El inspector Pitt miró a la muchacha y le embargó una abrumadora sensación de pérdida. No la había conocido en vida, pero imaginó y valoró todas las cosas que había perdido.
Con apenas diecisiete años, era delicada y poseía una hermosa melena castaña. Tendida sobre la mesa blanca del depósito de cadáveres, parecía tan frágil que Pitt supuso que podía quebrarse sólo con tocarla. En sus brazos se apreciaban las magulladuras sufridas durante el forcejeo.
Iba vestida con un elegante traje de seda azul, y una cadena de oro y perlas adornaba su cuello. Cosas que él jamás podría permitirse. Cosas bonitas pero banales ante la muerte, que sin embargo desearía poder ofrecer a Charlotte.
El recuerdo de Charlotte, segura y cómoda en casa, le provocó un nudo en el estómago. ¿Amaba algún hombre a esa muchacha como él amaba a Charlotte? ¿Alguien en ese momento sentía que había perdido todo aquello que representaba la inocencia, la luz, la dulzura? ¿Sentía alguien que con la aniquilación de aquel frágil cuerpo le habían arrebatado la risa?
Se obligó a mirarla de nuevo pero sus ojos evitaron la herida en el pecho, el torrente de sangre ahora coagulada y espesa. La cara, pálida, carecía de expresión, ya no había en ella sorpresa ni horror. Estaba algo demacrada.
La muchacha había vivido en Paragon Walk, un barrio rico y elegante e indudablemente ocioso. Pitt no tenía nada en común con ella. Él había trabajado desde el día que abandonó la finca donde estaba empleado su padre, sin más equipaje que una caja de cartón con un peine y una camisa limpia, y una educación compartida con el hijo de la casa. Había conocido la pobreza y la desesperación que hervían justamente detrás de las calles y plazas elegantes de Londres, cosas que aquella muchacha jamás habría imaginado.
Con una mueca de disgusto, recordó el semblante horrorizado de Charlotte la primera vez que se las describió, cuando él no era más que el policía que investigaba los asesinatos de Cater Street, y ella una de las hijas de la casa Ellison. A los padres de Charlotte les había aterrado el mero hecho de recibirlo en la casa, y ya no digamos dirigirse a él socialmente. Charlotte había demostrado un gran valor casándose con él, y al recordarlo el cariño embargó de nuevo a Pitt y sus dedos se aferraron al canto de la mesa.
Contempló una vez más la cara de la joven, furioso por la pérdida, por las experiencias que ya nunca tendría, por las oportunidades desvanecidas.
Desvió la mirada.
—Ayer noche, una vez hubo oscurecido —explicó sombríamente el agente que estaba a su lado—. Un caso horripilante. ¿Conoce Paragon Walk, señor? Un barrio de clase muy alta, se lo aseguro. Toda esa zona lo es.
—Sí —respondió Pitt.
Por supuesto que lo conocía. Era parte de su distrito. No añadió que conocía especialmente Paragon Walk porque allí residía la hermana de Charlotte. Ésta se había casado con un hombre de clase inferior a la suya, mientras que Emily lo había hecho con uno de clase superior y era ahora lady Ashworth.
—No es el tipo de crimen que cabría esperar en un barrio como ése —prosiguió el agente, y expresó su desaprobación con un leve chasquido de la lengua—. No sé adónde iremos a parar. Primero el general Gordon, muerto a manos de aquel bruto en enero, y ahora tenemos violadores en un lugar como Paragon Walk. Es espeluznante. Pobre muchacha. Parece inocente como un corderito, ¿no cree? —La miró con tristeza.
Pitt se volvió hacia el agente.
—¿Ha dicho violada?
—Sí, señor. ¿No se lo dijeron en comisaría?
—No, Forbes, no lo hicieron —repuso Pitt con una brusquedad involuntaria, como si intentara ocultar la nueva desgracia—. Sólo me hablaron de asesinato.
—Oh, también la han asesinado —observó razonablemente Forbes—. Pobre criatura. —Sorbió—. Supongo, inspector, que querrá visitar Paragon Walk y hablar con toda esa gente.
—Sí —dijo Pitt, disponiéndose a partir.
Ahí ya no podía hacer nada. El arma del crimen era obvia: un cuchillo de hoja larga y afilada, de dos centímetros y medio de ancho como mínimo. Sólo había una herida.
—Bien. —Forbes siguió a Pitt escaleras arriba con pasos pesados y sonoros.
Una vez fuera, Pitt respiró el aire estival. Los árboles habían echado todas sus hojas y a las ocho de la mañana ya hacía calor. Un coche de caballos descapotado chacoloteó al final de la calle y un joven recadero se dirigía silbando hacia su destino.
—Iremos a pie —dijo Pitt, emprendiendo la marcha a grandes zancadas, con el sombrero encasquetado y la capa ondeando al viento.
Forbes se vio obligado a apretar el paso para no rezagarse, y mucho antes de que llegaran a Paragon Walk ya resollaba y se lamentaba de que le hubiese tocado trabajar justamente bajo las órdenes de Pitt.
Paragon Walk, un paseo sumamente elegante construido en tiempos de la Regencia, se erigía frente a un parque de macizos florales y árboles decorativos, formando una suave curva de unos mil metros. Envuelta por el sol, era una mañana blanquecina y silenciosa, y no se veía a nadie en la calle, ni siquiera un mayordomo o un ayudante de jardinero. Claro, la voz sobre la tragedia había corrido. En las cocinas y despensas se formarían corrillos y en los pisos de arriba se harían observaciones incómodas en las mesas del desayuno.
—Fanny Nash —dijo Forbes cuando su superior se detuvo y pudo recuperar el aliento.
—¿Cómo?
—Fanny Nash, señor —repitió Forbes—. Así se llamaba la muchacha.
—Ah, comprendo.
Por un instante, la sensación de pérdida le invadió de nuevo. Ayer, a esa misma hora, la muchacha estaba viva detrás de una de aquellas ventanas, probablemente decidiendo qué vestido ponerse, indicando a su doncella qué complementos extender para ella, planificando el día, a quién visitar, qué chismorreos contar, qué secretos guardar. Era el comienzo de la temporada social londinense. ¿Qué sueños, tan sólo hacía unas horas, habían colmado sus expectativas?
—Número cuatro —dijo Forbes a su espalda.
Pitt maldijo en silencio el espíritu práctico de Forbes, aunque sabía que estaba siendo injusto. Se hallaban en un mundo desconocido para el agente, más extraño que los barrios bajos de París o Burdeos. Forbes estaba acostumbrado a mujeres sencillas que trabajaban de la mañana a la noche, a familias numerosas que vivían hacinadas en habitaciones minúsculas impregnadas de olor a comida, a la práctica íntima de pecados y placeres. No podía ver a esas personas como sus iguales, bajo aquellas prendas costosas y aquellos modales rígidos y afectados. Ajenas a la disciplina del trabajo, habían inventado la disciplina de la etiqueta hasta convertirla en un patrón igualmente implacable. Pero Forbes no podía entenderlo.
Pitt sabía que, como policía, se esperaba de él que entrara por la puerta de servicio, pero no iba a comenzar ahora un hábito que había rechazado toda su vida.
El mayordomo que le abrió la puerta se mostró severo y estirado. Contempló a Pitt con antipatía distante, si bien la arrogancia de su mirada quedaba ligeramente mermada por el hecho de que Pitt era varios centímetros más alto.
—Soy el inspector Pitt de la policía —dijo con seriedad—. ¿Puedo hablar con el señor y la señora Nash? —Pitt dio por sentado que así era y se dispuso a entrar, pero el mayordomo no se movió.
—El señor Nash no está en casa. Veré si la señora Nash puede recibirle —repuso secamente, y retrocedió medio paso—. Puede esperar en el vestíbulo.
Pitt miró en derredor. La casa era más grande de lo que aparentaba. Una amplia escalera desembocaba en sendos rellanos, uno a cada lado, y el vestíbulo abrigaba media docena de puertas. Había aprendido algo de arte cuando trabajaba en la sección de rescate de objetos robados, y estimó que los cuadros de las paredes eran de considerable valor aunque demasiado convencionales para su gusto. Él prefería la escuela moderna, más impresionista, de líneas imprecisas, de cielos y aguas fundidos en una luz nebulosa. Pero había un retrato, del estilo de Burne-Jones, que atrajo su atención no por el autor sino por el personaje, una mujer de excepcional belleza, orgullosa, sensual y deslumbrante.
—¡Caray! —exclamó sorprendido Forbes, y Pitt comprendió que el agente jamás había estado en una casa como ésa, exceptuando, quizá, el comedor del servicio. Temió que la rudeza de Forbes pusiera a ambos en evidencia o incluso entorpeciera el interrogatorio.
—Forbes, ¿por qué no visita a la servidumbre e intenta averiguar algo? —sugirió—. Tal vez algún mayordomo o una criada estuvo fuera ayer noche. La gente no se da cuenta de lo mucho que es capaz de percibir.
Forbes titubeó. Una parte de él deseaba quedarse y examinar ese nuevo mundo, no verse excluido del mismo, pero otra parte quería dirigirse a un entorno más familiar y hacer un trabajo en el que se sintiera seguro. La duda fue breve y terminó con naturalidad.
—¡Muy bien, señor, así lo haré! Y quizá visite otras casas. Como bien dice, la gente ignora lo que ha visto hasta que se la obliga a pensar, ¿verdad?
Cuando el mayordomo regresó, condujo a Pitt hasta la sala de estar y se marchó. Jessamyn Nash tardó cinco minutos en aparecer. Pitt la reconoció de inmediato. Era la mujer del retrato, aquellos ojos grandes y directos, aquella boca, el brillo de aquel cabello suave y espeso como los campos en verano. Ahora vestía de negro, hecho que no mermaba su esplendor. Caminaba con porte erguido y el mentón elevado.
—Buenos días, señor Pitt. ¿Qué desea preguntarme?
—Buenos días, señora. Siento molestarla en circunstancias tan desgraciadas…
—Sé que es necesario, no tiene que excusarse. —La mujer cruzó la habitación con gracia exquisita. No se sentó, y tampoco ofreció asiento al inspector—. Naturalmente, tiene que averiguar qué le ocurrió a la pobre Fanny. —Su rostro palideció por un instante—. No era más que una niña, muy inocente… muy joven.
La misma impresión que él había tenido, la de una juventud extrema.
—Lo lamento —dijo Pitt con voz queda.
—Gracias.
Por la voz, ignoraba si la mujer realmente sabía que lo decía de corazón o si interpretaba su condolencia como un cumplido, como una frase que se pronuncia por mero formalismo. Le hubiera gustado reafirmarla en lo primero, pero en cualquier caso poco podían importarle los sentimientos de un policía.
—Cuénteme qué ocurrió.
Pitt examinó la espalda de la mujer, que se había vuelto hacia la ventana. De figura esbelta y hombros delicadamente suaves bajo la seda, su voz resultaba impávida, como si estuviera repitiendo un texto ensayado.
—Ayer noche yo estaba en casa. Fanny era hermanastra de mi marido y vivía con nosotros, como imagino que ya sabe. Sólo tenía diecisiete años. Estaba comprometida con Algernon Burnon, pero el matrimonio no iba a celebrarse hasta dentro de tres años, cuando ella cumpliera los veinte.
Pitt guardó silencio. Raras veces interrumpía. La más trivial observación podía, con el tiempo, significar algo, aunque sólo fuera la revelación involuntaria de un sentimiento. Y quería saberlo todo sobre Fanny Nash. Quería saber cómo la veían los demás, qué había significado para ellos.
—… quizá le parezca un noviazgo demasiado largo —estaba diciendo Jessamyn—, pero Fanny era muy joven. Creció sola, ¿comprende? Mi suegro se casó por segunda vez. Fanny es… era veinte años menor que mi marido. Parecía que nunca iba a crecer, y no porque fuera tonta. —Jessamyn vaciló y él observó que sus largos dedos acariciaban nerviosamente una figurilla de porcelana que había sobre la mesa—. Simplemente era… —titubeó, buscando la palabra— ingenua… inocente.
—¿Tenía previsto vivir aquí, con usted y su marido, hasta el día de su boda?
—Sí.
—¿Por qué?
Jessamyn se volvió y miró con asombro al inspector. Sus ojos azules eran increíblemente fríos y estaban secos.
—Su madre murió. Como es natural, le ofrecimos nuestra casa. —Esbozó una sonrisa breve y helada—. Las muchachas de buena familia no viven solas, señor… lo siento… he olvidado su nombre.
—Pitt, señora —respondió él con igual frialdad. Le sorprendía que después de tantos años todavía fuera capaz de ofenderse. Intentó ocultarlo y sonrió para sus adentros. Charlotte se hubiera puesto furiosa, su lengua habría hablado con la misma rapidez con que las palabras surgían en su mente—. Así pues, la chica pudo quedarse a vivir con su padre.
Su tenue ironía debió de suavizarle el semblante, pero ella lo interpretó como una sonrisa arrogante y sus exquisitas mejillas enrojecieron.
—Prefería vivir con nosotros —repuso ella ásperamente—. Es comprensible. Una muchacha no puede ingresar en la temporada social de Londres sin una dama, a ser posible de la familia, que la aconseje y acompañe. Yo me alegraba de poder ayudarla. ¿Está seguro de que eso es importante, señor… Pitt? ¿No estará dando rienda suelta a su curiosidad? Me consta que nuestro estilo de vida es desconocido para usted.
Pitt pensó en una respuesta ácida, pero la ira era una reacción irrevocable, y por ahora no le convenía enemistarse con aquella mujer.
Hizo una mueca.
—Es posible que no tenga relación con el caso. Por favor, prosiga con su relato de lo ocurrido ayer noche.
Jessamyn se dispuso a hablar, pero de pronto vaciló. Se dirigió a la repisa de la chimenea, abarrotada de fotografías, y entonces sí prosiguió con el mismo tono inexpresivo.
—Fanny pasó un día absolutamente normal. No tenía asuntos domésticos que atender, pues yo me encargo de eso. Por la mañana escribió varias cartas, consultó su agenda y acudió a una cita con la modista. Comió en casa y por la tarde cogió el coche y fue a visitar a unas amigas. Mencionó sus nombres, pero los he olvidado. Se trata siempre de la misma gente, y en cualquier caso lo que verdaderamente importa es no olvidarse de la identidad de uno mismo. Quizá el cochero pueda decírselo. Cenamos en casa con lady Pomeroy, una mujer desagradable pero una obligación familiar… usted quizá no puede entenderlo.
Pitt controló la expresión de su cara y observó a Jessamyn con formal interés.
—Fanny se marchó pronto —prosiguió ella—. Todavía le falta habilidad para las relaciones sociales. ¡A veces pienso que es demasiado joven para la temporada social! He intentado formarla, pero es muy torpe. Carece del talento natural de la inventiva. La más simple de las evasivas supone un tormento para ella. Fue a devolver un libro a lady Cumming-Gould, o al menos eso dijo.
—¿Y usted no lo cree? —preguntó Pitt.
Jessamyn parpadeó ligeramente, pero Pitt no supo interpretarlo. Charlotte lo hubiera hecho por él, pero no estaba allí.
—De hecho, creo que eso es exactamente lo que hizo —repuso Jessamyn—. Como ya he intentado explicarle, señor… señor… —Agitó una mano con impaciencia—. La pobre Fanny no sabía engañar. Era inocente como una niña.
Pitt no hubiera descrito a los niños como seres inocentes. Indiscretos, tal vez, pero en su opinión la mayoría poseía la astucia natural de un armiño y la terquedad de un prestamista, aunque ciertamente algunos eran bendecidos con el más dulce de los rostros. Era la tercera vez que Jessamyn hacía referencia a la inmadurez de Fanny.
—En fin, siempre puedo preguntar a lady Cumming-Gould —respondió Pitt con una sonrisa que esperaba resultara tan ingenua como la de Fanny.
Jessamyn se volvió bruscamente alzando uno de sus delicados hombros, como si la cara del inspector le hubiese recordado a qué categoría social pertenecía.
—Finalmente lady Pomeroy se marchó y yo estaba sola… —La voz de Jessamyn flaqueó y por primera vez aparentó que iba a perder la serenidad—. Cuando Fanny regresó. —Trató de no tragar saliva, pero no lo consiguió—. Fanny llegó y se derrumbó en mis brazos. Ignoro de dónde sacó fuerzas la pobre criatura para llegar hasta aquí. Fue asombroso. Murió instantes después.
—Lo siento.
Jessamyn miró al inspector con semblante inexpresivo, como si estuviera dormida. Entonces recorrió con una mano la falda de tafetán grueso, llevada tal vez por el recuerdo de la sangre de la chica.
—¿Dijo algo? —preguntó él con suavidad.
—No, señor Pitt. Estaba casi muerta cuando llegó a casa.
El inspector se volvió ligeramente para contemplar las puertaventanas.
—¿Entró por ahí? —Era la única entrada posible si el mayordomo no había reparado en Fanny, y, a pesar de todo, parecía natural preguntarlo.
Jessamyn experimentó un breve estremecimiento.
—Sí.
Pitt se acercó y miró por el cristal. El césped era apenas una franja rodeada de arbustos de laurel, con un camino herbáceo al fondo. Un muro separaba el jardín del siguiente. Sabía que para cuando hubiese resuelto el caso, conocería cada vista y cada rincón de todas aquellas casas. A menos que existiese una respuesta sencilla, patética, pero por ahora no lo parecía. Se volvió hacia su anfitriona.
—¿Está el jardín conectado de algún modo con los demás jardines de la avenida? ¿Quizá hay una verja o una puerta en el muro?
Jessamyn miró a Pitt sin comprender.
—Sí, pero dudo que Fanny hubiese elegido ese camino para regresar. Estaba en casa de lady Cumming-Gould.
Ordenaría a Forbes que rastreara todos los jardines en busca de rastros de sangre. Una herida de esa envergadura tenía que dejar alguna mancha. Tal vez hallara ramas rotas o huellas en la tierra o el césped.
—¿Dónde vive lady Cumming-Gould?
—Con lord y lady Ashworth. Creo que es tía de él. Ha venido para la temporada social.
Con lord y lady Ashworth. De modo que Fanny Nash había estado en casa de Emily la noche que fue asesinada. Pitt recordó con un escalofrío la primera vez que vio a Charlotte y a Emily, en Cater Street, cuando investigaba los asesinatos del verdugo. La gente estaba atemorizada y miraba con recelo a los amigos, e incluso a la familia. Despertaron sospechas que, de otro modo, habrían permanecido dormidas toda la vida. Viejas relaciones se tambalearon y quebraron a causa de la tensión. Ahora, la violencia y los secretos obscenos y desagradables rondaban de nuevo, quizá dentro de la propia casa. Volverían las mismas pesadillas, las frías preguntas que se temía incluso pensar pero que no se podían acallar.
—¿Están conectados los jardines entre sí? —preguntó Pitt con cautela, desterrando de su mente la bruma y el miedo de Cater Street—. ¿Pudo Fanny regresar por ese camino? Hacía una noche agradable.
Jessamyn le miró ligeramente sorprendida.
—No lo creo probable, señor Pitt. Llevaba un vestido de noche, no unas mallas. Se fue y regresó por la calle. Y allí debió de abordarla algún demente.
A Pitt le asaltó la absurda idea de preguntarle cuántos dementes vivían en Paragon Walk, pero quizá Jessamyn ignoraba que en la noche de la tragedia, en un extremo de la avenida, incontables cocheros aguardaban a que sus señores salieran de una fiesta, mientras un policía de servicio deambulaba por el otro extremo.
Pitt trasladó el peso de su cuerpo de un pie a otro y se enderezó.
—En ese caso, será mejor que vaya a casa de lady Cumming-Gould. Gracias, señora Nash. Espero que podamos resolver pronto el caso y no tengamos que importunarla demasiado.
—Yo también lo espero —convino ella con fría formalidad—. Buenos días.
En casa de los Ashworth, Pitt fue conducido hasta el gabinete por un mayordomo cuyo rostro era el reflejo de un difícil dilema. Tenía ante él a un hombre que decía pertenecer a la policía, por consiguiente un indeseable, y que no se encontraba allí sólo por una cuestión de tolerancia, por una desagradable necesidad derivada de la reciente tragedia. Mas ese mismo hombre, por insólito que pareciese, también era el cuñado de lady Ashworth. Eso era exactamente lo que ocurría cuando la gente se casaba con alguien de inferior condición social. El mayordomo optó finalmente por una conducta educada pero altiva y partió en busca de lord Ashworth. Pitt estaba demasiado divertido con el apuro del hombre para molestarse. Pero cuando la puerta se abrió, no fue George quien apareció sino Emily. Había olvidado cuán encantadora podía ser su cuñada y al mismo tiempo cuán diferente de Charlotte. Emily era hermosa, esbelta y vestía a la última moda y con elegancia. Mientras que Charlotte era desastrosamente franca, Emily era demasiado práctica para hablar sin detenerse a pensar primero, y podía resultar deliciosamente taimada cuando se lo proponía, siempre y cuando existiese una buena causa. Y generalmente veía en la alta sociedad una causa irreprochable. Era capaz de mentir sin experimentar el mínimo temblor.
Entró y cerró la puerta tras de sí, mirando fijamente a Pitt.
—Hola, Thomas —saludó con tristeza—. Has venido por el asunto de la pobre Fanny, ¿no es así? Me alegro de que te hayan asignado el caso. He estado dándole vueltas al asunto, tratando de encontrar algo que pueda ser de ayuda, como hicimos en Callander Square. —Emily elevó el tono de voz—. Charlotte y yo fuimos muy hábiles entonces. —Bajó nuevamente el tono y su rostro se entristeció—. Pero aquello era diferente. No conocíamos a la gente ni a las víctimas. Cuando no se conoce a la víctima, se sufre menos. —Suspiró—. Por favor, Thomas, siéntate. Tu estatura me pone nerviosa. ¿Cuándo cambiarás de abrigo? Tendré que hablar con Charlotte al respecto. Te deja salir a la calle sin… —Examinó a su cuñado de arriba abajo y decidió no insistir.
Pitt se mesó el pelo, empeorando las cosas.
—¿Conocías bien a Fanny Nash? —preguntó, abarcando todo el sofá con los faldones de su abrigo y sus largos brazos.
—No. Y aunque me dé apuro decirlo, no me agradaba especialmente. —Emily puso cara de disculpa—. Era más bien… sosa. Jessamyn, en cambio, es divertidísima. Una parte de mí no la soporta y está siempre pensando qué hacer para fastidiarla.
Pitt sonrió. Había tantas reminiscencias de Charlotte en su cuñada que no podía evitar simpatizar con ella.
—Pero Fanny era demasiado joven —concluyó él—. Demasiado ingenua.
—Desde luego. Casi resultaba insípida. —El semblante de Emily se llenó de compasión y azoramiento, pues por un momento se había olvidado de las circunstancias de su muerte—. Fanny era la última criatura en el mundo que hubiera inducido a un acto tan abominable. Quienquiera que lo haya hecho es un enfermo. Debes apresarlo, Thomas, por Fanny… y por todos nosotros.
Muchas respuestas se agolparon en la mente de Pitt, respuestas tranquilizadoras sobre gente extraña y vagabundos que ya habían huido, pero todas se disipaban antes de ser articuladas. Era muy probable que el asesino viviera o trabajara en Paragon Walk. Ni el policía de servicio que hacía la ronda por un extremo de la avenida ni los sirvientes que aguardaban a sus señores al otro lado habían visto pasar a nadie. No era la clase de barrio donde la gente pasaba inadvertida. Lo más probable es que se tratara de un cochero o un mayordomo ebrio que se había dejado llevar por un impulso absurdo, quizá cuando ella amenazó con gritar, y provocado un crimen espantoso.
Pero no era el crimen en sí lo que atemorizaba al vecindario, sino la inminente investigación y la sospecha de que tal vez no había sido un mayordomo, sino algún caballero de la avenida, un caballero de naturaleza violenta y obscena bajo la impecable superficie que todos conocían. Y las investigaciones policiales desvelaban no sólo los grandes crímenes, sino también pequeños pecados, las bajezas y los engaños que tanto herían.
Mas no había necesidad de mencionarlo, pues Emily, pese a su título y al aplomo de que hacía gala, seguía siendo la muchacha que se había mostrado tan vulnerable en Cater Street cuando vio a su padre aterrorizado y destrozado.
—Lo harás, ¿verdad? —La voz de Emily interrumpió los pensamientos de Pitt, exigiendo una respuesta. Se hallaba en medio de la sala, con la mirada clavada en su cuñado.
—Habitualmente lo hacemos.
Era lo mejor que podía decir con franqueza. Y aunque hubiese querido, de poco le habría servido mentir a Emily. Como tantas personas prácticas y ambiciosas, su cuñada era agudamente perceptiva. Dominaba el arte de las mentiras piadosas y las leía en los demás como si fueran un libro abierto.
Pitt regresó al motivo de su visita.
—Vino a verte por la noche, ¿verdad?
—¿Fanny? —Emily abrió ligeramente los ojos—. Sí. Vino a devolver un libro o algo parecido a tía Vespasia. ¿Quieres hablar con ella?
El inspector no dejó escapar la oportunidad.
—Sí, por favor. Y quiero que estés presente. Si tu tía se acongoja, podrás consolarla. —Pitt se imaginaba una anciana de buena cuna con tendencia a los vahídos.
Emily rio por primera vez.
—¡Querido Thomas! —exclamó, cubriéndose la boca con una mano—. ¡Tú no conoces a tía Vespasia! —Y recogiéndose los faldones caminó hasta la puerta—. Pero ten por seguro que estaré presente. ¡Es justamente lo que necesito!
George Ashworth era un hombre atractivo, de ojos audaces y oscuros y cabello espeso, pero su tía le superaba con creces. Vespasia tenía más de setenta años, pero su rostro todavía exhibía los retazos de una belleza deslumbrante: huesos fuertes, mejillas altas y alargadas, nariz recta. Llevaba el cabello blanco azulado recogido sobre la cabeza y lucía un vestido de seda burdeos. Se detuvo en el umbral y observó a Pitt durante unos segundos. Luego entró en la sala y, alzando sus impertinentes, le examinó de más cerca.
—No veo nada sin estas malditas lentes —refunfuñó, y bufó muy suavemente, como un caballo de la mejor raza—. Extraordinario —resopló—. ¿De modo que usted es policía?
—Sí, señora. —Por un instante, ni el propio Pitt supo qué decir. Por encima de su hombro divisó el semblante divertido de Emily.
—¿Qué está mirando? —preguntó secamente Vespasia—. Nunca visto de negro, no me favorece. Lleve siempre el color que le favorezca, independientemente de las circunstancias. No ceso de repetírselo a Emily, pero se niega a escucharme. Paragon Walk espera de ella que vaya de luto, por eso lo hace. Menuda estupidez. No permita que los demás esperen que haga algo que usted no desea hacer. —Se sentó en un sofá y miró fijamente a Pitt, con sus cejas delgadas y grises levemente enarcadas—. Fanny vino a verme la noche que fue asesinada. Supongo que lo sabe y por eso ha venido.
Pitt tragó saliva y trató de recobrar el aplomo.
—Así es, señora. ¿A qué hora vino?
—No tengo idea.
—Por lo menos tendrás una idea aproximada, tía Vespasia —intervino Emily—. Fue después de la cena.
—Si digo que no tengo idea, Emily, quiero decir que no tengo idea. Jamás miro los relojes. Me traen sin cuidado. Cuando se llega a mi edad, el tiempo pierde importancia. Había oscurecido, si eso le sirve de algo.
—De mucho, gracias. —Pitt calculó con rapidez. Debió de ocurrir después de las diez, dada la época del año. Y Jessamyn Nash había ordenado al mayordomo que avisara a la policía poco antes de las once menos cuarto—. ¿Por qué vino Fanny a verla, señora?
—Para huir de una invitada que tenían a cenar, una persona extremadamente aburrida —respondió Vespasia—. Eliza Pomeroy. La conozco desde que era niña, y ya entonces resultaba aburrida. Le gusta hablar de los achaques de los demás. ¿A quién le importa eso? ¡Cada uno ya tiene bastante con los suyos!
Pitt contuvo una sonrisa y no se atrevió a mirar a Emily.
—¿Se lo dijo ella? —inquirió.
Vespasia consideró la posibilidad de mostrarse paciente con el inspector —porque era un pobre tonto—, pero enseguida la rechazó, hecho que se reflejó claramente en su cara.
—¡No sea absurdo! —repuso con brusquedad—. Fanny era una criatura de educación mediocre, ni lo bastante buena ni lo bastante mala para ser franca. Dijo que venía a devolver un libro o algo parecido.
—¿Tiene el libro? —Pitt ignoraba qué le había impulsado a formular esa pregunta, salvo la costumbre de comprobar cada detalle. Estaba casi seguro de que el libro carecía de importancia.
—Eso creo —respondió ella ligeramente sorprendida—, aunque nunca espero recuperar los libros que presto, de modo que no estoy segura. Fanny era una muchacha sincera. Carecía de la imaginación necesaria para mentir con convicción, y era una de esas criaturas sosegadas que conocen sus propias limitaciones. Le hubiera ido bien en la vida, a salvo de pretensiones o rencores.
El humor y la afabilidad se desvanecieron tan inopinadamente como el sol en invierno.
Pitt se vio en la obligación de hablar, pero su voz sonó lejana y vacua.
—¿Dijo si pensaba visitar a alguien más?
—No —respondió solemnemente—. Estuvo aquí el tiempo justo para conseguir su propósito. Si Eliza Pomeroy seguía en casa de los Nash, Fanny podría disculparse y retirarse a su habitación sin ser descortés. Por su conversación antes de marcharse, deduje que su intención era irse directamente a casa.
—Se marchó después de las diez —confirmó Pitt—. ¿Cuánto tiempo estima que estuvo aquí?
—Algo más de media hora. Llegó cuando oscurecía y partió cuando ya era noche cerrada.
Por tanto, aproximadamente desde las diez menos cuarto hasta las diez y cuarto, pensó Pitt. Fanny tenía que haber sido agredida durante el corto trayecto de vuelta a casa. Paragon Walk estaba formado por grandes residencias de amplias fachadas, calzadas para los coches y arbustos frondosos capaces de ocultar a una persona. Con todo, sólo había tres casas entre la de Emily y la de los Nash. Fanny no podía haber estado en la calle más de unos minutos, a menos que hubiese llamado a otra puerta.
—¿Estaba prometida a Algernon Burnon? —La mente de Pitt buscaba posibilidades.
—Una elección adecuada —opinó Vespasia—. Un joven agradable y de medios bastante aceptables. Sus costumbres son sobrias y sus modales buenos, aunque es un poco aburrido.
Pitt se preguntó hasta qué punto la sobriedad podía atraer a una Fanny de diecisiete años.
—¿Sabe si alguien más la admiraba en especial? —Pitt esperó dejar traslucir el significado real de aquel eufemismo.
Vespasia miró al inspector con leve ceño y Pitt advirtió en Emily una mueca de dolor.
—No sé de nadie, señor Pitt, que sintiera por Fanny emociones capaces de provocar la tragedia de ayer noche, si eso trata de insinuar.
Emily cerró los ojos y se mordió el labio para reprimir la risa.
Pitt comprendió que había incurrido justamente en el tipo de lenguaje que la anciana despreciaba, y ambas mujeres lo sabían. Ahora debía evitar resarcirse en exceso.
—Gracias, lady Cumming-Gould —dijo, levantándose—. Estoy seguro de que si recuerda algo que pueda sernos de ayuda, nos lo hará saber. Gracias, lady Ashworth.
Vespasia asintió ligeramente con la cabeza y se permitió una tenue sonrisa. Emily abandonó su puesto de detrás del sofá y rodeó la mesa para tender ambas manos a su cuñado.
—Da un abrazo a Charlotte de mi parte. Iré a verla tan pronto como lo peor de este asunto haya pasado. Quizá no dure mucho.
—Espero que no. —Pitt acarició suavemente la mano de su cuñada, mas no creía que el caso fuera a resultar breve o fácil. Las investigaciones no eran agradables, y muy raras veces las cosas volvían a ser como antes. Siempre había sufrimiento.
Pitt visitó varias residencias de Paragon Walk y encontró en casa a Algernon Burnon, a lord y lady Dilbridge, los anfitriones de la fiesta, a la señora Selena Montague, una viuda muy atractiva, y a las señoritas Horbury. A las cinco y media abandonó el tranquilo y señorial barrio y regresó a la destartalada comisaría de policía. A las siete estaba frente al portal de su casa. La fachada era estrecha y estaba en buen estado, pero no tenía calzada para los coches de caballos ni árboles, sólo un peldaño impoluto y una verja de madera que conducía al jardín trasero.
Abrió la puerta con su llave y, al momento, la burbuja de placer que le subía cada vez que entraba en casa estalló cálidamente en su interior, y se dio cuenta de que estaba sonriendo. La violencia y el peligro se desvanecieron.
—¿Charlotte?
Oyó ruido de cacharros y su sonrisa se amplió. Avanzó por el pasillo y se detuvo en el umbral de la cocina. Charlotte estaba de rodillas sobre el impecable suelo, viendo cómo las tapas de dos cacerolas se alejaban rodando por debajo de la mesa. Vestía un traje sencillo y un delantal blanco, y su brillante cabello caoba escapaba del moño en largas hebras. Alzó la vista e hizo una mueca mientras se abalanzaba infructuosamente sobre las tapas. Pitt se inclinó y las recogió con una mano al tiempo que tendía la otra. Charlotte la cogió y Pitt la atrajo hacia sí. Mientras ella se relajaba en sus brazos, dejó las tapas sobre la mesa. Era agradable sentirla, percibir el calor de su piel y de su boca.
—¿A quién has estado siguiendo hoy? —preguntó Charlotte instantes después.
Pitt le apartó el pelo de la cara.
—Asesinato —dijo suavemente— y violación.
—Oh. —El rostro de Charlotte se tensó, quizá a causa del recuerdo—. Lo siento.
Lo mejor hubiera sido dejarlo ahí, ocultarle que se trataba de alguien a quien Emily conocía, que vivía en su misma calle, pero tarde o temprano había de averiguarlo. Sin duda Emily se lo habría contado. Después de todo, era posible que dieran pronto con el asesino… quizá un mayordomo ebrio.
Con todo, Charlotte ya había reparado en el titubeo de su marido.
—¿Quién era? —preguntó. Su primera suposición fue errónea—. ¿Tenía hijos?
Pitt pensó en la pequeña Jemima, que dormía en la habitación de arriba.
Ella notó una sensación de alivio en el rostro de su marido.
—¿Quién, Thomas? —insistió.
—Una mujer joven, una muchacha…
Charlotte sabía que eso no era todo.
—¿Quieres decir una niña?
—No… tenía diecisiete años. Lo siento, cariño, pero vivía en Paragon Walk, muy cerca de la casa de Emily. Vi a tu hermana esta tarde. Te envía un abrazo.
Recuerdos de Cater Street, del miedo que finalmente lo envolvió todo, tocando y manchando a todos, afloraron a la conciencia de Charlotte. Mencionó el primer temor que la embargó.
—No creerás que George… tiene algo que ver con esto, ¿verdad?
Pitt la miró sorprendido.
—¡Por Dios, claro que no!
Charlotte regresó al fregadero. Pinchó bruscamente las patatas para ver si estaban cocidas y dos de ellas se partieron. Hubiera deseado blasfemar, pero no podía hacerlo delante de Pitt. Si todavía la consideraba una dama, mantendría su ilusión. Su forma de cocinar era suficiente obstáculo que superar. Todavía estaba lo bastante enamorada de su marido para anhelar su admiración. Su madre le había enseñado a gobernar competentemente la casa y a procurar que todas las tareas se realizaran a la perfección, pero jamás previo que Charlotte se casaría con alguien de clase tan inferior que se vería obligada a encargarse personalmente de la cocina. Había sido una experiencia no exenta de dificultades. Pitt, dicho sea en su honor, pocas veces se había reído de ella y sólo en una ocasión perdió los estribos.
—La cena está casi lista —dijo, trasladando la cacerola al fregadero—. ¿Está Emily bien?
—Eso parece. —Pitt se sentó en el borde de la mesa—. Me presentó a su tía Vespasia. ¿La conoces?
—No. Nosotras no tenemos ninguna tía Vespasia. Será tía de George.
—Pues debería ser tía tuya —dijo él con una sonrisa—. Es exactamente como tú serás cuando tengas setenta u ochenta años.
Atónita, Charlotte soltó la cacerola y se volvió hacia Pitt. El cuerpo de su marido recordaba a un pájaro enorme incapaz de volar, con los faldones de la capa colgando por doquier.
—¿Y no te aterró la idea? —preguntó—. ¡Me sorprende que hayas vuelto a casa!
—Es una mujer maravillosa —rio Pitt—. Me hizo sentir como un completo idiota. Decía exactamente lo que pensaba sin pestañear.
—¡Yo no lo hago sin pestañear! —Se defendió Charlotte—. No puedo evitarlo, pero luego siento remordimientos.
—No los sentirás cuando tengas setenta años.
—Baja de la mesa. Necesito espacio para poner la verdura.
Pitt obedeció.
—¿A quién más has visto? —continuó Charlotte en el comedor, cuando ya habían comenzado a cenar—. Emily suele contarme cosas de la gente de Paragon Walk, pero nunca he estado allí.
—¿Realmente quieres que te hable del asunto?
—¡Por supuesto que sí! —¿Qué necesidad tenía de preguntarlo?—. Si una muchacha ha sido violada y asesinada cerca de casa de Emily, tengo que saberlo todo. ¿No será Jessamyn… no sé qué?
—No. ¿Por qué?
—Emily no la soporta, pero la echaría de menos si no estuviera. Creo que su aversión hacia Jessamyn constituye uno de sus principales entretenimientos. Aunque no debería hablar así de una persona que pudo ser asesinada.
Pitt estaba riendo para sus adentros, y ella lo sabía.
—¿Por qué no? —preguntó él.
Charlotte no lo sabía, pero estaba segura de que su madre habría dicho lo mismo. Optó por no responder. El ataque era la mejor defensa.
—Entonces ¿quién era? ¿Por qué intentas ocultármelo?
—Era la cuñada de Jessamyn Nash, una muchacha llamada Fanny.
De repente, los remilgos parecían fuera de lugar.
—Pobre criatura —repuso quedamente—. Espero que no sufriera y que todo sucediera con rapidez.
—Te equivocas. Me temo que fue violada y luego apuñalada. Consiguió llegar hasta su casa y murió en brazos de Jessamyn.
Presa de un súbito mareo, Charlotte detuvo el tenedor lleno de carne a la altura de la boca.
Pitt lo vio.
—¿Por qué demonios tienes que preguntar cuando estamos cenando? —espetó irritado—. Cada día muere gente. No puedes hacer nada al respecto. Come.
Charlotte iba a decir que eso no arreglaba las cosas, pero advirtió que Pitt estaba afectado. Probablemente su marido había visto el cuerpo de la muchacha —era parte de su trabajo— y hablado con las personas que la querían. Para Charlotte no era más que un ser imaginario, y la imaginación podía rechazarse, pero el recuerdo no.
Se llevó el tenedor a la boca mientras observaba a su marido. Su rostro estaba sereno y el enfado se le había pasado, pero tenía los hombros tensos y había olvidado servirse la salsa qué ella había preparado con tanto esmero. ¿Tan afectado estaba por la muerte de la muchacha? ¿O se trataba de algo peor, el temor de que la investigación desvelara cosas todavía más inquietantes, cercanas a él, algo sobre George?