses jamás habían demostrado la menor ambición por apoderarse de Ciudad del Cabo, que, si bien era un puerto valioso, resultaba absolutamente innecesario para sus intereses en tanto en cuanto retuvieran el control de Île de France, lejos de la costa africana y una nuez muy difícil de partir. Francia ya tenía cuanto necesitaba para defender sus posesiones no continentales.

El presidente frunció la nariz, mas no efectuó comentario alguno.

—Almirante Roland —dijo al fin, y a regañadientes, como si le costase pronunciar el cargo—, ¿tendría la amabilidad de describirnos la fuerza actual de nuestras defensas en el Canal de la Mancha?

—He emplazado ochenta y tres dragones de Falmouth a Middlesbrough como fuerza de lucha, y podrían salir a volar veinte más en caso de necesidad, diecisiete de ellos son pesos pesados y hay tres Largarios, y contamos también con el concurso del Kazilik y el Celestial. Disponemos de otros catorce en Loch Laggan: están recién salidos del cascarón, pero ya tienen edad suficiente para volar y los estamos entrenando. Hay más alados junto a la costa del Mar del Norte, por supuesto; apenas tendríamos capacidad para alimentarlos si la acción durase más de un día, pero en un momento dado podríamos contar con ellos.

—¿Cuál es su estimación acerca de nuestras posibilidades si Bonaparte hiciera otro intento de invadir la isla por medio de zepelines como los usados en la batalla de Dover? —preguntó Nelson.

—Podría aterrizar en suelo inglés si no le importara perder la mitad de los efectivos en el océano, señor, pero yo no se lo recomendaría. La milicia podría prenderles fuego en cuanto nos hubieran rebasado. La respuesta es no, pedí un año, y aunque no ha pasado entero, la cura lo ha compensado todo, y tenemos de vuelta entre nosotros a Lily y a Temerario. Los dragones no pueden venir por aire.

—Ah, sí, la cura —dijo Nelson—. Confío en que esté a salvo. ¿No podrían robarla? Me ha parecido oír hablar de un incidente…

—Le ruego que no inculpe a ese pobre muchacho —contestó Jane—. Tiene catorce años y su Winchester estaba muy grave. Lamento decir que ha habido algunos rumores de lo más deplorable según los cuales andábamos cortos de existencias y no iba a haber bastante para todos. Eso se debe a que comenzamos un poco despacio para determinar lo grandes o pequeñas que debían ser las dosis antes de empezar a administrárselas. No se causó ningún daño y el culpable confesó inmediatamente cuando reuní a todos los capitanes. Después de eso, pusimos un guardia ante la reserva con el fin de evitar futuras tentaciones, y nadie ha metido las narices por allí.

—Pero ¿y si se produjera otro intento? —insistió Nelson—. ¿No podría aumentarse la guardia y llevar la reserva a algún sitio fortificado?

—Queda muy poco que robar, si alguien lo pretendiera, después de haber alimentado hasta el último de los dragones de Inglaterra y las colonias —contestó Roland—, a menos que los caballeros de la Royal Society se las hayan arreglado para convencer a alguien de que arranquen las raíces en Loch Laggan, y en cuanto a eso, si a alguien le apetece probar suerte y robarlas de su sitio, en medio del cobertizo…, bueno, le invitamos a intentarlo.

—Excelente, así pues, caballeros —dijo Nelson, volviéndose hacia los demás comisionados—, pueden ver que, como resultado de todos estos hechos, deplorables en sí mismos, podemos contar con la relativa seguridad de tener la cura bajo control, al menos hasta donde somos capaces de saber.

—Le pido disculpas, pero ¿existe alguna razón para creer que la enfermedad se ha extendido al continente? ¿Están enfermos los dragones franceses?

—Eso esperamos —repuso Nelson—, pero aún nos falta la confirmación sobre el terreno. ¿Recuerdan el correo espía que capturamos? Hace dos días enviamos a la Plein-Vite de vuelta a casa. Esperamos la noticia de que ha contagiado la enfermedad de un momento a otro.

—Es el único arcoíris que hemos tenido después de estas malditas tormentas —observó Gambier, y el comentario levantó un asentimiento general—. Será un pequeño consuelo verle la cara al pequeño cabo corso cuando sus propios dragones estén escupiendo sangre.

—Señor —logró decir el capitán de Temerario mientras a su lado el semblante de Catherine cobraba una palidez cadavérica a causa del espanto y ocultaba la boca con el dorso de la mano—. Señor, debo protestar contra… este… —Laurence no pudo seguir, le faltaba el aire, se ahogaba al recordar al pequeño Sauvignon, que había hecho compañía a Temerario durante aquella semana horrible, cuando todo parecía perdido, y él temía que su dragón empezara a escupir sangre de un momento a otro.

—Debí imaginármelo, maldita sea. Por eso enviaron a la criatura a Eastbourne, supongo, y no a alguno de los otros campos de cuarentena. Allí, en la costa sur, un lugar perfecto desde el que extender la enfermedad. ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Meteremos en su puerto una nave con peste? Díganmelo, por favor. O tal vez envenenaremos sus convoyes de grano… ¡Menuda panda de peleles!

Mulgrave se retrepó sobre el sillón, indignado, y le soltó a Roland:

—Esto es inadmisible, señora.

—Esto es lo que pasa cuando una… —empezó Gambier.

—Maldita sea, Gambier, salga de detrás de esa mesa y dígamelo a la cara —replicó Jane, echando mano al sable.

La habitación se llenó enseguida de gritos y desprecios, hasta el punto de que los guardias de la puerta asomaron tímidamente la cabeza.

—No pueden estar haciendo esto de verdad. Su Gracia —apeló Laurence a Nelson—, usted ha conocido a Temerario, ha hablado con él. Son criaturas pensantes, no puede verlo de otro modo, no son carne de matadero…

—Menuda blandenguería femenina… —censuró Palmerston.

—Es el enemigo —replicó Nelson a grito pelado para hacerse oír por encima de la algarabía—, y debemos aprovechar la oportunidad que se nos ha presentado de nivelar la desigualdad entre nuestras fuerzas aéreas y las suyas…

Habían llevado todo aquello de tapadillo, lo cual demostraba bien a las claras que los lores habían previsto oposición y habían optado por evitarla, pero tampoco estaban dispuestos a soportar una filípica después de hacerlo y habían alcanzado los límites de la tolerancia cuando Jane empezó a hablar con la voz un poco más alta.

—Bonaparte va a suponer lo ocurrido en cuanto vea enfermar a sus dragones y entonces no va a esperar, va a cruzar el Canal inmediatamente, mientras aún puede, y es lo que hará si no es tonto de remate, y entonces ustedes me harán ir con la lengua fuera hasta Dover para que con dos Largarios y nuestro Celestial defienda todo el maldito Canal de la Mancha, tan accesible para él como Rotten Row[16].

Mulgrave se levantó e indicó mediante señas a los guardias que abrieran las puertas.

—En tal caso, no debemos demorarla ni un segundo —sentenció y antes de que la almirante Roland volviera a hablar, añadió con bastante más frialdad—: Puede retirarse, señora.

Y le tendió las órdenes formales para la defensa del Canal de la Mancha. Jane arrugó los papeles en el puño mientras salía hecha un basilisco.

Catherine se apoyó pesadamente en el brazo de Chenery antes de salir, blanca como la pared, pero con los labios rojos de tanto mordérselos. Nelson siguió a Laurence y le puso una mano en el brazo antes de que pudiera ir detrás de sus compañeros y le habló largo y tendido de una expedición proyectada con rumbo a Copenhague para atrapar a la flota danesa, aunque el aviador no fue capaz de seguir el hilo de todo lo que decía.

—Me alegraría contar con usted, capitán, y con Temerario, si puede usted, y si la defensa del Canal puede pasar sin su concurso durante una semana.

Laurence le miró fijamente, sintiéndose estúpido y triste, perplejo ante la desenvoltura y la labia de Nelson. Había conocido a Temerario, había hablado con él, no podía alegar ignorancia. Tal vez no había sido el ideólogo ni el instigador de aquel experimento, pero tampoco se había opuesto a él, y su oposición podría haberlo sido todo, seguramente lo habría sido.

—Usted está como nuevo después de un largo viaje, pero yo estoy muy cansado de tanto interrogatorio —dijo Nelson con mayor altivez—. Me ha parecido una pérdida de tiempo desde el principio. Volveremos a hablar mañana, iré por la mañana al cobertizo, antes de que deba usted regresar.

Laurence se tocó el ala del sombrero. No había nada que él pudiera decir.

Salió del edificio y se adentró en las callejas, tan alterado y descompuesto que era incapaz de ver nada. Se llevó un susto mayúsculo cuando le dieron un codazo y se encontró mirando a un hombre pequeño vestido con ropas gastadas. La expresión de Laurence debía dar algún indicio serio de su agitación interior, pues esbozó una ancha sonrisa apaciguadora que dejó al descubierto una boca llena de dientes amarillentos antes de entregarle un legajo de papeles y se inclinó para marcharse acto seguido sin decir ni una palabra.

Laurence lo desdobló mecánicamente y leyó: era una demanda por daños que ascendía al importe de diez mil trescientas libras, el valor de doscientos seis esclavos valorados a cincuenta libras cada uno.

Temerario dormía iluminado por la luz veteada del crepúsculo. Laurence no le despertó y se sentó frente al dragón en un asiento de roca toscamente tallado al abrigo de los pinos e inclinó la cabeza hacia delante en silencio. Jugueteó entre los dedos con un pulcro rollo de papel de arroz que Dyer le había entregado hacía un rato. Llevaba un sello rojo de tinta. No se permitiría el envío de la carta por las elevadas posibilidades de que fuera interceptada, suponía él, o que pudiera encontrar el camino hasta las garras de alguien como Lien, si es que todavía conservaba algunos aliados en la corte china.

El claro estaba desierto, pues la dotación seguía de permiso. El martillo de Blythe aún resonaba sin parar en la pequeña forja situada detrás de los árboles, donde el armero golpeteaba las hebillas del arnés de Temerario. El repiqueteo era un débil sonido metálico muy similar al de uno de esos pájaros africanos que trinaban junto al río. De pronto, el aviador sintió que el polvo en suspensión del claro se le espesaba en las fosas nasales y le recordaba vívidamente el olor a cobre de la sangre, el olor a polvo, el hedor a vómito. Sintió una fuerte rozadura en el rostro similar a una cuerda apretada con fuerza sobre la piel y se frotó la mejilla con la mano como si pudiera encontrar allí una marca, aunque ya no quedaba ninguna huella, salvo, tal vez, una cierta dureza, una impresión de la malla del dragón africano sobre la piel.

Jane se unió a él al cabo de un rato. Se quitó el lujoso sobretodo y el lazo del cuello, que ocultaba manchas de sangre de la blusa. Se sentó en el banco y se inclinó hacia delante con aires hombrunos, apoyando los codos en las rodillas. Aún llevaba el pelo recogido hacia atrás, pero las hebras más finas ya le caracoleaban sobre el rostro.

—¿Puedo pedirte un día de permiso? —preguntó Laurence al final—. Debo ver a mis abogados en la City. No puede llevarme mucho, soy consciente de ello.

—Un día —contestó ella mientras se frotaba las manos con aire ausente, a pesar de que no hacía nada de frío, incluso cuando el sol se ocultaba ya tras los barracones—. Ni un minuto más.

—Los franceses van a mantener a la dragona en cuarentena, ¿verdad? —preguntó Laurence con un hilo de voz—. El capitán vio nuestros campos de cuarentena y debe de haber comprendido que está enferma nada más verla. Jamás expondría al contagio a otros dragones.

—No temas, lo han planeado todo a conciencia —repuso Jane—. La dragona ha visto partir al chico en bote y le han dicho que el muchacho era enviado al cobertizo situado a las afueras de París, donde tiene su centro el servicio imperial de mensajería. Me atrevería a decir que la dragona voló directamente entre sus propias filas. Uf, qué asunto tan nauseabundo. La enfermedad está muy extendida a estas horas, estoy segura. Los correos salen cada cuarto de hora y entran casi con la misma frecuencia.

—Jane, los correos de Napoleón van a Viena, a Rusia y a España, y atraviesan toda Prusia. Los dragones prusianos están afincados en los campos de cría franceses, los prusianos, los aliados a quienes abandonamos en su hora de máxima necesidad… Acuden incluso a Estambul… ¿Adónde no va a extenderse la enfermedad desde el Bósforo?

—Sí, muy astutos —concedió ella, esbozando una sonrisa apergaminada y rígida en las comisuras de los labios—, la estrategia es irrebatible. Nadie puede ponerle objeción alguna. Un solo golpe maestro nos lleva de ser la fuerza aérea más débil de Europa a la más fuerte.

—Mediante el asesinato. No tiene otro nombre, asesinato al por mayor —precisó Laurence.

Tampoco existía razón alguna para que aquella pandemia devastadora terminase en Europa. En su mente, el aviador vio cómo volvían a desplegarse todos los mapas sobre los que había trabajado en el último medio año de viaje desde China hasta Inglaterra. No necesitaba de su presencia física para verlos. El sinuoso curso de su viaje ahora se convertía en un sendero por el cual regresaba la muerte. Estrategia, una estrategia que conduciría a la victoria. La infantería y la caballería chinas difícilmente podrían soportar el castigo de la artillería británica si las legiones imperiales resultaban diezmadas. Los reinos de los diferentes rincones de la India caerían bajo su control. Japón recibiría una buena humillación. Tal vez podrían entregarle otro dragón enfermo a los incas, y entonces por fin se abrirían a los europeos las fabulosas ciudades de oro.

—En los libros de historia encontrarán un nombre mucho más rimbombante, de eso estoy convencida —dijo Jane—. Ya sabes, solo son dragones. No deberíamos darle la misma importancia que si estuviéramos hablando de prenderle fuego a una docena de barcos en el puerto, algo de lo que nos alegraríamos bastante.

Laurence agachó la cabeza.

—Así es como deben librarse las guerras.

—No, así es como se ganan —le rectificó ella, fatigada. Luego, apoyó las manos en las rodillas, y se impulsó hasta ponerse de pie—. No puedo quedarme. Me voy ahora mismo hacia Dover en un dragón mensajero. He convencido a Excidium de que me deje irme. Mañana por la noche voy a necesitarte.

Ella colocó la mano sobre el hombro de Laurence durante un momento y se fue.

Él no se movió durante un buen rato, y cuando por fin alzó la cabeza, Temerario estaba despierto y le miraba con sus ojos de pupilas rasgadas convertidos en un débil destello en la oscuridad.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Temerario en voz baja.

Y el aviador se lo contó, también en voz baja.

Atinadamente, el Celestial no se enfadó, sino que escuchó con más atención que rabia y se fue agazapando.

—¿Qué vamos a hacer? —se limitó a preguntar cuando Laurence hubo terminado.

Laurence manoteó de forma vaga sin comprenderle, pues había previsto otro tipo de respuesta, algo más intenso que aquello.

—Vamos a ir a Dover —contestó al fin.

Temerario echó hacia atrás la cabeza y tras un momento de extraña inmovilidad, dijo:

—No, no me refiero a eso, para nada.

Se hizo el silencio.

—No hay nada que hacer. Ni protestar. Ya la han enviado a Francia —respondió Laurence al final, sintiendo la lengua espesa e inútil—. Se espera la invasión de un momento a otro, así que vamos a montar guardia en el Canal de la Mancha.

—No —le interrumpió Temerario a voz en grito. Su voz reverberó con gran fuerza y los árboles circundantes se estremecieron—. No —repitió—. Vamos a llevarles la cura. ¿Cómo podemos hacerlo? Podemos regresar a África si es preciso.

—Estás hablando de traición —le advirtió Laurence, pero lo hacía sin tener sensación de que fuera así, le invadía una extraña calma. Las palabras no pasaban de ser un recitado lejano.

—Muy bien —convino Temerario—, si soy un animal y se me puede envenenar como a una rata molesta, no puedo esperar, y no voy a hacerlo, que alguien se preocupe, pero no puedes decirme que me quede cruzado de brazos.

—¡Es traición! —insistió Laurence.

Temerario enmudeció y se limitó a mirarle.

—Es traición —repitió el exhausto aviador en voz baja—. No es desobediencia ni insubordinación. No se puede… No existe otro nombre aplicable a esto. El gobierno no es de mi partido y mi rey está enfermo y loco, pero aun así, sigo siendo su súbdito. Tú no has hecho ningún juramento, pero yo sí —Laurence hizo un alto—. He empeñado mi palabra.

Volvieron a guardar silencio cuando se alzó un clamor entre los árboles: algunos miembros de la tripulación de tierra regresaban de su día de permiso con el alboroto de quien lleva alguna copa de más. Mientras entraban en los barracones, escucharon algún jirón de la canción entonada a voz en grito.

Qué bien dotada

estaba esa fulana…

Y luego unas carcajadas.

Después, las luces de los faroles desaparecieron.

—En tal caso, debo ir solo —concluyó el dragón desconsolado en voz tan baja que, por una vez, resultó realmente difícil entender las palabras—: Iré solo.

—No —dijo Laurence.

Y dio un paso adelante para poner la mano sobre el costado de Temerario.