Capítulo 12

Su siguiente noción del mundo fue el semblante de Emily Roland con una copa de agua clara en las manos. Dorset permanecía arrodillado al lado de Laurence y le tomó de la cintura para ayudarle a incorporarse. El aviador se las arregló para rodear el cristal con los dedos y llevárselo hasta los labios; bebió un poco y derramó otro poco. Tomó conciencia de estar desnudo de cintura para arriba y hallarse tumbado boca abajo en un fino camastro de paja cubierta por varias camisas. Además, tenía un hambre de lobo.

Le tendieron de lado para facilitarle la tarea de comer.

—Poquito a poquito —le instó el médico, dándole pequeños sorbos de gachas frías, uno tras otro.

—¿Y Temerario? —quiso saber de pronto, soslayando el involuntario y desesperado ataque de glotonería, preguntándose si habría o no soñado.

El herido no podía mover los brazos con libertad por culpa de las postillas de la espalda, pues saltaban si se estiraba demasiado hacia un lado y volvía a sangrar.

Dorset no le contestó de inmediato.

—¿Está aquí? —insistió el capitán con severidad.

—Laurence —le habló Harcourt, arrodillándose junto a él—, Laurence, haz el favor de no angustiarte. Has estado enfermo una semana. Él estuvo aquí, pero me temo que ellos le han obligado a huir. Te aseguro que Temerario se encuentra bastante bien.

—Suficiente por ahora. Debe dormir —exigió el cirujano.

Y por mucha voluntad de que hiciera acopio, no fue capaz de resistirse a la orden de Dorset; de hecho, ya se estaba amodorrando otra vez.

Cuando despertó de nuevo la luz del día brillaba en el exterior de la cueva casi vacía, a excepción de Dyer, Tooke y Roland. Esta le explicó la razón:

—Se han llevado a los demás a trabajar en los campos, señor.

Le dieron un poco de agua y luego, ante su insistencia, pero no de buena gana, accedieron a su petición de ayudarle a caminar. Se apoyó en los hombros de los cadetes para poder avanzar con paso titubeante hasta el borde de la cueva y así poder mirar al exterior.

El lienzo del otro lado de la garganta presentaba grietas y manchas oscuras de sangre de dragón, que parecían llamas anaranjadas sobre las paredes estriadas.

—La sangre no es de Temerario, señor, o no mucha —se apresuró a aclarar Emily, alzando los ojos hacia su capitán.

La joven no estaba en condiciones de decirle nada más: ni cómo había sido capaz de localizarlos, ni si estaba solo, ni cómo se encontraba. No había habido tiempo para tener una conversación. El Celestial había pasado desapercibido durante unos minutos entre el barullo debido al elevado número de dragones que volaban a todas horas en las gargantas, pero era demasiado grande y de color muy señero como para no llamar la atención y habían dado la voz de alarma en cuanto metió la cabeza en la gruta para verlos.

Temerario había llegado tan lejos solo porque los captores de Laurence no habían anticipado que una incursión de dragones llegara hasta el corazón de su fortaleza, pero ahora había un guardia apostado encima de su celda. Si hacía caso omiso al dolor de cuello cuando levantaba la cabeza y miraba directamente hacia arriba, podía ver su cola colgando desde lo alto de la angostura.

—Eso significa que Temerario los ha esquivado —aseguró Chenery aquella tarde cuando regresaron los demás a última hora del día, en un intento de mostrarse reconfortante—. Normal, si les da sopas con honda a medio Cuerpo. Estoy seguro de que va a darles esquinazo, Laurence.

A Laurence le gustaría creerlo más de lo que lo hacía. Habían transcurrido tres días desde el cese de su delirio y si Temerario había sido capaz de hacerlo una vez, estaba convencido de que iba a protagonizar otro intento a pesar de toda oposición.

A la mañana siguiente, Laurence no acompañó a los demás. Los ingleses trabajaban con el resto de los prisioneros de guerra en los campos de elefante, extendiendo excrementos, para gran satisfacción de las jóvenes sobre las que habitualmente recaía tan ingrata tarea.

—Tonterías, me avergonzaría si no fuera capaz de arreglármelas con esto cuando todas esas chiquillas pueden hacerlo —dijo Catherine cuando le ofrecieron dispensarla de acudir—. La mayoría de ellas son capaces de sacar más tarea que yo y no es que yo me haya criado escondiendo el hombro. Además, soy muy fuerte y me encuentro mucho mejor que antes. Sin embargo, tú, Laurence, has estado muy grave y vas a escuchar al doctor Dorset, así que vas a tumbarte y quedarte en la cama cuando vengan a buscarnos.

La capitana se mostró muy firme, tanto como el médico, pero había transcurrido poco más de una hora cuando otro dragón vino en busca de Laurence. El jinete se puso a hacer señas y dar órdenes en tono perentorio. Dyer y Roland estaban dispuestos a llevar a su capitán al fondo de la cueva, pero iba a ser un esfuerzo inútil: el dragón era una criatura esmirriada, no mucho mayor que un mensajero, y podía llegar hasta dentro con suma facilidad. Laurence se incorporó a duras penas y en aras de la decencia se puso una de las camisas sudadas y manchadas de sangre con que habían hecho su camastro, aun no siendo una prenda con la que estuviera presentable.

Le llevaron de vuelta al gran salón del trono, mas el rey no estaba allí, solo los trabajadores de fundición, cuya tarea supervisaba muy de cerca el príncipe Moshueshue. Los herreros se afanaban en la fabricación de cartuchos con la ayuda de otro dragón, encargado de mantener vivo el fuego de la forja, lanzando pequeñas llamaradas de forma regular con el fin de conservar encendidos los carbones a una temperatura adecuada para lograr poner el metal al rojo vivo. De algún modo se las habían ingeniado para adquirir varios moldes de bala y ahora tenían todavía más mosquetes apilados sobre el suelo; en las culatas de los mismos tenían huellas de dedos marcadas con sangre. En la estancia reinaba un calor sofocante a pesar de que dos dragones manejaban con gran energía grandes abanicos para mover el aire. El príncipe parecía satisfecho.

Moshueshue volvió a llevarle hasta el mapa, donde ya se habían aplicado algunas mejoras y en el oeste habían realizado una incorporación del todo nueva: habían añadido una distancia imprecisa para poder poner el Atlántico y luego habían dibujado de forma aproximada los contornos del continente americano. Vio especialmente resaltada la posición del populoso puerto de Río y las islas de las Antillas estaban situadas al norte un poco al azar. Laurence se alegró al apreciar que no contaban con ninguna de las precisiones necesarias para hacer posible la navegación. No obstante, estaba muy lejos de sentir aquella complacencia de los primeros momentos de su captura con la que había subestimado a sus captores como una amenaza para la colonia. Allí había demasiados dragones.

También habían hecho venir a la viuda del misionero y Laurence se preparó para un interrogatorio más a fondo, pero el príncipe no repitió las exigencias del rey ni su violencia. Sus criados sirvieron al inglés una bebida muy dulce, una mezcla de fruta exprimida, agua y leche de coco. Las preguntas de Moshueshue versaron sobre cosas generales y el comercio entendido en un sentido muy amplio. El joven mostró al aviador un rollo de tela, era algodón estampado procedente de las fábricas de tejido de Inglaterra, de eso no cabía duda alguna, y algunas botellas de whisky peleón y barato a juzgar por el olor, también de manufactura extranjera.

—Tú vendes estas cosas a los lunda. ¿Y eso también? —preguntó el príncipe, señalando los mosquetes con un ademán.

—Acaban de librar una guerra contra ellos —se apresuró a aclarar la señora Erasmus, añadiendo una explicación de su cosecha al hilo de la traducción. Habían ganado una batalla a dos días de vuelo de las cataratas—. Al noroeste, tengo entendido —añadió.

Acto seguido, pidió permiso a Moshueshue para mostrarle el territorio en el gran mapa del continente. Señaló un punto ubicado al noroeste, y todavía en el interior, pero a una distancia sorprendentemente corta de los puertos de Luanda y Benguela.

—Señor, no había oído hablar de los lunda hasta hace dos semanas —respondió Laurence—. Deben de obtener esta clase de bienes de los mercaderes portugueses, en la costa.

—¿Y vosotros? ¿Solo queréis cautivos o aceptáis otras cosas en el trueque? Bienes como las medicinas que robasteis o…

A una señal del gobernante, una de las mujeres trajo un cofre repleto de joyas de una munificencia tan rayana en lo absurdo que hubieran dejado boquiabierto al mismísimo nizam de Hyderabad, pues las esmeraldas pulidas estaban jaspeadas como los mármoles con diamantes, y el cofre mismo era de oro y plata. Otra trajo un jarrón muy alto hecho con tela metálica, a veces los alambres del trenzado estaban unidos por cuentas en un intrincado diseño sin figuras zoomórficas ni antropomórficas. Una tercera acudió con una máscara casi tan grande como ella, tallada en madera oscura con incrustaciones de marfil y joyas.

Laurence se preguntó si todo aquello no llevaría implícito algún otro tipo de persuasión o estímulo.

—Un comerciante estaría muy favorablemente predispuesto a cualquiera de estos trueques, señor, de eso estoy convencido, pero yo no lo soy. Nosotros estaríamos contentos, de veras que sí, de poder pagaros a cambio de las medicinas en el tipo de bien que prefiráis.

El príncipe asintió y se llevaron el tesoro.

—¿En… cañones? —Moshueshue utilizó la palabra inglesa y su pronunciación fue aceptablemente correcta—. ¿Y los botes con los que cruzáis el océano?

—Son muy valorados por la enorme dificultad de su construcción, señor, y os servirían de muy poco sin unos hombres capaces de comprender su mecánica, pero tal vez podrían encontrarse a algunos marineros dispuestos a serviros y ese arreglo sería factible si hubiera paz entre nuestros países.

Laurence pensó que en buena ley no sobrepasaba ningún límite con esta oferta, y debía hacerla, máxime cuando en la diplomacia uno debía efectuar estos intentos, y tenía la corazonada de que no iba a ser mal recibida. El príncipe no había disimulado sus intenciones. No era de extrañar que él más que el rey hubiera corrido a abrazar las ventajas del armamento moderno, que en la escala de un mosquete, resultaban más fáciles de comprender por los hombres que por dragones, y tuviera interés en tener acceso a esas armas.

Moshueshue apoyó la mano sobre la mesa del mapa y la miró con aire pensativo antes de hablar.

—Tú no te dedicas a este negocio, dices, pero otros de tu tribu sí lo hacen. ¿Puedo saber quiénes son y dónde puedo encontrarlos?

—Lamento decirle, señor, que hay demasiados hombres dedicados a la trata de esclavos como para que yo me sepa sus nombres o sus señas —contestó Laurence con torpeza.

Deseó con toda el alma poder decirle sin mentir que acababan de prohibirlo, pero en vez de eso, solo pudo añadir que confiaba en que iban a abolirlo muy pronto. Moshueshue acogió esa afirmación con mucha más satisfacción de la que había esperado.

—Nosotros nos encargaremos de prohibirlo —aseguró el príncipe con un tono de voz de la que había excluido cualquier nota de amenaza, y eso era lo más ominoso de todo—, pero eso no va a satisfacer a los ancestros —Moshueshue hizo una pausa—. Sois cautivos de Kefentse y él desea cambiaros por más gente de su tribu. ¿Podéis arreglar un trueque de esa naturaleza? Lethabo asegura que no.

—Les he explicado que no va a ser posible encontrar a la mayoría —añadió la señora Erasmus en voz baja—. Ocurrió hace casi veinte años.

—Tal vez una investigación permitiría localizar a los supervivientes —repuso Laurence, lleno de dudas—. Debería haber recibos y justificantes de venta e imagino que algunos deberían seguir en las mismas fincas y con los mismos dueños a los que los vendieron por primera vez, ¿no lo cree usted?

—Entré a trabajar en una casa cuando me vendieron, pero en esos campos nadie vivía mucho. Sobrevivían unos pocos años, diez a lo sumo. Apenas había esclavos viejos.

La mujer habló como si eso fuera irrevocable y él no quiso discutírselo, pero tuvo la impresión de que Hannah tampoco traducía sus propias palabras, probablemente para protegerle a él de la rabia que podían suscitar entre aquellas gentes. Aun así, dijo lo suficiente para convencer a Moshueshue de la imposibilidad de esa opción. El joven meneó la cabeza.

—Sin embargo, estaríamos encantados de pagar nuestro rescate —ofreció el aviador—. Bastaría con establecer contacto con nuestros compañeros en El Cabo y luego nosotros llevaríamos vuestro mensaje a Inglaterra para establecer relaciones pacíficas. Me gustaría dar mi palabra a título personal de que cualquier cosa que pudiera hacerse para devolverle su gente a Kefentse…

—No —le atajó el príncipe—, nada puedo hacer en este tema ahora mismo, ahora, no. Los ancestros están muy alterados. Kefentse no es el único expoliado y quienes han perdido niños están muy enfadados. Mi padre era colérico de hombre, pero de dragón es iracundo. Tal vez más adelante.

Moshueshue no añadió nada más después de esas palabras, pero dio órdenes a los dragones que le asistían y uno de ellos cogió al capitán y se lo llevó sin darle ocasión de decir ni pío.

El dragón no voló de regreso al presidio de la cueva, sino que giró hacia las cascadas, se elevó hasta salir de la garganta y ponerse al nivel de la meseta basáltica sobre la que fluía el gran río. El alado había formado una especie de canasta con las garras sobre la cual viajaba Laurence mientras iban junto a las orillas del río y pasaban por encima de otro gran rebaño de elefantes, aun cuando volaban demasiado deprisa para saber si alguno de sus compatriotas figuraba entre los trabajadores que iban detrás para aprovechar el excremento como fertilizante. Se alejaron lo bastante como para que el sonido de la cascada disminuyera, pese a que la fina nube de agua pulverizada permanecía visible en perpetua suspensión como marca indeleble de su localización. A sus pies no había camino alguno, pero el aviador empezó a descubrir mojones de piedras apiladas dentro de círculos sin vegetación a intervalos regulares que tal vez servían como señales indicadoras. Viajaron otros diez minutos antes de que el dragón posara las patas traseras en un vasto anfiteatro.

Según su propia experiencia, no era posible compararlo con nada, salvo el Coliseo de Roma. Estaba construido enteramente con bloques de piedra tan bien ensamblados que no se necesitaba mortero para mantenerlos unidos. El recinto exterior tenía una forma ovalada con unas pocas entradas en la base y estaba formado por grandes losas de piedra superpuestas una sobre otra, como Stonehenge y los otros viejos círculos de piedra en Inglaterra. Se erguía en medio de un prado rebosante de hierba, en calma, tal y como cabía esperar de unas ruinas antiguas sin uso aparente. Solo había unos nimios indicios de que los hombres habían cruzado a pie esos accesos, la mayoría procedentes del río, donde había unas estacas clavadas en el suelo y un puñado de botes amarrados a ellas.

Sobrevolaron los muros y pasaron al interior, donde no se veía indicio alguno de desuso. Los constructores habían seguido el mismo método de mortero seco para levantar una serie de terrazas techadas y niveladas con más losas de piedra extendidas sobre el suelo y dispuestas de forma irregular. Las escaleras dividían los asientos en secciones en lugar de hacerlo en gradas. Los grupos de palcos estaban destinados para uso humano y en ellos era posible ver bancadas y escabeles de madera, algunos de ellos bellamente labrados, y alrededor de los mismos había grandes butacas destinadas a los dragones. Los niveles más altos se hallaban un tanto más simplificados, venían a ser tarimas a cielo abierto cuyas secciones estaban delimitadas con cuerdas nada más. En el centro de todo esto había un vergel ovalado sin edificación alguna, salvo tres grandes plataformas de piedra, y en una de ellas había un prisionero con la cabeza gacha.

Temerario.

El dragón dejó a Laurence a unos cuantos metros con la poca delicadeza habitual, y la espalda se le resintió bastante. Temerario soltó un grito ahogado, sofocado. Era un sonido extraño: profundo y contenido. Le habían amordazado con un horripilante bozal de hierro sujeto a la cabeza con muchas correas gruesas de cuero que no le permitían abrir demasiado las mandíbulas, no lo suficiente para rugir. Le retenía en esa posición un grueso collar de hierro en lo alto del cuello sujeto con tres enormes sogas que, según pudo ver, estaban hechas de hilo trenzado y cuerda, y que a su vez estaban sujetas a tres grandes anillos fijados al suelo, equidistantes unos de otros, de forma que si Temerario se acercaba para aflojar uno de ellos, los otros le ahogasen.

—Laurence, Laurence —exclamó el Celestial, y ladeó la cabeza hacia él todo cuanto le dejaban las cuerdas.

El aviador habría corrido hacia el cautivo sin dudarlo, pero el dragón que le había traído hasta allí plantó una pataza entre ellos. No se le permitía aproximarse.

—No te hagas daño, amigo mío. Me encuentro perfectamente —le aseguró a voz en grito y se irguió un poco para parecer más entero, pues le agobiaba que se hiciera daño al moverse, no fuera a clavársele el collar en la carne, donde ya había indicios de que había empezado a hundirse—. Espero que no estés muy incómodo, ¿eh?

—Bah, no es nada —replicó Temerario jadeante a causa de la argolla clavada en el cuello, pero sus palabras dejaban traslucir una gran angustia—, nada ahora que vuelvo a verte. Es solo que no puedo moverme mucho y nadie viene a hablar conmigo, así que no sabía nada. Ignoraba si estabas bien o te habían herido, y la última vez que te vi te comportaste de modo un tanto extraño.

El dragón retrocedió un paso, despacio y con cuidado, se sentó, todavía resollando, y sacudió la cabeza todo lo que se lo permitían las cadenas, que resonaron como los tirantes de la caballería de un carruaje.

—¿Seguro que estás bien? No tienes muy buen aspecto.

—Lo estoy… Me alegro mucho, mucho, de verte —dijo Laurence con tono formal, aun cuando estaba haciendo de tripas corazón para mantenerse de pie—, aunque déjame decirte que me sorprende. Estábamos seguros de que nunca nos encontrarían.

—Eso dijo Sutton —convino el Celestial en voz baja, muy enojado—. Nos auguró que íbamos a vagar por toda África para luego tener que regresar a Ciudad del Cabo, pero yo le contesté que eso era una sandez, porque aunque era difícil encontraros en el interior del continente, aún lo era más si regresábamos a Ciudad del Cabo, así que les pedimos indicaciones…

—¿Indicaciones? —replicó Laurence, perplejo.

Habían consultado a algunos dragones locales que al vivir tan al sur no eran tan suspicaces con el tema de las razias de los negreros y se mostraron dispuestos a no comportarse con hostilidad.

—Al menos no después de que les hubiéramos hecho unos regalos, en especial unas vacas estupendas que, lamento decírtelo, Laurence, cogimos sin permiso, de las tierras de un colono. Supongo que podemos pagarlas a nuestro regreso —añadió Temerario, como si ningún obstáculo se interpusiera desde las cataratas hasta Ciudad del Cabo—. Hacerles entender lo que deseábamos resultó un poco más difícil, sobre todo al principio, pero algunos de ellos entendían la lengua de los xhosa, y Demane y Sipho me enseñaron algo, y he aprendido un poco la de los dragones africanos al tener trato con ellos, no es muy difícil, y existen muchas semejanzas con el durzagh.

—Pero… perdóname, y no es que quiera parecer desagradecido —repuso Laurence—, ¿y los hongos? ¿Y qué hay de la cura? ¿Queda alguno?

—Ya habíamos subido a bordo de la Fiona todos los que llevábamos encima y si con eso no bastaba, Messoria e Immortalis podían llevar el resto sin que les hiciésemos falta —concluyó el dragón, desafiante—, así que Sutton no tenía ningún derecho a quejarse si nos queríamos ir… Y de todos modos, al infierno con las órdenes.

Laurence no discutió con él, pues no deseaba aumentar la angustia de Temerario y en cualquier caso, la recompensa a su insubordinación era que se había salido con la suya. Sin duda, no iba a mostrarse receptivo a oír ninguna crítica sobre ese tema. Era la clase de aventura vertiginosa y alocada coronada por el éxito o el fracaso, sin término medio, suponía Laurence. La velocidad y el descaro respondían a su propia ética.

—En tal caso, ¿dónde están Lily y Dulcia?

—Ocultas ahí fuera, en las planicies —respondió Temerario—. Los tres estuvimos de acuerdo en que primero debía intentarlo yo, porque soy lo bastante grande para llevaros a todos, y además, si algo se torcía, siempre quedaban ellas —agitó la cola con un sentimiento donde se mezclaban irritación e incomodidad—. En ese momento, parecía tener mucho sentido, pero no comprendí que algo iba a salir mal de verdad y no estaría en condiciones de planear nada —añadió de forma lastimera—. No sé qué se proponen hacer ahora, aunque algo se les ocurrirá.

Pero lo dijo de un modo que evidenciaba que lo dudaba mucho. Y también Laurence.

Una oleada de dragones había acudido al anfiteatro mientras conversaban, acarreando grandes cestos de mimbre o llevando sobre el lomo a hombres, mujeres e incluso niños, y todos iban instalándose en los estrados. Era un grupo mucho más grande de lo que Laurence había sospechado. La gente se ubicaba en los sitios siguiendo una jerarquía de riqueza: los ocupantes de las filas inferiores vestían prendas de mayor calidad, exhibiendo pieles y joyas en una amplia muestra de chabacanería.

Los dragones tenían una gran variedad de formas y tamaños, pero a la hora de sentarse no parecía haber un criterio, al menos no por razas, pero, tal vez, sí una tendencia hacia un color similar o a unos diseños parecidos en las marcas. En todo caso, había una constante: la forma en que agachaban la cabeza para mirar a Laurence y Temerario desde todos los ángulos. Temerario desplegó la gorguera todo cuanto le permitían las fatigosas correas.

—No tienen por qué mirarme todos de esa manera —masculló—, me parecen unos cobardes por tenerme así encadenado.

A continuación entraron dragones con más armas que ornamentos y trajeron consigo soldados. Muchos de ellos llevaban manchas de sangre en el equipamiento; no es que hubiera signo alguno de desaliño, sino que no habían quitado esas señales por orgullo, se enorgullecían de esa sangre recién vertida en la batalla a la que había hecho referencia la señora Erasmus. Ocuparon sus puestos sobre el suelo, formando líneas uniformes al sentarse. Entre tanto, los criados empezaron a cubrir con pieles de león y leopardo la gran tarima central y el trono de madera. Hicieron acto de presencia los tambores y Laurence agradeció de corazón su redoble ensordecedor, pues todos los ojos dejaron de estar clavados en ellos para fijarse en la novedad: el rey y el príncipe habían llegado.

Los soldados golpearon los escudos con las lanzas de mango corto y los dragones soltaron su propio saludo, consistente en una batahola de sonidos que se sucedían por oleadas, mientras la realeza se sentaba en la tarima central. Una vez que hubieron ocupado los puestos de honor, un dragón pequeño con una suerte de collar de pieles alrededor del cuello se colocó junto al estrado y se puso de pie sobre los cuartos traseros antes de aclararse la garganta. El gentío enmudeció con celeridad sorprendente y absoluta, hasta el punto de que su siguiente respiración resultó perfectamente audible. Entonces, se lanzó a algo situado a medio camino entre la canción y el relato, estaba canturreando, sí, pero no tenía más ritmo que el suave golpeteo del tambor que le marcaba los tiempos.

Temerario ladeó la cabeza e intentó sacarla, pero el dragón de guardia les dirigió una mirada horrorizada y eso le hizo desistir, avergonzado, sin haber pronunciado ni una sola palabra. El cántico finalizó con el día y caía el crepúsculo cuando volvió a estallar una ovación cerrada. Entre tanto encendieron antorchas para iluminar los alrededores de la tarima. Por lo que el Celestial había sido capaz de colegir, aquello había sido una suerte de panegírico del rey y sus ancestros, y más en general de las numerosas tribus congregadas, cuya lista había sido recitada completamente de memoria, lo cual tenía su mérito pues comprendía siete generaciones.

De ese modo se concluyó la apertura de la ceremonia y se procedió enseguida a dar paso a una sucesión de discursos y soflamas, saludadas con rugidos de aprobación y el atronador golpeteo de los escudos con las lanzas. Laurence sentía el corazón en un puño ante los posibles propósitos de aquella aglomeración.

—Eso es mentira —gritó Temerario con indignación una de aquellas veces cuando logró entender un par de frases.

Un dragón negro y gris lleno de condecoraciones, un peso medio emperifollado con una gruesa collera hecha con piel de tigre y ribeteada con hilo de oro, se acercó hasta ellos y se situó delante del Celestial, a quien señaló de forma harto significativa.

—¿Para qué iba a querer yo a tu tripulación? Ya tengo la mía.

Él y Laurence figuraban en la mayor parte de esas exhortaciones como evidencia material y prueba fehaciente de la existencia de la amenaza y de su magnitud, eso era obvio.

Otro dragón muy viejo acudió arrastrando los espolones por el suelo. Tenía unos ojos con ese tono típico de los enfermos de cataratas. Iba precedido por una pequeña escolta de hombres de semblante severo. El palco del alado quedó vacío cuando él lo abandonó. No tenía familia. Nadie habló mientras el dragón subía hasta la plataforma a duras penas y se incorporó una vez en ella. Alzó su cabeza temblorosa antes de hablar. Su discurso fue un lamento quebradizo pronunciado con voz débil, pero silenció al gentío allí congregado e hizo que las madres atrajeran a sus hijos junto a ellas y los dragones curvaran las colas alrededor de los miembros de su tribu con ansiedad. Uno de los escoltas rompió a llorar en silencio y se cubrió el semblante con la mano. Sus compañeros tuvieron la cortesía de fingir que no se daban cuenta.

Una vez que hubo concluido y regresado muy despacio a su sitio, varios soldados se adelantaron para lanzar sus arengas. Subió a la palestra un hombre de pecho fornido, un general impaciente que se quitó la piel de leopardo drapeada mientras iba de un lado para otro con tal ímpetu que se le perló la piel de gotas de sudor, centelleantes a la luz de las antorchas, arguyendo con voz poderosa a fin de llegar a las gradas situadas en lo alto, a las que dirigía gestos a menudo, golpeando un puño en la palma de la mano, y señalando de vez en cuando a Temerario. Su discurso recogió algo más que aplausos, logró el beneplácito y la aceptación del público, que asintió sombrío. Les estaba avisando de que vendrían muchos más dragones si no actuaban ahora mismo.

La larga y deprimente noche fue transcurriendo poco a poco. Las madres y algunos dragones se llevaban a los niños conforme se sumían en un sueño inducido por la fatiga. Los restantes oradores hablaban desde hileras más alejadas y ahora que había más huecos entre el respetable, las voces sonaban más ásperas. Laurence estaba tan exhausto que dejó de sentir miedo. Además, contra ellos solo habían utilizado palabras. Aún no les habían lapidado ni les habían hecho objeto de ninguna violencia. No obstante, la espalda le dolía, le picaba y le consumía, minándole las fuerzas incluso para notar el pánico. No resultaba nada fácil permanecer allí de pie mientras era objeto de befa, incluso aun cuando era incapaz de comprender la mayor parte de las acusaciones de que eran objeto. Se conformaba con estar lo más erguido posible y mantener la vista fija en las gradas del fondo. Pero miraba sin ver, estaba con la mente puesta en otra cosa, por eso no se percató al primer golpe de vista de que Dulcia se hallaba encaramada en los asientos del fondo, arriba del todo, ahora vacíos. Fue necesario un gesto suyo con el ala para que advirtiese su presencia.

La Cobre Gris era lo bastante pequeña y su coloración verde moteada lo bastante común como para pasar por uno del grupo, cuya atención estaba fija en los oradores. La dragona se incorporó cuando vio que había atraído la atención del aviador y sostuvo en alto con las patas delanteras una especie de rasgado pliego gris. Laurence no tenía ni idea de qué podía ser, pero entonces se lo imaginó: era un trozo de piel de elefante con tres agujeros hechos minuciosamente. Dulcia utilizaba el lenguaje de las banderas de señales. «Mañana», ese era todo el mensaje. El capitán la miró y asintió una vez que lo hubo comprendido, entonces, la dragona volvió a desvanecerse en la oscuridad.

—Vaya, espero que vengan y me liberen primero —murmuró Temerario, fastidiado por la perspectiva de ser rescatado en una operación de la que no sabía nada—. Hay demasiados dragones. Espero que no cometan alguna imprudencia.

—Eso espero yo también —dijo Harcourt, presa de la ansiedad, cuando Laurence les dio la noticia, pues al término de la ceremonia, le trajeron de vuelta a la cueva de su encierro, ridiculizado a conciencia y bien cubierto de escupitajos.

La capitana anduvo hasta la boca de la cueva para mirar al centinela, pero, por desgracia, el dragón seguía ahí, despatarrado sobre el reborde y con la cabeza colgada hacia abajo. Los tambores sonaban a lo lejos en una celebración que prometía durar hasta bien entrada la madrugada.

Los británicos solo podían hacer unos preparativos muy generales para la fuga, pues desconocían los detalles. Bebieron todo lo posible y se lavaron, pero se aplicaron a esas tareas con más energía de la necesaria.

—¡Caray, se mueve otra vez! —exclamó Harcourt mientras se apretaba los mechones húmedos para escurrírselos. Se llevó la mano al final de la espalda y se la frotó. El embarazo se había empezado a hacer notar de la forma más inoportuna. Ahora, debía llevar los pantalones desabrochados y se los sujetaba con un trozo de cuerda de corteza; se dejaba la blusa suelta por encima para ocultar dicho acomodo—. Que sea una niña, por favor. Nunca, nunca volveré a ser tan descuidada.

Por suerte, durmieron a pierna suelta y hasta tarde. Los albañiles no reanudaron el trabajo al día siguiente. Tal vez les habían dado un día libre o quizá no se habían despertado al alba. Ningún dragón vino tampoco a llevárselos a los campos, y eso era bueno, pero tenía un lado malo, ninguno vino a darles de comer, así que iban a tener que intentar la fuga con el estómago vacío. A lo largo de todo el día hubo un elevado número de dragones volando de un lado para otro en las gargantas, aunque el tránsito decayó al atardecer, cuando las mujeres regresaron cantando a las cavernas con las cestas de ropa limpia apoyadas en la cabeza.

El rescate iba a producirse durante la noche, o eso esperaban todos, pues era lo más racional, pero no tenían ninguna certidumbre, así que el día estuvo lleno de una tensión y una ansiedad crecientes, y la urgencia siempre los impulsaba a mirar por la boca de la cueva, una mala práctica que solo podía levantar sospechas. La llegada del crepúsculo creó entre ellos una atención enfebrecida; todos contenían el aliento y nadie decía nada hasta que poco después de hacerse de noche se oyó un ruido semejante al flamear las velas por influjo del viento, y eso solo una cosa podía causarlo: las enormes alas de Lily a lo lejos en el silencio del cielo.

Todos esperaban que el sonido se aproximara más y ver la cabeza de la dragona de un momento a otro, pero Lily no se acercó. Solo se escuchó un estornudo, y luego otro, y después un tercero. Aquella sucesión de estornudos terminaron en una tos quejosa, y después de eso, las alas se alejaron. Laurence miró a Harcourt lleno de perplejidad, pero esta se había acercado al borde de la salida y ahora les hacía señales a él y a Chenery para que acudieran. Se oía un suave chisporroteo, como el del beicon en una sartén demasiado caliente, y de pronto entró un agudo olor a vinagre. Unas gotas de ácido burbujeaban en la entrada de la cueva, haciendo unos pequeños agujeros.

—Mirad —instó Catherine en voz baja mientras señalaba hacia la pared del precipicio donde se levantaban unos hilos de humo apenas visibles—. Lily nos ha hecho asideros para las manos.

—Bueno, me atrevo a decir que nos las arreglaremos para descender, pero ¿qué haremos una vez abajo? —quiso saber Chenery, mucho más optimista que Laurence.

Y había una buena razón: mientras todos los demás estaban habituados a subir y bajar como si nada desde hacía veinte años, él había tenido que aprender alpinismo en Loch Laggan con Celeritas, y había progresado lo suficiente como para encaramarse al lomo de un dragón sin mucho desdoro por su parte, pero recordaba la experiencia con poco entusiasmo, siempre estaba apretujado, debía mover primero un pie y luego una mano, y se había sentido como un escarabajo al reptar, pero al menos en los entrenamientos contaban con mosquetones por si se caían.

—Si logramos salir de la garganta y alejarnos de las cataratas, seguro que cruzamos las fronteras de su territorio —afirmó Catherine—. Luego, los dragones van a tener que encontrarnos a partir de ahí, supongo.

La espera se convirtió en una verdadera agonía. No podían empezar a bajar hasta que el ácido no hubiera horadado la piedra. Solo el estropeado reloj de arena y la Cruz del Sur girando en el firmamento podían darles una noción real del paso del tiempo. Laurence miró por dos veces a Turner para asegurarse de que no se le había pasado darle la vuelta cuando se hubiera acabado la arena, solo para descubrir que el bulbo superior estaba casi lleno todavía. Entonces, hizo acopio de voluntad para no mirar, así que cerró los ojos y se cruzó de brazos de forma que dejó las manos pegadas a los costados a fin de mantenerlas tibias, pues era la primera semana de junio y la noche se había vuelto inesperadamente fría.

—Las nueve, señor —anunció por fin Turner en voz baja.

El siseo del ácido había cesado. Metieron una ramita en uno de los agujeros creados por Lily junto a la entrada y así pudieron calcular la profundidad: medía más de cincuenta centímetros. Además, el palito estaba casi intacto, salvo en la punta, donde humeaba un poco.

El cadete Dyer asomó la cabeza para echar un rápido vistazo al dragón de guardia, situado encima de ellos.

—No ha movido el rabo, señor —informó con un hilo de voz.

—Bueno, creo que voy a poder hacerlo —anunció Catherine mientras tanteaba alrededor con la mano envuelta en un trapo—. Señor Ferris, vaya usted primero. Caballeros, se acabaron las conversaciones. Ni voces ni susurros.

El teniente se había atado las botas por los cordones y se los había echado al cuello para que no le estorbaran. Recogió unos puñados de paja del suelo de la caverna y se los metió en la cintura para aminorar el efecto abrasivo del roce con la piedra, luego, apoyó la cabeza sobre el borde y se fue dejando resbalar con cautela. Miró hacia arriba y asintió antes de pasar una pierna al otro lado y enseguida se desvaneció. Laurence se arriesgó a echar un rápido vistazo por encima del filo. Ferris ya solo era un borrón oscuro sobre la superficie de la pared cinco metros por debajo de su posición, y se movía con la flexibilidad característica de la juventud.

No hubo señales con la mano ni voces desde el fondo, pero todos aguzaron los oídos. Turner mantuvo el reloj delante de él. Transcurrieron quince minutos, y después veinte, sin que se oyera el estrépito de algún desastre. Entonces, Libbley, el primer teniente de Chenery, se dirigió al borde y se descolgó de modo parecido. Y tras él marcharon los alféreces y los guardiadragones aún más deprisa; salían dos o tres cada vez, pues Lily había esparcido ácido a conciencia y había asideros en abundancia a lo ancho de la pared.

A continuación Chenery se marchó y poco después Catherine hizo lo propio en compañía de su guardiadragón Drew. La mayoría de los jóvenes aviadores ya se habían ido.

—Yo bajaré con usted y guiaré sus pasos, señor —le aseguró en voz baja Ezekiah Martin, que había oscurecido su brillante pelo amarillo con tierra y agua a fin de pasar más desapercibido—. Páseme sus botas.

Laurence asintió en silencio y se las entregó. Martin las ató y se las echó al cuello con las suyas.

Martin puso la mano en el tobillo de Laurence para guiarle al primer asidero, estrecho como todos; era un tosco hueco raspado en la roca pulida donde solo cabían las puntas de los dedos. Se movió a la derecha: apoyó el pie mientras con una mano buscaba a tientas un asidero debajo del reborde de la cueva, pero no podía ver la pared, porque su propio cuerpo bloqueaba la tenue luz de las estrellas, con lo cual solo quedaba confiar en el sentido del tacto. La piedra estaba fría al roce con su mejilla y a su juicio el eco de su respiración sonaba demasiado fuerte, y además tenía ese timbre extraño y amplificado característico de cuando uno está bajo el agua. Cegado y ensordecido, se apretó contra la piedra todo lo posible.

Hubo un momento terrible cuando Ezekiah le tocó el tobillo de nuevo y aguardó a que lo levantara del asidero. Laurence pensó que no iba a ser capaz de hacerlo. Deseaba efectuar el movimiento, mas no sucedía nada, pero entonces respiró hondo y al final movió el pie. Martin lo llevó con suavidad hacia abajo, a pesar de lo cual las puntas de los pies rasparon la roca, hasta el siguiente asidero.

Luego fue el segundo pie, y la otra mano, y el pie, y la mano, y así sin cesar de forma mecánica. Fue más fácil continuar una vez que se hubo puesto en movimiento siempre y cuando no se permitiera quedarse quieto en una posición. Lentamente se le empezó a formar un dolor entre los hombros y en los muslos. Las yemas de los dedos le ardían un poco conforme avanzaba. El sudor ácido le humedecía la piel y le caía sobre los ojos, pero él no confiaba lo suficiente en su habilidad para agarrarse como para intentar secárselo, así que no sirvió de nada el trapo que se había sujetado al cinto.

Bailes, encargado del arnés de Dulcia, estaba casi a su altura. Era un hombre corpulento que se tomaba la bajada con precaución, pues los tripulantes de tierra no solían participar en el combate y, por tanto, tenían menos práctica en la escalada. De pronto, el tipo profirió un gruñido hondo de lo más extraño y se le soltó una mano. Laurence vio el semblante boquiabierto del hombre mientras profería por lo bajinis un alarido reprimido. Se aferraba al asidero como un loco, pero la mano se le consumía, y el capitán pudo ver el destello blanco de los huesos, descarnados a la altura de las yemas. Bailes perdió el asidero y se precipitó hacia el suelo. Durante unos instantes fue posible ver sus dientes apretados como gesto para no gritar a pesar del dolor.

Las ramas se rompieron debajo de ellos. Martin había vuelto a poner la mano en el tobillo de su capitán para guiarle, pero no la movió y se echó a temblar. Laurence no intentó levantar la vista, se limitó a aguantar pegado a la pared y respirar lo más suavemente posible. No habría nada que hacer si perdían los nervios y los detectaban, el dragón de guardia los barrería de allí con un simple zarpazo.

Al final, reanudaron la marcha, otra vez hacia abajo. Laurence captó en la superficie el brillo de una piedra traslúcida: el ácido de Lily se había acumulado allí, pero no había consumido lo que podía ser una veta de cuarzo. Eso explicaba el accidente.

Un dragón pasó como exhalación por las inmediaciones no mucho después y se perdió en la noche. Volaba muy por encima de sus cabezas y Laurence solo sintió su avance por la bofetada de viento y el sonido de su aleteo. Los dedos helados y en carne viva se le estaban entumeciendo cuando empezó a localizar brotes de hierba al tantear la pared y poco después encontró una ladera, aun casi cortada a pico; enseguida pisó con el talón las raíces de un árbol. Ya prácticamente habían bajado del todo: pisaban tierra y les golpeaban las ramas de los arbustos. Martin le palmeó el tobillo, así que se dieron la vuelta y se dejaron resbalar sobre el trasero hasta que fue posible ponerse las botas y seguir a pie. Por debajo de su posición podía oírse el correteo del agua. La jungla era una maraña de hojas de palmera y enredaderas de tacto áspero que colgaban en medio del camino. Olía a agua fresca en movimiento, a tierra fresca, a plantas humedecidas por el rocío. No tardaron en tener las camisas empapadas y la carne de gallina a causa del frío, pero avanzaron por un mundo completamente diferente al polvoriento universo marrón y ocre que se extendía en lo alto de la catarata.

Todos se habían mostrado conformes en no esperar a nadie por mucho tiempo. La opción elegida era seguir adelante en pequeños grupos, ya que si los atrapaban durante la primera fase de la huida, siempre podría escapar alguno. Winston, uno de los encargados del arnés de Temerario, le esperaba un poco más adelante; permanecía en cuclillas, aunque se levantaba de vez en cuando para estirar las piernas; ahí estaba también el joven Allen, nervioso, y bostezando junto a él su amigo, el alférez Harley. Los cinco continuaron juntos, siguiendo el curso de la pared. La tierra era suave y la vegetación más llena de vida y más dúctil; era mucho más fácil avanzar por allí que a través de la maleza seca, si bien de vez en cuando aparecía alguna rama que les hacía caer.

Allen tropezaba de continuo, pues el último estirón le había dejado un tanto larguirucho y torpón con esas alargadas patitas de potro que se le habían quedado. No pudieron evitar hacer algo de ruido, como tampoco siempre les resultaba posible atajar, así que de tanto en tanto se veían obligados a tirar de las enredaderas para llevarlas a un lado y tener suficiente espacio para pasar entre ellas, lo cual provocaba no pocos crujidos por parte de las ramas de las que colgaban.

—Oh, oh —Harley se quedó de piedra y espiró muy bajo.

Los fugitivos miraron y volvieron a mirar esos ojos verdes de felino. Contemplaron al leopardo tan fijamente como este a ellos, y nadie se movió hasta que el depredador ladeó la cabeza y se perdió entre el follaje de la selva, solitario y desinteresado.

El quinteto reanudó la caminata a paso más vivo, siguieron todavía el cauce hasta que la vegetación frondosa empezó a ralear y dio paso a un punto donde el curso del río se dividía en dos cauces que tomaban direcciones separadas, pero logró ver a Lily y Temerario, ocultos entre la vegetación de ese último trecho de selva, que esperaban allí con ansiedad, sentados con una pata en cada lado de la orilla y riñendo un poco.

—¿Y qué habría ocurrido si hubieras fallado? —murmuraba el Celestial, un poco desconsolado y algo más crítico mientras alargaba el cuello para echar un vistazo en la selva—. Podrías haber dado en la entrada de la cueva o a alguien de nuestras tripulaciones.

Lily le miró con sus ojos de color naranja, abochornada.

—No necesito estar cerca para darle a una pared —replicó con ánimo de acabar cuanto antes con aquella conversación.

Entonces se inclinó entusiasmada hacia delante y Harcourt apareció en su ángulo de visión, descendiendo a trompicones por una húmeda ladera.

—Catherine, Catherine, ¿estás bien? ¿Está bien el huevo?

—Olvídate del huevo —dijo la capitana mientras apoyaba la cabeza contra el hocico de Lily—. Solo ha sido una molestia, pero me alegro mucho de verte. ¡Qué lista eres!

—Sí —repuso la dragona con satisfacción—. Y en verdad ha sido mucho más fácil de lo que pensaba. No había nadie que pudiera reparar en mí, salvo el dragón de la colina, y estaba dormido.

Temerario olvidó todas sus quejas y también hocicó a Laurence con agradecimiento. Para su enorme disgusto, aún llevaba el grueso collar del cuello, y del mismo colgaban unos cuantos cables, renegridos y quebradizos en los extremos, allí donde el ácido de Lily había debilitado el metal lo suficiente como para que entre los dos pudieran romperlo.

—No podemos irnos sin la señora Erasmus —le dijo Laurence en voz baja.

Pero en ese momento Dulcia se posó entre ellos con la mujer sobre su lomo, aferrada a su arnés.

Volaron rumbo a Ciudad del Cabo con cautela, pero sin perder un minuto. La rica campiña les proveyó de recursos con generosidad. Temerario, letal y velocísimo, cayó sobre una manada de elefantes y abatió a varios. Los dragones encargados de su pastoreo, más pequeños, le cubrieron de insultos, pero no se atrevieron a seguirle cuando él les hizo descender con su rugido. Lily recuperó la mejor versión de sí misma cuando pasaron cerca de una aldea y un peso pesado les salió al paso, dando gritos de desafío. La dragona lanzó un salivazo de ácido con su precisión de siempre y acertó a una rama de un baobab de enorme y desplegado ramaje, la rama se partió y cayó sobre el lomo del dragón, que saltó y se lo pensó dos veces antes de darles caza. Al mirar hacia atrás, pudieron verle empujar con el hocico la rama, cuyo tamaño era casi el de un árbol, para sacarla del claro de la aldea.

Los aviadores usaron hierbas para tejer cordajes improvisados con los que atar las extremidades al arnés y así sujetarse, por eso cada vez que se detenían para proveerse de agua, avanzaban con paso vacilante, saltaban y se masajeaban los muslos para combatir el picor experimentado cuando recobraban la circulación. Sobrevolaron el desierto de rocas amarillentas y arenas azafranadas sin efectuar pausa alguna. Los animalillos sacaban la cabeza por los agujeros del suelo, espoleados por la curiosidad y la esperanza de que lloviera, confundiendo la sombra de los dragones con el paso de las nubes. Temerario se había hecho cargo de toda la tripulación de Dulcia, salvo del propio Chenery, y también de la de Lily, y de ese modo los tres podían ir tan deprisa como cabía imaginar, y así, el sexto día de vuelo, en la hora previa al alba, llegaron a las montañas de la estrecha provincia costera de los colonos y vieron las llamaradas de fuego allí donde tronaban los cañones de El Cabo.

Las finas columnas de humo recortadas contra la Montaña de la Mesa se volvieron negras cuando ellos pasaron en dirección a la bahía para entrar en la ciudad. Había incendios en todas partes. Las naves salían del puerto a remo, pues tenían el viento en contra, iban a la desesperada, y si les resultaba posible, se arriesgaban a navegar de bolina[13]. Las baterías del castillo abrían fuego sin cesar y los cañones de la Allegiance soltaban fragorosas andanadas que lanzaban al aire vaharadas de pólvora gris y esta flotaba hasta cubrir la cubierta.

Maximus luchaba en el cielo por encima de la nave. Aún estaba más delgado de la cuenta, pero los dragones enemigos le tenían respeto y le guardaban las distancias y, por supuesto, huían de sus cargas. Messoria e Immortalis le flanqueaban. Nitidus aprovechaba la cobertura de los tres para hostigar al enemigo en retirada con su velocidad fulgurante.

Hasta ahora, habían preservado el barco, pero la posición era insostenible y su único interés era aguantar todo lo posible para dar tiempo a salir a las naves del puerto, atestado de botes bamboleantes que hacían todo lo posible por ponerse al amparo de la Allegiance.

Berkley les hizo señales desde el lomo de Maximus en cuanto se acercaron: «Aguantamos bien, salvad a la dotación», así que pasaron como una exhalación y se dirigieron a la costa, donde el castillo soportaba un asalto cerrado por parte de un nutrido cuerpo de lanceros acuclillados y parapetados tras grandes escudos de hierro y cuero de buey. Muchos asaltantes yacían muertos en las inmediaciones, terriblemente destrozados por botes de metralla y las descargas de fusilería. También había bastantes cuerpos en el foso. El adversario había fracasado en su intento de tomar la muralla al asalto, pero los supervivientes habían logrado llegar a los escombros de las casas próximas al emplazamiento del cañón, y ahí, al abrigo de las balas, aguardaban pacientemente a que se abriera una brecha en el muro.

Despanzurrado sobre los campos de entrenamiento yacía el cuerpo sin vida de un dragón de colores castaño y amarillo, abatido por una bala rasa. Tenía los ojos turbios y la mitad de las tripas en el suelo a resultas del impacto, que le había abierto un verdadero boquete en el costado; podían verse jirones ensangrentados de su cuerpo en cien metros a la redonda.

Sobrevolaban el castillo unos treinta dragones más, pero ahora efectuaban sus pasadas a mucha altura, desde donde, a falta de bombas, dejaban caer sacos de estrechas hojas triangulares planas y muy afiladas en los bordes, capaces de hundirse en la propia roca. Cuando Temerario se posó en el patio, Laurence pudo verlas clavadas en el suelo, era como si lo hubieran sembrado de púas. En las almenas había muchos soldados muertos.

El rey Mokhachane se hallaba lejos del alcance de las balas, en las faldas de la Montaña de la Mesa, desde donde lo observaba todo con aire sombrío y de vez en cuando movía las alas con ansia, cada vez que resultaban alcanzados un hombre o un dragón. Ella era una dragona de poca edad y todos los instintos le empujaban a lanzarse al campo de batalla. Laurence pudo ver soldados a su lado y otros yendo y viniendo con órdenes para el grupo de asalto apostado ante los muros del castillo, mas no pudo apreciar si el príncipe estaba a su lado.

La ciudad propiamente dicha había salido incólume, pues el único objetivo del ataque parecía ser el castillo, aun cuando las calles estaban abandonadas y ahora podían verse por los rincones grandes piedras redondas con manchas de sangre que habían dejado a su paso muchos ladrillos aplastados y rojos debajo de la capa de pintura amarilla. La mayoría de la guarnición se hallaba en los muros, sudando la gota gorda mientras cargaban y disparaban sin cesar, y una muchedumbre de colonos, hombres, mujeres y niños, se apiñaba al abrigo de los barracones, a la espera de que volvieran los botes.

La señora Erasmus se soltó del lomo de Temerario en cuanto se posaron en el suelo y se bajó sin apenas poner una mano en el arnés. El general Grey, que venía corriendo a saludar a los recién llegados, la miró asombrado cuando la mujer pasó a su lado sin decir ni una palabra.

—Ha ido a por sus hijas —le explicó Laurence mientras descendía de su puesto—. Debo sacarle de aquí enseguida, señor. La Allegiance no podrá defender el puerto mucho más.

—Pero ¿quién diablos es esa mujer? —quiso saber Grey. Entonces, Laurence comprendió que el vicegobernador no era capaz de identificarla vestida con sus ropas nativas—. Y malditos sean estos salvajes, sí. No podemos alcanzar a ninguno de esos bichos, ni con los cañones de pimienta. Vuelan demasiado alto. Si la plaza no cae al asalto, no tardarán en derribar los muros. Este sitio no se pensó para contener a tres compañías de dragones. ¿De dónde han salido todos?

Pero se volvió sin dar ocasión de responderle y se puso a dar órdenes a sus ayudantes para organizar el repliegue, una retirada formal y ordenada, donde los artilleros inutilizaban los cañones antes de marcharse, aunque solo unos pocos cada vez, y arrojaban al foso los barriles de pólvora.

Por suerte, el señor Fellowes ya había ido con el resto de la tripulación de tierra a la herrería a por el equipo de combate. Acudieron deprisa con todos los mosquetones disponibles.

—No podemos manejar la coraza si él no viene y la levanta, señor —anunció, jadeante, mientras sus hombres se ponían a ajustar algunas cinchas de los aparejos de Lily y del Celestial. Dulcia había vuelto al cielo y sus fusileros, ahora armados con fusiles de pimienta, abrían fuego a discreción para mantener agachado al enemigo al menos un poco más.

—Dejen el equipo —ordenó Laurence.

Necesitaban más la velocidad que la protección de una coraza, máxime cuando los asediadores de ahí fuera no disponían de cañones.

Temerario se agachó para que el primer grupo de soldados pudiera subirse a su aparejo. Los hombres acudían dando tumbos, guiados por sus oficiales, muchos de ellos estaban pálidos y sudaban a causa del miedo, otros parecían confundidos por el ruido y el humo. Ahora, Laurence se arrepentía amargamente de no haberle pedido al señor Fellowes a su vuelta de Oriente llevar más arneses de seda chinos, pues eso les habría permitido llevar a más gente de la prevista para una retirada. El número de viajeros para un peso pesado estaba estipulado en treinta, pero si hubiera habido un equipo adecuado, Temerario estaba en condiciones de llevar a más de doscientas personas en una sola carrera.

En vez de eso, lograron apretujarse de mala manera unos cincuenta hombres, y todos cruzaban los dedos para que el arnés aguantase un vuelo tan corto.

—Vamos a… —empezó a decir Laurence, cuya intención era garantizarles que tenía intención de regresar a por el resto, pero Dulcia profirió un grito de aviso.

El Celestial saltó justo a tiempo.

Tres alados enemigos habían usado una malla de soga gruesa para transportar una piedra bulbosa del tamaño de un elefante hasta dejarla caer sobre la delicada bovedilla del campanario, que se vino abajo en medio de un resonante repique; luego, el proyectil rodó hasta precipitarse contra el corto corredor de la entrada, aplastando mortero y ladrillo a su paso. El rastrillo gimió al combarse, y luego se precipitó hacia el suelo.

Temerario voló raudo hacia la Allegiance y dejó a los hombres en la cubierta de dragones, y tan pronto como le fue posible regresó a la costa. Los lanceros empezaban a atravesar el estrecho pasaje obstruido con cascotes y se lanzaban a la carga una y otra vez, arrostrando el cerrado fuego de fusilería congregado allí por Grey. Se disgregaron en grandes grupos y fueron rodeando los emplazamientos todavía defendidos hasta lanzarse sobre ellos y matar a los defensores con golpes secos y rápidos de lanza, cuyas hojas quedaron humedecidas y entintadas con sangre. Los cañones fueron silenciados uno tras otro y los dragones comenzaron a sobrevolar la zona como cuervos, a la espera de que sofocaran el último y así poder descender.

Temerario se encaramó a lo alto de un tejado y derribó a una docena de asaltantes con un simple revés de la pata. Soltó un gruñido.

—Los cañones, Temerario —le indicó Laurence a voz en grito—. Aplasta los cañones que han capturado…

Los atacantes se habían apoderado de tres cañones antes de que los inutilizaran los defensores y ahora intentaban disparar el primero de ellos contra el patio, donde podían alcanzar a Lily y a Temerario; este se limitó a plantar una de las patas delanteras en los edificios y lanzó el cañón y a seis hombres al otro lado de las castigadas almenas de ladrillo. La pieza salió volando por los aires y se hundió en las aguas del foso, los guerreros, impertérritos, se dejaron caer y luego subieron a la superficie y se pusieron a nadar.

Lily se posó detrás de ellos para llevarse a más fugitivos y soltó un gargajo de ácido: el segundo cañón comenzó a sisear y humear; el tubo se desplomó sobre el suelo, pues las gualderas y las cureñas sobre las que se apoyaba eran de madera, y esta se disolvía más deprisa que el metal, y empezó a rodar libremente como un bolo letífero, pues iba derribando hombres y extendiendo por todas partes el ácido, cuyas salpicaduras empezaron a sisear sobre la tierra y el ladrillo.

De pronto, la tierra se estremeció bajo sus pies con tal violencia que el Celestial dio un traspié y se vio obligado a apoyarse con las cuatro patas en el patio. Habían lanzado desde lo alto otra descomunal piedra y esta había destrozado una sección del muro exterior, en el extremo más alejado del patio, uno que, además, no estaba defendido. Una nueva oleada de asaltantes surgió de entre los restos de la muralla desmoronada y se fue a por los defensores, pero los hombres de Grey no eran lo bastante rápidos como para darse la vuelta y salirles al paso. Los lanceros cargaron contra los exiguos defensores de la entrada al castillo. Los fusileros acomodados en el lomo de Temerario mantuvieron un fuego granizado contra la avalancha de lanceros hasta que estos irrumpieron como una riada entre las filas inglesas y se enzarzaron en combate contra los soldados, que se defendían a bayonetazo limpio. A partir de ese momento se hizo un silencio extraño y los gemidos de los heridos y los moribundos así como el tenue gruñido de los hombres jadeando y forcejeando solo se vieron interrumpidos por algún disparo ocasional de mosquete o de pistola.

Una gran confusión imperó en el patio de armas, donde no estaban claras las líneas de retirada ni la de batalla, y por eso los hombres corrían en todas las direcciones: unas veces intentaban rehuir la batalla, otras pretendían trabar combate en un escenario atestado de bueyes, caballos, vacas y ovejas, todos muy asustados y mugiendo sin cesar. Los habían traído al castillo con la expectativa de que el asedio durase más, y los habían encerrado en un segundo patio más cercado, pero habían conseguido liberarse, enloquecidos por el estruendo de la lucha y el paso incesante de dragones por encima de sus cabezas. Ahora cruzaban el campo de batalla a toda velocidad y sin dirección fija. Una bandada de gallinas se desperdigó entre los combatientes, cacareando hasta que aquellos acabaron partiéndoles el cuello o las patas en el transcurso de sus forcejeos, salvo unas pocas que lograron salvarse al encontrar, por azar, una salida a los campos de entrenamiento.

Laurence se llevó una gran sorpresa al ver entre el gentío a Demane. El muchacho aferraba con auténtica desesperación la novilla que él le había prometido, pero esta mugía con fuerza y cargaba contra su frágil figura, empujándole hacia la melé de combatientes. Sipho se hallaba en la arcada de comunicación entre los dos patios de la fortaleza, con el rostro crispado por el terror, mordiéndose el puñito sin saber qué hacer, y luego, con repentina decisión, salió corriendo detrás de su hermano; este, mientras tanto, había alargado la mano en busca del ronzal del animal y tiraba del mismo.

Dos soldados estaban cosiendo a bayonetazos a un enemigo muerto cuando la novilla pasó arrastrándole. Uno de ellos se irguió y se limpió la sangre de la boca con una mano.

—Maldito ladronzuelo —gritó con voz entrecortada—, no puedes esperar a que seamos unos fiambres, ¿eh?

Demane lo vio, soltó la vaca, se lanzó en plancha y cubrió a su hermano con el cuerpo justo cuando la bayoneta iba a por ellos. No hubo tiempo de formular ninguna queja. El curso de la batalla llevó a los soldados en otra dirección y dejó a los dos cuerpecillos acurrucados en el suelo, cubiertos de sangre.

—Señor Martin —dijo Laurence en voz muy baja.

Martin asintió y palmeó el hombro de Harley. Juntos se soltaron del arnés y se lanzaron como balas al campo de batalla. Tomaron a los dos chicos y los llevaron hasta el aparejo para que los subieran. Demane estaba desmadejado mientras que Sipho, todavía embadurnado con la sangre de su hermano, sollozaba suavemente sobre el hombro de Harley.

Un puñado de lanceros había logrado llegar hasta los colonos congregados en los barracones y ahora estaba llevándose a cabo una matanza terrible y caótica: a veces, los atacantes separaban en masa a mujeres y niños, los inmovilizaban contra las paredes y los quitaban de en medio, por decirlo de alguna manera, y sin el menor reparo luego continuaban acumulando muertos a sus pies. Los colonos a su vez echaron mano a mosquetes y rifles y empezaron a disparar a todo lo que se movía, sin reparar en que fueran amigos o enemigos.

Los marinos acudieron con los botes vacíos en busca de más pasajeros, pero, viendo aquello, vacilaron a la hora de seguir, a pesar de las furibundas palabrotas del timonel, cuyas blasfemias flotaron sobre las olas hasta ser perceptibles desde tierra.

—Señor Ferris —gritó Laurence—, señor Riggs, hagan el favor de despejar ese espacio de ahí.

Y él mismo se deslizó al suelo para ocupar el puesto del teniente Ferris y hacerse cargo del embarque de los soldados fugitivos. Alguien le hizo entrega de una pistola y una cartuchera, todavía pringosas por la sangre del cuerpo al que se las habían quitado. Laurence se puso la segunda por encima del hombro y se apresuró a rasgar el papel de cartucho con los dientes. Un lancero acudió a la carrera y le encimó. Laurence desenfundó el sable y aprestó la pistola cargada, mas no tuvo ocasión de apretar el gatillo. Temerario se percató de la amenaza y chilló su nombre poco antes de acuchillar al hombre con las zarpas, aun cuando con ese movimiento hizo caer a tres soldados que intentaban sujetarse a su arnés.

Laurence apretó los dientes y optó por ocultarse detrás de las filas cerradas de su tripulación de tierra. Entregó la pistola al señor Fellowes para acelerar la subida a bordo de hombres ahora desesperados, pues los apremiaban por todos los lados, en el aparejo, ahora demasiado estirado.

Lily no podía transportar a tanta gente, así que despegó antes, se alejó un poco y cubrió de ácido al torrente de hombres que atravesaban el muro en ruinas, llenando el espacio vacío de humo y cuerpos que se retorcían aun después de muertos, pero ella debía dirigirse al barco y los supervivientes empezaron a derribar los muros para echar más escombros sobre los restos de ácido.

—Hemos embarcado a todos los colonos, señor, creo… —dijo Ferris, jadeando mientras regresaba. Llevaba una mano pegada al cinto y un corte profundo de color guinda brillante le corría por todo el brazo—. A los que quedan, quiero decir.

Laurence y los suyos habían despejado el patio y Temerario había causado una carnicería para cubrir a quienes aún usaban los cañones, pese a que solo quedaba un puñado de artilleros en activo, pero su fuego, aunque irregular, aún mantenía lejos a los dragones enemigos.

Los botes de la Allegiance se alejaban de la costa a toda velocidad, pues los marineros se estaban dejando la piel en los remos y remaban como posesos. Las barracas estaban cubiertas de sangre y los cadáveres de blancos y negros subían y bajaban en una espuma rosácea al ritmo marcado por el chapaleo de las olas sobre la arena.

—Suba a bordo al general, señor Turner —ordenó Laurence—, y haga el favor de señalizar «retirada total».

El capitán se volvió y ofreció la mano a la señora Erasmus para ayudarla a subir a bordo. Ferris la escoltaba por detrás y sus hijas seguían aferradas a las faldas de su madre, pero sus pichis estaban manchados de tierra y con marcas de hollín.

—No, capitán, gracias —rehusó ella. Él no la comprendió en un principio y se preguntó si no habría resultado herida o no había entendido que los botes se habían marchado, pero la viuda negó con la cabeza—. Kefentse está de camino. Le dije que iba a encontrar a mis hijas y le esperaría aquí, en el castillo, esa es la razón de que me dejara ir.

Él la miró fijamente, anonadado.

—Kefentse no puede perseguirnos, señora, no tan lejos, no más allá de la costa. Si acaso teme ser capturada otra vez…

—No —repitió ella con sencillez—. Nos quedamos, no tema por nosotras —añadió—: Los guerreros no van a hacernos daño, sería un deshonor manchar sus lanzas con la sangre de una mujer y, de todos modos, estoy segura de que Kefentse llegará aquí enseguida.

La Allegiance ya estaba levando anclas y sus cañones soltaban una andanada tras otra con renovados bríos para despejar los cielos antes de hacerse a la mar. En tierra, los últimos artilleros de las almenas habían abandonado sus puestos en las piezas y corrían como posesos hacia Temerario o hacia los últimos botes, aún a la espera, para escapar de una muerte segura.

—Debemos irnos, Laurence —dijo el Celestial en voz baja pero resonante al tiempo que giraba la cabeza de un lado para otro. Tenía la gorguera completamente extendida e incluso a pesar de estar en el suelo, tomaba oxígeno a bocanadas, dilatando el pecho en cada honda respiración—. Lily no puede contenerlos a todos ella sola. Debo acudir en su ayuda.

La Largario era toda su protección frente a los dragones enemigos; estos se mostraban muy cautos tras ver los efectos de su ácido a corto alcance, pero la estaban rodeando y en cuestión de unos momentos la harían aterrizar o alejarse de ahí, de forma que podrían caer todos juntos sobre Temerario mientras se quedaban en tierra, donde era vulnerable.

Un torrente de nuevos lanceros irrumpió en el patio a través de los terrenos conquistados. Se mantenían fuera del alcance del Celestial, por supuesto, pero se extendían a lo largo del muro más lejano formando un semicírculo alrededor de Temerario y aunque uno a uno no suponían peligro alguno para él, si cargaban todos a la vez con las azagayas podrían obligarle a levantar el vuelo y, muy astutamente, con esa previsión, los dragones enemigos maniobraban alrededor de Lily para perfilarse en posturas adecuadas y a más baja altura, listos para recibirle con las garras. No había tiempo para convencerla de lo contrario y, de todos modos, cuando la miraba a la cara tampoco tenía claro que persuadirla fuese a ser tarea fácil.

—Señora, su marido…

—Mi esposo ha muerto —replicó ella con aire tajante—, y mis hijas crecerán aquí como hijas orgullosas de los tsuana y no como pordioseros en Inglaterra.

No pudo replicar a eso. Ella era una viuda y solo debía velar por sus intereses. Él no tenía derecho a imponerle nada. Miró a las pequeñas pegadas a las faldas de su madre, estudió sus rostros demacrados y chupados, estaban demasiado cansadas como para tener miedo por más tiempo.

—Hemos acabado, señor —anunció Ferris a la altura de su hombro, mirándolos con ansiedad.

Ella dirigió al silencioso capitán un asentimiento de despedida y se inclinó para aupar a la pequeña a su regazo mientras pasaba un brazo por encima del hombro de la mayor. Las llevó en busca del abrigo que proporcionaba el porche cubierto de la residencia del gobernador, que se alzaba extrañamente intacta en medio de los restos sangrientos de la batalla, y con cuidado se fue abriendo camino entre los cadáveres desmadejados que abarrotaban los curvos escalones.

—Muy bien —aceptó Laurence, se dio la vuelta y subió a bordo de Temerario.

No había tiempo para más. El Celestial se encabritó sobre las patas traseras y mientras despegaba del suelo soltó un rugido para hacerse hueco. Los alados africanos se dispersaron alarmados ante el viento divino. Los más próximos chillaron de dolor mientras caían; entre tanto, Dulcia y Lily se unieron a él para describir juntos una curva que iba a llevarlos hacia la Allegiance, cuyas velas solo eran ya una amplia mancha de lona blanca recortada en el océano, pues la nave había abandonado el puerto y se adentraba en el Atlántico.

En el patio, los dragones habían empezado a posarse en las ruinas para apoderarse del ganado que corría libre. La señora Erasmus permanecía de pie, muy erguida, en lo alto de las escaleras, estrechaba a las niñas pequeñas entre los brazos y las tres miraban hacia lo alto, pues Kefentse ya volaba sobre las aguas en dirección a ellas y las llamaba a gritos con voz jubilosa.