7

Un cantar por seis peniques

Sir Edward Palliser, K. C., vivía en el número nueve del pasaje Reina Ana. El pasaje Reina Ana es un callejón sin salida. En el mismo corazón de Westminster, tiene un ambiente de paz como de otros tiempos muy alejados del tumultuoso siglo XX, y muy de acuerdo con la personalidad de sir Edward Palliser.

Sir Edward había sido uno de los abogados criminalistas más eminentes de su época, y ahora que ya no ejercía su profesión, su afición predilecta era coleccionar una buena biblioteca de obras policíacas. Era además autor de un libro sobre reminiscencias de criminales célebres.

Aquella tarde, sir Edward hallábase sentado delante de la chimenea de su biblioteca saboreando un excelente café negro, y entregado a la lectura de una obra de Lombroso. Unas teorías muy ingeniosas… pero muy pasadas de moda.

La puerta abrióse casi sin hacer ruido y su criado avanzó sobre la mullida alfombra murmurando discretamente:

—Una joven desea verle, señor.

—¿Una joven?

Sir Edward estaba sorprendido. Aquello era algo que se salía del curso normal de los acontecimientos.

Luego reflexionó que podía tratarse de su sobrina Ethel… pero no, en este caso Armour se lo hubiera dicho.

Le preguntó con cautela:

—¿No le ha dado su nombre?

—No, señor; pero dijo que estaba segura de que usted la recibiría.

—Hágala pasar —dijo sir Edward Palliser agradablemente intrigado.

Una joven alta, morena, de unos treinta años, que vestía un traje de chaqueta negro y un sombrerito del mismo color, se acercó a sir Edward con la mano extendida y expresión de reconocimiento. Armour retiróse, cerrando la puerta tras sí.

—Sir Edward… me conoce, ¿verdad? Soy Magdalen Vaughan.

—Vaya, claro. —Estrechó calurosamente la mano que le tendía. Ahora la recordaba perfectamente. ¡Aquel viaje que hizo desde América en el Siluric! Aquella encantadora criatura… Porque entonces ella era poco más que una niña. Recordaba haberle hecho el amor, con la discreción de un hombre de mundo ya mayor. Ella era tan adorable… tan joven… tan vehemente… tan llena de admiración y adoración por el héroe… lo preciso para cautivar el corazón de un hombre que rayaba en los sesenta. El recuerdo agregó un calor especial a su apretón de mano.

—Ha sido muy amable viniendo a verme. Siéntese, por favor —le acercó un sillón sin cesar de hablar mientras se preguntaba por qué habría venido.

Cuando al fin terminó la charla intrascendente, se hizo un silencio.

La joven abría y cerraba la mano que tenía sobre el brazo del sillón, mientras humedecía sus labios. Al fin habló… bruscamente.

—Sir Edward…, quiero que usted me ayude. El murmuró sorprendido:

—¿Sí?

La joven continuó hablando con más vehemencia:

—Usted dijo que si alguna vez necesitaba ayuda… que si había algo que pudiera hacer por mí… lo haría.

Sí, él lo había dicho. Son de esas cosas que se dicen siempre… sobre todo en el momento de la despedida. Recordaba incluso cómo se le quebró la voz… al besar su mano.

«Si hay algo que pueda hacer por usted, recuerde que le digo de corazón…».

Sí, se dicen esas cosas… ¡pero qué pocas veces tiene uno que cumplirlas! Y mucho menos después de… ¿cuántos?… nueve o diez años. La miró con presteza… seguía siendo una joven atractiva, pero había perdido lo que para él resultaba encantador… aquella juventud impecable. Quizás ahora su rostro resultase más interesante… un hombre más joven tal vez lo creyera así… pero sir Edward estaba ya muy lejos de sentir aquella emoción cálida que sintiera al término de su viaje por el Atlántico.

Su rostro adquirió una expresión de recelo y dijo en tono rápido:

—Cierto, mi querida jovencita. Estaré encantado de poder hacer lo que esté en mi mano… aunque dudo de que hoy en día pueda ya ayudar a nadie.

Si se preparaba su retirada, ella no hizo el menor caso. Era de esas personas que sólo pueden ver una cosa… y lo que veía en aquel momento era su propia necesidad, y dio por sentado que sir Edward estaba dispuesto a ayudarla.

—Estamos en un apuro terrible, sir Edward.

—¿Estamos? ¿Se ha casado usted?

—No… Me refiero a mi hermano y a mí. ¡Oh! Y a William y Emily también. Pero debo explicarme. Yo tenía… yo tenía una tía… la señorita Crabtree. Quizás usted lo haya leído en los periódicos. Fue horrible. Murió… asesinada.

—¡Ah! —un relámpago de interés iluminó el rostro de sir Edward—. Hará cosa de un mes, ¿verdad?

La muchacha asintió.

—Bastante menos que eso… tres semanas.

—Sí, lo recuerdo. Le golpearon en la cabeza en su propia casa, y no pudieron coger al culpable.

Magdalen Vaughan volvió a asentir.

—No le cogieron… ni creo que consigan cogerle nunca. Comprenda… puede que no exista tal hombre.

—¿Qué?

—Sí… es horrible. En los periódicos no se ha publicado nada, pero eso es lo que cree la policía. Saben que nadie se acercó a la casa aquella noche.

—¿Quiere decir…?

—Que fue uno de nosotros cuatro. Tuvo que serlo. No saben cuál ni nosotros tampoco… No lo sabemos. Y cada día nos miramos llenos de sospechas y recelos. ¡Oh!, si hubieran sido de fuera… pero no pudo ser…

Sir Edward la miró cada vez más interesado.

—¿Quiere decir que los miembros de la familia están bajo sospecha?

—Sí, eso es lo que quiero decir. La policía no lo ha dicho, naturalmente. Son muy educados y amables, pero han registrado la casa, nos han interrogado a todos una y otra vez, y a Martha también… Y como no saben quién fue, están atados de pies y manos. Estoy tan asustada… tan asustada…

—Mi querida joven. Vamos, sin duda exagera…

—No exagero. Es uno de nosotros cuatro… tiene que serlo.

—¿Quiénes son los cuatro a que se refiere?

Magdalen sentóse muy erguida y habló con más calma.

—Pues yo, y Matthew. Tía Lily era tía abuela nuestra, era hermana de mi abuela. Vivíamos con ella desde que teníamos catorce años (ya sabe que somos gemelos). Y luego William Crabtree, que es sobrino… hijo de su hermana. Vivía allí también con su esposa Emily.

—¿Les mantenía ella?

—Más o menos. El tiene algo de dinero propio, pero no es muy fuerte y tiene que vivir en casa. Es un hombre quieto y soñador. Estoy segura de que es imposible que él hiciera… ¡oh! ¡Es horrible que yo lo piense siquiera!

—Todavía estoy lejos de comprender la situación. Quizá no le importe hacerme un resumen de los hechos… si no le molesta mucho.

—¡Oh! No…, quiero contárselo. Y todo lo recuerdo claramente todavía… con espantosa claridad. Habíamos tomado el té, ¿comprende?, y cada uno fue a sus ocupaciones. Yo a coser un poco. Matthew a escribir un artículo… hace un poco de periodismo; William a ocuparse de sus sellos. Emily no quiso bajar a tomar el té. Se había tomado una aspirina y estaba descansando. Así que todos estábamos ocupados y entretenidos. Y cuando a las siete y media Martha fue a servir la mesa para la cena, tía Lily estaba… muerta… ¡Tenía la cabeza…, oh…, es horrible…, deshecha!

—Creo que encontraron el arma…

—Sí. Fue un pisapapeles muy pesado que estaba siempre sobre la mesa junto a la puerta. La policía lo examinó a ver si encontraba huellas dactilares, pero no había ninguna. Había sido limpiado cuidadosamente.

—¿Y su primera suposición cuál fue?

—Naturalmente pensamos que habría sido un ladrón. El escritorio tenía dos o tres cajones abiertos, como si el ladrón hubiera estado buscando algo. ¡Claro que supusimos que había sido un ladrón! Y luego llegó la policía… y dijeron que llevaba muerta por lo menos una hora, y preguntamos a Martha quién había entrado en casa, y Martha dijo que nadie. Y todas las ventanas estaban cerradas por dentro, y no daban muestras de haber sido forzadas. Y entonces empezaron a interrogarnos…

Se detuvo respirando trabajosamente. Sus ojos asustados e implorantes buscaron los de sir Edward.

—Por ejemplo, ¿quién se beneficia con la muerte de su tía?

—Eso es sencillo. Todos nos beneficiamos por igual. Dejó todo su dinero dividido en partes iguales entre nosotros cuatro.

—¿Y a cuánto asciende su fortuna?

—El abogado nos dijo que quedarían ochenta mil libras después de pagar los derechos del Estado.

Sir Edward abrió los ojos con ligera sorpresa.

—Es una suma considerable. Usted conocía, supongo, el total de la fortuna de su tía.

Magdalen meneó la cabeza.

—No… fue una sorpresa para todos. Tía Lily tenía siempre mucho cuidado con el dinero. Sólo tenía una criada y hablaba siempre de economía.

Sir Edward asintió con aire pensativo, y Magdalen se inclinó un poco hacia delante.

—Me ayudará usted…, ¿verdad?

Sus palabras fueron una sorpresa desagradable para sir Edward, que en aquel momento ya iba interesándose por la historia.

—Mi querida joven… ¿qué puedo hacer yo? Si desea consejo legal puedo darle algún nombre…

Ella le interrumpió.

—¡Oh! ¡Yo no quiero nada de eso! Quiero que me ayude personalmente… como amigo.

—Es usted muy amable, pero…

—Quiero que venga a nuestra casa. Quiero que haga preguntas. Quiero que vea y juzgue por usted mismo.

—Pero, mi querida señorita…

—Recuerde… usted me lo prometió. En donde sea… cuando sea… dijo… dijo… si necesitara ayuda…

Sus ojos suplicantes y confiados se clavaron en los suyos haciéndole avergonzarse y conmoverse. Aquella avasalladora sinceridad, su absoluta fe en una cortés promesa hecha diez años atrás, que ella consideraba como algo sagrado. ¡Cuántos hombres no habrían pronunciado las mismas palabras… eran casi un clisé!…

Y qué pocos habrían sido requeridos nunca para cumplirlas. Dijo en tono bastante débil.

—Estoy seguro de que habrá muchas personas que puedan aconsejarle mejor que yo.

—Tengo muchísimos amigos…, por supuesto —le divirtió ver la ingenuidad con que lo afirmaba—. Pero comprenda, ninguno es inteligente como usted. Usted está acostumbrado a interrogar a la gente. Y con toda su experiencia tiene que saber.

—¿Saber qué?

—Si son inocentes o culpables.

Sonrió con bastante pesar. ¡Se enorgullecía de haber sabido casi siempre, aunque en muchas ocasiones su opinión particular no fuese la misma del jurado!

Magdalen se echó el sombrero hacia atrás con gesto nervioso y mirando a su alrededor dijo:

—Qué tranquilo es este sitio. ¿No echa de menos a veces un poco de ruido?

A pesar suyo aquellas palabras dichas al azar le conmovieron. Un callejón sin salida. Sí, pero siempre hay un medio de salir… por el mismo que se ha entrado… se vuelve al mundo… Una fuerza impetuosa y juvenil le invadió. Su sencilla confianza afectó la parte mejor de su naturaleza… y la clase de su problema al criminalista innato que había en él. Deseaba ver a aquellas personas de quien le hablaba. Lo deseaba para formar su propio juicio. Le dijo:

—Si está realmente convencida de que puedo serle útil… Pero no le garantizo nada.

Esperaba que le abrumara su gratitud, pero lo tomó con mucha calma.

—Sabía que lo haría. Siempre le he considerado un verdadero amigo. ¿Quiere venirse conmigo ahora?

—No. Creo que lo mejor será que mañana vaya a hacerle una visita. ¿Quiere darme el nombre y la dirección del abogado de la señorita Crabtree? Quiero hacerle unas cuantas preguntas.

Ella se lo anotó en un papel, y luego se puso en pie y dijo con cierta timidez:

—Yo… le estoy muy agradecida. Adiós.

—¿Y su dirección?

—¡Qué tonta soy! Paseo Palatino 18, Chelsea.

Eran las tres de la tarde siguiente cuando sir Edward Palliser se aproximaba al número 18 del Paseo Palatino con su paso sobrio y mesurado. En aquel intervalo había averiguado varias cosas. Fue aquella mañana a Scotland Yard, donde el ayudante del comisario era muy amigo suyo, y se entrevistó también con el abogado de la difunta señorita Crabtree. Como resultado tenía una visión más clara del asunto. La disposición que la señorita Crabtree hizo de su dinero fue bastante peculiar. Nunca utilizó el libro de cheques. En vez de eso, tenía la costumbre de escribir a su abogado y pedirle cierta cantidad en billetes de cinco libras. Casi siempre pedía la misma suma. Trescientas libras tres veces al año. Ella misma iba a recogerla en un coche, pues consideraba que éste era el único medio seguro de transporte. Aparte de esto, nunca abandonaba su casa. En Scotland Yard, sir Edward averiguó que la cuestión económica de la señorita Crabtree había sido revisada cuidadosamente. La difunta había estado casi a punto de solicitar una nueva cantidad de dinero. Sin duda las anteriores trescientas libras habían sido gastadas… o casi liquidadas. Pero esto no pudo saberse con exactitud. Repasando los gastos de la casa, se puso de relieve en seguida que los gastos de la señorita Crabtree por trimestre no llegaban ni con mucho a las trescientas libras. Por otra parte ella tenía la costumbre de enviar billetes de cinco libras a sus amigos o parientes necesitados. Y el punto discutible era si en el momento de su muerte había mucho dinero o poco dinero en la casa. No se encontró ni un céntimo.

Y era este punto en particular el que ocupaba la mente de sir Edward mientras avanzaba por el Paseo Palatino.

La puerta de la casa (que no tenía sótano) le fue abierta por una mujer de edad, menuda y de mirada despierta. Le introdujo en una doble habitación situada a la izquierda del reducido vestíbulo y allí acudió Magdalen. Con mayor claridad que antes vio en su rostro las huellas de la tensión nerviosa.

—Me dijo usted que hiciera preguntas, y a eso he venido —le dijo sir Edward sonriente mientras le estrechaba la mano—. Ante todo deseo saber quién fue el último en ver viva a su tía y la hora exacta en que eso sucedió.

—Fue después del té… a las cinco. Martha fue la última que la vio. Aquella tarde había estado pagando las cuentas, y llevó a tía Lily el cambio y las facturas.

—¿Tiene confianza en Martha?

—¡Oh, absoluta! Llevaba con tía Lily unos… oh… creo que unos treinta años. Es honrada como la que más.

Sir Edward asintió.

—Otra pregunta. ¿Por qué tuvo que tomarse una aspirina su prima, la señora Crabtree?

—Pues porque le dolía la cabeza.

—Naturalmente, pero ¿había alguna razón especial para que le doliera?

—Pues, en cierto modo, sí. Durante la comida hubo una escena. Emily es muy excitable y extraordinariamente sensible, y ella y tía Lily discutían a veces.

—¿Y discutieron durante la comida?

—Sí. Tía Lily era bastante pesada por pequeñeces. Todo empezó por nada… y luego se pusieron como el perro y el gato… Emily diciendo toda clase de cosas que no es posible que las sintiera… que se marcharía de la casa para no volver… que se le reprochaba cada bocado que comía… ¡oh!…, toda clase de tonterías. Y tía Lily dijo que cuanto antes ella y su marido hicieran las maletas y se marcharan, tanto mejor. Pero en realidad no significaba nada.

—¿Porque el señor y la señora Crabtree no podían permitirse el lujo de marcharse?

—Oh, no sólo por eso. William quería mucho a tía Lily. De verdad.

—¿No sería un día de peleas por casualidad? Magdalen se ruborizó.

—¿Se refiere a mí? ¿La discusión que tuve por querer ser maniquí?

—¿Su tía no estaba de acuerdo?

—No.

—¿Por qué quería usted ser maniquí, señorita Magdalen? ¿Es que esa clase de vida le parece muy atrayente?

—No, pero cualquier cosa sería mejor que continuar viviendo aquí.

—Sí, entonces. Pero ahora tendrá usted una buena renta, ¿verdad?

—¡Oh, sí, ahora es muy distinto!

Lo admitió con la mayor sencillez. El sonrió, pero no insistió sobre el mismo tema. En vez de hacerlo dijo:

—¿Y su hermano? ¿También discutió?

—¿Matthew? Oh, no.

—¿Entonces nadie puede decir que tuviera motivos para desear deshacerse de su tía?

Pudo observar el momentáneo desaliento que reflejóse en su rostro.

—Lo olvidaba —dijo sir Edward como por casualidad—. Su hermano debía mucho dinero, ¿verdad?

—Sí, ¡pobre Matthew!

—No obstante, ahora se pondrá a flote.

—Sí… —suspiró la joven—. Es un alivio.

¡Y siguió sin ver nada! Sir Edward apresuróse a cambiar de tema.

—¿Sus primos y su hermano están en casa?

—Sí; les dije que iba usted a venir. Todos están deseando ayudarle. Oh, sir Edward… no sé por qué tengo la impresión de que usted descubrirá que todo está perfectamente… que ninguno de nosotros ha tenido nada que ver con… que, al fin y al cabo, fue un extraño quien la mató.

—Yo no puedo hacer milagros. Tal vez llegue a descubrir la verdad, pero yo no puedo hacer que la verdad sea la que usted desea.

—¿No puede? Yo creo que puede hacerlo… que puede hacerlo todo.

Salió de la habitación mientras él se preguntaba inquieto: «¿Qué habrá querido decir con eso? ¿Es que quiere sugerirme una línea de defensa? Pero ¿a quién he de defender?».

Sus meditaciones fueron interrumpidas por la entrada de un hombre de unos cincuenta años. Era de constitución robusta, aunque andaba un tanto encorvado. Vestía con cuidado y llevaba el cabello bien peinado. Parecía de buen carácter, aunque un tanto despistado.

—¿Sir Edward Palliser? Oh, ¿cómo está usted? Magdalen me ha pedido que viniera. Es usted muy amable al querer ayudarnos. Aunque no creo que en realidad llegue a descubrirse nada. Quiero decir que no pescarán a ese individuo.

—Entonces usted cree que fue un ladrón… ¿alguien de fuera de casa?

—Tuvo que serlo. No es posible que fuese nadie de la familia. Esos individuos son muy listos hoy en día, trepan como gatos, y entran y salen como quieren.

—¿Dónde estaba usted cuando ocurrió la tragedia, señor Crabtree?

—Estaba entretenido con mis sellos… en el saloncito que tengo arriba.

—¿Oyó usted algo?

—No… pero no acostumbro a oír nada cuando estoy abstraído. Es una tontería de mi parte, pero es verdad.

—¿El saloncito a que se refiere está encima de esta habitación?

—No, está en la parte de atrás.

Volvió a abrirse la puerta y entró una mujer rubia retorciéndose las manos nerviosamente. Parecía temerosa y excitada.

—William, ¿por qué no me has esperado? Te dije que me «esperaras».

—Lo siento, querida, lo olvidé. Sir Edward Palliser… mi esposa.

—¿Cómo está usted, señora Crabtree? Espero que no le moleste el que haya venido aquí a hacer algunas preguntas. Sé lo ansiosos que están todos ustedes por aclarar las cosas.

—Naturalmente. Pero yo no puedo decirle nada… ¿no es cierto, William? Yo estaba dormida… en mi cama… y sólo me desperté al oír gritar a Martha cuando ésta descubrió el cadáver. Continuó retorciéndose las manos.

—¿Dónde tiene usted su habitación, señora Crabtree?

—Encima de ésta, pero no oí nada… ¿cómo quiere que lo oyera si estaba dormida?

No pudo sacarla de aquí. No sabía nada… no había oído nada… estaba durmiendo. Y lo repetía con la obstinación de una mujer asustada. No obstante, sir Edward sabía muy bien lo que aquello podría significar… que fuese la pura verdad.

Al fin se disculpó… diciendo que deseaba hacer algunas preguntas a Martha. William Crabtree se ofreció para acompañarle a la cocina. En el recibidor, sir Edward casi tropieza con un hombre joven, alto y moreno que se dirigía a la puerta principal.

—¿Es usted el señor Matthew Vaughan?

—Sí… pero escuche, no puedo entretenerme. Tengo una cita.

—¡Matthew! —era la voz de su hermana llamando desde lo alto de la escalera—. ¡Oh! Matthew, me prometiste…

—Lo sé, hermanita. Pero no puedo. Tengo que encontrarme con un individuo. Y de todas formas, ¿de qué sirve hablar una y otra vez de lo mismo? Ya tuvimos bastante con la policía. Estoy harto de toda esta comedia.

La puerta se cerró con estrépito. Matthew Vaughan acababa de marcharse.

Sir Edward fue acompañado hasta la cocina. Martha estaba planchando y se interrumpió sosteniendo la plancha en la mano.

Sir Edward cerró la puerta a sus espaldas.

—La señora Vaughan me ha pedido que la ayude —le dijo—. Espero que no tendrá inconveniente en que le haga algunas preguntas.

Ella le miró y luego meneó la cabeza.

—No fue ninguno de ellos, señor. Sé lo que está pensando, pero se equivoca. Son las personas mejores del mundo.

—No me cabe la menor duda. Pero el que lo sean no representa ninguna prueba para nosotros, ¿comprende?

—Tal vez no, señor. La ley es algo extraña. Pero hay pruebas… como usted dice, señor. Ninguno de ellos puede haberlo hecho sin que yo me enterase.

—Pero…

—Sé lo que me digo, señor. Mire, escuche esto…

«Esto» era un crujido que sonó encima de sus cabezas.

—La escalera, señor. Cada vez que sube o baja alguien cruje de manera lastimosa. No importa lo despacio que una vaya. La señorita Crabtree estaba acostada en su cama, y el señor Crabtree entretenido en sus dichosos sellos; la señorita Magdalen estaba arriba también cosiendo a máquina, y si alguno de ellos hubiera bajado la escalera lo hubiese sabido. ¡Y no bajaron!

Habló con tal seguridad que impresionó al abogado, haciéndole pensar:

«Una buena testigo. De las que convencen».

—Pudo usted no darse cuenta.

—Sí, lo hubiera notado aun sin fijarme, por así decir. Como usted se da cuenta cuando se cierra una puerta y sale alguien.

Sir Edward aseguró su posición.

—Usted responde por tres de ellos, pero queda el cuarto. ¿Estaba también arriba míster Vaughan?

—No, estaba en ese cuartito de la planta baja. Esa puerta de ahí al lado. Y escribía a máquina. Se oye perfectamente desde aquí. Su máquina no cesó de funcionar ni un momento. Ni un solo momento, señor. Puedo jurarlo. Un ruido bastante impertinente, vaya si lo es, y desde luego inconfundible.

Sin Edward hizo una pausa.

—Fue usted quien la encontró, ¿verdad?

—Sí, señor. Estaba tendida en el suelo con el cabello empapado en sangre. Y nadie oyó el menor ruido debido al teclear de la máquina del señorito Matthew.

—Tengo entendido que usted asegura que nadie entró en la casa.

—¿Cómo iban a entrar sin que yo lo supiera? El timbre suena aquí.

Y sólo hay una puerta. La miró de hito en hito.

—¿Quería usted mucho a la señorita Crabtree? —Una expresión de cálido afecto… auténtico… inconfundible… apareció en su rostro.

—Sí, señor; vaya si la quería. Porque la señorita Crabtree… bueno, ahora voy saliendo adelante y no me importa decirlo. Cuando yo era joven me vi en un apuro, señor, y la señorita Crabtree se puso a mi lado… y cuando todo pasó volvió a tomarme a su servicio. Hubiera dado la vida por ella… ¡vaya si lo hubiera hecho!

Sir Edward conocía cuando una persona era sincera, y Martha lo era.

—Entonces, que usted sepa, nadie entró por la puerta…

—Nadie pudo haberlo hecho.

—He dicho que usted sepa. Pero si la señorita Crabtree hubiera estado esperando a alguien… y le hubiese abierto la puerta ella misma…

—¡Oh! —Martha pareció sorprendida.

—Supongo que eso sí es posible —le preguntó sir Edward.

—Es posible… sí…, pero no muy probable. Quiero decir… Evidentemente estaba sorprendida. No podía negarlo, y no obstante deseaba hacerlo. ¿Por qué? Porque sabía que la verdad era otra.

¿Sería eso? Cuatro personas en la casa… ¿una de ellas culpable?

¿Quería Martha defender a aquella pandilla culpable? ¿Habría crujido la escalera? ¿Bajó alguien cautelosamente y Martha sabía quién era?

Ella era honrada… de eso sir Edward estaba convencido. Presionó este punto observándola.

—Supongo que la señorita Crabtree pudo hacerlo. La ventana de esta habitación da a la calle. Pudo ver quien esperaba desde la ventana y salir al recibidor para abrirle… la puerta. Tal vez no quería que nadie viera a esa persona… fuese hombre o mujer.

Martha parecía algo turbada, al fin admitió de mala gana:

—Sí, puede que tenga razón, señor. No lo había pensado. Quizás esperase a un caballero… sí, es posible.

Fue como si empezase a vislumbrar las ventajas de aquella idea.

—Usted fue la última que la vio, ¿verdad?

—Sí, señor. Después de retirar el servicio de té. Le llevé los libros de cuentas y el cambio del dinero que me había dado.

—¿Se lo entregó en billetes de cinco libras?

—En un solo billete de cinco libras, señor —dijo Martha extrañada—. La cuenta no ascendía nunca a más de cinco libras. Soy muy cuidadosa.

—¿Dónde guardaba el dinero?

—No lo sé exactamente, señor. Yo diría que lo llevaba siempre encima… en su bolso de terciopelo negro. Pero claro está que podía guardarlo en alguno de los cajones de su dormitorio que estaban cerrados con llave. Era muy aficionada a encerrarlo todo, aunque siempre perdía las llaves.

Sir Edward asintió.

—¿Usted no sabe cuánto dinero tenía… me refiero en billetes de cinco libras?

—No, señor; no puedo decir exactamente la cantidad.

—¿Y no le dijo nada que pudiera indicarle que esperaba a alguien?

—No, señor.

—¿Está bien segura? ¿Qué le dijo exactamente?

—Pues… —Martha reflexionó—. Dijo que el carnicero no era más que un bribón y un tramposo; que yo había comprado una libra más de té, y que la señora Crabtree era una tonta porque no le gustaba la margarina. No le gustó una de las monedas de seis peniques que le di de cambio… una de esas nuevas con hojas de roble… dijo que era falsa, y me costó mucho trabajo convencerla. Y dijo además… oh, que el pescadero le había enviado arenques en vez de pescadillas y que si yo se lo había dicho. Yo le dije que sí… y la verdad, creo que eso es todo, señor.

El discurso de Martha proporcionó a sir Edward una descripción detallada de la difunta mejor que ninguna otra, y dijo como por casualidad:

—Era una señora bastante difícil de complacer, ¿verdad?

—Un poco pesada, pero comprenda, la pobrecilla no salía a menudo, y estando todo el día encerrada, en algo había de entretenerse. Era impertinente, pero de buen corazón… nunca se iba ningún mendigo de esta casa con las manos vacías. Es posible que fuese cargante, pero era una dama muy caritativa.

—Martha, celebro que por lo menos haya dejado una persona que la llore.

La anciana sirvienta contuvo el aliento.

—Quiere usted decir…, oh, pero si todos la querían… en el fondo… de veras… Discutían con ella de cuando en cuando, pero eso no significaba nada.

Sir Edward alzó la cabeza. Se había oído un crujido arriba.

—Es la señorita Magdalen que baja.

—¿Cómo lo sabe? —le preguntó. La anciana enrojeció.

—Conozco su manera de andar —murmuró.

Sir Edward abandonó rápidamente la cocina. María tenía razón. Magdalen llegaba en aquel momento al pie de la escalera y le miró esperanzada.

—No he llegado muy lejos todavía —dijo sir Edward respondiendo a su mirada y agregó—: ¿Sabe por casualidad si su tía recibió alguna carta el día de su muerte?

—Están todas juntas. Y la policía ya las ha examinado.

Y le condujo al gran salón doble, y abriendo un cajón sacó un bolso de terciopelo negro de forma anticuada y cierre de plata.

—Este es el bolso de mi tía. Todo está igual que estaba el día de su muerte. Lo he conservado así.

Sir Edward le dio las gracias y se dispuso a vaciar su contenido sobre la mesa. Como había imaginado, era una muestra clásica del bolso de una vieja excéntrica.

Había algunas monedas de plata, dos nueces, tres recortes de periódico que hablaban de la caja de Joan Soutchcott; un poema mal impreso sobre los sin trabajo; un almanaque; un pedazo grande de alcanfor; varios pares de lentes y tres cartas, una de alguien llamada «Prima Lucy», un recibo por la compostura de un reloj, y una petición de dinero de una institución benéfica necesitada de socorro.

Sir Edward lo revisó todo cuidadosamente, luego volvió a meterlo en el bolso y se lo entregó a Magdalen para que lo guardase.

—Gracias, señorita Magdalen. Me temo que aquí no hay gran cosa.

Se puso en pie y desde la ventana observó que se divisaba una buena vista de los escalones de la entrada, y entonces tomó la mano de Magdalen entre las suyas.

—¿Se marcha usted?

—Sí.

—Pero… ¿irá todo bien?

—Nadie que tenga relación con la Ley se compromete nunca haciendo una declaración como esa —dijo sir Edward en tono solemne, y aprovechando para escaparse.

Avanzó por la calle perdido en sus pensamientos. El problema estaba allí bajo su mano… y no lo había resuelto. Necesitaba algo… una pequeña cosa… sólo para indicarle el camino.

Una mano se posó en su hombro sobresaltándole. Era Matthew Vaughan, un tanto falto de aliento.

—Le he estado siguiendo, sir Edward. Quiero disculparme por mis modales de hace una hora. Pero tengo el peor genio del mundo. Es usted muy amable al preocuparse por este asunto. Por favor, pregúnteme lo que quiera. Si hay algo que yo pueda hacer por ayudarle…

De pronto sir Edward se irguió con la vista fija… no en Matthew… sino al otro lado de la calle… Algo extrañado, Matthew repitió:

—Si puedo ayudarle en algo…

—Ya lo ha hecho usted, mi querido joven —dijo sir Edward—. Por haberme detenido precisamente aquí y haciendo fijar mi atención en algo que de otro modo me hubiera pasado por alto.

Señaló al otro lado de la calle, donde había un pequeño restaurante.

¿Los Veinticinco Mirlos? —preguntó Matthew.

—Exacto.

—Es un nombre extraño…, pero creo que dan bien de comer.

—No correré el riesgo de probar el experimento —repuso sir Edward—. Estando más cerca de los días de su niñez, que yo, mi joven amigo, probablemente recordará las canciones de cuna. Hay una clásica que dice, si no recuerdo mal: Canta el canto de seis peniques, del puñado de laurel, de los veinticuatro mirlos cocidos en un pastel…, etcétera. El resto no nos concierne.

Y dio media vuelta.

—¿A dónde va usted? —le preguntó Matthew Vaughan.

—De nuevo a su casa, amigo mío.

Caminaron en silencio, y Matthew Vaughan no cesaba de dirigir miradas de extrañeza a su compañero. Sir Edward, una vez en la casa, dirigióse a un cajón, cogió el bolso de terciopelo y lo abrió.

Miró a Matthew y el joven abandonó la habitación de mala gana.

Sir Edward vació la calderilla sobre la mesa. Luego asintió… Su memoria no le había fallado.

Se puso en pie para hacer sonar el timbre, y al hacerlo deslizó algo en la palma de su mano.

Martha respondió a su llamada.

—Si no recuerdo mal, Martha, usted me dijo que tuvo una pequeña discusión con su ama por cuestión de una moneda de seis peniques nueva.

—Sí, señor.

—¡Ah! Pero lo curioso es, Martha, que entre esta calderilla no hay ninguna moneda nueva de seis peniques. Hay dos de seis peniques, pero las dos son antiguas.

Ella le contempló con extrañeza.

—¿Comprende lo que eso significa? Alguien llegó a la casa aquella noche… alguien a quien su ama entregó seis peniques… Yo creo que se los dio a cambio de esto…

Y con un movimiento rápido alargó su mano mostrándole el poema de los sin trabajo.

Con mirar su rostro fue suficiente.

—El juego está descubierto, Martha… comprenda, lo sé. Será mejor que me lo cuente todo.

Ella se desplomó en una silla… con el rostro bañado en lágrimas.

—Es cierto… es cierto… el timbre no sonaba bien… no estaba segura de si llamaban, pero luego pensé que sería mejor ir a asegurarse. Llegué en el momento en que él le golpeaba en la cabeza. El fajo de billetes de cinco libras estaba en la mesa delante de ella… y fue eso lo que le impulsó a hacerlo… eso y el pensar que estaba sola en la casa cuando lo dejó entrar. No pude gritar. Estaba tan paralizada y entonces se volvió y vi que era mi hijo… Oh, siempre ha sido malo. Yo le daba todo el dinero que podía. Ha estado dos veces en la cárcel. Debió venir a verme, y entonces la señorita Crabtree, viendo que yo no abría la puerta, fue a abrirla ella misma, y él, sorprendido, le entregó uno de esos folletos de los sin trabajo, y la señora, siendo tan caritativa como era, le dijo que entrara para darle seis peniques. Y durante todo el tiempo el fajo de billetes estaba encima de la mesa donde estuvo mientras yo le daba el cambio. Y el diablo se apoderó de mi Ben y poniéndose detrás de ella la golpeó hasta matarla.

—¿Y luego? —preguntó sir Edward.

—Oh, señor, ¿qué podía hacer yo? Es mi propia carne y mi propia sangre. Su padre era malo, y Ben ha salido a él… pero también es mi hijo. Le hice salir apresuradamente, y luego regresé a la cocina y fui a preparar la mesa a la hora de costumbre. ¿Cree usted que obré muy mal, señor? He intentado no mentirle cuando me ha interrogado.

Sir Edward se puso en pie.

—Mi pobre Martha —dijo con sentimiento—. Lo siento muchísimo por usted. Pero de todas maneras la Ley ha de seguir su curso… comprenda.

—Ha huido del país, señor. Y en este momento no sé dónde está.

—Entonces existe la posibilidad de que escape de la cárcel, pero no confíe demasiado. ¿Quiere enviarme a la señorita Magdalen?

—Oh, sir Edward. Es usted maravilloso… Es usted maravilloso —dijo Magdalen cuando él hubo terminado su breve relato—. Nos ha salvado a todos. ¿Cómo podré agradecérselo?

Sir Edward le sonrió dándole unas palmaditas en la mano. Volvía a sentirse un gran hombre. La pequeña Magdalen había sido encantadora durante la travesía del Siluric. ¡Aquel maravilloso encanto de los diecisiete abriles! Claro que ahora lo había perdido por completo.

—La próxima vez que necesite un amigo… —dijo—. Le avisaré en seguida.

—No, no —exclamó sir Edward, alarmado—. Eso es precisamente lo que no quiero que haga. Acuda a un hombre más joven.

Se despidió de todos con habilidad y una vez en el interior de un taxi exhaló un suspiro de alivio. Incluso el encanto de una jovencita de diecisiete abriles le parecía dudoso. No podía compararse al de una biblioteca sobre criminología bien surtida. El taxi enfiló el pasaje Reina Ana.

Su callejón sin salida.