7

La velada fue un éxito. El poeta habló con brillantez. Sabía exactamente cómo provocar el entusiasmo, hacer insinuaciones atrevidas y generar pensamientos de fiera réplica en los demás, sin, por otro lado, perturbar desagradablemente sus conciencias. Ofrecía la emoción del peligro intelectual sin nada de su dolor.

Fue acogido con fervor, y estaba claro que iba a ser tema de conversación durante las semanas venideras. Incluso en el verano siguiente el asunto habría de ser recordado como uno de los acontecimientos más interesantes de la temporada social.

Mas cuando la velada tocó a su fin y los últimos invitados se hubieron marchado, Emily estaba demasiado cansada para saborear su victoria. Había resultado más agotadora de lo que imaginaba. Tenía las piernas fatigadas de haber pasado tanto tiempo de pie y la espalda le dolía. Cuando al fin se sentó, se dio cuenta de que temblaba ligeramente y apenas le importaba que la fiesta hubiese sido un éxito sonoro. La realidad no había cambiado. Fanny Nash seguía violada y asesinada, Fulbert seguía desaparecido, y ninguna de las posibles respuestas era fácil o agradable de soportar. Estaba demasiado cansada para creer todavía que el culpable era un extraño que nada tenía que ver con sus vidas. Era alguien de Paragon Walk. Todo el mundo escondía pequeños secretos triviales o sórdidos, el lado desagradable de la propia existencia que la mayoría de la gente conseguiría seguir ocultando. Naturalmente, esos secretos se intuían. Sólo un tonto creería que nada se escondía tras las sonrisas superficiales. Pero la gente que quedaba al margen del crimen y de la investigación podía permanecer silenciosamente en sus oscuros escondites, segura de que nadie la delataría. Existía un acuerdo tácito: el deseo de hacer la vista gorda.

Mas con la policía, en particular con alguien como Thomas Pitt, se resolviera o no el verdadero crimen, esos pequeños y zafios pecados serían destapados tarde o temprano. No porque Thomas lo deseara sino porque Emily sabía, por su experiencia de Cater Street y Callander Square, que la gente tiende a delatarse, muchas veces llevada por la ansiedad de ocultar. Bastaba una palabra o una acción irreflexiva o motivada por el pánico. Thomas era inteligente, sembraba las semillas y esperaba a que crecieran. Sus ojos astutos y divertidos veían mucho… demasiado.

Emily se sentó en su butaca y estiró la espalda, sintiendo su entumecimiento. ¿Era posible que la criatura que llevaba dentro comenzara ya a hacerse notar? Advertía un obstáculo, una molestia. Quizá debiera seguir el consejo de tía Vespasia y aflojarse el corsé, pero eso la haría parecer más gruesa y ella no era lo bastante alta para llevar con gracia el exceso de peso. Curiosamente, Charlotte había llevado con buen porte el peso de Jemima. Pero Charlotte no vestía a la moda.

George estaba sentado al otro lado de la sala, hojeando nerviosamente el periódico. Había felicitado a su esposa por el éxito de la velada, pero ahora evitaba su mirada. No estaba leyendo, Emily lo sabía por el ángulo de su cabeza y por el afectado empeño que ponía en fijar la vista. Cuando George leía de verdad se movía, alteraba la expresión de la cara y de vez en cuando sacudía las hojas, como si estuviera manteniendo una conversación con ellas.

Esta vez empleaba el periódico como protección, para evitar hablar. George era capaz de estar presente y ausente al mismo tiempo.

¿Por qué? Lo que más deseaba Emily en esos momentos era hablar, aunque fuera sobre nimiedades, simplemente para sentir que él deseaba estar con ella. No estaba segura de que la respuesta de George fuera a terminar con su angustia, pero no obstante quería que él lo dijera, que pronunciara las palabras tranquilizadoras. Entonces podría repetírselas a sí misma una y otra vez hasta asimilarlas.

George era su marido, y su hijo quien la hacía sentirse tan cansada y torpe y extrañamente excitada. ¿Cómo podía seguir ahí sentado, apenas a unos metros, y no adivinar que ella deseaba que hablara, que dijera algo absurdo y optimista para acallar el grito que la ahogaba?

—¡George!

Él fingió no oírla.

—¡George! —Esta vez la voz de Emily entrañaba un punto de histeria.

George levantó la vista. Al principio sus ojos castaños expresaron inocencia, como si su mente siguiera concentrada en el periódico. Luego se nublaron poco a poco, incapaces de obviar la evidencia. Sabía que Emily le estaba exigiendo algo.

—¿Sí, querida?

Entonces Emily no supo qué decir. La confianza, cuando hay que pedirla, deja de ser tal. Hubiera preferido no decir nada. El cerebro se lo decía, pero la lengua no le obedecía.

—Todavía no han encontrado a Fulbert. —No era lo que estaba pensando, pero tenía que decir algo.

No osaba preguntar a su marido de qué tenía miedo, qué era ese secreto que Pitt podía descubrir. ¿Destruiría eso su matrimonio? El divorcio era impensable, nadie se divorciaba, al menos nadie que se considerara respetable. Pero Emily había visto una infinidad de matrimonios vacíos, de civilizados acuerdos de compartir una casa y un apellido. Cuando había decidido casarse con George, pensó que la amistad y la aceptación del otro bastarían, pero no fue así. Se había acostumbrado al cariño, a la risa compartida, a los pequeños secretos, los silencios prolongados y reconfortantes, incluso a hábitos que habían pasado a formar parte de la seguridad y el ritmo de sus vidas.

Ahora todo ello comenzaba a desvanecerse, como la marea que se aleja dejando a su paso extensiones de arena guijarrosa.

—Lo sé —contestó él, ligeramente desconcertado.

Ella advirtió que George no comprendía el motivo de una observación tan obvia. Tenía que decir algo más para justificarse.

—¿Crees que ha huido? —preguntó—. ¿A Francia, por ejemplo?

—¿Por qué iba a huir?

—¡Porque tal vez fue él quien mató a Fanny!

George la miró sorprendido. Era evidente que no había considerado esa posibilidad.

—Fulbert no pudo matar a Fanny —dijo con firmeza—. De hecho, me atrevería a decir que también él está muerto. Tal vez fue a la ciudad a jugar y sufrió un accidente. Esas cosas ocurren.

—¡No seas estúpido! —exclamó Emily, perdiendo finalmente la paciencia. Era la primera vez que osaba hablar así a su marido.

George la miró atónito y el periódico resbaló hasta el suelo.

Emily se asustó. ¿Qué había hecho? Él la miraba ahora fijamente, con los ojos bien abiertos. Quiso disculparse, pero tenía la boca seca y había perdido la voz. Aspiró profundamente.

—Quizá deberías subir y descansar un poco —dijo al fin él, con serenidad—. Has tenido un día muy duro. Estas fiestas son agotadoras. Puede que el calor haya sido excesivo para ti.

—¡No estoy enferma! —espetó Emily con furia. Entonces, para su bochorno, las lágrimas comenzaron a resbalarle por las mejillas y se encontró llorando como una niña tonta.

El semblante de George reflejó un fugaz dolor, que al punto dio paso a una relajación absoluta. Claro, era el embarazo. Emily leyó la respuesta en el rostro de George con la misma claridad que si la hubiera pronunciado. Estaba equivocado, pero no podía explicárselo. Dejó que George le ayudara a levantarse y la acompañara solícitamente hasta el primer piso. Emily seguía hirviendo por dentro, las palabras se arremolinaban en su interior y morían antes de convertirse en frases. Pero era incapaz de controlar las lágrimas, y era agradable sentir el brazo de George en torno a su cintura, y desde luego mejor que hacer el esfuerzo por sí sola.

Mas cuando Charlotte fue a visitarla a la mañana siguiente, en gran parte para averiguar cómo se encontraba después de la fiesta, Emily se hallaba de un humor especialmente áspero. No había dormido bien, y durante el tiempo que había pasado despierta en la cama creyó oír a George deambular por la habitación contigua. En más de una ocasión pensó en levantarse e ir a preguntarle por qué no dormía, qué le preocupaba tanto.

Sin embargo, presentía que todavía no conocía lo bastante a su esposo para cometer el atrevimiento de presentarse en su habitación a las dos de la madrugada. Sabía que él calificaría el acto de ingenuo o incluso de impúdico. Y ni siquiera estaba segura de querer saber, quizá porque en el fondo temía que él le mintiera y ella pudiera ver más allá de los embustes y dejarse asaltar por supuestas verdades.

Así pues, cuando Charlotte apareció esbelta y saludable, con el cabello brillante y aspecto juvenil pese a su vestido de algodón, Emily no estaba de humor para recibirla animadamente.

—¿Supongo que Thomas todavía no ha averiguado nada? —dijo con tono amargo.

Charlotte la miró sorprendida. Emily sabía lo que Pitt estaba haciendo, pero aún así no podía refrenar su lengua.

—No ha encontrado a Fulbert —respondió Charlotte—, si te refieres a eso.

—Me trae sin cuidado si encuentra o no a Fulbert —espetó Emily—. Si está muerto, poco importa su paradero.

Charlotte mantuvo la serenidad, lo cual sólo consiguió irritar aún más a Emily. El hecho de que Charlotte, curiosamente, contuviese su lengua era la gota que colmaba el vaso.

—No sabemos si está muerto —señaló Charlotte—. Y si lo está, no podemos asegurar que no se quitase la vida.

—¿Y él mismo escondió su cuerpo? —dijo Emily con fulminante mordacidad.

—Thomas asegura que muchos de los cuerpos que caen al río nunca son encontrados. —Charlotte trataba todavía de ser razonable—. Y si los encuentran, están irreconocibles.

La imaginación de Emily evocó imágenes repulsivas, cadáveres hinchados con las caras devoradas mirando hacia arriba entre las turbias aguas. Sintió náuseas.

—¡Eres repugnante! —increpó Emily, mirándola furiosamente—. Es posible que a ti y Thomas os guste mantener esta clase de conversaciones a la hora del té, pero a mí no.

—Aún no me has ofrecido té —dijo Charlotte con una leve sonrisa.

—Si piensas que voy a hacerlo después de esto, te equivocas —espetó Emily.

—A ti no te iría mal una taza de té acompañada de algo dulce…

—¡Si alguien vuelve a hacer referencia a mi estado, juro que…! No quiero sentarme, ni beber ni hacer nada de nada.

Charlotte empezaba a perder la paciencia.

—Lo que quieres y lo que necesitas no siempre es lo mismo —dijo—. Y el mal genio no te llevará a ninguna parte. De hecho, te hará decir cosas de las que luego te arrepentirás. ¡Y quién mejor que yo para saberlo! Tú siempre fuiste la que podía pensar antes de hablar. Por lo que más quieras, Emily, no pierdas ese don justo cuando más lo necesitas.

Emily miró a su hermana, sintiendo un nudo en el estómago.

—¿Qué quieres decir? —inquirió—. ¡Explícate!

Charlotte conservó la calma.

—Quiero decir que si dejas que tus miedos fomenten tus sospechas o induzcan a George a creer que no confías en él, jamás podrás reparar lo que has destruido, por mucho que luego lo lamentes o por muy insignificante que te parezca una vez conozcas la verdad. Y has de hacerte a la idea de que quizá nunca descubramos quién mató a Fanny. No todos los crímenes se resuelven.

Emily se derrumbó en su asiento. Le espantaba la idea de que nunca se aclarara el misterio, de que pudieran pasar el resto de sus vidas mirándose y preguntándose por la verdad. El cariño, las veladas tranquilas, las conversaciones banales, la compañía o la ayuda se echarían a perder por el oscuro estigma de la duda, la idea repentina de que podía haber sido George quien matara a Fanny.

—¡Tienen que averiguarlo! —insistió Emily, negándose a aceptar la advertencia de su hermana—. Si realmente fue uno de nosotros, alguien lo descubrirá. Alguna esposa o algún hermano o algún amigo encontrará una pista.

—No necesariamente. —Charlotte miró a Emily sacudiendo ligeramente la cabeza—. Si la identidad del criminal ha sido un secreto hasta ahora, ¿por qué no puede serlo el resto de su vida? Quizá alguien lo sabe pero no necesita revelarlo, ni siquiera a sí mismo. No siempre reconocemos las cosas que no queremos reconocer.

—Violación… —Emily aspiró la palabra con incredulidad—. ¿Por qué una mujer iba a querer proteger a un hombre que ha…?

—Por muchas razones —repuso Charlotte—. ¿Quién quiere admitir que su esposo o su hermano es un violador o un asesino? Puedes obligarte a olvidarlo para siempre si realmente lo deseas. O convencerte de que nunca volverá a ocurrir y que en el fondo no fue culpa suya. Tú misma lo has visto con tus propios ojos, mucha gente de Paragon Walk se ha convencido ya de que Fanny era una mujer fácil, que ella se lo buscó, que en cierto modo se lo merecía…

—¡Basta! —Emily se levantó de golpe y miró con enfado a Charlotte—. Para que te enteres, no eres la única persona capaz de hablar con franqueza. ¡Eres tan presuntuosa que a veces me das náuseas! Aquí en Paragon Walk no todos somos hipócritas por tener tiempo y dinero y vestir con elegancia, no más de lo que lo sois vosotros en vuestra mugrienta calle, sólo porque trabajáis todo el día. ¡También vosotros tenéis mentiras y conveniencias!

Charlotte palideció y Emily se arrepintió al instante de sus palabras. Sintió deseos de abrazar a Charlotte, pero no se atrevió. La miró fijamente, atemorizada. Charlotte era la única persona con quien podía hablar, cuyo afecto era incondicional, con quien compartía los temores y deseos más íntimos de cualquier mujer.

—¿Charlotte?

Silencio.

—¿Charlotte? —insistió Emily—. ¡Charlotte, lo siento!

—Lo sé —dijo su hermana con voz muy suave—. Quieres saber la verdad sobre George y tienes miedo.

El tiempo se detuvo. Por unos segundos Emily vaciló. Luego hizo la pregunta que tenía que hacer:

—¿Lo sabes? ¿Te lo ha dicho Thomas?

Charlotte no sabía mentir. Aunque era la mayor, nunca había sido capaz de engañar a Emily, a su ojo afilado y experto que siempre conseguía ver la renuencia, la indecisión previa a la mentira.

—Lo sabes —dijo Emily, respondiendo a su propia pregunta—. Cuéntamelo.

Charlotte frunció el entrecejo.

—Ha terminado.

—Cuéntamelo —repitió Emily.

—¿No sería mejor si…?

Emily esperó. Ambas sabían que la verdad, fuese cual fuese, era preferible al agotamiento que generaba el salto constante de la esperanza al miedo, al elaborado esfuerzo de engañarse a uno mismo, a la imaginación desbocada.

—¿Selena? —preguntó.

—Sí.

Ahora que lo sabía no le resultaba tan doloroso. Quizá siempre lo había sabido pero se negaba a reconocerlo. ¿Realmente era eso de cuanto George tenía miedo? Qué tontería. Qué inmensa tontería. Debía poner freno al asunto, desde luego. Borraría la petulancia del rostro de Selena y la sustituiría por algo menos agradable. Todavía no sabía cómo, o siquiera si iba a dejar que George supiera que ella lo sabía. Barajó la posibilidad de dejar que siguiera preocupándose y permitir que el miedo lo consumiera lo bastante para que tardara mucho tiempo en olvidar el dolor. ¿Y si nunca llegaba a contarle que lo sabía?

Charlotte la observaba con inquietud, esperando una reacción. Emily salió de su ensimismamiento sonriendo.

—Gracias —dijo casi con alegría—. Ahora sé lo que debo hacer.

—Emily…

—No te preocupes. —Alargó una mano y acarició a su hermana con suavidad—. No armaré ningún escándalo. De hecho, creo que no haré nada en absoluto, por ahora.

Pitt prosiguió con sus interrogatorios en Paragon Walk. Forbes había recabado información sorprendente sobre Diggory Nash. Información que, no obstante, no hubiera debido asombrarle, y estaba enfadado consigo mismo por permitir que sus prejuicios personales hubiesen influido en su opinión sobre el señor Nash. Pitt había observado la elegancia, la holgura y el dinero de Paragon Walk y decidido que todos, por el hecho de vivir del mismo modo, de acudir a Londres para la temporada social y frecuentar los mismos clubes y fiestas, eran iguales bajo sus ropas idénticamente distinguidas y tras sus modales idénticamente afectados.

Diggory Nash era un jugador, poseedor de una riqueza que no había ganado a pulso y galán incorregible con todas las mujeres atractivas y disponibles. Pero también era generoso. Pitt se sorprendió y avergonzó de su ligero juicio cuando Forbes le contó que Diggory subvencionaba un asilo para mujeres sin hogar. Sólo Dios sabía cuántas criadas embarazadas eran despedidas cada año de un empleo honrado para deambular por las calles y terminar en fábricas que las explotaban, asilos de pobres o prostíbulos. Quién iba a decir que Diggory Nash, de entre toda esa gente, proporcionaba una exigua protección a algunas de ellas. ¿Una vieja herida de conciencia, quizá? ¿O simplemente compasión?

En cualquier caso, fue con un inevitable azoramiento que Pitt aguardó a Jessamyn en la sala. La mujer no podía saber qué opiniones se había formado Pitt, pero él sí las sabía y ello bastó para refrenar su lengua ligera y experimentar un extraño encogimiento. No le proporcionaba ningún consuelo la posibilidad de que Jessamyn desconociera las acciones de su marido.

Cuando la señora Nash entró, Pitt se sorprendió una vez más del impacto de su belleza. Era mucho más que una cuestión de tono o la simetría de sus cejas y mejillas. Era algo en la curva de los labios, en el azul desafiante de sus ojos, en la frágil garganta. No era de extrañar que Jessamyn siempre buscara lo que quería, pues sabía que no le sería negado. Y no era de extrañar que Selena no pudiera aceptar la subordinación a esta mujer suprema. Pitt se preguntó qué habría hecho Charlotte con Jessamyn si hubiese existido entre ambas una verdadera rivalidad, si Charlotte hubiese deseado también al francés. ¿Alguna de esas mujeres amaba realmente al francés, o no era más que el premio, el símbolo elegido de la victoria?

—Buenos días, inspector —saludó fríamente Jessamyn. Lucía un vestido veraniego de color verde pálido y parecía tan fresca y fuerte como un narciso—. Dudo que pueda hacer más por usted, pero si todavía tiene preguntas que hacerme, trataré de responderlas.

—Gracias, señora. —Pitt esperó a que Jessamyn tomara asiento y después se sentó él, dejando, como siempre, que los faldones de su capa cayeran a su libre albedrío—. Me temo que seguimos sin hallar rastro del señor Fulbert.

Jessamyn tensó muy ligeramente el rostro y bajó los ojos para contemplar sus manos.

—Lo suponía, o de lo contrario nos lo habrían comunicado. Imagino que no ha venido únicamente para decirme eso.

—No.

Pitt no deseaba que Jessamyn le descubriera observándola, pero la obligación y una fascinación natural le impedían desviar los ojos de su rostro. Ella le atraía como una luz solitaria en una habitación. Aunque uno no quiera, ésta se convierte en el centro de atención.

Jessamyn levantó la cabeza, mostrando un semblante tranquilo y unos ojos diáfanos y francos.

—¿Qué más puedo decirle? Ha hablado con todos los residentes de la avenida. Sabe tanto como nosotros acerca de los últimos días que Fulbert pasó aquí. Si no ha hallado rastro de él en la ciudad, es que Fulbert ha burlado a la policía y partido al continente o que está muerto. Una idea dolorosa pero probable.

Pitt había ordenado mentalmente las preguntas que deseaba formular, mas ahora se le aparecían desordenadas, incluso inútiles. No podía mostrarse impertinente, pues Jessamyn podría ofenderse y negarse a contestar, y con el silencio no averiguaría nada. Tampoco debía adular en exceso. Jessamyn estaba acostumbrada a las lisonjas, y la supuso demasiado inteligente, incluso demasiado cínica, para dejarse embaucar por ellas. Comenzó con cautela.

—Si está muerto, señora, lo más probable es que lo mataran porque sabía algo que su asesino no podía permitir que desvelara.

—Ésa es una conclusión razonable —convino Jessamyn.

—El único secreto que podría resultar peligroso hasta ese extremo es la identidad del violador y asesino de Fanny. —Por ahora no debía mostrarse condescendiente ni dejar que ella sospechara que la estaba dirigiendo.

La boca de Jessamyn esbozó una mueca irónica.

—Todo el mundo es celoso de su intimidad, señor Pitt, pero pocos de nosotros al extremo de matar a nuestros vecinos para conservarla. Me parece ridículo suponer, sin pruebas, que en Paragon Walk existen dos secretos tan espantosos.

—Estoy de acuerdo —convino Pitt.

Jessamyn exhaló un suave suspiro.

—Por tanto, eso nos devuelve a la pregunta de quién violó a la pobre Fanny —dijo pausadamente—. Como es natural, todos hemos dado vueltas al asunto. Es inevitable.

—Lo comprendo, sobre todo de alguien tan cercano a ella como usted.

Jessamyn abrió mucho los ojos.

—Naturalmente, si usted supiera algo —prosiguió Pitt, tal vez con cierta precipitación— nos lo habría contado. Pero quizá ha tenido pensamientos, no lo bastante sólidos para calificarlos de sospechas, pero, como usted dice… —La estaba estudiando, tratando de adivinar hasta dónde podía llegar, qué podía poner en palabras, qué debía quedar como mera insinuación—. Bien, como usted dice, no puede apartar el asunto de su mente.

—¿Cree que sospecho de alguno de mis vecinos? —Sus ojos azules eran casi hipnóticos. Pitt no podía desviar la mirada.

—¿Sospecha?

Jessamyn guardó silencio durante un largo momento. Sus manos se movían lentamente sobre el regazo, desenredando un nudo invisible.

Pitt aguardó.

Finalmente ella levantó los ojos.

—Sí, pero debe comprender que sólo se trata de una sensación, una serie de impresiones.

—Naturalmente. —Pitt no quería interrumpirla. Si con ello no conseguía averiguar nada de los demás, por lo menos le diría algo sobre ella.

—Me resulta imposible creer que alguien en su sano juicio pueda hacer algo así. —Jessamyn hablaba midiendo cada palabra, reacia a explayarse abiertamente, y no obstante presionada por el sentido del deber—. Conozco a la gente de la avenida desde hace mucho tiempo. He repasado una y otra vez todo lo que sé y me resisto a creer que alguien pudiera ocultar semejante personalidad.

Pitt estaba decepcionado. Jessamyn iba a surgir con alguna insinuación increíble sobre gente ajena a Paragon Walk.

Los dedos de la mujer descansaban rígidos sobre el regazo, radiantemente blancos contra el verde del vestido.

—Desde luego —respondió Pitt.

Jessamyn alzó la cabeza, mostrando una llama de color en sus mejillas. Inspiró hondo y espiró lentamente, sosegándose.

—Lo que quiero decir, señor Pitt, es que tuvo que ser alguien que actuaba bajo la influencia de una emoción anormal, quizá del alcohol. A veces la gente, cuando bebe demasiado, hace cosas que en estado sobrio jamás haría. Y me han contado que después no siempre recuerdan lo ocurrido. Estoy segura de que eso puede constituir una suerte de inocencia. Si la persona que mató a Fanny no recuerda lo que hizo…

Pitt pensó en la amnesia de George con respecto a aquella noche, la renuencia de Algernon a mencionar el nombre de su acompañante, la partida anónima de Diggory. Pero era Hallam Cayley quien últimamente bebía tanto que dormía más de la cuenta.

De hecho, Afton había declarado que Cayley seguía durmiendo la borrachera a las diez de la mañana del día que se descubrió la desaparición de Fulbert. La insinuación de Jessamyn no tenía nada de absurdo. Podría explicar la ausencia de mentiras, de cualquier intento de despistar o encubrir. ¡Ni siquiera el asesino recordaba su propio crimen! Debía de existir un vacío oscuro y aterrador en su mente. Probablemente por la noche el terror asomaba sigilosamente para llenar el espacio con imágenes violentas, con el olor y el sonido del horror. Pero a más bebida, mayor era el olvido.

—Gracias —dijo cortésmente Pitt.

Jessamyn respiró hondo una vez más.

—¿Debe culparse a un hombre por lo que hace en estado de embriaguez? —preguntó arrugando un poco las cejas.

—No sé si Dios le culpará —respondió con franqueza Pitt—, pero la ley sí.

El semblante de Jessamyn no se alteró. Estaba siguiendo el hilo de un pensamiento.

—A veces la gente bebe para ocultar un dolor. —Continuaba midiendo sus palabras—. Un dolor, una enfermedad mental o tal vez la pérdida de un ser querido.

Pitt pensó en la esposa de Hallam Cayley. ¿Era lo que Jessamyn quería que pensara? Pitt la miró fijamente, pero su semblante estaba tan sereno como el raso blanco. Decidió arriesgarse.

—¿Se refiere a alguien en particular, señora Nash?

Jessamyn desvió la mirada por un instante y el brillo azulado de sus ojos se nubló.

—Prefiero no decir más, señor Pitt. En realidad no lo sé. Le ruego que no me obligue a señalar con el dedo. —Miró a Pitt, de nuevo con una sinceridad diáfana—. Prometo que si averiguo algo se lo haré saber.

Pitt se levantó. No obtendría nada más de Jessamyn.

—Gracias, señora Nash. Ha sido de gran ayuda. A decir verdad, me ha dado mucho en que pensar. —Se abstuvo de hacer comentarios vulgares sobre el hecho de que pronto tendría una respuesta. Habría sido un insulto para ella.

Jessamyn sonrió levemente.

—Gracias, señor Pitt. Buenos días.

—Buenos días, señora —dijo el inspector, y dejó que el sirviente le acompañara hasta la salida.

Cruzó hasta el césped situado al otro lado de Paragon Walk. Sabía que estaba prohibido pisarlo —había un letrero muy pequeño al respecto—, pero amaba la sensación de vida bajo la suela de sus botas. Los adoquines eran un recurso feo que ocultaba la tierra, aunque necesario si sobre ella habían de caminar miles de transeúntes.

¿Qué había ocurrido en esa avenida elegante y pulcra aquella noche? ¿Qué repentino caos estalló para luego caer en pedazos irreconocibles?

Las emociones se le escapaban de las manos. Cuanto agarraba se hacía añicos y desaparecía.

Tenía que aferrarse de nuevo a los aspectos prácticos, a los mecanismos del asesinato. Los caballeros como los de Paragon Walk no acostumbraban ir armados con cuchillos. ¿Por qué el violador portaba tan oportunamente un cuchillo aquella noche? ¿Era posible que no se tratase de un arranque de pasión, sino de un acto premeditado? ¿Acaso el asesinato fue siempre su primera intención, y la violación algo meramente fortuito, un impulso, un pretexto?

Pero ¿qué razón había para matar a Fanny Nash? Jamás había conocido a persona más inocua. No era heredera de ninguna fortuna ni amante de nadie, y ningún hombre, según había descubierto, había mostrado el mínimo interés romántico por ella, con excepción de Algernon Burnon, e incluso en ese caso el compromiso parecía bastante formal.

¿Pudo Fanny haber tropezado inocentemente con algún secreto de Paragon Walk y muerto por ello? ¿Quizá sin siquiera comprenderlo realmente?

Y ¿dónde estaba el cuchillo? ¿Todavía lo conservaba el asesino? ¿Se hallaba oculto en algún lugar, a estas alturas a varios kilómetros de distancia, en el fondo del río?

Y el otro aspecto práctico: Fanny había sido apuñalada hasta morir. Pitt todavía podía ver el espeso cuajaron de sangre en el cuerpo de la muchacha. ¿Por qué no hallaron sangre en la carretera, algún rastro que condujera desde el gabinete hasta el lugar donde Fanny había sido atacada? No había llovido desde entonces. El asesino debió de deshacerse de sus ropas, pero Forbes no había encontrado —ni tras el más diligente interrogatorio— ningún ayuda de cámara que hubiese advertido una mengua en el ropero de su señor ni rastros de prendas carbonizadas en algún caldero o chimenea.

Pero ¿por qué no había sangre en la calle?

¿Acaso había ocurrido allí, sobre aquel césped, o en un macizo de flores donde la sangre pudo filtrarse? ¿O en los matorrales, donde no podía verse? Pero ni Pitt ni Forbes habían encontrado signos de lucha, ni macizos pisoteados, ni ramas que no pudiese haber quebrado un perro o alguien que tropezara en la oscuridad, un ayudante de jardinero patoso, o incluso una criada y un lacayo enzarzados en una pelea romántica.

Si alguna vez hubo algo, no habían dado con ello y a esas alturas probablemente ya había sido borrado por el asesino o por otras personas.

Se concentró de nuevo en los motivos y los personajes. ¿Por qué? ¿Por qué Fanny?

Una tos discreta a unos metros de él, al otro lado de las rosas, interrumpió sus pensamientos. Pitt levantó la vista. Un mayordomo mayor, de aspecto triste, le miraba incómodo.

—¿Desea algo? —preguntó Pitt, fingiendo no darse cuenta de que estaba pisando la hierba impoluta.

—Sí, señor. La señora Nash quiere verle, señor.

—¿La señora Nash? —Su mente regresó enseguida a Jessamyn.

—Sí, señor. —El mayordomo se aclaró la garganta—. La señora de Afton Nash.

¡Phoebe!

—Desde luego —contestó rápidamente Pitt—. ¿Está la señora Nash en casa?

—Sí, señor. ¿Le importaría acompañarme?

Pitt cruzó la calle y siguió al mayordomo por el sendero que conducía a la casa de Afton Nash. El portal se abrió antes de que llegaran y fueron invitados a pasar. Phoebe estaba en la salita situada en la parte trasera de la casa, presidida por un ventanal alargado que daba al jardín.

—¡Señor Pitt! —La mujer parecía asustada, y presa del nerviosismo—. ¡Qué alegría verle! Hobson, diga a Nellie que traiga el té. Tomará una taza conmigo, ¿verdad? Desde luego que sí. Siéntese, se lo ruego.

El mayordomo se retiró y Pitt tomó asiento obedientemente, al tiempo que daba las gracias.

—¡Hace un calor bochornoso! —se lamentó Phoebe agitando las manos—. Aunque detesto el invierno, creo que en estos momentos lo recibiría con alegría.

—Si no me equivoco, pronto lloverá y el aire refrescará. —Pitt no sabía qué hacer para relajar a la mujer. En realidad, ella no le escuchaba, y no le había mirado una sola vez.

—¡Eso espero! —Phoebe se sentó y volvió a levantarse—. Es un verdadero fastidio, ¿no le parece?

—¿Deseaba verme por algún motivo en particular, señora Nash? —Era evidente que a Phoebe le costaba plantear el asunto motu proprio.

—¿Yo? Sí… —Tosió y se tomó su tiempo—. ¿Sabe algo del pobre Fulbert?

—No, señora.

—¡Dios mío!

—¿Sabe usted algo, señora? —Phoebe no iba a hablar si Pitt no la presionaba.

—¡Oh, no, claro que no! Si supiera algo se lo habría dicho.

—Pero mandó llamarme para contarme algo —señaló Pitt.

Phoebe parecía confusa.

—Sí, lo reconozco… pero no está relacionado con el paradero de Fulbert, se lo aseguro.

—Entonces, ¿de qué quería hablarme, señora Nash? —Pitt deseaba mostrarse amable, pero comenzaba a impacientarse. Si Phoebe sabía algo, necesitaba oírlo. Actualmente se sentía tan perdido como el día que vio el cuerpo de Fanny en el depósito de cadáveres—. Hable, por favor.

Phoebe se sobresaltó. Se llevó las manos al cuello y rodeó el enorme crucifijo con los dedos, clavándose las uñas en las palmas.

—Algo terrible y maligno está ocurriendo aquí, señor Pitt, algo verdaderamente espantoso.

¿Lo estaba imaginando, era producto de la histeria? ¿Sabía realmente algo, o no eran más que vagos temores de una mente aterrorizada? Pitt observó el rostro y las manos de la mujer.

—¿A qué se refiere, señora Nash? —preguntó quedamente. Pitt sabía que su miedo, independientemente de que su causa fuera real o imaginaria, era auténtico—. ¿Ha visto algo?

Phoebe se santiguó.

—¡Cielo santo!

—¿Qué ha visto? —insistió Pitt.

¿Acaso el asesino era Afton Nash y Phoebe lo sabía pero no tenía valor para delatarlo porque era su marido? ¿O era Fulbert el violador incestuoso y suicida, y Phoebe también lo sabía?

Pitt se levantó y le tendió una mano, no para tocarla sino para ofrecerle su apoyo.

—¿Qué ha visto? —repitió.

Phoebe comenzó a temblar. Primero fue la cabeza, con pequeñas contracciones de un lado a otro, luego siguieron los hombros y finalmente todo el cuerpo, al tiempo que emitía pequeños gemidos, como un niño.

—¡Un disparate! —masculló entre dientes—. Un disparate que se ha convertido en realidad. ¡Que Dios nos asista!

—¿A qué realidad se refiere, señora Nash? —preguntó Pitt—. ¿Qué sabe usted?

—¡Oh! —Phoebe levantó la cabeza y miró al inspector—. ¡Nada! Creo que he perdido el juicio. Jamás conseguiremos vencerlo. Estamos perdidos y la culpa es nuestra. Váyase y déjenos solos. Usted es un buen hombre. Váyase. Rece por nosotros si quiere, pero váyase antes de que se extienda y le dé alcance. ¡No diga que no se lo advertí!

—No me ha advertido de nada. ¡Aún no me ha dicho de qué debo guardarme! —espetó impotente Pitt—. ¿Qué es?

—¡El diablo! —El rostro de Phoebe se nubló. Su mirada era dura y tenebrosa—. Una terrible perversidad flota en Paragon Walk. Huya de ella, ahora que todavía está a tiempo.

Pitt no sabía qué hacer. Seguía buscando algo que decir cuando la criada entró con la bandeja del té.

Phoebe la ignoró.

—No puedo abandonar Paragon Walk, señora —respondió Pitt—. Debo quedarme hasta dar con él, pero seré precavido. Le agradezco su interés. Buenas tardes.

Phoebe no contestó y se limitó a quedarse mirando fijamente la bandeja.

Pobre mujer, pensó Pitt una vez fuera. Todo lo sucedido, primero su cuñada y ahora su cuñado, había sido demasiado para ella. Estaba histérica. Y era evidente que no sentía demasiada simpatía por Afton. Desgraciadamente, no tenía trabajo ni niños que le ocuparan la mente y le impidieran fantasear. Había momentos, sorprendentes y desconcertantes, en que Pitt sentía igual compasión por los ricos que por los pobres. Algunos resultaban igualmente patéticos, presos de la jerarquía, unidos en su función, o falta de función, dentro de ésta.

Era tarde cuando las señoritas Horbury llamaron a la puerta de Emily. De hecho, más tarde de lo conveniente para una visita. Emily se mostró enojada cuando la criada las anunció. Pensó en decir que no estaba presentable, mas como eran vecinas próximas y tenía que verlas con regularidad, prefirió no ofenderlas pese a su insólito proceder.

Irrumpieron en la sala en una ráfaga de amarillo, color que no las favorecía, aunque por razones enteramente diferentes. En la señorita Laetitia era demasiado cetrino y daba a su piel un tono aceitunado. En la señorita Lucinda desentonaba con su cabello dorado y le hacía parecer un pajarillo salvaje en proceso avanzado de muda. Entró en la habitación arrastrando una estela de fuego, con la mirada fija en Emily.

—Buenas tardes, querida Emily —dijo con una informalidad inusual, casi familiar.

—Buenas tardes, señorita Horbury —saludó secamente Emily—. Qué agradable sorpresa —añadió, haciendo hincapié en la palabra «sorpresa». Sonrió con frialdad a la señorita Laetitia, que se había quedado ligeramente retrasada.

La señorita Lucinda tomó asiento sin esperar a que le fuera ofrecido.

Emily no tenía intención de invitarles a un refrigerio a esas horas de la tarde. ¿No tenían sentido de la decencia?

—Parece que la policía no está haciendo demasiados progresos —observó la señorita Lucinda, acomodándose aún más en la butaca—. Creo que están en ascuas.

—Si supieran algo no nos lo dirían —dijo la señorita Laetitia—. ¿Por qué iban a hacerlo?

Emily se sentó, decidida a ser amable por un rato.

—Lo ignoro —respondió con tono de hastío.

La señorita Lucinda se inclinó hacia adelante.

—¡Creo que está ocurriendo algo!

—¿No me digas? —Emily no sabía si reír o llorar.

—¡Sí! Y pienso averiguar qué es. ¡He visitado esta avenida cada temporada desde que era una muchacha!

Emily no sabía qué respuesta se esperaba de ella.

—¿De veras? —dijo evasivamente.

—Y lo que es peor —prosiguió la señorita Lucinda—, creo que se trata de un asunto escandaloso. Es nuestro deber ponerle freno.

—Sí —respondió confusa Emily—, lo es.

—Creo que tiene que ver con ese francés —dijo con convicción la señorita Lucinda.

La señorita Laetitia negó con la cabeza.

—Lady Tamworth dice que es el judío.

Emily parpadeó.

—¿Qué judío?

—¡El señor Isaacs, por supuesto! —La señorita Lucinda comenzaba a perder la paciencia—. Pero eso es absurdo. Nadie se relaciona con él si no es por asuntos de negocios. Creo que tiene que ver con esas fiestas de lord Dilbridge. No comprendo cómo Grace lo soporta.

—¿El qué? —preguntó Emily. No estaba segura de que hubiese algo que valiera la pena escuchar.

—¡Todo lo que allí ocurre! La verdad, querida Emily, deberías interesarte más por lo que sucede en tu vecindario, ¿no crees? ¿Cómo si no vamos a controlarlo? De nosotras depende el mantenimiento de los valores morales.

—Siempre le han preocupado mucho los valores morales —puntualizó la señorita Laetitia.

—¡Y así debe ser! —espetó la señorita Lucinda—. Alguien ha de hacerlo. Ya hay demasiada gente entre nosotros a quien le trae sin cuidado.

—Ignoro qué está pasando. —Emily estaba ligeramente azorada por el tácito entendimiento entre las señoritas Horbury—. No suelo asistir a las fiestas de los Dilbridge y, sinceramente, no sabía que celebraban más de las que celebra la mayoría de la gente en verano.

—Querida, yo tampoco «voy» a esas fiestas. Pero no es la cantidad lo que importa, sino su naturaleza. Te aseguro, Emily, que algo extraño está ocurriendo y pienso averiguar qué es.

—Yo de ti iría con cuidado. —Emily sintió la obligación de prevenirla—. Recuerda que se han producido sucesos muy trágicos. No deberías correr riesgos. —Pensaba más en la sensibilidad de aquéllos a quienes la señorita Lucinda podía presionar con su curiosidad que en el peligro que ésta pudiera correr.

La señorita Lucinda se levantó con un golpe de pecho.

—Soy de coraje intrépido cuando el deber me llama. Si averiguas algo importante, confío en que me lo cuentes.

—Oh, desde luego —convino Emily, consciente de que nada de lo que pudiera entrar en el reino del «deber» de la señorita Lucinda podía ser calificado de importante.

—¡Bien! Ahora he de visitar a la pobre Grace.

Y antes de que Emily pudiese advertirle de lo avanzado de la hora, la señorita Lucinda tiró de la señorita Laetitia y desapareció.

Emily se hallaba en el jardín contemplando el crepúsculo con el rostro alzado hacia la suave brisa, mientras el aroma dulce y delicado de las rosas y resedas flotaba sobre la hierba seca. La primera estrella había salido ya, a pesar de que el cielo se mantenía azul grisáceo y todavía se veía color por el oeste.

Pensó en Charlotte, en el hecho de que no tenía jardín ni espacio para plantar flores, y se sintió un poco culpable porque el azar le hubiese dado tanto sin ningún esfuerzo a cambio. Decidió idear una forma elegante de compartirlo más con Charlotte y con Pitt sin que ellos se dieran cuenta. A Emily le gustaba Pitt como persona, no sólo porque era el marido de Charlotte.

Seguía meditando de cara a la brisa cuando un aullido agudo y desgarrador rompió el silencio del anochecer. El sonido se hundió y se alzó de nuevo, nauseabundo y gutural.

Emily se quedó inmóvil, con la piel erizada. El silencio volvió a apropiarse del anochecer.

Entonces se oyó otro grito.

Emily se recogió la falda y corrió hasta la casa. Atravesó el gabinete y el vestíbulo y abrió la puerta principal mientras llamaba a voces al mayordomo y el lacayo.

Se detuvo en el sendero. Las farolas comenzaban a iluminar Paragon Walk y un hombre vociferaba a doscientos metros.

Entonces vio a Selena. Corría por el centro de la calle con el cabello desmelenado sobre la espalda y la pechera del vestido desgarrada, mostrando su blanca piel.

Emily fue hacia ella. En su fuero interno sabía lo que había ocurrido. No necesitaba esperar a las palabras entrecortadas y sollozantes de Selena.

Ésta se derrumbó en sus brazos.

—¡Me han… me han violado!

—¡Shhh! —Emily la sostuvo con fuerza—. ¡Shhh! —decía absurdamente, pero era el sonido de una voz lo que importaba—. Ya estás a salvo. Vamos, entremos en casa. —La condujo suavemente por el camino y las escaleras.

Una vez dentro, Emily cerró la puerta del gabinete y sentó a Selena en una butaca. Los sirvientes estaban fuera, buscando al hombre, algún desconocido, cualquiera que no pudiera justificar su presencia en el lugar… Emily, no obstante, pronto comprendió que el agresor no tenía más que sumarse al rastreo para pasar inadvertido.

Quizá cuando tuviese tiempo de pensar y de calmarse, Selena hablaría menos, estaría avergonzada o confusa.

Emily se arrodilló frente a ella y le cogió las manos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó con firmeza—. ¿Quién ha sido?

Selena alzó la cabeza. Tenía el rostro encendido y los ojos grandes y brillantes.

—¡Ha sido horrible! —susurró—. ¡El hombre era violento y perverso! ¡Jamás había visto nada igual! ¡Sé que habré de sentirlo y olerlo el resto de mi vida!

—¿Quién ha sido? —repitió Emily.

—Era alto… —respondió Selena— y delgado. ¡Y muy fuerte!

—¿Quién?

—Emily, jura ante Dios que no se lo contarás a nadie. ¡Júralo!

—¿Por qué?

—Porque… —Selena tragó saliva. Su cuerpo temblaba y sus ojos estaban abiertos como platos—. Porque creo que fue el señor Alaric, pero no estoy completamente segura. ¡Jura que no dirás nada, Emily! Si le acusas y no ha sido él, ambas estaremos en peligro. Recuerda lo que le ocurrió a Fanny. ¡Yo juraré que no sé nada!