—¿Me permite que le moleste un momento? —preguntó Riley con cierta torpeza.
No podía llamar con los nudillos a la puerta porque no la había. Vivía a bordo un gran número de mujeres, refugiadas todas ellas, y habían desmontado los camarotes y retirado las mamparas para contribuir a su comodidad, ya de por sí escasa. Ahora, una simple lona de vela rasgada separaba la litera de Laurence de la de Chenery.
—¿Puede acompañarme a la cubierta de dragones?
Laurence y él habían hablado con anterioridad, por descontado, pues resultaba inevitable que todos los oficiales unieran fuerzas en aquellas primeras horas de locura para imponer sentido común a siete dragones, niños lloriqueantes, hombres heridos, cientos de pasajeros incómodos y toda la confusión imaginable en una nave de dimensiones tres veces mayor a las de un navío de línea que, sin comerlo ni beberlo, se había topado con un vendaval de frente, y encima teniendo a sotavento una costa en la que le estaba esperando el enemigo, y una cubierta llena de unas grandes piedras con forma de herradura usadas por el enemigo a modo de misiles.
En medio de todo aquel caos, había visto a Riley buscar con la mirada entre los recién llegados y respirar visiblemente aliviado cuando vio a la capitana Harcourt dar órdenes a su tripulación, pero cuando tuvo ocasión de observarla unas cuantas veces, su aspecto de sosiego pasó a reflejar primero perplejidad y luego recelo. Por último, subió a la cubierta de dragones con la excusa de cambiar de posición a los alados, pues iba a llevar la nave un poco más a popa y de ese modo pudo ver mejor a Catherine. Laurence se había dado cuenta de que ese era su objetivo cuando la petición de Riley consistió en poner a Maximus en el extremo de la cubierta con Lily justo detrás y Temerario estirado junto a la barandilla de babor, lo cual, de haberse llevado a cabo, habría terminado con la mitad de los dragones en el agua y la nave dando vueltas.
—De buen grado —contestó Laurence en el presente.
Subieron en silencio, lo cual era necesario en cierta medida pues el aviador debía seguir al capitán del barco en fila de a uno por los estrechos callejones de la nave, cuyo espacio interior se había visto muy reducido, y subir por unas escalerillas. Los atestados pasajeros tenían libertad para pasear por el alcázar y la usaban para estirar las piernas y disfrutar de algo de luz, en cambio, la cubierta de dragones era el sitio de mayor privacidad de toda la nave, siempre y cuando a uno no le importara ser escuchado por la concurrencia interesada de los dragones.
No obstante, por el momento, era un sitio de gran inactividad, pues Temerario, Lily y Dulcia estaban extenuados después de un vuelo a la desesperada durante tantas jornadas y así como del alboroto de su accidentado final. Maximus hacía vibrar el estay con la resonancia de sus profundos y sonoros ronquidos. Les venía muy bien que estuvieran lo bastante cansados como para dormir sin comer, en tanto que no tenían muchas provisiones y la cosa iba a seguir así mientras no hicieran escala en algún puerto para reaprovisionarse. Al despertarse, los dragones iban a tener que pescar para comer.
—Quizá deberíamos hacer aguada en Benguela, me temo —anunció Riley con cierta inseguridad mientras paseaban junto a la barandilla—. Lamento mucho que eso pueda ocasionarle algún trastorno, aunque estoy considerando si no deberíamos probar suerte en Santa Elena.
Santa Elena no era un puerto esclavista, pero se hallaba bastante alejado de su rumbo. Laurence se mostró muy perceptivo a las disculpas implícitas en esta oferta.
—No me parece lo más recomendable —contestó de inmediato—. Los vientos subtropicales del este podrían desviarnos fácilmente y a lo mejor acabábamos en Río, y no debemos demorarnos, pues aunque tanto la cura como la noticia de la pérdida de El Cabo nos preceden, sigue siendo urgente que nuestra escuadra regrese a Inglaterra.
A su vez, Riley se mostró muy agradecido por ese gesto y siguieron paseando juntos por cubierta con mucha más comodidad.
—No podemos perder un instante, por supuesto, y yo, por mi parte, tengo razones para desear estar en casa otra vez e iremos todo lo deprisa que se pueda, o eso pensaba yo hasta que me di cuenta de que ella iba a obstinarse, así que, Laurence, te ruego que me perdones por hablar con franqueza —le tuteó—, estaré encantado de tener viento de proa toda la travesía si eso significa que no podemos llegar antes de que ella se haya casado conmigo.
Los demás aviadores ya habían empezado a referirse al comportamiento quijotesco de Riley en términos poco caritativos. Chenery fue bastante lejos al decir: «Habría que hacer algo si no deja de poner a la pobre Harcourt en una posición tan embarazosa, pero ¿cómo sigue insistiendo?». Laurence había mostrado bastante más compasión ante la petición del marino. Le sorprendía la reacción de la capitana, había rechazado la propuesta matrimonial como si quemase cuando le estaba sirviendo en bandeja la elección normal. A la fuerza se acordó del difunto reverendo Erasmus, pues seguramente él hubiera podido aportar esa calidez gentil y ese consejo convincente a favor del matrimonio. El señor Britten, capellán de Riley por designación del Almirantazgo, no sería capaz de sostener un argumento moral ante nadie, si es que permanecía sobrio el tiempo suficiente para exponerlo, claro.
—Al menos está ordenado sacerdote —terció Riley—, así que no habría dificultad alguna, todo sería legal, pero Catherine no va a hacer caso, aunque, en buena ley, ella no va a poder decir que esto ocurre porque soy un sinvergüenza al no intentar hablar antes, no es como si… yo no fui quien… —Riley se apresuró a no desvelar más intimidades y en vez de eso continuó más lastimeramente y admitió—: No sabía cómo empezar, Laurence. ¿No habrá alguien de su familia capaz de convencerla?
—No, está completamente sola en el mundo —admitió Laurence—, pero Tom, debes saber una cosa: ella no puede abandonar el Cuerpo, no podemos prescindir de los servicios de Lily.
—Vale, si no hay nadie más para hacerse cargo de la bestia… —dijo Riley a regañadientes. Laurence no se molestó en intentar desengañarle. El marino siguió—: Pero eso no importa. No soy tan monigote como para abandonarla. Y el gobernador ha tenido la amabilidad de decirme que la señora Grey estaría encantada de protegerla, una oferta más generosa de lo que cabría esperar, y seguramente le facilitaría mucho las cosas, una vez de vuelta en Inglaterra. Están muy bien relacionados en los mejores círculos, pero, por supuesto, no hasta que estemos casados. Y ella no atiende a razones.
—A lo mejor teme la desaprobación de tu familia —repuso Laurence, más para ofrecerle algo de consuelo que por convicción. Estaba convencido de que Catherine no había perdido ni un segundo pensando en los sentimientos de la familia de Riley, ni lo haría tampoco si decidía casarse.
—Yo ya le he prometido que harán todo como es debido, y lo harán —replicó Riley—. No pretendo decir con eso que esta sea la clase de enlace que mis padres hubieran buscado para mí, pero dispongo de mi capital y al menos puedo casarme sin verme obligado a soportar ninguna acusación de imprudencia. A mi padre va a darle igual, a menos que sea niño, pues en los últimos cuatro años la esposa de mi hermano solo le ha dado niñas, con todo lo que eso implica —concluyó, casi a punto de levantar los brazos.
—Pero todo eso es una tontería, Laurence —dijo Catherine, igualmente desesperada cuando él la abordó—. Espera de mí que renuncie al servicio.
—Creo haberle convencido de que eso es imposible y él se pliega a esa realidad, aunque no le hace mucha gracia, pero —agregó él— también tú debes hacerte cargo de las implicaciones y la importancia material del entailment.
—Pues no las veo, la verdad —replicó ella—. ¿Guarda relación con la herencia de su padre? ¿Qué tiene eso que ver conmigo o con el niño? ¿Acaso no tiene un hermano mayor casado y con hijos?
Laurence la miró, no estaba lo bastante versado en derecho sucesorio ni en las restricciones de transferibilidad como para comprenderlas enseguida, pero las pensó y se apresuró a explicarle que la sucesión era patrilineal y el patrimonio hereditario de los Riley, por tanto, iba de varón en varón, y como el hermano de Riley solo tenía hijas, si ella alumbraba un niño, el patrimonio pasaría del tío al sobrino.
—Si rehúsas, le estás negando al niño su patrimonio, que, según tengo entendido, es sustancial, y todo por una relación a distancia que solo afecta a las sobrinas de Riley.
—Es una forma estúpida de llevar las cosas, pero eso sí lo veo, y supongo que sería un destino muy severo para el niño crecer sabiendo todo lo que podía haber sido, pero yo espero que no sea niño, sino niña, y entonces, ¿de qué le servimos ella o yo? ¡Oh, demonios! Supongo que siempre puede divorciarse de mí. Vale, muy bien —y añadió con decisión—: Pero si nace una niña, será una Harcourt.
La ceremonia de boda se pospuso unos días ante el deseo de obtener algunas cosas necesarias para hacer un buen banquete.
El 15 de junio, mientras se acercaban a Benguela, pasaron junto a un par de barcos destartalados y aparejos tan descuidados que hubieran avergonzado incluso a una nave pirata. Los tomaron por otros refugiados de Ciudad del Cabo que habían optado por dirigirse a Santa Elena. La Allegiance no les ofreció la posibilidad de ponerse al pairo, ya que, después de todo, no tenían reservas de comida ni de agua para compartir, y en cualquier caso, las pequeñas naves huyeron de ellos, como si temieran una exigencia de provisiones o tripulantes, y no sin motivo.
—Ahora mismo cerraría un acuerdo y daría comida a cambio de diez marinos cualificados —aseguró Riley, y no bromeaba, mientras los observaba arfar en el horizonte.
No mencionó cuál sería su oferta por un buen bidón de agua clara. Los dragones ya se habían puesto a lamer el rocío de las velas por la mañana y el resto ya andaba con medias raciones.
Primero atisbaron en lontananza las columnas de humo saliendo de entre los rescoldos aún humeantes de la ciudad, reducida a un montón de madera húmeda apilada en hogueras descomunales; luego, cuando se acercaron al puerto, se encontraron esquivando los cascos de las naves volcadas que el oleaje había devuelto a la playa. Quedaban a la vista poco más que recias quillas y genoles amadrinados a las varengas; parecían costillares pelados de leviatanes varados que se hubieran lanzado a la playa para morir. Las fortificaciones de la colonia holandesa habían quedado reducidas a escombros.
No había señal alguna de vida. Los artilleros abrieron las portillas de los cañones y los dragones estaban alerta a la menor señal de peligro antes de enviar a la costa los botes llenos de toneles de agua. Regresaron todavía más deprisa a pesar de ir más cargados. El oficial responsable de la tarea, el teniente Wells, entró a informar al camarote del capitán con cierto desasosiego.
—Me atrevería a decir que ha ocurrido hace más de una semana, señor. Hay comida podrida en algunas de las casas y todo cuanto queda en la fortaleza está completamente frío. Encontramos una enorme fosa común en el campo situado detrás de la fortaleza. Los muertos debían de rondar el millar.
—Esto no puede ser obra de la misma banda que se lanzó contra Ciudad del Cabo —aventuró Riley cuando hubo terminado—. No puede serlo. ¿Podrían los dragones haber volado hasta aquí tan deprisa?
—¿Dos mil kilómetros largos en menos de una semana? No, no si al final del trayecto tienen intención de luchar. Me parece muy improbable —evaluó Harcourt mientras tomaba medidas en el mapa desde su silla, pues Riley se las había arreglado para darle el gran camarote de popa durante el viaje de regreso—. De todos modos, tampoco necesitan meterse esa paliza. En las cataratas había dragones suficientes para formar otro ejército de las mismas dimensiones, u otros diez, ya puestos.
—Bueno, lamento parecer un pájaro de mal agüero —sentenció Chenery—, pero no veo ni una puñetera razón por la que no deberían ir a por Luanda, ahora que se han puesto a ello.
Otro día más de singladura los acercó lo suficiente como para que los dragones pudieran volar al segundo puerto. Dulcia y Nitidus despegaron batiendo las alas enérgicamente para regresar al cabo de ocho horas, encontrando a la Allegiance en la oscuridad gracias a las luces colocadas en lo alto de los mástiles.
—Lo han quemado todo hasta los cimientos —informó Chenery, mientras volvía a poner la copa de grog para que se la rellenaran de nuevo—. No se ve un alma y han emponzoñado todos los pozos con mierda de dragón, y disculpad mi lenguaje.
Poco a poco empezaron a calibrar la verdadera magnitud del desastre: habían perdido no solo Ciudad del Cabo, sino también dos de los mayores puertos de África. El enemigo habría necesitado apoderarse de todo el territorio circundante si su propósito hubiera sido conseguir el control de los puertos, pero su único deseo era devastarlos, y para arrasar una plaza no hacía falta ninguna labor previa de desgaste. Los dragones podían sobrevolar con facilidad cualquier defensa o llevar tropas a cualquier sitio al no tener enfrente a una fuerza aérea para plantarles cara. Resultaba fácil ir directamente al objetivo y llevar con ellos infantería ligera, y entonces gastaban toda su energía contra la indefensa ciudad que había incurrido en su ira.
—Los cañones han desaparecido —agregó Warren en voz baja—, y también la munición. Encontramos vacíos los cajones donde la habían conservado. Se habrán llevado también la pólvora, supongo, pues no hemos visto que se hayan dejado nada atrás.
Las humaredas de los incendios y la devastación jalonaron su viaje de regreso junto a la costa, precedidas por los heraldos del desastre: barcos de velámenes destrozados y renegridos por las llamas que navegaban de mala manera en busca de un puerto seguro. La Allegiance no hizo intento de atracar en ningún otro puerto y optó por enviar a los dragones en vuelos cortos con el fin de aprovisionarse de agua fresca, y así, tras dos semanas de navegación de cabotaje, llegaron a Cape Coast. Riley se consideraba en la obligación moral de hacer al menos un recuento de bajas en el puerto británico, aun cuando todos albergaban la esperanza de encontrar algunos supervivientes, ya que las fortificaciones eran más antiguas y amplias que las de los demás puertos.
El castillo destinado a cuartel general del puerto estaba hecho de piedra y permanecía intacto en su práctica totalidad, salvo por el tejado requemado y lleno de agujeros. Todos los cañones emplazados hacia el mar, que habían resultado inútiles para defender la plaza, habían desaparecido, así como también los montones de balas rasas guardados en el patio de armas. La Allegiance se hallaba sujeta a las vicisitudes del viento y la corriente, y, por tanto, no podía mantener el ritmo regular de los dragones, razón por la cual se movía más despacio que la ola de atacantes. Habían pasado tres semanas desde el asalto a Ciudad del Cabo.
Mientras el capitán del barco organizaba a la tripulación para realizar el terrible trabajo de exhumar las fosas y contar los muertos, Laurence y los otros capitanes se dividieron las boscosas lomas situadas al norte y alrededor del pueblo devastado con la esperanza de asegurar caza suficiente para todos, pues necesitaban carne fresca con desesperación: las provisiones de tocino del barco habían menguado rápidamente y los dragones siempre tenían hambre. De entre todos ellos, solo Temerario estaba satisfecho con la pesca, pero incluso él había expresado el deseo de comer otra cosa.
—Solo por variar, estaría bien un antílope tierno —había dicho—, aunque lo mejor de todo sería un elefante. Están riquísimos.
Pero llegado el momento debió conformarse con un par de escuchimizados búfalos de pelambrera roja para satisfacer su apetito mientras los fusiles abatían media docena más de ejemplares, tantos como el Celestial podía llevar entre las garras con comodidad.
—Estaban un poquillo correosos —comentó Temerario con aire pensativo mientras se mondaba los dientes con los cuernos de sus presas, lo cual hacía un ruido molesto—, pero muy sabrosos. Quizá Gong Su pueda asarlos con algún fruto seco.
Entonces, erizó la gorguera y anunció:
—Me parece que viene alguien.
—Por amor de Dios, ¿son ustedes hombres blancos?
El tenue grito venía del bosque, y enseguida entraron en el claro dando traspiés un puñado de hombres sucios y exhaustos. Recibieron con lastimeras muestras de agradecimiento sus cantimploras de grog y brandy.
—Apenas podíamos dar crédito a nuestros oídos cuando escuchamos los fusiles —dijo su jefe, un tal George Case de Liverpool, quien, junto a su compañero David Miles y un puñado de ayudantes, no había logrado escapar a tiempo del desastre.
—Nos hemos ocultado en el bosque desde que descendieron los monstruos —explicó Miles—. Se apoderaron de todos los barcos que no escaparon lo bastante deprisa y los quemaron o los hundieron antes de irse otra vez. Nosotros estábamos aquí fuera y apenas nos quedaban balas. Empezábamos a desesperar. Suponíamos que iban a morir todos de hambre si pasaba otra semana más.
Laurence no le entendió hasta que Miles los llevó a un improvisado redil oculto en los bosques, donde quedaba una última hilera de unos doscientos esclavos.
—Comprados y pagados al contado. Un día más y los hubiéramos subido a bordo —comentó Miles, y escupió al suelo con asco, intentando tomárselo con flema.
Un famélico y desnutrido esclavo con los labios agrietados ladeó la cabeza hacia el interior de su aprisionamiento e hizo una muda petición de agua con la mano. El olor a mugre echaba para atrás. Antes de ser vencidos por la flojera, los esclavos había intentado excavar una fosa dentro del cercado para hacer allí sus necesidades, pero estaban engrilletados unos a otros por los tobillos, y eran incapaces de moverse mucho. Un arroyo discurría no muy lejos de allí, a cuatrocientos metros, antes de desembocar en el mar. Case y sus hombres no parecían sedientos ni demasiado hambrientos, de hecho, había restos de antílope en el espetón a seis metros escasos del cercado.
—Si aceptarais el pago a crédito de nuestro pasaje, lo haríamos efectivo en Madeira —ofreció Case, y luego, dándoselas de generoso, añadió—: siempre podríais comprárnoslos directamente. Os haríamos un buen precio, de eso podéis estar seguros.
Laurence hizo de tripas corazón para contestar, pues le habría encantado noquear a aquel tipo. Temerario no tenía esa clase de miramientos y sin decir ni una palabra se limitó a arrancar la puerta con las patas de delante y tirarla al suelo, jadeando de pura rabia.
—Señor Blythe —ordenó el capitán en tono grave—, haga el favor de quitar las cadenas a esos hombres.
—Sí, señor —contestó el aludido, y fue a por sus herramientas.
Los esclavistas se quedaron boquiabiertos.
—Pero ¡Dios de mi vida! ¿Qué va a hacer usted? —inquirió Miles.
Entre tanto, Case gritaba histérico, asegurando que le pondrían un pleito, e insistió en que iban a demandarle. Al final, Laurence se cansó y se encaró con ellos.
—¿Debo dejarles aquí para que discutan el asunto con estos caballeros? —sugirió fríamente y en voz baja.
Esa posibilidad les hizo cerrar la boca de inmediato.
La liberación fue un proceso largo y muy desagradable. Los esclavos estaban encadenados unos a otros con grillos de acero en los pies y en grupos de cuatro con grilletes en el cuello. Unos pocos tenían cepos de madera en los tobillos, por lo cual les resultaba prácticamente imposible incluso ponerse de pie.
Temerario intentó hablar con los esclavos conforme Blythe los liberaba, mas los desgraciados hablaban muchas lenguas diferentes y se encogían de miedo cuando el dragón bajaba la cabeza. No pertenecían a ninguna tribu de los tsuana, sino a alguna tribu local que no mantenía el mismo tipo de relación con los dragones.
—Denles la carne —le dijo Laurence a Fellowes en voz baja, e hizo un gesto que no necesitó de traducción alguna.
Los más fuertes de entre los antiguos cautivos empezaron a avivar los fuegos de cocina y sostuvieron a los más débiles para que pudieran roer la galleta que Emily Roland y Dyer estaban distribuyendo entre ellos con la ayuda de Sipho. Muchos esclavos optaron por huir de inmediato a pesar de su manifiesta debilidad y antes de haber puesto la carne en el espetón, casi la mitad de ellos se había desvanecido en la selva para emprender el camino de vuelta a casa lo mejor posible, suponía Laurence. No había forma de saber lo lejos que estaban los sitios de donde los habían traído ni en qué dirección.
Temerario se envaró bastante cuando los esclavistas subieron a bordo, pero como no cesaron de murmurar en ningún momento, chasqueó los dientes delante de ellos y los increpó de forma amenazante.
—Hablad otra vez así de Laurence y os dejaré aquí abandonados. Deberíais avergonzaros de vosotros mismos y si no tenéis suficiente sentido común para eso, al menos podríais quedaros calladitos.
La tripulación también los miró con notoria desaprobación.
—Cabrones desagradecidos —murmuró Bell mientras les acondicionaba unas improvisadas cinchas de cuero.
Laurence se alegró de deshacerse de ellos en cubierta y verlos desaparecer entre los demás pasajeros de la Allegiance. Los demás dragones habían regresado con mejor suerte de sus cacerías y Maximus depositó con aire triunfal un par de elefantes pequeños, de los cuales él ya se había zampado tres, y aseguró que tenían un sabor excelente. Temerario soltó un pequeño suspiro, pero los destinaron de inmediato a la boda, aunque el festejo debía ser necesariamente discreto debido a todas aquellas circunstancias, pero tampoco podía demorarse mucho más, pues la novia debía ser capaz de caminar por la cubierta de un barco bamboleante.
Tal vez todo anduviera algo revuelto, pero Chenery, con esa sutil forma suya de saltarse a la torera los buenos modales, se había asegurado de la sobriedad del oficiante: la noche anterior a la ceremonia tomó a Britten por la oreja y le arrastró sin miramientos hasta la cubierta de dragones, donde dio instrucciones a Dulcia de que no le dejara mover ni un músculo. Y así fue como a la mañana siguiente el sacerdote estuvo completamente sobrio. Los cadetes de Harcourt le trajeron una camisa limpia y el desayuno a la cubierta, y también le cepillaron la ropa allí mismo, de modo que el capellán no tuvo ocasión de escabullirse para tonificarse con unos buenos tragos que le devolvieran a la insensibilidad.
Surgió otro imprevisto: a la novia no se le había ocurrido que iba a necesitar un vestido y al novio no se le había pasado por la imaginación que a ella se le iba a olvidar algo así, lo cierto fue que, a resultas de todo eso, ella tuvo que casarse con los pantalones y el sobretodo del aviador, dando a la ceremonia un aspecto bastante extraño. La señora Grey y otras respetables matronas de Ciudad del Cabo asistentes al enlace se pusieron coloradas. El propio Britten parecía encontrarse muy confuso sin el confortable velo de torpor que le producía el licor, y se trabucó en tres de cada cuatro palabras al leer sus frases. Para rematar las cosas, cuando invitó a los allí presentes a expresar posibles objeciones, Lily, a pesar de las múltiples conversaciones tranquilizadoras sobre el tema que había tenido con su cuidadora, asomó la cabeza por encima del borde de la cubierta de dragones, para alarma de los invitados, y preguntó:
—¿Y yo no puedo decir nada?
—¡No, no puedes! —contestó Catherine.
Lily profirió un suspiro de contrariedad y volvió los ojos de un vivo color naranja hacia el novio, a quien advirtió:
—En tal caso, muy bien, pero te prevengo: como trates mal a Catherine pienso arrojarte al océano.
Quizá no era la entrada más propicia a su nuevo estado de casados, pero eso sí, la carne de elefante estaba realmente deliciosa.
El vigía vio la luz del faro de Lizard Point el 10 de agosto, cuando por fin navegaban en aguas del Canal de la Mancha. Vista por el través de la amura de babor, Inglaterra era una masa oscura, pero entonces vio unas cuantas luces que pasaban junto a ellos hacia el este. No eran naves del bloqueo. Riley ordenó apagar sus propias luces de posición y navegar rumbo sureste mientras se ponía a estudiar con cuidado las cartas de navegación. A la mañana siguiente experimentaron un sentimiento encontrado de alegría y pena, pues si bien la mañana los había conducido directamente a la popa del convoy de ocho naves —seis naves mercantes y una escolta de dos fragatas, cuyo destino era, sin lugar a dudas, Le Havre—, no era menos cierto que había sus buenas sesenta millas de distancia y cuanto avistaron a la Allegiance se apresuraron a largar más trapo y enseguida empezaron a cobrar más ventaja.
Laurence se acodó en la barandilla junto a Riley y observó cómo se alejaban con aire meditabundo. No habían lavado ni lijado la nave como estaba establecido, y del fondo emanaba un olor hediondo, pero en cualquier caso, aun cuando eso los retrasara, la Allegiance no alcanzaría los ocho nudos en su mejor condición, mientras que la fragata que protegía la retaguardia del convoy navegaba a once.
La gorguera del Celestial vibró cuando este se incorporó para observar las naves en fuga.
—Estoy seguro de que podemos alcanzarlos, naturalmente que podemos, al menos por la tarde.
—Han sacado las arrastraderas —informó Riley al mirar por el catalejo.
La fragata aparentemente lenta imprimió mucha más velocidad, pues, como era evidente, había aguardado solo hasta que las naves escoltadas hubieran avanzado.
—No con este viento, Temerario —le explicó Laurence—. O mejor dicho, tú podrías, pero los demás no. Y no tenemos equipo de combate para ti. En todo caso, tampoco podríamos retener esas naves. Verás, no íbamos a verlas durante la noche desde la Allegiance y huirían sin que nos diéramos cuenta al amparo de la oscuridad, pues no tenemos gente para poner en ellas una tripulación de barco apresado.
Temerario suspiró y apoyó la cabeza sobre las patas otra vez. Riley plegó el catalejo con fuerza.
—Rumbo nornoroeste, señor Wells, haga el favor.
—Sí, señor —respondió Wells con tristeza.
Pero entonces, de pronto, la fragata destacada en posición de vanguardia cambió el rumbo y viró de forma acusada hacia el sur; además, a través del catalejo podía verse una frenética actividad de marineros en los aparejos. El convoy estaba virando, como si ahora tuviera intención de ir al puerto normando de Granville, junto a las islas Jersey, y eso le parecía correr un riesgo bastante tonto. Laurence no lograba imaginar la razón de semejante maniobra, a menos, claro está, que hubieran avistado alguna nave del bloqueo. De hecho, le maravillaba que hasta ahora no hubieran visto ninguna, a menos que una galerna hubiera obligado a refugiarse a todas las naves.
La Allegiance tenía ahora la ventaja de navegar para interceptarles el paso en lugar de ir directamente a su rebufo.
—Podemos ir tras ellos un poco más —anunció con calma estudiada, y aproó la nave hacia el convoy, ante la manifiesta pero no verbalizada satisfacción de la tripulación.
Necesitaban rapidez. Bastaba con que la otra nave, la que aún no habían visto, fuese lo bastante veloz para conseguirlo. Una simple fragata podría ser suficiente, y, dadas la cercanía y la presencia de la Allegiance, de mayor potencia, siempre que la Allegiance estuviera en el horizonte con actitud de combate, esa otra nave tendría que compartir con ellos la recompensa por cualquier presa.
Habían escrutado el océano una y otra vez con los catalejos, embargados por una gran ansiedad, hasta que Nitidus, encargado de volar a intervalos, se posó y anunció sin aliento:
—No se trata de un barco. Son dragones.
Hicieron todo lo posible por verlos, pero los alados que se aproximaban permanecían entre las nubes casi todo el tiempo. Solo había una cosa segura: volaban a gran velocidad y el convoy volvió a cambiar de dirección antes de que hubiera transcurrido una hora. Ahora, las naves en fuga solo pretendían encomendarse a la protección de algunas baterías francesas emplazadas en la costa, y para ello estaban dispuestas a arriesgarse a navegar con el viento soplando por popa y la costa a sotavento.
La Allegiance había acortado la distancia a treinta millas.
—¿Ahora ya podemos ir? —quiso saber Temerario, mirando a su alrededor.
Todos los dragones estaban muy atentos, por mucho que se agazaparan sobre la cubierta por razones de visibilidad, mantenían la cabeza erguida al final de sus cuellos y seguían intensamente los lances de la persecución.
Laurence plegó el catalejo y se volvió para impartir órdenes.
—Señor Ferris, embarque a la tripulación de vuelo —Emily extendió las manos para recoger el largavistas y llevárselo. Laurence bajó los ojos, la miró y dijo—: Cuando lo haya guardado, Roland, confío en que usted y Dyer puedan serle de ayuda al teniente Ferris con los vigías.
—Sí, señor —respondió ella, reprimiendo un chillido de alegría, y se marchó corriendo para guardar el catalejo.
Calloway les dio a la muchacha y a Dyer sendas pistolas, y Fellowes les entregó un mosquetón para que se enganchasen al arnés antes de que los dos subieran a bordo con dificultad.
—No veo por qué he de ir el último —se quejó Maximus con cierta petulancia mientras las tripulaciones de Lily y Temerario subían a bordo a la rebatiña. Dulcia y Nitidus ya estaban volando, Messoria e Immortalis se hallaban preparados para ser los siguientes.
—Porque eres un grandullón de lo más torpe y no hay espacio para colocarte el aparejo hasta que la cubierta no esté despejada —le explicó Berkley—, así que siéntate. Todos deben despegar antes.
—Dejad algo de lucha para cuando yo llegue —les gritó Maximus.
Pero el estruendo de su vuelo apagó el profundo bramido del Cobre Regio.
Temerario estaba forzando sus límites y dejaba atrás a los otros, aunque, por una vez, Laurence no tenía intención de refrenarle, pues, al fin y al cabo, tenían muy cerca el barco de apoyo, así que no había razón para desaprovechar su velocidad. En realidad, solo necesitaban hostigar al convoy lo suficiente como para retrasarlo un poco con el fin último de hacer avanzar la persecución que debería acabar, sin duda, consiguiendo que el enemigo arriase el pabellón.
Temerario acababa de dar alcance al grupo de naves cuando una súbita erupción similar a una llamarada disipó las nubes acumuladas encima de la fragata e Iskierka se lanzó en picado tras ese destello ocre sobrenatural. Se le engancharon en las espinas jirones de humo y niebla. La dragona soltó un arco flamígero humeante sobre la proa del barco. Arkady y sus montaraces se lanzaron en avalancha detrás de ella, dando alaridos como una manada de gatos. Pasaron junto al convoy, volando de un lado para otro, soltando risas y gritos, golpeando aquí y allá, mostrándose al alcance de los cañones de las embarcaciones, pero lo que parecía una temeridad en realidad no lo era, porque iban tan deprisa que la oportunidad de abatirlos con una bala solo podía obedecer a la más absoluta de las casualidades y tenían tanta fuerza en las alas que dejaron todos los mástiles temblando.
—Caramba —exclamó el Celestial, lleno de dudas, cuando pasaron a su lado raudos como balas, e hizo una pausa, manteniéndose inmóvil en el aire, para contemplar aquello.
Entre tanto, Iskierka volaba en espiral sobre la fragata, mientras le ordenaba rendirse, porque si no lo hacían, iba a reducir el barco y a la tripulación a cenizas, y para darle énfasis a la amenaza, soltó otro borbotón de llamas que impactó directamente en el agua y levantó una sibilante y descomunal columna de vapor.
La nave arrió el pabellón enseguida y el resto del convoy la imitó poco después. Donde Laurence había anticipado problemas por falta de tripulaciones de barco apresado, no hubo ninguno. Los dragones salvajes actuaron de forma tan práctica como eficiente a la hora de guiar a sus presas, obrando como perros pastores con un rebaño de oveja. Chasqueaban las mandíbulas delante de los timoneles y golpeaban en las amuras para animarlos a poner rumbo a Inglaterra. Los montaraces más menudos, como era el caso de Gherni y Lester, se posaban directamente sobre los barcos enemigos, dando un susto de muerte a los pobres marineros.
—Todo esto es de su propia invención —informó Granby a regañadientes mientras estrechaba la mano de Laurence en la proa de la Allegiance, después de que las naves estuvieran agrupadas y hubieran reanudado la singladura con rumbo a Dover—. Se negaba a ver por qué la Armada se quedaba con todas las presas. Me temo que ha sobornado a todos esos malditos montaraces. Estoy convencido de que, en secreto, los tiene a todos patrullando el Canal de la Mancha sin informar a los demás y cuando le vienen con el cuento de que han avistado a uno, ella finge que se le acaba de meter en la cabeza ir en tal o en cual dirección. Los montaraces son tan buenos como cualquier tripulación de barco apresado. Pones uno a bordo y los marineros son complacientes como doncellas.
El resto de los montaraces seguían volando en las alturas, donde cantaban animando en su propia lengua y hacían bufonadas de pura satisfacción. Iskierka sin embargo se hizo sitio entre la formación, y en especial se hizo con un hueco junto a la amura de estribor, el lugar predilecto de Temerario para echar algún que otro sueñecito. La dragona había crecido, y no precisamente poco. En el intervalo de los meses en que no la habían visto, había completado todo su desarrollo. Ahora era extremadamente larga y bastante ancha. Los pesados anillos de su cuerpo serpentino eran, al menos, tan largos como los de Temerario, a cuyo costado se colocó sin preocuparse de lo que tuviera en su camino de la forma menos oportuna.
—Aquí no hay suficiente espacio para ti —le soltó el Celestial con poca amabilidad, mientras se quitaba de encima el anillo que le había puesto sobre la espalda y retiraba la pata de otro que la dragona había deslizado junto a él—. No veo por qué no puedes volar de vuelta a Dover.
—Vuela tú si quieres —replicó ella, agitando la punta de la cola con aire desdeñoso—. Yo he volado toda la mañana y, de todos modos, voy a quedarme con mis trofeos. Mira cuántos hay —añadió ella, exultante.
—Son de todos —le recordó Temerario.
—Tal y como está estipulado, supongo que tendré que compartirlos contigo —aceptó con aire condescendiente—, pero tú no hiciste nada, salvo llegar tarde y mirar.
Temerario se dio cuenta de que eso era cierto y lo aceptó en vez de discutírselo, y agachó la cabeza para amustiarse en silencio, pero Iskierka le golpeó con el hocico, pues le apetecía echar más leña al fuego.
—Mira mi capitán, va como un pincel —añadió.
El comentario avergonzó mucho al capitán Granby, pues de tan fino que iba, resultaba casi ridículo: llevaba botones dorados y la empuñadura del sable era de oro, rematado con un absurdo gran diamante en el pomo, visible por mucho que el oficial intentara ocultarlo todo lo posible con la mano.
—Cada vez que atrapa una pieza montaría un numerito como ese durante días si yo la dejara —murmuró Granby, colorado hasta las orejas.
—¿Cuántas ha apresado? —inquirió Laurence, con cierta desconfianza.
—Cinco desde que empezó esto en serio. Algunas veces han sido convoyes como este —contestó Granby—. Se le rinden en cuanto les suelta una llamarada. La verdad es que no ofrecen mucha resistencia. Ah, por cierto… Imagino que no lo sabes: no hemos podido mantener el bloqueo.
Laurence y el Celestial prorrumpieron en exclamaciones de alarma al oír aquello.
—¡Son esas malditas patrullas francesas! No sé cómo, pero juraría que tienen en la costa cien dragones más de los que debería haber allí. Hasta la fecha, no hemos logrado efectuar un cálculo aproximado. Esperan a que desaparezcamos para ir a por los barcos del bloqueo, y les lanzan de todo. No tenemos suficientes dragones para proteger a nuestros barcos todo el tiempo, por eso la Armada les ha ordenado permanecer juntos, pues así tienen potencia de fuego suficiente para repelerlos. Vuestro regreso es una noticia estupenda.
—Cinco presas —rezongó Temerario en voz baja.
Y su humor no mejoró ni un ápice cuando llegaron a Dover, donde Iskierka había hecho construir un gran pabellón de piedra renegrida en lo alto de un promontorio desde el cual se dominaban los acantilados. Debía de hacer un calor estival en el interior del mismo a causa de las emanaciones de sus púas. No obstante, Temerario se sintió ultrajado, en especial después de que ella, muy ufana, se colocara en el umbral para que sus anillos de intenso color rojo y violeta resaltaran en contraste con el tono oscuro de la piedra, y le informase de que estaba invitado a dormir allí si se sentía incómodo en su claro.
El dragón se pilló un enfado considerable y contestó con frialdad:
—No, gracias.
Y se retiró a su propio claro sin tener siquiera el consuelo habitual de frotarse el peto, así que metió la cabeza debajo del ala y permaneció de esa guisa, enfurruñado.