El doctor Beltrán hizo para nosotros, y probablemente por primera vez, un espléndido trabajo psiquiátrico policial. Era obvio que tampoco podía culpársele de que sus dictámenes hubieran resultado baldíos hasta entonces, ya que lo habíamos puesto a trabajar en algo en lo que no confiábamos ni un pelo. Podía ser un maldito pedante y creerse más valioso que Sigmund Freud, pero leyendo su escrito y hablando con él, comprendí que sabía muy bien lo que llevaba entre manos.
—Vayamos a su Caldaña. He llegado a la conclusión de que puede tratarse perfectamente de un joven inadaptado. Habiendo oído muchas veces la historia familiar de aquella condena excesiva a su bisabuelo el profanador, su reacción hubiera sido posible en dos direcciones. Una, volviéndose en contra de la familia y sintiéndose humillado por esa especie de «secreto heredado», llegando a negarlo o intentando olvidarlo. O dos, y ésa es la que nos interesa: traumatizado por la vergüenza, vive como un fracasado a pesar de que estoy seguro de que es muy joven; y decide un buen día tomar el destino en sus manos e intentar una venganza llamativa que le rehabilite como hombre. Sin ninguna duda el sujeto sufre una patología mental y ha llegado a obsesionarse con el tema. Pertenece a la clase trabajadora y no tiene suerte. Pero mientras para un individuo normal lo que le sucede viene inserto en las diversas circunstancias de la vida, para él su falta de fortuna está anclada en la injusticia que sufrió su antepasado, que de pronto se le antoja el origen de todos sus males y gravita sobre él impidiéndole salir de la adversidad.
Supongo que nos encontramos ante un individuo de no más de treinta años, con dificultades en estudios y trabajo, que incluso recurre a las drogas, y con un carácter solitario y violento. Podría apostar a que se encuentra en paro, no frecuenta la compañía de chicas, aunque sí la de algún amigo, inadaptado como él, que ha reclutado para que le ayude en sus locos propósitos. La teoría policial que ustedes han manejado hasta ahora contempla siempre que la muerte del hermano Cristóbal se debió a los excesos de una paliza; ya que los intrusos del convento no habían planeado asesinarlo, sino sólo hacerse con la momia. Pues bien, quiero introducir una duda razonable, ya que según el retrato psicológico que nos ocupa, no sería nada extraño que también hubieran planeado matar. El robo de la momia y el juego que proponen a la policía con carteles, mutilación del cuerpo, etc., demuestra un deseo exhibicionista y un modo de que la venganza y el gozo de haberla llevado a término se prolongue.
—¿Cree que con esas características ese chico podría entregarse sin necesidad de ser detenido? Quiero decir, si le lanzáramos algún tipo de mensaje por los medios de comunicación, o si se sintiera especialmente acosado.
—Lo dudo mucho. Cuanto más tiempo pasa, más disfruta de su fechoría puesto que más se ve a sí mismo como un enemigo público de la sociedad, que él considera origen de sus desgracias.
—¿Por qué concluye que se trata de un hombre joven?
—Ese modo de obrar tan airado, pero sobre todo tan exhibicionista, es típico de gente joven. Además, a una edad temprana es más fácil reclutar algún amigo que te ayude.
Las deducciones eran buenas, pero ¿qué tipo de chico inexperto es capaz de llevar a cabo un asesinato y el robo de un cuerpo momificado sin dejar huella? ¿Y la nota con letra gótica? ¿Y el amigo cómplice? Es imaginable encontrar a alguien capaz de arriesgarse contigo hasta el punto de matar a un hombre, pero ¿no se habría asustado antes de tener que liquidar también a la mendiga? No lo veía claro, por eso insistí.
—Admitamos que el desvarío de ese muchacho hacía que sus motivaciones obsesivas fueran muy fuertes, pero ¿qué llevó al amigo a implicarse hasta ese punto, es un perturbado también?
—Para contestar a su pregunta debo remitirla a los informes que he elaborado en estas fechas sobre la mentalidad psicopática. No sé qué tipo de perturbación mental debe tener el muchacho del que hablamos, pero a menudo encontramos que las patologías graves vienen acompañadas de una inteligencia nada desdeñable y, sobre todo, de una extraordinaria capacidad de persuasión. A veces estos individuos tienen personalidad de líderes y con ellos arrastran a otros que carecen de una voluntad fuerte.
Asentí varias veces como una alumna disciplinada y le di las gracias con toda humildad.
—Si sus deducciones son ciertas y conseguimos dar con ese joven, es probable que solicitemos de nuevo su asesoría para interrogarlo y analizar su personalidad.
—Usted sabe que vengo brindando mi cooperación con mucho interés a la policía; incluso en ocasiones he pensado que con más interés del que la propia policía demostraba frente a mis dictámenes —dijo con picardía.
—Le aseguro que somos conscientes de sus méritos y de la importancia de su trabajo, doctor Beltrán —respondí saliendo del paso lo mejor que pude—. A partir de este momento le ruego plena confidencialidad. No hable más con nuestro portavoz ni conceda declaraciones por su cuenta.
Puede que fuera un maldito pavo presuntuoso, pero por supuesto no era tonto. Sabía perfectamente que su erudición había chocado frontalmente con nuestro escepticismo y estaba encantado de que al final nos viéramos obligados a comer de su mano. A decir verdad, el retrato psicológico que había elaborado para nosotros me parecía interesante. Si en realidad un descendiente de los Caldaña había perpetrado aquella absurda y teatral venganza histórica, tenía que ser un individuo como lo había pintado él: joven, amante de montar el número, lleno de rabia y loco de remate. Garzón estaba aún más entusiasmado que yo con las características del candidato a culpable; e incluso despejaba mis dudas sin titubeos cuando yo las planteaba.
—Y si se trata de un joven pobre, automarginado y fracasado en los estudios, ¿quién le enseñó a escribir perfectamente con letra gótica?
—¡Inspectora, subestima usted las posibilidades de Internet!
—Está bien; admitido, pero…
—Deje de poner reparos a todo. Por una vez durante todo este jodido caso demuestre un poco de fe en las pistas que estamos siguiendo. Desde que esto empezó no la he visto ni un solo día pisar con pie firme por ningún camino.
—Lleva razón, y es que todos los caminos por los que hemos transitado me parecían endebles como puentes de cuerda.
—Esta vez puede caminar por ellos dando taconazos. Me juego el cuello a que sí.
—Espero que sea sólo el cuello de la camisa. Aunque, de acuerdo, ya que estamos en un asunto religioso le echaré fe.
Vimos que Villamagna se dirigía hacia nosotros luciendo una de sus camisetas andrajosas correspondientes a su personalidad B.
—No le dé cancha, Fermín; ahora menos que nunca —le susurré a mi compañero; pero fue imposible zafarnos de él y se acercó abriendo los brazos con plena extensión como si se propusiera hacernos un placaje.
—¡Quietos todos. Quedaos donde estáis!
—Lo siento, Villamagna, pero la cosa está al rojo y llevamos el tiempo muy justo.
—Sólo contestadme a una pregunta: ¿qué coño es eso que me dice el loquero de que no puede abrir la boca más?
—¿Pero aún se interesan los periodistas por el tema?
—No me puedo creer que no leas los periódicos con lo culta que eres.
—Tengo otras cosas más importantes que hacer, como por ejemplo pedirle al juez que decrete el secreto del sumario de una maldita vez.
—¿A qué viene todo esto, habéis dado con algo bueno? ¿Por qué no me lo dices, aunque sea al margen completamente de mi cargo de portavoz?
—Antes de hacer eso colgaría en Internet las fotos de mi abuela desnuda.
—Venga, Petra, no jodas, es que tengo curiosidad.
—Ni hablar; ya lo sabrás en su momento.
—¡Eres implacable! Después de que te tengo a los plumillas entretenidos con las chorradas del loquero, ahora me tratas así.
Agité los dedos a modo de despedida delante de sus narices y él me hizo un corte de mangas monumental que escandalizó a Garzón. Me dijo cuando entrábamos en mi despacho:
—Nunca me acostumbraré a las maneras zafias del inspector Villamagna.
—No es zafio, es moderno, o por lo menos tiene una zafiedad muy contemporánea. Pero no nos desviemos del tema. ¿Ha oído lo que he dicho? Vaya inmediatamente a pedir audiencia a ese juez novato que nos ha tocado en suerte y dígale que…
—No es necesario, ya lo ha hecho el comisario Coronas. Me lo comunicó hace un rato para que la informara a usted.
—No entiendo nada.
—Pues se lo puede imaginar solita: el cachorro de los Piñol ha llamado hecho una furia, Coronas ha tomado cartas directas en el asunto saltándonos a nosotros alegremente y… ¡el sumario ya es secreto!
—¡Toma con el novato! ¿No era tan oficialista el tal Manacor?
—No ha resistido los bufidos de nuestro amado jefe.
—Sí, esto está tomando el cariz que más le jode a Coronas: implicación policial de una familia importante. ¿Será cabrón, por qué se ha saltado nuestra autoridad?
—Él es el patrón y nosotros los marineros. Claro que me lo ha contado todo a mí porque a usted le tiene miedo.
—¡A mí, por culpa de esa puta momia ya no me tiene nadie ni respeto!
—Se está poniendo usted a la altura de Villamagna.
—Y espere a ver la camiseta que voy a comprarme. Tendrá una leyenda que diga: «Yo también quemo conventos».
—¿Ve? ¡Eso me ha gustado! Compre otra para mí.
—No creo que lo apruebe el estilismo de su mujer. Llame a las chicas, reunión en mi despacho dentro de una hora.
Sobre mi mesa tenía una lista de llamadas y mensajes. Me sorprendió ver en uno de ellos el nombre de la hermana Domitila. ¿No sabía mi número de móvil? Marqué el del convento a toda velocidad, pero cualquier aceleración se estrellaba siempre contra las paredes conventuales. Diez minutos después y, probablemente rescatada de algún rezo comunitario, la voz de la hermana Domitila sonó imperiosa en mi oído a través del auricular.
—Dígame, inspectora.
—Perdone que sea inoportuna, pero he visto su mensaje en comisaría y no comprendía por qué no me había llamado a mi móvil.
—Nunca he tenido su número.
—¡Cómo puede ser! Usted que es como una detective más en plantilla.
La oí reír complacida y luego su voz animada y enérgica me informó llena de entusiasmo.
—Inspectora, no es que el hermano Magí y yo hayamos encontrado nada especial en el caso; pero por lo menos en el archivo diocesano nos han orientado hacia el lugar al que debemos ir.
—No la entiendo.
—Hemos sabido que existe una biblioteca eclesial, llamada la Balmesiana, especialista en todos los acontecimientos de la Semana Trágica. No le diré más que una cosa para que se haga cargo de la importancia del dato: ¡el director tiene acceso al Archivo Secreto Vaticano!
—¡Vaya! —exclamé aparentando una sorpresa valorativa de las grandes.
—¡Y es también archivero mayor del archivo general de los capuchinos!
—¡No me diga más! —reincidí en la exclamación empezando a ponerme nerviosa—. ¿Y eso qué quiere decir?
—Inspectora, eso significa que podremos consultar un montón de documentos especialmente seleccionados sobre la época que nos interesa. Quizá de ahí sí podremos extraer detalles sobre la personalidad de Caldaña, dónde vivía, de dónde era originaria su familia, qué sucedió exactamente durante el proceso…
—¿Y qué han hecho al respecto?
—Tenemos concertada una visita para mañana, ¡y nos recibirá el propio director!
—Magnífico. En cuanto averigüen algo, hágamelo saber.
—¡Por supuesto, inspectora. A la orden! —dijo en tono festivo, y se echó a reír.
Quizá los policías estábamos pasando por un mal trago, pero era evidente que éramos los únicos. Nuestros colaboradores se divertían como chavales. El doctor Beltrán se lo pasaba bomba haciendo especulaciones cercanas a lo literario y aquel par de monjes veían el cielo abrirse con tanto aporte intelectual y salida de la rutina. Me imaginaba perfectamente a la alta y fuerte Domitila abandonado el hábito y vestida de Sherlock Holmes. Al final, las características místico folclóricas de la maldita momia medieval estaban haciendo olvidar a todo el mundo que nos enfrentábamos a un hecho trágico: dos muertos reales y recientes. Todo aquello se estaba convirtiendo en una entretenida pantomima.
Garzón puso cara de póker cuando le conté la al parecer magnífica noticia del archivo balmesiano. Para que comprendiera que era algo muy estimulante lo conminé a que reaccionara de algún modo.
—¿No me dice nada, no hace preguntas?
—¡Y yo qué voy a decir! Ellos son sabios, ellos sabrán; pero para mí que por un fraile y una mendiga no van a abrir los archivos secretos del Vaticano ni de coña.
—Nadie ha mencionado que tengan que hacerlo. Lo que buscamos es…
De repente me acometió un verdadero éxtasis de cansancio, de absurdo, de impotencia y desesperación. Me interrumpí, busqué un cigarrillo y, tras encenderlo, exhalé una nube de humo que era como una señal de socorro.
—¿Le ocurre algo? —se dio cuenta enseguida de algo raro el subinspector.
—Estoy hasta el moño de todo esto, Fermín. Lo cambiaría por cualquier crimen pasional, por una reyerta callejera con resultado de muerte por navajazo, por un atropello accidental con huida posterior del conductor, por…
—¿Quiere que vayamos a tomarnos una copa?
—Dudo de que sea una buena solución, sobre todo porque Yolanda y Sonia están esperando fuera.
—Vale, pero cuando acabemos con ellas nos emborrachamos, ¿qué le parece? A la salud de la Iglesia, del papa y de los capuchinos calzados con alpargatas.
Le sonreí. Siempre valoraba sus gestos de amistad, sobre todo los que consistían en proponer una ingesta etílica que nos dejara fuera de juego.
—No le digo que no —murmuré, e hice pasar a nuestras jóvenes agentes.
Estaba segura de que habían llegado a un acuerdo entre las dos conforme siempre hablaría Yolanda. Debía de ser el último sistema que les quedaba por ensayar para que no me subiera por las paredes con sólo oír una palabra de Sonia.
—Vamos con los Caldañas que habéis visitado ya —intenté sintetizar desde el principio.
—Son cuatro y todos familias normales que no parecen tener nada que ocultar. —Sacó un bloc de notas y leyó—: Gerardo Caldaña Ortiz, cuarenta años, tiene una parada de pescado en el mercado de la Concepción. El día de autos…
—Un momento —la detuve—. ¿Tiene hijos jóvenes?
—¿Cómo? —preguntó desorientada.
—Es preciso que reiniciéis la investigación teniendo en cuenta este informe —alargué hacia ellas los papeles del psiquiatra.
—¿Otra vez el psiquiatra? —casi exhaló la pregunta Yolanda.
—Averiguad si esas familias tienen hijos jóvenes, si pueden estar en un contexto marginal, dónde viven éstos, en qué se ocupan… y si hay algo que os llama especialmente la atención nos lo comunicáis a nosotros, pero también al doctor Beltrán.
Sonia emitió un sonido, antesala de una frase, que Yolanda se apresuró a interceptar con una mirada fulminante. Como no aprobaba ese tipo de censura previa, le dije a la primera de modo circunspecto:
—Ibas a decir algo, ¿se puede saber qué?
—Pues, yo me preguntaba, bueno, le quería preguntar a usted si ahora cuando el doctor Beltrán nos diga algo, ¿hemos de tomarlo en serio?
Yolanda apretó los puños como señalando una fatalidad y sólo relajó la musculatura cuando, no percibiendo ningún grito estruendoso, me oyó bien al contrario bisbisear contenidamente:
—Sí, hija mía, sí.
Cuando salieron del despacho me volví hacia Garzón y afirmé, categórica:
—¡Esa copa, Fermín!, me hace falta.
La Jarra de Oro estaba a rebosar. Los clientes, eufóricos Dios sabe por qué, brindaban y pegaban berridos inhumanos, que en España significan felicidad. El subinspector enseguida se hizo cargo de la situación sólo con dos miradas: una a los parroquianos y otra al televisor.
—Es que acaba de ganar un partido el Barcelona —sentenció.
—Ya, pues más parece que haya estallado la revolución. ¿Por qué no nos vamos a otra parte?
—Espere, que van a repetir las jugadas principales y así les echo una miradita.
Se acercó provisto de su cerveza al receptor y yo me quedé quieta en la barra soplando la espuma de la mía. ¿A todos aquellos ciudadanos afanosos de victorias deportivas y jolgorio, también les interesaría nuestra momia? ¿Qué mundo era el real, el nuestro o el suyo? Porque mucho me temía que ambos juntos formaban una imposible contradicción. En medio de aquella coyuntura filosófica sonó mi móvil. Como no conseguía oír a mi reclamante, salí un momento a la calle y allí, un aire frío y una voz gélida me dejaron helada. Era la madre Guillermina.
—Inspectora, he de hablarle muy seriamente. ¿Puede pasar por el convento?
—No —respondí con una calma asombrosa incluso para mí misma.
—¿Y puedo saber por qué no puede o no quiere venir?
—Verá, madre; porque el Barça ha ganado un partido importantísimo y porque mi plan es emborracharme.
—¿Cómo dice?
—Quizá usted no lo comprenda, pero es así. La gente se interesa por cosas vivas, reales, por cosas que pasan, como por ejemplo el fútbol. Lo que nos ocupa a usted y a mí, momias, asesinos y oscuridades varias, no le importa a nadie más, créame.
Quedó un momento callada y luego dijo con genuina preocupación:
—¿Se encuentra bien, inspectora?
—Iré mañana a primera hora, madre, se lo prometo.
Cumplí mi palabra, entre otras cosas porque Garzón y yo no fuimos a emborracharnos tal y como habíamos proyectado. No, no en aquella ocasión; teníamos demasiadas cosas pendientes como para lanzarnos a la vorágine y primó el sentido común en el último momento. Así, al día siguiente, llena de salud y de claridad mental, entré en las corazonianas a tiempo para visitar a la directora antes de que se embarcara en una de sus pautadas sesiones de rezos. Sabía lo que iba a decirme: protestas y ruegos, ruegos y protestas. Sin embargo, no tenía más remedio que jugar con ella el juego de la diplomacia cortés. Finalmente una de sus no muy numerosas monjas estaba trabajando para nosotros; y por si fuera poco, poníamos en tela de juicio público a su principal fuente de financiación: los Piñol i Riudepera. Pero sobre todo fui porque la madre Guillermina me caía simpática.
No me equivoqué en absoluto. Empezó con los ruegos, todos asimilables en uno: discreción; y siguió después con las protestas; no consiguiendo tampoco sorprenderme con ellas.
—Me tienen el convento desmadejado con esta investigación. No sólo hablo del nerviosismo que se vive en los claustros desde la muerte del hermano Cristóbal, sino de la hermana Domitila, tan en su papel de detective que se pasa la vida fuera de estos muros.
—¿Y qué quiere que haga yo? ¿Sabe lo que soporto sobre mis hombros en estos momentos? —decidí sorprenderla yo—. Presión, madre Guillermina, auténtica presión. Mis superiores tensan la cuerda, los periodistas también, y por supuesto el hijo del señor Piñol y los familiares de las víctimas y… ¡todos me exigen unos resultados que no dependen de mí! Y puedo asegurarle que hace un montón de tiempo que no convivo normalmente con mi familia, que no tengo tiempo para nada personal. Me paso la vida pensando en el asesino del hermano Cristóbal y de esa mujer, en el ladrón de su maldita momia, en la historia de España, en… —me interrumpí, bajé la voz—. Lo siento, no pretendía ser tan desagradable.
Mi repentina andanada la sumió en un silencio culpable. Me miró con apuro. Chasqueó la lengua.
—¡Caramba!, le aseguro que no tenía ni idea de que estuviera usted tan presionada.
—Pues ya ve.
—No quiero ser injusta en ningún caso. Lo que ocurre es que… bueno, la hermana Domitila parece haber olvidado sus obligaciones en este convento. ¡Hasta a la pobre hermana Pilar la tiene abandonada! Antes estaba siempre pendiente de sus estudios y progresos. En cambio, ahora no vive sino para el tema del asesinato, no para de pensar en él; eso cuando no anda de archivo en archivo acompañando al hermano Magí.
—Todo es culpa mía; ella no ha elegido ese papel.
—Ya, claro, y en cuanto al nieto del señor Piñol…
—Se está llevando el asunto con extraordinario tacto. El juez ha decretado por fin el secreto del sumario. Me temo que al final trascenderá a la prensa, no podremos evitarlo, pero todo se hará de la mejor manera. Estamos controlando cualquier filtración. Por cierto, ya sabe que estuve hablando con don Heribert.
—¡Por supuesto que lo sé!
—Me pareció todo un caballero, un hombre inteligente y con sentido de la moral.
—Así es exactamente.
—¡Qué diferencia!, ¿no?
—¿Diferencia?
—Con su nieto. Su nieto es un tipo prepotente, grosero y presuntuoso.
Se le iluminaron los ojos y no rechistó. Supuse que debía de haber tenido una escena con él al teléfono. Para no quedar en evidencia se limitó a decir:
—En fin, cada uno es como es. ¿Nos tomamos un cafelito?
Superado el proceso de hostilidades, le sonreí. Saqué un paquete de cigarrillos y le ofrecí uno. Dudó.
—Tan pronto por la mañana…
—Anímese, madre; y quédese con el paquete también.
—¡No, no, ni pensarlo!, aunque… ¿sabe qué tengo que hacer a veces? Pedirle a mi familia que me mande algún cartón de tapadillo. Me da vergüenza que las monjas sepan de mi debilidad y como tengo que incluir el tabaco en los pedidos de intendencia pues…
—Lleva usted razón, quien tiene el poder no debe consentir que los demás conozcan sus puntos flacos.
—¡No lo hago por eso! A mí el poder no me importa demasiado, más tranquila estaría sin él. Lo que ocurre es que siendo débil doy muy mal ejemplo. Las hermanas pensarán: si ésta, siendo la superiora, es incapaz de renunciar al humo, cualquiera de nosotras también puede permitirse licencias.
—¿Y eso le preocupa?
—En realidad, no. Esas pequeñas licencias son las que nos permiten seguir, uno debe pensar que maneja la vida a su antojo, aunque sólo sea un poquito. De lo contrario, nos convertiríamos en seres perfectos y la perfección es sinónimo de monstruosidad.
Me quedé mirándola con simpatía. Bajo aquella cofia, toca o como coño se llamara, tenía un cerebro bien amueblado.
—El próximo día le regalaré un cartón de tabaco.
—¡Ah, no, ni hablar! En todo caso… bien, en todo caso puede traérmelo y yo se lo pagaré.
—Le advierto que se lo cobraré a precio de mercado negro…
Se rió de buena gana.
—¡Cómo es usted, inspectora! Si algún día resuelve este caso…
—¿Se atreve a ponerlo en duda. Es que no tiene fe en mí?
—Tengo más fe en Dios.
—Pues dígale que nos ayude, madre, porque la investigación está empezando a alargarse demasiado.
Salí de buen humor, aun cuando la hermana portera me lanzó una de sus aviesas miradas. A lo mejor debía meterme monja en aquel convento: vivir sin sobresaltos, sin estrés, sin deseos ni metas terrenales. Una charla filosófica con la madre Guillermina de vez en cuando, un cigarrito… pero de repente pensé en Marcos y mi vocación se esfumó. Aún había cosas en el mundo que me interesaban.
Miré el reloj y quedé perpleja al comprobar que había perdido mucho rato en el convento. ¿Y Garzón? ¡Qué raro que no me llamara! ¡Dios, había olvidado conectar el teléfono aquella mañana! De ahí tanta paz. Le llamé yo.
—¿Dónde está, subinspector?
—Inspectora, no contestaba, la he llamado muchas veces y…
—Sí, lo sé, ¿qué sucede, Fermín?
—La otra pata.
—¿Pero qué carajo dice?
—El otro pie de san Assumpto, inspectora, bueno, el beato o lo que leches fuera, ha aparecido cortado en el portal del convento de los escolapios.
—¡No me joda, éstos no estaban en la lista! Dígame la dirección.
—Ronda de Sant Pau, número 72.
—Voy para allá.
Era igual de flaco, deforme y repugnante que el que habíamos encontrado en primer lugar. También incluía la sandalia y, dentro de las circunstancias, no parecía haber sufrido deterioro. En esta oportunidad tampoco había cartel anunciador ni nada que significara un intento de firma por parte del extraño carnicero.
—¿Y esto cómo se come? —le pregunté al subinspector en un arranque de mal genio.
—Con patatas, inspectora, ¿qué quiere que le diga? —Estaba casi de tan mal humor como yo.
Los encargados de la limpieza, un matrimonio, rodeados de nuestros compañeros y de algunos monjes, se afanaban por contar una y otra vez la misma historia. Al ir a empezar su trabajo aquella mañana habían encontrado una bolsa de papel colocada junto al portalón. En el interior había un saquito y, dentro, estaba aquella cosa.
—Al principio —enfatizaba la esposa—, iba a tirarlo a la basura porque la verdad es que me dio asco. Pero luego, mirándolo bien, me di cuenta de que tenía como dedos y… bueno, no me pareció que fuera humano. ¿Sabe en qué pensé, inspectora? Pensé en aquellos exvotos de cera que había antes en las sacristías de las iglesias y que la gente ponía como promesa. En la de mi pueblo había un montón, hasta que un cura más moderno que vino dijo que todo aquello era una porquería y lo hizo retirar. Pues eso es lo que me pareció, pero aun así enseguida supe que tenía que llamarles a ustedes por si era una amenaza, un vudú que nos hacía algún enemigo o algo así.
Atajé aquella verborrea que estaba empezando a parecerme intolerable.
—¿Vieron a alguien o alguien les ha comentado si fue testigo de algún movimiento especial?
—Nadie, inspectora. Nadie vio nada, fue lo primero que hicimos, preguntar a los del taller de motos que está ahí; aunque yo ya me imaginaba que no sabrían nada porque nosotros solemos ser los más madrugadores del barrio.
—¿Han visto a alguien o algo sospechoso en los últimos días? —les pregunté a ellos y a los religiosos.
—¿Sospechoso? Pues nada, aquí más o menos siempre viene la misma gente. No digo yo que no pase algún desconocido de vez en cuando, pero en general…
—Gracias, señores. Tendrán que ir a declarar.
Antes de que la señora me contara lo que opinaba sobre el cambio climático, me dirigí a los tres escolapios que estaban presentes.
—¿Saben si su convento fue quemado en 1909, durante la Semana Trágica?
Pusieron cara de haberse topado con una loca y ninguno supo contestar.
—¿Puedo hablar con su superior?
—No está, se encuentra de viaje en el Vaticano.
Era obvio que los eclesiásticos viajaban mucho por asuntos de trabajo. Preferí encontrar otras fuentes de información.
Pedí a los hombres que buscaran testigos en los portales de la calle y las calles adyacentes. Garzón estaba observando la bolsa que contenía el pie cercenado con cara de prevención.
—¡Joder, al pobre beato lo van a dejar hecho un cristo!
—Mande inmediatamente esa bolsa a los compañeros de la Científica, aunque me apuesto algo a que no hay ni una huella. Adivine qué otra apuesta quiero hacer.
—No es difícil.
—Pues vamos a comprobarla.
Nos dirigimos al ayuntamiento del barrio y reclamamos la presencia del concejal de urbanismo. Era bastante complicado justificar por qué motivo queríamos saber qué edificio se erigía en 1909 en el lugar donde ahora estaban los escolapios; de modo que nos limitamos a decir que éramos policías y necesitábamos el dato para una investigación. Naturalmente el pobre concejal se quedó patidifuso, pero por fortuna se trataba de un chico joven que no parecía encontrarle ninguna gracia especial a poner dificultades. Se tragó la curiosidad, si es que la sentía, y respondió con toda amabilidad:
—Podemos mirar en el archivo informático; pero si confían en mí, conozco un sistema mucho más rápido y fiable.
—Adelante —dijo Garzón.
Entonces aquel chico consciente de sus deberes se levantó de la mesa de despacho y dijo con aire de misterio:
—Acompáñenme.
Creí que iba a echarnos sin contemplaciones, porque emprendimos el camino de la salida; pero antes de enfilar la puerta, nos metió en un pequeño garito de vigilancia en el que un conserje tenía la oreja pegada a un transistor.
—¿Cómo vamos, Demetrio? —le saludó.
—Pues ya ve —respondió serenamente aquel hombre que frisaba los setenta.
—Mire, es que estos señores querían saber qué había antiguamente donde ahora están los escolapios de la Ronda de Sant Pau.
—¿El edificio de los escolapios?
Garzón y yo asentimos, fascinados por toda aquella maniobra. Sin dudarlo un instante, el hombre consideró que era una ocasión lo suficientemente importante como para apagar la radio y, tras hacerlo, sentenció con la seguridad de un catedrático emérito:
—¡Ah, sí, hombre, ahí estaba el antiguo convento de Sant Antoni, que se quemó o mejor dicho lo quemaron durante la Semana Trágica! Estuvo un tiempo deshabitado y luego lo compraron los escolapios para su congregación. Creo que la iglesia sigue bastante igual a como era, pero el coro se perdió.
Salimos de allí convencidos de que los ordenadores no eran sino un recurso paliativo de haber perdido la sabiduría tradicional, que se conserva en la gente. Garzón parecía muy contento, como un cocinero al que le estuviera saliendo bien una receta complicada.
—Bueno, esto va que chuta. ¿Qué más pruebas necesitamos para saber que estamos en la honda correcta? Yo creo, humildemente, inspectora, ya conoce usted mi proverbial humildad, que deberíamos acudir en refuerzo de nuestras dos jóvenes agentes, y ponernos a buscar Caldañas como quien busca caracoles tras una tormenta estival. La teoría de la Semana Trágica funciona.
—Habrá que esperar a que la Científica analice la segunda pata, ¿no le parece?
—Yo no esperaría demasiado. Usted sabe que esa pata estará más limpia que la de un minero el sábado por la noche. El tipo que cortó la primera ya tiene experiencia y savoir faire. ¿O cree que va a cometer un fallo a estas alturas cuando no lo ha cometido antes?
Una especie de extraña desesperación interior me obligaba a hacer sonar los huesos de mis nudillos, cosa que no suelo hacer jamás.
—O sea, que el asesino se está autoinculpando de un modo cada vez más flagrante. Prácticamente nos está llamando imbéciles por no haberlo localizado ya.
Garzón se quedó un tanto perplejo.
—En fin, inspectora; con los datos que nos ha dado el psiquiatra es fácil deducir que ese tío está esperando que lo cacemos para ver culminada y publicitada su hazaña. No nos enfrentamos a una persona normal. Le aseguro que la gente normal no anda robando beatos por ahí, y mucho menos cortándoles las peanas después.
—Vámonos a un bar.
—¿A cuál?
—A cualquier puto sitio. Necesito tomar una copa.
—¿Está impresionada por la pata del santo?
—Sólo necesito pensar.
Vino conmigo, pero no me costó darme cuenta de que no aprobaba en absoluto mi frialdad ante los descubrimientos. Peor para él, yo no me veía con ánimos de ir completando las adivinanzas del asesino juguetón sin oponer al menos un poco de resistencia mental. Siempre he detestado que me señalen el camino, mucho más si es un oponente declarado quien lo hace. Pero no era sólo esa rebeldía la que me llevaba a recelar de la opción en la que estábamos profundizando más y más. Había en mí una incomodidad manifiesta, una desazón que no conseguía quitarme de encima. ¿Tenía todo aquello algún sentido? Las complicadas deducciones que, gracias a nuestra asesoría histórica, habíamos podido realizar, ¿nos llevaban a un puerto lógico, inteligible, cabal? El caso había tenido una característica clave: perseguíamos una sombra que iba dejando tras de sí un rastro de absurdo. Y eso me llevaba a preguntarme una y otra vez: ¿quién en nuestro mundo práctico, materialista, lleno de intereses y prisas, es capaz de elaborar un absurdo enorme, barroco, fantasmal? Aquel zapato no me calzaba bien, por más que intentaba forzar el pie en su interior. De repente advertí que el subinspector, sentado en un taburete enfrente de mí y con un vaso de cerveza en la mano, me miraba con mala cara.
—No me perdonaría interrumpir sus fascinantes pensamientos, pero sólo quería recordarle que brindar de vez en cuando es un signo de civilización.
—¡Perdóneme, Fermín, no tengo remedio! Me había distraído.
—Me lo pareció.
—Tengo una curiosidad —se me ocurrió decir para no comunicarle mis dudas, que generarían un debate estéril sobre el caso—. ¿Usted le cuenta a Beatriz algunos pormenores del caso?
—¡Hombre, Petra!, pormenores lo que se dice pormenores… pues la verdad es que sí. Iba a decirle una mentira, pero no creo que sea necesario. Al principio le pasaba muy escasos datos a mi costilla; pero desde que nos metimos en este asunto de la momia, ella me ha ido preguntando con tanta sutileza y tanto disimulo que, al final… he de reconocer que le he contado lo más gordo. Pero confío por completo en su discreción.
—Debería pegarle una bronca, pero la verdad es que no me encuentro con ánimos.
—Y usted, ¿le cuenta algo al arquitecto?
—¡Pero si casi no nos vemos!
—Es lo que tiene el trabajo; ya se sabe.
—Sí, de acuerdo, se sabe, pero yo tenía la ilusión de que el matrimonio me ayudaría a cambiar ciertas cosas, como por ejemplo el orden de las prioridades vitales, aunque no ha sido así.
—¿Y usted por qué siempre quiere cambiarlo todo?
—La vida es cambio continuo, Fermín, y ese cambio, si lo hiciéramos bien, debería consistir siempre en un perfeccionamiento.
Me miró con curiosidad y un punto de ironía.
—De acuerdo en que no trabajar sería un cambio cojonudo, pero ya me dirá cómo se hace eso.
—No me refiero a dejar de trabajar por completo, sino a implantar en los días cotidianos cierta armonía entre todas las cosas que uno debe hacer.
—Quizá Marcos y Beatriz pudieran permitirse ese lujo, pero lo que es usted y yo… nosotros somos policías, inspectora, y un policía metido en un caso se convierte en una especie de perro entrenado que sólo tiene en la mente la orden que le han dado.
—¡Joder!, supongo que utiliza esa imagen para reconfortarme, ¿no?
—No, es para que no se me agilipolle usted, que últimamente está un poco fuera de tono. Déjese de chorradas, Petra, usted es policía hasta la médula de los huesos, igualito que yo. No la veo regresando pronto a casa porque su marido la espera, ni cogiendo florecillas del jardín para poner un bonito ramo sobre la mesa.
—¿Por qué razón no me ve en ese papel?
—Hay muchas razones. Primera: aunque le fastidie reconocerlo, usted posee un gran sentido del deber. Segunda: le gusta investigar. Cuando nos ocupamos de un caso complicado como éste, su mente se pone al rojo vivo y no deja ni un segundo de darle vueltas al tema. Y tercera: a su marido le gusta que sea así: reconcentrada y metida hasta los ojos en la búsqueda. Si tuviera una vida más armoniosa y dejara más espacio para la rutina familiar, el arquitecto se aburriría como una ostra con usted.
—Creo que es mejor que nos marchemos, si sigue dándome ese tipo de argumentos para que me anime, no descarto suicidarme a lo bonzo en cuanto encuentre la ocasión.
Se reía como un sátiro que hubiera logrado escandalizar a todo un colegio de niñas. Quizá ponía sus propias experiencias en la piel de mi marido y quien se hubiera aburrido con una Petra más equilibrada hubiera sido él. De cualquier modo, a pesar del poco consuelo real que encontraba hablando de aquel tema con mi compañero, nadie podía negar que su ejemplo me aportaba cosas positivas. La más importante: su capacidad de englobar todos los acontecimientos de la existencia en el plano de la normalidad. Puede que careciera de explicaciones para los hechos igual que me sucedía a mí, pero rápidamente les daba cabida en el mundo real, y si el mundo es como es, ¿por qué entrar en un conflicto interior que te lleve a cuestionártelo todo? ¡Ah, Fermín Garzón!, en hombres como él mora la esencia de la felicidad.
Marcos tampoco era manco en cuestión de filosofías posibilistas. Aquella noche estaba en casa zampándose un yogurt y, en cuanto me vio, me saludó como si fuera una vieja amiga a quien le encantara volver a saludar.
—¡Qué alegría, Petra, creí que llegarías más tarde!
—Sí, y si pensamos en que hubiera podido no regresar, mucha más alegría aún.
Me dio un beso en la boca apretándome las mejillas con su mano. Intenté liberarme, le di un pequeño sopapo.
—¡Déjame! ¿Estás loco?
—¡Estoy feliz! ¡Por fin se han firmado todas las modificaciones en el proyecto del hotel!
—¡Fantástico, qué bien!
—Bueno, eso sólo significa que ya podemos pasar a la fase de construcción; pero después de tantos problemas ya es mucho. ¿Qué te parece si salimos a cenar para celebrarlo?
Me encontraba tan cansada como si hubiera subido el Everest llevando a Garzón en brazos, pero imaginé que aquéllos eran los momentos en los que una enamorada debe olvidarse de sí misma en beneficio del ser amado. Como tampoco estaba proponiéndome que me pusiera junto a él frente a un pelotón de fusilamiento, salimos a cenar a un restaurante francés.