Capítulo 14

HORRENDA MATANZA EN EL CABO

¡Miles de víctimas! ¡Cape Coast devastado!

Luanda y Benguela, reducidos a cenizas

Va a ser necesario un plazo mayor hasta poder disponer de datos completos y fidedignos, pero estos confirmarán tanto los peores temores de familiares y acreedores de todos los puntos de Inglaterra, como la magnitud del desastre, que implica, por desgracia, la ruina de algunos de nuestros más egregios ciudadanos, pues esto ha supuesto la destrucción de sus intereses. Todo lo anterior nos sume en el duelo sin saber a ciencia cierta cuál ha sido el destino de nuestros valientes aventureros y nuestros nobles misioneros. A pesar de las disputas territoriales asociadas a la actual guerra con Francia, que últimamente nos ha convertido en enemigos, debemos enviar nuestras más sentidas condolencias al otro lado del Canal de la Mancha a las familias que hoy guardan luto en el reino de Holanda, pues en algunos casos han perdido a todos sus familiares próximos, hasta hace poco colonos en Ciudad del Cabo. Todas las voces muestran una repulsa unánime y condenan un ataque tan horrendo como injustificado, al no mediar provocación alguna, por parte de una horda de bestias salvajes y violentas azuzadas por los nativos de las tribus, resentidos ante los progresos significativos de la honesta tarea cristiana de evangelización…

Laurence dobló el periódico de Bristol y lo lanzó junto a la cafetera. Al caer, quedó boca arriba la caricatura de una criatura abotargada y con los colmillos salientes manchados de sangre. La viñeta estaba presidida por un rótulo: «África». Habían pretendido dibujar un dragón, era obvio, y a varios nativos desnudos caracterizados con unos rostros negros dominados por unas sonrisas rijosas. Los salvajes amenazaban con lanzas a un grupito de mujeres y niños, empujándolos hacia las fauces abiertas del dragón. Las desdichadas víctimas alzaban las manos en señal de oración y decían «No tenéis misericordia» en un gran bocadillo salido de las bocas de todos ellos.

—Debo ir a ver a Jane —anunció—. Preveo que van a enviarnos a Londres esta misma tarde. Espero que no estés cansado.

Temerario aún jugueteaba con el último novillo, no muy seguro de si lo quería o no. Después de las raciones escasas de a bordo, se había zampado tres de muy buena gana.

—No me importa ir —dijo el Celestial—, pero quizá podríamos salir un poquito antes y ver nuestro pabellón. Ahora ya no puede haber razón para no pasar cerca de los campos en cuarentena, ¿verdad?

Otros navíos más veloces habían llegado antes y los aviadores iban a dejar pasar lo mejor si no eran los primeros en dar noticia de todo el desastre. Antes de que ellos desembarcaran, nadie en Inglaterra tenía la menor idea acerca de la identidad del misterioso e implacable enemigo que había barrido la costa africana de forma tan meticulosa y aplastante. Harcourt, Laurence y Chenery habían redactado sus respectivos despachos en cuyas líneas habían descrito sus experiencias y los habían entregado a una fragata con la que se habían cruzado en Sierra Leona y otra en Madeira, pero al final, estas solo les habían precedido en unos pocos días. En cualquier caso, los despachos formales, incluso los de mayor detalle y extensión, escritos con el sosiego de haber pasado un mes en alta mar, no estaban pensados para satisfacer los apremiantes requerimientos de información hechos por el gobierno a fin de poder hacerse una idea global de la magnitud del desastre.

Al menos Jane no les hizo perder el tiempo contando una historia que ya sabía.

—Estoy segura de que vais a tener bastante con sus señorías —dijo—. Vais a venir los dos, y también Chenery, aunque puedo pedir que te dispensen, Harcourt, dadas las circunstancias…

—No, señor —contestó la capitana, colorada—. No deseo recibir ningún trato especial.

—Pues muy bien, pero yo tengo intención de aceptar todos los tratos especiales que nos sea posible, y a manos llenas además —repuso Jane—. Al menos así, a lo mejor conseguimos que nos den sillas, y lo espero de veras, porque tienes muy mala cara.

Jane había mejorado mucho desde la última vez que Laurence la vio, pero lucía algunas hebras plateadas y canosas en la melena. No obstante, no tenía las mejillas tan chupadas y se notaban tanto los cuidados recibidos como el retorno a los vuelos, pues el viento le había devuelto un color muy saludable a las mejillas, aunque le había agrietado los labios. La almirante observó a Catherine con gesto pensativo. La joven siempre tenía la tez requemada por el sol y rojiza como una langosta, pero ahora estaba pálida y se advertían ojeras debajo de sus ojos.

—¿Aún tienes náuseas?

—No muy a menudo —contestó Harcourt sin excesiva franqueza. Laurence y el resto del grupo la habían visto salir a cubierta con regularidad para vomitar por encima de la borda—. Estoy segura de que voy a estar mejor ahora que no estamos en el mar.

—A los siete meses yo me encontraba tan bien como no he vuelto a estar en mi vida —recordó Jane, negando la cabeza en señal de desaprobación—. No has ganado el peso suficiente. Este es un combate como otro cualquiera en la vida, Harcourt, y debemos estar seguros de que estás en buenas condiciones para librarlo.

—Tom desea que me vea un médico de Londres —comentó Catherine.

—Tonterías —arguyó Jane—. Lo que tú necesitas es una comadrona prudente. La mía aún está por aquí, en Dover. Voy a buscarte su dirección. Yo quedé realmente satisfecha con ella, lo aseguro. Fue una jornada de veintinueve horas.

—Vaya —dijo Catherine.

—Dime, ¿sientes…? —empezó Roland.

Laurence saltó de la silla como impulsado por un resorte y concentró todo su interés en el mapa del Canal de la Mancha desplegado sobre la mesa de Jane, haciendo ímprobos esfuerzos para no oír el resto de la parrafada.

El mapa no era tan angustioso al primer golpe de vista, aunque tal vez eso era un indicio de falta de sensibilidad por su parte, porque representaba unas circunstancias tan desafortunadas como cabía imaginar. Toda la costa gala estaba repleta de banderines azules, representativos de compañías de hombres, y blancos, indicativo de dragones individuales. Había cincuenta mil hombres acantonados en torno a Brest y otros tantos en Cherburgo; en Calais se reunía la mitad de esa cifra. Había unos doscientos dragones dispersos entre esos grandes núcleos de fuerzas.

—¿Son exactas esas cifras? —quiso saber Laurence cuando ellas terminaron la conversación y se unieron a él en la mesa.

—No, y es una pena. Napoleón tiene aún más dragones… Esas solo son las estimaciones oficiales. Powys insiste en que no puede alimentar a tantos animales, no si están todos congregados, y menos cuando le hemos bloqueado los puertos, pero yo sé que están ahí, maldita sea. Dispongo de demasiados informes de nuestros espías: hay más dragones de lo que ellos son capaces de ver a la vez y la Armada me asegura que no huelen el pescado, que ni se lo ofrecen, así que han tenido que ponerse a pescar ellos mismos, y el precio de la carne está por las nubes. Nuestros propios pescaderos deben acudir a remo para venderles sus capturas.

»Pero debemos estar agradecidos. Si la situación no fuera tan desesperada, estoy segura de que os tendrían un mes en Whitehall respondiendo a preguntas sobre este espinoso asunto en África. Tal y como está la cosa, seré capaz de sacaros de ahí tras un par de días de suplicio.

Catherine se marchó y Laurence se quedó. La almirante le escanció otra vez el vaso de vino.

—A ti también te vendría bien un mesecito en la costa, mírate cómo vienes —observó Jane—. Has tenido que pasarlo realmente mal, por lo que veo. ¿Te quedas a cenar?

—No puedo, lo siento. Temerario desea ir a Londres mientras todavía hay luz.

Laurence pensó que tal vez se estaba disculpando él mismo, pues en realidad, albergaba el deseo de quedarse a hablar con ella y al mismo tiempo no sabía lo que quería decir, y no le apetecía permanecer allí de pie, como un pasmarote. Ella le sacó del embrollo, diciendo:

—Por cierto, te estoy muy agradecida por la recomendación de Emily. La he enviado a Powys del Mando Aéreo para que los confirme a ella y Dyer como alféreces; en principio, no veo problemas, el ascenso debería ser pan comido. Supongo que no tienes el nombre de ningún chico en mente para sustituirlos.

—Pues sí —contestó Laurence, armándose de valor—, si te parece bien, los que traje de África.

Demane se había pasado delirando las semanas posteriores a la retirada de Ciudad del Cabo. El costado donde había recibido el bayonetazo se había hinchado debajo de la costra como si bajo la piel hubiera una vejiga inflamada. Sipho estaba demasiado afligido incluso para hablar; se había negado a abandonar el lecho del enfermo y solo salía en busca de agua y de gachas, con las que, cucharada a cucharada, alimentaba a su hermano. La costa sur del continente se deslizaba a toda prisa por estribor, llevándose cualquier tipo de esperanza de que los muchachos pudieran regresar a sus hogares mucho antes de que el cirujano de a bordo se presentase ante Laurence para informarle de que el chico iba a recuperarse.

—Es mérito suyo, señor —le había contestado Laurence mientras se preguntaba qué iba a hacer ahora con ellos. Para aquel entonces, la Allegiance había visto en qué estado había quedado Benguela, y la opción de regresar ni se planteaba.

—Nada de eso —había replicado el señor Raclef—. Una herida como esa en los órganos vitales es mortal de necesidad, o tendría que serlo. Solo cabía hacer una cosa: que se sintiera cómodo.

Y se alejó farfullando, vagamente ofendido porque se hubieran atrevido a cuestionar su diagnóstico.

El paciente persistió en su desafío e hizo valer la resistencia propia de la juventud. Había perdido más de diez kilos durante su convalecencia, pero los recuperó enseguida, e incluso uno más por añadidura. Demane abandonó la enfermería antes de que hubieran cruzado el Ecuador y los dos hermanos fueron instalados en los camarotes de pasajeros, en un minúsculo compartimento sin cortinas con el espacio justo para colgar un pequeño coy. La precaución del hermano mayor hizo que no durmieran los dos al mismo tiempo, sino que montaran guardias por turnos.

No obraba sin justificación, pues la multitud de refugiados de El Cabo venía con los ánimos muy alterados y echaba chispas siempre que veía a los muchachos, a quienes como representantes de los cafres culpaban de la destrucción de sus hogares. Resultó tarea inútil explicar a los colonos que Demane y Sipho eran de una nación completamente diferente a la que había lanzado el ataque. El alojamiento de los dos hermanos entre ellos suscitaba una gran indignación, en especial entre un anciano tendero y un peón de granja cuyos respectivos dominios se habían reducido en dieciocho centímetros por su culpa.

A eso le siguieron, como era de prever, unas cuantas escaramuzas bajo cubierta con los hijos de los colonos, pero aquello terminó en un abrir y cerrar de ojos; por mucho que Demane estuviera aún convaleciente, se hizo evidente que un muchacho cuya subsistencia había dependido años y años de su habilidad como cazador y que se había visto obligado a luchar contra hienas y leones por su comida no era un rival conveniente para muchachos sin otra experiencia que las riñas en el patio del colegio. Entonces, recurrieron a los pequeños tormentos propios de niños más pequeños, como pellizcarles o darles codazos de tapadillo, o dejarles junto al coy maliciosas trampas untadas de grasa o de excremento, y apelaron también a un uso ingenioso de los gorgojos. La tercera vez que Laurence encontró a los muchachos durmiendo en la cubierta de dragones, acurrucados junto al costado de Temerario, no les ordenó regresar a su pequeño compartimento.

Temerario se familiarizó pronto con la soledad de los chicos y como era el único capaz de chapurrear un poco su lengua, no tardó en espantar los fantasmas de los muchachos y más aún, dado que evitaban a sus atormentadores estando junto al dragón. Al poco ya eran capaces de subirse a su lomo en sus juegos con la misma agilidad que cualquiera de los jóvenes oficiales, y gracias a la tutela del Celestial, empezaron a adquirir un uso razonable del inglés, así que algo después de que abandonaran Cape Coast, Demane estuvo en condiciones de encararse con Laurence y preguntar:

—¿Ahora somos tus esclavos?

El muchacho hablaba con voz firme, pero la fuerza con que agarraba la barandilla delataba su nerviosismo. El aviador se le quedó mirando fijamente sin salir de su asombro.

—No dejaré que vendas a Sipho sin mí —añadió Demane con actitud desafiante, pero con una nota de desesperación en la voz donde se evidenciaba que el africano comprendía que no tenía mucho poder para evitar que su hermano y él corrieran semejante destino.

—No —dijo el aviador de inmediato, a pesar de que era un golpe terrible descubrir que le consideraban un esclavista—. Desde luego que no, sois… —no fue capaz de seguir, pues la incómoda posición de los muchachos carecía de nombre y al final, se vio obligado a concluir sin convicción—: No sois esclavos, en absoluto. Tenéis mi palabra de que nadie os va a separar.

Esas palabras no parecieron causar mucho consuelo a Demane.

—Por supuesto que no sois esclavos —dijo Temerario en tono displicente para causar mejor sensación—, sois miembros de mi tripulación.

Esa asunción nacía de esa posesividad instintiva del dragón, que, sin alterarse lo más mínimo, los hacía suyos a pesar de que un arreglo como ese rayaba lo imposible, pero aun así, tuvo la virtud de obligarle a ver la realidad: no veía otra solución, porque no la había, para darles la respetabilidad que se habían ganado ante su propia tribu por los servicios realizados.

Nadie iba a esperar de ellos unos modales caballerosos ni por nacimiento ni por educación y Laurence albergaba la convicción de que si bien Sipho era un niño dócil y bien predispuesto, Demane tenía un carácter demasiado independiente y probablemente reaccionaría con obstinación, cuando no con beligerancia, cuando alguien desease cambiar sus modales, pero esa dificultad no tenía la magnitud suficiente como para que él se quitase de en medio. Él se los había llevado de su hogar, los había alejado de los posibles parientes, y les había privado de toda la posición que pudieran tener. Si al final todo había sucedido de modo que le resultaba imposible devolverles a donde pertenecían, no podía eludir su responsabilidad cuando se presentasen las dificultades. Él había contribuido voluntariamente a ello para obtener un beneficio material para el Cuerpo y la culminación de su misión.

—Los capitanes pueden elegir a quienes deseen, por supuesto, siempre ha sido así —contestó Roland—, pero esta decisión va a traer cola, no te lo voy a ocultar. Puedes tener la seguridad de que en cuanto se publiquen los ascensos de Dyer y de Emily en la Gazette, van a venir a verme docenas de familias. En este momento tenemos más chicos entrenando que plazas para ellos, y a sus ojos tú te habrás ganado la reputación de un buen maestro de escuela, incluso aunque no les guste ver a sus retoños a bordo de un peso pesado como Temerario. Pero militar en tu dragón es un camino seguro para conseguir la tenencia si los muchachos no cortan la cincha y se caen antes, claro.

—Seguramente debo otorgar prioridad a quienes lo han dado todo a nuestro servicio, y Temerario ya los considera de su propia tripulación.

—Sí, ya, aunque los críticos van a acusarte de habértelos quedado para tu servicio personal, o, en el mejor de los casos, como tripulación de tierra —le advirtió ella—. Pero al infierno con todos ellos. Vas a tener a los muchachos, y si alguien se pone a cacarear con su alta cuna, siempre puedes declararles príncipes en su país de origen sin miedo a que alguien pueda demostrar que eso es falso. De todos modos —añadió—, yo voy a consignar sus nombres en los libros sin hacer ruido y a ver si hay suerte y la cosa pasa desapercibida. ¿Me dejas asignar un tercer hombre? Las dimensiones de Temerario te lo permiten.

El capitán accedió, por supuesto, y ella asintió.

—Perfecto —asintió Jane—. Voy a enviarte al nieto más joven del almirante Gordon. De ese modo se convertirá en tu mejor abogado en vez de tu enemigo más crítico. Nadie tiene más tiempo para escribir cartas y armar follón que un almirante retirado, si lo sabré yo.

Laurence se reunió con los hermanos después de esa conversación y les comunicó que habían sido admitidos. Sipho estaba muy predispuesto a quedar complacido con la noticia, pero su hermano se mostró algo más receloso.

—Entonces, ¿nuestro trabajo consiste en llevar mensajes e ir a bordo del dragón? —inquirió Demane, no muy convencido.

—Y en hacer otros recados —añadió Laurence.

—¿Qué son recados?

El aviador no sabía muy bien cómo explicárselo, y Temerario no ayudó mucho a reducir las suspicacias cuando soltó:

—Son todos los trabajos aburridos que no le apetece hacer a nadie.

—¿Cuándo voy a tener tiempo para cazar? —inquirió el muchacho.

—No espero de ti que lo hagas —contestó el aviador, a quien la pregunta le pilló con la guardia baja, y solo después de un pequeño intercambio de miradas llegó a la conclusión de que el muchacho no había comprendido aún que iban a alimentarle y a vestirle, por cuenta de Laurence, claro está, ya que ellos no tenían una familia que los apadrinase y los cadetes no recibían paga alguna—. No iréis a pensar que os vamos a dejar morir de hambre, ¿no? ¿Qué habéis estado comiendo hasta ahora?

—Ratas —contestó Demane sucintamente. Los guardiamarinas del barco se habían quejado de la inusual escasez de ese manjar que eran las ratas de agua dulce. Ahora, con retraso, Laurence conocía el motivo—, pero ahora estamos en tierra otra vez y ayer por la noche pude coger dos de esas criaturas pequeñas —explicó, y con un ademán dibujó unas orejas largas.

—¿Conejos? ¿En los terrenos del castillo? —aventuró Laurence, haciendo una deducción lógica: no iba a haber muchos más en las inmediaciones, no con el olor a dragón tan fuerte—. No vuelvas a hacerlo o te atraparán y te acusarán de caza furtiva.

No tenía la seguridad de haber convencido a Demane, pero al menos se apuntó una victoria en su fuero interno y durante un tiempo puso a ambos bajo la supervisión de Roland y Dyer a fin de que les dieran indicaciones sobre cómo hacer sus tareas.

El vuelo a los campos de cuarentena era corto y el pabellón causaba un buen efecto en un valle tan protegido, sacrificaba perspectiva a cambio de gozar de una buena barrera contra el viento. No estaba vacío: dormían en él dos ejemplares exhaustos y agotados de Tánator Amarillo, ambos tosían de vez en cuando, y un pequeño y desmadejado Abadejo Gris, no era Volly, sino Celoxia, y junto a ella se encontraba el capitán Meeks.

—Volly está en la ruta de Gibraltar, creo —dijo Meeks, y luego añadió con cierta amargura—: Bueno, si no ha sufrido otro colapso. No es mi intención criticarte, Laurence, Dios sabe que habéis hecho lo que habéis podido y más, pero en el Almirantazgo parecen creer que esto está chupado y nos quieren a todos recorriendo de nuevo las viejas rutas. Ya. Hemos ido y vuelto a Halifax, haciendo escala en Groenlandia y en un transporte anclado a cincuenta grados latitud Norte, y claro, se había formado agua en las amuras. Está tosiendo otra vez, pues claro que sí —y palmeó el hocico de la dragoncilla, que tosió lastimeramente.

Al menos el suelo era muy cómodo y cálido, las losas cuadradas de piedra estaban a buena temperatura gracias al fuego de leña, y si bien humeaba un poco más de la cuenta, la estructura abierta era una excelente salida de humos. Se trataba de una construcción sencilla y práctica, sin florituras ni adornos, y Temerario podría haber dormido allí sin ningún problema, aun cuando si se consideraba desde su escala, el interior no merecía el calificativo de espacioso. El dragón lo contempló con creciente decepción, y no estaba de ánimo para demorarse allí mucho tiempo: la tripulación ni siquiera tuvo la oportunidad de desmontar antes de que el Celestial manifestara su deseo de marcharse, dejando el pabellón detrás de ellos, y avanzó con la gorguera caída.

Para consolarle, Laurence insistió en los muchos dragones enfermos allí cobijados, incluso en lo más duro del verano.

—Jane me ha contado que en ocasiones, durante el invierno, tan frío y húmedo, ha llegado a albergar hasta diez dragones a un tiempo. Los cirujanos están convencidos de que ha salvado una docena de vidas.

—Bueno, me alegra que haya servido para algo —se limitó a murmurar Temerario desairadamente. Esos logros obtenidos en su ausencia y después de tantos meses no le satisfacían lo suficiente—. Esa colina es muy fea, y esa otra también. No me gustan —sentenció, dispuesto a mostrarse disgustado incluso con el paisaje, y eso resultaba anómalo, pues por lo general solía mostrarse entusiasmado por lo que fuese que se saliera de lo normal, y estudiaba con verdadera alegría cosas que a Laurence no le despertaban interés alguno.

Las colinas eran extrañas; tenían un trazado irregular y estaban completamente recubiertas de hierba, pero eran extrañas y atraían las miradas de los aviadores mientras las sobrevolaban.

—Oh —dijo de pronto Emily desde su puesto de vigía adelantado, y alargó el cuello por encima de la paletilla de Temerario para mirar hacia el suelo, y luego se apresuró a cerrar la boca, repentinamente avergonzada ante la incorrección de haber hablado sin tener ningún aviso que dar.

Temerario aminoró el ritmo de su aleteo.

—Oh —dijo el dragón.

No eran colinas, sino túmulos levantados allí donde los dragones habían exhalado el último suspiro. El valle estaba lleno. Aquí y allá podían verse un cuerno o un colmillo, y de vez en cuando, en aquellos puntos donde el viento se había llevado la tierra, desnudando lo de debajo, el níveo y curvo hueso de una mandíbula. Nadie dijo nada. Laurence vio a Allen agacharse y crispar las manos sobre los mosquetones, donde se enganchaban al arnés. Continuaron volando en silencio por encima de la verde frescura de los prados abandonados. La sombra de Temerario fluía y se ondulaba sobre las espinas y las oquedades de los muertos.

Continuaban callados cuando Temerario se posó en el cobertizo de Londres y durante el proceso de descarga del equipaje. Los hombres apilaron los paquetes al borde del claro y fueron a por otros y los encargados del arnés se hicieron cargo de la parte inferior del aparejo sin su habitual cháchara llena de bromas. Wilson y Porter se fueron juntos en silencio.

—Señor Ferris —llamó Laurence, alzando la voz a propósito para que todos le oyeran—, dé usted permiso a todos hasta la comida de mañana en cuanto las cosas estén razonablemente en orden. Eso excluye los deberes urgentes, claro.

—Sí, señor —contestó el primer teniente, intentando sonar con el mismo tono.

No iba a llevarles mucho tiempo realizar las tareas, pero la tripulación hizo el trabajo algo más deprisa. Laurence confiaba en que una noche de farra facilitaría mucho que los hombres se liberaran de esa sensación de opresión.

El aviador se situó junto a la cabeza del Celestial y apoyó la mano en el hocico para confortarle.

—Me alegra que haya servido para algo —repitió Temerario en voz baja y se hundió un poco más sobre el suelo.

—Venga, vamos, voy a buscarte algo de cenar —dijo Laurence—. Come algo y luego, si te apetece, te leeré un poco.

El Celestial no halló mucho consuelo en la filosofía, ni tan siquiera en las matemáticas, y anduvo picoteando la comida hasta que, de pronto, alzó la cabeza y la protegió con la pata delantera inmediatamente antes de que Volly entrara dando tumbos en el claro, levantando a su paso una tremenda polvareda.

—¡Temer! —exclamó Volly muy feliz, le dio un suave topetazo en el costado, y luego miró con nostalgia la vaca de Temerario.

—Fuera de ahí —le reprendió James mientras bajaba de su posición—. No hace ni un cuarto de hora que has cenado, mientras esperaba los correos de Hyde Park. Y te has zampado una buena oveja, además. ¿Cómo estás, Laurence? Razonablemente moreno, por lo que veo. Esto es para ti, si me haces el favor.

Laurence aceptó de buen grado el paquete de cartas para su tripulación, cogió la primera de todas, enviada a su atención, y lo entregó al primer teniente para que las repartiera.

—Señor Ferris… Gracias, James. Espero que estéis bien los dos.

Volly no tenía tan mal aspecto como el informe de Meeks le había hecho temer, aunque presentaba algunas pequeñas cicatrices en las fosas nasales y tenía la voz un tanto rasposa, lo cual no le impidió ponerse a divagar en su charla con Temerario, a quien le enumeró las ovejas y cabras devoradas en los últimos días y le narró su éxito a la hora de fertilizar un huevo antes de la reciente hecatombe.

—Caramba, eso es estupendo —dijo Temerario—. ¿Y para cuándo la eclosión?

—En noviembre —contestó Volly con gran alegría.

—Eso es lo que él dice —intervino James—, aunque los cirujanos no tienen la menor idea, pues el huevo aún no se ha endurecido y noviembre tal vez sea un poquito pronto, pero estas criaturas a veces parecen saberlo, así que bueno, están esperando un chico para esas fechas…

A continuación iban a la India.

—Mañana o tal vez al día siguiente, siempre y cuando el tiempo se mantenga bueno —explicó el capitán James sin darle importancia.

Temerario ladeó la cabeza.

—¿Crees que podrías llevar una carta mía, capitán? A China.

El interpelado se rascó la cabeza al oír semejante petición. El Celestial era único entre los dragones británicos en lo tocante a escribir cartas, al menos hasta donde Laurence sabía, máxime cuando no muchos aviadores se manejaban con soltura en ese tema.

—Puedo llevarla hasta Bombay —contestó—, e imagino que algún mercader va a seguir rumbo a China, pero no irán más allá de Cantón.

—Estoy seguro de que el gobernador chino se hará cargo de su entrega si la carta llega a sus manos —respondió Temerario con una confianza más que justificable. Lo más probable era que el gobernador lo considerase una orden imperial.

—Pero no deberíamos demorarte con correo personal, ¿no? —dijo Laurence con una punzada de culpabilidad. James parecía tomarse un poco a la ligera sus fechas de entrega.

—Oh, no te preocupes —contestó James—. Aún no me gusta el sonido de su respiración, y como los del Almirantazgo no están dispuestos a preocuparse por eso, pues yo tampoco en lo tocante a su calendario. Me demoraré unos cuantos días en el puerto, así podrá engordar un poco y dormir bien.

James palmeó el costado del dragón y luego le llevó a otro claro, el pequeño Abadejo Gris le siguió, pisándole los talones como un perro entusiasta, aunque el can en cuestión tenía el tamaño de un elefante medio.

La carta era de su madre, pero venía en papel timbrado, un pequeño pero significativo detalle de significado inequívoco: el envío contaba con la aprobación de su padre. La misiva respondía a su último mensaje:

Tus noticias desde África nos han dejado estupefactos. En muchos aspectos exceden a todo lo que aparece en los periódicos y rezo por el solaz y la dicha de las almas cristianas atrapadas en esa atrocidad, pero no podemos silenciar del todo un cierto agrado, aun aborreciendo una violencia tan horrible, porque el precio de los pecados no siempre vaya a pagarse el día del juicio final y quienes tuercen la voluntad de Dios puedan tener la certeza de que van a purgar sus pecados incluso en esta vida terrenal. Lord Allendale lo considera un juicio por el fracaso de la moción. Tu informe le ha gustado mucho y se pregunta si tal vez la abolición de la esclavitud podría aplacar a los tsuana (no sé si lo he escrito correctamente). Albergamos la esperanza de que este periodo de obligada necesidad para tan diabólico comercio sirva para lograr una condición más humana para los pobres desdichados que aún sufren bajo el yugo.

La carta concluía de manera más desacertada:

Me he tomado la libertad de adjuntar una chuchería con la carta. Me apeteció comprármela, pero luego no iba a ponérmela, y como tu padre me ha comentado que te habías tomado interés en la educación de una joven dama, te la envío por si te parece adecuada.

La baratija en cuestión era una fina sarta de granates engarzados en oro. Su madre había criado tres hijos, pero solo tenía una nieta, una niña de cinco años, y ahora cinco nietos, y le había escrito ese párrafo final para que leyera entre líneas.

—Es muy bonito —alabó Temerario, mirándolo desde arriba con ojos codiciosos, a pesar de que no le habría cabido alrededor de una de sus garras.

—Sí —coincidió Laurence con tristeza, e hizo venir a Emily para hacerle entrega del collar.

—Te lo envía mi madre.

—Es muy amable de su parte —convino la joven Roland, complacida aunque un tanto perpleja, y lo bastante feliz con el regalo como para olvidar su extrañeza y disfrutar del obsequio. Lo sostuvo en las manos y lo admiró, entonces, tras pensarlo un segundo, preguntó con indecisión—: ¿Debo escribirle?

—Tal vez sea mejor que yo le dé las gracias de tu parte en mi próxima carta.

Lo más probable es que a su madre no le disgustara recibir esa carta, pero eso propiciaría el malentendido y solo iba a servir para que su padre lo mirase todo con desaprobación y analizase hasta el último detalle pensando en que eran gestos dirigidos a conseguir el reconocimiento formal, y no parte de su sentido de la responsabilidad hacia una niña ilegítima. Además, tampoco había una forma fácil de explicarles que esa preocupación carecía de todo fundamento.

Se sentó a contestarle a su madre con tristeza e inquietud, ya que en la misiva de respuesta debía evitar echar más leña al fuego de la confusión y no podía caer en la grosería de omitir los hechos desnudos: había recibido el regalo, lo había entregado y la destinataria lo había agradecido, todo lo cual solo revelaba una cosa: había visto a Emily recientemente y a juzgar por la velocidad de la contestación, daría la sensación de que la veía con asiduidad.

También se preguntaba cómo explicaría la situación a Jane. Albergaba la vaga sospecha de que la idea iba a hacerle gracia e iba a opinar que no había nada que debiera tomarse demasiado en serio. Pero llegado a este punto empezó a fallarle el pulso y al final dejó de escribir, enfrascado en sus pensamientos, ya que, por supuesto, era la madre de una hija nacida fuera del matrimonio, no era una mujer respetable y el deber de secreto del Cuerpo no era el único motivo por el que no le había hablado de Jane abierta y francamente a su madre.