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Charlotte ya había decidido exactamente lo que deseaba hacer, y en cuanto Pitt se hubo marchado, limpió la cocina y vistió a Jemima con su segundo mejor vestido, hecho de tela de algodón y adornado con un encaje que Charlotte había recuperado de una de sus viejas enaguas. Cuando estuvo lista, cogió a su hija en brazos y cruzó la calle tórrida y polvorienta hasta la casa de enfrente. Los visillos de una docena de ventanas se entreabrieron bruscamente, pero Charlotte se resistió a volver la cabeza y demostrar que lo sabía. Haciendo equilibrios con Jemima sobre un brazo, llamó a la puerta.

Ésta se abrió casi inmediatamente y una mujer menuda y enjuta, ataviada con un sencillo mandil de paño, apareció en el umbral.

—Buenos días, señora Smith —saludó Charlotte con una sonrisa—. Ayer por la noche me comunicaron que mi hermana no se encuentra bien y he creído oportuno hacerle una visita. Quizá pueda serle de ayuda.

No deseaba mentir hasta el punto de insinuar que Emily no tenía a nadie que la cuidara, como hubiera ocurrido en su caso, pero sí quería dar a entender que había cierta urgencia. Sus sentimientos se contradecían. Por un lado le avergonzaba estar ante el portal de esa mujer, mirando el humilde vestíbulo y sabiendo que Emily, cuando caía enferma, no tenía más que tocar la campanilla para que acudiera una criada o para enviar al mayordomo en busca de un médico. Mas, por otro lado, tenía que dar la impresión de que su visita era indispensable.

—¿Le importaría cuidar entretanto de Jemima?

La señora Smith sonrió abiertamente y alargó los brazos. Jemima dudó por un instante y retrocedió, pero Charlotte no tenía tiempo para lágrimas ni mimos. La besó fugazmente en la mejilla y la entregó a la mujer.

—Muchas gracias. No estaré fuera mucho tiempo, pero si el estado de mi hermana es más grave de lo previsto quizá no vuelva hasta la tarde.

—No te preocupes, cariño. —La mujer aupó con soltura a la pequeña y la colocó sobre su escuálida cadera, tal como había hecho con tantos fardos de colada y con sus ocho hijos, exceptuando a los dos que habían fallecido siendo bebés—. Cuidaré de ella y le daré de comer. Ve a ver a tu pobre hermana. Espero que no sea nada grave. La culpa de todo la tiene este calor. No es normal.

—No, no lo es —convino Charlotte—. Yo prefiero el otoño.

—Es mejor ir abrigada —prosiguió la señora Smith—, sobre todo después de lo que una oye. Yo tenía un hermano marinero que estuvo en lugares terribles. Anda, ve a ver a tu hermana, querida. Yo cuidaré de Jemima hasta tu regreso.

Charlotte le dedicó una sonrisa deslumbrante. Le había costado mucho llegar a sentirse cómoda entre aquella gente, tan diferente de las personas con las que se relacionaba antes de casarse. Obviamente, siempre ha habido gente trabajadora, pero hasta entonces los únicos trabajadores que Charlotte había conocido personalmente eran los sirvientes, tan familiares como el mobiliario o los cuadros de la casa, totalmente adaptados a las costumbres de la familia y fáciles de tener en cuenta o ignorar. Jamás trasladaban su vida personal al salón o a las habitaciones de arriba. Naturalmente, se sabía que tenían familiares por las referencias, pero éstos no eran más que nombres o reputaciones. No tenían cara, y aún menos ambiciones, problemas o sentimientos.

Ahora tenía que adaptarse a ellos, aprender a cocinar, a limpiar, a comprar economizando y, sobre todo, a necesitar y ser necesitada. Los vecinos lo eran todo durante las largas ausencias de Pitt; eran la risa, las voces, la ayuda cuando no podía arreglárselas sola. No había criadas a quien llamar, ni niñeras, sólo la señora Smith con sus remedios de anciana y sus años de experiencia. Su pasiva resignación ante el arduo trabajo y las privaciones, su sumisión, enfurecían a Charlotte. Sin embargo, la paciencia de la mujer la calmaba, así como su buen hacer ante las pequeñas crisis cotidianas que Charlotte no sabía manejar.

Al principio, la calle entera la había calificado de arrogante, de mujer reservada e incluso fría, y no comprendían que estaba tan cohibida como ellos. Tardaron cerca de dos años en aceptarla. Pero lo que más le irritaba era que esa gente, a su manera, resultaba tan remilgada como su madre y sus amigos, igualmente dada a las expresiones discretas para disfrazar una verdad ofensiva, y plenamente consciente de las diferencias sociales en todos sus matices. Charlotte, sin darse cuenta, les había escandalizado con sus opiniones inocentemente vertidas.

El salón de su madre quedaba muy lejos de todo aquello. El té de la tarde, las visitas de cortesía, el intercambio de cotilleos, el intentar saber acerca de los jóvenes casaderos, de los asuntos sociales y financieros de los demás, siempre, por supuesto, en la más circunlocutoria de las maneras.

Ahora tenía que esforzarse por recuperar un mínimo de elegancia para no avergonzar a Emily.

Regresó apresuradamente a casa y se puso el traje de muselina gris con pintas blancas. El año anterior había ahorrado en los gastos de la casa para poder comprárselo, y el corte era tan sencillo que difícilmente pasaba de moda. Claro que por eso lo había elegido, por eso y para no parecer pretenciosa a los ojos de los vecinos.

El calor ya apretaba a las diez de la mañana cuando bajó del taxi en Paragon Walk. Pagó al cochero, le dio las gracias y caminó lentamente sobre la grava hasta el portal de Emily. Estaba decidida a no desviar la mirada, siempre había alguien que podía verla, ya fuera una criada que, harta de sacar el polvo, soñaba despierta a través de una ventana, ya un lacayo o un cochero camino de algún recado, ya un ayudante de jardinero…

La enorme casa parecía un palacio comparada con las de su calle. Estaba concebida para acoger a un regimiento completo de sirvientes además del señor y la señora, los hijos, y los familiares que acudían para la temporada social.

En cuanto llamó a la puerta le asaltó el temor de decepcionar a Emily, de que sus vidas hubiesen tomado derroteros tan diferentes desde Cater Street que se sintieran como perfectas desconocidas. Ya había pasado un año desde el asunto de Callander Square. Estuvieron muy unidas entonces, compartiendo el peligro, el miedo e incluso una suerte de emoción. Pero aquello no había tenido lugar en casa de Emily, entre sus amigos.

Se había equivocado al creer que su vestido de muselina gris era adecuado para la ocasión. Era insulso y tenía una rasgadura a la altura del dobladillo que indicaba que lo había corregido. No creía que sus manos estuvieran rojas, pero prefirió no quitarse los guantes. Emily lo habría notado enseguida. Charlotte siempre había tenido unas manos impecables y estaba orgullosa de ellas.

La criada abrió la puerta y se sorprendió de ver a una extraña.

—Buenos días, señora.

—Buenos días. —Charlotte se mantuvo erguida y esbozó una sonrisa forzada. Tenía que hablar pausadamente. Era absurdo estar nerviosa por llamar a la puerta de una hermana, y encima una hermana menor—. Buenos días —repitió—. ¿Tendría la amabilidad de comunicar a lady Ashworth que su hermana, la señora Pitt, desea verla?

—Oh. —La muchacha abrió los ojos de par en par—. Por supuesto, señora. Pase, por favor. Su señoría estará encantada de recibirle.

Charlotte la siguió hasta la sala matutina. Minutos más tarde, Emily irrumpía en ella como un torbellino.

—¡Charlotte, qué alegría volver a verte! —Echó sus brazos al cuello de Charlotte y la estrechó con fuerza. Luego retrocedió. Recorrió con la mirada el vestido de muselina gris y miró de nuevo a Charlotte—. Tienes buen aspecto. Deseaba ir a verte, pero ya te habrás enterado de la tragedia que nos acongoja. Seguro que Thomas te lo ha contado todo. Afortunadamente, esta vez el asunto no nos afecta. —Tembló y sacudió la cabeza—. ¿Te parezco cruel? —Miró a Charlotte con expresión ligeramente culpable.

Charlotte fue sincera, como siempre.

—Supongo que sí, pero es la verdad y está bien reconocerla. Las monstruosidades provocan cierta emoción cuando no nos afectan directamente. La gente comentará que es un suceso atroz y que su sola mención les crea una angustia indecible.

El rostro de Emily se distendió en una sonrisa.

—Me alegro de que estés aquí. Imagino que es una irresponsabilidad por mi parte, pero me encantaría oír tu opinión sobre la gente de la avenida, aunque me temo que después ya no podré mirarla con los mismos ojos. Son todos tan prudentes… A veces me aburren terriblemente. ¡Tengo la desagradable sensación de que ya no sé pensar con franqueza!

Charlotte unió su brazo al de Emily y juntas cruzaron las puertaventanas que daban al jardín trasero. El sol calentaba sus rostros bajo un cielo impoluto.

—Lo dudo —repuso Charlotte—. Siempre has sido capaz de pensar una cosa y decir otra. Yo, en cambio, soy una ruina social porque no sé hacerlo.

Asaltada por los recuerdos, Emily rio sofocadamente. Hablaron de algunos episodios del pasado que en su momento las habían ruborizado y que ahora sólo constituían vínculos de alegría y cariño compartido.

Entusiasmada, Charlotte casi no recordaba el motivo de su visita, pero la repentina mención de Sarah, su hermana mayor, víctima del verdugo de Cater Street, le hizo evocar el terror generado por aquellos crímenes y el corrosivo aire de sospecha que habían dejado a su paso. Nunca había sido capaz de actuar con sutileza, y aún menos con Emily, que la conocía a la perfección. Así pues, preguntó sin rodeos cómo era Fanny Nash. Deseaba la opinión de una mujer. Thomas era astuto, pero los hombres solían pasar por alto detalles sobre las mujeres que para otras mujeres resultaban evidentes. ¡Cuántos hombres había visto embaucados por muchachas que se mostraban vulnerables, cuando Charlotte sabía que en el fondo eran tan fuertes y duras como el acero!

Los labios de Emily dejaron de sonreír.

—¿Piensas jugar a detectives otra vez? —preguntó con reticencia.

Charlotte recordó Callander Square. En aquella ocasión fue Emily quien había hecho de investigadora. Incluso había insistido en ello, y hubo momentos en que la investigación se convirtió en una suerte de aventura divertida… antes del terrible final.

—¡No! —respondió Charlotte—. Bueno, sí. Me interesa, no puedo evitarlo. Pero no tengo intención de ir por ahí haciendo preguntas. Sería de lo más indecoroso y sabes que nunca te haría una cosa así. Reconozco que a veces me falta diplomacia, pero no soy estúpida.

Emily se ablandó, probablemente porque también ella sentía curiosidad por un misterio todavía demasiado ajeno para resultar peligroso.

—Lo sé, perdóname. Últimamente estoy muy nerviosa. —La referencia a su nuevo estado la hizo sonrojarse. Todavía no se había habituado a él pero era un asunto del que no debía hablar—. Fanny era una muchacha corriente. A decir verdad, era la última persona en el mundo que habría creído capaz de provocar semejante pasión. Imagino que el hombre estaba fuera de sí, pobrecillo. Oh. —Apretó los labios, consciente de su desacierto. Emily se enorgullecía de que, desde que era una mujer casada, sabía evitar los comentarios imprudentes. La influencia de Charlotte debía de ser contagiosa—. Sé que no debería compadecerme de él —rectificó—. Pero si realmente está loco, significa que no puede evitarlo. ¿Crees que Thomas lo atrapará?

Charlotte no sabía qué responder. Decir sencillamente que lo ignoraba no era una respuesta. Lo que Emily estaba preguntando en el fondo era: ¿había encontrado Thomas alguna pista dentro o fuera de Paragon Walk?, ¿podían considerar la tragedia como algo ajeno a sus vidas, como una breve intrusión que pertenecía al pasado, como algo sucedido en la avenida pero que bien pudo ocurrir en cualquier lugar por el que hubiese pasado aquel perturbado?

—Es demasiado pronto para saberlo —contemporizó Charlotte—. Si realmente está loco, puede hallarse en cualquier lugar, y dado que al parecer eligió a Fanny simplemente porque ella pasaba por allí, será muy difícil reconocerle… incluso cuando lo encontremos.

Emily miró fijamente a su hermana.

—¿Insinúas que es posible que no se trate de un loco?

Charlotte evitó la mirada de su hermana.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Dijiste que Fanny era… corriente y nada coqueta…

—Desde luego. No era exactamente fea. Pero ya sabes, Charlotte, que cuanto mayor me hago más convencida estoy de que la belleza de una mujer no es tanto una cuestión de rasgos o afeites, como de la forma en que se comporta y de la opinión que tiene de sí misma. Fanny se comportaba como si fuera fea. Jessamyn, si la miras fríamente, no es tan hermosa, pero se comporta como si lo fuera. Así pues, todo el mundo la ve de ese modo. Ella lo cree y, por consiguiente, nosotros también lo creemos.

Emily demostraba una gran perspicacia al observar ese detalle. Charlotte deseó haberlo sabido cuando era una adolescente y tanto le preocupaba su aspecto. Recordó con dolorosa claridad cuán desgraciada se sentía a los quince años. Sarah y Emily eran muy bonitas, en cambio ella se veía fea, todo codos y pies. Ya entonces era la más alta. Temía que si seguía creciendo ningún hombre la querría, ¡a ese paso acabaría mirando por encima de sus cabezas! James Fortescue le parecía un joven muy atractivo, pero Charlotte era cinco centímetros más alta y se veía incapaz de decir una palabra en su presencia. Fortescue terminó por adorar a Sarah.

—¡No me escuchas! —protestó Emily.

—Lo siento. ¿Qué decías?

—Que Thomas ha estado interrogando a los hombres de Paragon Walk. Incluso preguntó a George dónde estuvo aquella noche.

—Es lógico —dijo Charlotte. Acababan de llegar al punto que más había temido—. Tiene que hacerlo. Después de todo, George pudo ver algo que en aquel momento le pareció normal, pero que ahora juzgue como importante. —Se felicitó de su razonamiento; fue precipitado pero totalmente lógico. No parecía ideado para tranquilizar a Emily.

—Supongo que tienes razón —concedió ésta—. De hecho, George ni siquiera estaba en casa aquella noche. Se hallaba en su club, de modo que no vio nada.

Charlotte se salvó de la necesidad de responder gracias a la llegada de una magnífica anciana de cabello inmaculadamente recogido y espalda tan erguida como una baqueta. De nariz una pizca larga y ojos algo saltones, el remanente de su belleza era, no obstante, innegable, así como el poder que irradiaba.

Emily se levantó con mayor rapidez de lo debido. Era la primera vez en mucho tiempo que Charlotte la veía perder la compostura. Confió en que no se debiera al temor de que ella no supiera estar a la altura de las circunstancias.

—Tía Vespasia —dijo rápidamente—, permíteme que te presente a mi hermana, Charlotte Pitt. —Emily dirigió a Charlotte una mirada significativa—. Mi tía abuela política, lady Cumming-Gould.

No había necesidad de prevenir a Charlotte.

—Es un placer conocerla, señora. —Inclinó la cabeza, lo bastante para cumplir con los cánones de la cortesía pero no lo suficiente para denotar servilismo.

Vespasia alargó una mano y examinó a Charlotte de arriba abajo. Finalmente, sus ojos ancianos y brillantes la miraron directamente a la cara.

—El placer es mío, señora Pitt —respondió a su vez Vespasia—. Emily me ha hablado a menudo de usted. Me alegro de conocerla. —No añadió «por fin», pero su voz lo denotó.

Charlotte dudaba de que Emily hubiese hablado de ella a tía Vespasia, y aún menos «a menudo». Hubiese sido una indiscreción y Emily no había sido indiscreta en su vida, pero no podía decirlo. Tampoco se le ocurría una respuesta adecuada. «Gracias» sonaba ridículo.

—Es usted muy amable —se oyó decir Charlotte.

—¿Confío en que almorzará con nosotras? —Era una pregunta.

—Oh, desde luego —intervino raudamente Emily, antes de que Charlotte pudiese titubear—. Por supuesto que almorzará con nosotras. Y por la tarde iremos de visita.

Charlotte respiró profundamente mientras trataba de idear una excusa. No podía pasear por Paragon Walk del brazo de Emily con un vestido de muselina gris. Sintió cierto enfado hacia su hermana por haberla puesto en una situación tan incómoda. Se volvió para mirarla.

Tía Vespasia se aclaró bruscamente la garganta.

—¿Y a quién exactamente tenías pensado visitar?

Emily miró a Charlotte y comprendió su error, pero salió del apuro con aplomo.

—Pensaba en Selena Montague. Cree que el rosa ciruela le sienta de maravillas, y a Charlotte le favorece tanto más ese color que me encantaría ponerle mi nuevo vestido de seda y obligar a Selena a admirarla. No me resulta simpática —añadió con aire confidencial a Charlotte, lo cual, a esas alturas, resultaba innecesario—. El vestido te sentará estupendamente. Mi incompetente modista me lo hizo demasiado largo.

Tía Vespasia dedicó a Emily una leve sonrisa de admiración.

—Pensaba que era a Jessamyn Nash a quien detestabas —observó con mordacidad.

—Me gusta fastidiarla. —Emily agitó una mano—. Pero su caso es diferente. Nunca me he parado a pensar si me gusta o no.

—¿Quién te gusta entonces? —preguntó Charlotte, deseosa de saber más sobre Paragon Walk. Ahora que el problema del vestido estaba solucionado, su mente se centró de nuevo en Fanny Nash y en la tragedia que los demás parecían haber olvidado.

—Oh. —Emily meditó unos instantes—. Me gusta bastante Phoebe Nash, la cuñada de Jessamyn, aunque desearía que fuera más categórica. Y me gusta Albertine Dilbridge, pero no soporto a su madre. Y me gusta Diggory Nash, pero ignoro por qué; no hay nada en él que pueda calificar de bueno.

El almuerzo fue anunciado y las tres mujeres pasaron al comedor. Hacía mucho que Charlotte no veía una comida de tan sencilla elegancia. Todos los platos eran fríos, pero de una delicadeza que debió de requerir horas de preparación. En el calor estival constituía una delicia contemplar las cremas frías, el salmón fresco acompañado de hortalizas diminutas, los helados, los sorbetes y la fruta. Charlotte estaba comiendo con elegancia, como si disfrutara de esas exquisiteces cada día, cuando recordó que Pitt probablemente estaría mordisqueando emparedados de pan amazacotado y queso seco y pastoso o, con suerte, con una fina loncha de carne. Bajó el tenedor y los guisantes rodaron. Ni Emily ni Vespasia se dieron cuenta.

Fue necesaria media hora, el examen escrupuloso de Emily y una docena de alfileres para que Charlotte se convenciera de que estaba aceptable con el vestido de seda color ciruela y de que podía salir de visita por la avenida. De hecho, estaba más que convencida. La seda era de excelente calidad y el color le favorecía. La calidez del mismo, junto con el tono meloso de su piel y el brillo de sus cabellos, bastaba para alimentar su vanidad. Sabía que al final de la tarde le iba a resultar doloroso quitarse el vestido para devolvérselo a Emily. El traje de muselina gris había perdido todo su atractivo. Ya no le parecía elegante, sino insulso y claramente anticuado.

Charlotte fue felicitada con humor por tía Vespasia mientras bajaba las escaleras, mas soportó el escrutinio de la anciana sin pestañear y con la esperanza de que no reparara en los numerosos alfileres o en lo mucho que había tenido que ajustarse el corsé para caber en la antigua cintura de Emily.

Dio las gracias y salió con Emily al sol de la tarde, con la cabeza bien alta y la espalda muy recta. De hecho, cualquier otra postura hubiera resultado incómoda. Tendría que sentarse con cuidado.

Selena Montague vivía a sólo noventa metros de distancia y Emily apenas habló por el camino. Llamaron a la puerta y una criada vestida con un elegante uniforme negro con puntillas las hizo pasar. La señora Montague, por lo visto, se hallaba en el jardín de atrás y las invitaba a reunirse con ella. La casa era elegante, aunque el ojo experto de Charlotte percibía pequeños ahorros, un remiendo en la orla de la pantalla de una lámpara, un cojín cuya tapicería había sido girada y la nueva pieza del interior aparecía más oscura que las descoloridas orejeras. Ella había hecho lo mismo.

Selena estaba sentada en una tumbona de mimbre con los brazos caídos a ambos lados y la cabeza elevada hacia el cielo, protegida del fuerte sol con una pamela adornada de flores. Poseía excelentes facciones, mas su nariz era algo afilada. Sus ojos grandes y castaños, de largas pestañas, se abrieron con interés cuando vieron a Charlotte.

—Mi querida Selena —comenzó Emily con su mejor voz—, estás encantadora. Permíteme que te presente a mi hermana, Charlotte Pitt.

Selena no se levantó, pero escudriñó a Charlotte con curiosidad. Charlotte tuvo la desagradable sensación de que no se dejaba nada, desde sus mejores y gastadas botas hasta cada alfiler de su vestido.

—Encantada —dijo finalmente Selena—. Le agradezco… —miró una vez más las botas de Charlotte— su visita. Será un placer disfrutar de su compañía.

Charlotte hirvió de rabia por dentro. Si algo odiaba en este mundo eran las actitudes condescendientes.

—Espero que la suya también lo sea —repuso con una sonrisa fría.

Selena comprendió la indirecta y Charlotte supo, por la presión de los dedos de Emily en su brazo, que también ella la había captado.

—Tiene que cenar algún día con nosotros —prosiguió Selena—. Las noches de verano son tan calurosas que generalmente comemos en el jardín. Las fresas de este año son deliciosas, ¿no le parece?

Las fresas se salían totalmente del presupuesto de Charlotte.

—Muy dulces —convino—. Quizá se deba al sol.

—Sin duda. —A Selena no le interesaba la procedencia de las fresas. Miró a Emily—. Sentaos, por favor. Permitidme que os ofrezca un refrigerio, debéis de estar terriblemente acaloradas… —Charlotte observó que el rostro de Emily se tensaba por la insinuación, y era cierto que sus mejillas estaban sonrojadas—. ¿Te apetece un sorbete? —Selena sonrió—. ¿Y usted, señora Pitt, qué desea tomar?

—Tomaré lo mismo que usted, señora Montague —dijo Charlotte antes de que Emily pudiera hablar—. No deseo causar molestias.

—¡Le aseguro que no es ninguna molestia! —replicó Selena con cierta sequedad. Alargó el brazo y agitó la campanilla que había sobre la mesa. El agudo sonido fue atendido por una criada vestida de blanco almidonado. Selena le dio órdenes escrupulosas y luego se volvió hacia Emily—. ¿Has visto a la pobre Jessamyn?

Emily se sentó en una silla blanca de hierro forjado y Charlotte en otra, junto a su hermana, cuidando que los alfileres no saltaran.

—No —respondió Emily—. Como es natural, le dejé mi tarjeta y una nota de pésame.

Selena intentó ocultar su decepción.

—Pobrecilla —murmuró—. Debe de sentirse muy mal. ¡Quién iba a decirlo! Confiaba en que la hubieses visto y pudieses contarme algo.

Emily advirtió enseguida que Selena tampoco la había visto y se moría de curiosidad.

—Ni siquiera quise intentarlo —dijo Emily con un estremecimiento—. Estoy convencida de que cuenta con la simpatía de todo el mundo. No dudo de que todas nosotras iremos a verla en las próximas semanas. Sería inhumano no hacerlo. También los caballeros le harán una visita, estoy segura. Es lo mínimo que pueden hacer para reconfortarla.

Las ventanas de la pequeña nariz afilada de Selena se hincharon.

—No creo que exista consuelo cuando tu propia cuñada ha sido violada prácticamente en el portal de tu casa y apuñalada hasta morir literalmente en tus brazos. —Había un vago tono de recriminación en su voz—. Creo que yo me retiraría por completo si algo así me sucediera. De hecho, es posible incluso que acabara trastornada. —Lo dijo con convencimiento, como si no tuviera duda de que Jessamyn ya lo estaba.

—¡Cielo santo! —exclamó Emily con fingido terror—. ¿No pensarás que podría ocurrir de nuevo? Ni siquiera sabía que tenías una cuñada.

—¡Y no la tengo! —replicó Selena—. Simplemente estaba diciendo lo mucho que compadezco a la pobre Jessamyn y que no debemos esperar mucho de ella. Hemos de ser comprensivos si se muestra un poco extraña. Yo, por lo menos, lo seré.

—Estoy segura de ello, querida. —Emily se inclinó hacia adelante y arrulló la voz—. Jamás harías daño a nadie intencionadamente.

Charlotte se preguntó si Emily estaba insinuando que Selena gozaba de una reputación plagada de «accidentes».

—Es difícil saber qué decir en una situación así —intervino Charlotte—. Por un lado, si evitas el tema parece que seas indiferente a la pérdida, pero si hablas de él pueden juzgarte de curiosa, lo cual sería decididamente vulgar.

El semblante de Selena, sensible a la indirecta, se endureció.

—¡Qué franqueza la suya! —repuso asombrada, con los ojos abiertos de par en par, como si hubiese encontrado una mosca en la ensalada—. ¿Siempre es usted tan… abierta a la hora de hablar, señora Pitt?

—Me temo que sí. Es mi mayor desventaja social. —«¡Veremos si encuentra una respuesta cortés a esto!», pensó.

—¡Oh! En fin, supongo que no es grave —replicó con frialdad Selena—. Su hermana ni siquiera parece consciente de ello.

—Estoy acostumbrada. —Emily sonrió ampliamente—. He sufrido tantos percances, que ahora sólo la llevo a casas de amigos en quienes puedo confiar. —Clavó la mirada en los ojos de Selena.

Charlotte casi se ahogó al tratar de contener la risa. Selena había sido vencida y lo sabía.

—Qué amable —murmuró absurdamente. Tomó la bandeja de la criada—. ¿Un sorbete?

Entonces se produjo un silencio natural, durante el cual las cucharas fueron sumergidas en el frío manjar. Charlotte quería aprovechar la ocasión para averiguar más cosas sobre la gente de la avenida, cosas que acaso Pitt, como policía, no podía observar, pero todas las preguntas que se le ocurrían eran demasiado torpes. Tampoco había decidido exactamente qué necesitaba saber. Permaneció inmóvil, con el plato de sorbete en la mano, mirando fijamente el rosal del muro del fondo. Le recordaba vagamente a Cater Street y a la casa de sus padres, sólo que éste era más augusto, más exuberante. Parecía un lugar francamente inapropiado para un crimen tan vil como una violación. Habría comprendido un desfalco o un fraude financiero, y por supuesto un robo. Pero ¿acaso los hombres que vivían en casas como ésa violaban alguna vez a alguien? Independientemente de cuán excéntricos o pervertidos fueran sus gustos —sabía que existían esa clase de cosas—, los hombres de Paragon Walk podían permitirse el lujo de satisfacerlos con dinero. Y siempre había gente que ofrecía tales servicios, desde los barrios bajos y superpoblados hasta los prostíbulos de lujo, incluso muchachos y niños.

A menos, claro está, que una mujer en particular se dedicara a atormentarlos, a desesperarlos con sus pavoneos. Pero, según la descripción general, Fanny Nash lo era todo menos coqueta. De hecho, era decididamente torpe. Thomas dijo que Jessamyn había insistido en ese punto hasta casi rozar la crueldad, y Emily había corroborado sus palabras.

Charlotte estaba reflexionando sobre el tema, convenciéndose a sí misma de que el criminal era algún cochero ebrio de la fiesta de los Dilbridge que nada tenía que ver con Emily, cuando unas voces procedentes del otro lado del jardín la distrajeron. Se volvió y vislumbró a dos señoras mayores ataviadas con idénticos vestidos turquesa de encaje y muselina, aunque de corte diferente para ajustarse a sus figuras sorprendentemente diferentes. Una era alta y delgada, de pecho plano, y la otra baja y gorda, de senos generosos y manos y pies menudos y rollizos.

—La señorita Lucinda Horbury —dijo Selena señalando a la mujer pequeña— y la señorita Laetitia Horbury. —Se volvió hacia ésta—. Permitidme que os presente a la hermana de lady Ashworth, la señora Pitt.

Intercambiaron saludos con una curiosidad cuidadosamente discreta y fue servido más sorbete. Cuando la criada se hubo marchado, la señorita Lucinda se volvió hacia Charlotte.

—Mi querida señora Pitt, es un placer tenerla entre nosotras. Imagino que ha venido a consolar a la pobre Emily después de la tragedia. ¿No le parece espantoso?

Charlotte murmuró educadamente, buscando qué responder, pero en realidad la señorita Lucinda no esperaba una respuesta.

—¡No sé adónde iremos a parar! —prosiguió, entusiasmándose con el tema—. Cuando yo era joven estas cosas no ocurrían en la buena sociedad. Claro que —miró a su hermana— siempre había entre nosotros gente de costumbres no precisamente intachables.

—¿De veras? —preguntó la señorita Laetitia, alzando ligeramente las cejas—. No recuerdo a nadie así, pero probablemente tu círculo era más amplio que el mío.

La señorita Lucinda tensó su rollizo rostro pero ignoró la observación y levantó levemente los hombros, mirando hacia Charlotte.

—¿Supongo que habrá oído hablar del terrible suceso, señora Pitt? La pobre Fanny Nash fue vilmente forzada y asesinada. Ciertamente estamos abrumados. Los Nash viven en Paragon Walk desde hace años, generaciones me atrevería a decir. Muy buena familia, sin duda. Ayer mismo hablé con el señor Afton, el hermano mayor. Un hombre con mucha clase, ¿no os parece? —Se ruborizó y miró a Selena, luego a Emily, y recaló de nuevo en Charlotte—. Y muy serio —prosiguió—. Cuesta creer que tuviese una hermana capaz de encontrar semejante final. El señor Diggory, por supuesto, es mucho más… liberal —casi deletreó la palabra— en sus gustos. Pero el hombre tiene permitido hacer cosas no siempre agradables que resultarían impensables en una mujer, incluso en la más permisiva de las sociedades. —Una vez más, levantó ligeramente el hombro y miró por un instante a su hermana.

—¿Insinúa que Fanny, en cierto modo, provocó el ataque? —preguntó Charlotte. Oyó un murmullo de asombro, pero lo ignoró y mantuvo la mirada clavada en la cara ruborizada de la señorita Lucinda.

La señorita Lucinda sorbió.

—Bueno, en realidad, señora Pitt, es difícil creer que un hecho como ése pueda ocurrirle a una mujer… casta. Una mujer casta no se dejaría arrastrar hasta semejante situación. ¡Seguro que a usted jamás la han molestado! ¡Y tampoco a nosotras!

—Quizá deberíamos atribuirlo a nuestra buena fortuna —sugirió Charlotte. Acto seguido, para no azorar a Emily en exceso, añadió—: Si se tratara de un loco, éste podría imaginar toda clase de cosas sin fundamento alguno, cosas enteramente falsas.

—No conozco a ningún loco —repuso severamente la señorita Lucinda.

Charlotte sonrió.

—Ni yo conozco a ningún violador, señorita Horbury. Todo lo que digo son conjeturas.

La señorita Laetitia dedicó a Charlotte una sonrisa tan fugaz que se desvaneció casi antes de aparecer.

La señorita Lucinda sorbió todavía con más fuerza.

—Espero, señora Pitt, que ni por un momento piense que lo que he dicho se basa en hechos probados. Le aseguro que simplemente estaba compadeciéndome de la pobre señora Nash… por la deshonra que ha caído sobre su familia.

—¿Deshonra? —Charlotte estaba demasiado enfadada para tratar de dominar su lengua—. Yo lo veo como una tragedia, señorita Horbury, un suceso espantoso si lo prefiere, pero nunca una deshonra.

—¡Pero bueno! —exclamó ofendida la señorita Lucinda—. Verá, en realidad…

—¿Fue eso lo que le dijo el señor Nash? —insistió Charlotte, ignorando el fuerte puntapié de Emily—. ¿Dijo que era una deshonra?

—En realidad no recuerdo sus palabras, pero desde luego el hombre era totalmente consciente de… de la obscenidad del suceso. —La señorita Lucinda se estremeció y resopló—. Me entran escalofríos sólo de pensarlo. Creo, señora Pitt, que si usted viviera en la avenida sentiría como nosotros. Sin ir más lejos, nuestra criada, pobre criatura, se desmayó esta mañana cuando el limpiabotas de nuestro vecino se acercó para hablarle. ¡Ya es la tercera taza de nuestra mejor vajilla que rompe!

—¿Por qué no la tranquiliza diciéndole que probablemente el criminal se halla a varios kilómetros de aquí? —sugirió Charlotte—. Después de todo, con la policía investigando y todo el mundo buscándole, éste es el último lugar que elegiría para quedarse.

—No está bien mentir, señora Pitt, ni siquiera a los sirvientes —repuso la señorita Lucinda con sequedad.

—No veo por qué no —terció apaciblemente la señorita Laetitia—, si es por su bien.

—Siempre he dicho que careces de moralidad. —La señorita Lucinda miró a su hermana—. ¿Quién puede decir dónde se encuentra ahora ese perturbado? Estoy segura de que la señora Pitt no lo sabe. Es evidente que está poseído por pasiones incontrolables, deseos anormales y demasiado espantosos para que una mujer decente piense siquiera en ellos.

Charlotte sintió deseos de señalar que la señorita Lucinda no había hecho más que pensar en ellos desde su llegada, pero se contuvo por respeto a Emily.

Selena experimentó un escalofrío.

—Tal vez se trata de un depravado de mal vivir que se siente atraído por las mujeres de categoría, por los rasos y los encajes, por la pulcritud —dijo.

—O quizá vive en la avenida y, como es natural, elige a su presa entre las de su clase. —Era una voz apacible y dulce, pero indudablemente masculina.

Todas se giraron al unísono. Fulbert Nash estaba a sólo dos metros de ellas, de pie sobre la hierba, con un plato de sorbete en la mano.

—Buenas tardes Selena, lady Ashworth, señorita Lucinda, señorita Laetitia. —Miró a Charlotte enarcando las cejas.

—Mi hermana, la señora Pitt —informó secamente Emily—. ¡Y eso que acaba de decir es horrible, señor Nash!

—Se trata de un crimen horrible, señora. Y la vida puede ser horrible, ¿no le parece?

—La mía desde luego no, señor Nash.

—Es usted encantadora. —Fulbert tomó asiento frente a las damas.

Emily parpadeó.

—¿Encantadora?

—Una de las cualidades más apacibles de las mujeres es la capacidad de ver únicamente las cosas agradables —repuso Fulbert—. Por eso los hombres nos sentimos tan a gusto con ellas. ¿No está de acuerdo, señora Pitt?

—Creo que semejante cualidad conduciría a una enorme inseguridad —replicó Charlotte con franqueza—. Una nunca sabría si está tratando o no con la verdad. Personalmente, siempre me estaría preguntando qué cosas no sé.

—Y, como Pandora, abriría la caja y dejaría que el desastre cayera sobre el mundo. —Fulbert miró a Charlotte por encima del sorbete. Tenía unas manos muy bonitas—. Una imprudencia por su parte. ¡Hay tantas cosas que es mejor no saber! Todos conocemos nuestros secretos. —Sus ojos parpadearon en torno al pequeño grupo—. Incluso en Paragon Walk «si un hombre dice que está libre de pecado, se engaña». No esperaba una cita de la Biblia, ¿verdad, lady Ashworth? Si pasea por la avenida, señora Pitt, su ojo normal verá casas perfectamente construidas piedra sobre piedra, pero su ojo espiritual, si lo tiene, verá una hilera de sepulcros blanqueados. ¿No es así, Selena?

Antes de que Selena pudiera responder, una criada apareció con otra bandeja de sorbetes y todos se volvieron para ver a una hermosísima mujer que cruzaba el jardín y casi parecía saborear la cálida brisa que mecía la seda blanca y verde de su vestido. El rostro de Selena se endureció.

—Jessamyn, qué alegría verte. Nunca pensé que reunirías fuerzas para salir. Eres admirable, querida. Por favor, únete a nosotros y conoce a la señora Pitt, hermana de Emily, procedente de… —Alzó las cejas, pero nadie respondió. Se hicieron las presentaciones pertinentes—. Llevas un vestido precioso —prosiguió Selena, mirando de nuevo a Jessamyn—. Sólo tú podrías salir airosa con un color tan… insípido. Juro que a mí me sentaría fatal, como si estuviera desteñido.

Charlotte se volvió hacia Jessamyn y por la expresión de su rostro advirtió que comprendía perfectamente la intención de Selena. Su saber estar era exquisito.

—No te deprimas, mi querida Selena. No todas podemos vestir del mismo modo, pero estoy segura de que hay otros colores que te favorecen. —Contempló el hermoso vestido de Selena, de color lavanda con encajes en tonos rosa ciruela—. Quizá no éste exactamente —dijo con lentitud—. ¿Nunca has pensado en ponerte colores un poco más frescos, por ejemplo el azul? Favorece mucho a los cutis subidos de tono a causa de este molesto clima.

Selena estaba furiosa. Sus ojos escupieron algo que parecía tan profundo como el odio. Charlotte la observó desconcertada y atónita.

—Coincidimos en demasiados lugares —repuso Selena entre dientes—, y me disgustaría que la gente pensara que intento imitar tus gustos… sean cuales sean. Ante todo hay que ser original, ¿no le parece, señora Pitt? —Se volvió hacia Charlotte.

Ésta, plenamente consciente del vestido cedido por Emily repleto de alfileres, no pudo idear una respuesta. Todavía temblaba por el odio que había visto en los ojos de Selena y por el desagradable comentario de Fulbert Nash sobre los sepulcros blanqueados.

Curiosamente, fue Fulbert quien la salvó.

—Hasta cierto punto —dijo despreocupadamente—. La originalidad puede derivar fácilmente hacia la extravagancia, y se puede terminar siendo un auténtico excéntrico, ¿no está de acuerdo, Lucinda?

La señorita Lucinda se limitó a resoplar.

Poco después, Emily y Charlotte se retiraron y como a Emily no le apetecía hacer más visitas, se fueron a casa.

—Fulbert Nash es un hombre excepcional —comentó Charlotte mientras subían las escaleras—. ¿Qué quería decir con eso de los «sepulcros blanqueados»?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —espetó Emily—. Quizá le remuerde la conciencia.

—¿Por qué motivo? ¿Por Fanny?

—Lo ignoro. Es un ser horrible, todos los Nash lo son, excepto Diggory. Afton es abominable. Y la gente horrible tiende a pensar que los demás también lo son.

Charlotte no podía abandonar el tema.

—¿Crees que realmente sabe algo sobre la gente de la avenida? ¿No dijo la señorita Lucinda que los Nash habían vivido aquí durante generaciones?

—¡La señorita Lucinda es una vieja chismosa! —Emily cruzó el rellano y entró en el vestidor. Descolgó de la percha el viejo vestido de muselina de Charlotte—. No debes prestarle atención.

Charlotte comenzó a tantear los alfileres del vestido y a extraerlos con cuidado.

—Pero si los Nash han vivido aquí durante años, es probable que el señor Nash conozca bien a la gente de la avenida. Las personas, cuando viven tan cerca unas de otras, se enteran de cosas que no olvidan.

—Pues él no sabe nada de mí. ¡Porque no hay nada que saber!

Charlotte guardó silencio. El verdadero temor acababa de emerger a la superficie. Naturalmente que el señor Nash no sabía nada de Emily, pero a fin de cuentas nadie sospecharía de Emily como autora de la violación y el asesinato. Pero ¿qué sabía de George? George había pasado en Paragon Walk cada verano de su vida.

—No estaba pensando en ti. —Dejó que el vestido rosa ciruela se deslizara hasta el suelo.

—Naturalmente que no. —Emily lo recogió y entregó a su hermana el traje de muselina gris—. Estabas pensando en George. Sólo porque estoy embarazada y George es un caballero y no tiene que trabajar como Thomas, piensas que se pasa la vida jugando y bebiendo en su club y teniendo aventuras, y que pudo encapricharse de Fanny Nash y no aceptó que le rechazara.

—¡No pienso nada de eso! —Charlotte cogió su traje y se vistió pausadamente. Era más cómodo que el de seda, y había aflojado el corsé dos centímetros, pero seguía pareciéndole abominable—. Se diría que tienes miedo.

Emily se volvió con el rostro encendido.

—¡Tonterías! Conozco a George y creo en él.

Charlotte prefirió no discutir. El miedo que desprendía la voz de Emily era demasiado obvio, el veneno corrosivo de la angustia comenzaba a carcomerle. En pocas semanas, quizá en días, ésa angustia se transformaría en pregunta, duda o incluso sospecha. Y no había duda de que George había cometido errores en su vida, dicho o hecho alguna imprudencia que más valía olvidar.

—Por supuesto —dijo suavemente Charlotte—. Y con suerte, Thomas atrapará pronto al criminal y podremos olvidar todo este asunto. Gracias por prestarme el vestido.