Kefentse los depositó rudamente dentro de una de las pequeñas grutas excavadas en la pared de la garganta. No cabía en el interior, así que se limitó a permanecer suspendido encima de la caverna mientras desanudaban el aparejo. Todos fueron dando tumbos hasta acabar amontonados en el suelo en un amasijo de miembros, aun cuando seguían estando atados. El dragón se alejó de inmediato, llevándose con él a la desdichada señora Erasmus, y les dejó a ellos la tarea de desatarse a pesar de no contar con ningún filo o reborde sobre el cual frotar las lianas, pues la caverna tenía unas paredes completamente lisas. Los cadetes Dyer, Roland y Tooke tenían las manos más menudas y acabaron por zafarse de las ataduras y ayudaron a desatarse a los demás.
Los treinta miembros de las cuatro tripulaciones permanecían juntos, no estaban hacinados ni podían calificar las circunstancias de su encierro con el adjetivo de cruel: no habían escatimado paja seca para suavizar los rigores de un suelo de roca duro y la cámara se mantenía fresca y agradable a pesar del bochorno imperante en el exterior.
En la parte posterior de la cámara habían tallado en la piedra una suerte de excusado; debía de estar conectado a un sistema de evacuación de aguas fecales situado en algún punto debajo de donde estaban, pero la abertura era mínima y la habían practicado en roca sólida: no había forma de escapar por allí. También allí detrás había un pequeño estanque cuyas aguas se renovaban continuamente gracias a un canal goteante. El agua llegaba hasta la cintura y un nadador podía dar varias brazadas. No iban a morir de sed, eso desde luego.
Resultaba una prisión poco común al no haber guardias ni barrotes en la puerta, pero era tan inexpugnable como una fortaleza. No había ni un solo escalón tallado en la piedra que condujera a su caverna, no había nada, salvo la descomunal garganta de debajo. Por otro lado, la escala de todo el conjunto, incluyendo las nervaduras talladas del altísimo techo abovedado, era descomunal, hacía de aquel recinto un compartimento cómodo para un dragón de peso ligero, que se sentiría a gusto en aquel entorno espacioso y aireado, pero en ellos surtía el efecto de hacerles sentir más liliputienses que niños cómodamente instalados en una casa de gigantes, máxime cuando las dotaciones habían menguado de forma drástica y sustancial.
Dorset estaba vivo. Tenía un considerable moratón en una de las mejillas y de vez en cuando se apretaba un costado con la mano, como si tuviera alguna costilla rota o le costase respirar.
—El señor Pratt ha muerto, capitán. Estoy completamente seguro de eso, lo siento. Intentó ponerse delante de la señora Erasmus para protegerla y la bestia esa le abrió en canal.
Se trataba de una pérdida dolorosa, pues el flemático armero tenía una fuerza tan inmensa como sus aptitudes.
No existía forma de tener certeza sobre la totalidad de sus bajas. Hobbes había muerto a la vista de todos y Laurence había visto muerto a Hyatt, el guardiadragón de Chenery, y el teniente de este, Libbley, creía haber visto el cadáver de Waley, pero aquella primera noche habían tenido una docena de desaparecidos. Ignoraban su destino: unos estaban demasiado enfermos y mareados para ser reconocidos con tan poca luz, algunos habían quedado tendidos en el campo de batalla, pero otros estaban desaparecidos sin más, y ellos esperaban que hubieran aprovechado la confusión generalizada para escabullirse y al menos poder dar alguna débil pista. No había nadie que pudiera dar razón del destino de Micah Warren.
—A Dios le pido que Sutton tenga el sentido común de volver directamente a El Cabo —declaró Harcourt—. Nadie va a imaginarse que nos han traído tan lejos. Van a dejarse la piel para no localizar ni un solo rastro. Debemos encontrar la forma de hacerles llegar alguna noticia por lo menos. Nuestros captores sabían algo de armas de fuego, ¿os habéis dado cuenta? Tienen que comerciar con alguien, ha de haber mercaderes tentados de venir aquí, esta gente tiene tanto marfil que no sabe qué hacer con él… o no construirían la cara exterior de las paredes con ese material.
Se aventuraron con suma prudencia al borde de la boca de la cueva para echar otra mirada a las gargantas. La primera impresión de esplendor e inmensidad perduró, pero quizá no con la misma intensidad. La fachada de su prisión se hallaba lejos de las cascadas y cerca del confín de la zona habitada de las gargantas, y era de simple roca aunque había sido pulida hasta quedar tan lisa que un mono no habría logrado trepar por ella.
Chenery se tumbó sobre el saliente y se estiró hacia abajo todo lo posible para frotar la superficie con la mano. Se incorporó descorazonado.
—No hay ni un asidero para los dedos. No vamos a ir a ninguna parte como no nos crezcan alas.
—Entonces, más nos valdrá descansar mientras podamos —zanjó el asunto la capitana con tono práctico—. Y ahora, caballeros, sean tan amables de darse la vuelta. Voy a darme un baño.
Se despertaron a primera hora de la mañana, y no por ser objeto de alguna visita, pues nadie acudió a verlos, sino por culpa de un ruido horrísono que fácilmente podía compararse con el de un enjambre de abejas en permanente estado de agitación. El sol aún no se había filtrado en las curvas de los sinuosos cañones, aunque en lo alto, el cielo había adquirido ya ese tono azul intenso tan propio de la media mañana y una fina bruma seguía suspendida junto a la boca de la caverna.
Un par de dragones se dedicaron a realizar un peculiar ejercicio en medio de la garganta: volaban de un lado para otro y se turnaban a la hora de tirar de lo que tenía pinta de ser un cabo grueso enrollado alrededor de un eje metálico ciclópeo que giraba sin cesar. El otro extremo del eje se hallaba hundido en las profundidades de una cueva solo ahuecada en parte. El zumbido penetrante provenía de esa caverna, y también de ella salían ráfagas de polvo y piedra caliza espolvoreada, moteando la piel de los alados hasta el punto de que parecían ir recubiertos con una gruesa tela ocre. De vez en cuando, los dos ladeaban la cabeza y estornudaban con tremenda fuerza sin perder el ritmo en ningún momento.
Un gran chasquido anunció un avance del taladro y de la pared salieron sueltos guijarros y grandes cascajos que se precipitaron por la boca de la cueva hasta caer sobre un enorme saco estirado en un armazón, allí dispuesto para recoger los cascotes. Los dragones encargados de la perforadora hicieron una pausa en su trabajo y retiraron su herramienta. Uno de ellos se encaramó a lo alto de la garganta, en una zona sin pulir, y aguantó el mecanismo en suspensión; entre tanto, el otro se encaramó al saliente y se puso a sacar guijos, cascajos y demás piedras diseminadas por allí. Un tercer dragón más pequeño huroneó por la garganta y descendió en cuanto la operación hubo terminado para llevarse el saco cargado y dejar que ellos pudieran retomar la tarea.
Trabajaron con denuedo a lo largo de toda la mañana y a mediodía abandonaron sus quehaceres, amontonaron el material de trabajo dentro de la caverna, incluido el enorme taladro, y fueron recogiendo hombres conforme iban ganando altura. Los trabajadores no llevaban ningún tipo de arnés, pero saltaban con total indiferencia y se subían a los lomos, las alas o las patas, aferrándose a las muchas cuerdas o simplemente se sentaban y esperaban ser llevados lejos de la garganta, hacia la zona más habitada.
Seguía sin acudir nadie. Conservaban en los bolsillos algo de galleta y unos cuantos frutos secos, pero en total no había ni para que comiera un hombre. Presionaron a Catherine para que los comiera y aunque al principio se negó con desdén, Dorset insistió y lo planteó como un simple asunto médico.
Los hombres no regresaron, pero una partida de dragones hizo acto de presencia. Los vieron sobrevolar el lado opuesto de la garganta. Cada uno llevaba una gran carga de madera y la dejaron caer sobre una hoguera no menos grande. Uno de ellos agachó la cabeza y sopló una llamita para encender la hoguera. Tal vez no fuese un gran chorro de fuego, y de hecho no lo era, pero nadie iba a increparle por eso.
—Es una lástima —dijo Chenery, quitándole importancia.
Se apenaron mucho más cuando aparecieron otros dos congéneres y trajeron lo que, a juzgar por su aspecto, eran pedazos de tres o cuatro elefantes; venían ya troceados y ensartados en largos espetones de hierro con el fin de poder asarlos. El viento soplaba en su dirección, trayendo todo el olor a las cuevas. Laurence tuvo que enjuagarse los labios un par de veces con el pañuelo, pero ni siquiera al fondo de la caverna había refugio contra el tormento de un olor tan delicioso. Resultó descorazonador ver cómo los dragones, una vez terminó de hacerse la carne, lanzaron los trozos churruscados y partidos a la densa selva que cubría el suelo del fondo. Los desanimó aún más oír los gruñidos y rugidos de satisfacción que la comida levantó entre la espesura, donde debía de haber leones o tal vez perros salvajes: un nuevo obstáculo ante cualquier intento de fuga.
Transcurrieron unas dos horas más por el reloj de arena que Turner había logrado salvar tras el desastre de la captura y empezó a oscurecer. Los dragones se acercaron a muchas de las sencillas bocas de cueva próximas con aparejos llenos de hombres y los dejaban caer en ellas exactamente igual que había ocurrido con los aviadores.
Los dragones tenían una suerte de truco consistente en apoyar las patas traseras sobre los lados de la cueva y fijar las delanteras en unos resaltes tallados encima de la abertura mientras los jinetes desenganchaban el aparejo; de ese modo, no tenían que meterse en ninguna de aquellas cavernas más pequeñas. La solución guardaba una cierta similitud con los pasajeros de dragones que Laurence había visto en China, salvo por un desprecio absoluto hacia la comodidad de los pasajeros en las redes.
Cuando terminaron todas esas entregas, un dragoncito descendió hacia donde estaban ellos con muchas cestas colgadas en el lomo. Se detuvo en todas y cada una de las entradas de las cuevas, dejando unos cuantos fardos en cada una hasta que, por fin, llegó a la suya. Había un único hombre sobre su lomo. Su cometido consistía en evaluar el número de cautivos y desatar algunas cestas, en su caso fueron tres, antes de echar a volar de nuevo.
Cada una contenía una fría y densa masa de gachas de sorgo cocinada con leche. Llenaba el estómago aunque no fuera gran cosa y la cantidad fuese menos de lo deseable.
—Una cesta por cada diez hombres. En esa cueva grande de ahí debe de haber unos cincuenta presos —concluyó Harcourt tras efectuar un recuento de cuevas—. Deben de tener unos mil hombres diseminados por aquí.
—Una verdadera Newgate[12], pero menos húmeda, lo cual es de agradecer —apuntó Chenery—. ¿Supones que tienen intención de vendernos? Sería una solución estupenda si conseguimos que nos envíen a El Cabo y no a un puerto francés. Si a ellos no les viniera mal…
—Quizá vayan a comérsenos —sugirió Dyer con aire pensativo. Su voz aflautada sonó con absoluta claridad en toda la cueva y aunque todo el mundo tenía la atención fija en la cena, se quedaron todos quietos.
—Ese es un pensamiento de lo más morboso, señor Dyer —repuso Laurence, desconcertado—. No quiero oír más especulaciones de esa naturaleza.
—Señor, sí, señor —contestó el cadete con sorpresa, pero se centró de inmediato en la comida sin ningún signo especial de consternación. En cambio, otros jóvenes alféreces se pusieron verdes y necesitaron más de un minuto antes de que el apetito voraz se impusiera a sus escrúpulos del momento.
El sol proyectaba una marca de luz en la pared de enfrente y dicha línea iba subiendo con el correr de las horas hasta que desapareció en lo alto. La oscuridad llegaba pronto a la estrecha garganta. Se tendieron a dormir a falta de nada mejor que hacer a pesar de que el sol todavía brillaba en el cielo azul.
Tras pasar una noche incómoda en aquella oscuridad, a la mañana siguiente el terrible zumbido del taladro quedó amortiguado de repente.
—Señor, señor —le llamó al oído Dyer con voz entrecortada.
Kefentse estaba ahí. Había metido la cabeza todo lo posible en la cueva, y con eso había impedido el paso tanto de la luz como del ruido. La señora Erasmus le acompañaba, aun cuando resultaba difícil reconocerla ataviada con ropas nativas y tan cargada de adornos como si hubiera peligro de que saliera volando: pendientes, ajorcas con forma de serpientes enroscadas en las muñecas y los antebrazos, un gran collar hecho con piezas de oro, marfil, jade verde oscuro y rubí, cuyo valor rondaría las cincuenta mil libras por lo menos, y una esmeralda del tamaño de un huevo fijada con hilo de oro a su gran turbante de seda.
Habían visto muchas mujeres nativas desde la boca de la cueva, la mayoría de las veces mientras acarreaban agua y ponían ropa a tender sobre las escaleras. Vestían una falda de cuero que les llegaba hasta la rodilla e iban con los pechos al aire, más que suficiente para centrar el interés de los jóvenes oficiales. Tal vez la ropa fuera diferente o ella había logrado convencerlos para que le dieran otras prendas más púdicas, pues lucía una larga falda de sencillo algodón blanco y encima de esta una blusa de brillantes colores elaborada con mucho detalle a la altura de los hombros.
Requirió una mano que la ayudara a bajar del lomo de Kefentse.
—Me habrían hecho ponerme más cosas si eso no me hubiera impedido andar. Es propiedad de la tribu —explicó al ver las miradas fijas en su apariencia. Se trataba de una evasiva, y la incomodidad de su expresión lo confirmaba. Tras un momento de pausa, añadió en voz baja—: Lo siento. Kefentse ha venido para llevar a nuestro líder a presencia del rey.
Harcourt empalideció, pero se recompuso enseguida.
—Yo soy la oficial superior, señora. Pueden llevarme.
—Antes puede irse al diablo el dragoncito ese —saltó Chenery—. Laurence, ¿lo echamos a suertes tú y yo?
Chenery echó mano a una ramita de junco, la partió en dos y las puso una en cada mano: eran iguales a la vista, pero una más corta que la otra en la parte oculta por la mano.
Al menos fue bastante más cómodo verse transportado en la zarpa del dragón, y no como antes, en el aparejo. Laurence tenía la sensación de presentarse ante el rey de forma decorosa, pues la inactividad y el calor solo le habían dejado una cosa: tiempo, y gracias a ese estanque tan conveniente, había dispuesto de agua para humedecer la casaca lo mejor posible, lavar los pantalones y la camisa de lino. No iba afeitado, pero no podía hacer nada a ese respecto.
El rugido de la cascada aumentó a ritmo constante, al igual que la frondosidad de la jungla situada debajo hasta que doblaron por fin una curva de la garganta muy próxima a las cataratas, donde se extendía un gran atrio con una anchura tres veces superior a la de las otras entradas, y, de hecho, el acceso contaba con pilastras de sujeción. Kefentse se lanzó hacia abajo, se metió dentro e hizo una parada lanzándolo de manera poco ceremoniosa, al hundir las garras en el suelo húmedo, donde depositó con mucho más cuidado a la señora Erasmus.
Laurence ya se había preparado para alguna indignidad de ese tipo, así que se puso en pie sin irritarse demasiado, y una nueva preocupación se llevó todo posible enfado: habían instalado hacía poco, o eso parecía, una improvisada mesa de trabajo junto al muro derecho de la cámara, al lado del cual descansaban los rifles arrebatados a los aviadores y entre sesenta y setenta mosquetes más dispuestos sobre esteras de junco en diferentes estadios de montaje y reparación, y lo que era peor, cañones de seis libras. Un reducido grupo de hombres trabajaba con las armas; apartaron un mosquete y en voz baja pero áspera formularon preguntas a un hombre sentado con desánimo en un escabel puesto delante de la colección. Estaba de espaldas al capitán inglés, por lo que este veía perfectamente la espalda cubierta de verdugones ensangrentados sobre los que se arracimaban un montón de moscas.
Un joven alto supervisaba el trabajo con gran atención, pero cuando se posó Kefentse desatendió su quehacer y se acercó hacia ellos. Una sombra de pesar parecía cubrirle el rostro alargado, pero esa impresión la causaba el ángulo de los pómulos, como los de un sabueso, y no una emoción real. La nariz parecía esculpida y tenía una boca grande rodeada por una barba negra bien recortada. Contaba con una pequeña escolta de guerreros de pecho descubierto, ataviados con unas faldas cortas de cuero y armados con azagayas de mango corto. Él se distinguía de los demás por la capa de piel de leopardo y un grueso collar de oro con flecos hechos con garras de algún gran felino. Era un hombre hercúleo y muy perspicaz a juzgar por la mirada.
Laurence le hizo objeto de una reverencia, pero el joven le ignoró y miró al lado opuesto del gran hall cuando entró procedente de una cámara contigua una gran criatura de piel dorada y broncínea con la parte inferior de las alas revestidas de púrpura, el color de la realeza. Venía tan preparada para la batalla como un cruzado: pesadas placas de hierro le cubrían los puntos vulnerables del pecho y protegía el vientre con una fina malla; asimismo, unas fundas metálicas le cubrían las púas de la columna y las garras, aun cuando las últimas presentaban pequeñas manchas de sangre. La señora Erasmus le puso en antecedentes: ese era el rey Mokhachane y su hijo mayor Moshueshue.
¿Rey o reina? Laurence estaba hecho un lío. Se hallaba a una distancia de medio cuerpo y el soberano se parecía bastante a una hembra sentada en el suelo como una esfinge con la cola enrollada alrededor de los flancos. Mokhachane clavó sus fríos ojos ambarinos en Laurence.
Trajeron un trono de madera y lo situaron junto a la dragona, para que el joven Moshueshue tomase asiento. Varias mujeres mayores se situaron detrás y se sentaron en escabeles de madera, lo cual las identificaba como esposas del rey.
Kefentse humilló la cabeza en señal de respeto y comenzó a hablar. Estaba dando su versión de la captura y el viaje, era obvio. La señora Erasmus mostró un enorme coraje al atreverse a discutir algunos puntos en defensa de los aviadores al tiempo que intentaba hacer comprender a Laurence la naturaleza de las acusaciones formuladas contra ellos. El hecho de haber robado medicinas cultivadas para uso de los súbditos del rey era la menor de todas. Los acusaban de haber invadido el territorio en compañía de sus ancestros, pues Kefentse tenía por tales a los dragones ingleses, y estaban en connivencia con los enemigos de la tribu para raptar niños, y una de las pruebas de esta acusación era que viajaban en compañía de un hombre de Lunda, y eran todos unos notorios esclavistas.
La señora Erasmus se calló durante unos instantes y luego aclaró con voz quebrada:
—Se refiere a mi marido.
No continuó traduciendo de inmediato. Se llevó un pliegue del vestido al rostro y Kefentse se agachó ansiosamente para mirarla y dijo algo con voz melodiosa, y siseó al inglés cuando este le ofreció el brazo para que se apoyara.
—Nos llevamos la medicina movidos solo por la necesidad, pues nuestros dragones estaban enfermos, e ignorando en todo momento que esos hongos estaban cultivados —alegó el británico, sin saber muy bien cómo defenderse.
Habían llevado dragones hasta allí y era un oficial en acto de servicio, eso no podía negarlo. Todo aquel montaje parecía preparado para hacer una reivindicación territorial. Tanto británicos como holandeses iban a llevarse una sorpresa mayúscula al saber que hasta la llegada de la formación de dragones su colonia no merecía atención alguna y si la invadían era de manera fortuita.
Y él tampoco tenía modo de justificar la práctica de la esclavitud ni de negar que esta existía entre el hombre blanco, aun cuando sí aprovechó para rebatir algunas acusaciones formuladas contra ellos.
—No, por Dios, por supuesto que no nos los comemos.
Pero no podía hacer mucho más.
El terrible incidente del Zong, cuyo capitán arrojó a más de cien esclavos por la borda para ahorrar dinero, eligió tan inoportuno momento para venirle a la mente, y su país le hizo sentir tanta vergüenza y culpa que le salieron coloretes en las mejillas, y ese sonrojo hizo pensar a sus interlocutores que les mentía, si es que no lo pensaban ya de antes.
Laurence solo podía repetir que él no era esclavista, pero tampoco le sorprendió descubrir que esta alegación no causaba demasiado efecto en ellos, ni siquiera después de que la señora Erasmus les hubiera hablado de la completa inocencia de su esposo. La censura ante la esclavitud superaba en mucho a la valoración de conductas personales. No levantó compasión ni la enfermedad dragontina que los había empujado a buscar el remedio. Laurence percibió que les importaba tan poco como merecía la causa, ya que ellos no distinguían entre los británicos y sus dragones, y todos los intentos del militar por explicárselo solo conseguían hacerles enfadar más.
Mokhachane se volvió y en respuesta a una seña hecha con el rabo, los guardias condujeron al aviador al fondo de la estancia, donde estaba esa mesa baja de gran tamaño, pues aunque no le llegaba a la rodilla, tenía casi cuatro metros de longitud y un espacio hueco con una hondura de unos treinta centímetros, algo así como una vitrina, en cuyo interior descansaba una extraña escultura con la forma del continente africano. Aquello era un mapa, ocupaba la mesa un enorme mapa donde los relieves más gruesos representaban las altas mesetas; las dunas estaban hechas con polvo de oro, las montañas con bronce, los bosques con esquirlas de jade y los ríos con plata. Y con gran desánimo se percató de un plumón blanco usado para representar las cataratas: estaban casi a medio camino entre la punta del continente, donde se hallaba Ciudad del Cabo, y la aguda prominencia del Cuerno de África. Ni en sus peores pesadillas había imaginado que los habían llevado tan al interior.
No le permitieron examinar esa parte durante mucho tiempo y en vez de eso le llevaron al otro extremo del mapa, ampliado recientemente a juzgar por la madera más oscura y porque muchas secciones solo estaban dibujadas con cera. Al principio, no acertó a adivinar de qué se trataba, pero poco a poco, guiándose por la posición relativa, cayó en la cuenta de que el óvalo de agua situado sobre África debía ser el Mediterráneo. Entonces comprendió que aquello pretendía representar a Europa. Los contornos de España, Portugal e Italia estaban desfigurados y todo el continente en sí se hallaba apretujado. La propia Inglaterra no era sino unos bultitos blancos en la esquina superior. La representación en relieve de los Alpes y los Pirineos era correcta a grandes rasgos, pero el Rin y el Volga serpenteaban de un modo extraño y tenían una longitud inferior a la que él estaba acostumbrado a ver en los mapas.
—Le piden que lo dibuje correctamente —le tradujo la señora Erasmus.
Uno de los hombres del príncipe le tendió un estilete. El aviador se lo devolvió. El hombre repitió las instrucciones en su propia lengua de forma muy exagerada, como si Laurence fuese un niño corto de entendederas y de nuevo intentó que cogiera el estilete.
—Le pido perdón, pero no voy a hacerlo —insistió el oficial, quitándose de encima la mano.
El hombre habló a voz en grito y de pronto le cruzó la cara. Laurence apretó los labios y no dijo nada a pesar de que el corazón le latía desbocado a causa de la furia. La señora Erasmus se volvió y habló con urgencia a Kefentse, pero este negó con la cabeza.
—Me han hecho prisionero en lo que debo considerar un acto de guerra. En semejantes condiciones, debo negarme a responder todo tipo de preguntas —explicó Laurence.
Moshueshue meneó la cabeza mientras el rey dragón bajaba la suya y fulminaba con la mirada al aviador desde tan cerca que este pudo apreciar que lo que había tomado por colmillos en Kefentse eran una especie de joyas: unos anillos de marfil ribeteados de oro fijados en el labio superior como si fueran aretes. La dragona abrió la boca: le soltó un chorro de aire caliente y le enseñó los dientes, pero Laurence estaba demasiado acostumbrado a Temerario como para que eso le asustara lo más mínimo. Mokhachane echaba chispas por los ojos cuando echó hacia atrás la cabeza.
El rey habló con frialdad y la viuda del reverendo tradujo:
—Fuiste apresado en nuestro territorio como ladrón y como esclavista, vas a responder… o le azotarán, capitán —añadió ella.
—Ni la brutalidad ni otras malas prácticas van a alterar mi determinación —respondió el aviador—. Y le pido perdón si se ve usted forzada a presenciarlo, señora.
Esta respuesta solo sirvió para provocarla más. Moshueshue apoyó una mano en la pata del rey y le habló en susurros, pero el pelaje de la dragona se erizó de impaciencia y se desentendió de él para continuar hablando. Soltaba un ruido sordo que la señora Erasmus solo era capaz de entender y traducir en parte.
—¿Tú nos hablas de malas prácticas?, invasor, secuestrador… Vas a contestar u os daremos caza y romperemos todos los huevos de vuestros ancestros —concluyó, e hizo resonar su cola contra su propio lomo antes de impartir órdenes.
Kefentse extendió una pata de delante para que subiera la señora Erasmus, esta dirigió a Laurence una mirada de preocupación antes de que se la llevaran a toda prisa. A él le habría encantado pensar que se trataba de una medida innecesaria, pero enseguida le sujetaron por los brazos y le rasgaron la casaca y la camisa para dejar al descubierto el centro de la espada; luego, le obligaron a arrodillarse con los jirones todavía colgando de los hombros.
Fijó la mirada más allá del arco de la entrada, desde donde se advertía uno de los más hermosos panoramas que había contemplado en la vida: más allá de las cataratas, el sol naciente aún flotaba bajo en el cielo y refulgía pequeño y desdibujado tras los jirones de la neblina. Los blancos chorros de agua pulverizada rugían sin cesar más allá del borde, las ramas de los árboles, entrelazadas unas con otras, se estiraban en busca del líquido elemento desde las paredes del cañón donde habían echado raíces y una gasa de color parecía insinuar un arcoíris que se negaba a dejarse ver, pero seguía allí, en el filo de lo visible. Los hombros le dolieron cuando empezaron a azotarle.
Había visto a hombres capaces de encajar doce latigazos sin proferir ni una sola queja, muchas veces los habían azotado por orden suya. Casi todos eran marineros rasos y si ellos habían aguantado, él también. Se lo recordaba después de cada azote, pero, sin embargo, cuando la cuenta llegó a diez, el argumento perdió solidez y lo pasó fatal para soportar el castigo en silencio, algo que hizo de un modo más instintivo y animal, pues el dolor no cesaba entre un latigazo y otro, solo iba y venía. De pronto, el flagelador hizo un mal movimiento y golpeó al hombre que sujetaba el brazo derecho de Laurence. A juzgar por cómo chasqueó, debía de haberle dado en la mano. El tipo maldijo de buena gana al verdugo. El látigo no desgarraba la piel, pero los verdugones estallaron al cabo de un tiempo, y la sangre le corrió por las costillas.
El aviador permanecía consciente cuando otro dragón le llevó de vuelta a la caverna, pero se hallaba en otra realidad, con la garganta en carne viva e incapaz de articular palabra. Laurence lo agradeció, o debería haberlo hecho, pues de lo contrario hubiera vuelto a gritar cuando le pusieron las manos encima y le depositaron en el suelo boca abajo, incluso aunque no le tocaran la espalda desgarrada. Le dolía hasta el último nervio. No logró conciliar el sueño y se sumió en un torpor intelectual que le nublaba el pensamiento hasta dejarle al borde del colapso.
Le humedecieron los labios con agua y Dorset le ordenó beber con voz tajante. El hábito de la obediencia le llevó a hacer el esfuerzo. Luego, volvió a sumirse en aquel sopor, consumido por un calor sofocante. Le pareció que le dieron de beber en un par de ocasiones más antes de amodorrarse de nuevo. Soñó que se le llenaba la boca de sangre salada y se puso a jadear hasta que acabó despertándose a medias, justo a tiempo de ver a Dorset queriendo administrarle un caldo frío a través de un improvisado embudo. Se durmió una vez más y erró entre los sueños de la fiebre.
—Laurence, Laurence —le llamó Temerario, cuya voz apagada se abrió paso entre la niebla.
Ferris empezó a sisearle al oído:
—Despierte, capitán, debe despertarse, él le cree muerto, señor.
Había tal carga de miedo en la voz del teniente que Laurence intentó hablar para consolarle un poco, aunque los labios se negaban a articular bien las sílabas, pero el sueño le atrapó de nuevo en medio de un terrible rugido.
Le pareció que temblaba la tierra.
Y después todo se sumió en la confortable negrura de la inconsciencia.