La visita a los Piñol i Riudepera no podía posponerse más. Si de verdad nuestros detectives eclesiásticos estaban avanzando en alguna dirección que valiera la pena, nosotros debíamos o descartar sus hipótesis o apuntalarlas. Naturalmente no me hacía maldita la gracia tener que acercarme a un notable catalán como aquél. Sobre todo porque imaginaba que a su alrededor habrían tejido una coraza del más resistente material. Por desgracia, no sólo no me equivoqué sino que mi intuición se vio superada por la realidad.
Garzón y yo nos personamos en las oficinas de los Piñol a media mañana. Estaban situadas cerca de Barcelona, en un polígono industrial de Montcada i Reixach. Nuestra calidad de policías nos abrió las puertas justo hasta llegar al propio nieto de don Heribert, que se llamaba Joan. Por descontado, estaba al tanto de las «dificultades», como él las denominó, de las corazonianas. Sin embargo, que pretendiéramos interrogar a su padre le parecía algo así como ciencia ficción.
—Eso es imposible —dijo como primera línea de diálogo.
—¿Podemos saber por qué?
—Porque mi padre está retirado, aquejado de algunos brotes de demencia senil. Tampoco creo que les sirviera de mucho hablar con él. No recuerda la mayor parte de las cosas y otras, las confunde.
—Dicen que los mayores con problemas de ese tipo suelen recordar bien el pasado remoto, aunque olviden lo que han cenado el día anterior. Si a usted le parece bien, insisto en charlar con su padre.
Tenía pinta de relamido ejecutivo licenciado en Económicas por una universidad privada y se notaba la profunda repulsión que le provocaba el hecho de que la pasma tuviera la más mínima relación con su familia.
—Todo eso está muy bien, inspectora; pero tendré que conocer al menos los motivos por los que es tan importante que hablen con él, ya que de momento le aseguro que no entiendo nada.
Soltarle a Piñol júnior las hipótesis completas de nuestros detectives aficionados me parecía en aquel momento como una especie de broma universal; así que las sinteticé, pero ni siquiera aquel procedimiento abreviado evitó que él soltara una carcajada taladradora, casi cruel. Procuré no inmutarme y proseguí con toda la calma de la que fui capaz.
—Quizá él guarda en la memoria algo que le haya contado su abuelo y que puede ser interesante para la investigación que llevamos entre manos.
Una mueca que quería ser irónica y era deforme se instaló en su boca de labios finos y pálidos.
—¿Y si le repito que no pueden verlo?
—Pediré una citación por vía judicial.
—Dudo mucho que le permitan entrevistarse con mi padre si la familia se opone por motivos de salud.
—En ese caso convocaré a los periodistas y les diré que Heribert Piñol i Riudepera se niega a declarar en el caso de la momia, sin más explicaciones. Puede estar bien seguro de que lo publicarán, andan faltos de novedades.
La cara del heredero de los Piñol se contrajo en un gesto de odio que no parecía adecuado para alguien que vestía tan bien como él. Atragantándose con sus propias palabras arremetió contra mí.
—Es usted una maldita…
Garzón lo interrumpió con voz de trueno.
—¡Tenga cuidado con lo que dice, está hablando con una inspectora de la Policía Nacional!; y le aseguro que dormir una noche en la trena es más fácil de lo que cree.
Congestionado, con los ojos lagrimeándole de rabia, se puso en pie, señalándonos la puerta.
—Lo consultaré con mi familia y esta tarde les diré algo. Y ahora, si no les importa, yo soy un hombre muy ocupado.
Dejé sobre su mesa una tarjeta con nuestro número telefónico y salimos sin despedirnos, pero antes de traspasar el umbral, Garzón le soltó de improviso:
—Le recomiendo que luche contra el estrés jugando al golf. Funciona muy bien.
El portazo que dio Joan Piñol a nuestras espaldas se oyó en todas las dependencias e hizo que la secretaria que nos acompañó hasta la salida lanzara sobre nosotros miradas de inquietud. En la calle, la reacción del subinspector no se hizo esperar.
—¡Valiente pedazo de capullo! Sólo tener que hablar con nosotros ya le parecía un deshonor. Como si eso de la poli no fuera con él.
—Si ya se lo digo yo, Fermín, éste es un país de privilegios. Aquí nadie se siente concernido por la ley, es como si sólo existiera para el populacho, para los siervos de la gleba.
—¡Bah, olvídelo!; será mejor que nos arreemos una cerveza para alejar las malas imágenes. Además, hay que ponerse en el lugar del otro, y reconozca que si a usted le vienen con la milonga de que en el año catapún sus antepasados tomaron represalias contra uno que había cometido sacrilegios con una momia… ¿Cómo reaccionaría usted?
—Fatal, me ciscaría mil veces en las peculiaridades historicorreligiosas de este puto país, pero no la tomaría con el mensajero.
—Vamos, que en lo único que ha fallado este tío es en ser un gilipollas y eso no puede remediarlo.
—¿Puede explicarme a qué viene tanta comprensión universal?
—Beatriz siempre me dice que antes de criticar a los demás hay que hacer autocrítica.
—Pues no había hecho usted demasiada cuando le soltó a Piñol lo del golf.
—No me toque las pelotas, inspectora.
—¿Y eso, tiene su frase el más mínimo toque autocrítico?
—Con usted lo mejor es no decir ni pío, pero siempre se me olvida, ¡qué le vamos a hacer!
Tomamos nuestra cerveza con parsimonia, quizá derivada de nuestra sensación de fracaso continuado.
—Y a las chicas, ¿dónde las tenemos? —pregunté de pronto.
—A las órdenes de Beltrán, ¿no se acuerda?
—Fingiendo que buscan locos. Dicho de otra manera: derrochando el dinero del contribuyente.
—Parece usted una carta de los lectores, Petra.
—Es que estoy muy cansada, Fermín. El otro día usted me planteaba: ¿renunciamos al caso? Quizá no era mala idea: lo dejamos y en paz, que otros breguen con la España profunda.
—¡Ah, no, ni hablar! Ahora que lo tenemos encaminado…
—Encaminado hacia el precipicio. Del entorno de la mendiga, que parecía una salida lógica, no hemos sacado nada importante y todo esto de la investigación histórica me da un repelús… Imagínese que encontramos al culpable por esa vía y resulta ser un descendiente del tío al que jodieron por haber mancillado a una puta momia. ¿No sería su acción una reivindicación histórica justa después de todo?
—Le recuerdo que hay dos muertos en este asunto: un monje que nada malo había hecho y una pobre mujer cuyo único delito fue ver algo inconveniente.
—Lleva usted razón, ya no sé ni lo que digo.
—¿Por qué no se toma la tarde libre y se va con su marido al cine o de compras?
—Me apetecería más que cualquier cosa en el mundo, créame.
—A veces creo que tenemos de repente ganas de abandonar el trabajo porque en casa nos espera un mundo feliz. Entonces nos preguntamos: «¿Y qué hago yo aquí aguantando criminales y mala vida cuando tengo una alternativa estupenda al alcance de la mano?» Porque ambos podíamos pedir un servicio en oficinas y santas pascuas.
—Aceptar eso que dice es como afirmar que por tener una vida personal satisfactoria se pierden capacidades profesionales, cosa con la cual no puedo estar de acuerdo en tanto que mujer. Ése ha sido siempre un viejo argumento en contra de las mujeres con pareja. Además, no deja de ser una estupidez. ¿Quiénes serían entonces los buenos policías, exclusivamente los tíos solitarios, puteados, cabroncetes y con conflicto interior?
—¡Claro, Petra, como los detectives de las novelas americanas! ¿Lo ve, se da cuenta de hasta qué punto no podemos permitirnos el desfallecer? ¿Quién dijo que este caso nos supera? ¡Pero si además contamos con una ayuda casi celestial!
—En eso lleva razón, con tanto eclesiástico…
—No, si yo me refería al doctor Beltrán, un ser tocado por la gracia, pariente cercano de Dios.
Había logrado hacerme reír. Por eso le invité a otra cerveza, por eso y porque a pesar de la risa, no remontaba mi ánimo de una manera natural, de modo que confié en el alcohol.
No hubo que esperar mucho para recibir contestación de la familia Piñol i Riudepera. Veinticuatro horas después de haber visitado al hereu, su abogado y abogado también de sus empresas se puso en contacto con nosotros. Las condiciones para interrogar al patriarca no eran complacientes. En primer lugar, debíamos desplazarnos nosotros a su finca de Cardedeu, donde vivía retirado. También era imprescindible que presentáramos previamente un cuestionario con nuestras preguntas. Además, estarían presentes en nuestra conversación un miembro de la familia Piñol, el propio abogado y el médico personal de don Heribert, que tendría la facultad de interrumpir la visita si las condiciones físicas del interpelado lo aconsejaban.
—Me dan ganas de contestar que se vayan al carajo y pasar directamente a la orden del juez —comentó Garzón.
—No ganamos nada. Además, el juez no ordenaría algo muy diferente tratándose de un hombre de edad y precario estado de salud. Llame usted al abogado y dígale que lo único inaceptable es la lista con las preguntas. Pasaremos por todo lo demás.
Después de un ligero rifirrafe a cuenta del cuestionario, que se saldó a nuestro favor, concretamos la visita para las cuatro de la tarde, hora en la que el viejo habría acabado de hacer la siesta. Garzón estaba bastante nervioso cuando íbamos en el coche.
—Desde luego, cuando la gente dice que la ley no es la misma para todos tiene santa razón. A ver a qué chorizo se le tienen tantas contemplaciones.
—Le recuerdo que Piñol no habla con nosotros en calidad de sospechoso.
—¡Da igual! ¡Ni el papa pone tantas trabas para recibir a la gente!
Al pobre Garzón le faltaba por vivir una última afrenta, también una sorpresa morrocotuda que compartí con él, y es que cuando la nutrida comitiva medicolegal estaba presta para acompañarnos frente al anciano rey, éste cogió un cabreo del demonio que sonó así:
—¿Qué collons es esto, una comisión oficial, una fiesta de cumpleaños? ¡Aún me falta bastante para llegar a los cien! ¡Fuera, fuera de aquí!
Estaba sentado en un cómodo sillón de mimbre que ocupaba buena parte de una gran glorieta en el jardín. Tenía el pelo blanco, la cara huesuda, pero no había en su tono ni en la severidad de sus gestos ningún atisbo de demencia senil. Su hijo mayor trató de calmarlo con buenas palabras, pero él repitió sus invectivas y especificó sus órdenes.
—¡Todos fuera, que sólo se quede la mujer!
La mujer era yo. Me asombró ver cómo todos aquellos acólitos que, teóricamente, debían suplir la falta de criterio del anciano, le obedecieron sin rechistar. Garzón me miraba remiso a sumarse al grupo de los expulsados. Le indiqué con una mínima seña que saliera también. Cuando nos quedamos solos, Heribert Piñol i Riudepera me invitó a sentarme con el semblante serio y cansado.
—Soy Petra Delicado, inspectora de la Policía Nacional.
—Sé perfectamente quién es usted. Puede que le hayan dicho que estoy gagá, pero le aseguro que mi cabeza funciona mejor que la de todos esos tarugos juntos.
—No lo dudo.
—¿Y sabe por qué he dicho que sólo quería hablar con una mujer? ¡Porque los hombres no respetan la edad! Como lo único que les interesa es la fuerza y el poder, cuando uno se hace viejo piensan que es un cero a la izquierda. ¿Me comprende?
—Le comprendo a la perfección. ¿También sabe por qué estoy aquí?
—¡Por supuesto que lo sé! Veo la televisión y si no tengo la vista muy cansada, también leo los periódicos. Por cierto, nunca había oído más tonterías juntas que las que están diciendo sobre este caso.
—Comparto esa impresión con usted.
—¡Un fanático religioso, un asesino paranoico… como si estuviéramos en Estados Unidos! ¡Aquí todos los fanáticos religiosos están en la Conferencia Episcopal, y de momento aún no se han cargado a nadie, aunque tampoco me extrañaría!
Me eché a reír con ganas. Él, sorprendido, me observó.
—Tiene usted una risa bonita, inspectora, en eso también les gana a los que se han quedado fuera.
¿Estaba coqueteando conmigo? Sin duda, los hombres coquetean siempre, eternamente, siempre se lanzan a la conquista femenina, hasta después de muertos, como el Cid.
—¿Tiene usted una teoría propia sobre lo que ha podido suceder, señor Piñol?
—Para hablarle de eso necesito hacerme una idea de hasta dónde sabe usted, sin ocultarme nada.
—La Semana Trágica. La profanación del convento de la corazonianas. La posible reclamación de uno de sus antepasados que ocasionó una represalia policial contra el profanador. Eso es todo.
Su mente, lúcida pero quizá lenta, tardó un momento en procesar mi síntesis. Luego, su cabeza asintió con gravedad.
—Exactamente. ¿No saben nada de Caldaña?
Saqué mi pequeño bloc de notas y al hacerlo, sobresalió un poco mi pistola. A Piñol le llamó enseguida la atención.
—¿Puede enseñarme la pistola?
La observó en mi mano, como si fuera un niño, e hizo un gesto de desagrado.
—No me gustan las armas, ni tampoco las guerras. En España ha habido demasiadas guerras.
Temerosa de que se descentrara, lo conminé a continuar:
—¿Quién es Caldaña?
—El hombre a quien mi familia denunció tras la profanación de las corazonianas se llamaba Diego Caldaña. Pasó años en la cárcel por aquella denuncia. Fue una sentencia desproporcionada que siempre se recordó con dolor entre nosotros los Piñol. Se trataba de un obrero textil sin la menor cualificación que tenía la friolera de siete hijos. Supongo que aquel encarcelamiento hizo que la economía familiar se resintiera extraordinariamente, ya conoce usted la dureza de aquellos tiempos. Sabemos que la esposa de mi abuelo, una buena samaritana, intentó compensar a aquellos desgraciados en plan caritativo, pero su ofrecimiento nunca fue aceptado, los Caldaña eran pobres, pero orgullosos. Esta historia ignominiosa no se ocultó en el núcleo familiar, y mi padre se encargó de contármela tal como hicieron con él y tal como yo hice con mis hijos. Supongo que, en el fondo, se trata de una manera de hacer penitencia por los errores del pasado.
No sabía qué preguntarle ni por dónde abordar las aclaraciones, pero antes de que pudiera tomar la palabra, él prosiguió:
—Durante la guerra civil yo era joven aún. Como catalanista mis simpatías estaban en el bando republicano, aunque mi actividad en la guerra se limitó a estar destinado en unas oficinas militares. Uno de mis cometidos consistía en conducir un coche oficial para hacer los recados que me mandaban mis superiores. Un día, en verano del año 38, el coche en el que viajaba sufrió un atentado en cuanto lo cogí. Iba solo y me salvé de milagro de la carga explosiva que reventó casi debajo de mis pies. Todo se saldó con un par de días en el hospital, pero al salir, alguien me había dirigido una carta sin firmar. En ella podía leerse: «Las canalladas nunca se olvidan». Siempre pensé que algún descendiente de los Caldaña había tenido algo que ver en aquel intento de quitarme de en medio.
Se calló de improviso.
—¿Y qué hizo usted?
—Nada, destruir la carta y callar.
—¿Por qué?
—Pensará que fue por miedo a una nueva venganza, o por no dar a la luz pública el episodio pasado de la familia, pero le aseguro, se lo aseguro, que si no dije nada fue por un extraño sentido de la justicia. Me sentía liberado, como si aquella deuda afrentosa de los Piñol con los Caldaña (fueran quienes fuesen) se hubiera saldado en mi persona. Ya no les debía nada, estábamos en paz.
—¿Y después?
—Después… nada.
—¿No tuvo noticias del autor de la carta, no investigó…?
—No hice nada. Tampoco hubo ninguna autoridad que quisiera investigar. Los tiempos eran lo suficientemente revueltos como para que un atentado se considerara una rutina habitual. Siempre he pensado que aquello era un asunto cerrado y no he querido pensar más en él.
—Comprendo.
—De modo que si ahora quiere pasar este dato a los medios de comunicación, me da exactamente igual. ¿A quién le importan las historias pasadas?
—Señor Piñol, ¿usted piensa que nuestro caso puede tratarse de una venganza tardía contra su reputación?
—¡Que me aspen si lo sé! A lo mejor cada tiempo lleva aparejado un tipo de venganza. En la guerra civil, atentados con bomba. Hoy en día… revuelo de periodistas tras la momia perdida hasta que vuelva a salir el tema del pasado y todo el mundo sepa que los Piñol i Riudepera fueron delatores. ¡Qué sé yo, cada vez entiendo menos lo que pasa, inspectora! Es por eso por lo que me doy cuenta de que me he hecho viejo.
Le sonreí.
—Usted no tiene nada de viejo, se lo aseguro. Si no fuera por lo que es, me lo llevaría de ayudante en esta investigación.
Rió con pequeños impulsos que hicieron moverse todo su cuerpo enjuto.
—Dígaselo a mi hijo mayor, verá cómo no está de acuerdo con usted.
—Señor Piñol, si se siente usted un poco… perdone la expresión y tómela con todo tipo de salvedades, pero si se siente usted un poco secuestrado por su familia y cree que yo puedo hacer algo de tipo legal le aseguro que…
Sonrió tristemente, elevó una mano sarmentosa y llena de venas prominentes.
—Todo está bien como está. Puede parecerle otra cosa, pero si yo hubiera seguido al mando de las empresas familiares, hace tiempo que estaríamos en la ruina. El tiempo no pasa en balde, ya lo verá. De todas maneras, me encanta que una mujer venga a liberarme en un caballo blanco. Antes era al revés. Es usted encantadora, Petra. En otros tiempos le hubiera tirado los tejos. ¿Le parece ridículo?
—No.
—Me basta con eso. ¿Puedo pedirle un favor antes de que se vaya? Me gustaría que nos hicieran una foto a los dos, usted llevando en la mano la pistola.
—Eso está hecho.
Llamó a sus adláteres y le trajeron la cámara digital que pidió. La cara de todos ellos, incluido Garzón, cuando nos vieron posar adoptando diferentes posturas siempre cercanas a la parafernalia del agente 007 resultó un verdadero poema. Luego nos despedimos como auténticos amigos, lanzándonos mutuos requiebros que nadie acababa de comprender.
A la salida, Piñol júnior parecía mucho más cabreado que cuando entré. Me amenazó sin sutilezas.
—Tenga mucho cuidado con lo que comunica a los periodistas sobre este asunto o le juro que removeré cielo y tierra para que se quede sin trabajo.
Lo miré como suelo hacer con las moscas estivales que zumban a mi alrededor y, a falta de insecticida, le solté:
—Yo en su lugar sería más amable, cualquier día de éstos igual me convierto en su madrastra.
El subinspector reía de buena gana cuando ganamos la calle.
—¡Hay que joderse, inspectora! ¿El viejo se ha prendado de usted?
—No más que cualquier hombre que me conoce.
—Me chivaré a su marido.
—Y yo también. Le contaré a Beatriz que anda comiendo entre horas.
—La odio.
—Del amor al odio sólo hay un paso, Fermín.
—Puede, pero del odio al amor…
La pasajera euforia que me produjo aquel episodio nacía más bien de la íntima satisfacción de haber echado una mano al viejo David en contra del joven Goliat, que de las novedades positivas que aportara a nuestro caso. Toda aquella historia de los Caldaña y sus sucesivos fantasmas, vivos generación tras generación, me dejaba un tanto indiferente. ¿Por dónde hincarle el diente a semejante pastel? Por el contrario, noté que, tras informarlo, el subinspector ponía grandes esperanzas en el nuevo marco que se presentaba ante nosotros.
—¡Era lo que nos faltaba para completar el rompecabezas!
—Permítame que le corrija. Era lo que nos faltaba para completar ¡un rompecabezas!, pero ¿es el rompecabezas que corresponde a la realidad?
—Inspectora, buscaremos al tal Caldaña. Estoy seguro de que aparecerá y cantará.
—Mire, Garzón, aceptemos que un descendiente de Diego Caldaña, especialmente reivindicativo y peleón, reinicia una venganza historicofamiliar, se busca un cómplice y decide robar la momia de fray Asercio para que las afrentas seculares salgan a la luz y el nombre de los Piñol i Riudepera se cubra de cieno. De acuerdo, incluso por ponernos a fantasear digamos que es un tipo joven y con pocas responsabilidades a quien una gamberrada semejante le divierte y se busca un amiguete para que lo acompañe. Aún más, según la teoría que estamos imponiendo a fuerza de repetirla, se encuentran los dos compinches con el hermano Cristóbal y, con un golpe que no pretendía matar, acaban sin embargo con él. Vale, de acuerdo, todo correcto hasta ahí. Pero el culpable va y nos pone un cartelito a la poli para que se levante jaleo mediático. Es aquí donde yo ya empiezo a dudar porque, después del trauma de haberse cargado imprevistamente a un ser humano, ¿aún les quedaban ganas de jugar? Pero luego, no contento con eso, sigue en la misma línea y le corta una pata al beato. Y yo me pregunto: ¿para qué el troceado del beato que no hace sino darnos pistas? ¿Qué quiere ese tipo, que lleguemos hasta él y lo trinquemos por asesinato? Una cosa es que le hubiéramos acusado del robo de un momio, pero ¿nos desafía teniendo no uno, sino dos muertos a sus espaldas? Perdone que le diga que no me lo puedo creer.
Garzón se rascó varias veces el pelo fuerte y canoso en un gesto que siempre repetía cuando su pensamiento alcanzaba un alto nivel de intensidad. Luego, me respondió de un modo en que era evidente el placer discursivo que sentía.
—Ha dejado llevar su imaginación demasiado lejos, inspectora, dotando al presunto sospechoso de una personalidad determinada que acaba de inventarse. ¿Por qué tendría que ser Caldaña un chico joven, gamberrete y garboso al que le divierte ir robando reliquias por ahí? Para nada, yo más bien diría que se trata de un tipo perturbado que ha centrado su desequilibrio en la obsesión de aquella injusticia sufrida por su familia, la cual desde pequeño ha oído comentar. Y como tal perturbado, no mide la consecuencia final de sus acciones y sigue jugando.
—¿Y el cómplice?
—Digamos que el cómplice le ayudó a robar la momia, nada más.
—¿Y el asesinato de la mendiga? Los testigos dicen que ella mencionaba a dos hombres persiguiéndola.
—A eso también le ayudó por la cuenta que le traía, o quizá bajo amenaza, pero del despedazamiento de la momia y de los jueguecitos dejando pistas no sabía nada y ahora anda horrorizado poniendo parches a lo que ayudó a hacer. ¿Sabe lo que pienso? Pienso que debemos poner estos datos en conocimiento del doctor Beltrán y que en vez de seguir haciendo chorradas para disfrute de periodistas, tiene que ponerse en serio a elaborar el perfil de un tipo obsesivo y loco como Caldaña.
—Me jode admitirlo, pero lleva usted razón. Llame al psiquiatra y póngalo en conocimiento de todas estas novedades. Y a Yolanda y Sonia dígales que quedan liberadas de buscar locos ficticios. Que se personen las dos en mi despacho esta misma tarde y les daremos órdenes para que se pongan a buscar a todos los tipos apellidados Caldaña que haya en Barcelona.
Todo aquello no me llevaba a hacerme demasiadas ilusiones, que los indicios nos señalaran un posible sujeto no significaba que le hubiéramos echado el guante. Porque si el loco Caldaña existía y era culpable, dudaba mucho de que estuviera esperándonos en su lugar de residencia habitual.
Les comuniqué a nuestros detectives con hábito la línea a la que nos abocaba la conversación con don Heribert. La hermana Domitila se alegró:
—¡Bien! —exclamó—. ¡Estábamos en la dirección correcta! —Tanto fue su entusiasmo cuasi profesional, que la autocensura le hizo agregar una inmediata aclaración.
—Comprendan que me sienta como una científica a quien le sale bien el experimento. En ningún caso pienso en las implicaciones negativas que todo esto puede tener para la familia Piñol.
—Entiendo muy bien su reacción, hermana, no se preocupe. Un policía puede sentirse igual cuando algo confirma una intuición anterior.
—Le recuerdo que la idea inicial de acudir a los conflictos de la Semana Trágica fue del hermano Magí, no mía —añadió con humildad. Pero al hermano Magí no se le veía feliz en absoluto.
—¿Algo anda mal? —le pregunté. Respondió con reticencia.
—¡Dios mío!, llevo tanto tiempo viniendo diariamente a Barcelona que… ¿piensa que debemos continuar en la investigación?
—Les rogaría que lo hicieran un poco más. Sería necesario que buscasen algún expediente judicial o noticia de periódico de la época que nos brindara nuevos datos sobre el proceso a Caldaña.
—¡Pero nada de eso podemos encontrarlo en los archivos de las corazonianas!
—¿Dónde tendrían que ir?
—Pues… —miró a su compañera de pesquisas historicocriminales—. Quizá a los archivos judiciales o a las hemerotecas de los principales diarios.
—¡Al archivo diocesano! —exclamó ella cercana al júbilo—. Es posible que esos procesos figuren en los anales eclesiásticos. En aquellos años la distancia entre la Iglesia y el Estado no era tan grande como la que existe hoy. Creo, además, que se guardaba copia de los expedientes que tenían relación con lo eclesiástico.
—Es buena idea —admitió el fraile—. Sólo que yo…
—Hemos desorganizado su vida monástica, hermano, me doy cuenta. Pero únicamente le pido que continúe unos días más colaborando con la policía, es una labor importante. ¿Sabe qué vamos a hacer? Llamaré al abad y le pediré permiso para que se quede aquí al menos durante una semana. La policía le buscará un hotel y correrá con todos los gastos de su estancia.
Dudó un momento, apurado. La monja le animó.
—¡Oh, vamos, hermano, deje que la inspectora haga lo que dice! Estoy segura de que esto no podré llevarlo a cabo yo sola.
Se encogió de hombros, a modo de aceptación. Tuve la certeza de que, quizá debido a su mayor edad, estaba empezando a sentirse profundamente cansado. Intenté darle otro enfoque a mis requerimientos.
—Pienso que tiene usted todo el derecho a abandonar ahora mismo esta colaboración. En realidad ya hemos abusado demasiado de ustedes dos. Sólo le ruego que recapacite sobre el origen de todo esto y que medite un poco si el hermano Cristóbal, desde un plano superior desde el que pueda estar viéndonos ahora, no se sentirá deseoso de que la justicia triunfe al final.
Asintió varias veces con gesto grave y dijo en voz suave, pero con plena convicción:
—Le agradeceré que haga esa llamada a mi superior. Creo que es más respetuoso que usted lo informe.
—En ese caso… —intervino la hermana—. ¿Podrá hacer lo mismo con mi priora? Yo también me veré obligada a salir del convento.
—No se preocupen ninguno de los dos; todo queda en mis manos.
Ni siquiera había puesto el coche en marcha cuando oí la voz zumbona de Garzón, parodiándome.
—¡«Desde un plano superior en el que pueda estar viéndonos»! ¡Vaya cojones que le ha echado, inspectora, con franqueza! ¿Por qué no le ha dicho al monje: «El hermano Cristóbal, que nos ve desde el Cielo con los angelitos»? ¡Era lo que le faltaba, aunque por lo menos hubiera quedado más claro!
—Es usted un zoquete y no tiene ni puta idea de teología.
—Pues eso del «plano superior» ha quedado de un raro… ¡Por no mencionar lo de que «puede estar viéndonos»; porque como no sea con catalejo sideral, el pobre…!
—¡Deje de comportarse como una maldita acémila!
—Sí, sí, yo seré una acémila, pero usted dice cursiladas.
Se reía como un bendito, y yo tenía que hacer verdaderos esfuerzos por no estallar también en carcajadas y fingirme ofendida.
—¿Sabe lo que van a costarle esos comentarios cínicos, Fermín?
—Me lo imagino, ¿un avemaría y tres padrenuestros?
—No, va a tener que ser usted quien llame a los priores de las dos órdenes informando de la situación y allanando caminos.
—Inspectora, no me joda; que yo no me aclaro hablando con la jerarquía eclesiástica.
—Ya se las apañará. Cuénteles un chiste de ésos anticlericales que usted se sabe.
—¡Jo, es usted vengativa hasta la muerte!
Se quedó enfurruñado como un niño y así entró en comisaría. Mientras se dirigía a su despacho lo oía rezongar. Perfecto, eso demostraba que su salud laboral estaba en plena forma. Llamé desde mi teléfono a Sonia y Yolanda y les ordené venir a verme. Era obvio que no estaban haciendo nada porque al cabo de veinte minutos habían llegado. Me alegré de tenerlas delante, hacía tantos días que no había tratado con ellas, que enseguida me di cuenta de que de algún modo nos hacía falta su juventud. No parecían felices, sobre todo Yolanda.
—¿Qué, cuántos locos furiosos habéis detectado?
La cara de Sonia revelaba desconcierto, pero la de Yolanda enseguida se crispó.
—Inspectora, ¿me da usted su permiso para hablar sinceramente?
—Si vas a decirme alguna impertinencia, mejor no.
—Lo diré con todo respeto, pero la verdad, que nos haya tenido apartadas de la investigación y del servicio sin hacer nada y muertas de asco no me parece bien.
—Estabais en una misión.
—Sí, visitando psiquiátricos para nada, todo el día metidas en los bares dándole al café.
—Eran órdenes superiores.
—Pero yo la conozco a usted y sé que cuando las órdenes no le acomodan se las ingenia para saltárselas.
—Bueno, Yolanda, ya está bien. De todos modos ese trabajo quedó atrás, ahora os necesito para otra cosa.
No la reprendí con brusquedad porque su tono era el de una niña un poco díscola, en ningún caso el de una insubordinada que hubiera perdido los nervios. De repente, Sonia intervino con su vocecita meliflua.
—Yo le dije a Yolanda, inspectora, que no se preocupara porque tarde o temprano usted nos llamaría para una faena más útil y mejor. Porque aprovechando que estamos en confianza le diré que lo de los bares no ha sido nada comparado con los rollos de psiquiatría que nos arreaba el doctor Beltrán.
Como siempre que aquella pobre chica abría la boca me invadió una oleada de indignación.
—¿Cómo has dicho, que estamos en confianza? ¡Nadie te ha dado la confianza como para hacer esos comentarios irrespetuosos sobre un colaborador de la policía! ¿Te has enterado?
—Sí, inspectora —dijo aterrorizada en lo que sonaba más como un lamento que como una afirmación.
—Y ahora pasemos al caso.
Les expliqué la búsqueda del Caldaña que nos interesaba y cómo debían organizarse para dar con él. Mientras les aclaraba todos los puntos, con franco mal humor, iba arrepintiéndome de mi reacción hacia Sonia. Pero me resultaba imposible rectificarla; la veía allí, en innecesaria posición de «firmes» y con el mismo gesto de desconsuelo que debe poner una lubina recién pescada, y se me llevaban los demonios. Me daba cuenta de que detestaba a los torpes, a los imprudentes, a los miedosos, a los… o simplemente me detestaba a mí misma por dejarme llevar de tal modo por la subjetividad. Yolanda se ponía rebelde en mis narices y le daba palmaditas en la espalda. Sonia se permitía una simple frase y le lanzaba la caballería. Intenté serenarme e hice la última recomendación en un tono demasiado sosegado para ser cierto.
—Tenéis que ser especialmente perspicaces y fijaros en los detalles, también en las reacciones de la gente que interroguéis. Es preciso que no creéis alarma, pero que registréis cualquier cosa sospechosa que podáis observar. Prudencia y discreción son los conceptos que debéis aplicar. Si algo os parece inquietante, el protocolo a seguir es despedirse de la persona sin levantar la liebre, vigilar la casa y llamarnos a mí o al subinspector Garzón inmediatamente. ¿Hay alguna duda?
—No —respondió Yolanda.
—¿Y tú, Sonia? —pregunté con cuidado exquisito.
—¡No! —se precipitó a contestar casi chillando.
—Muy bien, pues empezad por el principio. Yendo siempre las dos juntas, por supuesto.
El principio era simple. No existía ningún Caldaña fichado por nosotros, por los Mossos d’Esquadra ni por la Guardia Civil; de modo que el camino fácil quedaba rápidamente truncado. Sólo quedaba el sistema pedestre de buscar en la guía telefónica y en el registro. Pronto me informaron las chicas de que sólo había trece personas inscritas en Barcelona con ese nombre; número que, por moderado, me pareció tranquilizador. Menos tranquilizador era pensar en la posibilidad, para nada extemporánea, de que el Caldaña que nos interesaba viviera en cualquier otra población catalana. Cerré los ojos a esa opción, buscando ser positiva, y di la orden de comenzar.
Había entrado en una de esas fases de la investigación en la que la atención requerida hacía que se me olvidara incluso comer. De pronto, sola en el despacho, me di cuenta de que estaba exhausta. Encendí un cigarrillo que me supo amargo en la boca, y pensé en la posibilidad de pedir al bar que me trajeran algo. Sólo la imagen de un bocadillo grasiento me hizo sentir asco. Cerré el ordenador y llamé a Garzón. Al verlo comprendí que también le hacía falta un descanso: estaba demacrado y sus ojos, habitualmente mansos como los de un buen perro, se veían enrojecidos y pitañosos.
—¿Qué le parece si nos vamos, Fermín?
—¿Adónde?
—Usted a su casa y yo a la mía, adónde va a ser.
—No puedo. La madre Guillermina ya ha dado su permiso para que la hermana salga cuando quiera del convento, pero llevo dos horas llamando al abad de Poblet y me dicen que no puede ponerse porque está rezando.
—Deje un recado y que le llame él.
—Prefiero insistir, no vaya a ser que se olvide con tantas oraciones. Y digo yo, inspectora, ¿para qué rezar tanto?
—Hablan con Dios.
—Pues Dios debe de estar harto de oírlos. A lo mejor por eso no contesta.
—¡Y usted qué sabe si contesta o no!
—Saldría en los periódicos.
Solté una risotada que evidenciaba mi cansancio.
—Me voy. Llevo sin rezarle a mi marido un montón de tiempo.
—Yo tampoco le rezo mucho a mi santa, ¡y eso que me concede todo lo que le pido!
Volví a reír y le miré detenidamente.
—¿Usted nunca pierde el humor?
—El humor es lo último que queda cuando se ha perdido todo lo demás. Por eso el que no lo tiene anda jodido.
Me mostró su espalda ancha y carnosa cuando salió, y yo me quedé pensando que aquel hombre firmó al nacer un pacto con la vida cuyo impreso a mí nadie me había presentado. Se volvió de improviso para añadir como colofón:
—Ahora, eso sí, cuando esto se acabe, el primer cura que me cruce por la calle, si es que va vestido como tal, se va a ganar una bronca del copón. Así, por mis cojones, sin más explicación. Porque estoy del tema sacro hasta las bolas, se lo juro.
Arrastró tras de sí cualquier viso de tragedia que hubiera podido flotar en la habitación y el viento que generó su impulso limpió el aire de miasmas criminales. Lo bendije mentalmente.
Al meter la llave en la cerradura de mi casa me pregunté a quién encontraría en su interior. Era algo a lo que no me acostumbraba, antes nunca había nadie, pero ahora… aunque no me importaba; al contrario, aquella incertidumbre ponía en mis entradas un punto de suspense y aventura. En efecto, esta vez fue Federico quien me sorprendió. Leía un libro sentado en el sofá del salón y llevaba un iPod insertado en la oreja.
—¡Petra, amada madrastra!
—Vengo medio muerta, hijastro de mi corazón. ¿Estás solo?
—Más solo que la una. He hablado con mi padre y dice que no llegará hasta la hora de la cena.
—¡Vaya desastre de familia!, ¿verdad?
—¡Qué va, al contrario! Soy yo quien no debería estar aquí sino en casa de mi madre, pero se puso en plan de adulta concienciada que da consejos por mi bien y huí diciendo que había quedado con vosotros. Me abrió Jacinta y me he refugiado en vuestro sofá. ¿Nos arreamos un whisky? Tú lo estás necesitando y yo no voy a dejar que bebas sola, porque soy un caballero.
Me derrumbé en un sillón frente a él, me quité los zapatos, suspiré.
—Venga ese whisky. Me encanta ser una mala influencia para la juventud.
Observé su figura filiforme y nerviosa preparando las bebidas con escasa ortodoxia. Me pasó la mía, volvió a sentarse.
—¡No voy a preguntarte por la momia, lo juro! Yo soy más civilizado que mis hermanos.
—Tus hermanos son muy buena gente. Lo que ocurre es que se les hace difícil pensar que tienen una madrastra policía. Y no me extraña, todos los cambios de pareja de tu padre deben de haberles creado cierta inestabilidad.
—No lo creas. Los adultos subestimáis las capacidades de los niños. Yo, que lo tengo fresco aún, recuerdo perfectamente cómo sabía que mis padres se iban a separar. Te vas dando cuenta de las cosas, sabes cómo son los dos, lo bueno y lo malo de cada uno, sus manías, sus defectos, lo que intentan ocultarte sin conseguirlo. Pero los mayores pensáis que sólo somos enanos que vivimos en un mundo mejor.
—Eres muy inteligente.
—Sí, no estoy mal. Me acuerdo de que un día caí en que ser hijo de padres separados me daba un montón de posibilidades que no había tenido jamás.
—¿Cómo por ejemplo?
—Te sientes más libre, menos cautivo dentro de la familia, más responsable de tu propia vida, con más facilidad para pensar, para elegir…
—Lo malo es que te percatas de eso cuando ya tienes cierta edad, pero al principio debe ser diferente.
—Al principio es un poco duro, lo reconozco, empiezas a pensar si tú has tenido la culpa de algo, si te has portado siempre bien, si hubieras podido aportar más a la paz familiar. Pero una vez que todo se ha reorganizado y vuelves a tener una rutina y ves que todo sigue más o menos colocado en su lugar, entonces lo que te preocupa es pasarlo lo mejor posible y no sufrir incomodidades. Porque tus padres son tus padres, algo muy importante, pero tú eres tú.
Lo miré con simpatía. Quizá producía en los demás la sensación de tomar poco en serio la vida, pero Federico distaba mucho de ser un joven frívolo e inconsciente. Después de pegarle un buen trago a su whisky, continuó.
—Me alegro de que estés casada con mi padre. Me parece que, de todas sus mujeres, tú eres la mejor para él.
Solté una breve risotada que intentaba ocultar mi embarazo.
—¿Puedo preguntar por qué? Me interesa mucho tu opinión. A tu padre no le gusta hablar del pasado.
—Es un tipo muy reservado, ya lo sé. Y yo tampoco sabría hacer una lista de las razones exactas que explican lo que acabo de decirte; pero tengo la impresión de que tanto mi madre como su segunda mujer esperaban demasiado del matrimonio. Y claro, mi padre se sentía agobiado. Eso de que el amor es básico está muy bien, pero hay otras cosas, ¿no? Entonces tú, con ese rollo de que eres policía y de que te has divorciado también varias veces…
—Sólo dos.
—Las que sean; pero el caso es que tienes tu vida, tus problemas, tus historias, y no te pasas el día dándole la vara con que lo amas y todas esas cuestiones tan cursis. Él es muy independiente, y tú también.
Me eché a reír.
—No sé cómo tomarme eso, la verdad.
—Tómalo bien. Tampoco es que yo sea un psicólogo magnífico ni un consejero sentimental, pero me gusta fijarme en lo que pasa y sacar conclusiones.
—¿Tú sales con alguna chica?
—A veces sí, pero aún no me apetece meterme en líos. De todas maneras, no pienso casarme. Vuestra generación siempre está casándose y descasándose, yo no tengo ganas de tanto embrollo sentimental.
—Me parece una sabia postura.
—Igual algún día cambio por completo y me enamoro; pero no me casaré, te lo aseguro. Y nunca tendré hijos.
—Bien hecho, es una responsabilidad excesiva.
—Y un coñazo.
—Eso, también.
—Cuando estoy unos días con mis hermanos acabo hasta las narices.
—A mí me hacen gracia.
—Ya lo sé. Tú a ellos les caes bien. Flipan con eso de que seas policía y lleves casos de asesinos locos y todo lo demás.
—Me alegro. Ha habido algunos momentos en los que pensé que nunca me aceptarían como soy.
—Tonterías, ganas de jorobar y hacerse los importantes.
Ambos oímos claramente la puerta de la calle abrirse y cerrarse después. Marcos se acercaba. Precipitadamente le pregunté:
—¿Cuándo vuelves a Londres?
—Mañana.
—Por si no volvemos a estar solos quiero que sepas que estoy muy contenta de tener un hijastro como tú.
No le dio tiempo a contestar; tanto mejor, me horroriza la exhibición de los sentimientos. Marcos se sorprendió al vernos sentados allí, en actitud de descanso total.
—¡Eh!, ¿qué hacéis aquí casi sin luz? —Encendió una lámpara—. ¡Y bebiendo como cosacos! ¿Celebráis algo?
—Quería ligarme a Petra, pero me ha dicho que no.
Marcos tomó un cojín del sofá y lo lanzó encima de su hijo.
—¡Calla, monstruo!
Se dejó caer pesadamente en un sillón.
—¿Te preparamos una copa?
Negó con la cabeza, se restregó los ojos y suspiró.
—¿Sabéis qué ocurrirá si ahora me tomo una copa? Pues que me quedaré dormido como una marmota. Os propongo algo mejor: vamos a cenar al italiano de la esquina. No será una gran celebración, pero podremos comer y charlar tranquilos.
—¿Y qué celebramos? —preguntó Federico.
—¡Que te vas de una vez! No hay motivo mejor.
Cuando nos arreglábamos para salir me dio la impresión de que Marcos estaba tan mortalmente cansado como yo. Al tiempo se le veía feliz, porque había comprendido que su hijo mayor y su mujer habían congeniado sin ningún género de dudas. Por supuesto, no me hizo ningún comentario al respecto, ni tampoco yo a él. Hay cosas que resulta casi obsceno subrayar.