Emily no mencionó la desaparición de Fulbert a Charlotte, que se enteró por boca de Pitt. No podía hacer nada a esas horas de la noche y tampoco al día siguiente. Como Jemima estaba echando los dientes, a Charlotte no le parecía justo pedir a la señora Smith que cuidara de ella. Con todo, a media tarde los lloros de la pequeña le tenían tan aturdida que cruzó la calle para solicitar a la señora Smith un remedio que le calmara el dolor y le permitiera descansar.
La señora Smith cloqueó y se dirigió a la cocina. Al poco regresó con una botella que contenía un líquido transparente.
—Pónselo en las encías con un algodón y verás cómo enseguida le alivia.
Charlotte le dio las gracias pero no preguntó qué contenía la mezcla, temiendo que probablemente fuera mejor no saberlo, siempre y cuando no fuese ginebra, pues había oído que algunas mujeres la administraban a sus pequeños cuando ya no soportaban sus llantos. Además, imaginó que en cualquier caso reconocería el olor.
—¿Cómo está tu pobre hermana? —preguntó la señora Smith, contenta de disfrutar de un momento de compañía y dispuesta a prolongarlo.
Charlotte aprovechó la oportunidad para preparar el terreno de su próxima visita a Emily.
—No demasiado bien —contestó—. El hermano de un amigo suyo ha desaparecido sin dejar rastro y está muy preocupada.
—¡Oooh! —La señora Smith quedó fascinada—. ¡Qué horror! ¿No es increíble? ¿Adónde crees que puede haber ido?
—Nadie lo sabe. —Charlotte presintió que había ganado la batalla—. Pero mañana, si usted tuviera la amabilidad de cuidar de Jemima…
—No te preocupes —dijo al punto la señora Smith—. Cuidaré de ella. Dentro de una o dos semanas la pobrecilla habrá echado todos los dientes y se sentirá mejor. Ve a ver a tu hermana, cariño, y averigua qué ha ocurrido.
—¿Está segura?
—¡Desde luego!
Charlotte esbozó una sonrisa deslumbrante.
En realidad, iba más por curiosidad que por el hecho de creer que realmente podía ayudar a Emily. Sin embargo, tal vez pudiera ayudar a Pitt, y quizá era ésa su verdadera motivación. Después de todo, la desaparición de Fulbert difícilmente podía empeorar las cosas para George. Y deseaba fervorosamente hablar de nuevo con tía Vespasia. Como ella bien había dicho, conocía a casi todos los residentes de Paragon Walk desde que eran niños y poseía una memoria prodigiosa. Muchas veces las pequeñas pistas, los hilos del pasado, conducían a detalles del presente que de otro modo pasarían inadvertidos.
Llegó a casa de Emily a la hora del té de la tarde y la criada, que la reconoció enseguida, la condujo hasta el salón.
Emily estaba acompañada de Phoebe Nash y Grace Dilbridge. Tía Vespasia entró por el jardín para unirse a ellas casi al tiempo que Charlotte aparecía por el otro lado. Tras un intercambio de saludos corteses, Emily pidió a la criada que trajera el té, que fue servido a los pocos minutos: cubertería de plata y vajilla de porcelana, diminutos emparedados de pepino, tartitas de frutas y bizcocho cubierto de azúcar fino y crema montada. Emily llenó su taza y la criada esperó para pasarlo alrededor.
—Me pregunto qué está haciendo la policía —dijo Grace Dilbridge con tono de censura—. Por ahora se diría que no han hallado el mínimo rastro del pobre Fulbert.
Charlotte hubo de recordar que Grace ignoraba que la policía en cuestión incluía a Pitt, su marido. La idea de mantener una relación social con la policía era impensable. Charlotte percibió un intenso rubor en la mejilla de su hermana, pero, sorprendentemente, fue Emily quien salió en defensa de la policía.
—Si Fulbert no desea que lo encuentren, resulta muy difícil saber por dónde empezar —opinó—. Yo no sabría por dónde, ¿y tú?
—Desde luego que no —respondió Grace, desconcertada por la pregunta—. Pero yo no soy policía.
El rostro majestuoso de Vespasia se mantuvo completamente sereno, salvo por una vaga expresión de asombro. Su ojo recaló por un instante en Charlotte antes de regresar a Grace.
—¿Insinúas, querida, que la policía es más inteligente que nosotros? —inquirió.
Grace se sintió momentáneamente apabullada. Por supuesto que no pretendía insinuar semejante cosa, pero sonaba como si lo hubiera dicho. Se refugió en su té y en su emparedado de pepino. La confusión cruzó su semblante, seguida de una determinación cortés.
—La gente está muy preocupada —murmuró Phoebe para romper el silencio—. Todavía echo de menos a la pobre Fanny. Toda la casa está acongojada. Cada vez que oigo un ruido extraño me sobresalto sin poder evitarlo.
Charlotte deseaba ver a tía Vespasia a solas para formularle algunas preguntas directas, pues era absurdo andarse con rodeos. Mas habría de esperar a que el té tocara a su fin y las visitas se retiraran. Cogió un emparedado de pepino y le dio un bocado. Tenía un gusto desagradable, ligeramente dulce, como si el pepino, pese a conservarse crujiente, estuviera pasado. Miró a Emily.
Emily sostenía un emparedado en su mano y miró consternada a Charlotte.
—¡Oh, querida!
—Creo que deberías hablar con tu cocinera —sugirió Vespasia, devolviendo un trozo de bizcocho al plato. Ella misma agitó la campanilla. Cuando la criada apareció, recibió la orden de llamar a la cocinera.
La cocinera era una mujer rolliza y sonrojada de aspecto normalmente agradable que hoy, no obstante, parecía acalorada y desaseada a pesar de que aún era pronto para empezar a preparar la cena.
—¿Qué ha ocurrido, señora Lowndes? —Comenzó Emily—. Ha puesto azúcar en los emparedados de pepino.
—Y sal en los pasteles. —Vespasia tocó delicadamente el bizcocho con el dedo.
—Si se encuentra indispuesta quizá debería acostarse —continuó Emily—. Una de las chicas puede preparar algo de verdura y estoy segura de que habrá jamón o pollo para esta noche. No puedo permitir que también estropee la cena.
La señora Lowndes contempló desolada la bandeja de pasteles y emitió un largo gemido. Phoebe parecía alarmada.
—¡Es terrible! —gimoteó la señora Lowndes—. No se imagina, señora, lo asustados que estamos allí abajo sabiendo que un maníaco anda suelto por la avenida matando a gente decente y temerosa de Dios. ¡Sólo nuestro Señor sabe quién será la próxima víctima! Hoy la fregona se ha desmayado dos veces y mi ayudanta de cocina ha amenazado con irse si no lo atrapan pronto. Siempre hemos tenido trabajos decentes. Jamás hemos visto nada parecido. Ya nadie de nosotros volverá a ser el mismo, ¡nadie!, ¡oh! —gimió con mayor estridencia y sacó un pañuelo del bolsillo de su delantal mientras su rostro se anegaba en lágrimas.
Todo el mundo estaba estupefacto. Emily se sentía horrorizada. No sabía qué hacer con aquella enorme mujer al borde de un ataque de histeria. Por una vez, incluso tía Vespasia se había quedado sin habla.
—¡Oh, no! —gimió la señora Lowndes—. ¡Oh! —Comenzó a temblar con violencia y pareció a punto de desplomarse sobre la alfombra.
Charlotte se levantó y alcanzó el jarrón que descansaba sobre el aparador. Extrajo las flores y advirtió, satisfecha, que contenía agua. Con decisión, se volvió y la arrojó a la cara de la cocinera.
—¡Tranquilícese! —dijo con firmeza.
Sus gemidos cesaron de súbito y se produjo un silencio sepulcral.
—Ahora, contrólese —prosiguió Charlotte—. La situación es sin duda desagradable. ¿Cree que los demás no sentimos lo mismo? Pero debemos comportarnos con dignidad. Debe dar ejemplo a las muchachas. Si pierde el dominio de sí misma, ¿qué será de las criadas? Una cocinera no es sólo alguien que sabe hacer salsas, señora Lowndes. Es la jefa de la cocina, está para mantener el orden y asegurarse de que los demás se comportan como es debido. ¡Me asombra usted!
La cocinera miró desconcertada a Charlotte. Su rostro se iluminó y, tras erguir los hombros, recuperó poco a poco la compostura.
—Sí, señora.
—Bien —dijo fríamente Charlotte—. Ahora lady Ashworth cuenta con usted para hacer que cesen las habladurías entre las chicas. Si conserva la serenidad y se comporta con la dignidad que corresponde al miembro superior del personal femenino, los demás seguirán su ejemplo.
La señora Lowndes alzó el mentón e hinchó el pecho, recordando la importancia de su puesto.
—Sí, señora. Lo haré gustosamente —dijo, y mirando a Emily añadió—: Le ruego olvide mi momentánea debilidad y no la mencione delante de los demás sirvientes, señora.
—No lo haré, señora Lowndes —contestó Emily siguiendo el ejemplo de Charlotte—. Comprendo que esas chicas suponen una enorme responsabilidad para usted. Cuanto menos sepan, mejor. ¿Le importaría ordenar a la camarera que nos traiga otros pasteles y emparedados?
—Enseguida, señora. —Con alivio, la cocinera recogió las dos bandejas y abandonó el salón, empapada de agua e ignorando a Charlotte, que seguía de pie con las flores en una mano y el jarrón en la otra.
En cuanto Phoebe y Grace se hubieron marchado, Emily, en contra de los deseos de Vespasia, visitó la cocina para asegurarse de que el consejo de Charlotte se seguía al pie de la letra y la cena no iba a suponer otro desastre. Charlotte se volvió hacia Vespasia. No había tiempo para sutilezas.
—Al parecer, la desaparición del señor Nash también ha trastornado a los sirvientes —dijo sin rodeos—. ¿Cree que ha huido?
Asombrada, Vespasia arqueó las cejas.
—En absoluto, querida. En mi opinión, su lengua le ha conducido al final que tanto tiempo llevaba buscando.
—¿Insinúa que le han asesinado? —Naturalmente, lo había pensado, pero le sorprendía oírlo de unos labios diferentes de los de Pitt.
—Eso creo. —Vespasia vaciló—. Pero no tengo idea de qué han hecho con su cuerpo. —Las ventanas de su nariz se hincharon—. Un pensamiento desagradable, lo reconozco, pero ignorarlo no cambiará las cosas. Imagino que se lo llevaron en un coche y lo abandonaron en algún lugar, quizá en el río.
—En ese caso nunca lo encontraremos. —Era una aceptación de derrota. Sin un cuerpo era imposible demostrar que se trataba de un asesinato—. Pero eso es lo de menos. Lo importante es quién lo hizo.
—Ah —dijo suavemente Vespasia, mirando a Charlotte—. He estado dándole vueltas al asunto. De hecho no he podido pensar en otra cosa, aunque no he querido mencionar el tema delante de Emily.
Charlotte se inclinó. No sabía cómo expresarse sin parecer descarada o cruel, pero tenía que hacerlo. La delicadeza, en aquel momento, carecía de utilidad.
—Usted conoce a la gente de Paragon Walk desde que era niña. Probablemente sabe cosas que la policía jamás conseguiría averiguar o, en cualquier caso, comprender. —No pretendía ser un halago, sino simplemente un hecho. Necesitaban la ayuda de Vespasia. Pitt la necesitaba—. ¡Seguro que tiene sus propias opiniones! Fulbert solía decir cosas terribles sobre la gente. En una ocasión me comentó que los residentes de la avenida eran sepulcros blanqueados. No dudo de que lo dijo para impresionarme, pero a juzgar por las reacciones de la gente, diría que sus palabras entrañaban algo de verdad.
Vespasia sonrió y su rostro reflejó un humor y un pesar secos, ausentes, una infinidad de recuerdos.
—Mi querida niña, todas las personas tienen secretos, a menos que no hayan vivido la vida. E incluso éstas, pobrecillas, creen tenerlos. Carecer de secretos es casi como reconocer la derrota.
—¿Phoebe?
—Dudo que sea capaz de matar. —Vespasia negó pausadamente con la cabeza—. A la pobre se le está cayendo el pelo. Lleva peluca.
Charlotte recordó la imagen de Phoebe en el funeral. El cabello le caía hacia un lado y el sombrero hacia el otro. ¿Cómo podía inspirarle tanta lástima y tanta risa al mismo tiempo? El asunto le parecía trivial, y sin embargo debía de resultar doloroso para Phoebe. Involuntariamente se tocó el pelo, espeso y brillante. Era su mejor rasgo. Quizá si estuviera perdiéndolo se preocuparía mucho. También ella se sentiría insegura, empequeñecida, en cierto modo desnuda. El deseo de reír se desvaneció.
—Oh. —Había compasión en esa palabra, y Vespasia miró a Charlotte con aprecio—. Pero como bien ha dicho —prosiguió Charlotte tras sosegarse—, ése no es motivo para matar a una persona, aunque sea capaz de ello.
—Phoebe no sería capaz —repuso Vespasia—. Es demasiado estúpida para llevar a cabo con éxito un acto de semejante envergadura.
—Estaba pensando en el lado puramente físico —aclaró Charlotte—. Phoebe no podría hacerlo, aunque su mente lo deseara.
—Oh, Phoebe es más fuerte de lo que parece. —Vespasia se reclinó en el asiento y miró fijamente el techo—. Podría matar a Fulbert sin problemas, quizá con un cuchillo, si lograse atraerlo hasta un lugar donde pudiera abandonarlo. Sin embargo, le faltaría coraje para salir airosa. Recuerdo que de joven, no tendría más de quince años, cogió las enaguas y los bombachos de encaje de su hermana mayor y los cortó a su medida. Lo hizo con toda la frialdad del mundo, pero cuando se los puso se acobardó tanto que se colocó encima sus propias enaguas, temiendo que alguien le levantara la falda y descubriera lo que había hecho. Como consecuencia de ello, parecía cinco kilos más gorda y tenía un aspecto horrible. Phoebe podría hacerlo, pero le faltaría valor para llegar hasta el final.
Charlotte estaba fascinada. Qué poco se adivinaba de las personas en unos pocos días o semanas, cómo carecían de la esencia del pasado. Parecían casi planas, como el cartón, sin fondo.
—¿Qué otros secretos conoce? —preguntó—. ¿Qué más sabía Fulbert?
Vespasia se irguió y abrió los ojos de par en par.
—Mi querida niña, prefiero no imaginarlo siquiera. Fulbert era insoportablemente curioso. Su principal preocupación en la vida era obtener información comprometedora sobre los demás. Si finalmente averiguó algo que le iba demasiado grande, sólo puedo decir que se lo merecía con creces.
—Pero ¿qué más? —Charlotte no pensaba rendirse tan fácilmente—. ¿Quién más? ¿Cree que Fulbert sabía quién mató a Fanny?
—¡Ah! —Vespasia espiró lentamente—. Ahí reside el verdadero misterio, y me temo que lo ignoro. Como es natural, he repasado una y otra vez todo lo que sé. A decir verdad, esperaba que me interrogaras. —Miró a Charlotte con dureza. Sus ojos de anciana eran muy claros e inteligentes—. Te aconsejo, pequeña, que retengas tu lengua a partir de ahora. Si Fulbert sabía quién mató a Fanny, no hay duda de que ha pagado por ello. Por lo menos uno de los secretos de Paragon Walk constituye un verdadero peligro. Ignoro cuál de esos secretos condujo a Fulbert Nash a la muerte, de modo que olvídate de ellos.
Charlotte sintió un escalofrío, como si alguien hubiese abierto la puerta del jardín en un día de invierno. No había pensado en su integridad personal. Toda su inquietud se había centrado en Emily, en el temor a que descubriera las debilidades, el egoísmo de George. No había pensado en la violencia de que podía ser víctima Emily, por no hablar de ella misma. Mas si existía en Paragon Walk un secreto tan espantoso como para que Fulbert perdiera la vida sólo por conocerlo, una curiosidad ostensible representaba un peligro y el descubrimiento de la verdad podía tener consecuencias funestas. Indudablemente ese secreto no era otro que la identidad del violador. Había matado a Fanny para silenciarla. No podía haber dos asesinos en Paragon Walk, ¿o sí?
¿Era posible que Fulbert hubiese tropezado con un secreto diferente y que la víctima, incitada por ese asesinato hasta ahora impune, se limitara a aplicar la misma solución a su problema? Thomas había dicho que el crimen engendraba crimen. Las personas tendían a imitar, sobre todo las débiles y de mente enferma.
—¿Me oyes, Charlotte? —dijo Vespasia con cierta brusquedad.
—¡Oh, sí, la oigo! —Charlotte regresó al presente, al salón soleado y a la anciana dama vestida con encajes de color crudo sentada frente a ella—. Únicamente hablo del tema con Thomas. Pero ¿qué más? Quiero decir, ¿qué otros secretos conoce?
—No pienso contártelos —bufó Vespasia.
—¿No desea saber la verdad? —Charlotte la miró sin pestañear.
—¡Por supuesto que sí! —espetó Vespasia—. Y si muero por ello, a mi edad poco importa. De todos modos, pronto habré de morir. Si supiera algo que pudiese ser de ayuda, ¿crees que no lo habría dicho ya? No a ti, claro, sino a tu extraordinario policía. —Tosió—. George ha estado coqueteando con Selena. No tengo pruebas pero conozco a George. De niño jugaba con los juguetes de otros niños cuando le apetecía, y se comía los dulces de otros niños. Siempre devolvía los juguetes y era muy desprendido con sus cosas. Creció acostumbrado a que todo lo que le rodeaba le pertenecía. Ése es el problema con los hijos únicos. Tienes un hijo, ¿verdad? Bien, ¡pues ten otro!
Charlotte no halló una respuesta adecuada. Estaba dispuesta a tener otro hijo cuando el Señor lo decidiera. Pero en cualquier caso su preocupación en esos momentos era Emily.
Vespasia lo adivinó.
—George sabe que lo sé —dijo con suavidad—. Actualmente está demasiado asustado para cometer imprudencias. De hecho, palidece cada vez que Selena se le acerca, lo cual sólo hace cuando desea poner a prueba al francés y demostrarle que tiene otros pretendientes. ¡Menuda estúpida! ¡Como si a él le importara!
—¿Qué otros secretos conoce? —insistió Charlotte.
—Ninguno de importancia. Dudo que la señorita Laetitia hiciera daño a alguien porque éste hubiese descubierto que tuvo un idilio escandaloso hace treinta años.
Charlotte se quedó atónita.
—¿La señorita Laetitia? ¿Laetitia Horbury?
—Sí. Poca gente lo sabe, pero en aquella época fue un escándalo. ¿No has notado que la señorita Lucinda siempre está lanzándole observaciones mordaces sobre moralidad? A la pobre la corroen los celos. Si Laetitia hubiese sido asesinada, lo habría entendido. Siempre he pensado que Lucinda no dudaría en envenenarla si tuviera valor. Aunque sin ella estaría perdida. Su principal entretenimiento es concebir nuevas formas de demostrar su superioridad moral.
—¿Sabe Laetitia que lo de Lucinda es sólo envidia?
—¡Dios santo, no! Jamás han hablado del tema. Cada una piensa que la otra no lo sabe. ¿Dónde estaría la gracia si no hubiese nada que ocultar?
Charlotte se debatía de nuevo entre la pena y la risa. Pero como Vespasia bien había dicho, este último no constituía un secreto por el que Fulbert hubiese perdido la vida. Aun cuando toda la alta sociedad lo descubriera, apenas perjudicaría a la señorita Laetitia. De hecho, puede que incluso aumentara su atractivo. La señorita Lucinda sería quien sufriría las comparaciones, en cuyo caso es posible que sus celos devinieran insufribles.
Antes de que Charlotte pudiera ahondar en el tema, Emily regresó de la cocina dolida y enojada. Por lo visto, había tenido un altercado con la fregona. La muchacha estaba terriblemente asustada porque creía que el limpiabotas la perseguía y Emily le había dicho que eso era una estupidez. La muchacha era tan insulsa como una caja de cartón y el limpiabotas aspiraba a algo mejor.
Vespasia le recordó que le había aconsejado que no fuera, lo cual sólo añadió leña al candente genio de Emily.
Charlotte se excusó tan pronto como pudo y Emily solicitó malhumorada un coche para acompañarla a casa.
Charlotte se apresuró a obsequiar a Pitt con toda la información que había recogido, junto con una valoración personal de la misma, en cuanto apareció por la puerta. Pitt sabía que casi toda esa información, aunque trascendental para aquéllos a quienes concernía, suponía meras trivialidades para el caso, pero aun así la tuvo presente en su mente cuando, al día siguiente, salió de casa para proseguir con sus indagaciones.
Todavía no había rastro de Fulbert. La policía había hallado siete cadáveres en el río, entre ellos dos mujeres, seguramente prostitutas, y un niño que probablemente había caído por accidente y no tuvo fuerzas para pedir auxilio, seguramente una boca no deseada que alimentar, enviada a mendigar en cuanto tuvo edad para hablar inteligiblemente. Los otros cuatro eran hombres pero, como el niño, vagabundos y proscritos escuálidos. Ninguno de ellos podía ser Fulbert.
La policía había registrado todos los hospitales y depósitos de cadáveres, así como los asilos para pobres. La sección de la policía especializada en fumaderos de opio y burdeles había recibido la orden de mantener los ojos y los oídos bien abiertos —hacer preguntas hubiera sido una pérdida de tiempo—, pero no había hallado el mínimo indicio de Fulbert. El registro de los barrios bajos constituía, evidentemente, una tarea imposible. A juzgar por los resultados de las indagaciones efectuadas hasta el momento, Fulbert Nash había desaparecido de la faz de Londres.
Por consiguiente, a Pitt solamente le quedaba regresar a Paragon Walk y reemprender la investigación desde allí. De modo que a las nueve en punto de la mañana se encontraba en la sala matutina de lord Dilbridge, aguardando a que su señoría se dignara aparecer, lo cual hizo un cuarto de hora más tarde. Tenía un aspecto extraordinariamente pulcro —por obra de su ayuda de cámara—, pero su rostro mostraba un aire distraído y más bien desaliñado. O estaba indispuesto o había pasado una noche frenética. El hombre miró fijamente a Pitt, como si no alcanzara a recordar el nombre que le había dado el lacayo.
—Soy el inspector Pitt, de la policía —le ayudó éste.
Freddie parpadeó y la irritación se concentró en sus ojos.
—¡Por todos los santos! ¿Ha venido otra vez para hablar de Fanny? La pobre niña se ha ido y a estas alturas el canalla que la mató estará muy lejos de aquí. No sé qué demonios espera que hagamos al respecto. Los bajos fondos de Londres están repletos de ladrones y golfos. Si ustedes hicieran su trabajo como es debido y detuvieran a alguno de ellos en lugar de hacer estúpidas preguntas por aquí, ya tendrían el caso resuelto. —Parpadeó y se quitó algo del ojo—. Aunque reconozco que deberíamos tener más cuidado a la hora de contratar a nuestros sirvientes. Pero le aseguro que no puedo hacer nada más por usted, y todavía menos a esta hora de la mañana.
—Señor —Pitt tenía finalmente la oportunidad de hablar sin necesidad de interrumpir—, no he venido por la señorita Nash, sino por el señor Fulbert Nash. Todavía no hay rastro de él…
—Busque en los hospitales o en el depósito de cadáveres —sugirió Freddie.
—Ya lo hemos hecho, señor —respondió pacientemente Pitt—. Y en los asilos para pobres, los fumaderos de opio, los burdeles y el río. Y también en las estaciones ferroviarias y el puerto. Hemos preguntado a los patrones de las barcazas, desde Greenwich hasta Richmond, y a la mayoría de los taxistas, pero nadie le ha visto.
—¡Eso es ridículo! —espetó irritado Freddie. Tenía los ojos sanguinolentos y no cesaba de parpadear. Arrugó la frente, tratando de pensar con claridad—. Tiene que estar en alguna parte. ¡No puede haber desaparecido!
—Estoy de acuerdo —convino Pitt—. Y puesto que no hemos dado con él, me he visto obligado a regresar a Paragon Walk para tratar de deducir dónde puede estar o, por lo menos, por qué se ha ido.
—¿Por qué? —preguntó Freddie sorprendido—. Bien, supongo que… en fin… ya no sé lo que supongo. En realidad no he dado demasiadas vueltas al tema. No debía dinero, ¿verdad? Los Nash, según creo, siempre han sido gente acomodada, pero dado que Fulbert es el hermano menor, quizá no tenga tanto dinero.
—Lo hemos comprobado, señor. El banco nos permitió consultar sus cuentas y posee buenos fondos. El señor Afton Nash asegura que su hermano no tenía problemas económicos. Tampoco debe dinero en ningún club de juego.
Freddie pareció inquietarse.
—¡Ignoraba que pudiesen inmiscuirse en esas cosas! Lo que un hombre juega es asunto suyo.
—Desde luego, señor, pero cuando se trata de una desaparición y, posiblemente, de un asesinato…
—¿Asesinato? ¿Cree que Fulbert fue asesinado? En fin… —Hizo una mueca de disgusto y se sentó con brusquedad. Miró a Pitt—. En fin, imagino que en el fondo todos lo sospechábamos. Fulbert sabía demasiado y siempre fue muy astuto. Sin embargo, no lo bastante para fingir que no lo era tanto.
—Se ha explicado muy bien, señor —sonrió Pitt—. Lo que en realidad necesitamos es saber cuál de sus astutas observaciones fue la que acabó con su vida. ¿Sabía Fulbert quién había violado a Fanny? ¿O se trataba de otro asunto, de algo que de hecho ignoraba pero que insinuó que sabía?
Freddie frunció el entrecejo, pero su tez palideció, dejando al descubierto los capilares rotos. Entonces habló sin mirar a Pitt.
—¡No le entiendo! Si realmente no sabía nada, ¿qué sentido tenía matarlo? Un poco arriesgado, ¿no le parece?
—Si Fulbert Nash —explicó pacientemente Pitt— hubiese dicho a alguien «conozco tu secreto» o algo parecido, no habría necesitado contarlo. Si el asunto era realmente peligroso, la persona no habría esperado a comprobar si Fulbert hablaba o no.
—Ya. Quiere decir que lo habría matado de todos modos, para asegurarse.
—Así es, señor.
—¡Tonterías! Quizá corran por aquí algunas historias extrañas, pero nada verdaderamente perverso. ¡Dios mío! He vivido en Paragon Walk durante años, siempre en la temporada social, claro, nunca en invierno, ¿comprende? —El sudor comenzó a asomarle por la frente y los labios. Freddie sacudió la cabeza, como si quisiera despejarla y expulsar las ideas desagradables. Instantes después, su cara se iluminó—. Nunca imaginé que existiera alguien así. Le aconsejo que vigile al francés, es la única persona que no conozco. —Agitó las manos, como si Pitt fuera una pequeña molestia que pudiera apartar—. Se diría que goza de muchos medios y buenos modales, aunque algo afectados para mi gusto. Pero ignoro de dónde procede. Demasiado complaciente con las mujeres. Y ahora que lo pienso, nunca nos dijo de dónde era su familia. Siempre hay que desconfiar de un hombre cuya familia no se conoce. Vigílelo, ése es mi consejo. Hable con la policía francesa, tal vez pueda ayudarle.
Era algo en lo que Pitt no había pensado, y mentalmente se reprendió por el descuido, sobre todo porque había hecho falta un idiota como Freddie Dilbridge para hacerle caer en la cuenta.
—Así lo haremos, señor.
—Teniendo en cuenta lo poco que sabemos, bien podría tratarse de un violador francés. —Freddie elevó la voz a medida que se entusiasmaba con la idea, orgulloso de su sagacidad—. Quizá Fulbert lo descubrió. Ése sí sería un buen motivo para acabar con él, ¿no le parece? Sí, averigüe qué hacía el señor Alaric antes de venir a Paragon Walk. Le garantizo que allí encontrará la respuesta. ¡Se lo garantizo! Ahora, si no le importa, me gustaría desayunar. Me encuentro fatal.
Grace Dilbridge tenía un punto de vista muy diferente sobre el tema.
—¡Oh, no! —dijo inmediatamente—. Freddie no se encuentra bien esta mañana, de lo contrario no le habría sugerido semejante cosa. Es muy leal. Se resiste a creer que sus amigos sean algo más que unos… indecorosos. Pero le aseguro que el señor Alaric es el más civilizado y encantador de los hombres. Fanny, la pobre, lo encontraba bastante irresistible, y también mi hija antes de enamorarse del señor Isaacs. ¡No sé qué voy a hacer con ella! —Grace Dilbridge enrojeció al advertir que había mencionado un asunto personal delante de un hombre que, al fin y al cabo, no era más que un empleado—. Pero seguro que se le pasará —se apresuró a añadir—. Es su primera temporada social y es natural que los hombres la admiren.
Pitt sintió que estaba perdiendo el hilo e intentó recuperarlo.
—El señor Alaric…
—¡Absurdo! —repitió con firmeza la señora Dilbridge—. Mi marido conoce a los Nash desde hace años y, como es lógico, se resiste a admitir que Fulbert haya huido porque abusara de la pobre Fanny. En mi opinión, Fulbert la confundió con una criada en la oscuridad, y cuando descubrió quién era y que ella le había reconocido, no tuvo más remedio que matarla para que no hablara. ¡Es sencillamente horrible! ¡Su propia hermana! Pero los hombres son a veces horribles, es su naturaleza, y así ha sido desde Adán. Somos fruto del pecado, y algunos de nosotros no conseguimos superarlo.
Pitt trató en vano de buscar una respuesta apropiada, si bien su mente se hallaba en ese momento concentrada en una nueva idea: la posibilidad de que Fulbert hubiese confundido a Fanny con una criada, una ayudanta de cocina o alguien que jamás habría osado acusar de abusos a un caballero o que, de hecho, no le hubiese importado e incluso le hubiese alentado a hacerlo. Entonces Fulbert se dio cuenta de que era su propia hermana. El horror y la deshonra no sólo de la violación sino también del incesto habrían inducido a muchos hombres al asesinato. Y eso era aplicable a los tres hermanos Nash. La mente de Pitt comenzó a dar vueltas ante la enormidad de esa posibilidad, ante la nueva dimensión que acababa de adquirir el caso. Una tras otra, diferentes perspectivas acudían a su imaginación, abandonándose a la deriva. Una vez más, era preciso abordar el problema desde el principio.
Grace seguía hablando, pero él ya no la escuchaba. Necesitaba tiempo para pensar, salir al sol de la mañana y reordenar bajo ese nuevo enfoque toda la información que poseía. Se levantó. Sabía que estaba interrumpiendo a la señora Dilbridge, pero no había otro modo de escapar.
—Ha sido usted de gran ayuda, lady Dilbridge, le estoy sumamente agradecido.
Esbozó una sonrisa radiante mientras la señora Dilbridge le miraba atónita. Se dirigió presuroso al vestíbulo y salió por la puerta principal. La criada que estaba limpiando el escalón se vio obligada a retroceder, llevándose la escoba al hombro como un soldado presentando armas.
Tras una larga, calurosa y agitada semana, Charlotte anunció a su marido que Emily iba a celebrar una velada. Pitt ignoraba en qué consistía una velada. Sólo sabía que se celebraba por la tarde y que Charlotte había sido invitada. Estaba impaciente por recibir noticias de París sobre Paul Alaric y preocupado por los innumerables detalles que había averiguado —con la gustosa ayuda y el ojo avizor de Forbes— sobre las vidas personales de Paragon Walk, desde que comenzara a investigar el caso desde el punto de vista sugerido por Grace Dilbridge. Al parecer, si había de creer lo que le contaban, existían muchas más relaciones, de diferentes naturalezas, de las que había sospechado. Freddie Dilbridge era bastante célebre. Por lo visto, en una de sus fiestas más desenfrenadas había ocurrido algo confidencial y emocionante para aquéllos que tomaron parte en él. Y Diggory Nash había cedido a la tentación en más de una ocasión. Se especulaba mucho sobre Hallam Cayley, sobre todo desde el fallecimiento de su esposa, pero Pitt todavía no lograba distinguir las mentiras de las fantasías, y aún tenía menos idea de cuánto había de verdad en todo ello. George, por lo menos, había tenido la prudencia de mantener sus caprichos alejados de las dependencias del servicio, mas era indudable que había sentido una atracción por Selena del todo correspondida, hecho que dolería profundamente a Emily si algún día llegaba a descubrirlo. En cuanto a Paul Alaric, si había algo más que sueños con respecto a él nadie estaba dispuesto a confesarlo.
A Pitt le habría gustado descubrir algo en contra de Afton Nash, pues el hombre le resultaba repulsivo. Aunque no era del agrado de las criadas, ninguna insinuó que el señor le hubiese dispensado un trato familiar.
En cuanto a Fulbert, corrían rumores, insinuaciones, pero desde su desaparición la sola mención de su nombre generaba un histerismo tan exacerbado que Pitt no sabía qué pensar. Paragon Walk al completo hervía de imaginación. La alicaída monotonía de las labores diarias, que abarcaba desde la infancia hasta la tumba, se hacía soportable gracias a los romances y chismorreos que generaban risitas sofocadas, intercambiadas en minúsculas buhardillas cuando el largo día tocaba a su fin. Ahora asesinos y seductores enfermos de lujuria se escondían en cada sombra, y el miedo, un vago deseo y la realidad formaban una maraña inescrutable.
Pitt no esperaba que Charlotte averiguara algo útil en la fiesta de Emily. Estaba convencido de que la respuesta a los asesinatos yacía en las dependencias de la servidumbre, lejos de Charlotte o de Emily, de modo que se limitó a desearle que se divirtiera y a ordenarle firmemente que no se inmiscuyera en asuntos ajenos y se abstuviera de hacer preguntas o comentarios que se desviaran de la más trivial de las conversaciones.
Ella dijo «De acuerdo, Thomas» con gran dulzura, lo cual, si Pitt no hubiese estado tan absorto en sus pensamientos, le habría resultado sospechoso.
La velada fue muy formal y Charlotte no cabía de gozo enfundada en el vestido que Emily había mandado hacer para ella como regalo. De seda amarilla, se ajustaba perfectamente a su cuerpo y era de una belleza arrebatadora. Cuando cruzó el umbral con la cabeza bien alta y el rostro resplandeciente, se sorprendió de que sólo media docena de personas se volvieran para mirarla. Había esperado que los invitados interrumpieran sus conversaciones y la contemplaran atónitos. Con todo, reparó en que Paul Alaric estaba entre esos pocos. Había visto su elegante cabeza desviarse de Selena para mirar hacia donde ella estaba. Advirtió que el rubor le quemaba las mejillas y elevó un poco más el mentón.
Emily se acercó a recibirla y Charlotte fue arrastrada a una multitud de más de cincuenta comensales e introducida en una conversación. Era imposible mantener una charla en privado. Emily dirigió a su hermana una mirada larga y firme que la conminaba a comportarse con corrección y a pensar antes de hablar. Instantes después, Emily fue requerida para recibir a otro invitado.
—Emily ha invitado a un joven poeta para que nos lea algunas de sus composiciones —dijo Phoebe con una alegría quebradiza—. He oído que su obra es sumamente provocadora. Espero que seamos capaces de comprenderla, así tendremos un tema de que hablar.
—Confío en que no sea vulgar —se apresuró a puntualizar la señorita Lucinda—, ni atrevida. ¿Habéis visto esos terribles dibujos del señor Beardsley?
A Charlotte le hubiera gustado comentar la obra del señor Beardsley, pero no había visto sus dibujos ni oído hablar de él.
—No imagino a Emily invitando a alguien sin estar segura de antemano de que no es una cosa ni otra —respondió con voz cortante—. Aun así, no podemos controlar lo que los invitados dicen o hacen una vez han venido. Lo más que podemos hacer es emplear nuestro mejor juicio a la hora de elegirlos.
—Desde luego. —Lucinda enrojeció levemente—. Sólo pretendía insinuar que es una cuestión de suerte.
Charlotte se mantuvo imperturbable.
—Creo que este poeta no es romántico, sino político.
—Será interesante —dijo esperanzada la señorita Laetitia—. Me pregunto si ha escrito algo sobre los pobres o la reforma social.
—Supongo que sí. —Charlotte se alegraba de haber atraído la atención de la señorita Laetitia. Le gustaba esa mujer, sobre todo después de que Vespasia le hablara de su idilio escandaloso—. Los escritores son quienes mejor consiguen remover la conciencia de la gente —añadió.
—En mi opinión, no tenemos nada de que avergonzarnos —protestó la voz de una fornida anciana de mandíbula ancha y milagrosamente embutida en un vestido azul pavón. A Charlotte le recordó a un pequinés, bien que bastante más grande, e imaginó que era lady Tamworth, la invitada permanente de las señoritas Horbury, pero nadie la presentó—. La pobre Fanny fue víctima de los tiempos que corren —prosiguió con tono elevado—. Los valores morales comienzan a desmoronarse en todas partes, ¡incluso aquí!
—¿No cree que es deber de la Iglesia hablar a las conciencias de los hombres? —preguntó la señorita Lucinda torciendo ligeramente la nariz, aunque no quedaba claro si su repulsa iba dirigida a la opinión política de Charlotte o al hecho de que lady Tamworth hubiese sacado a relucir el tema de Fanny.
Charlotte ignoró la observación acerca de Fanny, al menos de momento. Pitt no había dicho que debía evitar el debate político, aunque su padre se lo tenía totalmente prohibido. Pero ella, ahora, no era problema para su padre.
—Tal vez ha sido la propia Iglesia la que ha fomentado el deseo de este poeta de hablar del modo que mejor sabe —sugirió inocentemente.
—¿No le parece que está usurpando el papel de la Iglesia? —preguntó la señorita Lucinda frunciendo el entrecejo—. ¿Y que los llamados por Dios para ese fin lo harían mucho mejor?
—Es posible. —Charlotte estaba decidida a mostrarse razonable—. Pero eso no significa que otros no deban hacerlo. Cuantas más voces mejor, ¿no cree? Hay muchos lugares donde la voz de la Iglesia no se oye. Quizá este poeta consiga llegar a ellos.
—Entonces, ¿qué está haciendo aquí? —inquirió la señorita Lucinda—. ¡Es evidente que Paragon Walk no es uno de esos lugares! Sería más útil en una barriada o en un asilo para pobres.
Afton Nash se unió al grupo enarcando las cejas, asombrado por el acalorado comentario de la señorita Lucinda.
—¿A quién pretende enviar al asilo de pobres, señorita Horbury? —preguntó, mirando por un instante a Charlotte.
—Estoy segura de que la gente de los barrios bajos y los asilos para pobres ya está convencida de la necesidad de llevar a cabo una reforma social y de ayudar a los necesitados —dijo Charlotte con una ligera mueca—. Son los ricos quienes deben dar. Los pobres recibirían de buena gana. Son los poderosos quienes pueden cambiar las leyes.
Lady Tamworth enarcó las cejas en un gesto de sorpresa y leve desprecio.
—¿Insinúa que la culpa la tiene la aristocracia, la piedra angular de este país?
Charlotte no tenía intención de batirse en retirada por cortesía o porque fuera impropio de una mujer crear polémica.
—Digo que es inútil predicar a los pobres que deberían recibir ayuda —repuso—, o a los desempleados y analfabetos que las leyes deben reformarse. Sólo las personas con poder y dinero pueden cambiar las cosas. Si la Iglesia hubiese llegado a ellas, hace mucho tiempo que habríamos conseguido nuestra reforma y los pobres tendrían trabajo para cubrir sus necesidades.
Lady Tamworth miró ferozmente a Charlotte y le dio la espalda, fingiendo que la conversación le resultaba demasiado desagradable para seguir en ella, aunque Charlotte sabía que lo hacía porque no se le ocurría ninguna respuesta. El semblante de la señorita Laetitia se iluminó con un delicado brillo de satisfacción, y miró fugazmente a Charlotte antes de alejarse también.
—Mi querida señora Pitt —dijo pausadamente Afton, como si hablara con alguien desconocedor de su idioma o ligeramente sordo—. Usted no sabe de política ni de economía. Las cosas no pueden cambiarse de la noche a la mañana.
Phoebe se sumó al grupo, pero su marido la ignoró por completo.
—Los pobres son pobres precisamente porque no tienen los medios o la voluntad para no serlo —prosiguió Afton—. No podemos despojar a los ricos de sus bienes para alimentar a los pobres. Sería tan insensato como verter agua en la arena de un desierto. ¡Hay millones de pobres! Lo que usted sugiere no tiene sentido. —Sonrió a Charlotte con condescendencia.
Charlotte estaba soliviantada y hubo de hacer un esfuerzo para controlarse y fingir un aire de genuino interés.
—Pero si los ricos y poderosos son incapaces de cambiar las cosas —dijo—, ¿para quién predica la Iglesia y con qué fin?
—¿Cómo dice? —Afton no daba crédito a sus oídos.
Charlotte repitió la pregunta, sin atreverse a mirar a Phoebe y a la señorita Lucinda.
Afton estaba pergeñando una respuesta a tan disparatada pregunta cuando una voz se le adelantó, una voz suave con un ligero acento extranjero.
—A los ricos, porque es bueno para nuestras almas dar un poco. De ese modo podemos disfrutar de lo que tenemos y dormir con la conciencia tranquila, ya que podemos decirnos que lo hemos intentado, que hemos aportado nuestro grano de arena. Pero, querida, nunca lo hacemos con la esperanza de que las cosas cambien realmente.
Charlotte notó que el rubor le subía a las mejillas. Ignoraba que Paul Alaric estuviese tan cerca y hubiese escuchado su discusión con Afton y la señorita Lucinda. No se volvió para mirarle.
—Es usted un cínico, señor Alaric —dijo, y tragó saliva—. ¿Realmente nos considera tan hipócritas?
—¿Nos? —dijo Alaric, elevando levemente la voz—. ¿Asiste a los oficios y se siente mejor por ello, señora Pitt?
Charlotte no sabía qué contestar. Indudablemente no era así. Los sermones, en las raras ocasiones en que acudía a la iglesia, la enfurecían y despertaban en ella el deseo de polemizar. Pero no podía decirlo en presencia de Afton Nash y esperar su comprensión. Además, con ello sólo conseguiría herir a Phoebe. Maldijo a Alaric por hacer de ella una hipócrita.
—Por supuesto —mintió y vio, agradecida, que el rostro angustiado de Phoebe se suavizaba.
Charlotte no tenía nada en común con Phoebe, y sin embargo una punzada de lástima la asaltaba cada vez que recordaba su semblante pálido e insulso, quizá porque podía imaginar todo el daño que Afton era capaz de infligir con su lengua cruel y afilada.
Se volvió para encararse con Alaric y se estremeció de nuevo al percibir en sus ojos que comprendía perfectamente el motivo de esa mentira. ¿Sabía que Charlotte no pertenecía al mundo de los ricos, que estaba casada con un policía y apenas conseguía llegar a fin de mes, que su precioso vestido era un regalo de Emily? ¿Y que toda la discusión sobre la necesidad de dar a los pobres era pura teoría para ella?
El semblante de Alaric sólo mostraba una encantadora sonrisa.
—Disculpen —dijo fríamente Afton, casi tirando de Phoebe. La mujer le siguió, caminando como si tuviera las piernas doloridas y débiles.
—Una mentira muy piadosa —musitó Alaric.
Charlotte no le escuchaba. Su mente estaba concentrada en Phoebe y en su modo penoso, casi reservado de andar, como si tratara de evitar el roce de Afton. ¿Acaso ese distanciamiento instintivo, como la mano abrasada que se aparta del fuego, se debía a incontables años de dolor? ¿O había descubierto Phoebe algo nuevo, hasta ahora basado únicamente en la intuición? ¿Existía algún recuerdo que la inquietaba, un cambio en Afton, una mentira pasada, quizá algo entre él y Fanny? No, constituía una obscenidad demasiado atroz para siquiera imaginarla. Sin embargo, no era imposible. Quizá en la oscuridad no había distinguido a la muchacha, sólo a una mujer a quien herir. Y Afton disfrutaba infligiendo dolor, estaba tan segura de ello como el animal que percibe con el olfato a su depredador. ¿Lo sabía Phoebe? ¿Por eso se paseaba asustada por el rellano de su casa y llamaba al lacayo por las noches?
Alaric aguardaba sereno pero con ceño inquisitivo. Charlotte había olvidado sus palabras.
—¿Cómo ha dicho? —Se vio obligada a preguntar.
—Una mentira muy piadosa —repitió Alaric.
—¿Mentira?
—Decir que asistir al oficio le hace sentirse mejor. Me resisto a creerlo. Usted es como un libro abierto, no posee el encanto del misterio. Todo su atractivo reside, justamente, en que su interlocutor nunca sabe qué verdad devastadora dirá a continuación. Creo que ni siquiera sería capaz de engañarse a sí misma.
¿Qué quería decir con eso? Charlotte prefirió no saberlo. La honestidad era su única cualidad y su única arma contra Alaric.
—El éxito de la mentira depende en gran medida de que el oyente desee creérsela o no —respondió.
Alaric sonrió lenta y dulcemente.
—Y es ahí donde se apoyan los cimientos de la alta sociedad —convino él—. Es usted agudamente perceptiva. Le aconsejo que mantenga el secreto o acabará arruinándoles el juego, y entonces ¿a qué se dedicarán?
Charlotte tragó saliva y se negó a mirar a Alaric a los ojos. Con cautela, devolvió la conversación al punto anterior.
—A veces miento muy bien.
—Lo cual nos lleva de nuevo a los sermones de los oficios, a esas cómodas mentiras que repetimos una y otra vez porque deseamos que sean verdad. Estoy impaciente por oír lo que tiene que decir el poeta de lady Ashworth. Estemos o no de acuerdo con sus versos, creo que las caras de la audiencia serán todo un poema, ¿no le parece?
—Probablemente —contestó Charlotte—, y me atrevo a decir que sus palabras proporcionarán un motivo de indignación durante semanas.
—Oh, desde luego. Tendremos que hacer mucho ruido para convencernos una vez más de que tenemos razón y de que nada puede o debería cambiar.
Charlotte se puso rígida.
—No intente calificarme de cínica, señor Alaric, yo detesto el cinismo. En mi opinión se trata más bien de una excusa fácil. La gente finge que no puede hacerse nada y eso le sirve de justificación para no hacer nada. Es otra forma de fraude, pero aún más detestable.
Alaric la sorprendió con una sonrisa abierta y franca.
—Nunca creí que una mujer pudiera desconcertarme, pero usted acaba de hacerlo. Es terriblemente honesta. Resulta imposible enredarla.
—¿Era eso lo que pretendía? —¿Por qué demonios se sentía tan halagada? ¡Era ridículo!
Antes de que Alaric pudiera contestar, Jessamyn se acercó a ellos con el rostro inmaculado como una camelia y sus fríos ojos arrasaron a Alaric antes de posarse en Charlotte. Eran grandes, de un azul brillante, e inteligentes.
—¡Qué placer volver a verla, señora Pitt! No esperaba que nos visitara tan a menudo. ¿No la echan de menos en su círculo?
Charlotte miró a Jessamyn sin pestañear, sonriendo a sus ojos maravillosos.
—Eso espero —respondió con naturalidad—. Pero deseo estar al lado de Emily hasta que este trágico asunto se resuelva.
Jessamyn exhibía mayor serenidad que Selena. Las facciones de su rostro se suavizaron y sus labios carnosos esbozaron una cálida sonrisa.
—Es usted muy generosa. Con todo, estoy segura de que disfruta del cambio.
Charlotte captó la indirecta, pero mantuvo la expresión ingenua. No tenía el don de la astucia, pero sabía que se atraían más moscas con miel que con vinagre.
—Oh, desde luego. En mi barrio no ocurren hechos tan dramáticos como aquí. Creo que hace años que no se produce una violación o un asesinato. De hecho, creo que nunca los ha habido.
Paul Alaric extrajo un pañuelo y fingió estornudar. Charlotte advirtió que los hombros le temblaban de risa y su rostro se encendió de júbilo.
Jessamyn estaba lívida. Su voz, cuando finalmente respondió, sonó frágil:
—E imagino que tampoco tendrán veladas como ésta. Si me permite un consejo de amiga, muévase, hable con todo el mundo. Es una norma de buena educación, sobre todo si se es la anfitriona o existe un parentesco con ella. No debe mostrar abiertamente su preferencia por un invitado en concreto… aunque esa preferencia exista.
El golpe había sido perfecto. Charlotte no tenía más opción que marcharse. El calor le abrasó el escote y el cuello al pensar que Alaric podía imaginar que ella buscaba su compañía. Para colmo, con su azoramiento no hacía más que confirmarlo. Estaba furiosa y se juró que demostraría a Alaric que ella no era una de esas estúpidas mujeres que se dedicaban a perseguirle. Sonriendo con tirantez, se disculpó y se alejó con la cabeza tan alta que a punto estuvo de tropezar con el escalón que separaba los dos salones, y todavía se hallaba recuperando el equilibrio cuando chocó con lady Tamworth y la señorita Lucinda.
—¡Oh, cuánto lo siento! —balbuceó.
Lady Tamworth miró a Charlotte, consciente sin duda del rubor y la torpeza de su porte. En su rostro se reflejó su opinión sobre las mujeres que bebían demasiado por la tarde.
La señorita Lucinda, que tenía otras cosas en la cabeza, asió bruscamente a Charlotte con su mano pequeña y rolliza.
—Querida, ¿puedo preguntarle en confianza si lady Ashworth conoce al judío?
Los ojos de Charlotte siguieron la mirada de la señorita Lucinda hasta un joven delgado de tez cetrina y rasgos morenos.
—Lo ignoro —repuso mirando a lady Tamworth—. Si quieren, puedo preguntárselo.
Las mujeres no parecían desconcertadas.
—Hágalo, querida. Después de todo, es posible que lady Ashworth no sepa quién es.
—Es posible —convino Charlotte—. ¿Quién es?
Lady Tamworth la miró desconcertada.
—¿Cómo? Es un judío —dijo.
—Sí, eso ya lo ha dicho.
Lady Tamworth bufó. La señorita Lucinda hizo una mueca de disgusto y frunció el entrecejo.
—¿Le agradan los judíos, señora Pitt?
—¿No era Cristo judío?
—¡Señora Pitt! —Lady Tamworth tembló de indignación—. Acepto que las jóvenes generaciones tengan valores morales diferentes de los nuestros —miró nuevamente el cuello todavía encendido de Charlotte—, pero si algo no tolero es la blasfemia.
—No es ninguna blasfemia, lady Tamworth —dijo Charlotte—. Cristo era judío.
—¡Cristo era Dios, señora Pitt! —repuso con aspereza lady Tamworth—. Y Dios desde luego no es judío.
Charlotte no sabía si enojarse o echarse a reír. Se alegraba de que Alaric no la oyera.
—¿No lo es? —dijo con una suave sonrisa—. En realidad, nunca me he parado a pensarlo. ¿Qué es entonces?
—Un científico chiflado —dijo Hallam Cayley por encima del hombro de Charlotte. Llevaba un vaso en la mano—. ¡Un Frankenstein que no supo detenerse a tiempo! El experimento se le fue un poco de las manos, ¿no les parece? —Miró en derredor con expresión de profundo disgusto.
Lady Tamworth apretó los dientes, impotente. La rabia le había dejado sin habla.
Hallam la miró con desprecio.
—¿Realmente cree que era esto lo que Dios pretendía? —Apuró el vaso y lo agitó señalando la sala—. ¿Pertenece este condenado grupo a algún Dios digno de adoración? Si descendemos de Dios, realmente hemos descendido hasta lo más hondo. Creo que prefiero la opinión del señor Darwin. Según él, por lo menos vamos mejorando. Dentro de un millón de años tal vez sirvamos para algo.
Finalmente, la señorita Lucinda recuperó el habla.
—Hable por usted, señor Cayley —dijo con dificultad, como si también ella estuviera un poco ebria—. Yo, por mi parte, soy cristiana y no tengo dudas.
—¿Dudas? —Hallam contempló su vaso vacío y lo volvió. Sobre la alfombra cayó una gota—. Ojalá yo tuviera dudas. La duda por lo menos contiene espacio para la esperanza, ¿no les parece?