7

Como todos los torpes, Sonia también era inoportuna e imprevisible. Nunca sabré cómo se las apañó, pero en un tiempo récord había preseleccionado a una caterva de sospechosos en su breve periplo por psiquiátricos y hospitales de día. En sus manos, los pirados con delirios religiosos se multiplicaban como setas. El doctor Beltrán se encontraba encantado con ella y yo la hubiera asesinado con infinito placer. Estaba desayunando en casa cuando el comisario me avisó de que debía entrevistarme con el psiquiatra. Naturalmente mi jefe huía de la quema: una cosa es recomendar una medicina y otra tomarla tú mismo.

Marcos me observaba renegar frente al café con leche. Le divertía mi eterna irritación laboral.

—¿Por qué no pides que descarten la investigación psiquiátrica de una vez?

—No es tan fácil; como no tenemos pruebas nada se puede descartar. Además, así la gente está distraída y nosotros demostramos que somos capaces de utilizar métodos modernos, ciencia pura.

—¡Increíble!

—Pues es verdad. Trabajamos de cara a la galería, cada vez más. Supongo que como tú, como todos.

—Pensé que la policía quedaría fuera de esas miserias.

—Te equivocabas, nadie queda fuera de esas miserias. ¿Por qué no nos vamos a vivir a las islas Galápagos, Marcos?

—Porque es una reserva natural; pero si quieres paz podemos montarnos un rancho en Los Monegros.

—Puedes tomártelo a broma, pero me siento agobiada por este mundo de imagen. El capullo de Beltrán busca consolidar su imagen de sabio. Mis jefes quieren la imagen de una policía moderna. Tus ex mujeres no quieren que los niños presencien imágenes incorrectas. Vivimos en un mundo virtual.

—Por eso te digo que, si quieres, nos largamos tú y yo al fin del mundo.

—Yo aún podría, no dejaría gran cosa detrás de mí; pero tú tienes en esta ciudad todo lo tuyo: tus hijos, un trabajo que te apasiona…

—Petra, un hombre enamorado no tiene más patria ni más familia que la mujer a quien ama.

Casi me atraganté con un trozo de madalena. Creo que incluso me ruboricé.

—Si me dices esas cosas no puedo irme a trabajar.

—Podemos volver a la cama si te parece mejor.

Me levanté de un salto.

—¡Atrás, seductor! Me largo a trabajar. Eres demasiado peligroso para mí.

Se quedó sonriendo, feliz de haber oficiado como diablo enamorado y tentador. Yo me puse la gabardina, y cuando ya estaba en la puerta grité:

—¡Marcos: tú también me simpatizas mucho!

—Lo celebro —respondió entre carcajadas.

Mientras iba hacia comisaría me sentía feliz. ¡Joder, qué suerte había tenido con aquel hombre! Aquellas declaraciones de amor que me soltaba sin venir a cuento me levantaban la moral. Sin embargo, si pensaba mejor en sus palabras… que te amen de un modo tan excluyente no dejaba de ser una auténtica responsabilidad. ¿Una mujer es capaz de amar del modo que él había descrito? Quizá no, quizá las mujeres, preparadas por la naturaleza para la maternidad, siempre dejan un espacio libre en su corazón, un espacio a compartir. Y sin embargo, ¿qué ocurriría cuando pasaran los años? ¿Marcos me querría igual o se habría acostumbrado hasta tal punto a mi presencia como para no saber con quién estaba? ¿Me confundiría con alguna de sus anteriores esposas? Paré frente a un semáforo en rojo. ¿Cómo puedes ser tan bestia, Petra Delicado?, me pregunté. Una cosa era evidente, dar y recibir amor no logra cambiar una personalidad. Allí estaba yo, después de haber sido objeto de un entrañable homenaje verbal de mi marido, dándole al caletre con los pros y los contras de una relación. Nunca aprendería a disfrutar de lo que tenía entre las manos. Sólo me consolaba suponer que aquél era un mal compartido por toda mi generación: análisis y más análisis de los sentimientos. Una lacra.

Garzón me esperaba con cara de circunstancias.

—Inspectora, sé que le va a sentar como una patada, pero…

—Sí, ya lo sé; me espera el doctor Beltrán. Me lo han dicho por teléfono.

—Sonia le ha preparado una batería de veinte sospechosos, de los que él ha seleccionado a uno.

—¿Qué ha hecho esa chica, cómo ha conseguido dar con tantos psicópatas en tan poco tiempo, ha puesto un anuncio en el periódico o algo así?

Mi colega se reía como un bendito. Aquello le divertía a más no poder.

—Ya ve, inspectora, tendrá que variar su consideración sobre esa muchacha.

—Sí, antes creía que era un poco distraída, ahora estoy convencida de que es subnormal.

—En realidad nadie le dijo claramente que tenía que hacer una investigación… digamos relativa.

—Olvídela, y así de paso no me la recuerda. ¿Qué tal le fue con las monjas ayer?

—Bien. Todas firmaron su declaración, el juez Manacor estará contento.

—¿Le invitó la superiora a tomar el té?

—Sí, pero tuve que declinar la invitación, era muy tarde.

—La pobre debe de aburrirse como una ostra, siempre encerrada allí.

—No me extraña. Pero ¿sabe lo que me llamó más la atención? Le conté a la hermana Domitila las teorías del hermano Magí. Me escuchaba con una atención prodigiosa, y ponía una cara como si todo le fascinara y le jodiera a la vez. Creo que se ha dado cuenta de que la teoría del monje es mejor que la suya, aunque no lo reconoció. Dijo que era una hipótesis demasiado arriesgada.

—Y no le falta razón. ¿Le ha enseñado el informe a Coronas?

—Sí, me ha comentado que es muy interesante, que lo ha pasado muy bien leyéndolo.

—¡Vaya morro que le echa! Estoy segura de que en estos momentos le importa tres carajos que resolvamos el caso o no. Ya tiene todos los focos de tensión neutralizados: el jefe superior, los periodistas… debe estar incluso encantado. Cuanto más dure el caso más dura nuestro relumbrón mediático.

—Es usted dura como una piedra.

—Mi nombre me predestina, Garzón. ¿Dónde está el loquero?

—Lo han pasado a su despacho. ¿Puedo estar presente en la conversación?

—¡Por supuesto, y sacar fotos también! Vamos allá.

El sospechoso que Beltrán había escogido era un hombre de cuarenta y cinco años, paciente habitual externo de un psiquiátrico municipal. Estaba diagnosticado como esquizofrénico con delirios religiosos. Contaba con antecedentes policiales leves. En un par de ocasiones había agredido a gente desconocida en un bar causándoles contusiones de escasa importancia. Su ficha psiquiátrica había evitado que fuera condenado ni siquiera a una multa.

—He conversado un par de veces con él y las conclusiones que he sacado me indican que puede tratarse de un claro sospechoso.

—¿Podemos conocer esas conclusiones?

—Médicamente no creo que tengan interés para ustedes. Además hay cosas que nos son dictadas por una cierta intuición que proporciona la experiencia.

—Doctor Beltrán, quiero hablarle con toda sinceridad: el curso de la investigación nos está llevando por derroteros que no confirman la hipótesis de un psicópata asesino.

—¿La han descartado entonces?

—Aún no estamos en condiciones de descartar nada de modo absoluto.

—En ese caso no veo qué tiene de malo continuar con la vía de investigación que hemos iniciado.

—Explorar todas las posibilidades es interesante, pero el tiempo con el que contamos no es ilimitado y…

—¡Un momento, inspectora Delicado! A mí me han dicho que realice un estudio diagnóstico de un posible psicópata asesino y eso es lo que he hecho. Si desean que interrumpa mi trabajo no tengo el menor inconveniente; pero en cualquier caso les recuerdo que son ustedes quienes me han llamado. ¿Quiere que le comente las características del hombre encartado sí o no?

Me mordí la lengua. Lo hubiera despedazado allí mismo a mordiscos verbales e incluso físicos, le hubiera hablado de los profesionales oportunistas y amantes de la exhibición mediática, pero en el fondo aquel tipo llevaba razón: alguien lo había llamado, aunque no fuera yo.

—Le escucho con atención, doctor.

—Aquí lo tiene todo escrito. El hombre se llama Isaac Reverter, es soltero y vive solo. Después de su diagnóstico se le internó en una institución mental de la que se fugó. Más tarde fue ingresado de nuevo y tras un tiempo de medicación, pudo salir en régimen ambulatorio. Un taller mecánico le contrató para un trabajo de media jornada.

—Nada parece demasiado sospechoso hasta aquí.

Me lanzó una mirada desafiante. Estaba irritado; quizá era la primera vez que alguien no acataba su autoridad científica, mostrando escaso interés en sus ideas. Continuó, tenso.

—Cierto, pero tuvo que cambiar dos veces de trabajo porque amenazó a algún compañero con matarlo por mandato divino.

—Eso es bastante corriente en esquizofrénicos, ¿no?

—No sabía que tenía usted conocimientos de psiquiatría.

—Los medios de comunicación se han ocupado mucho de esos temas, creo que ahora todos sabemos un poco.

—¿Me concede que yo puedo saber ligeramente más que usted, sólo ligeramente?

—En ningún momento he dudado de sus conocimientos.

—Muchas gracias. En ese caso le diré que he pasado visita médica con ese hombre y me parece que puede tener pulsiones asesinas. Además, en el hospital de día dicen que tiene mucho ascendiente sobre un pequeño grupo de enfermos, que a veces lo han oído impartiéndoles doctrina sobre la Virgen y los Santos.

—¿Qué tipo de doctrina?

—No lo sé, inspectora. El personal sanitario no entró en tantos detalles. El caso es que ese hombre es inteligente y frío. Ha respondido a mis preguntas con agresividad contenida. Además, creo que está ocultando cosas deliberadamente.

—Habrá que averiguar dónde estaba durante los momentos del asesinato.

—Eso ya es cosa suya. Si quiere asesoría psiquiátrica cuando lo interrogue, estaré disponible.

Salió con el aire de un hombre seriamente ofendido. Garzón, que no había abierto la boca durante toda la conversación, lo hizo por fin.

—Irá a quejarse a los jefes, seguro. Les dirá que estamos obstaculizando su cometido, que prestamos oídos sordos a los informes científicos que nos facilita.

—Ya me lo imagino, pero me da igual. Que Coronas cargue con las consecuencias de sus actos.

—Y sin embargo la lógica del médico es intachable: él presenta unos informes que nosotros le hemos pedido.

—Lo que ha hecho ese tipo es mandar dar caza a unos cuantos locos que cuadran en su mierda de diagnóstico.

—¡Quién sabe, a lo mejor siguiendo sus indicaciones llegamos a alguna conclusión que nos sorprende!

—Pura teoría.

—¿Cómo calificaría usted toda la investigación que estamos llevando a cabo?

—Pura fantasía.

—¿Y entonces?

—Entonces, calma. Todo se andará.

—¡Cómo me gustaría tener su sangre fría, inspectora!

—Y a mí su hermoso bigote, Fermín, pero cada cual a lo suyo. Dígale a Yolanda que haga un primer interrogatorio del tal Isaac Reverter.

—No sé si cuenta con la experiencia necesaria.

—Así se va fogueando.

—Por cierto, inspectora; mi mujer dice que los invita a usted y a toda su familia a cenar en nuestra casa este sábado.

—¿Mi familia? —pregunté sinceramente despistada.

—¡Pero, inspectora! Me refiero a Marcos y a los chicos.

—Por mí encantada, pero es un jaleo para ustedes.

—A Beatriz le hace mucha ilusión.

—De acuerdo entonces, cuenten con nosotros.

Me resultaba chocante el acudir a una casa en plan familiar, pero jamás me hubiera permitido contrariar a la encantadora Beatriz. Supuse que mi marido estaría de acuerdo, y en cuanto a los niños… desde que Garzón les había mostrado la dureza del mundo delictivo, se había convertido en un auténtico líder de popularidad. Entré en el despacho y revisé todos los datos que había enviado el hermano Magí, perfectamente recogidos y amalgamados por el subinspector. Observé las listas de conventos que había incluido:

Trienio constitucional (Conventos desamortizados)

1. Capuchinos de Santa Madrona: convento derruido para hacer la plaza Real.

2. Iglesia de Sant Jaume: derruida para el ensanchamiento de la plaza Sant Jaume.

3. Convento de los Trinitarios Calzados: convento derruido para hacer la calle Ferran.

4. Iglesia y convento del Carme: destruidos para el ensanchamiento de la calle dels Àngels.

5. Convento de la Mare de Déu de la Bonanova: destruido para erigir el Gran Teatro del Liceo.

La lista continuaba durante un par de páginas más. Luego venían los conventos e iglesias quemados durante la Semana Trágica, 18 iglesias y 49 conventos. Sin embargo, según el informe del hermano, la mayor parte fueron reconstruidos. Sólo habían desaparecido por completo el convento de las Jerónimas, el de los Claretianos, las Paúlas, las Dominicas, los frailes de Sant Felip Neri, las monjas cistercienses de Valldonzella y el monasterio de Sant Antoni. Junto a estos nombres había escritas unas direcciones. Por último, el informe señalaba que casi todas las quemas acaecidas en la guerra civil habían sucedido en edificios religiosos después reerigidos. Pero incluso en este apartado el fraile había elaborado una tercera lista con los más dañados. Un trabajo impecable, quizá merecedor de una tesis doctoral. Lástima que, aplicado a nuestro caso, siguiera pareciéndome una especie de cuento de hadas. En ese momento entró Garzón.

—Inspectora, lamento mucho tener que molestarla, pero ha dicho Coronas que si no interrogamos al psicópata en el plazo de dos horas nos podemos considerar relevados del caso.

—¡El puto psicópata! Está bien, dígale que lo haré yo. ¿Dónde está?

—En la sala de interrogatorios, custodiado por Domínguez. Lo reconocerá por el gorro de Napoleón.

—Muy gracioso.

Domínguez se ofreció a quedarse conmigo durante el interrogatorio para garantizar mi seguridad. Lo hice salir con gesto firme. Como aquel hombre era nuestro psicópata oficial todo el mundo parecía olvidar que el día anterior se paseaba por la calle tranquilamente.

Miré a la cara del presunto loco, que tenía un aspecto corriente, si bien parecía asustado.

—Hola, Isaac. ¿Sabe usted por qué está aquí? —le pregunté sin disimular mi mal humor.

—Sí, porque creen que he matado a un fraile.

—Eso es. ¿Y lo hizo?

—No, yo nunca mataría a nadie, y menos a un fraile porque creo mucho en Dios.

—¿Dónde estaba la noche del crimen?

—En el casal del Ayuntamiento de Rius y Taulet. Los del taller ocupacional preparábamos el escenario de una función de teatro que se hacía al día siguiente. Estuvimos hasta la madrugada.

—¿Hay alguien que pueda testificarlo?

—Sí, todos mis compañeros del taller, también la profesora.

—Bien, de acuerdo. ¿Sabe cuál fue el arma del crimen?

—Lo he leído en el periódico. ¿Una navaja?

—No, no fue una navaja. ¿Cómo se gana la vida, Isaac?

—Como estoy mal de la cabeza cobro una pensión. También trabajo en un taller educacional y me pagan un poco. Oiga, inspectora, si digo que al monje lo he matado yo, ¿saldré por televisión?

—¿Para qué quiere salir por televisión?

—Para decir a la gente que vayan a misa y recen.

—Oiga, Isaac: tiene una casa, un trabajo, quizá hasta amigos. Voy a darle un consejo: olvídese de la religión, de los ángeles y los santos. Bébase una cervecita de vez en cuando y tome el sol los domingos. Eso es mucho, créame. Y olvide si los demás van a misa o se condenan.

—¿Ya se va?

—Sí, voy a hablar con su médico de cabecera. No creo que pase mucho rato antes de que pueda marcharse a casa.

Salí de la comisaría sin decir nada a nadie. Fui al hospital de día donde estaba adscrito el psicópata. Hablé con su psiquiatra, con las enfermeras, con los cuidadores de las sesiones de grupo. Naturalmente todos coincidieron: Isaac en ningún caso hubiera podido matar a nadie, ni a un fraile ni a un descargador de muelle. Estaban dispuestos a declararlo y firmar. Me dirigí después al taller ocupacional donde Reverter acudía. Todos corroboraron su versión de la noche del crimen. No necesitaba más. Llamé a Garzón.

—Pueden soltar al psicópata, Garzón; ya hemos perdido bastante tiempo.

—¿Está segura, inspectora?

—Bajo mi responsabilidad.

—De acuerdo, inmediatamente.

Al ir a tomar el coche, me quedé un momento pensativa. ¡Qué desastre era todo aquello! Isaac, pobre diablo. Lo habíamos sacado de su rutina habitual que quizá era lo único que lograba estabilizarlo. Y todo a sabiendas de que las posibilidades de que hubiera cometido el crimen y robado la momia eran prácticamente nulas. ¡Vaya mierda! Me sentí invadida por una enorme tristeza, un desánimo total. Miré a mi alrededor. Estaba en el barrio del antiguo hospital militar. Busqué un bar con la mirada. Enseguida lo encontré. Por fortuna España es lugar de bares cutres en cada esquina. Aquél era prototípico: televisión a todo volumen, máquina de juegos a pleno rendimiento, un camarero que apilaba platos limpios con estruendosos impactos auditivos… ¡perfecto! Sólo con una cerveza ya me resultaría imposible pensar. Me tomé dos. Estuve a punto de no contestar la llamada de mi móvil, pero cuando ya había sonado cinco veces me arrepentí. Se trataba de Sonia.

—Inspectora, resulta que he encontrado otro enfermo psiquiátrico que me parece bastante sospechoso. Pero no sé si decírselo al doctor Beltrán, como ya están interrogando a uno, quizá…

—Sonia.

—Sí, inspectora.

—Incorpórate inmediatamente al operativo de búsqueda de la testigo.

—¿Y abandono la misión que me encomendó?

—Sí. ¡Ah, y otra cosa! Procura no ponerte delante de mí en tres días. ¿Me has entendido?

—Yo…

—Y si ves que vamos a cruzarnos por un pasillo, da media vuelta. ¿De acuerdo?

—Sí, inspectora —la oí decir con un hilo de voz.

Luego pagué al espantado camarero, que me había estado escuchando, y salí del bar. No estaba más reconfortada, pero al menos había recuperado la voluntad: me iba a casa.

Al llegar tomé una nueva decisión: aparcaría a un par de calles de distancia para poder caminar aunque fuera sólo un poco. No me parecía adecuado presentarme ante Marcos en aquel estado de enojo y turbación mental. Mis pasos resonaban en la calle oscura. Poco a poco fui recuperando cierta paz. Al torcer la última esquina vi que se me acercaba de modo muy directo una mujer. Retrocedí un paso y esperé. Como ya llegaba hasta mí eché mano del bolso para sacar la pistola. Ella se dio cuenta del movimiento y dijo en voz alta:

—Petra Delicado.

—¿Quién es usted?

Se acercó hasta que pude verla.

—Soy Silvia, la madre de Marina. Sólo quiero hablar un momento con usted.

—Oiga, Silvia, no quisiera ser grosera, pero…

—Será un minuto. ¿Quiere que tomemos algo en aquel bar?

No tenía más remedio que aceptar. Quizá sería una buena idea pedirle que no volviera a importunarme nunca más. Cruzamos a la acera de enfrente y nos acodamos en la barra del bar. Yo pedí una cerveza y ella un agua mineral que ni siquiera hizo ademán de tocar.

—En primer lugar, decirle que lamento haber sido grosera el otro día por teléfono.

—Sí, yo también fui grosera. En cualquier caso, si lo que tiene intención de decirme es que no quiere que su hija vuelva nunca más a una comisaría, le aseguro que no es necesario. Ya me encargaré yo de que sea así.

—Es algo más que eso. Lo cierto es que Marina la aprecia mucho. Me da la impresión de que usted tiene mucho ascendente sobre ella.

—Si es así, no se trata de algo que yo haya buscado.

—Da igual, el caso es que Marina le dice a todo el mundo que es policía y que su trabajo le parece genial. Supongo que usted le cuenta cosas.

—Se equivoca, nunca hablo del servicio con los niños.

—Me gustaría que hiciera algo más que eso.

—¿Qué sugiere, que abandone mi profesión?

—No. Quiero que procure quitarle de la cabeza lo de que ingresará en la policía cuando sea mayor.

—¿La niña le ha contado eso?

—Sí; y le ruego que haga lo posible por señalarle los puntos negativos de ese trabajo. Si llega a tomarle aversión, tanto mejor.

—Sólo tiene seis años, ¿cómo quiere que…

—Prefiero que desde ahora mismo deje de pensar en esa posibilidad vocacional.

—¿Tan terrible le parece ser policía?

—Que mi hija llegara a serlo algún día representaría una tragedia para mí.

—Muy bien, de acuerdo. No puedo comprometerme a pasarme todo el día inculcándole aversión a lo que hago, pero puedo ir desilusionándola.

—Se lo agradeceré de corazón. No la molesto más. Permítame que la invite.

Sacó dinero del bolso y, cuando iba a darse la vuelta y salir, la llamé.

—¡Silvia! No sé qué piensa usted que es un policía, pero le deseo que en ningún momento tenga que necesitarnos. Estamos a favor de los ciudadanos, ¿me entiende?

Su cara atractiva y bien maquillada esbozó una sonrisita de superioridad. Luego se fue. Era sin duda una mujer elegante, una triunfadora también: fría, resuelta, segura de sí misma, una auténtica mujer del mundo actual. Y yo, como una imbécil, soltándole ridiculeces sobre los ciudadanos. Por fortuna, no se me había ocurrido hablarle de la ley y el orden, porque hubiera sido el colmo de la estupidez. Me bebí la cerveza de un solo trago, la necesitaba.

Aunque no hacía tanto que vivíamos juntos, Marcos se percató enseguida de que algo desagradable acababa de sucederme. Era un hombre sensible, o quizá es que mi cara parecía la de Nosferatu tras sufrir un corte de digestión.

—¿Te pasa algo, Petra?

—Me pasa todo.

—¿Dificultades en el caso?

—Sí.

—¿Y en la vida privada?

—También.

—¡Eh, te lo he preguntado como una broma!

—Acabo de tener una conversación con Silvia.

Su cara se ensombreció. Lamenté enseguida habérselo contado, pero ya era demasiado tarde; ahora debía continuar.

—Me esperaba en la calle, aquí cerca. Hemos tomado una cerveza. Bueno, ella ni siquiera tocó su agua para que no pareciera que había ninguna complicidad entre las dos. Me ha pedido que no influencie a Marina para que sea policía, que intente hacer justo lo contrario, que la desilusione.

—¡Eso es intolerable, demasiado!

—¿Qué vas a hacer?

—Llamarla por teléfono.

—Ni hablar; déjalo como está. Se ha comportado educadamente.

—Petra, lo siento, lo siento de verdad.

—Olvídalo, y sobre todo no emplees conmigo fórmulas de cortesía.

—¿Mejor ser grosero?

—Sin ninguna duda.

—Entonces vamos a cenar de una puta vez. Tengo hambre.

Sonreí ante su certera ironía.

—Pero Marcos, ¿tú sabías que Marina anda diciendo que quiere ser policía?

—Bueno, algo me ha comentado alguna que otra vez.

—¿Y por qué no me lo ha dicho a mí?

—Se imagina que intentarás disuadirla.

Sonó mi móvil. Era Garzón.

—Inspectora. Han encontrado a la testigo.

Me dio un vuelco el corazón. Pero Garzón siguió hablando en tono muy grave.

—Lleva varios días muerta.

Se me instaló en el pecho una agobiante pesadez. Tomé nota de la dirección que el subinspector me dictaba. Miré a Marcos.

—Han encontrado muerta a la mendiga. Tengo que irme.

Me abrazó. Le sonreí con tristeza.

—Es evidente que hoy aún no había llegado a mi colmo, me faltaba un detalle más.

—En cuanto acabes con este caso nos iremos de vacaciones al Caribe, ¿te parece?

—Sólo si lo resolvemos; si queda sin culpable tengo otros planes para mi futuro.

—¿Puedo saberlos?

—Me suicidaré al estilo bonzo delante de tus dos ex mujeres; seguro que lo valorarán.

Eulalia Hermosilla fue hallada en un taller mecánico abandonado de la calle Escornalbou, en avanzado estado de descomposición. Antes de que hubiera sonado la campana del ultimátum final del comisario, los agentes que quedaban en el operativo dieron con su cadáver. El taller tenía cerrada la entrada principal, pero contaba con un acceso por la portería de una casa de vecinos. Aquella puerta había sido forzada y le dieron la apariencia de estar cerrada después por el procedimiento rupestre de un simple alambre oxidado. Sin embargo, ningún vecino había protestado aún por el fuerte olor que el cuerpo desprendía. Había sido necesario peinar bloque a bloque todos los edificios de la calle para llegar hasta el terrible descubrimiento.

Hipnotizada, observaba cómo mis compañeros ejecutaban los ritos del levantamiento en el lugar del crimen. El juez Manacor fue muy rápido en su inspección, dadas las condiciones de insalubridad que presentaba la muerta, aunque ni siquiera así pudo evitar poner cara de asco. Después, el pequeño taller en ruinas fue escudriñado centímetro a centímetro en busca de alguna prueba. Los alrededores se llenaron de curiosos que querían cotillear. Habíamos localizado al dueño del inmueble y quedado con él para interrogarlo. Cuando la primera frenética actividad se tranquilizó, Garzón se dio cuenta de que me había pasado las últimas dos horas sin abrir la boca.

—¿Se encuentra mal, inspectora?

—No, estoy bien. No es el mejor día de mi vida, pero… puedo aguantar.

—Le sugiero que nos tomemos una copa en aquel bar de la esquina.

—Después, cuando haya llegado el propietario.

Llegó el propietario, hablamos con él. Tenía el local vacío desde que se jubiló y no quería alquilarlo. No iba por allí jamás. Por supuesto no tenía ni la más leve relación con nuestro caso ni con la mujer asesinada. Estuvo observando las manchas de sangre que había en el suelo, oliendo el hedor que aún flotaba en el aire y se mareó. Le pedí a Yolanda que lo acompañara en un taxi a su casa. Me volví hacia el subinspector.

—Ahora sí le acepto la copa, Fermín, que nos avisen cuando haya acabado todo este circo. Dígales dónde estaremos.

El ambiente soñoliento de otro bar cutre nos envolvió, protector. Escogimos una mesa cerca de la ventana. Me dejé caer como un viejo fardo, porque así era como me sentía. Los parroquianos de la barra hablaban sobre el asesinato, la presencia policial en el barrio. Todos parecían conocer los detalles. Llegó el camarero.

—Coñac —pedí. El coñac es aromático y fuerte, quizá pudiera disipar el tufo a muerte que contenía mi nariz.

—Se encuentra deprimida, ¿verdad?

—No es para menos. Asesinan a la única testigo que tenemos, una pobre mujer. Le han callado la boca para siempre. ¿Y con qué contamos nosotros a estas alturas de la película? Con nada, dos teorías históricas que parecen salidas de una revista de entretenimiento y un psicópata de pega que hemos dejado marchar a casa. No se trata de un panorama muy alentador, ¿no le parece?

—Yo estoy hasta los cojones de este caso.

—Y yo también.

—¿Quiere que intentemos dimitir?

—No.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Elaborar otra teoría histórica de nuestra invención. Pensemos.

Me tragué todo el coñac de un solo trago. Garzón me miró con cara de sorpresa. Luego asintió y se bebió el suyo del mismo modo.

—¿Nos atizamos otra?

—Bien.

Cayeron dos copas más, en silencio, siempre de golpe, siempre de coñac. A la tercera el camarero nos había mirado de modo poco amistoso. Daba igual.

—¿Sabe qué le digo, inspectora? Que ya tengo mi propia teoría histórica para exponérsela.

—Adelante, le escucho.

—Yo creo que el fray Acisclo, o como coño se llame, era en vida un soberbio follador. Seguramente contrajo alguna sífilis o una venérea por el estilo, y las monjas no quieren que le hagan ningún análisis de ADN para que no se descubra el pastel. Por lo tanto, al hermano Cristóbal se lo ha cargado la priora ¿Qué le parece?

—¡Bien, buena teoría! Aunque yo tengo la mía, no vaya a pensar. Yo creo que los culpables han sido nuestros eternos enemigos los moros. A lo mejor en su época el tal Asercio era un terrible batallador en la Reconquista y…

—¿Y no habrán sido los vikingos, o sea el bárbaro invasor?

Cansados, derrotados, achispados, sin malditas ganas en el fondo de bromear, estallamos en risas. Entonces nos avisaron para que regresáramos al taller.

—Inspectora —dijo el agente que había llevado a cabo la búsqueda de pruebas—. Hemos tenido mucha suerte.

—¿Qué han encontrado?

—El asesino ha utilizado unos guantes de látex y los ha dejado tirados en un rincón. Así que tendremos huellas dactilares en cuanto los sometamos a los nuevos procedimientos.

—No hay ningún sospechoso aún, pero es un buen hallazgo. ¿Nada más?

—Aparentemente, no. Veremos qué dice la autopsia, pero nosotros creemos que a esta mujer la trajeron ya muerta aquí. Hay sangre seca y descomposición en el lugar donde estaba tumbada, pero no en la cantidad que deja una agresión in situ.

—¿Cómo la mataron?

—A hostias, con perdón. Tenía la cabeza hecha cisco, pero como llevaba días muerta al principio no se distinguía nada y…

—Está bien. Déjenlo todo listo y precintado y traslade las pruebas a la comisaría.

Nos dirigimos lentamente hacia el coche.

—¿Se ha fijado? —le dije a Garzón—. Hemos pasado el rato soltando ocurrentes disparates, pero ni una sola hipótesis seria sobre el crimen.

—No hay más hipótesis que una: se la han cargado para que no hable sobre lo que vio.

—Ya había contado lo que vio. ¿Qué temían entonces?

—Que dijera algo más, es decir que facilitara algún detalle.

—¿Significa eso que conocía a los hombres que acarreaban el cuerpo?

—Me parece improbable, tratándose la testigo de una mujer tan marginal.

—Pues el detalle estaría en otro lado, en la furgoneta quizá… no lo sé. Dudo mucho de que pudiera recordar la matrícula.

—Lo que está muy claro es que los ladrones de la momia no se fijaron en que alguien los había visto, y cuando lo descubrieron por el periódico salieron a la caza antes que nosotros.

—¿Cómo podían saber quién era si no se dio a nadie ninguna identificación de la testigo?

Me abracé el torso con ambos brazos. Me palmeé las costillas:

—No lo sé, Garzón, no sé nada. Lo más probable es que se haya cometido este crimen por culpa de nuestra inoperancia. Esa mujer no hubiera debido marcharse tras declarar.

—Nosotros no lo hicimos, llegamos al caso después de que eso hubiera ocurrido.

—¿Y eso le deja más tranquilo?

—Me hace sentir menos culpable.

—Feliz usted. Hasta mañana, Garzón; nos vemos en comisaría.

—¿Qué se propone?

—¡Dormir!

—Le conviene.

—Me lo proponga o no, me convenga o no, dudo de que pudiera hacer cualquier otra actividad.

Abrí la puerta de casa. Subí la escalera y me acosté vestida. A mi lado Marcos dormía profundamente. Puse mucho cuidado en no despertarlo. Me pregunto qué cara debió poner cuando al día siguiente descubriera a una mujer con gabardina ocupando mi lugar en la cama.

El mal estado en el que se encontraba el cadáver de Eulalia obraba a favor de la rapidez. Si no queríamos que la descomposición acabara de borrar del cuerpo cosas interesantes, era imprescindible efectuar la autopsia lo antes posible. Y así sucedió, el Anatómico Forense no se demoró ni nos hizo «guardar cola». Sin embargo, consultar el informe final no supuso ninguna conmoción para nosotros: Eulalia Hermosilla, de sesenta y ocho años, había muerto como consecuencia de un golpe descomunal en la parte trasera del cráneo. El arma homicida había sido un objeto romo, duro y grande. Es decir, la mendiga y el monje habían tenido casi con toda seguridad idéntico matador y éste era una auténtica bestia.

La teoría del forense coincidía con la impresión que habían recibido los investigadores in situ: la mujer no había muerto en el interior del taller, sino que había sido trasladada allí ya cadáver. No se notaban en su cuerpo excoriaciones de ningún tipo, por lo que se aventuró la posibilidad de que el traslado se hubiera realizado entre dos personas.

Coronas estaba estupefacto. No había pensado en la eventualidad de aquel nuevo asesinato. Para él la existencia de la mendiga era un factor aleatorio. Por esa razón, en su fuero interno nunca había aprobado el operativo que yo le había pedido organizar. Y sin embargo, allí estaba la mujer, muerta desde hacía al menos una semana.

—Parece evidente que el asesino la localizó y la mató antes de que pudiéramos interrogarla a fondo —sentenció, profundizando en lo obvio.

—Eso significa que quienes se llevaron la momia no se percataron en absoluto de que esa desgraciada estaba allí.

—Pero ¿cómo le siguieron la pista?

—No lo sé, Petra, a esa mujer la vieron en las inmediaciones de la calle Escornalbou y nosotros nos enteramos; el asesino también se enteró, eso es todo.

—El asesino no tenía ningún operativo especial a su servicio.

—¿Es posible que estuviera siguiendo a alguno de los policías?

—Me resulta difícil de creer.

—Este caso es odioso, odioso. Un monje, una pobre mujer… ¿quién tiene interés en hacer daño a gente tan inocente?

—Es la ausencia de móviles lo que lo complica todo, comisario.

—Usted sabe que cuando no hay móviles lógicos siempre nos inclinamos por la figura de un loco.

—Pero yo me niego a creer…

—Usted no puede negarse a nada, Petra, y ¿sabe por qué? Porque no me ofrece ninguna alternativa. Suelo admirar su lógica racionalista, pero dígame, ¿cómo se justifica con la razón en la mano que nadie mate a un monje inofensivo en plena noche y que robe una momia y se la lleve a su casa? Contésteme.

—Aún no puedo contestarle.

—¡Esto es obra de un loco, inspectora, un loco con un cómplice más loco que él! No veo otra manera de cuadrar tanto despropósito. ¿En qué andan ahora?

—Están analizando todos los residuos que encontramos en el taller abandonado, por si hubiera suerte y… También están compulsando las huellas que pudieron sacarse de los guantes de látex.

—¿Tenía familia esa mujer?

—Nadie ha reclamado su cadáver por el momento.

—Quizá cuando aparezca la noticia en los periódicos…

Me encogí de hombros, bajé la vista con abatimiento.

—¿Y todas esas teorías históricas que he leído en los informes?

—No les he dado demasiado crédito, señor.

—Pues si todo sigue como está y nos centramos en la posibilidad de alguien que esté como una chota, a lo mejor tiene que revisar su postura. Algo está intentando decirnos el asesino con ese cartel en letra gótica.

Asentí, cansada, aburrida, impotente.

—Puede irse. Vaya a poner todo esto por escrito.

Di media vuelta lentamente, caminé demorándome en cada paso. Entonces oí la voz de Coronas que decía:

—No se deje abatir, Petra, están haciéndolo bien.

Sí, muy bien, pensé, tan bien que habíamos conseguido un nuevo crimen. Difícilmente se podía actuar con más tino. Pero claro, la víctima no contaba demasiado para nadie y su muerte parecía un mal menor. La ciudad está poblada por un montón de gentes prescindibles cuya desaparición no altera el paisaje.

Sobre la mesa de mi despacho me esperaba un informe que ya no recordaba haber pedido. Era el estado de cuentas y las fuentes de financiación del convento de las corazonianas. Estaba firmado por el inspector Sangüesa, e incluía una nota de su puño y letra:

«Ahí tienes el trabajo finalizado, Petra. Tus monjas no parecen unas defraudadoras ni nada por el estilo. Muy ricas tampoco son. Yo diría que todo está en orden. Fíjate en que hay un donante o benefactor fijo. Te lo he subrayado en rojo por si es un dato de interés».

Sangüesa era un crack, el tío que mejor funcionaba en la Policía. Busqué su subrayado y leí: «Heribert Piñol i Riudepera. Su familia es benefactora del convento desde 1912. Él ingresa 12.000 euros anuales por medio de su fundación». Sí, quizá sí era un dato interesante; en cualquier caso debía ser investigado. Me preparé mentalmente para una nueva visita a las corazonianas. O resolvíamos aquel caso o quizá mi vida me deparara la sorpresa de una vocación religiosa en toda regla.

Como de costumbre, a la madre Guillermina le encantó verme de nuevo.

—¿Por qué no me ha dicho que iba a venir a visitarme?, hubiera mandado a comprar un té mejor. Yo creo que el que nos han suministrado en la última partida está bastante pasado. Pero claro, como siempre tenemos que andar mirando el céntimo…

—Justamente he venido para hablarle de dinero.

—Eso sí es una novedad.

—Se trata de las donaciones, más concretamente de la que efectúa el señor Piñol i Riudepera.

—¡Ah, don Heribert! Sí, es nuestro principal benefactor. Su familia ha ido efectuando donaciones a nuestra orden desde tiempo inmemorial. Afortunadamente los herederos siempre recogen el guante de la caridad y van aumentando las cantidades según los tiempos. Aunque dos millones de pesetas para una comunidad como la nuestra y con los gastos que hay no representa nada extraordinario. Pero claro, nos ayuda, y por supuesto le pido a Dios que no nos falle jamás.

—¿La donación fija es anterior al actual heredero de la familia?

—Por supuesto que sí. Los Piñol vienen siendo benefactores de las corazonianas desde… no me acuerdo muy bien, pero creo que desde antes de la revolución industrial.

—¿Qué tipo de actividad profesional desarrollan?

—Son grandes capitalistas, y sus negocios varían según la época: latifundistas, empresarios textiles, importadores… Ahora creo que tienen una empresa de repuestos, y más cosas desde luego, porque los hijos ya trabajan también. Es una de esas familias patricias catalanas que han sabido acoplarse a los cambios económicos. Me pregunto si la próxima generación seguirá practicando la caridad.

—Tienen una fundación.

—Sí, no somos las únicas que reciben un beneficio, pero creo que el resto de actividades están más ligadas a temas sociales. Es el signo de los tiempos, también.

—¿Qué ideología tienen los Piñol?

—No lo sé, inspectora, la familia la componen muchos miembros, ni siquiera sé cuántos.

—Sí, pero ¿en general?

—Pues serían de derechas, supongo, aunque tampoco tanto, porque siempre han tenido cierta pátina nacionalista, una defensa de la identidad catalana.

—Madre Guillermina, hablemos de revoluciones y guerras.

Dio un respingo que implicó a todo su cuerpo. Se quitó las gafas, volvió a ponérselas. Pulsó el timbre que tenía sobre la mesa.

—¡Jesús, inspectora, no me haga hablar de algo tan terrible! Yo nací en el 51 y no me acuerdo de nada. Dios me preservó de la terrible guerra fratricida, por lo que le doy las gracias aún.

—Sólo quiero saber qué sucedió con el convento durante la guerra civil, también si fue quemado durante la Semana Trágica. Eso sí debe saberlo.

Entró una monja con la bandeja del té. La dejó sobre la mesa. La superiora le preguntó:

—¿Dónde está la hermana Domitila?

—En la biblioteca, estudiando con la hermana Pilar, que tiene un examen en la universidad dentro de dos días.

Se volvió hacia mí.

—No le importa que sea ella quien conteste, ¿verdad? Yo sé las cosas a grandes rasgos.

Asentí y la mandó llamar. Mientras llegaba sirvió el té, tiró el cigarrillo que estaba fumando.

—No es que me esconda de las hermanas mientras fumo, pero es más respetuoso no hacerlo a la descarada.

La hermana Domitila pidió permiso para entrar. Por su mirada comprendí que se sentía feliz de haber sido requerida. Me sonrió con su cara inteligente.

—¿Hay alguna novedad? —se atrevió a preguntarme sin reparos.

—La testigo que vio a los hombres sacar el cuerpo del beato ha sido encontrada muerta, asesinada.

Las dos monjas reaccionaron igual, ahogando una exclamación imprecisa y doliente. La hermana Domitila se santiguó, su superiora la siguió en el gesto de piedad. Luego la madre Guillermina bajó la vista, mientras la hermana la clavaba en mí de modo inquisitivo.

—¿Saben quién ha sido, inspectora?

—No, aún no.

—¡Dios eterno! —dijo la priora—. ¿Qué ha pasado para que nos rodee tanta muerte?, ¿por qué a nosotras, por qué aquí?

Dejé un tiempo para que se recuperaran de la impresión. La madre estaba seriamente afectada. La hermana, haciendo gala de su condición de intelectual, parecía luchar contra su devoradora curiosidad. Pero no le permití que me friera a preguntas y fui yo quien volvió a plantearle las cuestiones que acababa de exponer hacía un rato. Pareció contenta de que confiáramos en ella como historiadora y demostró su innegable erudición.

—Durante la Semana Trágica nuestro convento no llegó a arder, pero fue profanado. Se robaron objetos preciosos de culto y alguna de las imágenes de santos apareció mutilada. Hay constancia de todo ello en la memoria interior del convento, que llevaba al día la monja que en la época se ocupaba de la biblioteca. Incluso existe una relación de las reparaciones que debieron hacerse y de cuánto costaron. Si le interesa el dato puedo consultar los documentos originales, que todavía no están informatizados.

—¿Qué ocurrió con el beato?

—Nada que haya quedado registrado. Seguramente se le respetó. Por lo que puede leerse en otras crónicas, los grupos de incontrolados sentían cierto temor de los cuerpos incorruptos, sin duda por superstición. Eso motivó que no se les tocara.

—Comprendo. ¿Y durante la guerra civil?

—Durante el conflicto el convento no fue atacado, si bien sirvió como albergue de una guarnición de soldados republicanos y como consecuencia de ello hubo algunos destrozos, pero no existió expolio ni profanación.

Apunté lo que me decía con todo detalle. De repente la hermana habló titubeando:

—Inspectora, yo… bueno, su ayudante el subinspector me contó la teoría del hermano Magí sobre la frase escrita en el cartel del asesino y… bueno, por sus preguntas deduzco que le han dado más crédito que a la mía. Pero es que debo reconocer con toda humildad que es mucho más plausible, mucho mejor. Sin duda me equivoqué con mi hipótesis sobre los enterramientos.

—Es un poco pronto para saber si esas teorías nos serán útiles en la investigación; pero en cualquier caso esperamos contar siempre con sus valiosos conocimientos, hermana.

La cara se le iluminó. Siguiendo el patrón jerárquico, le dije a la madre que podía darle permiso para retirarse. Cuando nos quedamos solas la superiora encendió un cigarrillo ipso facto.

—Esta hermana vale su peso en oro, se lo aseguro. Es sabia, pero al mismo tiempo voluntariosa y humilde. No teniendo bastante con el trabajo regular que le he asignado y con tutelar a la hermana Pilar en sus estudios, a veces se ofrece para tareas de limpieza o para ayudar a la hermana portera con la intendencia. Para mí todas las monjas son iguales, pero sé reconocer los valores que puso Nuestro Señor en algunas de nosotras, y esta hermana Domitila es un orgullo para el convento, créame.

Sin hacer mucho caso de los halagos que profería con cierta dignidad maternal, le pregunté de pronto algo que ya sabía, pero que quería oírle decir una vez más.

—Oiga madre, ¿y toda esta historia del adecentamiento del beato de quién partió en realidad? ¿Cómo se le ocurrió un buen día organizar los trabajos?

—Fue una orden que vino de la superiora general. Esa orden, que incluía el inventario de tesoros y documentos, no afecta sólo a nuestro convento, sino a todos los de la orden.

—¿Y dónde está la priora general?

—En nuestra casa madre. Sólo viene una vez cada año, y algunos años ni eso; pero todas las superioras tenemos que reportarle cada trimestre.

—¿Sabía su benefactor que se estaban realizando esos trabajos?

—¿El señor Piñol? Pues sí, se le informó porque a todos los que colaboran con nosotras les pedimos una derrama para pagar las investigaciones; lo que buenamente nos pudieran dar. Pero de verdad le aseguro que no entiendo por qué me pregunta por el señor Piñol. Y tampoco entiendo las preguntas sobre la Semana Trágica o la guerra civil. ¿Por qué no me lo cuenta todo, inspectora?

—No podría en este momento porque, sinceramente, no sé nada aún. Cuando tenga las ideas más claras le prometo que le contaré.

Me levanté y al tiempo que lo hacía, ella pulsó el timbre y dijo:

—Pero, inspectora, aún no puede irse. No se ha tomado el té. ¿Tan horrible lo encuentra?

Me excusé y tragué de un golpe un té ya frío y que, efectivamente, dejaba bastante que desear. Para entonces ya tenía a la hermana portera esperándome para custodiarme hasta la salida adonde sin perder ni un minuto más, me encaminé.

Había silencio absoluto cuando llegué a casa. Mientras vivía sola, después de una jornada de trabajo tan estresante como aquélla, solía servirme un whisky e intentar poner orden en todo cuanto había sucedido. Sin embargo, ahora sólo tenía ganas de acostarme para notar el cuerpo caliente de Marcos cerca de mí. Claro que si me metía en la cama con la cabeza llena de interrogantes en estado puro, probablemente mis ojos no se cerraran en una hora o dos. Decidí ir a la cocina, servirme un vaso de leche y acudir al ordenador para conectarme a Internet. Así lo hice y frente a la pantalla, siempre servicial, tecleé las palabras «quema de conventos en España». Me sorprendió la cantidad de «sitios» en los que se daba cuenta de esos acontecimientos. Navegué por ellos, sin un objetivo claro. Había páginas de libros de historia, trabajos universitarios, fragmentos de revistas… y extrañamente, un montón de foros de debate. ¿Foros de debate sobre un tema tan antiguo? Entré en varios de ellos y mi sorpresa no hizo sino crecer. Posturas radicales a favor y en contra de tales hechos históricos, daban lugar a réplicas y contrarréplicas cada vez más subidas de tono ideológico. Se leían cosas como:

«Las hordas de trabajadores y descamisados cometieron tropelías sin cuento entre los monjes de las comunidades religiosas durante la Semana Trágica. Excitados por los cabecillas anarquistas y comunistas, no se limitaron a prender fuego a los sagrados edificios, aniquilando las riquezas históricas, saqueando los objetos de oro y plata y profanando las reliquias. No, se cuenta que en algunos conventos los frailes fueron sometidos a todo tipo de sevicias, torturas y humillaciones antes de ser asesinados.

»Por ejemplo, en el convento de Sant Felip Neri, un fraile fue azotado con un crucifijo hasta la muerte. En el de las clarisas, una monja fue violada y después sodomizada con un enorme cirio en público. Por ejemplo, en los Jesuitas de Sarrià, a un joven e inocente novicio le cortaron los genitales, que le fueron introducidos en la boca junto a todas las hostias consagradas que se guardaban en el sagrario».

¡Qué barbaridad!, pensé, ni al marqués de Sade le funcionaba la imaginación perversa de un modo tan tempestuoso. El otro extremo resultaba igualmente pintoresco. Leí:

«La Semana Trágica fue una auténtica y comprensible revolución y las represalias contra la Iglesia actos de pura justicia popular. Aparte de estar de acuerdo y tener connivencia con todos los capitalistas y fuerzas políticas de involución, en los conventos sucedían habitualmente cosas terribles. En ellos había talleres manuales donde los trabajadores eran obligados a completar jornadas extenuantes sin cobrar nada. Lo único que solían percibir era un menguado sustento consistente en pan y un trozo de tocino. En los conventos de monjas se recogía a niñas huérfanas y también se las explotaba sin piedad, incluso sexualmente. No es extraño pues que la gente reaccionara en contra de tanta ignominia. Además, las cifras de conventos incendiados tanto durante la Semana Trágica como durante la guerra civil se ha exagerado para culpabilizar al pueblo».

¡Dios!, aquello era como Radio Tirana en sus buenos tiempos. Todos aquellos chats contenían insultos y descalificaciones del contrario: «¡Facha!», «¡Malditos comunistas!», etc., etc., eran términos normales en aquellas conversaciones virtuales. Tuve que restregarme la cara varias veces. ¿Era aquello Internet, la vía más moderna de comunicación? ¿Estábamos en el siglo XXI, en plena era digital? ¿De dónde salían pues aquellas pandas de dinosaurios, enzarzados en discutir la historia como si se tratara de una cuestión palpitante y actual? ¿Aún estábamos así, enfrentados como siempre? ¿Qué pasaba con la Transición, con la democracia, con España el país moderno y multicultural? Sentí una corriente de desánimo física, orgánica. Quizá no era ninguna tontería seguir la pista histórica en nuestro caso de doble asesinato. En España la historia seguía sangrantemente viva. Todavía éramos capaces de darnos de palos discutiendo si el Cid Campeador era un héroe o un villano, si existió de verdad el glorioso apóstol Santiago.

Oí la voz de Marcos detrás de mí.

—¿Aún estás trabajando? ¡No te lo voy a permitir! Vamos a la cama, alguna vez tendrás que descansar.

Estaba en pijama, con cara de sueño, pero yo me encontraba en plena conmoción y le conté lo que me conturbaba. Me escuchó en silencio, frotándose los ojos cada dos por tres.

—¡Ostras, Petra, lamentos por la patria a estas horas de la noche! No sé si estoy en el mejor momento para meterme en el tema.

—Es que estoy preocupada, de verdad. Me da terror que las cosas hayan cambiado mucho menos de lo que creemos.

—Las guerras civiles dejan secuelas durante años, muchos años. Sin embargo, yo de ti no me preocuparía demasiado. Los que continúan con ese tipo de dialéctica son cuatro marginales a quienes nadie da crédito.

—¡Pues hay un montón de entradas en Internet!

—En Internet está lo bueno y lo malo, pero sobre todo hay pirados que se suman a los chats para decir sandeces.

—¿Tú crees que nuestro asesino puede ser uno de esos marginales obsesionados con la historia?

—Puede ser.

Nos quedamos mirándonos en silencio. Sonreí con cansancio. Entonces Marcos me tomó de la mano y me arrastró.

—Basta. ¡A la cama!

—No conseguiré dormir.

—¡Por supuesto que dormirás! Te hace falta descanso y dejar de pensar en el caso durante al menos unas horas. Afortunadamente mañana es fiesta.

—Es verdad, no me acordaba.

—Y cenamos en casa de Garzón, con los niños.

—¿Cómo?

—De eso tampoco te acordabas, por lo que veo. Me ha llamado Beatriz, nos esperan a las nueve.

—¡Ahora sí que no dormiré!

—Mejor, pasaremos toda la noche haciendo el amor.

Pero me dormí enseguida, abrazada a su pecho. Es difícil pensar en guerras fratricidas cuando el calor de otro cuerpo te envuelve.