Laurence dio un traspié cuando unas manos tiraron de él y le arrastraron hasta ponerle de pie, pero las piernas no le respondían y se le doblaron cuando le dieron un empujón a resultas del cual cayó en el suelo cuan largo era junto a los demás prisioneros, rudamente sujetos a un aparejo muy similar a la malla que ellos usaban en la zona ventral de los dragones, aun cuando a tenor de la bastedad de la cuerda y el diseño, se hizo pensando más en sujetar equipaje que en llevar pasajeros. Jalaron el aparejo al que estaban sujetos con cuatro grandes tirones, y los dejaron suspendidos en el aire a la altura del vientre del dragón; las extremidades colgaron metidas un poco al azar en los huecos de un extremo de la red mientras en el otro se apretujaban los cuerpos. El aparejo estaba suelto y oscilaba dando grandes sacudidas al menor cambio de dirección, de altura o del viento.
No pusieron guardia alguno para vigilarlos ni ninguna otra restricción, pero, sin embargo, los inmovilizaron a conciencia, y no tuvo oportunidad de conversar ni de cambiar de posición. Le había tocado estar abajo en el cordaje, con el rostro clavado en las cuerdas ásperas y rasposas que de vez en cuando le despellejaban la piel, pero estaba satisfecho del lugar que le había tocado en suerte, a pesar de los grandes bamboleos de la malla y de los hilos de sangre que le caían encima, pues disponía de aire en abundancia.
Dyer estaba empotrado contra su costado. Laurence rodeó al muchacho con el brazo para sujetarle, pues el aparejo del dragón era algo irregular y las cuerdas se movían tanto que fácilmente podía deslizarse y matarse.
Los heridos estaban allí con todos los demás. Laurence tenía clavado en el brazo el mentón de un guardiadragón de Chenery, y el joven presentaba graves heridas causadas por garras de dragón; por la comisura del labio iba escapándosele un hilo de sangre que le empapaba la tela de la camisa. El infortunado murió en algún momento de la noche y poco a poco, mientras devoraban los kilómetros, el cuerpo se puso rígido por efecto del rígor mortis.
El capitán no era capaz de distinguir a nadie de entre quienes tenía a su alrededor, solo la presión anónima de una bota al final de la espalda o una rodilla apretujada contra la suya, a resultas de lo cual la pierna se le había doblado hacia atrás.
Había logrado vislumbrar fugazmente a la señora Erasmus en la tremebunda confusión de su captura, cuando les arrojaron las redes desde los árboles. La llevaban a rastras, sí, pero estaba viva. El destino de Catherine pesaba en su ánimo sobremanera y aunque no le gustaba pensar en ello, poco más podía hacer.
Sus captores no hicieron alto alguno, así que durmió, o al menos se sumió en un estado más distante del mundo que la vigilia, a pesar de las ráfagas de viento que le azotaban el rostro, mecido por el balanceo del aparejo, no muy diferente del movimiento gemebundo de un barco anclado en un agitado mar de través. Poco después del alba, el dragón desplegó al máximo las alas para poder planear con el viento mientras descendía, igual que los pájaros, y se posó en medio de grandes sacudidas. Dio varios brincos sobre el suelo con los cuartos traseros antes de apoyarse sobre las cuatro patas.
Soltaron el aparejo de forma ruda y los fueron cogiendo a tientas con enorme rapidez. Sus captores se libraron de los cadáveres y azuzaron a los vivos con golpes propinados con la contera de la lanza. Laurence no fue capaz de levantarse cuando tuvo toda la libertad del mundo para hacerlo, pues al recobrar la circulación sintió las piernas acalambradas consumidas por el fuego, pero alzó la cabeza y tuvo ocasión de ver a Catherine a poca distancia de allí, tendida sobre la espalda. La mejilla no embadurnada por la sangre estaba blanca, y tenía los ojos cerrados. Su casaca presentaba dos grandes rasgaduras cerca del brazo, pero se la había abotonado. Seguía llevando los cabellos recogidos en una trenza, mas no había indicio alguno de que la hubieran identificado como mujer.
No hubo tiempo para nada más. Les humedecieron el rostro con un poco de agua, acondicionaron el aparejo del alado y volvieron a subirlo y ajustarlo con enérgicos y veloces tirones. Y reemprendieron el viaje. El movimiento resultó peor a la luz del día: ahora iban menos cargados y se balanceaban de más ante el menor cambio de dirección o la mínima ráfaga de aire. Se endurecía mucho el estómago en el Cuerpo, pero aun así, una bilis de olor acre bajaba chorreando a través de la melé de cuerpos. Laurence respiró por la boca todo lo posible y giró el rostro hacia las cuerdas cuando le llegó el turno de vomitar.
No volvió a conciliar el sueño ni el viaje se interrumpió hasta el anochecer, cuando acompañaron al sol en su descenso. Al menos, en esta ocasión los sacaron del aparejo de uno en uno o en parejas y los ataron de pies y manos, formando una cadena humana. Los sujetaron a un par de árboles situados en extremos opuestos del claro y les dieron de beber: pasaron a su alrededor con bolsas de cuero en alto que chorreaban agua fresca y deliciosa. Por desgracia, el chorro de agua se acabó demasiado pronto para sus entreabiertas bocas sedientas. Laurence no tragó de inmediato el último trago, lo aguantó en la boca cuanto pudo para aliviar las molestias de la lengua reseca.
Se inclinó hacia delante y miró a uno y otro lado de la línea de presos: no vio a Warren; Harcourt alzó la mirada al saberse observada y asintió de forma casi imperceptible; Ferris y Riggs parecían hallarse tan bien como cabía esperar en aquellas circunstancias; Emily Roland se encontraba atada en la misma punta que ellos, con la cabeza apoyada sobre el mismo árbol donde la habían ensogado. Chenery estaba atado junto a él por un lado y junto a Dyer por el otro; reclinaba la cabeza sobre el hombro en un gesto algo forzado, mantenía la boca entreabierta de pura fatiga, un inmenso moratón le cruzaba toda la cara y cerraba la mano en torno al muslo, como si le doliera la antigua herida.
El capitán de Temerario fue tomando conciencia de que habían acampado junto a las orillas de un río al oír el suave y moroso gorgoteo del agua a su espalda, aun cuando no podía darse la vuelta para mirarla. Aquello constituía un tormento, pues todos se morían de sed. Descansaban sobre la hierba apelmazada de un claro y si volvía los ojos hacia un lado podía ver una construcción en forma de pileta para hacer fogatas a la intemperie y una cerca circular de grandes piedras protegiendo un terreno llano. Aquello debía de ser un campamento de caza usado con cierta regularidad. Los hombres montaban guardia, caminando por los límites y cortando las ramas de la vegetación que invadía el claro.
El enorme dragón rojo cobrizo se instaló al otro lado de la hoguera y cerró los ojos al quedarse dormido, pero los otros dos más pequeños —uno marrón oscuro y el otro verde moteado, ambos con el gris claro del vientre sobredorado con una suerte de iridiscencia— echaron a volar y sus siluetas se fundieron con el cielo cada vez más oscuro hasta desvanecerse en lo alto.
Una cigüeñuela cangrejera de patas largas grises atravesó el claro en busca de comida, picoteaba semillas del suelo y emitía un gorjeo similar al sonido de una campanilla golpeada por un martillo.
Los dragones regresaron al cabo de un rato con los cuerpos flácidos de unos antílopes; depositaron con mucho respeto dos de ellos ante el gran dragón rojo, que, tras desgarrarlos, los devoró con apetito, guardaron un tercero para ellos y entregaron el último a los hombres, quienes lo descuartizaron enseguida y echaron los trozos en un enorme caldero puesto a hervir en el fuego.
Sus captores cenaron en silencio: se congregaron junto a uno de los lados de la hoguera y comieron con los dedos de unos cuencos. Cuando uno de ellos se levantó y se dirigió a la olla que hervía en el fuego para servirse más comida, Laurence consiguió distinguir a la señora Erasmus junto al fuego, pero en el otro flanco, junto al dragón. Estaba sentada con una escudilla entre las manos y se echaba hacia delante cuando comía con calma y a un ritmo constante. Ya no llevaba horquillas ni otras sujeciones, así que el pelo suelto adoptaba una silueta con forma de campana cuando le caía sobre la cara. Tenía rasgado el vestido, pero el rostro era completamente inexpresivo.
En cuanto terminaron el ágape, los apresadores se acercaron a los ingleses con cuencos llenos con las sobras de su cena, una suerte de gachas de grano cocidas en un caldo de carne. No había quedado mucha pitanza para los prisioneros y estos sufrieron la humillación de tener que hundir la boca en el cuenco y hozar como los cerdos en un abrevadero. Al terminar, los restos caldosos les goteaban de los mentones.
Laurence cerró los ojos y comió, y cuando vio a Dyer dejar algo de caldo en el tazón le censuró:
—Debe comérselo todo cuando sea posible, no sabemos cuándo van a darnos de comer otra vez.
—Sí, señor —repuso el aludido—, pero es que ahora van a volvernos a subir a bordo y estoy seguro de voy a potarlo todo, señor.
—Aun así.
El capitán de Temerario agradeció en su fuero interno que aquellos hombres no partieran de forma inmediata, o eso parecía. En vez de eso, extendieron unas mantas sobre el suelo y luego sacaron de entre sus pertenencias un paquete bastante grande. Lo depositaron sobre las mantas y deshicieron las envolturas. Laurence reconoció el cadáver al primer golpe de vista: era el del hombre abatido por Hobbes, el que había asesinado al reverendo Erasmus.
Tendieron el cuerpo con gran ceremonia y trajeron agua del riachuelo para lavarle antes de volver a cubrirle, esta vez con la piel del antílope recién cazado. La lanza ensangrentada permanecía junto a él, tal vez como trofeo. Uno de los guerreros trajo un tambor y otros recogieron palos secos del terreno o simplemente se pusieron a batir palmas o llevar el ritmo dando pisadas en el suelo. Se pusieron todos a entonar un cántico que parecía un gemido único e interminable, pues uno empezaba cuando el otro hacía una pausa para respirar.
Siguieron cantando; era completamente de noche cuando Chenery abrió los ojos y miró a Laurence con el rabillo del ojo.
—Según tus cálculos, ¿hemos ido muy lejos?
—Hemos volado a buen ritmo un día y una noche rumbo norte, noreste, o eso creo —respondió Laurence en voz baja—. No podría decir más. ¿A qué velocidad crees que vuela ese grandullón?
Chenery estudió al dragón rojo y sacudió la cabeza.
—La envergadura de las alas es igual a su longitud y no es demasiado obeso, así que supongo que debe de ir a unos trece nudos por hora si no quiere dejar atrás a los dragones ligeros. Ponga usted catorce.
—Entonces, hemos hecho más de cuatrocientos cincuenta kilómetros —concluyó Laurence con el corazón en un puño. No habían dejado rastro alguno en cuatrocientos cincuenta kilómetros. No había razón para tener miedo si Temerario y los otros podían darles alcance, no de esa chusma, pero podían desaparecer en la vastedad del continente con la misma facilidad con que se habían encontrado muertos o presos, y, por tanto, pasar prisioneros el resto de sus vidas.
De hecho, ya habían desechado prácticamente todas sus esperanzas de regresar a Ciudad del Cabo por tierra, incluso obviando la enorme probabilidad de ser perseguidos. Ahora bien, si se encaminaban hacia el oeste, evitaban a los nativos belicosos, y se las arreglaban para encontrar suficiente agua y comida para mantener un mes de marcha, al menos podrían llegar a la costa. Y entonces, ¿qué? Tal vez podrían ingeniárselas para construir una piragua o una canoa o algo por el estilo; no se consideraba a la altura de Cook o de Bligh, pero se sentía capaz de navegar hasta llegar a buen puerto y, si lograba capear las tormentas y evitar las corrientes peligrosas, podría regresar con ayuda para los supervivientes. Había demasiadas condicionales en aquella hipótesis y todas ellas de lo más extremo, y seguro que iban a más conforme más lejos llegaran, y entre tanto, Temerario iba a acudir al interior del África en su rescate, buscándolos aterrado y exponiéndose a toda clase de peligros.
Laurence forcejeó con las cuerdas, pero los hilos eran resistentes y de buena calidad, y los habían torcido bien hasta formar un cuerpo. Ahí había poco que rascar.
—Señor, creo que aún llevo encima la navaja —ofreció Dyer al verle.
Los nativos estaban poniendo fin a la ceremonia y los dragones pequeños se habían puesto a excavar una fosa para el entierro. El filo de la navaja era romo y las cuerdas, correosas. Laurence necesitó de un buen rato para lograr liberar un brazo, pues el sudor de la mano había hecho muy resbaladizo el mango de madera y sentía calambres en los dedos engarfiados en torno al mismo cuando intentaba girarlo para aplicar el filo a sus ataduras.
Por último, tuvo éxito y entregó el cuchillo a Chenery mientras con el brazo libre se afanaba en deshacer los nudos que había entre él y Dyer.
—En silencio, señor Allen —le instó Laurence, volviéndose al otro lado. El alférez estaba dando tirones para zafarse de los nudos que le sujetaban a uno de los guardiadragones de Catherine.
El túmulo estaba levantado y sus captores se habían dormido y ellos todavía no habían terminado de soltarse los unos a los otros. Un hipopótamo bullanguero gritaba de vez en cuando en medio de la oscuridad, a veces sonaba muy cerca y uno de los dragones, aún soñoliento, alzaba la cabeza y permanecía a la escucha antes de soltar un gruñido concluyente que silenciaba todos los ruidos de la noche a su alrededor.
Ahora actuaron con mayor premura y los presos liberados se arriesgaron a arrastrarse desde sus posiciones para liberar a otros. Laurence trabajó en equipo con la capitana, cuyos dedos finos deshacían el peor de los nudos en un abrir y cerrar de ojos. Nada más liberar a Peck, uno de los tripulantes de Harcourt, el último de los presos, Laurence le susurró:
—Haga el favor de conducir a los otros a los bosques, y no me esperen una vez que lleguen allí. Debo intentar liberar a la señora Erasmus.
Ella asintió y le entregó a él la navaja cuyo filo estaba demasiado embotado para ser de utilidad en una pelea, pero al menos era un apoyo moral. Uno tras otro fueron deslizándose en silencio hacia la floresta, lejos del campamento, a excepción de Ferris, que se agachó junto a Laurence.
—¿Y los fusiles? —preguntó con un hilo de voz.
Laurence negó con la cabeza. Por desgracia, los captores habían hecho un atadijo con ellos y los habían metido con el resto del equipaje, y ahora yacían junto a la cabeza de uno de los dragones que roncaban. No había forma de recuperarlos.
Era una experiencia poco agradable tener que pasar junto a hombres dormidos, tendidos exhaustos y despatarrados sobre el suelo después de la catarsis del rito fúnebre. Hasta el ruido más ínfimo resultaba magnificado e incluso los chasquidos de la hoguera parecían truenos. Se le doblaron las rodillas y se le combaban las piernas de pura flojera, a veces llegó a rozar el suelo, motivo por el cual acabó apoyando las manos y caminando a cuatro patas.
La señora Erasmus dormía separada de los hombres, al otro lado del fuego, muy cerca de donde descansaba la cabeza el dragón rojo; este curvaba ligeramente las dos patas delanteras alrededor de Hannah. La viuda parecía muy pequeña aovillada y con los brazos debajo de la cabeza. El militar inglés se alegró de ver que no estaba herida, se acercó con cuidado y le tapó la boca con una mano. Ella reaccionó tan de repente que estuvo a punto de soltarse, el blanco de los ojos se movió mirando a su alrededor, pero su temblor cesó de inmediato en cuanto le vio. Ella asintió y el aviador retiró la mano de la boca y se la ofreció para ayudarle a levantarse.
Se alejaron despacio y rodearon con sigilo la gran garra cuyas afiladas puntas negras centelleaban a la luz roja de la hoguera. La respiración del dragón era regular y profunda. Las fosas nasales se ensanchaban a esa misma cadencia, dejando ver alguna pincelada rosa del interior.
Se hallaban a diez pasos de distancia.
Once.
El párpado oscuro se entreabrió y el ojo amarillo hizo acto de aparición. El dragón los vio, se incorporó y bramó.
—¡Váyase! —gritó Laurence y empujó a la señora Erasmus hacia Ferris, pues las piernas no le respondían y, por tanto, le era imposible ir muy deprisa. Uno de los nativos se despertó de un salto y se le echó encima, cogiéndole por las rodillas y haciéndole caer al suelo. Forcejearon a brazo partido entre el polvo y las pavesas cerca del fuego. Laurence peleaba con denuedo para lograr un único objetivo: cubrir la fuga.
Fue una brega de movimientos torpes, propia de borrachos, donde los dos sangraban y estaban sudando la gota gorda; ambos estaban extenuados y la debilidad del británico después de la batalla y el viaje quedaba compensada por la confusión de su oponente, recién despertado de un sueño profundo. Laurence rodó sobre la espalda y se las arregló para rodear el cuello de su oponente con el brazo, entonces aplicó todo su peso sobre la presa para mantener al hombre sujeto y todavía fue capaz de hacer probar la suela de su bota a otro que estaba echando mano a la lanza.
Ferris había llevado a la esposa del reverendo hacia la floresta, de donde salieron una docena de aviadores dispuestos a acudir en ayuda de la mujer y de Laurence.
—¡Lethabo! —gritó el dragón.
Fuera cual fuera el significado de esa palabra, Hannah se detuvo y miró a su alrededor. Entre tanto, el gran alado se lanzó a por el teniente.
La mujer protestó a voz en grito y corrió hacia atrás, hasta la posición donde Ferris se había lanzado al suelo en un movimiento hecho a la desesperada con el fin de evitar al dragón. Hannah se interpuso entre los dos y alzó una mano. La garra detuvo su descenso y se apoyó de nuevo delante de ella.
Los captores aprendieron de su error: esta vez los ataron junto a la fogata y apostaron un centinela. Los dos dragones pequeños les habían hecho volver al campamento con una facilidad insultante y una eficiencia nacida de la práctica. Si en el proceso habían provocado la estampida de una pequeña manada de antílopes, tampoco les había importado, y habían aprovechado la ocasión para consolarse por las molestias con una cena de madrugada. Solo echaron en falta a Kettering, uno de los fusileros de Harcourt, y a los encargados del arnés Peck y Bailes, pero estos dos últimos regresaron al campo con paso vacilante y se entregaron a primera hora de la mañana. Dieron la noticia de que un hipopótamo había matado a Kettering cuando intentaba vadear un río. La expresión conmocionada de sus expresiones arrancó de raíz todo deseo de saber algo más.
—Ese era mi nombre —informó la señora Erasmus mientras sujetaba con fuerza una taza de oscuro té rojo—. Lethabo. Yo me llamaba así de niña.
No le habían consentido acudir a hablar con los prisioneros ingleses, pero, tras mucha súplica por su parte, habían accedido a traerle a Laurence, maniatado de pies y manos, y no le quitaban el ojo de encima ninguno de los lanceros que montaban guardia, poco dispuestos a permitir que se acercara. El propio dragón rojo había agachado la cabeza para escuchar la conversación con toda atención y mantenía fijo en el oficial inglés ese malevolente ojo suyo todo el tiempo.
—Entonces, ¿estos hombres son de su tribu nativa? —inquirió el aviador.
—¿Ellos? No. Pertenecen a una tribu emparentada con la mía o aliados suyos, no estoy muy segura de eso, porque ellos me entienden cuando les hablo, pero —Hannah hizo una pausa y luego añadió—: yo… no termino de entenderlos del todo bien. Kefentse —dice ser mi tatarabuelo.
Laurence se quedó desconcertado y supuso que ella le había entendido mal o se había equivocado al traducir.
—No, no —precisó la viuda—, hay muchas palabras que recuerdo mal, pero me raptaron junto a otros muchos y algunos fuimos vendidos en el mismo lote. Llamábamos «abuelo» a los más mayores por una cuestión de respeto. Imagino que se refiere a eso.
—¿Conoce la lengua lo suficiente como para explicarle que no pretendíamos hacer ningún daño? —preguntó Laurence—. Nosotros solo buscábamos los hongos…
Hannah hizo un intento balbuceante de contárselo, mas el dragón bufó con desdén antes de que ella hubiera terminado de hablar. Luego, hizo ademán de colocar una garra entre los dos humanos y fulminó al aviador con la mirada, como si le hubiera insultado gravemente y se dirigió a los hombres, que le pusieron de rodillas de inmediato y le arrastraron otra vez hasta la línea de prisioneros.
—Bueno, esto pinta bastante mal —evaluó Chenery después de que hubieran atado otra vez a Laurence—. Me atrevería a decir que ella ha intentado persuadirle de algo cuando ha hablado con él, y en fin… Mientras, al menos no parecen tener intención de matarnos, o eso espero yo, pues en otro caso ya lo habrían hecho y se habrían ahorrado la molestia de vigilarnos.
Sin embargo, no estaba claro el motivo por el cual les habían respetado la vida. No habían intentado interrogarlos y el asombro de Laurence era cada vez mayor conforme el viaje iba más allá de los límites razonables atribuibles al territorio de una pequeña tribu, aun cuando esta tuviese dragones. Durante un tiempo especuló con la posibilidad de que viajaban dando rodeos para despistar a sus posibles perseguidores, pero la posición del sol durante el día y la Cruz del Sur durante la noche le dejaron claro que se desviaban: siempre iban nornoroeste, y solo abandonaban ese rumbo para hacer aguadas o para pernoctar en sitios más cómodos.
Al rayar el alba del día siguiente hicieron un alto a orillas de un río de gran caudal cuyas aguas discurrían casi naranjas como efecto de su lecho lodoso. Habitaban en los alrededores unos hipopótamos de lo más ruidosos y cuando los dragones se les echaron encima se lanzaron al río y lo atravesaron a una velocidad sorprendente, sumergiéndose entre las oleadas con el propósito de evitar a los perseguidores. Los alados africanos porfiaron hasta aislar a uno de ellos y arrinconarle desde dos lados con el fin de empujarle a un claro, donde lo mataron.
Para ese momento, sus captores confiaban en ellos lo suficiente como para desatar a varios de los tripulantes y ordenar que los ayudaran en las tareas pesadas, y así, encargaron ir a por agua a Dyer y Tooke, el joven cadete de Catherine; los dos iban y venían con un balde llenado en la orilla, lo cual daba cierta grima, pues había un colosal cocodrilo dormido en la orilla opuesta y su gran ojo gris estaba abierto, fijo en ellos. La carne del reptil suponía una gran tentación para los dragones, pero aun así, este no mostró el menor indicio de miedo.
Los alados alargaron las patas delanteras para usarlas como almohadas sobre las que apoyar la cabeza y se tendieron a dormitar al sol; de vez en cuando movían las colas con pereza para repeler a las nubes de mosquitos. La señora Erasmus se puso a hablarle al oído a Kefentse, pero el dragón la dejó con la palabra en la boca, se alzó sobre los cuartos traseros, y se puso a hacerle preguntas con aire inquisitorial. Ella se estremeció y retrocedió, moviendo la cabeza, negándose a contestar. El alado terminó por dejarla ir y volvió la mirada al sur. Sentado como la esfinge, su imagen recordaba la de un escudo de armas: un dragón aculado sobre un fondo de gules. Después, volvió a tenderse muy despacio y habló a Hannah una vez más antes de cerrar los ojos de forma harto significativa.
La viuda acudió junto a ellos.
—Bueno —dijo Chenery—, parece innecesario preguntar qué opina sobre lo de dejarla marchar.
—No —respondió ella con un hilo de voz para no enardecer a los dragones de nuevo—, y las cosas han empeorado. Le hablé de mis hijas a Kefentse y ahora solo desea volver también a por ellas.
Laurence se avergonzó de sentir un hilo de esperanza en una situación que de otro modo levantaría una enorme ansiedad, pero un intento de esa naturaleza revelaría al resto de la formación la identidad de sus captores.
—Le aseguro, señora, que cualquier exigencia por parte de esta chusma será acogida con la mayor de las burlas. Confío plenamente en que los otros capitanes y el vicegobernador Grey se harán cargo de sus hijas como si fueran las suyas.
—Usted no lo entiende, capitán. Tengo la impresión de que Kefentse estaría dispuesto a lanzar un ataque contra la colonia para apoderarse de ellas, pues cree que allí puede haber más niños robados entre los esclavos.
—Estoy seguro de que les deseamos mucha suerte si pretenden intentarlo —ironizó Chenery—. No se preocupe por sus hijas; incluso si estos tipos tienen en casa unas cuantas bellezas como este abuelito suyo, entrar en el castillo no va a ser pan comido. Hay emplazados cañones de 24 libras, y eso por no hablar de los cañones de pimienta, y una guarnición completa. Supongo que no va a apetecerle venir a Inglaterra con nosotros, ¿verdad? Le ha tomado a usted tanto cariño que estoy convencido de que podría convencerle —añadió en un arrebato de optimismo.
No obstante, pronto quedó claro que Kefentse, con independencia de lo que pretendiera designándose como bisabuelo de Hannah, se consideraba a sí mismo como un ascendiente, incluso aunque ahora ella creyera recordar la eclosión del dragón.
—No me acuerdo bien, aunque estoy casi segura de ello —les explicó—. Yo era muy joven, pero casi todos los días había festines y regalos, y después le recuerdo a menudo en la aldea.
Laurence consideró que eso explicaba su falta de miedo a los dragones. Los negreros la habían cogido a los nueve años, edad suficiente para haber perdido el temor atávico a los alados.
Kefentse la recordaba siendo una niña y eso no le predisponía favorablemente a la hora de obedecerla, y es más, cada vez que ella intercedía en favor de los cautivos para conseguir su libertad, él pensaba que la tenían engañada o actuaba así por miedo o coacción, y esa idea le sacaba de quicio más y más.
—No se arriesgue a intentar persuadirle otra vez, se lo ruego. Debemos estar muy agradecidos por esta protección que nos brinda en atención a usted —arguyó el capitán de Temerario—. Yo me abstendría de realizar nuevos intentos que solo pueden servir para que reconsiderase sus sentimientos.
—Él jamás haría nada que me perjudicase —replicó con una extraña certidumbre, tal vez había recobrado parte de la confianza de la niñez.
Volaron varias horas más tras desayunar un hipopótamo asado y solo tomaron tierra poco antes del crepúsculo, junto a lo que parecía ser una minúscula villa granjera. Descendieron en un claro lleno de niños enzarzados en sus juegos, que gritaron gozosos al verlos llegar y se congregaron enseguida alrededor de los dragones, hablando con ellos sin el menor atisbo de miedo, aunque miraban con cierto nerviosismo a los prisioneros. Un frondoso árbol de mimosa se alzaba en el extremo opuesto del claro, sus ramas proporcionaban una sombra muy agradable y debajo de ellas había una pequeña cabaña un tanto extraña: no tenía parte delantera y estaba varios metros por encima del suelo. En su interior descansaba un huevo de dragón de sustancial tamaño alrededor del cual se sentaba a moler grano un grupo de mujeres provistas de mortero y maja de piedra. Apartaron el instrumental y palmearon el huevo de dragón, dando la impresión de que le hablaban, antes de levantarse y acudir a saludar a los visitantes en cuanto estos bajaron del lomo de los dos más pequeños, y también para fisgar a sus anchas.
Acudieron varios hombres procedentes de la aldea para saludar a los dragones y estrechar las manos de los cuidadores. Uno de los lugareños se acercó a un árbol de cuyas ramas pendía un enorme colmillo de elefante minuciosamente tallado, lo tomó y sopló por el mismo, dando varios toques de sonido retumbante y profundo. Poco después se posó en el claro otro dragón, un medio peso de unas diez toneladas, provisto de dos juegos de incisivos que sobresalían del maxilar por encima y por debajo y con un color variado: un tono oscuro y discreto de verde con motas amarillas y puntos rojos dispersos sobre el pecho y las paletillas.
Los niños se mostraron menos retraídos aún con el recién llegado y se arracimaron en torno a sus patas, se le subieron a la cola y le dieron tirones de las alas, un trato que el alado soportó sin pestañear mientras conversaba con los dragones visitantes.
Los cuatro alados se sentaron en torno al huevo de dragón en compañía de los cuidadores y los hombres de la aldea. También se sentó con ellos una anciana cuyo atavío marcaba la diferencia: lucía una falda de pieles de animal y una sarta de cuentas largas como los entrenudos de los juncos, abultados collares hechos con garras de animales y también abalorios de colores. Las demás mujeres trajeron la cena: una humeante olla de gachas cocidas en leche y no en caldo, verduras frescas cocinadas con ajo y carne en salazón, un poco dura pero con mucho sabor gracias al uso de vinagre y especias.
Trajeron cuencos de comida a los prisioneros y les desataron las manos para que, por una vez, pudieran comer por sí mismos. Sus captores se mostraban menos precavidos al tener una compañía tan nutrida a su alrededor.
La señora Erasmus aprovechó el barullo de la celebración para reunirse con ellos una vez más. Había podido escabullirse de la compañía de Kefentse porque le habían asignado el lugar de honor, junto al huevo de dragón, y le habían ofrecido una gran vaca, y parecían dispuestos a retrasar todo el festejo nocturno hasta que él diera buena cuenta de la res. En todo caso, la mujer solo se puso en pie cuando retiraron los restos del festejo y echaron tierra limpia sobre el suelo circundante para empapar y ocultar la sangre del festín. La anciana, la única fémina vestida, se acercó hasta el huevo de dragón y se puso a cantar y dar palmadas.
La audiencia hizo suyo el ritmo con palmas y tambores y unió su voz a la de ella en los estribillos, aunque cada verso era diferente, desprovisto de una rima o un diseño que Laurence pudiera apreciar.
—Le está hablando… Se dirige al huevo —les explicó la señora Erasmus, con la vista fija en el suelo, la mirada perdida, absorta en cada una de las palabras—. Le habla al huevo de su vida, le dice que él fue uno de los fundadores de la aldea, los trajo a una tierra buena y segura más allá del desierto, donde los secuestradores no podían llegar. Fue un gran cazador y mató al león con sus propias manos cuando este podía haber aniquilado al ganado. Echan de menos su sabiduría en el consejo, por eso debe darse prisa en salir y volver con ellos, pues tal es su deber…
Laurence se quedó mirando fijamente, anonadado. La vieja sacerdotisa concluyó sus versos y empezó a llevar de uno en uno a algunos hombres de la villa para que permanecieran de pie delante del huevo y recitaran con la ayuda y asistencia de la mujer.
—Le dicen que son sus hijos —aclaró la señora Erasmus— y que echan mucho de menos el sonido de su voz —uno de los lugareños acudió llevando en brazos a un niño envuelto en telas para que palmeara el huevo con la manita—. Ese de ahí es su nieto, nacido después de su muerte. Solo es una superstición pagana, por supuesto —añadió la señora Erasmus, pero lo dijo con inquietud.
Los dragones unieron sus voces a la ceremonia. El alado local se dirigió al huevo en todo momento como «su viejo amigo» cuyo retorno era largamente esperado; los dragones más pequeños le hablaron desde el extremo más alejado y sobre placeres frecuentes como la caza, echar a volar y ver la prosperidad de los descendientes. Kefentse no dijo nada hasta que la sacerdotisa le reprendió por su silencio y le persuadió para que se dirigiera al huevo.
El dragón rojo más que animarle le dio un aviso, pues le habló del dolor de fallar en el cumplimiento de su deber, de regresar a la aldea y no ver más que las columnas de humo de las hogueras a punto de extinguirse, encontrarse las casas vacías, los niños tendidos en el suelo, inmóviles y sin responder a sus llamadas, las hienas rondar a escondidas entre los rebaños…
—Él buscó y buscó hasta llegar a la costa, y al borde del océano supo… supo que no iba a encontrarnos —concluyó la señora Erasmus.
Kefentse bajó la cabeza y gimió por lo bajini. De súbito, ella se levantó y cruzó el claro para llegar hasta él y apoyó las manos sobre su hocico inclinado.
A la mañana siguiente, se tomaron con cierta pachorra los preparativos de la partida, pues al final de la celebración tanto hombres como dragones habían accedido a beber un poco de cerveza que los había dejado a todos para el arrastre. El pequeño dragón verde bostezaba tanto que parecía que se le había desencajado la mandíbula.
Los lugareños trajeron al claro canastos de mimbre tan grandes que se necesitaban dos hombres para llevarlos y un gran surtido de alimentos: pequeñas judías amarillas moteadas de negro ya secas, granos rojizos de sorgo, pequeñas cebollas de color rojo púrpura con pinceladas amarillentas y tiras de olorosa carne seca.
Los hombres del grupo examinaron el tributo y asintieron; luego, cubrieron las cestas con tapaderas de cestería y las aseguraron con hilos de fina cuerda acalabrotada hechos con la corteza de los árboles. Acto seguido las subieron de dos en dos a los cuellos de los dragones más pequeños, que agacharon la cabeza para recibirlas.
Pese a todo el barullo, no dejó de haber centinelas en todo momento y lugar, incluso en los perímetros de la aldea. Los más jóvenes llevaban un artilugio parecido al cencerro listo para hacerlo sonar en cualquier momento. Eso era una consecuencia de la rapacidad del comercio de esclavos, que había agotado el vivero natural que eran los prisioneros de guerra de los diferentes reinos de la costa, razón por la cual los proveedores nativos de esclavos habían empezado a raptar y saquear otros territorios sin la menor excusa, con el único propósito de disponer de más género. Los ataques llegaban más y más lejos cada año y era obvio que ese hecho hacía que los lugareños comenzaran a mostrarse cautos.
La aldea no se hallaba en condiciones de ofrecer una resistencia prolongada, pues su trazado no ofrecía líneas defendibles; no pasaba de ser un grupito de preciosas casitas bajas hechas de barro y piedra con tejado de paja. Todas tenían un perímetro circular y dejaban al raso la cuarta parte de la circunferencia como forma de dar a la casa respiradero y salida de humos. Ofrecían poco abrigo contra un grupo de merodeadores interesados en hacer cautivos y degollar.
No había ninguna riqueza que proteger en ese lugar, salvo un pequeño rebaño de vacas y cabras que pastaban perezosas más allá de los límites de la aldea bajo la vigilancia de un puñado de niños mayores, unos campos de laboreo adecuados para la subsistencia y poco más. Varias mujeres y algún anciano llevaban pequeñas baratijas de oro y marfil, y vestían ropas de brillantes colores. Nada de eso habría despertado la codicia de un ladrón normal, pero había algo que sí lo hacía: los propios habitantes, gente saludable, pacífica y bien alimentada, gente que ahora debía sobrellevar el peso de una carga nueva e inquietante: la de la precaución.
—Aquí todavía no se han llevado a nadie —les explicó la señora Erasmus—, pero han raptado a tres niños a un día de vuelo de la aldea. Uno logró esconderse cerca y se escabulló a tiempo de dar el aviso… y los ancestros, o sea, los dragones, los capturaron —la viuda hizo una pausa y añadió con una calma desconcertante—: Ese fue el motivo por el que los esclavistas mataron a toda mi familia, o eso creo. A unos y otros no podían venderlos por ser demasiado viejos o demasiado jóvenes, y los asesinaron para que no pudieran indicarle a Kefentse dónde habíamos ido.
Hannah se puso en pie y se adelantó para contemplar la aldea mientras continuaba la carga de los fardos. Los niños más pequeños jugaban con las abuelas, las demás mujeres cantaban al tiempo que trabajaban juntas para hacer harina con el sorgo. Llamaba la atención con aquel vestido hasta el cuello, rasgado y cubierto de polvo, en comparación con todas aquellas prendas tan coloridas como impúdicas. El dragón rojo levantó la cabeza para vigilarla con ansiedad y una atención rayana en los celos.
—El grandullón debe de haberse trastornado bastante —le confió Chenery en voz baja—, es como si su capitán y toda su tripulación hubieran muerto en un instante —sacudió la cabeza—. Esto es un maldito atolladero y no te confundas, Laurence, Kefentse no va a dejarla marchar jamás.
—Quizá pueda encontrar una oportunidad para escaparse —repuso Laurence con tono lúgubre.
Se reprochaba amargamente haber metido en aquel lío al reverendo Erasmus y a su esposa.
Volaron durante otro día y su respectiva noche sin detenerse más que a hacer escalas para beber. Laurence estaba sobrecogido por la vasta extensión de suelo duro y desértico que se extendía a sus pies, una sucesión de dunas rojizas y matorrales y montones de sal blanca completamente desprovista de vida. Mantuvieron rumbo al noreste, adentrándose más y más en el continente; cada vez se hallaba más lejos de la costa y llegó un momento en que se desvanecieron las minúsculas esperanzas de fuga o de rescate.
Por último, dejaron atrás las tierras yermas y el desierto dio paso a un escenario de árboles verdes y un suelo azafranado cubierto por una frondosa vegetación.
A última hora de la mañana las tripas del dragón tronaron con más fuerza que su rugido de saludo, y desde una posición adelantada le contestaron varias voces de forma inmediata, y de sopetón, se encontraron con una visión sorprendente: una manada de elefantes avanzaba despacio por la sabana, destrozando a su paso ramas bajas y arbustos, bajo la supervisión de treinta hombres y dos dragones que deambulaban cómodamente a unos pocos metros de la retaguardia de la manada.
Los pastores avanzaban provistos de largos palos con cencerros resonantes, con dicha medida se pretendía evitar que la manada diera media vuelta. Algo más lejos, a unos cuatrocientos metros, unas mujeres estaban muy ocupadas extendiendo enormes excrementos de color rojizo y plantando arbustos, y cantaban rítmicamente mientras lo hacían.
Bajaron a los prisioneros y les dieron de beber. Laurence estuvo a punto de no prestar atención a los pellejos de agua con agujeros de tanto mirar a las criaturas más gordas, grandes y perezosas de las que había oído hablar. Había visitado la India en dos ocasiones en sus tiempos de oficial de la Armada y en una ocasión había visto a un viejo elefante de unas seis toneladas de peso llevando a un potentado nativo; la imagen se le había quedado grabada en la retina. El más corpulento de los allí presentes debía dejar al elefante indio en la mitad y rivalizaba con Nitidus o Dulcia en tamaño. Iban provistos de unos grandes colmillos de marfil punzantes como lanzas que sobresalían un metro. Otra de aquellas behemoth[11] apoyó la cabeza sobre un árbol de tamaño respetable, empujó mientras lanzaba un barrito implacable y lo tumbó sobre el suelo en medio de un gran estrépito. El elefante quedó complacido con su éxito y se movió perezosamente en torno al mismo para elegir a su gusto los brotes más tiernos de la copa.
Los pastores a lomos de los dragones entablaron una breve conversación con los hombres de Kefentse y luego echaron a volar a toda prisa hasta apartar del cuerpo principal del rebaño varias bestias: ejemplares viejos a juzgar por la longitud de los colmillos y sin crías a su cargo.
Kefentse y los otros dragones se les echaron encima con gran habilidad: les bastó un solo zarpazo de sus garras penetrantes para matar a las criaturas sin darles tiempo a proferir un grito que hubiera turbado al resto.
Los alados se dieron un festín con verdadera gula y luego murmuraron satisfechos tal y como haría un caballero conforme con una cena de su agrado. Las hienas salieron de entre la hierba para hacerse cargo de los restos ensangrentados y se pasaron riendo toda la noche.
Durante los dos días siguientes apenas pasó una hora sin que vieran a otros dragones con los que intercambiaban saludos a lo lejos. En el suelo atisbaban fugazmente algunas aldeas y de vez en cuando también algunas fortificaciones de ladrillo y roca, hasta que a lo lejos columbraron una gran columna de humo en el cielo, como si un gran incendio consumiera toda la masa vegetal, y un fino y sinuoso hilo de plata en la tierra.
La señora Erasmus les había revelado el nombre de su destino:
—Mosi-oa-Tunya.
Y su significado:
—Humo que truena.
Oyeron un retumbo sordo e incesante poco después de que Kefentse virase hacia el penacho de humo.
La angosta línea centelleante del suelo acabó convirtiéndose en un río colosal cuyo anchísimo caudal descendía despacio y dividido en varios brazos más pequeños, aunque todos ellos dejaban atrás rocas e islotes cubiertos de hierba e iban hacia una estrecha grieta en la tierra cuyo aspecto recordaba al de una cáscara de huevo rota por el centro, y al llegar a dicha fractura, el río entraba en ebullición y se precipitaba al vacío en una caída como Laurence ni siquiera había sido capaz de concebir. La efervescencia de agua pulverizada en suspensión era tal que ocultaba del todo el pie de la cascada.
Kefentse se lanzó a toda velocidad sobre estas estrechas gargantas en las cuales apenas parecía haber espacio suficiente para poder pasar. El dragón atravesó las primeras nubes de agua vaporizada, y esta se acumuló enseguida en los pliegues rugosos de su piel y brilló como si hubiera varios pequeños arco iris. Sujeto por las cuerdas del aparejo, Laurence se secó el agua del rostro y la barba de una semana y se dio alguna que otra manotada para sacudirse el agua de los ojos, pero se puso a bizquear enseguida cuando atravesaron un cañón cada vez más espacioso.
Las laderas inferiores eran muy frondosas, una maraña verde esmeralda de vegetación tropical subía por las paredes hasta llegar a la mitad de las mismas, donde terminaba de pronto, pues pasaban a ser lisas y estar cortadas a pico hasta alcanzar a lo alto, donde se extendía la meseta de basalto desde la cual caían las aguas del río. Las paredes parecían jaspeadas y centelleaban solo cuando estaban junto a alguna de las muchas bocas de cuevas, enormes, por cierto. Laurence no tardó en comprender que, en realidad, lo que veía no eran grutas, sino arcos de entrada tallados en piedra, accesos a atrios abovedados que se perdían en lo profundo de la montaña. Las paredes de la garganta no centelleaban como mármol pulido, eran de mármol pulido, o un material igual de bueno: una piedra centelleante y lisa con incrustaciones significativas de marfil y oro hechas según un patrón de ensueño.
Las fachadas mostraban un buen número de tallas y esculturas dispuestas alrededor de los accesos; estaban coloreadas con colores vívidos y suntuosos, y superaban en tamaño a las de Westminster o San Pablo, las únicas medidas de referencia y comparación que tenía Laurence, por insuficientes que fueran. Entre las arcadas había tramos de escaleras con barandillas excavadas en la roca y desgastadas por efecto del agua, y esto le permitió hacer un cálculo: la más grande tendría aproximadamente la altura de cinco residencias nobiliarias medidas desde los cimientos a lo alto del tejado.
Kefentse volaba ahora a muy poca velocidad a fin de evitar una colisión pues la garganta estaba llena de dragones yendo de un lado para otro entre los pabellones, unos transportaban cestos o fardos; otros llevaban pasajeros en el lomo; y también los había dormidos en salientes tallados en la piedra con las colas colgando desde las entradas. En los atrios o en las escaleras, hablaban o trabajaban hombres y mujeres ataviados con pieles de animales o telas de colores esplendorosos y deslumbrantes, como el índigo, el rojo o el amarillo oscuro, que contrastaban con el tono cobrizo de su piel; muchos de los cuales llevaban además colgadas al cuello elaboradas cadenas de oro. El suave runrún de toda esa mezcolanza de sonidos y conversaciones quedaba oculto por la voz incesante del agua.