2

Al día siguiente, Pitt fue primero a la comisaría, donde Forbes le aguardaba con semblante lúgubre.

—Buenos días, Forbes —saludó Pitt animadamente—. ¿Qué ocurre?

—El médico forense ha preguntado por usted —respondió Forbes—. Tiene algo que decirle sobre el cadáver de ayer.

Pitt se detuvo.

—¿Sobre Fanny Nash? ¿De qué se trata?

—Lo ignoro. No quiso decírmelo.

—¿Dónde está? —preguntó Pitt.

¿Qué otra cosa tenía que decir el médico forense aparte de lo que ya era evidente? ¿Estaba la chica embarazada? Era cuanto Pitt podía imaginar.

—Salió a tomar una taza de té. —Forbes sacudió la cabeza—. Supongo que hoy regresaremos a Paragon Walk.

—¡Por supuesto! —Pitt sonrió y Forbes le miró con tristeza—. Así podrá echar otro vistazo al estilo de vida de la alta sociedad. Interrogaremos a todo el personal de la fiesta.

—¿Lord y lady Dilbridge?

—Justamente. Pero primero iré a ver a ese médico.

Salió de la oficina y caminó hasta el pequeño restaurante de la esquina, donde el médico forense, vestido con un elegante traje, se hallaba sentado frente a una taza de té. El hombre alzó la vista cuando Pitt entró.

—¿Té? —le ofreció.

El inspector tomó asiento.

—Nunca desayuno. ¿Qué hay de Fanny Nash?

—Ah. —El médico bebió un largo sorbo de té—. Se trata de un detalle extraño. Quizá no signifique nada, pero creí que debía saberlo. La muchacha tiene una cicatriz en la parte inferior de la nalga izquierda. Parece bastante reciente.

Pitt frunció el entrecejo.

—¿Una cicatriz? ¿Y qué importancia tiene eso?

—Probablemente ninguna —repuso el médico encogiéndose de hombros—. Pero tiene forma de cruz. Una línea alargada y otra más corta que la cruza cerca del extremo inferior. Muy uniforme, pero no se trata de un corte. —Levantó la vista. Sus ojos brillaban—. Es una quemadura.

Pitt permaneció inmóvil.

—¿Una quemadura? —preguntó incrédulo—. ¿Qué demonios pudo provocarla?

—No lo sé —replicó el médico—, así que ayúdeme. No tengo ganas ni de pensar.

Pitt abandonó el restaurante perplejo, ignorando si ese nuevo dato significaba algo. Tal vez no era más que un accidente perverso y ridículo. Entretanto, había que proseguir con la penosa tarea de determinar dónde habían estado todos en el momento en que se produjo el asesinato. Ya había visitado a Algernon Burnon, el prometido de Fanny, y lo encontró pálido pero, dadas las circunstancias, bastante sereno.

Declaró que había pasado toda la velada en compañía de otra persona, mas se negó a desvelar su nombre. Insinuó que era una cuestión de honor que Pitt no podía comprender, si bien tuvo la delicadeza de no expresarse con términos tan claros. Pitt no pudo obtener nada más de él y de momento prefirió dejarlo así. Si el pobre hombre había estado disfrutando de una aventura mientras violaban a su prometida, dudaba que estuviera dispuesto a reconocerlo.

Lord y lady Dilbridge estuvieron acompañados desde las siete, de modo que quedaban descartados. En casa de las señoritas Horbury no vivía ningún hombre. El único criado varón de Selena Montague estuvo durante todo ese tiempo en el comedor del servicio o en la habitación auxiliar de la cocina. Eso dejaba a Pitt con tres casas más que visitar y la penosa obligación de llamar nuevamente a la puerta de los Nash para hablar con el marido de Jessamyn, el hermanastro de la muchacha asesinada. Por último, estaba la necesidad, personalmente desagradable, de pedir a George Ashworth que explicara sus movimientos durante el tiempo en que se produjo la tragedia. Pitt deseaba que George pudiera hacerlo.

Hubiera preferido llevar a cabo este último interrogatorio en primer lugar, pero sabía que George no estaba disponible a esas horas de la mañana. Aún más. Pitt abrigaba la absurda esperanza de descubrir una pista firme antes de ese momento fatídico, algo tan urgente y decisivo que le evitara la necesidad de interrogar a George.

Comenzó por la segunda casa de la avenida, el edificio inmediatamente contiguo a la residencia de los Dilbridge. Por lo menos, esta tarea no le resultaba tan desagradable. Los Nash eran tres hermanos y se hallaban en casa del mayor, el señor Afton Nash, que vivía con su esposa y su hermano menor, el señor Fulbert Nash, todavía soltero.

El mayordomo le dejó pasar con hastío y resignación, advirtiéndole que la familia estaba desayunando y tendría que esperar. Pitt le dio las gracias y cuando la puerta se hubo cerrado, comenzó a pasearse por la sala. Era de estilo tradicional, ampuloso, y le hacía sentirse incómodo. La biblioteca estaba repleta de volúmenes encuadernados en cuero, colocados en un orden tan escrupuloso que parecía que nunca habían sido abiertos. Pasó un dedo por encima de los libros para comprobar si había polvo, pero estaban inmaculados, más por obra de la criada, pensó, que de un improbable lector. El escritorio contenía la colección habitual de retratos familiares. Ninguno de los retratados sonreía, mas era normal. Después de largo rato posando, resultaba imposible sonreír. Una expresión dulce era cuanto podía obtenerse, y en este caso nadie lo había conseguido.

Sobre la repisa de la chimenea colgaba un dechado: un ojo siniestro abierto de par en par y debajo, escrito en punto de cruz, «Dios lo ve todo».

Pitt se estremeció y tomó asiento de espaldas al bordado.

Afton Nash entró y cerró la puerta. Alto, rayano en la gordura, poseía un rostro de facciones fuertes y rectas. De no ser por una ligera pesadez y tensión en la boca, habría sido una cara atractiva. Curiosamente, ni siquiera resultaba agradable.

—Ignoro qué podemos hacer por usted, señor Pitt —dijo fríamente—. La pobre muchacha vivía con mi hermano Diggory y su esposa. El bienestar moral de Fanny era la principal preocupación de ambos. Quizá habría sido mejor que la hubiésemos acogido nosotros, pero en aquel momento nos pareció una medida adecuada. Jessamyn gusta de la alta sociedad más que nosotros, y por tanto era más indicada para introducir a Fanny.

Pitt estaba acostumbrado a las actitudes defensivas, a las declaraciones de inocencia e incluso de desentendimiento. Siempre acababan asomando de una forma u otra. No obstante, ésta le resultaba particularmente repugnante. Recordó el rostro de la muchacha, tan poco marcado por la vida; apenas había comenzado a vivir y ya había sido sacrificada. Aquí, en el incómodo salón, su hermano hablaba de «bienestar moral» y trataba de exonerarse de cualquier acusación que pudiera surgir.

—No se pueden «tomar medidas contra el asesinato». —Pitt oyó el filo cortante de su propia voz.

—Pero sí pueden tomarse medidas contra la violación —repuso ásperamente Afton—. Las jóvenes de costumbres virtuosas no inducen a semejante final.

—¿Tiene motivos para suponer que su hermana no era de costumbres virtuosas? —Se vio obligado a preguntar Pitt, aunque conocía la respuesta.

Afton se volvió y miró al inspector con aversión.

—La violaron antes de asesinarla, inspector. Usted lo sabe tan bien como yo. Le ruego que no me venga con evasivas, me repugna. Emplearía mejor su tiempo si hablara con mi hermano Diggory. Tiene gustos curiosos. Nunca creí que podría infectar a su hermana. Pero también es posible que me equivoque. Quizá alguno de sus más insanos amigos deambulaba por Paragon Walk aquella noche. ¿Puedo tener la seguridad, inspector, de que hará todo lo posible por averiguar quién estuvo exactamente en esta calle aquella noche?

—Desde luego —afirmó Pitt con análoga frialdad—. Determinaremos, dentro de lo posible, el paradero de toda la gente de la avenida.

Afton arqueó ligeramente las cejas.

—Dudo que los residentes de Paragon Walk sean de interés. La servidumbre tal vez sí, aunque lo dudo. Yo, por ejemplo, soy muy exigente a la hora de elegir a mis criados varones, y no permito que mis criadas tengan pretendientes.

Pitt sintió lástima por los sirvientes y por las vidas tristes y apagadas que debían llevar.

—Una persona puede no estar implicada, y sin embargo haber visto algo importante —señaló—. Cualquier observación, por pequeña que sea, puede ser útil.

Afton aseguró, gruñendo, que ése no era su caso, y se quitó de la manga una miga inexistente.

—Aquella noche estuve en casa. Pasé casi toda la velada en la sala de billar con mi hermano Fulbert. No vi ni oí nada.

Pitt no podía darse por vencido tan fácilmente. No debía permitir que su antipatía hacia el hombre le hiciese desistir. Tenía que intentarlo.

—Quizá advirtió algo con anterioridad, durante las últimas semanas… —comenzó de nuevo.

—Si lo hubiese advertido, inspector, ¿no cree que habría hecho algo al respecto? —La gruesa nariz de Afton se contrajo bruscamente—. A pesar de lo desagradable que es para todos que semejante suceso haya ocurrido en nuestro barrio, Fanny era mi hermana.

—Comprendo, señor… pero tal vez, si mira hacia atrás, logre recordar algo.

Afton meditó un instante.

—No se me ocurre nada —repuso con cautela—. Pero si de ahora en adelante sucede algo, tenga la certeza de que se lo haré saber. ¿Algo más?

—Sí. Desearía hablar con el resto de su familia.

—Si los miembros de mi familia hubiesen advertido algo extraño, me lo habrían contado —replicó Afton con impaciencia.

—En cualquier caso, me gustaría hablar con ellos —insistió Pitt.

Afton clavó los ojos en el inspector. Era un hombre alto y sus miradas se encontraron. Pitt trató de no flaquear.

—Supongo que es necesario —cedió finalmente Afton, con semblante avinagrado—. No deseo dar un mal ejemplo. Cada cual ha de saber reconocer sus deberes. Le ruego que trate a mi esposa con la máxima delicadeza.

—Gracias, señor. Haré cuanto esté en mi mano para no acongojarla.

Phoebe Nash era el extremo opuesto de Jessamyn. Si alguna vez hubo fuego en ella, llevaba mucho tiempo extinguido. Vestía de negro y ningún maquillaje cubría su pálido rostro. En otro momento quizá hubiese poseído un aspecto agradable, pero ahora era la viva imagen de la aflicción. Tenía los ojos ligeramente enrojecidos, la nariz hinchada y el cabello peinado con cierto desaliño.

Negándose a tomar asiento, permaneció de pie, mirando a Pitt con las manos fuertemente entrelazadas.

—Me temo que no podré ayudarle, inspector. Ni siquiera estaba en casa aquella noche. Fui a visitar a una pariente anciana que se sentía indispuesta. Si lo desea, puedo darle su nombre.

—No dudo de su palabra, señora —dijo Pitt, sonriendo. Sentía lástima por aquella mujer. Deseaba aliviarla pero no sabía cómo. Pertenecía a esa clase de mujeres que Pitt no comprendía. Guardaba los sentimientos en su interior, bajo control. Las buenas maneras lo eran todo—. Me preguntaba si tal vez la señorita Nash —comenzó—, puesto que era su cuñada, le confió en alguna ocasión que alguien le había prestado una atención indebida o hecho insinuaciones ofensivas, o incluso que había visto a un extraño rondando por el barrio. O si tal vez usted vio a alguien.

Phoebe hizo un nudo con sus manos y miró horrorizada al inspector.

—¡Cielo santo! ¿No pensará que ese hombre todavía anda por aquí?

Pitt vaciló. Deseaba aliviar el temor de la mujer, emoción que sí conocía bien, pero sabía que era absurdo mentir.

—Si se trata de un vagabundo, estoy seguro de que ya habrá huido —dijo, optando por una verdad poco comprometedora—. Sólo un loco permanecería por los alrededores de Paragon Walk sabiendo que la policía lo busca.

La mujer se relajó visiblemente, permitiéndose incluso tomar asiento en el borde de una voluminosa butaca.

—Me tranquiliza usted. No entiendo cómo no se me ocurrió antes. —Luego, Phoebe arrugó sus finas cejas—. Pero no recuerdo haber visto a ningún extraño rondando por la avenida, por lo menos no de esa clase de la que usted habla, pues de lo contrario habría ordenado al lacayo que lo echara.

Pitt sólo conseguiría aterrorizarla y confundirla si intentaba explicar que el aspecto de los violadores no difería necesariamente del de las demás personas. Los crímenes tenían el don de sorprender a la gente, como si no se tratara de meros actos nacidos del egoísmo, la avaricia o el odio llevados a proporciones exageradas, infamias repentinamente desbocadas. Phoebe esperaba que el criminal fuera un ser fácilmente reconocible, diferente, distinto de la gente que conocía.

Hubiera resultado absurdo y doloroso tratar de cambiar ese parecer. Pitt se preguntó por qué después de tantos años seguía teniendo esa sensación, si bien cada vez le afectaba menos.

—Quizá la señorita Nash —sugirió Pitt— le contó que alguien le había molestado o hecho insinuaciones indecorosas.

Phoebe ni siquiera se tomó la molestia de pensar.

—¡En absoluto! Si me hubiese contado algo así, habría informado a mi marido y él habría tomado las medidas pertinentes. —Sus dedos giraban sobre el regazo alrededor de un pañuelo y ya habían desgarrado el encaje.

Pitt podía imaginar las «medidas» que Afton Nash hubiera tomado. Con todo, no podía rendirse.

—¿No expresó ninguna inquietud? ¿No mencionó una nueva amistad?

—No —respondió Phoebe, sacudiendo la cabeza.

Pitt suspiró y se levantó. No obtendría nada más de ella. Presentía que si la atemorizaba con la verdad, ella, cegada por el miedo, se limitaría a desterrarla de su mente y a destruir todo razonamiento o recuerdo.

—Gracias, señora. Siento haberla alterado con este desagradable asunto.

Phoebe esbozó una sonrisa algo forzada.

—Estoy segura de que era necesario, de lo contrario no lo habría hecho, inspector. Imagino que querrá ver a mi cuñado, el señor Fulbert Nash, pero me temo que ayer noche no vino a casa. Si vuelve esta tarde, quizá ya haya regresado.

—Gracias, así lo haré. Por cierto —acababa de recordar la peculiar quemadura mencionada por el médico forense—, ¿sabe si la señorita Nash había sufrido una quemadura recientemente? —No quería describir la ubicación de la herida, si podía evitarlo, pues ese detalle turbaría a la señora Nash.

—¿Una quemadura? —dijo ella, arrugando la frente.

—Una quemadura pequeña. —Pitt describió la forma tal como lo había hecho el médico forense—. Pero bastante profunda, y reciente.

Para sorpresa de Pitt, el rostro de Phoebe perdió todo su color.

—¿Una quemadura? —repitió con voz ahogada—. No, no lo sé. ¿Quizá… quizá… —tosió— se había interesado por la cocina? Será mejor que pregunte a mi cuñada. No… no tengo ni idea, de veras.

Pitt estaba perplejo. Phoebe Nash se había mostrado sencillamente horrorizada. ¿Acaso conocía el emplazamiento de la herida y sentía azoramiento porque él era hombre y, además, un ser infinitamente inferior dentro de su escala social? Pitt no la comprendía lo suficiente como para saberlo.

—Gracias, señora —dijo con voz queda—. Probablemente sea un detalle sin importancia. —Y con corteses murmullos, el mayordomo lo condujo hasta la salida, devolviéndolo a la luz y al sol de la mañana.

Pitt permaneció inmóvil unos minutos antes de decidir a quién visitar a continuación. Forbes se hallaba en algún lugar de la avenida hablando con los sirvientes, saboreando la importancia que le confería la investigación de un asesinato y dando rienda suelta a su curiosidad sobre el funcionamiento de las casas de una clase social que superaba todas sus experiencias anteriores. Esa noche sería una mina de información, la mayoría inútil, pero aun así quizá hallarían una observación que condujera a otra… y a otra. Sonrió mientras pensaba en ello, y un ayudante de jardinero que pasaba frente a él lo miró con asombro pero también con cierto respeto, pues tenía delante a alguien que obviamente no era un caballero y que, no obstante, podía permanecer ocioso en medio de la calle y sonreír para sus adentros.

Finalmente, Pitt llamó a la casa de en medio, donde vivía un tal Paul Alaric, y le comunicaron cortésmente que monsieur Alaric no llegaría hasta la noche, pero que si el inspector volvía entonces, monsieur no tendría inconveniente en recibirle.

No había meditado aún acerca de lo que pensaba decir a George, de modo que aparcó el asunto y caminó hasta la casa contigua, donde vivía el señor Hallam Cayley.

Cayley, pese a estar todavía desayunando, recibió al inspector y le ofreció una taza de café cargado que Pitt rechazó. Prefería té, y además aquel café parecía tan espeso como el agua aceitosa de los muelles de Londres.

Cayley sonrió amargamente y se sirvió otra taza. Era un hombre bien parecido de algo más de treinta años, pero sus excelentes facciones, algo aguileñas, se veían malogradas por un cutis sumamente picado de viruela, y una sombra de mal genio, una cierta languidez, comenzaba a aposentarse en torno a su boca. Esa mañana tenía los ojos hinchados y algo sanguinolentos. Pitt lo atribuyó a una intensa cita con la botella la noche anterior, quizá con varias botellas.

—¿Qué puedo hacer por usted, inspector? —Comenzó Cayley y, adelantándose a Pitt, agregó—: No sé nada. Estuve en la fiesta de los Dilbridge casi toda la noche. Todos se lo dirán.

Pitt se derrumbó. ¿Es que todo el mundo iba a ser capaz de dar cuenta de sí mismo? No, eso era absurdo. No importaba, seguramente el culpable era un sirviente que, tras haber bebido en exceso, se enardeció y luego, cuando la chica comenzó a gritar, se asustó y la apuñaló para hacerla callar, tal vez sin intención de matarla. Probablemente Forbes encontraría la respuesta. Pitt se dedicaba a interrogar a los señores sencillamente porque alguien tenía que hacerlo, por una cuestión de forma, para que supieran que la policía estaba haciendo su trabajo. Y mejor él que Forbes, con su torpe lengua y su desmedida curiosidad.

—¿Recuerda con quién estaba alrededor de las diez de la noche, señor?

—De hecho tuve una bronca con Barham Stephens. —Cayley se sirvió más café y sacudió irritado la jarra al ver que sólo llenaba media taza. La dejó bruscamente sobre la mesa, haciendo vibrar la tapa—. El muy estúpido se negó a reconocer que había perdido a las cartas. No soporto a los malos perdedores. Nadie los soporta. —Contempló su plato cubierto de migajas.

—¿Discutieron a las diez? —preguntó Pitt.

Cayley siguió mirando el plato.

—No, un poco antes, y fue algo más que una discusión. Fue una verdadera bronca. —De repente levantó la vista—. Aunque tal vez usted no lo llamaría así. No hubo gritos. Puede que Stephens no se comporte como un caballero, pero ambos somos lo suficientemente corteses como para no armar un escándalo en presencia de señoras. Salí a dar un paseo para tranquilizarme.

—¿Por el jardín?

Cayley bajó la vista hasta el plato.

—Sí. No vi nada, si eso es lo que quiere saber. Había gente por todas partes. Los Dilbridge tienen unos gustos sociales algo peculiares. Pero imagino que tiene la lista de invitados. Probablemente acabará descubriendo que fue algún criado contratado para la fiesta. Sabe, hay gente que acostumbra alquilar el landó, sobre todo si viene únicamente para la temporada social. —De repente su rostro se tornó grave y miró a Pitt sin pestañear—. Francamente, no tengo ni idea de quién pudo asesinar a la pobre Fanny. —Un extraño dolor, más sutil que la mera compasión, desencajó levemente sus facciones—. Conozco a casi todos los hombres de Paragon Walk. No digo que todos sean de mi agrado, pero me resisto a creer que alguno sea capaz de clavar un cuchillo a una mujer, a una criatura como Fanny. —Cayley apartó el plato con asco—. Imagino que pudo hacerlo el francés, un tipo raro, y un cuchillo es una cosa muy francesa. Pero tampoco me parece probable.

—El asesinato, generalmente, no lo es —observó suavemente Pitt.

Entonces su mente se trasladó a las barriadas superpobladas que se erigían detrás de las calles augustas, donde el crimen era el camino hacia la supervivencia, donde los niños aprendían a robar en cuanto comenzaban a andar y donde sólo los astutos o los fuertes alcanzaban la edad adulta. Pero ese mundo nada tenía que ver con Paragon Walk. Para los residentes de allí era un mundo extraño, ajeno, y, naturalmente, se comportaban como si no existiese.

Cayley permanecía inmóvil, consumido por alguna barahúnda de emociones íntimas.

Pitt aguardó. Fuera, las ruedas de los coches crujían sobre la grava hasta desaparecer.

Al fin, Cayley levantó la vista.

—¿Quién demonios podría querer hacer eso a una criatura inofensiva como Fanny? —preguntó quedamente—. ¡Maldita sea, no tiene sentido!

Pitt carecía de respuestas. Se incorporó.

—Lo ignoro, señor Cayley. Probablemente Fanny reconoció al violador y éste se dio cuenta. Pero por qué decidió atacarla desde un principio, sólo Dios lo sabe.

Cayley apoyó un puño tenso y duro sobre la mesa, sordo pero tremendamente potente.

—¡O el diablo! —Agachó la cabeza y no volvió a levantarla, ni siquiera cuando Pitt se dirigió a la puerta y la cerró tras de sí.

Fuera, el sol era cálido y diáfano, los pájaros parloteaban en los jardines de una parte a otra de la avenida, y en algún lugar más allá de la curva los cascos de un caballo se alejaban chacoloteando.

Pitt acababa de presenciar la primera muestra de dolor por Fanny, y aunque le resultaba pesaroso, como un recordatorio de que el misterio era superficial y la tragedia real —que mucho después de que todos supieran quién había matado a la muchacha y por qué, ella seguiría muerta—, se sentía aliviado.

Acudió a casa de Diggory Nash. Era media tarde cuando ya no pudo aplazar por más tiempo su visita a Emily y George. No había averiguado nada que le permitiera evitar la pregunta. Diggory Nash tampoco había sido de mucha ayuda. El día de la tragedia estaba fuera de casa, jugando, o por lo menos eso dijo, en una fiesta privada, pero se negó a revelar los nombres de sus compañeros de juego. Pitt todavía no estaba preparado para insistir.

Ahora tenía que ver a George. No hacerlo sería tan revelador y, por consiguiente, tan ofensivo como cualquier pregunta que pudiera formularle.

Vespasia Cumming-Gould estaba tomando el té con Emily y George cuando Pitt fue anunciado. Emily respiró hondo y pidió a la camarera que lo hiciera pasar. Vespasia miró severamente a su sobrina. Desde luego, la muchacha llevaba el corsé demasiado ajustado para lo avanzado de su embarazo. La vanidad era deseable en su justa medida, pero en una mujer embarazada no cabía en absoluto. Cuando surgiera la ocasión le diría lo que, al parecer, su madre había olvidado decirle. ¿O acaso la pobre chica estaba tan enamorada de George, y tan insegura de su afecto, que todavía luchaba por atraer su atención? Si Emily hubiese gozado de una mejor educación, habría aprendido a aceptar las debilidades de los hombres y a estar a la altura de las circunstancias. Entonces habría podido tratar el asunto con indiferencia, actitud que sin duda hubiera resultado más satisfactoria.

Y ahora aquella extraordinaria criatura, el inspector de policía, entraba en el salón, todo brazos y piernas y faldones, con el pelo, al igual que el estropajo de la fregona, cayéndole desordenadamente.

—Buenas tardes, señora —saludó Pitt.

—Buenas tardes, inspector —repuso Vespasia, tendiéndole la mano sin levantarse.

Pitt se inclinó y la rozó con los labios. Era un gesto ridículo viniendo de un policía que, después de todo, era comparable a un tendero, pero él lo hizo sin el menor ápice de timidez e incluso con cierta finura. No era tan torpe como parecía. Una criatura realmente extraña, pensó Vespasia.

—Por favor, Thomas, siéntate —dijo Emily, y agitando la campanilla agregó—: Pediré que sirvan más té.

—¿Qué quiere saber esta vez? —inquirió Vespasia. Era obvio que no se trataba de una visita de cortesía.

Pitt se volvió ligeramente para mirarla. Aunque poseía una sencillez inusual, Vespasia no lo encontraba desagradable. Su rostro reflejaba una gran inteligencia y un mayor sentido del humor del que había observado en la gente de Paragon Walk, salvo quizá aquel francés extremadamente elegante por el que todas las mujeres perdían la cabeza. Pero ése no podía ser el motivo por el que Emily se ajustaba tanto el corsé. ¿O sí?

La respuesta de Pitt interrumpió las elucubraciones de Vespasia.

—No pude ver a lord Ashworth en mi primera visita, señora.

Claro. Aquel infeliz tenía que ver a George. De lo contrario su presencia resultaría fuera de lugar.

—Comprendo —convino ella—. Imagino que querrá saber dónde estuvo.

—Sí, por favor.

Vespasia se volvió hacia George, que estaba sentado de lado sobre el brazo de un sillón. Ojalá se sentara como era debido, pero ni de niño lo había conseguido. Siempre inquieto, incluso sobre el caballo. Gracias a Dios tenía buenas manos, heredadas de su madre. Su padre era un idiota.

—¡Bien! —exclamó bruscamente Vespasia, volviéndose hacia su sobrino—. ¿Dónde estabas, George? ¡Aquí desde luego no!

—Estaba fuera, tía Vespasia.

—¡Eso es evidente! —espetó ella—. ¿Dónde?

—En mi club.

Algo en el modo de sentarse de George la incomodaba y la hizo desconfiar de su respuesta. No mentía, pero la respuesta parecía incompleta. Lo supo por la forma en que su sobrino removió ligeramente el trasero. Su padre hacía exactamente lo mismo de niño cuando bajaba a la sala del mayordomo a probar el oporto. El hecho de que el mayordomo se bebiese la mayor parte del licor poco importaba.

—Tienes varios clubes —puntualizó secamente Vespasia—. ¿En cuál estuviste ese día? ¿Quieres que el señor Pitt recorra todos los clubes de caballeros de Londres preguntando por ti?

George se ruborizó.

—No, claro que no —dijo—. Estuve en el Whyte, creo, la mayor parte de la noche. Teddy Aspinall estaba conmigo, aunque dudo que se fijara en la hora más que yo. No obstante, puedes preguntárselo, si no hay otro remedio. —Giró el torso para mirar a Pitt—. Aunque preferiría que no lo hicieras. Estaba bastante borracho y dudo que pueda recordar algo de aquella noche. Le colocarías en una situación embarazosa. Su esposa es hija del duque de Carlisle y bastante remilgada.

El viejo duque de Carlisle había muerto y, en cualquier caso, Daisy Aspinall estaba tan acostumbrada a las borracheras de su marido como antaño lo estuvo a las de su padre. Con todo, Vespasia se abstuvo de mencionarlo. Pero ¿por qué George no quería que Pitt hablara con Teddy Aspinall? ¿Le inquietaba que dejara caer que era su cuñado? Eso enfurecería a George, pero a fin de cuentas uno no era responsable de los gustos peculiares de sus familiares, siempre y cuando llevara el asunto con discreción. Y hasta ahora Emily había sido absolutamente discreta sin ser, no obstante, desleal a su hermana. Vespasia admitió su creciente curiosidad por esa hermana que nunca había visto. ¿Por qué Emily no la invitaba nunca? Si eran hermanas, seguro que la muchacha había recibido una educación aceptable. Emily sabía comportarse como una dama. Sólo alguien con la vasta y sutil experiencia de Vespasia sería capaz de percibir que en el fondo no lo era.

Se había perdido parte de la conversación. ¡Ojalá no estuviera quedándose sorda! No soportaría estar sorda. No poder oír lo que la gente decía era peor que ser enterrada viva.

—¿… hora llegaste a casa? —concluyó Pitt.

George arrugó la frente. Vespasia había visto esa misma expresión cuando de niño resolvía los problemas de aritmética. Solía mordisquear la punta de los lápices. Una costumbre repugnante. Ella había aconsejado a la madre que las sumergiera en aloe, pero la compasiva mujer se opuso.

—Me temo que no miré el reloj —respondió George tras una pausa—. Creo que era bastante tarde. No quise molestar a Emily.

—¿Y tu ayuda de cámara? —inquinó Pitt.

—Ah… sí —George parecía indeciso—. Dudo que lo recuerde. Se había dormido en mi vestidor y tuve que despertarle. —Su rostro se iluminó—. Por consiguiente, debía de ser bastante tarde. Lamento no poder ayudarte. Al parecer, me hallaba a varias millas de distancia en el momento clave. No vi nada.

—¿No fuiste invitado a la fiesta de los Dilbridge? —preguntó asombrado Pitt—. ¿O acaso preferiste no acudir?

Vespasia miró al inspector. Ciertamente era una persona de lo más imprevisible. Se había sentado en el sofá, abarcando más de la mitad del espacio con todo su desaliño y ninguna de sus prendas parecía encajarle adecuadamente. Un problema de pobreza, sin duda. En manos de un buen sastre y un buen barbero aquel hombre podría adquirir un aspecto bastante aceptable. Con todo, había en él una energía contenida poco decorosa. Daba la impresión de que iba a echarse a reír en cualquier momento inoportuno. De hecho, y pensándolo bien, el hombre resultaba bastante entretenido. Era una lástima que hubiese hecho falta un asesinato para traerlo hasta allí. En otra circunstancia habría constituido un verdadero alivio frente a los tediosos achaques de Eliza Pomeroy, los excesos de lord Dilbridge narrados por Grace Dilbridge, el último vestido de Jessamyn Nash, el actual lío de Selena Montague o la decadencia de la civilización observada por las señoritas Horbury y lady Tamworth. Lo único divertido era la rivalidad entre Jessamyn y Selena por atraer al apuesto francés, pero hasta ahora ninguna había hecho progresos, por lo menos que ella supiera. Y lo hubiera sabido. ¿Qué sentido tenía hacer una conquista si no podía contarse a las amigas, a ser posible una por una y en la más estricta confianza? El éxito sin envidia era como los caracoles sin salsa… y, como toda mujer cultivada sabe, ¡la salsa lo es todo!

—Preferí no ir —dijo George frunciendo el entrecejo. Tampoco él reparó en la importancia de la pregunta—. No era la clase de fiesta a la que hubiera deseado llevar a Emily. Los Dilbridge tienen algunos… algunos amigos de gustos decididamente vulgares.

—¿De veras? —preguntó Emily sorprendida—. Grace Dilbridge parece una mujer sumamente dócil.

—Y lo es —dijo Vespasia con impaciencia—. No es ella quien redacta la lista de invitados, y no porque yo crea que pondría reparos en hacerla. Pertenece a esa clase de mujeres a quienes agrada sufrir. Y ella ha hecho de ese sufrimiento una profesión. Si Frederick se comportara correctamente, Grace no tendría nada de qué hablar. Es lo único que le confiere importancia, y lo tiene asumido.

—¡Eso es terrible! —protestó Emily.

—No, no lo es —contradijo Vespasia—. Ella es absolutamente feliz, pero su vida es muy tediosa. —Se volvió hacia Pitt—. No me cabe la menor duda de que encontrará a su asesino entre los invitados de Frederick Dilbridge o entre los sirvientes. Hasta las personas más reprochables pueden conducir un landó de dos caballos con habilidad. —Suspiró—. Recuerdo que mi padre tenía un cochero que bebía como un cosaco e iba con todas las chicas del pueblo, pero era un genio conduciendo. Tenía las mejores manos del sur de Inglaterra. Al final, un guardabosques lo mató de un disparo. Jamás se supo si fue un accidente.

Emily miró a Pitt. La angustia había borrado la sonrisa de sus ojos.

—Allí lo encontrarás, Thomas —dijo raudamente—. ¡Nadie de Paragon Walk hubiera hecho una cosa así!

Pitt todavía disponía de tiempo para entrevistar a Fulbert Nash, el último hermano, y tuvo la fortuna de encontrarlo en casa poco antes de las cinco. A juzgar por su cara, Fulbert le estaba esperando.

—¿De modo que usted es el policía? —Le miró de arriba abajo con ostensible curiosidad, como alguien que observa un nuevo invento que no pretende adquirir.

—Buenas tardes, señor —dijo Pitt, con mayor tirantez de la deseada.

—Oh, buenas tardes, inspector —respondió Fulbert, imitando vagamente el tono—. Imagino que ha venido por lo de Fanny. Pobre criatura. ¿Quiere conocer la historia de su vida? Es patéticamente breve. Jamás hizo nada digno de atención y dudo que alguna vez lo hubiera hecho. Nada en su vida fue tan memorable como su muerte.

La ligereza del muchacho irritó a Pitt, quien sabía, no obstante, que la gente solía ocultar el dolor que no podía soportar fingiendo indiferencia o incluso bromeando.

—Todavía no tengo motivos, señor, para suponer que Fanny fue algo más que una víctima fortuita, de modo que por ahora la historia de su vida no requiere investigación. Preferiría que me contara dónde estuvo usted aquella noche, y si vio u oyó algo que pudiera sernos de ayuda.

—Estuve aquí —respondió Fulbert enarcando tenuemente las cejas.

El joven se parecía más a Afton que a Diggory, pues poseía algo de la expresión vagamente arrogante del primero y rasgos que hubieran podido resultar atractivos, pero que no lo eran. Diggory, por su parte, no estaba tan bien conformado, pero poseía una irregularidad agradable, unas cejas espesas y oscuras que reflejaban carácter, un aire, en general, más cálido.

—Toda la noche —agregó Fulbert.

—¿Solo o acompañado? —preguntó Pitt.

Fulbert sonrió.

—¿No le dijo Afton que estuvimos jugando al billar?

—¿Es cierto, señor?

—No, de hecho no lo es. Afton es varios centímetros más alto que yo, como imagino habrá observado. Le irrita la idea de no poder derrotarme, y Afton en un ataque de furia es más de lo que puedo soportar.

—¿Por qué no se deja ganar? —La respuesta parecía obvia.

Fulbert abrió sus ojos azul pálido de par en par. Los dientes eran pequeños y regulares, demasiado pequeños para la boca de un hombre.

—Porque hago trampa, y mi hermano jamás ha averiguado cómo. Es una de las pocas cosas que hago mejor que él.

Pitt estaba algo desconcertado. No comprendía qué placer podía obtenerse de una competición consistente en ver quién engañaba mejor. Pero, de todos modos, tampoco le agradaban los juegos. De joven nunca había tenido tiempo para practicarlos. Y ahora era demasiado tarde.

—¿Pasó toda la noche en la sala de billar, señor?

—No, ya se lo he dicho. Deambulé un poco por toda la casa, la biblioteca, el piso de arriba, la sala del mayordomo, y bebí una copa de oporto, o dos. —Sonrió de nuevo—. El tiempo suficiente para que Afton se escabullera y violara a la pobre Fanny. Dado que era su hermana, podrá añadir incesto a los cargos contra él… —Fulbert observó el semblante de Pitt—. Oh, he herido su sensibilidad. Olvidé cuán puritanas resultan las clases humildes. Únicamente los aristócratas y los golfillos son francos. Mas ahora que lo pienso, quizá seamos los únicos que podamos permitírnoslo. Nosotros, los aristócratas, somos tan arrogantes que nos creemos insustituibles, y los golfillos, por su parte, no tienen nada que perder. ¿Realmente imagina al santurrón de mi hermano saliendo de puntillas del billar para violar a su hermana en el jardín? Que yo sepa, no fue apuñalada con un palo de billar, ¿o sí?

—No, señor Nash —respondió fría y claramente Pitt—. La apuñalaron con un cuchillo largo y afilado.

Fulbert cerró los ojos y Pitt se alegró de haberlo herido al fin.

—Es repugnante —musitó—. No salí de casa, si es eso lo que quiere saber. Tampoco vi ni oí nada extraño. Pero le aseguro que a partir de ahora estaré más atento. Supongo que baraja la hipótesis de que el asesino sea un demente. ¿Sabe qué es una hipótesis?

—Sí, señor, y por ahora me limito a recoger pruebas. Es demasiado pronto para hipótesis.

Fulbert sonrió.

—Me apuesto dos a uno a que no ha sido un demente. Apuesto a que se trata de uno de nosotros con algún secreto oculto, indecente, que finalmente rompió la pátina civilizada… y la violó. Ella le reconoció y él tuvo que matarla. Examine de cerca la avenida, inspector, obsérvenos muy detenidamente. Pásenos por un colador y cepíllenos con un peine de púas delgadas… y verá la de parásitos y piojos que aparecen. —Sonrió ligeramente y buscó sin pestañear la mirada encendida de Pitt—. Créame, se sorprendería de lo que podría encontrar.

Charlotte estuvo toda la tarde aguardando con ansia el regreso de Pitt. Una vez hubo acostado a Jemima para que durmiera la siesta, se descubrió mirando reiteradas veces el viejo reloj marrón del comedor y acercándose a él para escuchar su leve tictac y cerciorarse de que todavía funcionaba. Era perfectamente consciente de que su comportamiento resultaba ridículo, pues su marido nunca regresaba antes de las cinco, y muchas veces no antes de las seis.

El motivo de su inquietud era Emily, evidentemente. Emily estaba embarazada de su primer hijo y Charlotte sabía por experiencia que los primeros meses solían ser muy difíciles. No sólo se sentía una inseguridad natural ante el nuevo estado, sino que también estaban las náuseas y las depresiones irracionales.

Nunca había estado en Paragon Walk. Emily, como es natural, la había invitado, pero Charlotte dudaba de que la invitación fuera realmente sincera. Ya de adolescentes, cuando Sara todavía vivía y residían en Cater Street con sus padres, la falta de tacto de Charlotte constituía un lastre social. Mamá le había encontrado numerosos jóvenes que le convenían, pero Charlotte, a diferencia de las demás chicas, había carecido de ambiciones que la obligaran a refrenar la lengua e intentar impresionar. Emily, evidentemente, quería a su hermana, pero sabía que no se sentiría cómoda en Paragon Walk. No podía permitirse vestimenta adecuada y las labores domésticas absorbían todo su tiempo. No estaba al tanto de los chismorreos, y la gente no tardaría en percibir que su vida era enteramente diferente.

Pero ahora deseaba ir, comprobar por sí misma que Emily estaba bien y que el horrible crimen no la tenía atemorizada. Además, su hermana siempre podía quedarse en casa o salir en pleno día acompañada de un sirviente. Mas ahí no residía el verdadero temor. Charlotte se resistía a recordar, a pensar.

Eran más de las seis cuando finalmente oyó la puerta. Soltó las patatas que estaba colando en el fregadero y volcó la sal y la pimienta sobre el canto de la mesa en su prisa por recibir a Pitt.

—¿Cómo está Emily? —preguntó—. ¿La has visto? ¿Has descubierto quién mató a esa chica?

Pitt la estrechó en un fuerte abrazo.

—No, claro que no. Apenas he comenzado la investigación. Y sí, he visto a Emily y está bien.

—¿No has descubierto nada? —exclamó Charlotte, desasiéndose del abrazo—. Pero por lo menos sabrás que George no tuvo nada que ver, ¿verdad?

Pitt se dispuso a contestar, pero ella vio la vacilación en sus ojos antes de que él pudiera encontrar las palabras.

—¡No lo sabes! —espetó Charlotte con tono acusatorio. Fue consciente de ello y lo lamentó, pero no había tiempo para disculpas—. ¿Por qué no le preguntaste dónde estuvo?

Pitt apartó suavemente a su mujer y se sentó a la mesa.

—Lo hice —dijo—. Pero todavía no he tenido tiempo de comprobar su declaración.

—¿Comprobar? —Estaba muy cerca de él—. ¿Por qué? ¿Acaso no le crees? —Entonces comprendió que estaba siendo injusta. Pitt no podía permitirse creer o dejar de creer, y en cualquier caso la credibilidad no era lo que ella necesitaba, y tampoco Emily—. Lo siento. —Le acarició el hombro y sintió su dureza a través de la capa. Luego regresó al fregadero y recogió las patatas. Procuró que su voz sonara despreocupada, pero surgió ridículamente chillona—. ¿Dónde dijo que estuvo?

—En su club. No recuerda cuánto tiempo estuvo allí o qué otros clubes visitó exactamente.

Con gesto mecánico, Charlotte procedió a servir en un plato las patatas, la col troceada y el pescado que tan cuidadosamente había horneado en salsa de queso, una receta que había aprendido con éxito no hacía mucho. Ahora observaba su obra maestra sin interés. Era absurdo estar asustada. Tal vez George pudiese demostrar dónde había estado exactamente todo ese tiempo, pero ella había oído hablar de los clubes masculinos, de sus juegos y sus conversaciones, de la gente que bebía sin parar o incluso dormía. ¿Qué socio era capaz de recordar quién había estado allí en un momento dado o incluso en una noche dada? ¿En qué se diferenciaba una noche de otra para poder recordarla sin titubeos?

No pensaba que George hubiese matado a la muchacha, ni mucho menos, pero sabía por experiencia cuán dañina podía ser la sospecha. Si George decía la verdad y Emily no le creía sin titubeos, se sentiría ofendido. Pero si había omitido parte de la verdad, si había dejado algo fuera, como un flirteo, una fiesta alocada, un exceso en la bebida, entonces se sentiría culpable. Una mentira conduciría a otra, y Emily estaría cada vez más confusa y quizá al final acabaría sospechando de su marido. La verdad podía estar llena de cosas desagradables. La revelación de esos pequeños engaños que hacían la vida más fácil y te permitían no ver aquello que preferías no saber podía causar un dolor imprevisible.

—Charlotte —dijo Pitt.

Arrancando el temor de su mente, Charlotte acabó de llenar el plato y lo colocó sobre la mesa, delante de él.

—¿Sí? —preguntó ella con aire inocente.

—Déjalo ya.

Era imposible engañar a Pitt siquiera con la mente. Pitt podía leerle el pensamiento con facilidad. Charlotte se sentó a la mesa con su plato.

—Harás lo posible por demostrar que no fue George, ¿verdad?

Pitt alargó una mano por encima de la mesa y acarició la de su esposa.

—Por supuesto. Haré todo lo posible sin que parezca que sospecho de él.

Charlotte no había reparado en ese detalle. Claro, si perseguía a George en primer lugar, sólo conseguiría empeorar las cosas. Emily pensaría… Oh, cielos, sólo Dios sabía lo que Emily pensaría.

—Iré a ver a Emily. —Clavó el tenedor en una patata y la troceó más de lo normal, como si ya estuviera comiendo en Paragon Walk—. Me ha invitado varias veces. —Comenzó a pensar cuál de sus vestidos resultaba más apropiado para la ocasión. Si iba por la mañana, el gris oscuro sería suficiente. La muselina era de calidad y el corte podía pasar aunque fuese del año anterior—. Después de todo, alguien de nosotros debe ir, y mamá está demasiado ocupada con la enfermedad de la abuela. Creo que es una idea excelente.

Pitt no contestó. Sabía que Charlotte estaba hablando sola.