8

Avisaron a Pitt y éste partió de inmediato en el mismo taxi que había traído el mensaje, mas para cuando llegó a Paragon Walk, Selena ya lucía un discreto vestido de Emily y estaba sentada en el gran sofá del gabinete. Había recuperado la serenidad. Tenía el rostro sonrojado, las manos hechas un nudo en el regazo, pero relató lo ocurrido con admirable frialdad.

Regresaba a casa de una breve visita a Grace Dilbridge, con paso ligero para llegar antes de que oscureciera, cuando un hombre corpulento y de extraordinaria fuerza la atacó por detrás y la arrojó sobre el césped, cerca de la rosaleda. La otra parte de la historia era demasiado espantosa, y probablemente Pitt, hombre delicado, no esperaba que Selena la describiera. ¡Con decir que había sido violada era suficiente! ¿Por quién?, lo ignoraba. No alcanzó a verle la cara, ni podía describir su aspecto, sólo su asombrosa fuerza y la ferocidad de sus instintos animales.

Pitt interrogó a Selena sobre cuanto pudo haber notado sin ser consciente de ello: la calidad de la vestimenta de su agresor, si llevaba camisa debajo de la chaqueta, ¿blanca u oscura?, ¿eran ásperas sus manos?

Selena solamente reflexionó un breve instante.

—¡Sí! —dijo con un ligero pestañeo de sorpresa—. ¡Tiene razón! Vestía ropa buena. Debía de ser un caballero. Recuerdo unos puños de camisa blancos. Y sus manos eran suaves, pero… —bajó los ojos— muy fuertes.

Pitt insistió, pero Selena no podía contarle más. Estaba cada vez más angustiada y finalmente se quedó sin habla.

Pitt se vio obligado a desistir y volvió a la tarea rutinaria de buscar detalles. Durante una noche larga y agotadora, él y Forbes interrogaron a todos los hombres de la avenida, obligándoles a salir de la cama malhumorados y asustados. Como en las ocasiones previas, todos dieron cuenta de su paradero de forma totalmente razonable, pero ninguno pudo demostrar que no hubiese salido durante aquellos breves y decisivos minutos.

Durante el hecho Afton Nash se hallaba en su estudio, pero la estancia daba al jardín y bien podía salir a la calle sin ser visto. Jessamyn Nash estaba tocando el piano y no podía asegurar que Diggory no se hubiese movido del salón en toda la noche. Freddie Dilbridge se hallaba solo en el cobertizo de su jardín. Dijo que estaba estudiando algunos cambios en la decoración. Grace no estaba con él. Hallam Cayley y Paul Alaric vivían solos. Lo único realmente claro era que George se encontraba en la ciudad y era prácticamente imposible que hubiese regresado a Paragon Walk sin ser visto.

Interrogaron a todos los sirvientes y sus declaraciones se comprobaron. Algunos, durante el hecho, estaban ocupados en actividades que hubieran preferido no desvelar. Se descubrieron tres aventuras amorosas y una timba de cartas donde se jugaban sumas nada despreciables. Probablemente al día siguiente se produciría más de un despido. Con todo, la mayoría de los sirvientes pudo demostrar dónde estaba, o bien se hallaba justamente donde se esperaba que estuviera.

Al final de la noche, en un amanecer apacible y cálido, con los ojos enrojecidos por el sueño y la garganta seca, Pitt sabía tanto como al principio.

Dos días más tarde, Pitt recibió de París el informe referente a Paul Alaric. Se quedó inmóvil en medio de la comisaría, con el papel en la mano, más desconcertado que nunca. La policía de París no había encontrado información alguna sobre el señor Alaric y se disculpaba por el retraso de la respuesta, explicando que habían solicitado ayuda a las principales comisarías de Francia, pero ninguna había obtenido datos categóricos. Existían, naturalmente, una o dos familias con ese apellido, pero ninguno de sus miembros encajaba en la descripción en cuanto a edad, rasgos físicos y demás. Además, habían comprobado el paradero de todos ellos. Y, a ciencia cierta que no había expedientes que acusaran, y aún menos condenaran, a ese hombre por agresiones deshonestas a mujeres.

Pitt se preguntó por qué Alaric había mentido sobre su origen.

Entonces recordó que Alaric jamás había mencionado nada sobre su origen. La gente comentaba que era francés, pero Alaric nunca había dicho nada al respecto y a Pitt nunca se le ocurrió preguntar. La acusación de Freddie Dilbridge se debía, probablemente, a lo que Grace había dicho: el deseo de desviar la atención de sus propios amigos. ¿Qué mejor forma que acusando al único extranjero de Paragon Walk?

Pitt desechó la respuesta de París y regresó a la investigación práctica.

La investigación siguió su curso a lo largo de días interminables y calurosos, plagada de tediosos interrogatorios, y poco a poco Pitt tuvo que desviar su atención hacia otros crímenes. El resto de Londres no había interrumpido sus robos, fraudes y actos violentos, y Pitt no podía invertir todo su tiempo en un solo caso, por muy trágico o peligroso que fuera.

Paragon Walk recuperó poco a poco la normalidad. Naturalmente, nadie olvidó el trágico hecho ocurrido a Selena. Las reacciones de la gente eran diversas. Curiosamente, Jessamyn fue la más comprensiva. La vieja enemistad entre ambas mujeres parecía haberse desvanecido. Emily estaba fascinada, pues no sólo hacían gala de compartir una nueva amistad, sino que ambas desprendían un aire de satisfacción, como si cada una sintiera, a su manera, que había obtenido una victoria.

Jessamyn se preocupaba sobremanera por Selena y no perdía ocasión de colmarla de atenciones e instar a los demás a que la imitaran. Como es lógico, su comportamiento consiguió que nadie olvidara el incidente, hecho que Emily advirtió y transmitió a Charlotte cuando fue a verla.

Curiosamente, a Selena no parecía importarle. Enrojecía y sus ojos brillaban siempre que se tocaba el tema, por supuesto indirectamente —nadie podía permitirse la vulgaridad de emplear palabras desagradables—, pero no parecía ofenderse.

Obviamente, había otros que lo veían de forma muy diferente. George evitó hablar del asunto y Emily se lo permitió durante un tiempo. Había decidido olvidar la aventura de su marido con Selena siempre y cuando no se repitiera. Pero una mañana se le presentó una ocasión demasiado buena para dejarla escapar, y casi sin darse cuenta la aprovechó.

George levantó la vista del desayuno. Tía Vespasia había bajado pronto esa mañana y se había servido compota de albaricoque con nueces y una tostada muy fina.

—¿Qué planes tienes para hoy, tía Vespasia? —preguntó George.

—Esmerarme en evitar a Grace Dilbridge —replicó ella—, lo cual no será tarea fácil, pues debo hacer algunas visitas ineludibles y estoy segura de que ella tendrá las mismas. Habré de planearlas de modo que no nos crucemos a cada paso.

—¿Por qué quieres evitarla? —preguntó inocentemente George—. Es una mujer inofensiva.

—Y terriblemente tediosa —repuso tía Vespasia, terminando su tostada—. Antes pensaba que sus sufrimientos y la continua expresión de resignación en sus ojos constituían el colmo del aburrimiento. Pero eso no es nada comparado con sus opiniones sobre las mujeres acosadas, la brutalidad endémica de los hombres y ciertas mujeres que contribuyen a la desgracia de todos con sus incitaciones. Es más de lo que puedo soportar.

Por una vez, Emily habló un segundo antes de pensar. Sus sentimientos hacia Selena eran más fuertes que su prudencia habitual.

—Esperaba que estuvieras de acuerdo con ella, por lo menos en algunos aspectos —dijo volviéndose hacia Vespasia, con un tono ligeramente afilado.

Los ojos grises de Vespasia se agrandaron.

—Discrepar de Grace Dilbridge y sin embargo tener que escucharla con educación forma parte de los inconvenientes habituales de la alta sociedad, querida —respondió—. Ser partidaria de la honestidad, estar de acuerdo con Grace y además decirlo es más de lo que se puede pedir a una persona. Es la primera vez que estamos de acuerdo en algo, y resulta intolerable. ¡Selena es una mujer con historia! Hasta un tonto se daría cuenta. —Se levantó y se sacudió una miga inexistente de la falda.

Emily mantuvo la mirada baja durante un largo instante. Luego observó a George, que desvió los ojos de tía Vespasia cuando ésta salía por la puerta y los clavó en Emily.

—Pobre tía Vespasia —dijo ésta—. Grace es una santurrona, pero hay que reconocer que esta vez tiene razón. No me gusta hablar mal de las mujeres, y aún menos de una amiga, pero Selena siempre se ha comportado de una forma… no exactamente incitante —vaciló—, pero dando a entender que… —Se detuvo, sosteniendo la mirada de su marido.

El rostro de George estaba pálido, rígido por el recelo.

—¿Qué? —preguntó.

—En fin… —Emily esbozó una sonrisa significativa—. En fin… ha sido demasiado tolerante consigo misma, ¿no crees, querido? Y esa clase de persona atrae… —El semblante de su marido le indicó que la comprendía perfectamente. Ya no había secretos.

—Emily —comenzó George, golpeando su taza con la manga.

Emily no quería hablar del tema. Las excusas eran dolorosas y no deseaba oírlas de boca de George. Fingió creer que su marido se disponía a criticarla.

—Oh, sé que piensas que no debería hablar así de Selena después de la terrible experiencia que ha sufrido. —Cogió la tetera por hacer algo, pero su pulso no se mostró tan firme como hubiera deseado—. Pero te prometo que lo que dice tía Vespasia es cierto. Con todo, estoy segura de que no se repetirá. Las cosas cambiarán mucho para Selena a partir de ahora, ¡pobrecilla! —Se serenó lo bastante para sonreír y sostener la tetera prácticamente sin temblar—. ¿Quieres más té, cariño?

George miró a su esposa con una mezcla de incredulidad y respeto reverencial.

Ella lo percibió, experimentando un cálido y delicioso estremecimiento de satisfacción.

Se quedaron inmóviles unos instantes, dejando trabajar el entendimiento.

—¿Té? —repitió al fin Emily.

George alargó su taza.

—Espero que tengas razón —dijo lentamente—. En realidad estoy seguro de que la tienes. Sin duda las cosas serán muy diferentes a partir de ahora.

Emily se relajó, miró a su marido con una sonrisa deslumbrante y le sirvió té, dejando que la taza se llenara más allá de lo que aconsejaba el buen gusto.

George miró la taza con cierto asombro. Luego sonrió también, amplia e intensamente, como alguien que ha sido felizmente sorprendido.

La señorita Laetitia se abstuvo de hacer comentarios sobre el suceso de Selena, pero la señorita Lucinda habló por las dos, vertiendo opiniones variopintas que acrecentaban su convicción de que algo absolutamente perverso estaba sucediendo en Paragon Walk, y pensaba invertir todo su valor en descubrirlo. Lady Tamworth la animó enérgicamente, pero no hizo nada.

Afton Nash también opinaba que sólo las mujeres que incitan al acoso lo sufren, y por tanto no merecen la compasión de nadie. Entretanto, Phoebe seguía retorciéndose las manos y cada vez parecía más aterrada.

Hallam Cayley seguía bebiendo.

La mañana posterior al nuevo acontecimiento, Emily pidió su coche y se presentó sin avisar en casa de Charlotte con la noticia. Al descender del coche casi se dio de bruces contra la calzada, sin prestar atención a la ayuda del lacayo a causa de la emoción, y olvidó darle instrucciones. Aporreó la puerta de Charlotte.

Charlotte, con un delantal hasta el cuello y recogedor en mano, abrió la puerta y miró atónita a su hermana.

Emily irrumpió en la casa como una exhalación.

—¿Te encuentras bien? —Charlotte cerró la puerta y siguió a su hermana, que corrió hasta la cocina y se derrumbó en una silla.

—¡Me encuentro estupendamente! —respondió Emily—. Nunca adivinarías qué ha ocurrido. ¡La señorita Lucinda ha tenido una aparición!

—¿Una qué? —Charlotte miró incrédula a su hermana.

—Siéntate y prepara té —le ordenó Emily—, estoy muerta de sed. ¡La señorita Lucinda tuvo una aparición ayer noche! Se ha repantigado en la tumbona de su gabinete en estado de shock y todos los vecinos han corrido a verla picados por la curiosidad. Tiene cortejo para rato. Me hubiera encantado ir, pero tenía que venir a contártelo. ¿No te parece ridículo?

Charlotte había puesto el agua a hervir. Los utensilios del té ya estaban preparados, pues había previsto tomar una taza una o dos horas más tarde. Tomó asiento al otro lado de la mesa y observó la cara encendida de Emily.

—¿Una aparición? ¿Qué clase de aparición? ¿El fantasma de Fanny? Esa mujer está loca. ¿Crees que bebe?

—¿La señorita Lucinda? ¡Dios santo, no! ¡Tendrías que oír lo que dice sobre la gente que bebe!

—Eso no significa que no lo haga.

—En cualquier caso, no bebe. Y no vio ningún fantasma, sino algo horrible y perverso, que la miraba a través de la ventana con la cara pegada al cristal. Dijo que era de color verde claro, de ojos rojos y con dos cuernos en la cabeza.

—¡Oh, Emily! —Charlotte estalló en una carcajada—. ¡No puedo creerlo! ¡Esas cosas no existen!

Emily se inclinó.

—Pero eso no es todo —prosiguió impaciente—. Una de las criadas vio algo que huía a grandes zancadas y saltaba el seto. Y el perro de Hallam Cayley se pasó la noche aullando.

—Quizá lo que vio fue el perro de Hallam Cayley —sugirió Charlotte—. Y el pobre animal aullaba porque habían vuelto a encerrarle y puede que hasta lo azotaran por haberse escapado.

—¡Tonterías! Se trata de un perro pequeño, y no es verde.

—Quizá confundió las orejas con unos, cuernos. —Charlotte no estaba dispuesta a rendirse. De pronto rompió a reír—. Pero me habría encantado ver la cara de la señorita Lucinda. Apuesto a que estaba tan verde como el monstruo de la ventana.

Emily también se echó a reír. El hervidor del agua estaba rociando la cocina de vapor, pero ninguna de ellas lo notó.

—En realidad no tiene gracia —dijo finalmente Emily, enjugándose las lágrimas.

Charlotte reparó en que el agua hervía y se levantó para preparar el té, sorbiendo y frotándose las mejillas con la punta del delantal.

—Lo sé —convino— y lo siento, pero es tan absurdo que me resulta imposible escucharte sin inmutarme. Imagino que Phoebe estará aún más asustada.

—No sé nada de Phoebe, pero no me sorprendería que también ella haya decidido meterse en la cama. Siempre lleva consigo un crucifijo tan grande como una cuchara de té. Dudo que un hombre osara acosar a una mujer que porta semejante protección.

—Pobrecilla. —Charlotte colocó la tetera en la mesa y se sentó de nuevo—. ¿Crees que avisarán a Thomas?

—¿Por una aparición? Antes llamarían al párroco.

—¿Para un exorcismo? —dijo Charlotte con deleite—. ¡Me encantaría verlo! ¿Crees que lo harán?

Emily enarcó las cejas y soltó una risilla sofocada.

—¿De qué otra forma es posible deshacerse de un monstruo verde con cuernos?

—Con un poco más de agua y un poco menos de imaginación —respondió ásperamente Charlotte. Pero al punto su expresión se suavizó—. Pobre mujer. Supongo que tiene pocas cosas que hacer. Los únicos acontecimientos importantes de su vida son los que ella misma inventa. Nadie la necesita en realidad. Por lo menos, después de esto será famosa durante unos días.

Emily alargó el brazo y sirvió el té, pero no respondió. Era una idea triste y patética.

A finales de agosto, los Dilbridge ofrecieron una cena a la que Emily y George estaban invitados junto con el resto de vecinos de Paragon Walk. Sorprendentemente, la invitación incluía a Charlotte.

Sólo habían transcurrido diez días desde la aparición de la señorita Lucinda y el interés de Charlotte permanecía muy vivo. Además, no tenía que preocuparse de su aspecto para la ocasión. Seguro que Emily tenía en mente algún vestido para ella. Como siempre, la curiosidad fue más fuerte que el orgullo y Charlotte aceptó sin vacilar otro vestido de tía Vespasia, adecuadamente retocado por la doncella de Emily. La prenda era de raso color ostra con un encaje que fue sustituido en su mayoría por gasa para darle un aire más juvenil. Charlotte giró lentamente frente al espejo móvil y lo que vio la satisfizo en suma. También le pareció maravilloso que otra persona la peinara. Le costaba mucho recogerse el cabello detrás de la cabeza con elegancia. Sus manos siempre parecían hallarse en el ángulo equivocado.

—Deja ya de admirarte —dijo Emily con sequedad—. Te estás volviendo vanidosa y no te sienta bien.

Charlotte sonrió.

—Puede, pero ¡es maravilloso! —Se recogió las faldas, agitándolas ligeramente, y descendió con Emily hasta el vestíbulo, donde George las aguardaba. Tía Vespasia había decidido no ir, aunque la invitación la incluía a ella también.

Hacía mucho que Charlotte no acudía a una fiesta y nunca le habían divertido en exceso. Pero esta vez se sentía diferente. Esta vez su madre no la acompañaba para hacerla desfilar frente a jóvenes casaderos de buena familia, y sentía la seguridad del amor de Pitt, ya no le angustiaba lo que la sociedad pudiera pensar de ella y no tenía necesidad de impresionar. Podía ser ella misma y no tenía que hacer esfuerzos, pues básicamente iba de espectadora. Los dramas de Paragon Walk no le afectaban, porque la principal tragedia no tenía que ver con Emily, y si Emily deseaba involucrarse en farsas menores era su problema.

La cena resultó poco concurrida para lo que era habitual en los Dilbridge. Charlotte apenas divisó dos o tres caras nuevas. Simeón Isaacs estaba allí con Albertine Dilbridge, hecho que, naturalmente, mereció la desaprobación de lady Tamworth. Las señoritas Horbury iban de rosa, color que favorecía asombrosamente a la señorita Laetitia.

Jessamyn Nash lucía un vestido de color gris perla. Estaba deslumbrante. Sólo ella podía dar vida a ese color dejando intacta, al mismo tiempo, su esencia espectral. Por un momento Charlotte sintió envidia.

Entonces vio a Paul Alaric, que estaba junto a Selena, escuchándola con la cabeza ligeramente ladeada, elegante y con expresión vagamente divertida.

Charlotte elevó aún más el mentón y se acercó a ellos con una sonrisa radiante.

—Señora Montague —saludó vivazmente—, me alegra verla con tan buen aspecto. —No deseaba ser demasiado clara y todavía menos delante de Alaric. La mordacidad podía divertir al francés, pero seguro que no era digna de su admiración.

Selena se sorprendió. Al parecer, no era el comentario que había esperado.

—Me encuentro estupendamente, gracias —respondió, enarcando las cejas.

Intercambiaron naderías, pero a medida que observaba a Selena, Charlotte advirtió lo acertado de su observación. Selena tenía un aspecto excelente. Nada indicaba que no hacía mucho había sufrido la violencia y la obscenidad de una violación. Tenía la mirada brillante y sus mejillas desprendían un rubor tan subido y delicado al mismo tiempo, que Charlotte llegó a la conclusión de que era natural. Se movía con cierta presteza, haciendo pequeños gestos con las manos, recorriendo el salón con la mirada. Si su actitud constituía una exhibición de coraje, un desafío al consenso tácito de que una mujer violada era, en cierto modo, una mujer justamente mancillada cuya mancha debía recordar el resto de su vida, entonces Charlotte, aun cuando le disgustaba, no podía por menos que admirarla.

No hizo nuevas alusiones al incidente y la conversación derivó hacia otros temas, pequeñas noticias de los periódicos, frivolidades del mundo de la moda. Al cabo se retiró, dejando a Selena a solas con Alaric.

—Tiene un aspecto formidable, ¿no le parece? —observó Grace Dilbridge, sacudiendo levemente la cabeza—. Pobrecilla, no comprendo cómo lo aguanta.

—Ha de ser muy valiente —respondió Charlotte. No era fácil alabar a Selena, pero para ella la sinceridad estaba por encima de todo—. Es realmente admirable.

—¿Admirable? —La señorita Lucinda se volvió raudamente con expresión contrariada—. Obviamente está en su derecho de elegir a las personas que admira, señora Pitt, pero en mi opinión Selena es una desvergonzada y constituye una deshonra para el sexo femenino. Creo que la próxima temporada cambiaré de lugar. Me resultará muy penoso, pero Paragon Walk está adquiriendo una reputación intolerable.

Charlotte se sintió demasiado sorprendida para responder de inmediato, y al parecer Grace Dilbridge tampoco sabía qué decir.

—Una descarada —repitió la señorita Lucinda, mirando a Selena, que ahora caminaba del brazo de Alaric en dirección al jardín.

Alaric sonreía, pero había algo en la inclinación de su cabeza que delataba cortesía más que interés. Parecía incluso vagamente divertido.

La señorita Lucinda bufó.

Al fin, Charlotte recuperó el habla.

—Su observación me parece cruel, señorita Lucinda, y muy injusta. La señora Montague fue la víctima del crimen, no la autora.

—¡Tonterías! —Era Afton Nash, con el rostro pálido y la mirada fulgurante—. Me cuesta creer que sea usted tan ingenua, señora Pitt. Los encantos femeninos son irresistibles… para algunos. —Examinó a Charlotte de arriba abajo con un desprecio que parecía despojarla de su precioso vestido de raso, dejándola expuesta a la curiosidad y las mofas de los demás—. Pero si piensa que lo son hasta el extremo de inducir a los hombres a forzar a las mujeres, sobrestima a su propio sexo. —Esbozó una sonrisa helada—. Existen muchas mujeres fácilmente excitables que hasta encuentran un placer perverso en la violencia y en el sometimiento a ella. Ningún hombre necesita arriesgar su reputación forzando a una mujer, independientemente de lo que ésta decida contar después.

—¡Eso es intolerable! —Algernon Burnon estaba cerca y había oído el comentario. Dio un paso adelante, con el rostro ceniciento y el cuerpo tembloroso—. Le exijo que retire lo dicho y se disculpe.

—¿Qué hará si me niego? —dijo Afton sin alterar su sonrisa—. ¿Pedirme que elija entre espadas y pistolas? ¡No sea ridículo, joven! Oféndase si quiere. Es libre de creer cuanto desee acerca de las mujeres, ¡pero no pretenda que yo comparta su opinión!

—Un hombre decente —repuso fríamente Algernon— no hablaría mal de los muertos ni insultaría la aflicción de otro hombre. Y fueran cuales fueren sus debilidades o vergüenzas más íntimas, no se mofaría públicamente de ellas.

Para sorpresa de Charlotte, Afton no contestó. Con el rostro lívido, miró a Algernon como si no hubiera nadie más en la habitación. Los segundos pasaban y hasta Algernon pareció asustarse de la intensidad del odio de Afton. Al cabo, Afton giró sobre sus talones y se alejó con paso largo.

Charlotte respiró profundamente. Ni siquiera sabía por qué estaba atemorizada. No comprendía qué había ocurrido, y se diría que el propio Algernon tampoco. El joven parpadeó y se volvió hacia ella.

—Lamento haberla turbado, señora Pitt. Son temas que no deben discutirse delante de una dama. No obstante —respiró hondo—, le agradezco que haya defendido a Selena, por la memoria de Fanny…

Charlotte sonrió.

—Lo sé. Y todo el que se precie de amigo haría lo mismo.

Algernon relajó el semblante.

—Gracias —musitó.

Instantes después, Emily se acercó a Charlotte.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó con preocupación—. ¡Parecía una escena horrible!

—Fue desagradable —convino Charlotte—, pero ignoro su significado.

—¿Qué hiciste esta vez?

—Alabé la valentía de Selena. —Miró directamente a Emily. No tenía intención de extenderse en lo ocurrido, y a su hermana más le valía saberlo.

Emily frunció el entrecejo, pasando de la irritación a la perplejidad.

—Es extraordinario, ¿verdad? Selena está eufórica. Se diría que ha obtenido una victoria secreta que sólo ella conoce. Incluso se muestra amable con Jessamyn. ¡Es ridículo!

—A mí tampoco me gusta Selena —admitió Charlotte—, pero debo admirar su valor. Desafía a la gente intolerante que asegura que, en cierto modo, tiene la culpa de lo que le ha sucedido. Todo el que tenga el valor de hacer algo así, merece mi respeto.

Emily recorrió con la mirada el enorme salón hasta recalar en Selena, que estaba hablando con Albertine Dilbridge y el señor Isaacs. Jessamyn se encontraba a apenas dos metros de ellos, con una copa de champán en la mano y observando a Hallam Cayley tomar lo que debía de ser su tercer o cuarto ponche de ron. La expresión de Jessamyn era indescifrable. Bien podía ser de lástima como de desprecio, o tal vez no tenía nada que ver con Hallam. No obstante, cuando sus ojos se desviaron hacia Selena, en ellos no había más que regocijo puro y delicioso.

Emily sacudió la cabeza.

—Ojalá pudiera entenderlo —dijo pensativa—. Tal vez peque de suspicaz, pero dudo que sea sólo una cuestión de coraje. Jamás había visto a Selena comportarse de ese modo. Quizá me equivoque, pero no lo veo como un desafío. Juraría que Selena está contenta consigo misma. ¿Sabías que se ha propuesto conquistar al señor Alaric?

Charlotte fulminó a su hermana con la mirada.

—¡Por supuesto que lo sé! ¿Crees que también soy ciega y sorda?

Emily ignoró la observación.

—Prométeme que no se lo dirás a Thomas o no te lo cuento.

Charlotte se apresuró a prometerlo. No podía renunciar al secreto, por mucho conflicto que generara después.

Emily torció el gesto.

—Como sabes, aquella noche yo fui la primera persona que vio a Selena…

Charlotte asintió con la cabeza.

—Le pregunté enseguida quién había sido. Y ¿sabes qué me contestó?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Me hizo jurar que guardaría el secreto… Pues bien, dijo que había sido Paul Alaric. —Emily calló y esperó la reacción de Charlotte.

Charlotte sintió una aversión instintiva, no hacia Selena sino hacia Alaric. Pero al punto lo descartó.

—¡Eso es ridículo! ¿Qué necesidad tenía Alaric de acosarla? Dada la insistencia con que Selena le persigue, sólo tendría que volverse hacia ella para hacerla suya. —Charlotte sabía que estaba siendo intencionadamente cruel.

—Exacto —aprobó Emily—, lo cual sólo hace aumentar el misterio. Además, ¿cómo es posible que Jessamyn no esté afectada? Si el señor Alaric siente por Selena una pasión tan fuerte como para violarla en Paragon Walk, lo lógico es que Jessamyn estuviera loca de rabia, ¿no lo crees así? Pero en cambio parece divertida. Puedo verlo en sus ojos cada vez que mira a Selena.

—Eso es porque no sabe que fue Alaric —razonó Charlotte. Después, reflexionó con mayor profundidad—. Pero la violación nada tiene que ver con el amor, Emily. Es violencia, posesión. Un hombre fuerte capaz de querer no fuerza a una mujer. Acepta el amor tal como llega, consciente de que cuando ha de exigirse se desnaturaliza. La verdadera fortaleza no está en dominar a otros, sino en el dominio de uno mismo. El amor es dar y recibir, y quien ha conocido el amor ve la conquista como un acto débil y egoísta, la satisfacción momentánea de un apetito. Y entonces ya no es atractivo, sino sencillamente triste.

Emily arrugó las cejas y sus ojos se nublaron.

—Tú hablas de amor, Charlotte. Yo sólo pensaba en el aspecto físico, que puede ser muy diferente sin amor. Quizá hasta encierre un poco de odio. Puede que Selena disfrutara en secreto. Acostarse con el señor Alaric voluntariamente sería un pecado, y aunque a la sociedad le trajera sin cuidado, sí afectaría a los amigos y familiares más allegados. Pero el hecho de ser la víctima la disculpa, por lo menos en su propia conciencia. Y si no fue tan espantoso, si disfrutó de ello sabiendo que en realidad debía repugnarle, consiguió ambas cosas: ser inocente de toda culpa y gozar del placer.

Charlotte reflexionó unos instantes para luego desechar la idea, quizá sin razón, sólo porque no deseaba que fuese verdad.

—Me resisto a creer que la violación pueda ser placentera. Además, ¿por qué está tan contenta Jessamyn?

—Lo ignoro —dijo Emily, rindiéndose—. Pero no es tan sencillo como parece.

Emily fue en busca de George, que trataba en vano de tranquilizar a Phoebe murmurando, visiblemente azorado, palabras dulces. Phoebe se había aficionado a hablar de religión y nunca se separaba de su crucifijo. George no sabía qué decir y experimentó un gran alivio cuando Emily tomó el relevo, dispuesta a desviar la conversación sobre la salvación a algo más trivial, como el método para formar una buena camarera. Charlotte observó admirada la habilidad con que lo hacía. Emily había aprendido mucho desde los tiempos de Cater Street.

—¿Le divierte la representación? —dijo una voz suave y muy bella a su espalda.

Charlotte se volvió con más rapidez de la conveniente. Paul Alaric alzó sutilmente las cejas.

—Oscila entre la farsa y la tragedia, ¿no le parece? —dijo con una tenue sonrisa—. Me temo que el señor Cayley está llamado a la tragedia; parece impregnado de una lobreguez que no tardará en engullirle. Y la pobre Phoebe está asustada sin motivo.

Charlotte se sintió desconcertada. No estaba preparada para hablar de la realidad con el señor Alaric. De hecho, ignoraba si él le hablaba en serio o simplemente practicaba un juego de palabras. Buscó una respuesta que no la comprometiera.

Él aguardó, mirándola dulcemente con sus ojos negros de latino, mas sin la ostensible sensualidad que Charlotte relacionaba con Italia. Tenía la impresión de que esos ojos la penetraban sin esfuerzo y leían en su interior.

—¿Cómo sabe que no tiene motivos? —preguntó.

La sonrisa de Alaric se amplió.

—Mi querida Charlotte, sé de qué tiene miedo Phoebe, pero ese miedo carece de fundamento, por lo menos en Paragon Walk.

—Entonces, ¿por qué no se lo dice? —Charlotte estaba indignada, pues compadecía el pánico de Phoebe.

Él la miró con paciencia.

—Porque no me creería. Se ha convencido a sí misma, como la señorita Lucinda.

—Oh, ¿se refiere a la aparición de la señorita Lucinda? —De repente, Charlotte experimentó un alivio que casi la debilitó.

Paul Alaric rio abiertamente.

—Oh, no dudo de que vio algo. Después de todo, si tanto le gusta meter su virtuosa nariz en los asuntos de los demás, ponerle algo delante para olfatear constituye una tentación irresistible. Creo que el monstruo verde fue muy real.

Charlotte quería protestar, pero sobre todo deseaba creer a Alaric.

—Es una irresponsabilidad —dijo, con una voz que esperó sonara severa—. La pobre mujer pudo sufrir un ataque de pánico.

Paul Alaric no se dejó engañar en ningún momento.

—Lo dudo. Creo que la señorita Lucinda es una dama particularmente resistente. Su propia indignación la mantendrá viva, aunque sólo sea para averiguar qué está ocurriendo.

—¿Usted sabe quién fue? —preguntó Charlotte.

Alaric la miró sorprendido.

—Ni siquiera sé si ocurrió realmente. Sólo es una suposición.

Charlotte no supo qué contestar. Sentía intensamente la proximidad de Alaric. Él no necesitaba tocarla ni hablarle para hacerla consciente de su presencia por encima de los demás comensales. ¿Había atacado a Fanny y luego a Selena? ¿O fue otro hombre y Selena simplemente deseaba creer que había sido él? Podía entenderlo. Con ello la agresión pasaba de la esfera de lo sórdido y humillante a algo intolerable pero al mismo tiempo emocionante.

Fingir que la compañía de Alaric no generaba en ella una excitación profunda y desconcertante, una suerte de dominación, sería engañarse a sí misma. ¿Era la percepción inconsciente de una faceta violenta en aquel hombre lo que la fascinaba? ¿Era cierto que las mujeres, en un primitivo fuero interno que estaban obligadas a rechazar, ansiaban realmente ser violadas? ¿Acaso todas, incluida ella misma, deseaban secretamente a Paul Alaric?

«La mujer gimiendo por su perverso amante…». El verso, inquietante y oportuno, irrumpió en su mente. Charlotte lo rechazó y luchó por esbozar una sonrisa que le pareció artificial y grotesca.

—No puedo imaginar a nadie con un disfraz tan ridículo —dijo intentando mostrarse jovial—. En mi opinión es más probable que se tratara de un animal extraviado o incluso de las ramas de un arbusto.

—Quizá —repuso Alaric amablemente—. No pienso discutir con usted.

La llegada de las señoritas Horbury y lady Tamworth les impidió seguir hablando del tema.

—Buenas noches, señorita Horbury —saludó Charlotte—. Lady Tamworth.

—Su presencia aquí demuestra una gran valentía —añadió Alaric, y Charlotte sintió deseos de propinarle un puntapié.

La señorita Lucinda se ruborizó. Desaprobaba a Alaric y, por tanto, no le tenía simpatía, pero no podía rechazar sus alabanzas.

—Era mi deber —respondió muy seria—. Y en cualquier caso no tengo intención de regresar sola a casa. —Miró fijamente a Alaric con sus ojos azules bien abiertos—. Yo no cometería la insensatez de caminar sola por Paragon Walk.

Charlotte advirtió que Alaric enarcaba sus finas cejas y supo qué estaba pensando. Sintió ganas de reír. La imagen de un hombre cualquiera, y no digamos de Paul Alaric, molestando voluntariamente a la señorita Lucinda era descabellada.

—Una medida muy juiciosa —opinó Alaric, correspondiendo directamente a la mirada desafiante de la señorita Lucinda—. Dudo que alguna criatura de este mundo cometiera la temeridad de atacarlas a las tres juntas.

La señorita Lucinda tuvo la ligera impresión de que Paul Alaric se estaba divirtiendo a su costa, pero como no adivinaba la gracia, juzgó el comentario como una broma extranjera que no merecía su atención.

—Desde luego que no —convino con entusiasmo lady Tamworth—. Si nos unimos, nuestros logros no conocerán límites. Si deseamos conservar nuestra sociedad, tenemos que trabajar duro. —Miró con hosquedad a Simeón Isaacs, que tenía la cabeza ladeada hacia Albertine Dilbridge y el rostro iluminado—. Y para tener éxito debemos actuar con rapidez. Afortunadamente, ese abominable señor Darwin está muerto y ya no puede hacer más daño.

—Una vez publicada una idea, lady Tamworth, su autor no necesita seguir viviendo —señaló Alaric—. No más de lo que la semilla necesita al sembrador para florecer.

La mujer le miró con antipatía.

—Se nota que no es usted inglés, señor Alaric. No puede comprender a los ingleses. Nosotros no tomamos en serio semejantes blasfemias.

Alaric fingió ingenuidad.

—¿No era el señor Darwin inglés?

Lady Tamworth se encogió bruscamente de hombros.

—No sé nada de él ni quiero saber. Esa clase de hombres no es tema de interés para la gente respetable.

Alaric siguió la mirada de lady Tamworth.

—Estoy seguro de que el señor Isaacs estará de acuerdo con usted —dijo con una vaga sonrisa. Charlotte trató de ahogar la risa con un falso estornudo—. Siendo judío —prosiguió Alaric— dudo que apruebe las revolucionarias teorías evolucionistas del señor Darwin.

Hallam Cayley se acercó torpemente al grupo con semblante grave y otra copa en la mano.

—Cierto —dijo mirando a Alaric con expresión de disgusto—. El pobre idiota cree que el hombre está hecho a imagen de Dios. A mí me parece que está hecho a imagen del mono.

—¿No estará insinuando que el señor Isaacs es cristiano? —preguntó lady Tamworth con aire ofendido.

—Judío —respondió lenta y claramente Hallam. Luego bebió un sorbo de su copa—. La creación pertenece al Viejo Testamento. ¿O acaso no lo ha leído?

—Soy de la Iglesia de Inglaterra —respondió secamente lady Tamworth—. No leo las enseñanzas extranjeras. Ése es el principal mal de la sociedad de nuestros días: demasiada sangre nueva extranjera. Jamás oí esos nombres cuando era niña. Carecen de linaje. ¡A saber de dónde proceden!

—No tan nueva, señora. —Alaric se hallaba tan cerca de Charlotte que ésta creyó sentir su calor a través del grueso raso del vestido—. El señor Isaacs puede remontar su abolengo a Abraham, y éste a Noé y, por tanto, a Adán.

—¡Y por tanto a Dios! —Hallam apuró la copa y la arrojó al suelo—. ¡Brillante! —Miró triunfalmente a lady Tamworth—. Al lado del señor Isaacs, parecemos bastardos recién nacidos, ¿no lo cree así? —Sonrió burlonamente y se alejó.

Lady Tamworth se removía de rabia. Sus dientes chasquearon y Charlotte sintió lástima por ella, porque su mundo estaba cambiando y no lo comprendía. No había lugar para ella. Era como los dinosaurios del señor Darwin: peligrosa y ridícula, anacrónica.

—Me temo que el señor Cayley ha bebido demasiado —dijo Charlotte—. Debe disculparle. No creo que pretendiera ser tan ofensivo.

Pero eso no tranquilizó a lady Tamworth. La mujer no podía perdonarle.

—¡Es monstruoso! Seguramente fue la relación con hombres como ése la que generó semejantes ideas en el señor Darwin. Si él no se va, me iré yo.

—¿Quiere que la acompañe a casa? —se ofreció Alaric—. Dudo que el señor Cayley se vaya.

Lady Tamworth miró a Alaric con odio, pero se obligó a rechazar la invitación con educación.

Charlotte rio sofocadamente, cubriéndose la boca con una mano.

—¡Es usted incorregible! —exclamó, incapaz de reprimir la risa. Sabía que reía no sólo por la comicidad de la situación, sino por la tensión generada por el miedo y la excitación.

—No es usted la única con derecho a escandalizar a los demás, Charlotte —repuso quedamente Alaric—. También a mí debe permitirme algo de diversión.

Días más tarde, Charlotte recibió una nota de Emily escrita precipitadamente y con cierta emoción. Por algo que Phoebe había dicho, Emily estaba convencida de que la señorita Lucinda, pese a su curiosidad farisaica, tenía razón y algo estaba sucediendo en Paragon Walk. Emily poseía ideas más prácticas sobre el modo de descubrirlo, sobre todo si el asunto tenía relación con Fanny y con la desaparición de Fulbert. Y costaba creer que no fuera así.

Charlotte solucionó de inmediato el cuidado de Jemima y a las once de la mañana estaba llamando a la puerta de Emily. Ésta llegó al mismo tiempo que la criada y casi empujó a Charlotte hasta el gabinete.

—Lucinda tiene razón —dijo casi sin aliento—. Es una mujer horrible, desde luego, y en realidad sólo desea descubrir algún escándalo para tener algo que contar y sentirse superior. Además, de ese modo tendría invitaciones aseguradas para el resto de la temporada. ¡Pero no averiguará nada, porque ha tomado el camino equivocado!

—¡Emily! —Charlotte la cogió por el brazo. Sólo podía pensar en Fulbert—. ¡Por todos los santos, olvídalo! ¡Recuerda lo que le ocurrió a Fulbert!

—No sabemos qué le ocurrió a Fulbert —repuso con lógica Emily, desasiéndose del brazo de Charlotte con impaciencia—. Pero quiero averiguarlo, ¿tú no?

Charlotte vaciló.

—¿Cómo?

Emily olió la victoria. En lugar de presionar, recurrió a un halago sincero.

—Tu sugerencia… De repente comprendí que ése era el modo. Thomas no puede hacerlo. Ha de llevarse a cabo con disimulo…

—¿Quién? —preguntó Charlotte—. ¡Explícate, Emily, antes de que explote!

—¡Las criadas! —Emily se había inclinado hacia adelante y tenía el rostro encendido—. Las criadas lo perciben todo. Quizá no comprendan el significado de todas las piezas, pero nosotras podríamos deducirlo.

—Pero Thomas… —comenzó Charlotte, aunque sabía que Emily tenía razón.

—¡Tonterías! —espetó Emily—. Ninguna criada hablaría con la policía.

—Pero no podemos ir por ahí interrogando a las criadas de los demás.

Emily estaba cada vez más nerviosa.

—¡Santo cielo, no pienso hacerlo abiertamente! Me presentaré con alguna excusa, como el deseo de conocer cierta receta, o podría llevar algunos de mis viejos vestidos a la criada de Jessamyn…

—¡No puedes hacer eso! —exclamó horrorizada Charlotte—. Probablemente Jessamyn ya le regala sus vestidos viejos. Debe de tener docenas de ellos. No podrías justificar…

—Sí, sí podría. Jessamyn jamás regala sus viejos vestidos. Nunca da nada. Una vez el vestido ha sido suyo, lo guarda o lo quema. No deja que nadie herede sus cosas. Además, su doncella tiene aproximadamente mi talla. He pensado en un vestido de muselina del año pasado que le iría perfecto. Puede lucirlo en su tarde libre. Iremos cuando tengamos la certeza de que Jessamyn no está en casa.

Charlotte dudaba del plan y temía que resultara embarazoso para ambas, pero dado que Emily pensaba ir de todos modos, la curiosidad la obligó a acompañarla.

Había juzgado mal a Emily. No averiguaron nada importante en casa de Jessamyn, pero la criada estaba encantada con el vestido y la entrevista transcurrió con tanta naturalidad como una conversación fortuita.

Pasaron después por casa de Phoebe, personándose a la única hora del día en que se suponía que estaba ausente, y aprendieron una excelente fórmula para elaborar cera de muebles con un aroma exquisito. Por lo visto, Phoebe se había aficionado a visitar la iglesia local a horas extrañas, y últimamente iba casi cada dos días.

—Pobrecilla —dijo Emily una vez se hubieron marchado—. Creo que tanta tragedia la ha trastornado. Me pregunto si reza por el alma de Fanny.

Charlotte no entendía esa costumbre de rezar por los muertos, pero sí la necesidad de buscar consuelo en un lugar tranquilo, donde la fe y la austeridad habían hallado refugio durante tantas generaciones. Se alegraba de que Phoebe lo hubiera descubierto, y si le aportaba serenidad, si la ayudaba a mantener a raya sus miedos, tanto mejor.

—Voy a ver a la cocinera de Hallam Cayley —anunció Emily—. Ha refrescado mucho y tengo frío, a pesar de que llevo un vestido grueso. Confío en que el tiempo mejore. ¡Todavía queda mucha temporada por delante!

Era cierto que soplaba un viento del este decididamente frío, pero Charlotte no estaba interesada en el tiempo. Se apretó contra el chal y mantuvo el paso de Emily.

—No puedes entrar como si tal cosa y preguntar por la cocinera. ¿Qué excusa tienes? Sólo conseguirás que Hallam Cayley sospeche, o piense que eres una maleducada.

—¡Hallam no estará en casa! —explicó Emily con impaciencia—. Ya te he dicho que he elegido las horas con gran detenimiento. Su cocinera es un desastre haciendo pasteles. Podrías utilizarlos para herrar caballos, por eso Hallam come tantos dulces fuera de casa. Pero es un genio con las salsas. Le pediré una receta para impresionar a tía Vespasia. Eso la halagará, y después la conduciré a una conversación más general. Estoy segura de que Hallam sabe qué está ocurriendo. Durante el último mes se ha comportado como si le persiguiera un fantasma. Creo que, a su manera, está tan asustado como Phoebe.

Casi habían alcanzado la puerta. Emily se detuvo para colocarse el chal con un poco más de elegancia, se ajustó el sombrero y tiró de la campanilla.

El sirviente abrió la puerta y se sorprendió de ver a dos mujeres solas.

—¡Lady… lady Ashworth! Lo siento, señora, pero el señor Cayley no está en casa. —El sirviente ignoró a Charlotte. No estaba seguro de quién era y ya tenía bastante con lady Ashworth.

Emily sonrió encantadoramente.

—¡Qué lástima! Me preguntaba si tendría la amabilidad de dejarme hablar con su cocinera. La señora Heath, ¿verdad?

—¿Señora Heath? Así es, lady…

Emily le dedicó una mirada radiante.

—Las salsas de la señora Heath son célebres, y ahora que tengo a la tía de mi marido, lady Cumming-Gould, alojada en casa para la temporada, quería impresionarle con algo especial de tanto en tanto. Mi cocinera es excelente, pero… Sé que puede parecer una impertinencia, pero me preguntaba si la señora Heath tendría la amabilidad de enseñarme una de sus recetas. Desde luego, no será lo mismo si no la prepara ella, pero aun así seguirá siendo extraordinaria. —Emily sonrió.

El sirviente se ablandó. Ése era su dominio y la comprendía perfectamente.

—Si no le importa esperar en el gabinete, milady, avisaré enseguida a la señora Heath.

—Gracias, se lo agradezco. —Emily entró en la estancia seguida de Charlotte—. ¿Lo ves? —exclamó triunfalmente cuando el sirviente se hubo marchado—. Sólo es cuestión de planificación.

Cuando la señora Heath apareció, enseguida quedó claro que venía dispuesta a saborear su momento de gloria. Las negociaciones iban a ser largas y la cocinera iba a requerir infinitos cumplidos antes de desvelar los secretos de sus creaciones. También estaba claro que tenía intención de compartirlos. La llama ya chispeaba en sus ojos.

Emily estaba a punto de alcanzar su objetivo cuando una criada menuda y cubierta de hollín bajó ruidosamente las escaleras e irrumpió en el gabinete, con la cofia torcida y las manos negras.

La señora Heath la miró indignada. Aspiró para soltar una severa reprimenda, pero la muchacha se le adelantó.

—¡Señora Heath, la chimenea del dormitorio verde está ardiendo! Encendí un fuego para hacer desaparecer el olor, tal como usted me ordenó, y ahora hay humo por todas partes.

La señora Heath y Emily se miraron consternadas.

—Probablemente haya un nido de pájaros en la chimenea —dijo Charlotte. Desde que era una mujer casada había tenido que aprender esa clase de cosas. El deshollinador había visitado su casa en más de una ocasión—. No abra las ventanas o la corriente avivará el fuego. Vaya a buscar una escoba de mango largo y trataremos de desatascar el tiro.

La criada no se movió, pues no sabía si debía obedecer a una extraña.

—¿A qué esperas, muchacha? —La señora Heath decidió que ella habría dado el mismo consejo si el protocolo no le hubiese impedido hablar primero—. ¡No sé por qué me has pedido ayuda!

Emily aprovechó la ocasión para afianzar su posición, antes de ver interrumpido el verdadero propósito de su visita por aquella inoportuna crisis doméstica.

—Puede que el nido esté demasiado alto. Tal vez necesite nuestra ayuda. Si no actuamos correctamente, el fuego podría extenderse. —Y sin más salió por la puerta y siguió a la criada hasta el primer piso.

Charlotte la imitó, llevada por el deseo de conocer el resto de la casa y de oír posibles comentarios, pero no porque compartiera la esperanza de Emily de obtener información útil sobre Fulbert o Fanny.

El dormitorio verde estaba ciertamente repleto de humo y los gases se aferraron a sus gargantas en cuanto abrieron la puerta.

—¡Oh! —Emily tosió y dio un paso atrás—. ¡Qué horror! Debe de tratarse de un nido muy grande.

—Será mejor que traigas un cubo de agua para apagar el fuego —ordenó Charlotte a la criada—. Coge una jarra del baño. ¡Rápido! Cuando esté extinguido podremos abrir las ventanas.

—Sí, señora. —La muchacha salió a toda prisa, presa del pánico, temerosa de que la culparan de lo sucedido.

Emily y la señora Heath tosían, aliviadas de que Charlotte hubiese tomado el mando.

La muchacha regresó y tendió la jarra a Charlotte con los ojos abiertos de espanto. La señora Heath abrió la puerta y al ver que no había llamas decidió reafirmarse. Cogió la jarra, entró en la habitación a grandes zancadas y arrojó el agua a la chimenea. Hubo un eructo de vapor, y una ráfaga de hollín le rebozó el delantal blanco. Furiosa, dio un salto atrás. La muchacha trató de reprimir la risa fingiendo que se había atragantado.

Pero el fuego se extinguió e hilos de agua hollinosa descendieron por la chimenea.

—¡Ahora! —dijo la señora Heath con determinación.

Había convertido el asunto en un reto personal y no estaba dispuesta a dejarse vencer, aún menos delante de las visitas y de su propia criada. Arrebató a la muchacha la escoba y se acercó a la chimenea. La insertó con un golpe seco en el tiro cavernoso y tropezó con un obstáculo.

—¡Es un nido enorme! No me extrañaría que el pájaro siguiera ahí. Tenía razón, señora. —Empujó nuevamente, esta vez con más fuerza, y fue recompensada con una descarga de hollín. Por un momento olvidó las buenas maneras y soltó un improperio.

—Empuje por un lado para intentar desequilibrarlo —sugirió Charlotte.

Emily observaba de cerca, arrugando la nariz.

—Qué olor tan desagradable —dijo con asco—. Ignoraba que los fuegos mojados oliesen tan mal.

La señora Heath introdujo la escoba ligeramente ladeada y golpeó con fuerza. Hubo otra cascada de hollín, un ruido como una rozadura y luego, muy lentamente, el cuerpo de Fulbert resbaló por la chimenea y cayó despatarrado sobre las cenizas empapadas. Estaba negro a causa del hollín y el humo, y cubierto de gusanos. La fetidez era indescriptible.