9

Pitt no halló placer alguno en el descubrimiento del cadáver de Fulbert, ni siquiera la satisfacción de resolver el misterio. Sospechaba que Fulbert estaba muerto, pero la profunda puñalada hallada en su espalda descartaba el suicidio. Además, alguien había hecho desaparecer el cuerpo embutiéndolo en el tiro de la chimenea. Con todo, no comprendía qué motivos podían llevar a alguien inocente a hacer tal cosa, salvo quizá a Afton Nash, para ocultar el pecado de su hermano. Para los demás, el suicidio era la respuesta perfecta a la violación y el asesinato de Fanny.

Y Fulbert llevaba muerto mucho tiempo, probablemente desde el día de su desaparición. El cuerpo estaba descompuesto a causa del calor y acribillado por los gusanos. Decididamente, Fulbert no estaba vivo el día en que atacaron a Selena.

Se trataba de otro asesinato.

Trajeron un ataúd y se llevaron el cuerpo. Acto seguido, Pitt se enfrentó a lo inevitable. Hallam Cayley le aguardaba. Tenía un aspecto horrible, la cara cetrina y bañada en sudor, y las manos le temblaban con tanta violencia que el vaso le castañeteaba contra los dientes.

Pitt había visto escenas de conmoción antes. Estaba acostumbrado a observar mientras la gente hacía frente al miedo o la culpa o a un dolor devastador. Sin embargo, todavía no sabía distinguir una conmoción de otra. Mientras miraba a Cayley, ignoraba qué sentía el hombre, sólo sabía que era algo inmenso y horrible. Estaba pensando las preguntas a formular, cuando un sentimiento de compasión se apoderó de él y dejó a un lado la razón.

Hallam dejó el vaso.

—No lo entiendo —dijo con desesperación—. Ayúdame, Dios. Yo no le maté.

—¿Por qué vino Fulbert a verle? —preguntó Pitt.

—¡No vino! —La voz de Hallam sonaba cada vez más elevada. Su frágil autodominio se desvanecía por momentos—. ¡No le vi! ¡Ignoro qué ocurrió!

Pitt no esperaba que Hallam admitiera su crimen, al menos por el momento. Quizá era una de esas personas que lo niegan todo, incluso delante de pruebas. O tal vez era cierto que no sabía nada. Pitt tendría que hablar con los sirvientes. Iba a ser una tarea ardua y deprimente. La búsqueda de un culpable siempre generaba tragedia. Cuando había ingresado en el cuerpo de policía creía que la resolución de misterios era un trabajo desapasionado. Ahora reconocía su error.

—¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Nash? —preguntó.

Hallam levantó la vista, sorprendido. Tenía los ojos inyectados de sangre.

—¡Dios mío, no lo sé! Hace varias semanas. No recuerdo cuándo lo vi por última vez, pero seguro que no fue el día que lo mataron.

Pitt alzó ligeramente las cejas.

—¿Cree que lo mataron cuando desapareció? —inquirió.

Hallam miró fijamente al inspector. El rubor cubrió brevemente sus mejillas y luego desapareció. Tenía el labio bañado en sudor.

—¿No?

—Supongo que sí —respondió Pitt con tono cansino—. Es difícil saberlo. Imagino que hubiera podido seguir escondido en la chimenea indefinidamente, siempre que la habitación estuviera libre. Claro que el olor habría empeorado. ¿Ordenó a las criadas que limpiaran el dormitorio?

—¡Me traen sin cuidado las labores domésticas! Mis sirvientes limpian cuando quieren. Para eso los tengo, para no tener que pensar en esas cosas.

Era inútil preguntarle si alguno de sus sirvientes conocía personalmente a Fulbert. Ya había investigado ese punto y todos, como cabía esperar, lo habían negado.

Fue Forbes quien obtuvo un nuevo dato sorprendente o, por lo menos, una declaración. El sirviente admitía ahora que había abierto la puerta a Fulbert la tarde de su desaparición, mientras Hallam estaba ausente. Fulbert subió al primer piso, diciendo que quería hablar con el ayuda de cámara. El sirviente supuso después que el ayuda de cámara había despedido al señor Nash, pero ahora era obvio que no lo había hecho. Se disculpó por haber mentido en su primera declaración, argumentando que no creyó que ese detalle tuviese importancia y que no deseaba comprometer a su señor por una coincidencia tan efímera, pues temía que por ello pudiera perder el empleo.

El asunto desembocó en un callejón sin salida. El ayuda de cámara negó haber visto a Fulbert, hecho que no podía probarse. Forbes afirmó que entre la servidumbre existían rivalidades y viejas rencillas, y que no sabía a quién creer. De acuerdo con las declaraciones anteriores, cualquiera de los sirvientes podía haber matado a Fanny, si uno o más de uno mentía, pero ninguno de ellos pudo atacar a Selena.

Tras apostar a un agente frente a la casa de Cayley para asegurarse de que ningún sirviente abandonaba Paragon Walk, Pitt regresó a la comisaría. El hallazgo le había dejado un amargo sabor de boca, pero de momento nada podía obtener con preguntas.

Fulbert fue enterrado sin demora y el funeral resultó sombrío y reducido, como si el espantoso cadáver estuviera a la vista en lugar de descansar en un féretro de madera oscura y lustrosa.

Pitt asistió al funeral, esta vez no por respeto al muerto, sino porque necesitaba observar a los dolientes. Charlotte no estaba, y tampoco Emily. Todavía sufrían la conmoción por el descubrimiento del cadáver, y, a decir verdad, Charlotte conocía tan poco a Fulbert que su presencia habría sido interpretada como una muestra de descortés curiosidad más que de respeto. El embarazo brindó a Emily la excusa perfecta para quedarse en casa. George, ceñudo y pálido, con el cuerpo rígido y la cara al viento, era el único representante de la familia.

Pitt pidió prestada una capa negra para cubrir su vestimenta más bien multicolor y permaneció discretamente apartado, bajo los tejos, con la esperanza de que nadie reparara en él o como mucho lo confundieran con un empleado de la funeraria.

El cortejo llegó, ondeando su negro crespón al viento. Nadie habló salvo el pastor. Su voz cantarina flotaba sobre la arcilla reseca y la hierba marchita entre las lápidas.

Las únicas mujeres presentes pertenecían a la familia directa del difunto, Phoebe y Jessamyn Nash. Phoebe tenía un aspecto horrible, la piel cetrina y manchas oscuras bajo los ojos. De pie, con los hombros encorvados, parecía de espaldas una anciana. Pitt había visto niños maltratados con esa misma expresión de resignación, aterrados pero demasiado seguros del golpe para molestarse en huir.

Jessamyn era el extremo opuesto. Mantenía la espalda recta como un soldado y el mentón alto, y ni siquiera el velo negro conseguía ocultar la luminosidad de su piel y el fulgor de sus ojos, fijos en las ramas de los tejos mecidas por el viento, a lo lejos, donde el camino descendía hasta la entrada del cementerio. La única muestra de emoción estaba en sus manos, tan fuertemente cerradas que de no ser por los guantes, las uñas le habrían dejado marcas.

Todos los hombres estaban allí. Pitt los estudió uno a uno, remontándose a cuanto sabía de ellos, buscando razones, incongruencias, cualquier cosa de la que destilar una respuesta.

Fulbert había sido asesinado porque sabía quién violó a Fanny y luego a Selena. ¿Podía existir en Paragon Walk otra causa, otro secreto por el que valiera la pena matar?

¿Podía haber sido Algernon Burnon? No hacía falta mucha fuerza para asestar una única puñalada. Algernon se hallaba cerca de la tumba, con semblante serio e inexpresivo. Probablemente no lo sentía por Fulbert. Probablemente estaba pensando en Fanny. ¿La había amado? Si sentía dolor, éste debía de mantenerse oculto. Así había sido a lo largo de varias generaciones de esmerada compostura. Los caballeros no exteriorizaban sus sentimientos. La muestra del dolor se consideraba impropia, un afeminamiento. Un caballero se las arreglaba incluso para morir con dignidad.

¿Quién había decretado tan largo compromiso? Si Algernon hubiese sentido un deseo tan vehemente por Fanny, habría insistido en adelantar la boda. Muchas mujeres se casaban a la edad de Fanny o incluso antes. No se consideraba imprudente ni indecoroso. Mientras contemplaba el rostro sereno de Algernon, Pitt descartó que ocultara cualquier clase de pasión ingobernable.

Diggory Nash estaba al lado de Algernon y muy cerca de Jessamyn, pero sin llegar a tocarla. De hecho, no parecía una mujer que necesitara un brazo donde apoyarse, y casi hubiese sido una impertinencia, una intrusión, ofrecerle uno. Estaba inmersa en sus propios sentimientos, ajena al resto de la gente, incluso a su marido.

¿Sabía Jessamyn algo sobre Diggory Nash que los demás ignoraban? Pitt contempló al hombre desde el discreto refugio de los tejos. Su rostro, menos proporcionado que el de Afton, era sin embargo más cálido. No sonreía, mas los surcos estaban ahí, y también esa bondad en la boca, pero quizá no el poder de Afton. ¿Era posible que un apetito desenfrenado, años de placeres fáciles, le hubiesen conducido a confundirse de persona en la oscuridad, a la violación de su propia hermana y al asesinato para ocultar el hecho?

Pero un personaje como Diggory se habría delatado hace tiempo. El sentimiento de culpa y el miedo lo habrían atormentado, rondado su soledad, interrumpido su sueño, concluido con alguna locura desesperada y la consiguiente caída. Ninguna criada se había quejado a Forbes del comportamiento de Diggory. Era cierto que el hombre hacía insinuaciones, pero nunca insistía si no eran bienvenidas. Aceptaba el rechazo, en las raras ocasiones en que ocurría, con humor y resignación.

No, Pitt no podía creer que Diggory fuera más de lo que parecía.

¿Y George? Ahora sabía por qué George se había mostrado tan evasivo al principio. Sencillamente había estado demasiado ebrio para recordar dónde había pasado la noche, y demasiado avergonzado para reconocerlo. Tal vez el miedo le había convenido, por lo menos por el bien de Emily.

Freddie Dilbridge. Estaba de espaldas a Pitt, pero éste ya le había observado mientras caminaba detrás del féretro con semblante angustiado, desconcertado más que afligido. Si había miedo en él era a lo desconocido, a lo inexplicable. No era el temor del que sabe exactamente qué está ocurriendo y cuál será la venganza por saberlo.

Sin embargo había algo inquietante en Freddie. Pitt todavía no sabía qué era. Las fiestas disolutas no constituían un hecho excepcional. Siempre había gente que se aburría, que no necesitaba ganarse el pan, ni siquiera administrar sus propiedades, que carecía de ambiciones, que se divertía satisfaciendo sus propios apetitos o los apetitos aún más extraños de otros. El voyeurismo no era ninguna novedad, incluso permitía posteriormente un poco de chantaje moral, un sentimiento de superioridad.

Sin embargo, esta imagen encajaba mejor con su percepción de Afton Nash. Había crueldad en él, un gusto por las debilidades de los demás, en especial por la debilidad sexual. Era un hombre capaz de condescender a los gustos que despreciaba, por el placer de deleitarse al mismo tiempo con su propia superioridad. Pitt no recordaba a nadie que le desagradara tanto. Podía compadecerse de la gente que era víctima de sus propios defectos, por muy grotescos que fueran. Pero recrearse con la debilidad de los demás, alimentarse de ella, superaba los límites de su compasión.

Afton se hallaba a la cabecera de la tumba con la mirada fija en el pastor y con aire grave. Era comprensible. En un mismo y corto verano había enterrado a un hermano y habían asesinado a su hermana. ¿Cabía la posibilidad de que Afton fuera un consumado hipócrita, de que hubiese violado y asesinado a su propia hermana y apuñalado a su hermano para guardar el secreto? ¿Era ésa la razón por la que Phoebe se desintegraba de miedo ante los ojos de todos, pasando de la excentricidad a la locura? Dios mío, si así era, Pitt tenía que atrapar a Afton en falta, demostrar su culpabilidad y arrestarlo. Pitt detestaba la horca. Era un método corriente, uno de los mecanismos de la sociedad para deshacerse de las lacras, pero, con todo, lo encontraba repulsivo. Sabía demasiado sobre asesinatos, sobre el temor o la locura que impulsaba a cometerlos. Había visto y olido la miseria, las innumerables muertes y enfermedades derivadas del hambre en los barrios pobres, y sabía que existían formas de matar que no ensuciaban las manos, exterminios a largo plazo que la ciega sociedad y el beneficio económico pasaban por alto. La muerte por hambre ocurría a cien metros de la muerte por obesidad.

No obstante, Pitt presentía que si Afton era culpable, podría enviarlo a la horca sin sentir el mínimo remordimiento.

El francés, suponiendo que realmente fuera francés, Paul Alaric, también estaba allí. Quizá provenía de una colonia africana. Era demasiado culto, demasiado irónico y sutil para pertenecer a las grandes llanuras azotadas por el viento y la nieve de Canadá. Había algo marcadamente viejo en él. Pitt se resistía a creer que perteneciese al Nuevo Mundo. Todo en él hablaba de siglos de civilización, de raíces suficientemente profundas para aferrarse al mismísimo corazón de las viejas culturas y a su historia compleja y oscura.

Tenía la cabeza inclinada, el negro pelo desordenado por la creciente brisa, pulcro y hermoso incluso en aquel cementerio. Era el reflejo del respeto a los muertos, del cumplimiento cortés de la costumbre. ¿Era ésa la única razón por la que estaba allí? Pitt no había descubierto ninguna relación entre él y Fulbert, salvo que eran vecinos.

¿Era Alaric un actor consumado? ¿Existía algún deseo insatisfecho bajo ese rostro inteligente, un deseo tan violento que le había llevado a atacar a Fanny y, acto seguido, a la proclive Selena? ¿O acaso Selena no se había mostrado tan dispuesta cuando llegó el momento?

No quería descartar esa idea, era su deber creer que todo era posible por muy improbable que pareciese. Y aún así, le costaba creer que Alaric fuera tan diferente de su apariencia. Tantos años estudiando a la gente habían convertido a Pitt en un juez experto, y sabía por experiencia que las personas no consiguen ocultar mucho de sí mismas ante un observador cauteloso, alguien que escucha cada frase, que examina los ojos, las manos, los pequeños engaños para alimentar la vanidad, las exhibiciones de avaricia o ambición, la revelación del egoísmo más descarnado, la mirada extraviada, las mezquinas indirectas.

Alaric podía ser un seductor, pero no un violador.

Eso dejaba sólo a Hallam Cayley. Estaba al otro lado de la tumba, mirando fijamente a Jessamyn mientras los sepultureros procedían a arrojar la tierra. La dura arcilla golpeó la tapa con un sonido hueco, como si el féretro estuviera vacío. Uno a uno, los asistentes giraron sobre sus talones y se alejaron. Ya habían cumplido. Ahora tocaba a los sepultureros concluir la labor, devolver la tierra a la fosa y apisonarla. Una fina llovizna se aferraba al viento, velando el camino y haciéndolo resbaladizo.

Hallam caminaba detrás de Freddie Dilbridge. Cuando Pitt salió de debajo de los tejos para seguirles, vislumbró la cara de Hallam. Era como un hombre salido de una pesadilla. Las pústulas de su cara parecían más profundas y estaba pálido y sudoroso. Tenía los ojos hinchados y, pese a la distancia, Pitt advirtió un tic nervioso en uno de sus párpados. ¿Eran sus excesos con la bebida la causa de su lamentable aspecto? Y en ese caso, ¿qué tortura le había inducido a beber? La muerte de una esposa no podía destruir de ese modo. Según habían averiguado él y Forbes a través de los vecinos y sirvientes, los Cayley eran un matrimonio normal, basado en el cariño mutuo pero carente de una pasión tan arrolladora que pudiera dejar semejante destrucción a su paso cuando faltase un cónyuge.

De hecho, cuanto más pensaba Pitt en ello menos probable le parecía. Hallam había comenzado a dar muestras de exceso en la bebida durante el último año, no desde la muerte de su esposa. ¿Qué había sucedido un año atrás?

Pitt estaba ahora a la altura del cortejo. Hallam se volvió un instante y lo vio. Su rostro se demudó de miedo y reconocimiento, como si la lápida frente a la que pasaba en ese momento fuera la suya y hubiese leído su nombre en ella. Miró a Pitt y titubeó. Jessamyn se acercó a él con semblante tenso e inexpresivo.

—Sigue andando, Hallam —dijo quedamente—. No le hagas caso, está aquí porque es su deber. No tiene importancia. —Hablaba con tono tajante. Se había serenado hasta eliminar todo vestigio de emoción. No tocó a Hallam sino que se mantuvo apartada, por lo menos a un metro de distancia—. Vamos —insistió—, no te quedes ahí parado. Estás bloqueando el paso.

Hallam reanudó la marcha, no porque deseara obedecer a Jessamyn o marcharse, sino porque no tenía sentido quedarse.

Pitt observó las negras espaldas de crespón alejarse por el camino húmedo hacia la entrada del cementerio.

¿Podría Hallam Cayley haber violado a Fanny? Quizá. Emily había dicho que Fanny era aburrida, mediocre, la clase de muchacha incapaz de despertar la excitación de un hombre. Pero Pitt recordaba el cuerpo menudo y blanco tumbado sobre la mesa del depósito de cadáveres, delicado y virginal, casi infantil, de huesos pequeños y piel diáfana. Quizá era esa inocencia lo que atraía. Fanny no hubiese exigido nada, sus deseos todavía no habrían despertado, no habría esperado que la satisficieran, ni hecho comparaciones con otros amantes, ni siquiera con sueños vergonzantes.

Jessamyn había dicho que Fanny era demasiado inocente para despertar el interés de un hombre, demasiado joven para ser mujer. Pero quizá Fanny se había cansado de que la vieran como a una niña y había comenzado a pensar secretamente como mujer, conservando al mismo tiempo la imagen que todo el mundo esperaba de ella. Tal vez había captado el atractivo de Jessamyn y decidido hacerse con una parte de él. ¿Había practicado sus artes en ciernes con Hallam Cayley, imaginándolo indefenso, hasta que una noche cerrada descubrió que no lo era, que había ido demasiado lejos, que sus intentos de seducción habían tenido éxito?

Era creíble. Más creíble que la posibilidad de que Fanny hubiese despertado la lascivia de un sirviente.

La otra opción, desde luego, era que la hubiesen confundido con una criada. Algunas ayudantes de cocina y criadas poseían una figura e incluso una cara parecida a la de Fanny. Sólo las ropas eran radicalmente diferentes. ¿Podían los dedos de un hombre obsesionado advertir en la oscuridad la diferencia entre la seda de Fanny y el algodón de una criada?

Lo ignoraba.

Pero el cuerpo de Fulbert había aparecido en casa de Hallam. Los sirvientes le habían dejado entrar, nadie lo negaba. Pero ¿por qué había ido allí, si no para ver a Hallam? ¿Esperó a que regresara Hallam, como dijo que haría, y luego murió por lo que sabía? ¿O acaso lo mató un sirviente o el ayuda de cámara, también por lo que sabía? Quizá uno de ellos había asesinado a Fanny. Era una posibilidad más.

Pitt no había olvidado que en casa de Hallam pudo entrar otra persona, pero dudaba de que un sirviente la hubiese invitado a pasar. Todos los criados confirmarían tal cosa, aunque sólo fuera para ampliar el círculo de sospechosos y alejarlo de la servidumbre. Pero los muros del jardín no eran altos. Un hombre medianamente ágil podía treparlos sin dificultad. Las ropas habrían quedado marcadas con polvo de ladrillo y manchas de musgo, y habría tenido que deshacerse de ellas. Con todo, Pitt tendría que interrogar a los ayudas de cámara. Haría que Forbes comprobara nuevamente ese detalle.

Había verjas, desde luego, pero sabía que las de Hallam se mantenían cerradas con llave.

Pitt siguió a los últimos dolientes hasta la salida y luego echó a andar hacia la comisaría. Había llegado a la conclusión de que era Hallam. El miedo se reflejaba en la cara del hombre, pero no tenía suficientes pruebas para demostrarlo. Si Hallam lo negaba, si declaraba que alguien siguió a Fulbert y aprovechó la oportunidad para matarlo y dejar el cuerpo en su casa, no podría demostrar que mentía. No podía arrestar a un hombre de la posición social de Hallam Cayley sin un buen argumento.

Si no era capaz de probar la culpabilidad de Hallam, sólo le quedaba refutar las demás teorías, lo cual constituía un argumento pobre e insatisfactorio.

En la comisaría una pequeña duda había quedado aclarada: por qué Algernon Burnon se resistía a revelar el nombre de la persona con quien decía haber estado la noche en que Fanny fue asesinada. Forbes había dado finalmente con ella, una muchacha bonita y alegre que en una sociedad de clase más alta se habría hecho llamar cortesana, pero que dada su clientela habitual no era más que una fulana. Lógicamente, Algernon había preferido ser objeto de una vaga sospecha a desvelar que había estado pagando por semejante capricho mientras su prometida luchaba por su vida.

Al día siguiente, Pitt y Forbes regresaron discretamente a Paragon Walk, llamando a las puertas de servicio y preguntando por los ayudas de cámara. No hallaron prendas con manchas de musgo, humedad o polvo de ladrillo, sólo el polvo propio de un verano seco. Encontraron uno o dos desgarrones, mas había excusa para todos, pues la persona siempre podía decir que se había enganchado al subir o bajar de un coche, o en el jardín. Las espinas de las rosas desgarraban; se había inclinado sobre la hierba a recoger una moneda o un pañuelo.

Pitt llegó incluso a personarse en el jardín de Hallam Cayley y solicitar permiso para examinar los muros que lo flanqueaban. Un sirviente visiblemente turbado lo escoltó en todos sus pasos, observando cada vez con mayor nerviosismo e inquietud cómo Pitt no hallaba marca alguna. Si alguien había trepado últimamente por esas paredes, lo había hecho con una escalera acolchada colocada con cuidado para no triturar el musgo ni arañar el ladrillo, y borró las hendiduras del suelo provocadas por los pies de la escalera. Semejante celo era posible. ¿Cómo pudo trasladar la escalera al otro lado del muro sin dejar grandes surcos en el musgo del bordillo superior? Y de nuevo, ¿qué había sido de las marcas de la escalera en el suelo? El verano era seco, pero la tierra del jardín se mantenía lo bastante blanda para dejar huellas. Pitt probó con el peso de su propio pie y dejó una marca inconfundible.

Había una puerta en el muro del fondo, donde terminaba el sendero, más allá de los álamos temblones, pero estaba cerrada y el ayudante del jardinero aseguró que siempre llevaba encima la llave.

Hallam había salido. Pitt iría a verle al día siguiente, para preguntarle sobre la llave, en caso de que tuviera otra y la hubiese dado o prestado, pero era sólo una formalidad. Dudaba que alguien hubiese entrado en el jardín para acudir a una cita con Fulbert en casa de Hallam, y todavía menos que se tratara de un encuentro fortuito.

Regresó a casa, pero no habló del tema con Charlotte. Deseaba olvidar y disfrutar de su familia, de su paz y su seguridad. Aunque Jemima dormía, Pitt pidió a Charlotte que la despertara y se sentó en la sala con ella acunándola en los brazos, mientras la niña parpadeaba adormilada, preguntándose por qué la habían levantado. Entretanto, Pitt le hablaba de su propia infancia en la gran finca de campo, como si Jemima pudiera entenderle, y Charlotte, sentada frente a él, sonreía. Tenía una costura entre las manos. Pitt creyó reconocer una de sus camisas. Ignoraba si Charlotte comprendía que hablaba de ese modo para olvidar Paragon Walk y a cuanto debía enfrentarse al día siguiente. Si lo sabía, fue lo bastante sabia para no mencionarlo.

No había novedades en la comisaría. Pitt solicitó ver a sus superiores para contarles su plan. Si no hallaba otra explicación, otra llave que abriera la puerta del jardín y alguien que hubiese visto entrar a un extraño, entonces tendría que suponer que se trataba de un residente de la casa de Cayley e interrogar desde ese ángulo no sólo a los sirvientes, sino al propio Hallam.

A los superiores no les gustó la idea, en especial la de acusar a Hallam, pero aceptaron la teoría de que, inevitablemente, tenía que haber sido alguien de la casa, probablemente el ayuda de cámara o el sirviente.

Pitt no discutió ni explicó todas las razones por las que creía que era Hallam. Después de todo, sus deducciones se basaban únicamente en el sufrimiento reflejado en el rostro del hombre, en un miedo interno que superaba todas las apariencias. Los superiores de Pitt habrían argumentado que no eran sino los temores propios de un hombre que bebía demasiado y no podía dominarse. Y Pitt no hubiera podido contradecirles.

Llegó a la avenida a media mañana y fue directamente a casa de Hallam. Llamó a la puerta y esperó. Sorprendentemente, nadie acudió a abrirle. Llamó de nuevo, pero tampoco obtuvo respuesta. ¿Acaso la crisis doméstica había entretenido al sirviente hasta el punto de hacerle desatender sus obligaciones?

Decidió acercarse por la puerta de la cocina. Seguro que allí encontraría a alguien. Siempre había criadas en las cocinas, a cualquier hora del día.

Todavía se hallaba a varios metros de la puerta cuando vio a la fregona. La muchacha levantó la vista y dio un grito.

—Buenos días —saludó Pitt, forzando una sonrisa.

La chica se había quedado inmóvil, sin habla.

—Buenos días —repitió Pitt—. He llamado a la puerta principal pero nadie me ha oído. ¿Puedo entrar por la cocina?

—Los sirvientes tienen el día libre —balbuceó la muchacha—. Sólo estamos yo y Polly, la cocinera. Y el señor Cayley sigue durmiendo.

Pitt blasfemó para sus adentros. ¿Había permitido ese zoquete de agente que los sirvientes abandonaran Paragon Walk, incluido el asesino?

—¿Adónde han ido?

—Bueno, el ayuda de cámara Hoskins está en su habitación, creo. No le he visto pero Polly le llevó una bandeja con tostadas y té. Y Albert, el sirviente, creo que está rondando la casa de los Dilbridge porque se ha encaprichado con una de sus criadas. ¿Ocurre algo, señor?

Pitt experimentó alivio. Esta vez la sonrisa fue genuina.

—No, creo que no. Pero de todos modos me gustaría entrar. ¿Alguien podría despertar al señor Cayley? Necesito hacerle unas preguntas.

—Oh, no seré yo quien lo despierte. Al señor Cayley no le gustaría. No se levanta con buen pie por las mañanas. —La muchacha parecía inquieta, como si temiera que la culparan de la llegada de Pitt.

—Te creo. Pero se trata de un asunto oficial y no puedo esperar. Déjame entrar y, si lo prefieres, yo mismo le despertaré.

La joven vaciló, pero reconocía la autoridad sólo con oírla y guio obedientemente a Pitt a través de la cocina hasta la puerta tapizada de verde que conducía al resto de la casa. La muchacha se detuvo allí mismo y Pitt comprendió.

—Muy bien —dijo suavemente—. Diré al señor Cayley que no tuviste más remedio que dejarme pasar. —Empujó la puerta y entró en el vestíbulo. Apenas había alcanzado el pie de la escalera cuando un movimiento casi imperceptible atrajo su vista, sólo dos o tres centímetros, como un peso suelto entre los pilares de madera de la escalera.

Miró hacia arriba.

Era Hallam Cayley, balanceándose ligeramente del cordón de su batín, que llevaba atado al cuello y colgaba de la barandilla del rellano del primer piso.

Pitt quedó paralizado durante un segundo. Después, todo se le reveló como algo terrible y trágicamente inevitable.

Subió lentamente las escaleras hasta alcanzar el rellano. De cerca, era evidente que Hallam estaba muerto. Tenía la cara abigarrada pero no mostraba el tono púrpura que caracteriza la asfixia. Debió de romperse el cuello nada más saltar. Tuvo suerte. Un hombre de su peso podría haber roto el cordón y terminado dos pisos más abajo con la espalda rota pero todavía vivo.

Pitt no podía levantarlo solo. Tendría que enviar a un sirviente en busca de Forbes, del forense y de todo el equipo. Dio media vuelta y descendió pausadamente la escalinata. Qué final tan triste y previsible para una historia desdichada. No sentía satisfacción, ni creía estar cerca de la solución del caso. Cruzó la puerta tapizada y simplemente dijo a la cocinera y la muchacha que el señor Cayley había muerto y que era preciso ir a la casa vecina para pedir a un criado que fuera en busca de la policía, el forense y un coche fúnebre.

Presenció menos histerismo del que había previsto. Quizá el hallazgo del cadáver de Fulbert había curado a ambas mujeres de espanto. Quizá se les había agotado la capacidad de conmocionarse.

Regresó al primer piso para examinar a Hallam y comprobar si había dejado alguna carta de explicación o confesión. No tardó mucho en encontrarla. Estaba en el dormitorio, sobre un pequeño escritorio. La pluma y el tintero descansaban junto a la carta. Estaba abierta y no iba dirigida a nadie:

Yo violé a Fanny. Dejé la fiesta de Freddie, salí al jardín y luego a la calle. Tropecé con Fanny por casualidad.

Todo comenzó como un flirteo, semanas antes de eso. Fanny se lo estaba buscando. Ahora me doy cuenta de que ella no comprendía lo que estaba haciendo, pero en aquel momento yo me hallaba fuera de mí.

Sin embargo, juro que no la maté.

Por lo menos, al día siguiente lo habría jurado. Al día siguiente estaba tan impresionado como los demás.

Tampoco le puse la mano encima a Selena Montague. Lo habría jurado. Ni siquiera recuerdo qué hice aquella noche. Estaba bebiendo. Pero nunca me gustó Selena, ni estando borracho la habría forzado.

He meditado sobre el asunto hasta obsesionarme. Me he despertado en medio de la noche helado de miedo. ¿Estaré volviéndome loco? ¿Apuñalé a Fanny sin darme cuenta de lo que hacía?

No vi a Fulbert vivo el día que lo mataron. Yo no estaba en casa cuando fue a verme, y cuando regresé el sirviente me comunicó que me esperaba en el piso de arriba. Lo encontré en el dormitorio verde, pero ya estaba muerto, tumbado boca abajo con una herida en la espalda. Mas no recuerdo haberlo matado. ¡Ayúdame, Dios!

Oculté el cuerpo. Estaba aterrado. Yo no le maté, pero sabía que me acusarían del crimen. Lo metí en la chimenea. Había mucho espacio y yo soy más grande que Fulbert. Cuando lo levanté, me sorprendí de lo ligero que era, pese a tratarse de un peso muerto. No fue fácil introducirlo por el tiro, pero éste contiene hornacinas para los deshollinadores y finalmente lo conseguí. Pensé que podía dejarlo allí para siempre si cerraba la habitación con llave. Olvidé que pronto tocaba la limpieza general y que la señora Heath tenía una llave maestra.

Quizá estoy loco. Tal vez maté a los dos y mi cerebro está tan ofuscado o enfermo que no lo recuerda. En mí hay dos personas, una que vive atormentada, solitaria, llena de remordimientos, acosada por el miedo, y que ignora a la otra mitad, la cual sólo Dios o el diablo conocen. Un salvaje, un loco que asesina una y otra vez.

La muerte es lo mejor que puede sucederme. Sólo vivo para ahogar en la bebida las atrocidades de mi otro ser.

Lo lamento profundamente por Fanny. Sé que la forcé. Pero si la maté, a ella o a Fulbert, fue mi otro yo quien lo hizo, una criatura que desconozco pero que por lo menos morirá conmigo.

Pitt dejó la carta sobre el escritorio. Estaba acostumbrado a compadecerse, a la punzada de un dolor inalcanzable para el que no había bálsamo.

Volvió al rellano. En ese momento la policía entraba por la puerta principal. Ahora tendría lugar el largo ritual del examen forense, el registro de las pertenencias de Hallam, el informe de su confesión. Pitt no tenía sensación de triunfo.

Por la noche, cuando regresó a casa, contó lo sucedido a Charlotte, no porque hablar le aliviara sino porque el asunto afectaba a Emily.

Charlotte guardó silencio durante unos instantes y después se sentó lentamente.

—Pobre hombre —suspiró con suavidad—. Estaba obsesionado.

Pitt se sentó frente a ella, contemplando su cara, tratando de apartar de su mente a Hallam y todo lo relacionado con Paragon Walk. Hubo un largo silencio y consiguió su propósito. Comenzó a pensar en las cosas que él y su mujer podían hacer, ahora que el caso estaba cerrado e iba a gozar de tiempo libre. Jemima ya era demasiado mayor para temer que el frío perjudicara su salud. Podrían ir río arriba en uno de esos barcos de recreo, incluso preparar un almuerzo y sentarse a comer en la orilla, si el tiempo se mantenía agradable. A Charlotte le gustaría. Podía imaginarla rodeada por la falda extendida sobre la hierba, el cabello radiante como las castañas bajo el sol.

A lo mejor el año que viene, si vigilaban cada penique que gastaban, podrían pasar unos días en el campo. Jemima ya caminaría para entonces. Podría descubrir todas las cosas hermosas, remansos de agua en las piedras, flores bajo los setos, quizá un nido de pájaros, todas las cosas que él había conocido de niño.

—¿Crees que fue la muerte de su esposa la que generó su locura? —La voz de Charlotte interrumpió su ensimismamiento y le devolvió bruscamente a la realidad.

—¿Qué?

—La muerte de su esposa —repitió ella—. ¿Crees que el dolor y la soledad le atormentaron hasta el extremo de precipitarlo a la bebida y la locura?

—Lo ignoro. —Pitt no quería pensar en eso—. Tal vez. Hallé viejas cartas de amor entre sus cosas. Se diría que las había leído varias veces, pues tenían los márgenes doblados y había algún que otro desgarrón. Eran cartas muy íntimas, muy posesivas.

—Me pregunto cómo era ella. Falleció antes de que Emily se mudara a Paragon Walk, de modo que nunca la conoció. ¿Cómo se llamaba?

—No lo sé, no se molestó en firmar las cartas. Imagino que simplemente las dejaba por la casa para que él las encontrara.

Charlotte esbozó una sonrisa triste.

—Debe de ser terrible amar a una persona con tanta intensidad y luego perderla. Se diría que la vida de Hallam comenzó a desmoronarse desde entonces. Espero que si muero me recuerdes siempre, pero no de ese modo…

La idea era espantosa e introdujo en la sala la oscuridad de la noche, vacía e inmensa, interminable, fría como la lejanía de las estrellas. Pitt experimentó una abrumadora compasión por Hallam. No había palabras para explicarlo, sólo dolor.

Charlotte avanzó y se arrodilló en el suelo frente a Pitt, tomándole suavemente las manos. Su expresión era serena y él podía sentir el calor de su cuerpo. Ella no intentó hablar, no intentó buscar palabras reconfortantes, pero había una seguridad en su silencio que iba más allá de la comprensión de Pitt.

Pasaron varios días antes de que Emily la visitara, y cuando entró, como un remolino de muselina moteada, resplandecía más que nunca. Había ganado bastante peso, pero su piel seguía impecable y había un nuevo brillo en sus ojos.

—¡Estás radiante! —exclamó Charlotte—. ¡Deberías tener hijos todos los días!

Emily la miró con una fingida mueca de disgusto. Se sentó en la silla de la cocina y pidió una taza de té.

—Todo ha terminado —dijo con determinación—. Por lo menos una parte del misterio.

Charlotte se volvió lentamente hacia la mesa al tiempo que sus pensamientos cobraban forma.

—¿Insinúas que tú tampoco estás contenta? —preguntó con cautela.

—¿Contenta? —inquirió sorprendida Emily—. ¿Cómo quieres que lo esté, Charlotte? ¿No crees que fue Hallam? —Hablaba con voz incrédula y los ojos muy abiertos.

—Supongo que sí —repuso pausadamente Charlotte, vertiendo agua en el hervidor y haciéndola rebosar sobre el fregadero sin darse cuenta—. Admitió que forzó a Fanny, y no existía otro motivo para matar a Fulbert…

—¿Pero? —le desafió Emily.

—No lo sé. —Charlotte cerró el grifo y vació el exceso de agua—. De verdad no lo sé.

Emily se inclinó hacia adelante.

—¡Pues yo te lo diré! No hemos descubierto qué vio la señorita Lucinda y qué está ocurriendo en Paragon Walk. ¡Y algo está ocurriendo! No pretendas hacerme creer que todo lo sucedido tenía relación con Hallam, porque no es así. Phoebe está más atemorizada que nunca, como si la muerte de Hallam fuese un hilo más de esa imagen terrible que no alcanza a vislumbrar. Ayer me dijo algo muy extraño, y en parte por eso he venido a verte, para contártelo.

—¿Qué? —Charlotte parpadeó. De repente, todo le parecía irreal y sin embargo inevitable—. ¿Qué te dijo?

—Que los hechos acaecidos hasta ahora han concentrado al diablo en la avenida y que ya es tarde para exorcizarlo. No quiere ni imaginar cuál será la próxima desgracia.

—¿Crees que está loca?

—No, en absoluto —aseguró Emily—. Por lo menos, no la clase de locura que estás pensando. Phoebe es tonta, desde luego, pero sabe lo que se dice, aunque se resista a desvelarlo.

—Bien, ¿y cómo piensas averiguarlo? —preguntó Charlotte. La idea de abstenerse de descubrir algo jamás cruzaba su mente.

Emily también lo había dado por sentado.

—He hecho algunas deducciones a partir de los comentarios de la gente —dijo, concentrándose en el asunto—. Estoy casi segura de que tiene algo que ver con los Dilbridge, por lo menos con Freddie Dilbridge. Ignoro quién más está implicado, pero Phoebe lo sabe y eso la tiene aterrada. Los Dilbridge celebrarán una fiesta al aire libre dentro de diez días. George no aprueba que vaya, pero yo pienso ir y tú vendrás conmigo. Abandonaremos la fiesta sin ser vistas y exploraremos la casa. Si actuamos con astucia, seguro que descubrimos algo. Si en ese lugar se han producido hechos perversos, tiene que haber rastro de ellos. Quizá descubramos qué vio la señorita Lucinda. Tiene que estar allí.

Charlotte recordó el cuerpo chamuscado de Fulbert deslizándose por el tiro de la chimenea. Tardaría mucho tiempo en recuperar el deseo de hurgar en casas ajenas en busca de respuestas, pero, aun así, no podía dejar el asunto en el aire.

—Bien —dijo con firmeza—. ¿Qué vestido me pondré?