5

Charlotte esperó con impaciencia el regreso de Pitt. Una docena de veces ensayó mentalmente lo que quería decirle, y en cada ocasión le surgía de forma diferente. Olvidó quitar el polvo de los estantes de los libros y salar las verduras. Dio a Jemima dos porciones de pudín, para deleite de la niña, y ya la tenía cambiada y dormida cuando Pitt llegó.

Él parecía cansado y lo primero que hizo fue descalzarse las botas y vaciarse los bolsillos de los incontables objetos que había metido en ellos a lo largo del día. Charlotte le sirvió un refresco, decidida a no cometer el mismo error del día anterior.

—¿Cómo está Emily? —preguntó Pitt al cabo de unos minutos.

—Bien —respondió ella, conteniendo la respiración para no precipitarse en su relato—. El funeral fue, en general, bastante penoso. Imagino que todos sentían lo mismo que nosotros, pero nadie dio muestras de ello. El ambiente estaba como… vacío.

—¿Hablaron de… Fanny?

—¡No! —Charlotte negó con la cabeza—. No, no lo hicieron. Difícilmente habrías sabido por quién era el funeral. Espero que cuando yo muera, la gente hable de mí todo el tiempo.

Pitt sonrió abiertamente, como un niño.

—Aunque lo hicieran, cariño —replicó—, sería un aburrimiento sin ti.

Charlotte buscó algo que lanzar a su marido, pero lo único que tenía a mano era la jarra de limonada, lo cual resultaría desmedido, por no mencionar que su rotura hubiera constituido un despilfarro que no podían permitirse. Tuvo que conformarse con hacer una mueca.

—¿Averiguaste algo? —preguntó Pitt.

—Me temo que no, sólo cosas que Emily ya me había contado. Tuve un montón de intuiciones extrañas, pero ignoro su significado o incluso si significan algo. Tenía muchísimas cosas que contarte antes de que llegaras a casa, pero ahora parecen haberse esfumado. Todos los hermanos Nash son desagradables, salvo, quizá, Diggory. No llegué a conocerle, pero posee una mala reputación. Selena y Jessamyn se detestan, mas todo su odio se debe a un encantador caballero francés. Las únicas personas que parecían realmente afligidas eran Phoebe, que estaba terriblemente lívida y temblorosa, y un hombre llamado Hallam Cayley, de quien ignoro si estaba acongojado por Fanny o por el recuerdo de su esposa, fallecida no hace mucho.

Le había parecido que tenía infinitas cosas que contar cuando éstas conformaban un tumulto de sensaciones en su mente, pero ahora que quería expresarlas con palabras habían perdido su importancia. Todo sonaba demasiado tonto e intrascendente, y sintió vergüenza. Era la esposa de un policía, hubiera debido tener algo concreto que decir. ¿Cómo podía Pitt resolver sus casos si todos los testigos eran tan imprecisos como ella?

Pitt suspiró, se incorporó y caminó en calcetines hasta la pila de la cocina. Abrió el grifo del agua fría, colocó las manos debajo del chorro y se refrescó la cara. Alargó las manos y Charlotte le tendió una toalla.

—No te preocupes. —Pitt cogió la toalla—. No esperaba averiguar nada allí.

—¿No esperabas averiguar nada? —repitió ella desconcertada—. ¿Insinúas que estuviste en el entierro?

Pitt se secó la cara y miró a su esposa por encima de la toalla.

—Así es, pero no para hacer averiguaciones, sino simplemente porque deseaba asistir.

Charlotte sintió que las lágrimas le quemaban los ojos y la garganta le escocía. Ni siquiera había visto a Pitt. Había estado demasiado ocupada observando a los demás y pensando en lo mucho que le favorecía el vestido de tía Vespasia.

Por lo menos Fanny había tenido un verdadero doliente, alguien que, sencillamente, lamentaba su muerte.

Emily no tenía a nadie con quien hablar de sus sentimientos. Tía Vespasia juzgaba que no le convenía insistir en esas cosas. Generaría un bebé melancólico, decía. Y George se mostraba reacio a hablar. De hecho, muchas veces se alejaba para evitarla.

Los demás residentes de Paragon Walk parecían dispuestos a olvidar el asunto, como si Fanny hubiese partido de vacaciones y fuera a regresar en cualquier momento. Reanudaron sus vidas, en la medida que lo permitía el decoro. Todavía vestían sobriamente, por supuesto, pues lo contrario hubiera sido de mal gusto. Pero parecía existir el consenso tácito de que la propia indecencia de la causa de la muerte convertía las reglas del luto en un recordatorio de la misma y, por tanto, en una práctica vulgar e incluso ofensiva para todos.

La única excepción era Fulbert Nash, quien mostraba una gran facilidad para ofender. De hecho, a veces se diría que disfrutaba con ello. Emitía ingeniosas y mordaces insinuaciones acerca de casi todo el mundo. En sus observaciones no había nada concluyente, nada que permitiera ahondar en el tema, pero el súbito rubor que subía por las mejillas de la gente demostraba que había dado en el clavo. Quizá se refería a viejos secretos; todo el mundo tenía algo de lo que avergonzarse o por lo menos algo que prefería ocultar a sus vecinos. Quizá los secretos más interesantes eran simplemente ridículos. Pero a nadie le gustaba ser el hazmerreír y algunos llegarían muy lejos con tal de impedirlo. El ridículo podía resultar tan devastador para las aspiraciones sociales como la divulgación de un pecado ordinario.

Había pasado una semana desde el funeral y el calor seguía apretando cuando Emily decidió visitar a Charlotte para preguntarle sobre los progresos de la policía. Se habían formulado innumerables preguntas, principalmente a los sirvientes, pero Emily ignoraba si ya había sospechosos o inocentes.

Habiendo enviado una carta a Charlotte el día antes anunciando su visita, Emily se puso un vestido de muselina de la temporada anterior y ordenó que prepararan el coche. Cuando llegó a casa de su hermana, indicó al cochero que doblara la esquina y aguardara exactamente dos horas antes de ir a recogerla.

Encontró a Charlotte esperándola y preparando té. La casa era más pequeña de como la recordaba, las alfombras más viejas, pero emanaba una calidez que, junto con el olor de las rosas y de la cera para lustrar, la hacía agradable. No se le ocurrió preguntarse si las rosas habían sido compradas especialmente para ella.

Jemima estaba sentada en el suelo, canturreando mientras construía una precaria torre de ladrillos de colores. ¡Gracias al cielo comenzaba a parecerse a Charlotte y no a Pitt!

Tras intercambiar los habituales saludos, que Emily expresó con toda sinceridad —de hecho últimamente valoraba más la amistad de Charlotte—, se lanzó a comunicar las novedades de Paragon Walk.

—Nadie habla ya del asunto —dijo indignada—. Al menos conmigo. Es como si nunca hubiese ocurrido. Me recuerda a esas cenas en que a un comensal se le escapa un ruido desagradable y, tras un silencio breve y embarazoso, la gente reanuda la conversación con un tono más elevado para demostrar que no se ha dado cuenta.

—¿Y los sirvientes? —Charlotte estaba vigilando el hervor del agua—. Acostumbran hablar entre ellos, salvo el mayordomo. Maddock nunca hablaba. —Por un instante, evocó vívidamente la casa paterna de Cater Street—. Pregunta a las criadas y ellas te lo contarán todo.

—No se me había ocurrido —admitió Emily. Era un descuido estúpido. En Cater Street lo habría hecho sin necesidad de que Charlotte se lo recordara—. Puede que me esté haciendo vieja. Mamá nunca se enteraba de la mitad de las cosas que nosotras sabíamos. La servidumbre le temía. Tal vez mis criadas me temen. ¡Y no hay duda de que tía Vespasia las tiene aterrorizadas!

A Charlotte no le sorprendía esto último. Dejando aparte la personalidad de la anciana, nadie se dejaba impresionar tanto por un título como una criada. Había excepciones, desde luego, sirvientes que advertían las frivolidades y los defectos ocultos tras la lustrosa fachada. Pero esos sirvientes, además de perceptivos, solían ser lo bastante astutos para impedir que su percepción se dejara ver. Y luego estaba la lealtad. Un buen sirviente consideraba a su señor o señora casi como una prolongación de sí mismo, una propiedad, el sello de su propia categoría dentro de la jerarquía social.

—Sí —afirmó Charlotte—. Prueba con tu doncella. Ella te ha visto sin corsé y sin tirabuzones. Probablemente es la persona que menos te teme.

—¡Charlotte! ¡Dices unas cosas horribles! —Había sido una observación indecorosa e incómoda, sobre todo teniendo en cuenta su creciente peso—. A tu manera, a veces eres peor que Fulbert. —Respiró entrecortadamente y Jemima comenzó a gimotear. Emily se volvió y la recogió en brazos, sacudiéndola suavemente hasta hacerla sonreír de nuevo—. Charlotte, Fulbert está comportándose de una forma espantosa. Deja escapar pequeñas insinuaciones, nada que pueda considerarse una acusación, pero por las caras de la gente se adivina que saben de qué está hablando. Y eso le provoca una satisfacción malsana.

Charlotte vertió el agua en la tetera y colocó la tapa. La comida ya estaba en la mesa.

—Puedes dejarla en el suelo —dijo, señalando a Jemima—. No debes acostumbrarla o querrá que la tengan en brazos todo el tiempo. ¿De quién habla Fulbert?

—De todo el mundo. —Emily devolvió a Jemima a sus juguetes. Charlotte le tendió una rebanada de pan con mantequilla, que la niña aceptó complacida.

—¿Siempre sobre lo mismo? —preguntó sorprendida Charlotte—. No tiene sentido.

—No, de cosas diferentes —respondió Emily—. ¡Habla incluso de Phoebe! ¿Te imaginas? Insinuó que su cuñada guardaba un secreto vergonzante y que un día toda la avenida se enteraría. ¿Puedes imaginar una persona más inocente que Phoebe? En ocasiones llega a ser genuinamente boba. Muchas veces me pregunto por qué no se rebela contra Afton. ¡Tiene que poder hacer algo! A veces Afton la trata brutalmente. No quiero decir que le pegue ni nada de eso. —Su rostro palideció—. O por lo menos eso espero.

Charlotte se estremeció al recordar la mirada fría y escrutadora de Afton, la impresión que daba de poseer un talante amargo y despreciativo.

—Si es alguien de Paragon Walk —dijo con énfasis—, espero que sea él… y que le detengan.

—Y yo —convino Emily—. Pero dudo que sea Afton. Fulbert está convencido de que no lo es. No cesa de repetirlo, y con gran deleite, como si supiera algo abominable que le divierte.

—Tal vez sea así. —Charlotte frunció el entrecejo, tratando en vano de ocultar sus pensamientos. Tenía que expresarlos con palabras—. Quizá sabe quién es.

—¡Qué idea tan horrible! —Emily negó con la cabeza—. Será un sirviente o alguien contratado para la fiesta de los Dilbridge. Había demasiados cocheros desconocidos rondando por ahí sin nada que hacer salvo esperar. Alguno de ellos debió de achisparse más de la cuenta y luego perdió el control. Quizá en la oscuridad confundió a Fanny con una criada y cuando descubrió su error se vio obligado a matarla para que no le delatara. Los cocheros acostumbran llevar cuchillos, ya sabes, para cortar arreos atascados, sacar piedras de las herraduras de los caballos y otras cosas. —Se felicitó por su agudo razonamiento—. Además, ninguno de los hombres que viven en Paragon Walk, quiero decir ninguno de nosotros, iría armado con un cuchillo, ¿no te parece?

Charlotte miró fijamente a su hermana mientras sostenía en una mano uno de sus emparedados cuidadosamente preparados.

—No; a menos que pretendiera matar a Fanny.

Emily sintió un repentino mareo que nada tenía que ver con su estado.

—¿Quién iba a querer hacer una cosa así? Si la víctima fuese Jessamyn, lo entendería. Todas las mujeres están celosas de su belleza. Jamás se muestra alterada o nerviosa. Pero nadie podía odiar a Fanny… quiero decir… que en ella no había nada que odiar.

Charlotte contempló su plato.

—No lo sé.

Emily se inclinó hacia adelante.

—¿Qué dice Thomas? ¿Qué sabe? Seguro que te ha contado algo.

—Me temo que aún no sabe nada —respondió tristemente Charlotte—, salvo que no parece que haya sido uno de los sirvientes habituales. Todos pueden demostrar dónde estuvieron aquella noche y, aparentemente, ninguno de ellos posee un pasado oscuro. De lo contrario, no estarían trabajando en Paragon Walk, ¿no crees?

Cuando Emily regresó a casa intentó hablar con George, pero no sabía por dónde comenzar. Tía Vespasia había salido y él estaba sentado en la biblioteca, con los pies en alto, las puertas abiertas al jardín y un libro abierto sobre el estómago.

Cuando Emily entró, levantó la vista y dejó el libro a un lado.

—¿Cómo está Charlotte? —preguntó.

—Bien —respondió ella, un poco sorprendida. A George siempre le había agradado Charlotte, pero de una forma más bien distante, distraída. A fin de cuentas, apenas la veía. ¿A qué se debía ese repentino interés?

—¿Dijo algo acerca de Pitt? —prosiguió al tiempo que se incorporaba, mirando fijamente a su esposa.

Así pues, no estaba pensando en Charlotte, sino en el asesinato y Paragon Walk. Emily notó ese intenso momento de realidad en que sabes que se avecina un golpe que no acaba de caer. El dolor no está ahí, pero lo percibes como si estuviera y el cerebro ya lo ha aceptado. George tenía miedo.

Emily no creía que su marido hubiese matado a Fanny. Ni en sus peores momentos lo hubiese creído. George carecía de la capacidad de generar tanta violencia e incluso de la intensidad emocional necesaria para ello. En realidad, sus peores pecados eran la indolencia y el egoísmo inconsciente de un niño. Hombre de temperamento tranquilo, le agradaba complacer a los demás. El dolor le aterraba. Era capaz de cualquier cosa, en la medida en que su energía se lo permitiera, por evitar su propio sufrimiento y el de los demás. Siempre había disfrutado de las alegrías mundanas sin necesidad de luchar por ellas y su generosidad rayaba muchas veces la prodigalidad. Daba a Emily cuanto ella deseaba, y disfrutaba haciéndolo.

No, George jamás habría matado a Fanny… a menos que hubiera ocurrido en un arrebato de pánico, en cuyo caso se habría entregado a la policía de inmediato, como un niño asustado.

El golpe imaginario que presentía era la posibilidad de que George hubiese hecho algo que Pitt pudiera descubrir durante la investigación, algo irreflexivo que no pretendía herir a Emily, un esparcimiento que había aceptado porque se le ofrecía y le gustaba. Selena… u otra mujer. Poco importaba quién.

Curiosamente, antes de casarse Emily había intuido esa posibilidad y la había aceptado. ¿Por qué le importaba ahora? ¿Se debía a su estado? Le habían advertido que el embarazo podía volverla sensible y llorona. ¿O acaso había terminado por amar a George más de lo que esperaba?

Él seguía mirándola fijamente, esperando una respuesta.

—No. —Emily evitó su mirada—. Por lo visto, todos los sirvientes pueden probar sus movimientos de aquella noche, pero eso es todo.

—Entonces, ¿a qué demonios se dedica Pitt? —estalló George con un tono elevado y cortante—. ¡Han pasado cerca de dos semanas! ¿Por qué no lo ha atrapado ya? Aunque no pueda arrestar al hombre que lo hizo y demostrar su culpabilidad, a estas alturas por lo menos debería saber quién es.

Emily compadeció a su marido porque estaba asustado, y se compadeció a sí misma: estaba enfadada porque había sido la propia ligereza de George la que le había dado motivos para temer a Pitt, para temer que se descubrieran excesos que no había necesitado cometer.

—Sólo he visto a Charlotte —dijo ella con cierta frialdad—. Y aunque hubiese visto a Thomas, difícilmente habría podido preguntarle sobre sus progresos. Imagino que no es fácil encontrar a un asesino cuando no sabes por dónde empezar, y nadie de Paragon Walk puede probar dónde estuvo aquella noche, aparte de los sirvientes.

—¡Maldita sea! —exclamó desvalidamente George—. ¡Yo estaba a varios kilómetros de aquí! Llegué a casa cuando ya todo había ocurrido. No pude hacer ni ver nada.

—Entonces, ¿qué te preocupa? —Emily seguía sin mirarle.

Hubo un breve silencio. Cuando George retomó la palabra, su voz sonó más serena y cansada.

—No me gusta que me investiguen. No me gusta que pregunten a medio Londres sobre mí cuando todo el mundo sabe que hay un asesino violador en mi calle. No me gusta la idea de que todavía ande suelto, quienquiera que sea. Y, sobre todo, no me gusta pensar que podría ser uno de mis vecinos, alguien a quien conozco desde hace años y que probablemente me cae bien.

Tenía sentido. Claro, estaba dolido. Hubiera resultado insensible, incluso estúpido, no estarlo. Finalmente, Emily se volvió hacia su marido y sonrió.

—Todos padecemos este asunto —dijo con suavidad—. Y todos estamos asustados. Pero es probable que tarde mucho en resolverse. Si se trata de un cochero o un lacayo, no será fácil dar con él, y si es uno de nosotros… tendrá infinitas formas de mantenerse a salvo. Además, si hemos vivido con él durante tantos años sin saberlo, ¿cómo quieres que Thomas lo encuentre en unos días?

George no replicó. De hecho no había réplica posible.

Pese a la tragedia, había obligaciones sociales que atender. No podían abandonarse sólo porque alguien había fallecido, y todavía menos si las circunstancias que rodeaban la muerte eran tan escandalosas. Hubiera sido una falta de decoro asistir a una fiesta tan pronto, pero las discretas visitas vespertinas eran otra cosa. Vespasia, llevada por la curiosidad y justificada por el sentido del deber, visitó a Phoebe Nash.

Se había propuesto transmitirle su pésame. Lamentaba de corazón el fallecimiento de Fanny, aunque la idea de la muerte no le aterraba tanto como cuando era joven. Se había resignado a ella como quien se aviene a regresar a casa al término de una espléndida fiesta. Tarde o temprano había de llegar, y para cuando lo hiciera tal vez estaría preparada para recibirla. Mas éste, indudablemente, no era el caso de la pobre Fanny.

No obstante, Vespasia compadecía a Phoebe por la mala fortuna que había tenido al casarse con un hombre exasperante. Toda mujer obligada a vivir bajo el mismo techo que Afton Nash merecía un mínimo de conmiseración.

La visita puso a prueba su paciencia. La actitud de Phoebe era más incoherente de lo normal. Parecía hallarse en todo momento al borde de una confidencia que nunca acababa de transformar en palabras. Vespasia alternaba el vivo interés con silencios reflexivos, pero en cada ocasión, y en el último momento, Phoebe saltaba a otro tema, retorciendo nerviosamente su pañuelo sobre el regazo.

Vespasia se marchó en cuanto hubo cumplido con su obligación social, pero una vez fuera, bajo el sol abrasador, caminó lentamente y comenzó a reflexionar sobre las razones que podían provocar en Phoebe semejante confusión mental. La pobrecilla parecía incapaz de conservar la compostura más de dos minutos seguidos.

¿Tan afectada estaba por la muerte de Fanny? Nunca habían dado muestras de estar especialmente unidas. Vespasia recordaba haberlas visto juntas sólo en una docena de ocasiones, y Phoebe jamás acompañaba a Fanny a los bailes ni celebraba fiestas para ella, a pesar de que era su primera temporada social.

Entonces le asaltó una idea repugnante, tan detestable que se detuvo en medio de la calle, ignorando que el ayudante del jardinero la estaba observando.

¿Phoebe sabía algo acerca de quién había violado y asesinado a Fanny? ¿Había visto u oído algo? ¿O acaso era un episodio del pasado lo que le había llevado ahora a comprender lo ocurrido?

¿Se le ocurriría a la muy idiota hablar con la policía? La discreción era un elemento importante. La sociedad se desmoronaría sin ella, y naturalmente la gente detestaba relacionarse con algo tan desagradable como la policía. Con todo, había que aceptar lo inevitable. Luchar contra ello sólo hacía más dolorosa y más obvia la sumisión final.

¿Y por qué iba a estar dispuesta Phoebe a proteger a un hombre culpable de un crimen tan horrendo? ¿Por miedo? No tenía sentido. Lo más prudente era compartir el secreto, para que no pudiera morir con una.

¿Por amor? Poco probable. Sin duda no por amor a Afton.

¿Por compromiso? Compromiso con respecto a su marido o a la familia Nash o incluso a su clase social, parálisis ante el escándalo. Ser la víctima era una cosa —podía olvidarse con el tiempo—, pero el ofensor jamás sería perdonado.

Vespasia echó nuevamente a andar, cabizbaja y con expresión ceñuda. Lo suyo no eran más que conjeturas. El motivo podía ser cualquiera, incluso algo tan simple como el pánico a la investigación. Quizá Phoebe tenía un amante.

En cualquier caso, no le cabía duda de que Phoebe estaba profundamente asustada.

La visita a Grace Dilbridge era una misión obligada pero soporífera. Sólo se hablaba de las habituales, casi rituales, lamentaciones de Grace por los excéntricos amigos de Frederick, las constantes fiestas y los ultrajes que sufría porque la excluían del juego y de todo lo indecible que tenía lugar en el cobertizo del jardín. Vespasia tendió a exagerar la vehemencia de su compasión y optó por retirarse en el momento en que Selena Montague aparecía en el salón, llena de vida y con la mirada resplandeciente. Vespasia oyó el nombre de Paul Alaric cuando aún no había cruzado el umbral y sonrió a la evidencia de la juventud.

Ahora no tenía más remedio que visitar a Jessamyn, que había dejado el luto. La encontró tranquila. El sol se reflejaba en su cabello a través de las puertaventanas y su piel desprendía la delicada lozanía de la flor del manzano.

—Qué agradable sorpresa, lady Cumming-Gould —dijo cortésmente—. Permítame que le ofrezca un refrigerio. ¿Té o limonada?

—Té, por favor —aceptó Vespasia, tomando asiento—. Todavía me apetece, pese al calor.

Jessamyn agitó la campanilla y dio las órdenes pertinentes a la criada. Cuando ésta se hubo marchado, se acercó elegantemente a una ventana.

—Ojalá refrescara —dijo, contemplando la hierba seca y las hojas polvorientas—. Este verano parece no tener fin.

Vespasia era experta en el arte de la conversación intrascendente y tenía el comentario adecuado para cada circunstancia. Mas la serenidad y el cuerpo frágil y erguido de Jessamyn le decían que allí había una emoción poderosa que, sin embargo, no alcanzaba a dilucidar. Parecía más compleja que la simple aflicción. O tal vez la complejidad residía en la propia Jessamyn.

Ésta se volvió y sonrió.

—¿Una profecía? —preguntó.

Vespasia comprendió a qué se refería. No estaba pensando en el calor estival, sino en la investigación policial. Resultaba inútil mostrarse evasiva con Jessamyn. Era demasiado inteligente y demasiado fuerte.

—Tal vez no lo has dicho con intención —Vespasia la miró directamente a los ojos—, pero me atrevo a afirmar que así es. Por otro lado, el verano puede imperceptiblemente dar paso al otoño y es posible que apenas apreciemos la diferencia, hasta que una mañana amanezca con escarcha y las primeras hojas empiecen a caer.

—Y todo quede olvidado. —Jessamyn se apartó de la ventana y se sentó—. Sencillamente, una tragedia del pasado sin aclarar. Por un tiempo seremos prudentes a la hora de contratar a nuestros sirvientes, pero también eso pasará.

—Otras tempestades vendrán a ocupar su lugar —corrigió Vespasia—. Siempre ha de haber algo de qué hablar. Alguien hará o perderá una fortuna, se celebrará una boda por todo lo alto, alguien encontrará o perderá un amante…

La mano de Jessamyn aferró el brazo bordado del sofá.

—Probablemente, pero prefiero no hablar de los asuntos del corazón de los demás. Lo considero un tema privado que no me concierne.

Vespasia se sorprendió, pero pronto recordó que nunca había oído a Jessamyn cotillear sobre amantes o matrimonios. Sólo la recordaba en conversaciones referentes a moda, fiestas y, en raras ocasiones, temas serios como los negocios o la política. El padre de Jessamyn había sido un hombre de sólida fortuna, pero, al morir, todos sus bienes pasaron a su hijo menor por ser el varón. La gente comentaba que el muchacho había heredado el dinero y Jessamyn la inteligencia. Por lo que Vespasia tenía entendido, el joven era bastante tonto. Jessamyn se había llevado la mejor parte.

El té fue servido e intercambiaron impresiones sobre la temporada social anterior y conjeturas sobre el próximo giro de la moda.

Poco después, Vespasia se marchó y coincidió con Fulbert en la verja de la calle. El joven se inclinó con divertido donaire y se saludaron, ella de forma decididamente fría. Harta de tanta charla, se disponía a emprender el camino a casa cuando Fulbert le dijo:

—Ha estado de visita en casa de Jessamyn.

—¡Evidentemente! —repuso Vespasia con aspereza. Ciertamente, aquel hombre cultivaba su necedad.

—¿Lo ha pasado bien? —La sonrisa de Fulbert se ensanchó—. Todo el mundo se ocupa de que sus pecados se hallen a buen recaudo. Si su policía, Pitt, hurgara un poco debajo de la superficie encontraría este barrio más entretenido que un espectáculo de cabaret. Es como deshacer una de esas cajas chinas. Cada una se desmonta de forma diferente y nada es lo que parece.

—Ignoro de qué me habla —respondió secamente Vespasia.

El semblante de Fulbert revelaba su certeza de que la anciana mentía. Vespasia sabía perfectamente a qué se refería, aun cuando sus conjeturas con respecto a esos pecados en cuestión eran sólo probables. Fulbert no se mostró ofendido. Siguió sonriendo, y había ironía en su cara, incluso en el ángulo de su cuerpo.

—En esta avenida ocurren cosas que jamás imaginaría —susurró Fulbert—. Si rompiera la carcasa, la hallaría llena de gusanos. Incluida Phoebe, aunque la pobre está demasiado asustada para hablar. Un día de estos morirá de puro miedo, a menos que alguien la asesine primero.

—¿De qué demonios está hablando? —Vespasia se debatía entre la rabia por el placer adolescente que Fulbert obtenía escandalizando a la gente y el temor de que realmente supiera algo que superara su peor conjetura.

Pero Fulbert se limitó a sonreír y echó a andar hacia el portal. Vespasia tuvo que proseguir su camino sin una respuesta.

Habían transcurrido diecinueve días desde el asesinato. Esa mañana Vespasia bajó a desayunar con la frente arrugada y un mechón de pelo atravesado en la cabeza, completamente fuera de lugar.

Emily la miró sorprendida.

—Mi doncella me ha contado una historia de lo más peculiar. —Vespasia no sabía por dónde empezar. Acostumbraba desayunar poco, y ahora su mano flotaba entre las tostadas y la fruta, incapaz de decidirse.

Emily jamás la había visto tan desconcertada. Era preocupante.

—¿Qué historia? —preguntó—. ¿Algo relacionado con Fanny?

—Lo ignoro. —Vespasia enarcó las cejas—. Aparentemente no.

—¿Entonces? —Emily comenzó a impacientarse. No sabía si asustarse o no. George había bajado el tenedor y la estaba mirando con el rostro tenso.

—Parece que Fulbert Nash ha desaparecido —dijo Vespasia como si no diese crédito a sus propias palabras.

George dejó escapar un suspiro y el tenedor cayó estruendosamente sobre el plato.

—¿Qué demonios significa «desaparecido»? —preguntó—. ¿Adónde ha ido?

—Si supiera adónde ha ido, George, no diría que ha desaparecido —respondió Vespasia con una sequedad inusual—. ¡Nadie sabe dónde está, ésa es la cuestión! Ayer no fue a cenar a casa, a pesar de que no se le conocía ningún compromiso, y tampoco ha ido a dormir. Su ayuda de cámara asegura que no se llevó nada, que sólo iba con el fino traje que vestía a la hora del almuerzo.

—¿Están sus cocheros y lacayos en casa? —preguntó George—. ¿Recibió alguien la orden de llamar un coche?

—Al parecer no.

—Bien, ¡no puede haberse esfumado! Estará en alguna parte.

—Por supuesto. —Vespasia frunció aún más el entrecejo y finalmente cogió una tostada y la untó con mantequilla y mermelada de albaricoque—. Pero nadie sabe dónde. O si lo sabe, no quiere decirlo.

—¡Dios mío! —jadeó George—. No estarás insinuando que le han asesinado, ¿verdad?

Emily se atragantó con el té.

—No estoy insinuando nada. —Vespasia agitó el brazo en dirección a Emily para que George la ayudase—. ¡Diantre, golpéale la espalda! —Aguardó mientras George lo hacía, pero Emily, que ya había recuperado el aliento, le rechazó—. Ignoro qué ha sucedido. Pero no hay duda de que habrá insinuaciones desagradables, y ésta será una de ellas.

Y así ocurrió, si bien Emily no fue testigo hasta el día siguiente. Había ido a ver a Jessamyn y encontró que Selena ya estaba allí. La muerte de Fanny era todavía muy reciente, de modo que la gente limitaba las visitas sociales a su círculo más estrecho, probablemente por una cuestión de buen gusto, pero también porque así podían hablar con mayor libertad.

—¿Alguna novedad? —preguntó ansiosa Selena.

—No —respondió Jessamyn—. Es como si la tierra se lo hubiera tragado. Phoebe vino a verme esta mañana y Afton ha estado indagando discretamente, pero Fulbert no está en ninguno de sus clubes de la ciudad y no se ha encontrado a nadie que haya hablado con él.

—¿Tiene algún conocido en el campo a quien haya podido ir a visitar? —preguntó Emily.

Jessamyn frunció el entrecejo.

—¿En esta época del año?

—¿En plena temporada social? —añadió Selena con un tono ligeramente despectivo—. ¿Quién abandonaría Londres ahora?

—Tal vez Fulbert —se vio obligada a responder Emily—. Parece evidente que ha abandonado la ciudad sin decírselo a nadie. Si se hallara en Londres, estaría aquí, en Paragon Walk.

—Tiene sentido —reconoció Jessamyn—, pues no está en ninguno de sus clubes y dudo que haya ido a ver a algún amigo con motivo de la temporada social.

—Las opciones que quedan son demasiado horribles para pensarlas siquiera. —Selena se estremeció para luego contradecirse—. Pero debemos hacerlo.

Jessamyn la miró.

Selena ya no podía echarse atrás.

—Admitámoslo, querida. Es posible que haya ocurrido una desgracia.

Jessamyn palideció.

—¿Insinúas que le han asesinado? —preguntó débilmente.

—Sí, me temo que sí.

Se hizo el silencio. La mente de Emily se disparó. ¿Quién podía querer matar a Fulbert? ¿Y por qué? La otra posibilidad era aún más terrible pero, al mismo tiempo, un gran alivio que, con todo, no osaba mencionar en voz alta: suicidio. Si Fulbert era el asesino de Fanny, cabía que hubiese optado por esa opción desesperada para escapar al brazo de la ley y la reprobación de sus vecinos.

Jessamyn estaba atónita. Sus esbeltas manos descansaban rígidas sobre el regazo, como si no las sintiera ni pudiera moverlas.

—¿Por qué? —susurró—. ¿Quién podría querer matar a Fulbert?

—Quizá se trata del mismo hombre que mató a la pobre Fanny —respondió Selena.

Emily era incapaz de verbalizar la idea que le rondaba por la cabeza. Debía conducir a Jessamyn y Selena lentamente hacia ella y esperar a que alguna de ellas se viera obligada a mencionarla.

—Pero Fanny fue… acosada —razonó Emily—. Su agresor la asesinó después, y probablemente porque ella le había reconocido. ¿Quién iba a querer matar a Fulbert, suponiendo que esté muerto? De momento sólo está desaparecido.

Jessamyn sonrió débilmente y una suerte de gratitud mitigó su palidez.

—Tienes razón. Carecemos de indicios para pensar que se trata de la misma persona. De hecho, no hay nada que demuestre que ambos casos estén relacionados.

—¡Tienen que estarlo! —estalló Selena—. No podemos tener en Paragon Walk dos crímenes sin relación en menos de un mes. Eso sería abusar de nuestra credulidad. Debemos afrontarlo: o Fulbert está muerto o ha huido.

Los ojos de Jessamyn destellaron. Su voz sonó pausada, como distante.

—¿Estás diciendo que Fulbert mató a Fanny y huyó para que la policía no le atrape?

—Alguien tuvo que hacerlo. —Selena no estaba dispuesta a dejarse amedrentar—. Puede que se haya vuelto loco.

Emily tuvo otra idea.

—O tal vez no fue él, pero sabe quién fue y está asustado —dijo, sin detenerse a pensar en el posible efecto de sus palabras.

Jessamyn conservó la serenidad.

—No lo creo probable —repuso con voz suave, casi sibilante—. Fulbert nunca ha sabido guardar secretos. Dudo que la respuesta esté ahí.

—¡Es ridículo! —Selena se volvió hacia Emily—. Si Fulbert hubiera sabido quién era el asesino, lo habría dicho y hubiera disfrutado haciéndolo. Además, ¿por qué iba a proteger al asesino? A fin de cuentas, Fanny era su hermana.

—Quizá no tuvo oportunidad de contarlo. —A Emily comenzaba a irritarle que le hablaran como si fuera tonta—. Quizá le mataron cuando se disponía a hacerlo.

Jessamyn respiró hondamente y dejó escapar el aire en un largo y silencioso suspiro.

—Creo que tienes razón, Emily. Detesto decirlo… —Su voz se apagó y carraspeó—. Pero sólo veo dos posibilidades. O Fulbert mató a Fanny y ha huido, o bien… —se estremeció y pareció encogerse— o bien el hombre que cometió el atroz crimen contra Fanny sabía que el pobre Fulbert sabía demasiado y decidió acabar con él antes de que pudiera hablar.

—Si lo que dices es cierto, significa que hay un asesino viviendo entre nosotros —musitó Emily—. Me alegro de no saber quién es. Me temo que a partir de ahora deberemos cuidar con quién hablamos, qué decimos y con quién nos quedamos a solas.

Selena emitió un leve gemido. Tenía el rostro encarnado y perlado de sudor. Los ojos le brillaban.

El día se hacía más sombrío y el calor más sofocante. Emily se incorporó. La visita había dejado de ser agradable.

Al día siguiente fue imposible ocultar el hecho a la policía. Pitt, tras conocer lo ocurrido, regresó a Paragon Walk con el ánimo abatido y triste. La desaparición de Fulbert carecía de una explicación. Existían infinitas teorías. No tenía reparos en dejar que su mente se inclinara primero por las más evidentes y espantosas. Había visto tantos crímenes que incluían violaciones incestuosas, que ya nada le sorprendía. En los barrios bajos y marginales el incesto era una práctica corriente. Las mujeres engendraban demasiados hijos y morían jóvenes, a menudo dejando a los padres con hijas mayores que cuidaban de los pequeños. La soledad y la intimidad derivaban poco a poco hacia las necesidades sexuales.

Con todo, no había esperado encontrar semejante crimen en Paragon Walk.

También cabía la posibilidad de que no se tratara de una huida ni de un suicidio, sino de otro asesinato. Tal vez Fulbert sabía demasiado y había cometido la estupidez de decirlo. Puede que incluso hubiese intentado el chantaje y pagado el máximo precio por él.

Charlotte le había hablado de las observaciones de Fulbert, de la taimada y afilada crueldad que entrañaban, de los «sepulcros blanqueados». Quizá había tropezado con un secreto inconfesable y lo habían asesinado por ello, algo que no tenía nada que ver con Fanny. No era la primera vez que un crimen plantaba la semilla para la solución de algún problema por el mismo método expeditivo. Nada induce más a la imitación como el éxito aparente.

La única casa por la que podía comenzar era la de Afton Nash, la persona que había denunciado la desaparición de Fulbert, con quien vivía. Pitt ya había enviado agentes a clubes y casas de otra índole, en busca de un hombre que hubiese bebido demasiado o desease permanecer en el anonimato por un tiempo.

En casa de los Nash fue recibido con frialdad y conducido al salón, donde instantes después apareció Afton. Parecía fatigado y profundas arrugas surcaban su boca. Aquejado de un resfriado de verano que le obligaba a sonarse constantemente, miró a Pitt con ceño.

—Imagino que esta vez su visita se debe a la supuesta desaparición de mi hermano —dijo, y sorbió—. Ignoro dónde está. En ningún momento comunicó su intención de marcharse —hizo una mueca— o el hecho de que estuviera asustado.

—¿Asustado? —Pitt quería ofrecer a Afton tiempo para que se explayara libremente.

Afton le miró con desprecio.

—No pienso ignorar la evidencia, señor Pitt. Teniendo en cuenta lo ocurrido recientemente con Fanny, no me extrañaría que Fulbert también estuviera muerto.

Pitt se sentó de lado sobre el brazo de un sillón.

—¿Por qué lo cree, señor Nash? Es imposible que la persona que mató a su hermana haya tenido, en este caso, el mismo móvil.

—La persona que mató a Fanny lo hizo para silenciarla. La persona que mató a Fulbert, en caso de que esté muerto, lo hizo por la misma razón.

—¿Cree que Fulbert sabía quién mató a Fanny?

—¡No me trate como si fuera idiota, señor Pitt! —Afton se llevó el pañuelo a la nariz—. Si yo supiese quién fue, se lo habría dicho. Pero la posibilidad de que Fulbert lo supiera y muriera por ello me parece razonable.

—Tendríamos que encontrar el cuerpo o un rastro de su hermano para barajar la posibilidad de un asesinato, señor Nash —puntualizó Pitt—. Pero de momento nada indica que haya desaparecido involuntariamente.

—¿Sin ropa, sin dinero y solo? —Los ojos claros de Afton se dilataron—. Poco probable, señor Pitt —dijo con voz suave, hastiado por la estupidez de aquel policía.

—Puede haber hecho muchas cosas que parecen improbables —repuso Pitt.

Con todo, Pitt sabía que la gente, cuando cambia radicalmente de estilo de vida, no modifica las pequeñas cosas. Sigue conservando sus hábitos personales, sus gustos en la comida, los placeres que le entretienen o aburren. Y dudaba que Fulbert fuera tan descuidado, o estuviera tan desesperado, como para irse sin pensar en la comodidad de su persona. Estaba acostumbrado a la ropa impecable y a que su ayuda de cámara se la preparara. Y si tenía pensado abandonar Londres, sin duda necesitaría dinero.

—Sin embargo —convino Pitt—, es probable que tenga usted razón. ¿Quién fue la última persona que le vio?

—Price, su ayuda de cámara. Puede hablar con él si lo desea, pero ya le he interrogado y no he obtenido nada útil. Toda la vestimenta y las pertenencias personales de Fulbert siguen aquí, y la noche que desapareció al parecer no tenía ningún compromiso.

—Pues de haberlo tenido, Price lo habría sabido, ya que si el señor Fulbert tenía intención de partir, él se habría encargado de prepararle la ropa —razonó Pitt en voz alta.

Afton se mostró sorprendido de que Pitt supiera semejante cosa y eso le irritó. Se sonó la nariz irritada con una mueca de dolor.

Pitt esbozó una leve sonrisa que bastó para indicar a Afton que comprendía su problema.

—Así es —convino Afton—. Se marchó de casa a las seis de la tarde diciendo que estaría de vuelta a la hora de cenar.

—¿No dijo adónde iba?

—¡De haberlo hecho, inspector, se lo habría dicho!

—¿Y no regresó ni nadie volvió a verle?

Afton miró a Pitt con furia.

—Alguien tuvo que verle —le espetó.

—Puede que caminara hasta el final de la avenida y tomara un taxi —observó Pitt—. Por este barrio también circulan coches.

—¿Para ir adónde, maldita sea?

—Bien, si no ha salido de Paragon Walk, señor Nash, ¿dónde está?

Afton miró a Pitt y poco a poco lo comprendió. No había tenido en cuenta que no había ríos, pozos, arboledas o jardines lo bastante grandes para cavar sin ser visto, y tampoco sótanos ni refugios abandonados. Siempre había jardineros, lacayos, mayordomos, cocineras o limpiabotas rondando por los alrededores. No existía ningún lugar donde pudiera ocultarse un cuerpo.

—Averigüe qué coches abandonaron la avenida esa noche y la mañana del día siguiente —ordenó Afton irritado—. Fulbert no es muy corpulento. Cualquiera pudo cargar con su cuerpo inconsciente o muerto, salvo quizá Algernon.

—Eso pretendo hacer, señor Nash —respondió Pitt—. También interrogaré a los taxistas y recaderos. Enviaré instrucciones a las demás comisarías y una descripción de Fulbert a todas las estaciones ferroviarias y, en especial, al transbordador del Canal. Pero dudo que sirva de algo. Ya he comenzado la búsqueda en hospitales y depósitos de cadáveres.

—Bien. ¡Dios mío, tiene que estar en alguna parte! —estalló Afton—. No puede haber sido devorado por una jauría de animales salvajes en medio de Londres. Haga lo que tenga que hacer, pero obtendría más frutos si hiciera algunas preguntas incómodas por aquí, en la propia avenida. Lo que le ha ocurrido a mi hermano tiene que ver con Fanny. Y si se obstina en creer que el culpable es un cochero borracho de la fiesta de los Dilbridge, es usted un ingenuo, pues en ese caso Fulbert no sabría nada y, por consiguiente, no representaría ninguna amenaza para el asesino.

—A menos que haya visto algo —señaló Pitt.

Afton le miró con expresión divertida.

—Lo dudo, señor Pitt. Fulbert pasó toda la noche conmigo jugando al billar. Si no me equivoco, ya se lo dije la primera vez que hablamos.

Pitt devolvió una mirada impasible a Afton.

—Según tengo entendido, señor, su hermano salió de la sala de billar por lo menos en una ocasión. Sería posible que al pasar frente a una ventana viera algo extraño cuya importancia comprendió después.

La rabia cruzó el rostro de Afton. No soportaba equivocarse.

—Los cocheros no son importantes, inspector. Están siempre rondando las calles. Si usted tuviera uno, lo sabría. Le sugiero que, para empezar, investigue al francés. Dijo que estuvo en casa toda la noche, pero tal vez no sea cierto. Quizá fue a él a quien vio Fulbert. Una mentira conduce a otra. Averigüe qué hizo realmente. Se lleva muy bien con el sexo femenino. Ha conseguido seducir las mentes de todas las mujeres de Paragon Walk. Creo que es mucho mayor de lo que asegura. Siempre está en casa y sólo sale de noche, pero tendría que verle la cara a la luz del día.

»Las mujeres son débiles y no ven más allá del aspecto físico o los modales de un hombre. Puede que los gustos del señor Alaric se inclinen por mujeres jóvenes e inocentes como Fanny. Pero mi hermana no se dejó embaucar por sus encantos. Tal vez las mujeres inmorales y sofisticadas como Selena Montague le aburrían. Si Fulbert lo advirtió y cometió la imprudencia de decírselo a Alaric… —Sorbió violentamente y se atragantó—. Si hizo tal cosa… —añadió.

Pitt escuchaba. El discurso era despechado, pero, aun así, podía contener algún germen de verdad.

—Selena siempre ha sido una… una ramera —agregó Afton—. Ni siquiera cuando su marido vivía sabía comportarse decentemente. Últimamente perseguía a George Ashworth, y el muy estúpido se dejó seducir. Me parece repugnante. ¿No le estaré ofendiendo? —Miró a Pitt con los labios apretados—. En cualquier caso, es cierto.

Justamente lo que Pitt temía. Lo había leído en las palabras de Charlotte, aunque, por supuesto, no se lo había dicho. Quizá pudiera evitar que Emily se enterara. No dijo nada, simplemente miró a Afton con atención, esforzándose por mantener el semblante impasible.

—También debería ahondar en la fiesta de Freddie Dilbridge —prosiguió Afton—. No son sólo los cocheros quienes beben más de la cuenta. Freddie tiene amigos muy extraños. No comprendo cómo Grace lo soporta, pero claro, su deber es obedecer a su marido y, como buena mujer que es, obra en consecuencia. ¡Dios santo! ¿Sabe que su hija mantiene relaciones con un judío y que Freddie lo permite porque tiene dinero? ¡Lo que faltaba! ¡Uno de esos judíos avaros y de poca monta saliendo con Albertine Dilbridge! —Se volvió bruscamente, los ojos entrecerrados—. Es posible que usted no lo comprenda, si bien las clases humildes tampoco mezclan su sangre con la de los forasteros. Hacer negocios con ellos es una cosa, incluso invitarlos a casa, pero de eso a permitir que uno de ellos corteje a tu hija… —Bufó y se vio obligado a sonarse la nariz, dando un respingo de dolor cuando el pañuelo de lino frotó la piel enrojecida.

»Le sugiero que cumpla con su deber con un poco más de eficacia, señor Pitt. La gente de Paragon Walk está sufriendo lo indecible. ¡Como si no tuviéramos bastante con el calor y la temporada social! Detesto la temporada social, el interminable desfile de jovencitas remilgadas, vestidas por sus madres y formadas para lucirse como vacas en una feria de ganado, y los jóvenes jugándose el dinero, yendo con furcias y bebiendo hasta embrutecerse y olvidar las idioteces cometidas. ¿Sabe que fui a ver a Hallam Cayley a las diez y media de la mañana del día que Fulbert desapareció para preguntarle si le había visto, y el hombre seguía durmiendo la mona de la noche anterior? Sólo tiene treinta y cinco años, pero es un auténtico fracaso. ¡Es indecente!

Miró a Pitt con disgusto.

—Y eso habla en favor de los de su clase. Por lo menos, usted está demasiado ocupado para emborracharse y, además, tampoco puede permitírselo.

Pitt se enderezó y metió las manos en los bolsillos para ocultar los puños. Había visto toda clase de fracasos morales y espirituales en los desechos de los bajos fondos de Londres, pero ninguno, a diferencia de Afton Nash, que le ofendiera sin generar un mínimo de compasión. Hallam Cayley debía de soportar una terrible y profunda herida que Pitt no alcanzaba siquiera a imaginar.

—¿Bebe mucho el señor Cayley? —preguntó con voz suave.

—¿Cómo demonios quiere que lo sepa? —espetó Afton—. No frecuento esa clase de antros. Sé que estaba borracho la mañana que fui a verle, y siempre se comporta como un hombre que se ha permitido más de lo que su estómago puede soportar. —Levantó la cabeza para mirar a Pitt—. Pero vigile al francés, inspector. Hay algo furtivo y secreto en él. Sólo Dios sabe qué aberraciones extranjeras esconde. Vive totalmente solo, salvo por los sirvientes. Podría hacer cualquier cosa en su casa. Las mujeres son increíblemente imprudentes. ¡Por Dios, protéjanos de esa… de esa obscenidad!