En la calle Escornalbou empezamos a visitar las casas que figuraban en nuestra relación. Como ya habían sido interrogados con anterioridad, la reacción de los vecinos era normalmente de cierta impaciencia, bordeando en algunos casos la exasperación. Lejos quedaban los tiempos en los que a la gente le gustaba cooperar con la policía o ser entrevistado en la calle por un encuestador profesional. Desconfianza o desinterés, eso era lo que encontrábamos la mayor parte de las veces. Intentábamos llegar a una mayor profundidad de la que había alcanzado el operativo, pero por más que nos demorábamos, las conclusiones eran parcas. Sí, muchos vieron a la mujer merodeando por el barrio, pero eso era todo, ¿qué más podían añadir?
Acabamos con el cometido que nos habíamos fijado para la jornada, aproximadamente la mitad de las referencias testimoniales con las que contábamos, sin obtener el más mínimo resultado. La fe del subinspector se tambaleó.
—Oiga, Petra, ¿de verdad cree que esta revisión nos conducirá a alguna parte?
—Debemos completarla. Ya que no tenemos ideas, debemos confiar en la tenacidad. Así es como triunfa la gente que carece de talentos especiales.
—Pero aun reconociendo que somos torpones, estos testigos tan circunstanciales no nos están aportando nada.
—Basta de saltos en el vacío, Garzón, seamos protocolarios por una vez. A lo mejor así Dios nos lo premia. Dios es amante del orden.
—Hablando de Dios, ¿a qué hora tenemos la reunión con los eclesiásticos?
—Ya mismo, ponga rumbo al convento.
—Pero, inspectora, yo he comido poquísimo. Llevo el día entero con una birria de menú.
—Ya comeremos después de la reunión.
—¿Es que Dios también premia pasar hambre?
—¡No lo sabe usted bien! De hecho es la segunda cosa que más premia. Adivine cuál es la primera.
—Me lo imagino; y con esas premisas, estoy casi deseando que Dios me castigue, la verdad.
Domitila y Magí habían estado trabajando duramente. Los encontramos en la biblioteca, enfrascados en sus deliberaciones y sus documentos. Formaban una imagen casi pictórica. Lamentablemente él iba vestido de calle, habiendo dejado su hábito en la abadía. De no ser así, hubiéramos podido estar perfectamente ante una imagen medieval. Una monja y un fraile, rodeados de legajos y libros, con los ojos fijos en su labor intelectual.
Nos recibieron con noticias en principio alentadoras. Al parecer, habían llegado a una especie de conclusión provisional. El hermano Magí se erigió en portavoz con enorme entusiasmo.
—Nuestro trabajo ha partido de una base teórica. Cuando ustedes nos encomendaron esta tarea, la hermana y yo barajamos la hipótesis de una venganza tal y como se nos sugirió. Y bien, hemos buscado en todos los documentos que sobre la Semana Trágica existen en el convento, hasta concluir que las corazonianas, si bien sufrieron sacrilegio en la capilla, no pidieron que se tomara ninguna represalia sobre los asaltantes. No hubo testimonios acusadores de la superiora de la época, y tampoco denuncias a escala institucional. Entonces nos planteamos la siguiente pregunta como escenario de investigación. Una venganza histórica tiene que haberse llevado a cabo, de modo simbólico, sobre algo institucional. El motivo de este primer punto es obvio: ningún individuo de carne y hueso puede haber permanecido vivo desde las fechas de la Semana Trágica. Bien, si en principio descartamos la orden de las corazonianas como objetivo del vengador, ¿qué otra institución puede quedar en pie desde aquellos tiempos?
La hermana Domitila lo interrumpió en ese momento, y con voz ligeramente angustiada, rogó:
—Hermano Magí, le ruego que sea muy cauto con lo que dice. Sería necesario subrayar con claridad que hablamos de hipótesis, de posibilidades quizá remotas.
El monje puso cara de contrariedad y pareció contar hasta tres para templar su paciencia y responder.
—Continúe informando usted a los inspectores, hermana.
—No, no; es mejor que siga usted. Al fin y al cabo, de usted han partido las ideas definitivas.
—En absoluto, hermana; sus consideraciones han sido básicas para comprender que…
Alarmada porque volviera a plantearse una guerra intestina entre intelectuales, dictaminé:
—Prosiga, hermano Magí. Estamos seguros de que los dos han contribuido a llegar al meollo de la cuestión. Pero ya que estaba usted en ello…
Con visible satisfacción el fraile dijo:
—Pues bien, como decía, sólo hay algo cuya nominalidad haya pervivido durante los años: la familia Piñol i Riudepera en su calidad institucional de donante y protectora del convento.
Garzón y yo formamos un mismo cuerpo en la sorpresa.
—¿Cómo dice? —fue la pregunta que salió sin freno de mi alma.
—Sólo los Piñol i Riudepera han ido sucediéndose en las generaciones, y nunca, en ninguna época, han abandonado sus donaciones anuales a la comunidad corazoniana. Por lo tanto, como base, nos parecía lícito investigar en los anales del convento para ver si algo había sucedido en la Semana Trágica con la mencionada familia.
—¿Y qué han encontrado? —soltó a bocajarro Garzón sin poder contenerse ni un segundo más.
—Hemos encontrado algo sorprendente. Don Luis Piñol i Riudepera sí se distinguió en los días posteriores al conflicto por una actitud de beligerancia contra los profanadores de la iglesia del convento. Es más, parece ser que ordenó incluso persecuciones privadas para que fueran prendidos los culpables.
—¡Carajo! —exclamó el subinspector como si aquello le escandalizara hasta lo más profundo del tuétano.
Mi pregunta se centró en el dato central.
—¿Han encontrado ustedes el nombre de las personas que fueron represaliadas?
—No en los legajos consultados hasta el momento; pero queremos abordar el tema desde diferente documentación, para lo cual necesitamos más tiempo.
—Hay algo que no entiendo, hermano Magí —objeté—. Si descartamos a una persona individual porque no puede estar viva y tenemos que pensar en instituciones o descendientes como objetivo de una venganza, ¿quién sería el vengador?
—Estaríamos en lo mismo, inspectora, los descendientes de los represaliados o alguna institución.
—Es muy fácil ascender o descender en los árboles genealógicos de las familias influyentes, pero ¿usted cree que el pueblo llano tiene tan claro lo que les pasa a sus bis o tatarabuelos? ¿Y una institución, qué tipo de institución se erige como vengadora utilizando algo tan extremo como un asesinato?
La hermana Domitila, que se veía profundamente turbada por el cariz que estaban tomando las cosas, intervino por fin.
—El hermano Magí piensa que quizá en la actualidad, con la recuperación de la memoria histórica y todos los grupos que se han creado para desenterrar muertos de la guerra y… en fin, que puede haberse creado alguna sociedad clandestina dispuesta a actuar y hacer publicidad de las injusticias del pasado.
—Pero como para llegar al asesinato…
—Como ustedes mismos apuntaron, el asesinato pudo ser casual. Ellos sólo pensaban en robar la momia e ir haciendo un juego con la policía a partir de su posterior desmembramiento. Lo que ocurre es que el hermano Cristóbal apareció en mal momento y… le golpearon con demasiada fuerza.
Di un suspiro que contenía cierta decepción y no poca desconfianza.
—¡Sociedades clandestinas…! No sé qué pensar, hermana.
—Llámelo como quiera. Puede tratarse de un puñado de exaltados, de algunos miembros escindidos de algunos de los grupos de recuperación de la memoria histórica que existen ya. Y tampoco podemos descartar a un descendiente directo de un obrero represaliado. Ese tipo de cosas tan terribles suelen transmitirse por vía oral de generación en generación. Y, de repente, algún individuo puede reaccionar de manera insólita e irracional con las informaciones que ha recibido.
—¿Un loco?
—Un loco con motivaciones, o que se basa en esos falsos motivos para vehicular su locura.
Garzón permanecía en silencio, quieto como un gato al acecho. En vano lo miré varias veces para que emitiera alguna opinión, parecía hechizado por las palabras de los monjes. Al comprobar que nuestra reacción no era entusiasta, el hermano Magí dijo con humildad:
—Ustedes nos pidieron que elaboráramos una posibilidad de explicación partiendo de las fuentes históricas y eso es lo que hemos intentado hacer. De ahí a que realmente las cosas hayan ocurrido como nosotros aventuramos puede haber una distancia infinita.
En ese momento la hermana Domitila dio rienda suelta a su malestar.
—Además, sería preferible que no encontraran ustedes ninguna vinculación real con lo que decimos porque, ¿se imaginan el escándalo? Uno de nuestros mayores protectores, una familia con tanto abolengo, y ahora salta a la luz pública lo que pudieron hacer mal sus antepasados. Sería algo terrible, demoledor.
—Sí, supongo que la madre Guillermina no estaría muy contenta.
—Está desolada, y ha dicho que quiere hablar sin falta con ustedes antes de que abandonen el convento.
—¿Pero usted ya le ha contado…?
—Inspectora, mi primer voto de obediencia es hacia la superiora de mi orden.
—Eso sería muy discutible. Su prioridad absoluta debe ser hacia las leyes de este país.
La monja me miraba con cierto fuego incendiario en los ojos. El ecuánime hermano Magí intervino para limar aquella imprevista aspereza.
—Inspectora, en cualquier caso la madre priora no hará nada antes de haber cambiado impresiones con usted.
—Eso espero.
La reunión acabó de aquel modo abrupto y tenso. Mientras nos conducían hacia el despacho de la superiora, yo estaba cada vez más enfadada. Realmente, el interior de un convento era un territorio donde la autoridad de la policía estaba claramente menguada. No podíamos circular a nuestro antojo, ni conservar un secreto ni improvisar un interrogatorio o cualquier otro movimiento de la investigación. Era como si entre aquellas paredes no existieran las mismas leyes que afectan al resto de los ciudadanos.
Para colmo, la superiora estaba de tan mal talante como cuando la conocí. Apareció en su despacho cuando Garzón y yo ya llevábamos un rato esperándola. Saludó someramente y se me encaró.
—Inspectora, sepa que no voy a tolerar en ningún caso, en ninguno, que se lance barro públicamente sobre el nombre de los Piñol i Riudepera. No sé cómo se le ha ocurrido ir desenterrando trapos sucios de hace más de cien años para averiguar quién mató al hermano Cristóbal; pero quiero que sepa que a mí me parece una soberana insensatez. Si son ésas todas las ideas que la policía española puede aportar, estamos bien apañados los habitantes de este país.
Ante semejante andanada me levanté del asiento como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Elevé la voz.
—Me alegra mucho que mencione a los habitantes de este país; y me alegra porque así puedo recordarle que también ustedes las monjas pertenecen a esa categoría. Esto es una investigación criminal y, por lo tanto, se seguirán todas las vías de indagación que se consideren necesarias, sean o no convenientes para la economía de las corazonianas.
—¿Cómo se atreve a insinuar que sólo me importa perder la aportación de la familia Piñol i Riudepera? Ha de saber que lo único que me mueve es que se preserve su buen nombre y su honor. De modo que si usted se atreve a importunarlos o a dar su nombre a los periodistas yo…
La interrumpí, loca de rabia.
—Usted no hará nada, reverenda madre, y no lo hará porque fuera de este convento carece de la más mínima autoridad.
Garzón, que siempre se había mostrado pasivo en presencia de la priora, se puso de repente en pie.
—¡Señoras, por favor, un poco de calma!
—¡Yo no soy una señora, soy una monja!
—¡Yo tampoco soy una señora, soy una policía!
—Les suplico que se tranquilicen. Esto no nos lleva a ninguna parte. Madre priora, ¿por qué no ordena que nos traigan un té?
Aquella propuesta tuvo la virtud de desconcertarnos a ambas contendientes. La superiora, incapaz de negar su hospitalidad, se sentó de nuevo y pulsó un timbre interior. Yo me senté también. Luego la oímos decir al interfono:
—Hermana, traiga un té para tres personas, por favor.
Ante mi sorpresa, Garzón precisó:
—Y quizá unas pastitas para picar.
Quedamos en un silencio incómodo, preñado de reproches, incluso ante nosotras mismas por la impulsividad demostrada. Luego entró la espantosa hermana portera y dejó el servicio de té sobre la mesa. En cuanto dio la espalda, Garzón se abalanzó sobre las pastas. Perdoné su gula porque sabía que estaba muerto de hambre y porque su mediación había sido lo más razonable ante aquel mutuo encrespamiento. El primer sorbo de té caliente acabó de templar mis nervios.
—Madre Guillermina, todo esto no se está haciendo de modo frívolo ni por capricho. De todas maneras, le doy mi palabra de que no pasaremos ningún dato a la prensa hasta que las cosas estén suficientemente contrastadas. El asunto se llevará con la máxima discreción. Sin embargo, no tenemos más remedio que visitar al señor Piñol; si usted quiere llamarlo y ponerlo en antecedentes, me parecerá bien.
—De acuerdo, inspectora, se hará como usted dice.
Enterrada el hacha de guerra sin que hubiera habido daños irreversibles, el subinspector comentó lo deliciosas que estaban las pastas, agasajo que le vino al pelo para comer unas cuantas más.
Había quedado con Marcos para tomar una cerveza cuando saliera de trabajar. Lo encontré fascinado tras haber visto a Villamagna y Beltrán por la televisión. Me dejó anonadada comprobarlo, pero era así. Las explicaciones que había dado el psiquiatra sobre los seres solitarios que buscan en la religión un acomodo mental y que dicen haber sido llamados a delinquir por imperativo divino, le parecieron interesantes y divulgativas en grado sumo.
—¿Y Villamagna qué decía?
—Acompañaba al experto en la rueda de prensa, lo presentaba, daba entrada a los periodistas que querían preguntar… tiene mucha soltura.
—¿Una rueda de prensa?
—Sí, yo lo he visto un momento en televisión mientras comía, pero doy por supuesto que irá apareciendo en otros medios de comunicación.
—¡Todo esto es demencial! ¿Por qué no cobran entrada en beneficio de los huérfanos de la poli?
—Pues te aseguro que lo que decían era interesante.
—Me lo imagino; de todos modos, te recuerdo que, teóricamente, esa información trata sobre el devenir de una investigación, no es un programa de divulgación psicológica.
Ver a mi propio marido comportándose como un ciudadano normal y corriente en cuanto a la labor policial me puso de mal humor. Aunque quizá no era mala cosa que sucediera así, con él tendría una pista fiable de cómo reaccionaba la gente. Me di un masaje en las sienes. Él se quedó callado.
—Perdona, soy muy torpe —dijo por fin—. Tú acabas hasta las narices de un caso que te mantiene todo el día trabajando como una negra y a mí no se me ocurre nada más que comentarte lo que he visto de él en televisión.
—No, al contrario. Me ha venido bien saberlo.
Nos miramos a los ojos. Marcos elevó su copa.
—Salud. ¿Hablamos de otra cosa?
—Sí. ¿Has visto a Marina hoy?
—La he recogido del colegio y hemos merendado en una cafetería, luego la llevé a casa de su madre. Por cierto, está determinada a convertirse en policía contra viento y marea. Me ha pedido que no te lo cuente a ti. Ella no piensa confesárselo a su madre ni a sus hermanos.
—No te preocupes, ya se le pasará.
—Y si no se le pasa da lo mismo. Tendré a dos mujeres que velarán por mi seguridad.
Sonreí con cansancio. Marcos me tomó una mano, se inclinó hacia mí.
—Petra, ¿tú estás bien? Quiero decir, aparte de todas las complicaciones del caso, ¿eres feliz, estás tranquila, crees que ha sido un buen negocio casarte conmigo?
Me reí en tono bajo.
—No lo dudes. Pero si hasta este caso me parece providencial.
—¡¿Por qué?!
—Porque está siendo tan duro que me ha servido para comprobar hasta qué punto puedo confiar en tu apoyo.
Se mostró muy turbado, no tenía el hábito de oírme decir palabras de aprecio. En esos momentos, aunque me sentía desanimada y llena de una inmovilizante lasitud, deseé llegar a saber cómo animarlo a él cuando se presentara la ocasión. Aunque quizá no se presentara nunca, había encontrado un puerto firme en el que amarrar mi barca cada vez que hubiera mala mar.
Al día siguiente, yendo hacia Escornalbou con el subinspector, le comenté la rueda de prensa de Beltrán.
—Sí, me contó Beatriz que la había oído por la radio. Dice que fue muy instructiva.
—Lo mismo opinó mi marido. ¡Qué desastre!, ¿no?
—Eso es justo lo que usted quería. La opinión pública está distraída y no crece la presión social. Jugada perfecta.
—Ya veremos hasta cuándo dura. ¿Cuántas casas nos quedan por visitar?
—Tres. Tres vecinos más que vieron merodeando a Eulalia.
—Son injustos los verbos: los soldados marchan, los niños corretean, los viejos renquean y los mendigos… merodean. Podríamos brindarle la nota lingüística a Villamagna por si quiere añadirle un capítulo cultural al culebrón mediático.
—Inspectora. No se desanime, por favor.
Era un hecho que todo el mundo pretendía apuntalar mi ánimo en aquellos momentos de fracaso profesional. Eso me pareció maravilloso, si bien mi frustración continuaba brillando con toda luminosidad.
En la segunda casa que visitamos, el testimonio fue tan pobre como en las demás. Nadie añadía un dato ni un pequeño matiz a lo que había recordado la primera vez. Se trataba de una pareja de hermanas que vivían solas, estaban ya en sus setenta, y se limitaron a contar lo que ya sabíamos. Sin embargo, cuando nos disponíamos a salir con el rabo entre piernas, una de ellas lanzó al aire el típico lamento políticamente correcto que la gente sencilla suele proferir.
—¡Es increíble, haber matado a una pobre mujer indefensa, a una infeliz!
—Y los que pudieron haberlo evitado se quedan tan frescos —dijo la otra sin más explicación.
Di media vuelta sobre mí misma y me encaré con las dos señoras.
—¿Puede decirme qué significa eso? —pregunté, convencida de que la frase encerraba una reprobación contra la labor policial.
—Bueno, pues ya lo saben ustedes —añadió en tono tranquilo y casual.
—No entiendo lo que insinúa.
—Pues lo que murmura todo el mundo en el barrio: que si el hermano de esa mujer le hubiera dado cobijo cuando se lo pidió, a lo mejor ahora estaba viva aún. Claro que nunca se sabe, pero…
Garzón se puso frente a ellas y haciendo gestos pausados con las manos las conminó a hablar.
—A ver, señoras, nosotros no tenemos noticia de ese hermano. ¿Quieren contárnoslo todo desde el principio, por favor? Que sea despacio y con la mayor información posible.
Regresamos al minúsculo salón cuyo exiguo espacio estaba casi por completo ocupado por una gran mesa de comedor. Nos sentamos a ella. Por cómo las hermanas se miraban entre sí y por el modo casi ilusionado con el que empezaron su relato, colegí que eran perfectamente conscientes de que nosotros nos encontrábamos en blanco.
—Eulalia tenía un hermano en el número 18. Todo el mundo lo sabe, inspectora.
—Bueno, lo saben al revés —rectificó la hermana.
—¿Cómo?
—Lo que sabía la gente es que Rogelio Hermosilla tenía una hermana que era homeless y vivía de la caridad del Estado.
—Pero siempre que ella había venido por aquí para pedirle ayuda, él la había enviado a hacer gárgaras, como decíamos en nuestros tiempos.
Ambas querían hablar, pero pronto comprobé que configuraban un armónico dúo acostumbrado a compartir conversación y cederse el uso de palabra.
—La verdad es que Rogelio no es mal hombre, pero está casado con una que es una víbora y no tiene sentimientos.
—Unos días antes de que la encontraran muerta, Eulalia fue a pedirle al hermano que le diera cobijo y él la largó de malos modos.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Lo sabe todo el mundo porque pasó en el bar Bigotes, en plena terraza y al mediodía.
—Pero la gente no quiere decirle cosas a la policía para evitarse complicaciones.
—Nosotras, no. Nosotras pensamos que hay que colaborar como buenas ciudadanas.
—¿Y por qué no se lo dijeron a nuestros compañeros que vinieron por aquí?
—Sus compañeros sólo nos preguntaron si la habíamos visto. Además, entonces esa desgraciada aún no había aparecido muerta.
Mejor no profundizar en lo de la buena ciudadanía, pensé. En cualquier caso, teníamos un dato nuevo, y mi mirada triunfante a Garzón constituyó la única celebración de que mi estrategia de revisar aquellos testigos hubiera dado frutos. A toda velocidad y sin dirigirnos apenas la palabra, buscamos el número 18 con el corazón repleto de esperanza.
Primero dimos con el bar que las buenas ciudadanas habían mencionado. Por supuesto, el Bigotes contaba con todos los requisitos del auténtico establecimiento cutre de barriada: olor a aceite refrito en el ambiente y tonillo musical de máquina recreativa pugnando por hacerse oír frente a un horrísono televisor. Todo ello enaltecido por unos cuantos jamones amarillentos colgando sobre la barra.
El dueño escuchó nuestras preguntas en silencio religioso. Cuando hubo digerido toda la información que contenían, suspiró con tristeza.
—Sí, aquí pasó algo como lo que dicen ustedes y más o menos en esas fechas, pero… eran cosas de familia en las que yo no puedo entrar. La familia es sagrada.
—La familia es sagrada, pero nosotros estamos investigando un asesinato.
—Yo, si hubiera visto cualquier follón que no fuera de familia… pero asuntos privados…
Garzón, consciente de que no le sacaríamos de ahí, dijo por fin:
—Podemos averiguar ese dato en cuanto queramos, pero si usted nos confirma que esas personas viven en el número 18, nos ahorrará tiempo y mal humor.
—Eso sí que puedo hacerlo.
Subimos hasta el piso de los Hermosilla en animada conversación.
—¿Usted se da cuenta de cómo es este país, Fermín? Aquí todo es sagrado y pasa por delante de la ley: el buen nombre y el honor, el orden interno de un convento, la familia… ¿Qué concepto tenemos los españoles sobre la policía? ¿Qué es lo que cree la gente, que nuestras investigaciones se llevan a cabo sólo por joder al personal? Tal parece que fuéramos un adorno, un lujo superfluo.
—Ya se sabe, inspectora, que aquí nadie piensa que sirvamos realmente para nada. Hace ya unos cuantos años me dijo un vecino: «Y los objetos robados o drogas incautados en alguna acción que enseñan ustedes por la tele, ¿son de verdad o es más bien para demostrar que se ha hecho algo?». ¡Claro, imagínese el cabreo que me pesqué!
Absorbidos por el fragor dialéctico, casi nos sorprendió ver que una chica joven nos abría la puerta. Tanto ella como nosotros quedamos observándonos mutuamente y luego, sin habernos dirigido la palabra, ella prorrumpió en un estentóreo: «Mamaaaaaa» y desapareció. Al cabo de un instante una mujeruca de pelo crespo y bata sucia nos miraba con inquina.
—¿Qué quieren? —nos espetó de manera brutal.
—Hablar con el hermano de Eulalia Hermosilla. Somos policías —contesté intentando ser desagradable yo también.
—¡Vaya por Dios, la que me faltaba! Pues mi marido no está.
—¿Dónde podemos encontrarle?
—Está trabajando.
—¿Puede darnos la dirección de su lugar de trabajo?
—No, eso no puedo. En el trabajo no se les puede molestar, el trabajo es sagrado.
—En ese caso le esperaremos en el bar de abajo. Cuando llegue que venga a vernos o tendrá verdaderos problemas. ¿Puede darle ese recado?
—Oiga, mi marido no ha hecho nada. Nosotros somos trabajadores y…
—Dele ese recado o también tendrá problemas usted.
Sin tiempo para que reaccionara, enfilamos las escaleras en un descenso veloz. En el portal el subinspector dudó de mi sistema.
—¿De verdad le parece prudente esperarlo?
—Antes de una hora estará aquí. De acuerdo en que cualquier cosa es más importante que la policía, pero aún podemos meter un poco de miedo cuando la conciencia no está tranquila.
—¿Y usted cree que esta gente tan bruta tiene sentido de culpa?
—No haga tantas preguntas. Le invito a un whisky, ¿qué más puede pedir?
—Un bocadillito, si es que no le parece mal.
El bar Bigotes había invadido la acera con unas cuantas mesas de plástico rojo a modo de terraza. Nos sentamos allí. Al pedir nuestro whisky el dueño tuvo la desfachatez de preguntar:
—¿No lo han encontrado en casa?
—La policía no hace comentarios sobre asuntos de servicio. Los asuntos del servicio son sagrados —me di el gustazo de responder.
Garzón pidió un bocadillo de tortilla y nos dispusimos a ver el tiempo transcurrir; pero no habían pasado ni cinco minutos cuando la chica que nos había abierto la puerta de los Hermosilla se sentó a nuestra mesa sin saludar.
—Yo vi lo que pasó —nos soltó a bocajarro.
—De acuerdo, pues cuéntalo. ¿Sabe tu madre que has venido?
—Mi madre es una borde. Por mí se puede morir. Mi padre no es tan mal tío; pero da igual, los dos son unos cabrones.
Al menos estábamos frente a alguien para quien la familia no era sagrada, y estaba dispuesta a hablar.
—Vino mi tía Eulalia, que estaba loca pero era muy buena mujer. Le pidió a mi padre en este mismo bar donde estamos ahora que la dejara pasar unos días en casa, y mi padre le dijo que ni hablar, como siempre. No querían saber nada de ella porque vivía tirada en la calle. Entonces ella insistió: que dos hombres la perseguían, que la querían matar porque vio algo que no tenía que ver… Mi padre llegó un punto en que empezó a creerse lo que decía porque parecía que estaba en sus cabales ese día, más que otras veces. Pero la puta de mi madre dijo que antes metería ratas de cloaca en su casa que alojar a mi tía; ya ven cómo es.
—¿Qué más sucedió?
—Nada, se quedó por el barrio dos o tres días. Yo iba viendo dónde se metía. Un día en un cajero automático, otro en un portal… Le llevaba comida para que no se muriera como un perro. Se ve que esperaba que mis padres cambiaran de opinión, pero no. Un día ya dejé de verla.
—¿Te contó algo más?
—Nada, seguía con la historia de que la querían matar. ¡Me daba una lástima!, porque estaba muerta de miedo de verdad. Todo el rato repetía que no quería ir al Paraíso, que al Paraíso, no. Y ahora ya ve. Cuando nos enteramos por la tele de que había aparecido asesinada mi padre lloró mucho. Pero para lo que eso le sirve a mi tía…
—No reclamaron su cadáver.
—No. Mi madre decía que les harían pagar el entierro, la muy zorra. Y tampoco querían que les complicaran la vida los de la policía. No hicieron nada por ella.
Bajó la vista fiera que había mantenido durante todo su relato fija en nosotros. Añadió en un tono más bajo:
—Yo tampoco hice nada por ella. Ni vosotros.
—No supimos salvarla, es verdad —dije compungida y sinceramente.
—Nadie hace nada por nadie, ¿sabes?, siempre es así. Todo te lo tienes que currar tú y por eso si te piras de la cabeza y te da por beber estás jodido. Y mi pobre tía Eulalia se jodió. ¿Vais a encontrar a los que se la han cargado?
Garzón, que quizá por respeto al trágico testimonio había dejado de comer su bocadillo, tomó la voz cantante.
—Puedes dar por seguro que sí, chica. Encontraremos a esos hombres.
—Ahora va a venir mi padre. Ella lo ha llamado por teléfono en cuanto habéis salido de casa.
Me puse en pie, le hice una señal con la cabeza a mi compañero.
—Pues ya no estaremos aquí. Lo llamará el juez para que declare.
—Se preocupará.
—¿A ti te importa?
Se encogió de hombros, como poniéndose en sintonía con la indiferencia del mundo. Advertí que seguía mirándonos mientras nos alejábamos. ¿Qué pensaría de nosotros? Nada, probablemente, dos piedras más en su existencia de dureza. El subinspector iba protestando porque no le había dado tiempo a acabar su tentempié. No le respondí, un cansancio que englobaba todos los tejidos, todas las células se había extendido por mi cuerpo. Necesitaba dormir, o por lo menos desconectar un rato de aquel universo de asperezas.
Al poco de entrar en el recibidor de mi casa oí con nitidez a Marina hablando animadamente con alguien. Me pareció que había aterrizado en un mundo idílico y feliz, lejano en años luz a aquel que acababa de abandonar. ¿Dónde se asentaba en realidad mi vida, en el acento vulgar y el tono resentido de aquella joven que llamaba a su madre «puta», o en la voz nueva y limpia de una niña equilibrada y encantadora? No lo sabía, en aquel momento ambas posibilidades me parecieron distantes como islas de la Polinesia, lejanas a mí, imposibles de conciliar con mi «yo». ¿Cuál era mi lugar: mi trabajo, mi casa? ¿Era una policía que investigaba la muerte de dos seres humanos o una especie de embaucadora que mantenía a un psiquiatra haciendo comunicados falsos a la prensa mientras corría tras la pata incorrupta de una momia? ¿Era una esposa según las reglas comunes o me había casado por capricho con un hombre al que no veía jamás? No era una madre, pero ¿era al menos una madrastra aceptable a quien sus hijastros apreciaban, o me toleraban nada más? Una crisis de identidad mayor que la del Doctor Jekyll cinco minutos después de haber ingerido su primera pócima se instaló en mi conciencia como un trozo de plomo. Me quedé en la oscuridad del hall, simplemente oyendo la cantinela alegre de Marina, que me resultaba relajante como un riachuelo montañés. ¿Con quién hablaría, con su padre? Era pronto para que hubiera llegado. Abrí la puerta del salón y me quedé de piedra contemplando una escena singular. Marina le hablaba a un hombre tumbado sobre la alfombra, despatarrado, con los brazos en cruz y aparentemente inerte. Ni siquiera solté una exclamación, limitándome a intentar comprender algo. Entonces el hombre se levantó: era muy alto, de miembros largos y desgarbados, nariz aguileña y negro pelo lacio. Sonrió y ante mi total incredulidad dijo:
—Estábamos jugando a momias.
Marina, al ver que mi cara no evolucionaba hacia ninguna expresión de mínima inteligencia, me informó escandalizada.
—¡Pero Petra, es Federico! ¿No te dijo papá que iba a venir?
Sólo había visto a Federico el día de nuestra boda y ya hacía un año de eso. Hice un gesto de desolación.
—¡Pues claro que me lo ha dicho! Lo siento, Federico, pero ahí tirado en el suelo…
—No te preocupes, Petra. Es normal que te haya pasado, yo iba para actor y, claro, como estaba representando a una momia…
Me dio dos sonoros besos en las mejillas con un estilo desenfadado y jovial. Entonces reconocí sus ojos vivos, el pelo brillante, la media sonrisa que no abandonaba jamás. Era larguirucho y desgalichado, pero sin duda resultaría muy sexy a las chicas de su edad. Recordé sobre todo su tono divertido, sus continuas ganas de bromear. Miró a su hermana y la conminó.
—Pero bueno, ¿y tú qué haces aquí? Llega nuestra madrastra después de haber estado trabajando en un complicado caso policial y ni siquiera le traes las zapatillas ni le sirves un whisky. Esperaba más de ti, Marina; como hijastra dejas mucho que desear.
—Me bastará con un whisky, no te preocupes. Y además puedo servírmelo yo. ¿Quieres tomar tú algo?
—No, la asistenta nos ha dado de merendar a Marina y a mí.
—A Federico le ha hecho una tortilla de jamón —dijo la niña.
—Y yo me la he zampado llorando de felicidad. Tú sabes cómo se come en Londres, ¿verdad, Petra? Da igual que te cocinen cualquier especialidad: pudding, empanada de carne, porridge… todo sabe a rayos.
—Jacinta también le ha puesto pan con tomate.
—¡Ah, el pan con tomate es un gran invento catalán; incluso mejor que la pólvora de los chinos!
Marina se reía como una loca con las ocurrencias de su hermano mayor. Nunca la había visto regocijarse de un modo tan abierto, parecía adorarlo. Cuando los tres nos acomodamos, yo provista con mi whisky, se sentó entre sus piernas y puso la barbilla sobre una de sus huesudas rodillas.
—Tienes que contárnoslo todo, Federico —lo incité a hablar para ver si lograba ponerme en forma mientras tanto—. ¿Has estado con tu padre hoy?
—Hemos comido juntos. Como ves, parece que haya venido a Barcelona sólo para comer y en cierto modo…
—¿Qué tal en Londres, cómo van tus estudios?
—No me puedo quejar. Aprendo cosas y voy aprobando. No soy el orgullo de la familia, pero tampoco la vergüenza.
Debía parecerse físicamente a su madre, porque desde luego no me recordaba en absoluto a Marcos. Sentí una enorme curiosidad hacia él, al tiempo que me daba cuenta de hasta qué punto resultaba difícil encontrar un punto común desde el que entenderse. Ya no era un niño.
—¿Qué tal el caso de la momia?
—¡Bueno, eso es ir directo al grano! Veo que ya te han informado de mis cometidos profesionales.
—¡Pero qué dices, Petra!, no ha hecho falta venir para enterarme. Los periódicos ingleses van publicando novedades sobre el caso.
—¡No lo dices en serio!
—¡Sí!; le llaman así, el caso de la momia. ¿Cómo no quieres que estén encantados? Por lo que cuentan es de lo más typical Spanish: fanáticos religiosos, santos incorruptos, tumbas profanadas… un filón.
Debía de haberlo pensado. A las ruedas de prensa acuden agencias de noticias que cuentan con clientes internacionales. Era evidente que aquello se nos había escapado de las manos. Pero lo que más me fastidiaba no era el alimento que el caso proporcionaba a la leyenda negra de nuestro país, sino que la fama le llegara a la policía española justo en un caso que éramos incapaces de resolver.
—No te creas que me hace mucha gracia que todo el mundo esté pendiente de nosotros.
—Me lo imagino; debe de ser mucha responsabilidad. ¿Y cómo lo lleváis?
—Mal, los pasos que damos son inseguros y lentos.
—Pero tú lo descubrirás todo, Petra, ya verás —intervino Marina, llena de fe.
—Yo no trabajo sola, hay un equipo grande conmigo. Y está el subinspector, no te olvides.
—Pues claro, ya me acordaba de él.
Federico me miró con ojos irónicos.
—Ésa es la versión políticamente correcta, ahora dime lo que piensas de verdad.
—¿En serio quieres saberlo? De acuerdo, te lo diré. Éste es el caso más odioso, enrevesado y ridículo en el que he trabajado jamás. Cada vez que pienso en esa momia y en su absurda pata cortada me dan ganas de encontrarla sólo para poder hacer picadillo con el resto del cuerpo.
Se echaron los dos a reír. Ni siquiera me atrevía a preguntarle a Federico qué comentarios incluían los periodistas ingleses en sus crónicas, mejor no saber demasiado. Sólo pedía al cielo que mis superiores no se enteraran de la difusión que habían alcanzado nuestras andanzas; los juzgaba capaces de organizar una rueda de prensa diaria con Beltrán y Villamagna. Además, era fácil colegir que si en Gran Bretaña se habían hecho eco de la momia, lo mismo sucedería con los diarios de cualquier otro país. Lejos de sentirme una star, noté en los hombros una losa de piedra que pesaba demasiado para mí. Quizá era el momento indicado para renunciar. Claro que si lo hacía, no sólo obraría en contra de mi proverbial testarudez profesional sino que traicionaría la confianza que Marina tenía depositada en mí. Curiosamente, aquel último condicionante era el que más me importaba. ¿Por qué: por cuestiones amorosas o tiernas consideraciones hacia la infancia? No, si lo analizaba en profundidad me daba cuenta de que un niño no admira en proporción a las virtudes de la persona admirada, sino que crea un mito de infinita magnitud, erige una estatua de oro puro, consagra a un dios. ¿Y hasta dónde cae ese ser fabuloso si algo lo derrumba? Probablemente hasta el subsuelo, hasta la más completa decepción, hasta fundirse con la nada. En cualquier caso, me costaba renunciar a ser una diosa sin fisuras ni debilidades para mi hijastra. Federico me miró con simpatía.
—Yo de ti, no me preocuparía demasiado por los periodistas. Lo que vosotros no les digáis, ellos se lo inventarán.
Le sonreí, y agradecí oír la puerta de la calle abrirse. Marcos había llegado en el momento oportuno, porque yo no sabía qué contestar. Venía con los gemelos, de modo que el ambiente de la casa se animó de improviso y no volvimos a hablar de momias ni de asesinos. Hubo bromas, gritos, saltos, y comprobé cómo Federico se convirtió en un niño más como por arte de magia. Tomaba el pelo a sus hermanos, hacía con ellos amagos de lucha libre… aquél era su rol en la familia, imaginé, mientras que conmigo se comportaba como el adulto que ya era en realidad.
Salimos a cenar a un restaurante, donde continuó el ambiente de fiesta. Me divirtió observar cómo todos adecuábamos nuestra personalidad al grupo, todos menos Marcos, que continuaba fiel a sí mismo con su calma habitual. No era mi caso. Yo, abrumada por los sinsabores de la investigación, demasiado acostumbrada a la soledad, sentí unos deseos locos de evadirme de mi propia piel, de convertirme en un miembro más de aquella familiastra, pero no como madre, sino como una especie de hermana mayor. Bebí cerveza, reí, dije tonterías y participé en las algo enloquecidas conversaciones de los chicos con la mayor naturalidad. Federico era un eslabón que propiciaba un acercamiento a los más pequeños dándome la oportunidad de huir de un papel demasiado formal. Marcos me miraba, divertido, quizá comprendiendo en aquel momento lo difícil que me resultaba normalmente oficiar de madre cuando no lo había sido jamás.
En la cama, aquella misma noche, me preguntó:
—¿Qué tal con Federico?
—Es genial. ¿Crees que le he caído bien?
—Estoy convencido.
—Resulta más fácil tratar con él que con los niños. Supongo que siempre sucede eso: te relajas con quien no espera nada de ti. ¿Piensas que soy una inmadura por pensar de esa manera?
—Quizá, no me he parado a pensarlo. Aunque a lo mejor la inmadurez consiste en esperar algo de los demás.
Me quedé pensativa.
—¿Yo espero algo de los demás?
—No lo sé. ¿Esperas tú algo de mí?
—¡Eso es trampa, no estábamos hablando de nosotros dos!
—Cuando los pensamientos tienen que ser diferentes al hablar de la pareja… mala señal.
—Marcos, ¿puedo pedirte un favor?
—Adelante.
—Olvídate de filosofías y durmamos de una vez.
Se echó a reír y me abrazó, como si todo fuera una broma; pero yo estaba un poco enfadada. No quería pensar en nada con seriedad aquella noche y lo que menos necesitaba era una voz exterior que me obligara a escarbar en mi mente. Por un rato había conseguido comportarme como una inconsciente, y no pensaba estropearlo ahora dando rienda suelta a una retahíla de preguntas y respuestas analíticas. Me dormí. En mis sueños tenía quince años y todo me divertía, sin más.