5

Era sábado; de modo que el caso debía permanecer en espera durante el fin de semana. Sin embargo, el operativo de búsqueda coordinado por las chicas no tenía descanso. Probablemente hubiera debido pasar la mañana en comisaría para dar ejemplo de interés, pero hacía tiempo que ni siquiera cruzaba tres palabras con Marcos, de manera que decidí quedarme en casa, si bien llevando el teléfono encima en todo momento. Aquel fin de semana teníamos a los niños con nosotros. Durante la mañana su padre se encargaba de llevarlos a las múltiples actividades cívicas y deportivas en las que los tres estaban apuntados. Pude hacer exactamente lo que me apetecía: cuidar de mi abandonado cuerpo y mi no menos deteriorada mente. Me embadurné la cara con una mascarilla verde francamente desagradable, me introduje en un baño de hierbas aromáticas, un tanto pestilentes a fuerza de perfume, y tomé un libro que empecé a leer con fruición. Al cabo de un rato había vuelto a sentirme casi como una persona normal. Aquel caso era tan absorbente que no había tenido tiempo ni de tomar conciencia de mí misma. En aquel momento la tomé, pero no dio otro resultado más que intranquilizarme. Allí estaba, librada a los placeres termales, mientras el jodido caso del fraile seguía impenetrable como una manzana colgada de un árbol. Ni siquiera habíamos encontrado o el método para hincarle el diente y allí continuaba apetitosa y dorada por el sol, pero fuera de nuestro alcance. Pensé que en cuanto saliera del agua haría una llamada a las chicas, pero el teléfono se me adelantó, sonando sobre un taburete que había colocado junto a la bañera. Pero sólo era Garzón.

—Inspectora, he estado pensando… ¿por qué no me prepara a sus hijastros esta tarde y me los llevo de visita a comisaría?

—¡Hombre, Fermín!, ¿usted cree que es adecuado?

—No habrá casi nadie por allí, es el momento ideal. Así a lo mejor dejan de darle la matraca con que no les cuenta nada de nuestro trabajo.

—¿Y va a malgastar una tarde libre pasándola con críos?

—¡Qué va! Aquí donde me ve he sido siempre bastante criaturero. Los niños me gustan más que los animales, si he de decirle de verdad; aunque ya sé que usted no está de acuerdo conmigo. Además, Beatriz se va de compras con su hermana Mercedes y le juro que la visita será una excusa perfecta para no acompañarlas. Eso de ir de compras me parece un coñazo. Nunca sé qué cara poner cuando ellas entran a probarse y yo me quedo solo con los dependientes. Siempre tengo la impresión de que me miran diciendo: «¿Y este palurdo qué coño pinta aquí?».

—Tengo que preguntarle a Marcos. A lo mejor no le parece bien que sus chicos vayan a una comisaría.

Le pareció de perlas. Muy instructivo y original, según comentó. Ni que decir tiene que a los tres encartados aquella propuesta les fascinó. Marina preguntaba, entusiasmada:

—¿Nos dejarán ver a los presos?

—En las comisarías no hay presos, tonta; eso es en las cárceles —respondió Hugo muy suficiente. Pero ella no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.

—Sí que hay, ¿verdad, Petra? En algunas películas lo he visto: aparece un montón de gente en una comisaría porque se han metido en un lío y todos hablan a la vez. Entonces el policía que está de guardia les dice: «¡Basta, basta o los encerraré a todos en el calabozo!».

—Bueno, ya sabéis que no hay que hacer demasiado caso a las películas —exclamé tirando pelotas fuera.

Teo, duro, implacable, ponía todo su empeño en que no se notara la emoción que sin duda le producía el plan del subinspector.

—¡Bah! —dijo con suficiencia—. A unos niños como nosotros no les van a enseñar nada interesante o ¿es que creéis que nos van a llevar por los sitios secretos?

¡Los sitios secretos! No podía imaginar qué se representaba en la mente de aquel crío cuando pensaba en la policía. A lo mejor la idea de Garzón podía ser muy provechosa, aunque como dijo Virginia Woolf: «Es más difícil matar a un fantasma que a una realidad».

A las cinco de la tarde se presentó el subinspector muy ufano, con bufanda y todo, y se los llevó como si no hubiera hecho otra cosa en la vida más que pastorear niños. Cuando hubieron salido, formando un extraño grupo, me volví hacia Marcos con cierta inquietud.

—No sé si no deberíamos arrepentirnos de haberlos dejado marchar.

—¿Por qué? Fermín me parece un hombre lleno de sentido común.

—Sí, a veces, pero otras tiene unos arranques imprevistos que no dicta precisamente el sentido común.

—Pues ahora ya es inútil preocuparse.

—Marcos, tengo una pregunta que hacerte: ¿tú te preocupas por algo alguna vez?

—A ver… déjame pensar…: nunca me preocupo por lo que es inevitable, y sí, en ocasiones me preocupa el calentamiento global.

—Me das miedo. Pareces tenerlo todo permanentemente bajo control.

—¿Me querrías más si fuera un individuo excitable, siempre pendiente de los posibles riesgos de cualquier decisión, siempre angustiado porque algo se pueda torcer?

—Tengo mis dudas sobre que seas humano. Temo despertarme una noche y ver durmiendo a mi lado a un tipo de otra galaxia, con el pecho cubierto de escamas o algo así.

—Ven, querida mía, te demostraré hasta qué punto soy humano.

Se acercó moviendo los dedos como si fueran las garras de un rufián y yo salí corriendo. Me persiguió, yo grité y tras un breve juego me demostró que era humano y masculino, ambos derrumbados sobre el sofá.

Después de hacer el amor suspiré profundamente, mientras él dormitaba entre los cojines desordenados. Me sentía bien. El carácter racional y sereno de aquel hombre era ideal para alguien tan tendente al pesimismo como yo. Lo miré detenidamente. Con los ojos cerrados resaltaba su bonito perfil. ¿Por qué habían fracasado sus anteriores matrimonios?, ¿quizá justamente por su modo inalterable de actuar? ¿Había conseguido esa actitud que sus esposas se sintieran histéricas o estúpidas por comparación? ¿Acabaría pasándome eso a mí también? Me reconvine por estar pensando así de alguien que se había casado las mismas veces que yo. No estaba autorizada por mi biografía para considerarlo un barbazul. Además, el fracaso sentimental no existe, sólo existen las personas, las combinaciones entre ellas y las combinaciones de sus circunstancias. Cualquier otra teorización quedaba para los libros de autoayuda y los consejeros matrimoniales, fueran éstos titulados o no.

Pasamos el resto de la tarde sin salir, leyendo, charlando y bebiendo un cóctel estupendo que él preparó. La felicidad es fácil si no pretendes alcanzarla, pensé. Sólo en un par de oportunidades me flageló la necesidad de llamar a Yolanda, pero la respuesta de la joven policía fue siempre la misma: la búsqueda continuaba, pero aún no habían encontrado nada. A nuestra testigo se la había tragado el asfalto de la ciudad.

A las nueve de la noche regresó la comitiva. El subinspector ni siquiera subió, tenía prisa. Los tres niños parecían exhaustos. Marcos les preguntó qué tal lo habían pasado y su sincera curiosidad, que yo compartía, tuvo que conformarse con un escueto: «Bien».

—«Bien» es poco decir después de toda una tarde con la policía.

—Hemos visto vídeos de robos —se avino por fin a anunciar Marina.

—Y una habitación llena de armas incautadas —dijo Hugo demostrando que había asimilado a la perfección el vocabulario policial. Teo permanecía callado. Probé con él:

—¿Y tú, Teo, no has visto nada interesante?

—Sí, el subinspector Garzón también nos llevó a la policía científica y nos enseñaron cómo se toman las huellas dactilares.

—¡Bueno, al parecer ha sido un día muy intenso!

—Sí, y el subinspector Garzón nos ha contado que ha pasado por muchos peligros y cómo ha atrapado a muchos malhechores. Es un hombre muy valiente, aunque parezca normal —soltó Marina llena de genuina admiración.

—Puedes estar segura de ello —contesté con cierto retintín.

—En la mesa de la cocina tenéis algo para cenar.

—No tenemos hambre, papá. El subinspector nos ha invitado a unos bocadillos de chorizo que estaban buenísimos —remató Hugo. Dicho esto, desaparecieron en fila silenciosa. O estaban realmente cansados o algo impresionados por la realidad que acababan de contemplar. Marcos y yo nos miramos mutuamente con un poco de intriga.

—¿Tú crees que les ha ido bien? Están raros.

—¡No, mujer!, que no se muestren demasiado comunicativos es un comportamiento típico infantil: cuanto mejor lo pasan, más remisos son a contarlo.

—Lo comprendo, porque a mí me pasa lo mismo…

—Además están hechos trizas, parece que Garzón les ha pegado una buena batida por todas partes.

—Aparte de contarles que él solito se encarga de luchar contra el crimen en este país.

—No seas malvada.

—En fin, mientras esto no sirva para que les dé por hacerse policías.

—Hay tragedias peores.

—Sí, pero yo no las he vivido.

El domingo por la mañana bajé a desayunar temprano porque quería ponerme a trabajar un rato. En la cocina ya estaba Hugo, tomando leche con galletas, solo.

—¡Ah, vaya!, creí que era la más madrugadora, pero veo que te has adelantado.

—Los demás duermen aún.

Me preparé café y me senté a su lado. Estábamos callados, comiendo tranquilamente, cuando de pronto dijo:

—Petra, ¿tú por qué te hiciste policía?

—Bueno, al principio era abogada, pero el trabajo me aburría bastante. Entonces estudié en la academia de policía y después empecé a ejercer y me gustó.

—¿Y ya no te aburres?

—En absoluto. Tampoco es una fiesta continua, pero resulta interesante.

—Yo nunca me haría policía.

—¿Tan mal te pareció lo que viste ayer?

—No es eso, lo que pasa es que no me gustaría tratar con gente que hace cosas malas. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Perfectamente.

—La verdad es que tú no pareces policía, el subinspector Garzón lo parece mucho más. Dice cosas más fuertes.

Un sentimiento de extrema prudencia me llevó a no preguntar qué «cosas fuertes» eran las que decía Garzón, aunque me propuse investigarlo por mis propios medios, temiéndome lo peor. Intenté dirigir la conversación por derroteros menos comprometidos.

—¿Ya sabes lo que quieres ser de mayor, quizá arquitecto como tu padre?

—No. Quiero ser guardia forestal. Viviré en la montaña en una casa de madera y tendré un montón de perros.

—No es un mal plan; espero que me invites a visitarte alguna vez.

—Sí, sí que te invitaré. Teo dice que quiere ser terrorista musulmán.

—¡Qué barbaridad!

—Bueno, ya sabes cómo es.

—Le gusta que todo el mundo piense mal de él.

—Sí, va de duro. —Hizo una pausa y añadió—: Petra, el subinspector es supersimpático, pero prefiero que seas tú la que vive con nosotros.

—Claro, una madrastra con bigote debe ser algo difícil de aceptar.

Se rió un poco y siguió desayunando con buen apetito. Yo me retiré, poniendo a Dios por testigo de que averiguaría qué diantre había sucedido con Garzón.

Estaba en el salón, releyendo todos los informes del caso desde el principio cuando entró Marcos. Me traía una taza de té. Me besó.

—¿Trabajando en domingo? Estás preocupada por ese caso, ¿verdad?

—Tengo que confesarte que sí. No sabemos por dónde tirar y la atención de todo el mundo está centrada en nosotros.

—Creo que tu trabajo es de los más duros que existen.

—Quizá no es para tanto.

—Sí lo es. En las demás profesiones podemos dedicarnos con más o menos ahínco a un proyecto, buscar una consecución, pero solemos depender más de nosotros mismos. Sin embargo, un policía que persigue a un criminal está siempre hipotecado por un montón de variables que no puede controlar.

—Llevas razón, a menudo es frustrante. Cientos de esfuerzos quedan sin ninguna compensación. Un trabajo de locos, créeme.

—Quizá decir eso es excesivo. Todos los trabajos conllevan una parte de frustración. Yo mismo acabo de presentar el proyecto del hotel en el que he trabajado horas y horas y ni siquiera sé si lo aceptarán.

—No sabía que lo habías acabado.

—¿Quieres verlo? Si puedes dejar un momento lo que haces te lo mostraré.

Lo acompañé hasta su estudio y mientras me explicaba los complejos planos, lleno de entusiasmo, me di cuenta de que no había estado prestando la menor atención a sus quehaceres de arquitecto. El interés parecía siempre centrado en mis investigaciones, lo cual era terriblemente injusto. Sin duda era un llamativo fallo por mi parte. Pero ¿cómo estar pendiente de los detalles de la convivencia cuando un caso difícil te mantiene cautiva? El matrimonio debería ser considerado como una tarea más, como una empresa gestionable, como un jardín de flores que necesita cuidados y atención. Pero si así era, entonces los momentos de distensión absoluta, aquellos en los que uno se encuentra consigo mismo y no debe procurar nada sólo se encuentran en soledad. Complicado, el matrimonio, realmente complicado, y Marcos debía de saberlo, quizá por eso me preparaba tortillitas reparadoras cuando regresaba tarde y tazas de té si me veía atareada. ¿Y qué hacía yo a cambio? Correr tras una momia presuntamente incorrupta sin detenerme a pensar ni un minuto en el bienestar de mi marido. Suspiré para mis adentros mientras fingía escuchar sus comentarios técnicos. En ese instante, unos golpecitos discretos sonaron en la puerta. Era Teo.

—Petra, han llamado de comisaría. Dicen que tienes que ir urgentemente.

Me puse tensa, tomé el teléfono que había sobre la mesa de Marcos.

—No, si ya han colgado. Sólo dijeron que te avisara de que tenías que ir.

—¿Con quién has hablado?

—No lo sé. Era una chica, pero no dijo su nombre.

Fui en busca de mi móvil, tenía un mensaje de Yolanda: «Venga en cuanto pueda, inspectora». La llamé varias veces pero no respondía.

—Tengo que marcharme, Marcos, soy incapaz de aclarar qué ha pasado. En cuanto pueda volver sigues contándome los planos.

—Olvídate de eso ahora.

Por desgracia así tuvo que ser. Llegué a comisaría con la lengua fuera y un evidente estado de preocupación. Yolanda se dio cuenta e hizo ademán de pararme con ambas manos.

—Tranquila, inspectora, tranquila. No es tan grave, pero es que Sonia la llamó y…

Maldije para mis adentros a la torpe Sonia, pero lo que vi me convenció de que no era mala idea haber acudido a comisaría. Todo el mundo estaba trabajando: el operativo en pleno, lo cual me hizo sentirme un poco culpable.

—¿Qué ha pasado?

—Una vecina de la calle Escornalbou está segura de haber visto a la mendiga anteayer por la mañana. Aquí está el informe que el compañero López ha escrito.

Lo leí con avidez. La mujer se había instalado con un carrito de supermercado lleno de sus objetos personales y su mochila habitual en la esquina de Escornalbou con Reinaxença, en el suelo de un portal. La vecina que la reconoció se había fijado en ella desde el balcón de su casa porque no paraba de moverse y parecía alterada. Media hora después de haber llegado se levantó del suelo y se marchó, empujando su carro, en dirección al parque del Guinardó. La testigo no presentó la más mínima duda sobre la identidad de la mendiga.

Cuando levanté la vista del papel me topé con los ojos de Sonia, grandes e inexpresivos como faros marinos.

—El policía López es del grupo que reportaba conmigo directamente, por eso la he llamado, inspectora. No sabía si…

—Has hecho bien, Sonia.

—A lo mejor la he molestado, pero me pareció que…

—Ya te he dicho que está todo correcto. ¿Qué más quieres que haga, aplaudir?

Se mordió el labio con el gesto inconfundible de quien lamenta haber metido la pata.

—Ve a buscar a López, quiero hablar con él.

En cuanto estuvimos solas, Yolanda se atrevió a decir:

—¡Jo, inspectora!, ¿no le da usted demasiada caña a la pobre Sonia? Le aseguro que trabaja sin parar.

—Ya lo sé, pero no puedo evitarlo. Me altera los nervios, tiene esa virtud.

—Pues le advierto que ella la admira muchísimo.

—Quizá sea por eso. Recomiéndale que me odie, quizá así vayamos mejor. Y sigamos trabajando, no he venido aquí para una sesión humanitaria. Puedes decir a la mitad del operativo que ya ha acabado su misión. Concentra al resto de gente en el barrio del Guinardó. Id vosotras también. Que no quede metro cuadrado sin inspeccionar. ¿Está claro?

—Sí, inspectora —soltó con un aire castrense que me sonó levemente crítico.

—¡Pues, marchando! —apostillé por si el aire era reprobatorio de verdad.

A la mañana siguiente la comisaría era un hervidero: alguien había filtrado a los periodistas que estábamos buscando a una mendiga que podía ser la misteriosa asesina del hermano Cristóbal. Las interpretaciones de los diarios no podían ser más variopintas: en unos casos decían que la mujer quizá estaba adscrita a alguna secta religiosa, en otras se especulaba con la posibilidad de que hubiera sido una antigua novia del fraile que se había vuelto medio loca cuando él la abandonó para profesar. Yo me encontraba al borde de la histeria, lo cual contrastaba con la tranquilidad y filosofía con que lo tomaba Garzón.

—Ya se sabe, inspectora; con un operativo de gente tan numeroso y en un caso que tiene captada la curiosidad del público siempre hay filtraciones; y usted sabe hasta qué punto es inútil intentar averiguar quién ha sido.

—¿Y todos estos culebrones que se inventan? Algunos están creando un auténtico folletín decimonónico.

—A los lectores les gustan los folletines y los periodistas tienen un número determinado de líneas que rellenar.

—¡Ah, pues cojonudo! Si tan bien le parece, ¿por qué no va a contarles que la mendiga es nieta natural de Anastasia, la zarina perdida? ¡Seguro que les encanta y lo ponen en primera página!

—Inspectora, se está poniendo usted de los nervios sin necesidad. La prensa es algo con lo que debemos aprender a convivir.

—¿Qué ha hecho usted, un cursillo de yoga? Localíceme a Villamagna, quiero hablar con él.

Había dado media vuelta y tres pasos cuando lo llamé.

—Garzón, se me olvidaba. Me gustaría saber qué pasó con los niños en la visita a comisaría que hicieron el sábado.

—¡Ah, nada, fue muy bien! ¿No se lo han contado ellos? Son unos chavales muy majos. Si me los prestan otro día los llevaré a merendar a mi casa. Beatriz quiere conocerlos mejor.

—Sí, algo me contaron, pero quisiera saber si Teo se portó bien. Ya sabe, es el más irónico, el más difícil de los gemelos.

—Sí, bueno, no me pareció nada preocupante. Quería hacerse el machito, lo cual es corriente entre chicos de su edad.

El brillo de sus ojos de nutria junto al modo en que desviaba la mirada me confirmó que algo había ocurrido. Insistí.

—No le estoy pidiendo un dictamen psicológico del niño; sólo quiero que me cuente qué sucedió.

—Parece que esté preguntando por algo grave, pero nada malo pasó, fue una simple anécdota. Resulta que Teo estaba en plan duro. Cuando a sus hermanos les enseñaba la habitación de las pistolas, o los reactivos para huellas… bueno, pues se mostraban encantados, abrían unos ojos como platos, preguntaban, exclamaban… en fin, lo natural. Sobre todo Marina; esa niña es un sol, tan lista, tan formal…

—Centrémonos en la historia, Fermín.

—Bueno, pues como le digo a Marina y Hugo se les veía entusiasmados con lo que les estaba enseñando. Sólo Teo iba de pasota, de conocedor del tema. Ponía todo el rato cara de indiferencia, y de vez en cuando soltaba algún comentario cínico como al desgaire. Por ejemplo le oí decir: «Sí, ya. Pero la policía buena es la americana. Esto de la policía española es una cutrez». En ese momento pensé que sería bueno aplicarle un ligero correctivo, bueno para su educación, quiero decir.

Lo interrumpí, cada vez más alarmada.

—¿Quiere decirme de una vez qué es lo que pasó?

—Nada, si va a parecerle una tontería, pero el caso es que, ya un poco mosqueado, les digo a los chicos que voy a buscarles una bebida y los dejo solos en mi despacho. Y mira tú que, junto a la máquina de refrescos, me encuentro al policía Domínguez.

—¿Al marido de Yolanda?

—El mismo. Se iba para su casa, ya sin uniforme, y entonces se me ocurrió que podía hacerme de figurante en una pequeña escena de ficción criminal. Como ya sabe usted lo buena persona que es, accedió enseguida. Le dije que se sentara en un banco del pasillo y fui a buscar a los chicos con la excusa de que me ayudaran con las bebidas. Pasamos por delante de Domínguez, que estaba allí como si lo hubiéramos detenido, y yo informé a los niños en voz baja de que se trataba de un peligroso delincuente. Entonces Domínguez, según lo acordado, me soltó en plan muy chulo: «¿Qué pasa, por qué me miran como si tuviera monos en la cara?». Me acerqué, le grité cuatro palabras malsonantes, él hizo como si se rebotara y se puso en pie. Lo senté de un empujón, lo cogí por la pechera, lo zarandeé un poco y lo amenacé diciendo que si volvía a respirar le rompería todos los dientes con la culata de mi pistola. ¡Una gilipollez!, como usted puede ver, pero le aseguro que surtió su efecto. El machito se puso blanco como la cera y cambió por completo de actitud hasta el punto de estar el resto de la visita atento a mis explicaciones como si no le llegara la camisa al cuerpo.

—¡La rehostia, Garzón! Algo me imaginaba ¿Cómo se le ha ocurrido hacer una cosa así? ¡Cualquiera de esos críos tiene más cerebro que usted!

—No creo que a su padre le importe demasiado.

—Puede que no, aunque dudo de que se ponga a dar saltos de alegría, pero le recuerdo que esos niños tienen madres, y a lo mejor a esas madres, por pura casualidad, no les gusta que sus hijos presencien escenas de violencia que suceden en el entorno de su madrastra.

—¿Escenas de violencia? ¡Pero si ya le digo que no fue nada!, cuatro tacos mal dichos, y de los suaves. Seguro que esos niños los utilizan mucho más bestias en el colegio.

—Todo esto traerá consecuencias nefastas para mí, ya verá. ¡Es usted un inconsciente y un vivalavirgen!

—Y usted una exagerada. Además no sabe nada de psicología infantil. Estoy seguro de que a ese niño se lo he puesto a tono para siempre. Ahora se dará cuenta de cómo nos las gastamos los policías y se portará con más respeto hacia usted. Será mejor que no me reproche nada más porque luego tendrá que pedirme disculpas e incluso darme las gracias por mi acción pedagógica.

Dio media vuelta y se largó tan campante. ¡Su acción pedagógica! Era el colmo de la desfachatez. No podía salir de mi asombro. De repente se habían volatilizado de mi mente todos los pormenores del caso y sólo sentía una gran indignación junto a la necesidad urgente de poner al corriente de los hechos a Marcos. Lo llamé por teléfono y le dije que quería que comiéramos juntos en un italiano al que solíamos ir. Y vive Dios que me costó pasar el resto de la mañana concentrada en los malditos informes.

A la una y media salí como una bala de comisaría para que nadie me viera. Marcos me esperaba ya, con la carta del restaurante en la mano, y me lanzó una sonrisa encantadora.

—¿A qué se debe el honor de que mi querida esposa me dedique una comida íntima e inesperada?

—Déjate de bromas y escúchame.

Le transmití punto por punto y sin omitir nada el relato que me había hecho el subinspector. Luego, sin dejarlo apenas reaccionar, empecé a despotricar contra Garzón. Al final de la catilinaria Marcos quedó callado. Se quitó las gafas y se masajeó los ojos con ambas manos. De repente me di cuenta de que estaba riéndose.

—¡Jo, es la berza, el tal Garzón!

—¿Es lo único que se te ocurre: reírte y decir que es la berza como si fueras un quinceañero? ¿No te das cuenta de que tus hijos lo contarán en sus casas? ¡Tus ex mujeres se echarán sobre nosotros!

Devolvió las gafas a su lugar, se encogió de hombros y suspiró filosóficamente.

—Petra, si hubiera tenido que hipotecar mi vida por temor a lo que pensaran o hicieran mis ex mujeres estaría más parado que la estatua de Lot. Si quieren, siempre encontrarán un flanco débil por el que atacarme. Pero el tiempo pasa, y las cosas tienden a calmarse, de modo que si los chicos cuentan algo lo más probable es que no ocurra nada.

—Debe ser cosa de hombres, lo de la inconsciencia.

—¡Y de mujeres lo de poner el grito en el cielo ante cualquier posibilidad de problema! —exclamó con vehemencia. Me costó cerrar la boca tras la sorpresa. Marcos nunca me había hablado así. Mi reacción de desconcierto pareció divertirle.

—A lo mejor a los chicos les vino bien la «lección pedagógica» de tu compañero; puede que incluso una lección de calma te viniera bien a ti.

—Si sigues hablándome en ese tono me levantaré y me iré.

El camarero esperaba nuestra orden, bastante violento, porque era obvio que nos hallábamos en una pelea. Pedí un plato de pasta porque en el fondo me parecía excesivo largarme, pero en aquel momento pensaba en el total de los hombres como en un hatajo de cretinos autosuficientes a los que sin duda se debería exterminar.

—¿Quieres seguir discutiendo? —preguntó Marcos ante su pizza.

—No —contesté secamente.

El resto de la comida fue tenso, pero conseguimos comentar con cierta normalidad asuntos neutros. Con el último sorbo de café aún en el paladar, nos fuimos y la despedida consistió en un frío beso sobre la mejilla.

Regresé a comisaría con un nudo en la garganta. Estaba tan acostumbrada a la ternura de Marcos que su reacción airada me dolía de manera exagerada. ¿Sería aquello el principio del final? De repente el generador de todos los males se presentó ante mí.

—Hola, inspectora. La he buscado para comer juntos pero me han dicho que había salido a toda prisa.

—Un asunto personal.

—¿Todavía está enfadada conmigo por lo de los chavales? ¡Cualquiera diría que los llevé a una autopsia con vísceras al aire!

—Supongo que no se le ocurrió.

—Oiga, Petra, estos chicos de hoy en día necesitan un poco de enfrentamiento con la realidad, tanta preservación lleva a…

—¡Ni una palabra más! Sólo me faltaba tener que tragarme una conferencia sobre su nueva faceta de pedagogo. Pasemos al trabajo: ¿hay algo nuevo?

—Sí, el portavoz Villamagna la está esperando en la sala.

—Pues dígale que venga a mi despacho.

¿Qué puede hacerse cuando el mal humor nos invade hasta el punto de potenciar nuestros defectos y minimizar nuestras virtudes? Hay quien cuenta hasta diez, quien hace yoga, quien ejecuta flexiones en el suelo procurando ventilar correctamente… yo apreté los dientes y me dije: «Petra, basta ya. Finalmente esos niños no son hijos tuyos. Además, la vida privada no puede inmiscuirse en la profesión, sobre todo si eres un buen policía». Me sentí más serena con aquella reflexión de manual, pero toda mi serenidad estuvo a punto de irse al traste cuando vi a Villamagna mascando chicle y ataviado con una camiseta en la que destacaba una enorme calavera sonriente:

—¡Eh, Petra!, ¿cómo estás?

—Cabreada.

—Me lo imagino. ¿Has visto la literatura de usar y tirar sobre el caso de la momia?

—Sí, me ha resultado muy ilustrativa del tipo de merluzos con los que tienes que tratar.

—Ya ves, tía, así de dura es la vida del portavoz.

—Pero el portavoz debería hacer alguna declaración de vez en cuando que consiguiera mantener a los periodistas más a raya.

—¡Coño, Petra, ahora sí que me has jodido! He preguntado un par de veces y no habéis averiguado una puta mierda. ¿Qué quieres que haga, que me invente yo las jodidas basuras que se inventan ellos?

—¡Dijiste que los mantendrías ocupados con declaraciones que no contuvieran nada sustancial! Teóricamente tú sabías hacerlo.

—Oye, Petra, ¿pero tú qué te crees, que los tíos a los que debo enfrentarme son monjas de la caridad como las del convento de la momia de los cojones? ¡Son plumillas de sucesos, lo más tirado que hay dentro de la profesión, y te aseguro que tienen el culo pelado de ruedas de prensa y que si no les dice nada con chicha se ponen de un borde que no hay quien los aguante! Entonces es peor que no convocarlos; también se inventan cosas pero a mala hostia.

—¡Basta, Villamagna, cierra la compuerta de las groserías que ya te he entendido!

—De acuerdo, ¿pues qué quieres que les diga? A ver. Si al capullo ese del juez no le pasa por la polla declarar el sumario secreto ya me contarás. Pero yo les digo lo que tú me mandes. Ahora mismo nos pegamos una sentada tú y yo y voy apuntando.

Era un enfrentamiento meramente nominal, sin verdadera acritud, pero en él nos encontró Garzón cuando vino a buscarme. Como si se tratara de un mayordomo británico de los de la antigua escuela me dejó caer un suavísimo:

—Inspectora Delicado. El comisario Coronas desea vernos en su despacho a la mayor brevedad posible.

Segura de que estaba pitorreándose lo miré con enojo:

—Ya voy, querido colega, transmítale al comisario mi intención de personarme inmediatamente.

—¡Joder! —masculló Villamagna—. ¿Y yo qué hago mientras tanto, me la casco?

—Es una opción —dije quedamente mientras salía.

Coronas estaba como siempre, es decir, sobrepasado o aparentando estarlo por causa del trabajo y las responsabilidades.

—Siéntense, por favor —concedió como una prima donna dispuesta al sacrificio. Cuando lo hubimos hecho, levantó la vista de su ordenador y dio un suspiro de madre abnegada.

—Y bien, señores, veo que sus progresos, si es que los hay, son lentos y titubeantes. No es mi intención apresurarlos ni agobiarlos demasiado porque comprendo que este caso es mucho más endiablado de lo que aparentaba en un principio. Sin embargo, nos encontramos con el problema de la presión mediática, que no sólo no ha cedido sino que va incrementándose más a cada día que pasa. Supongo que han leído ustedes las soplapolleces que se han publicado últimamente.

—Así es —afirmó Garzón de modo innecesario.

—Muy bien, ustedes pueden permitirse el lujo de ignorarlas, pero yo, cada vez que aparece una historia publicada, tengo que dar la cara frente a mis superiores que, dicho sea sin ánimo de crítica, suelen ponerse histéricos.

—Sí, señor, acabo de hablar con el inspector Villamagna, pero…

—Quieta, Petra, aún no he acabado. Quería informarles de que, tal y como les anuncié, he contratado la ayuda externa de un psiquiatra de lujo: el doctor Beltrán.

—¿Y con quién debe pasar consulta: con nosotros, con los periodistas, con los superiores?

—No se haga la graciosa, Petra. El doctor Beltrán es especialista en mentes perturbadas con delirios de tipo religioso.

—Pero señor, hicieron falta dos tipos para levantar la urna donde estaba la momia robada, y dos fueron las personas que, según la testigo, transportaron la momia hasta una furgoneta. ¿Usted cree que eso concuerda con la figura de un psicópata que actúa en la sombra obsesionado con su idea?

—Según el doctor hay psicópatas, siempre de gran inteligencia, que son capaces de convencer a personas de escasa voluntad para que los secunden en sus propósitos.

Di un suspiro de desánimo que Coronas fingió no haber oído.

—Además… —prosiguió—… y aquí enlazo con la primera parte de mi discurso, este psiquiatra nos ayudará a dar explicaciones a los periodistas porque, hasta donde sé, posee un estilo muy didáctico ya que acaba de publicar un libro de divulgación psicológica en una importante editorial.

—¿Quiere esto decir que debemos abrir una línea de investigación que contemple la posibilidad de un psicópata asesino y ladrón de reliquias? ¿Y con qué pruebas, señor?

—Bueno, deberán escuchar lo que vaya determinando el doctor Beltrán después de haber contemplado el caso a la a luz de sus conocimientos. De todas maneras les recuerdo que siguen ustedes trabajando sin que exista la más mínima hipótesis consistente y que la única prueba fiable es un cartel del asesino proponiendo un juego; lo cual se trata de un proceder típico psicopático.

Iba a decir algo, pero me callé. Coronas, encantado de verme tan modosa, sonrió levemente.

—¿Alguna pregunta? —dijo para echarnos pronto. Descubrí por el rabillo del ojo que Garzón se rascaba tras la oreja como solía hacer cuando se estrujaba las meninges y, antes de que hubiera preguntado cualquier cosa insensata, lo atajé poniéndome en pie.

—¿Y cuándo se incorpora el doctor Beltrán?

—Mañana, a partir de mañana —respondió el comisario abismándose de nuevo en las profundidades de su ordenador.

En el pasillo, Garzón había concluido el rascado de su oreja, que esta vez no le había dado buenos resultados, ya que exclamó:

—De verdad que ahora sí que no entiendo un carajo.

—Pues está claro como el agua. ¿No lo ve?: el comisario nos endosa a este médico y de esa manera mata dos pájaros de un tiro: proporciona material a los periodistas, que estarán felices con la idea de meter a un psicópata en la historia, y al mismo tiempo, le dice a sus superiores que ya trabajamos con una hipótesis en la que estamos ahondando. Por su parte, el psiquiatra promociona su libro y se cubre de gloria.

—¡Pero es que lo del psicópata es absurdo!

—¿Usted sería capaz de descartarlo?

—No sé, Petra, no sé; todo esto me parece un engaño.

—Nadie ha dicho que no lo sea, Fermín. Pero no se preocupe, nosotros obraremos en consecuencia.

—¿Y eso qué significa?

—Que seguiremos investigando a nuestro aire. Al psiquiatra, para que nos deje en paz, le soltaremos a Sonia que será quien trate con él. Ya veremos qué pasa; será interesante comprobar quién sobrevive a quién.

—¡Pero, inspectora, nos la podemos cargar con todo el equipo!

—Bueno, si nos echan de la policía usted siempre puede abrir un gabinete pedagógico para niños difíciles y yo… yo me quedo como ama de casa y me dedico a hacer soufflés.

Villamagna se quedó de una pieza cuando le dije:

—Muchacho, asunto solucionado: a partir de ahora despacharás con un psiquiatra que se incorpora a las pesquisas.

—¡No jodas! ¿Un loquero? ¿Y para qué?

—No te pagan por buscarle utilidad a las cosas. Vas a estar encantado, ya verás. ¿Tú sabes la cantidad de páginas que se pueden llenar con informes mentales?

—Si a mí me da igual; como si quieren contratar a un cantaor de flamenco; aunque hay que reconocer que un psiquiatra da mucho juego.

—Pues todos contentos —concluí.

Por la noche llegué tarde a casa. Marcos ya estaba durmiendo. Recordaba perfectamente que estábamos enfadados, pero no por qué. Mejor no refrescar la memoria. Me tumbé a su lado procurando no despertarlo, pero se dio la vuelta y me abrazó. Sin dirigirnos ni una sola palabra hicimos el amor arrullados por mugidos de sueño, de placer. Luego nos dormimos. ¿Quién ha dicho que hablando se entiende la gente?, un lugar común más.

El doctor Beltrán era una eminencia, debíamos estar muy agradecidos de que hubiera aceptado colaborar con nosotros. Había desarrollado la mayor parte de su carrera profesional en Estados Unidos, de donde no hacía mucho que había regresado, y su actividad actual era incesante: daba clases en la escuela judicial, trabajaba como psiquiatra en el Clínico, pronunciaba conferencias en numerosos e importantes foros, acudía a congresos internacionales y en el tiempo que le quedaba libre, escribía libros de divulgación, que resultaban siempre sonoros éxitos de ventas. Un auténtico número uno. La información que Villamagna proporcionó a los periodistas era exhaustiva y tenía un indisimulado tono laudatorio, mientras que la reunión en la que nos fue presentado por Coronas me pareció kafkiana. El comisario compuso la figura de un esmerado maestro de ceremonias tan gustoso de recibir a nuestro invitado que parecía dispuesto a cargarse a un par de frailes más con tal de que su dictamen pericial diera la impresión de ser imprescindible. Luego llegó el momento de la realidad y nos quedamos Garzón y yo solos con la lumbrera. Tenía ganas de echar a correr, pero me limité a sonreírle. Beltrán, en vez de preguntar en qué podía servirnos, tomó la iniciativa de modo radical.

—¿Están ustedes dos solos en este caso?

—Hay un operativo ocasional de diez hombres realizando una búsqueda, y tenemos asignadas dos agentes fijas: Yolanda y Sonia.

—¿Están por aquí? Creo que sería interesante que esas dos personas se encontraran presentes en esta reunión.

—Me parece que están ahora en comisaría —dijo Garzón, y salió a buscarlas. Mientras llegaban, el psiquiatra no me dirigió la palabra ni una sola vez, ocupado en ojear los papeles que llevaba consigo. Tan sólo en un momento dado preguntó:

—¿Va bien ese ordenador que hay ahí?

Lo encendí sin contestarle y le hice con la mano un gesto de disponibilidad. Él metió un disco. Entraron mis compañeros: las chicas, tímidas e impresionadas. Garzón, con cara de cabreo. Cuando nos vio a todos juntos cargó un programa en el ordenador y comenzó a hablar en tono ex cátedra. Enseguida me sorprendió comprobar que cuando entraba en materia profesional, a su español se añadía una sutil pronunciación norteamericana. De pronto se interrumpió.

—¿Es que no van a tomar notas?

Hubo que ir a buscar cuadernos y lápices. Yolanda se ofreció, pero Garzón la atajó diciendo que prefería hacerlo él mismo. Supuse que se estaba cargando de razones para poder poner verde a la eminencia cuando estuviéramos en la intimidad.

Siguió una sesión estadística sobre los asesinatos cometidos por psicópatas en Estados Unidos durante los últimos diez años. La pantalla iba secuenciando gráficas coloreadas. Se llegaba a la conclusión de que, de todos aquellos asesinos, un 15 por ciento había dado motivos o explicaciones religiosas para llevar a cabo sus crímenes. En otras palabras, su insania mental se circunscribía al tema religioso. De todos ellos, un 5 por ciento no había actuado solo sino con cómplices.

Yolanda y Sonia hacían anotaciones en sus papeles como dos posesas. Garzón escribía algo de vez en cuando y yo emborronaba alguna línea con las cifras que se suponían cruciales.

La segunda parte de la charla consistió en enumerar las características psicológicas de los psicópatas asesinos de índole religiosa. Se nos brindaron ejemplos, todos norteamericanos, de este tipo de enfermos y las fechorías que habían cometido. Siempre eran individuos muy inteligentes, muy seductores, con antecedentes familiares de enfermedad mental o fuertes traumas infantiles. Tipos por lo general desalmados, incapaces de sentir remordimiento por el dolor infligido a otros, calculadores, amantes del juego y el reto, crueles hasta la médula. Después de oír todo aquello me pareció que cualquier aficionado a las películas americanas podía estar al corriente de ese retrato sin necesidad de ser un experto.

Finalizó haciendo un esbozo del hombre al que quizá podríamos estar buscando. Se trataba de alguien, muy probablemente un varón con un nivel de estudios alto, susceptible de conocer la historia y sus episodios. Debía haber sufrido algún trauma sexual que potenciaba, por contraposición, sus deseos de pureza y de religiosidad. Un ser manipulador y convincente que había conseguido imbuir sus ideas a algún o algunos amigos que habrían actuado como cómplices. Su objetivo era el robo de la momia del beato para llamar la atención, jugar con la policía y demostrar a los de su grupo hasta qué punto llegaba su poder. En principio deberíamos pensar que el asesinato del fraile había sido casual (se lo encontraron en la capilla cuando iban a robar la momia y se convirtió en un estorbo), pero no podíamos descartar que durante las observaciones previas al convento lo hubieran visto entrar y salir y se hubiera convertido en otro posible trofeo, en la víctima de una pulsión morbosa.

De pronto y sin un gesto que nos hubiera puesto sobre aviso, apagó el ordenador y se dirigió a nosotros con actitud profesoral.

—Espero sus preguntas.

Nuestra menguada asamblea, consultada tan de improviso, no hizo sino callar. Nos mirábamos los unos a los otros como alumnos cogidos en falta. Por fin, Sonia levantó una mano con energía. Temí lo peor, pero se limitó a preguntar respetuosamente:

—¿Qué significa «pulsión morbosa»?

Sonrisita autosuficiente de Beltrán indicando que la pregunta le parece pertinente. Respuesta y vuelta a empezar.

—Más preguntas.

El tono inquisitorial empezó a cabrearme. El psiquiatra descargó su peso de una pierna a otra. Hizo un gesto de impaciencia controlada; el hecho de que la curiosidad no se desatara en un torrente de cuestiones no le pareció nada bien. Entonces Sonia, animada por su éxito anterior y deseosa de hacernos quedar bien a los demás, sí confirmó todos mis temores preguntando:

—Y digo yo, doctor, ¿de dónde puede deducirse que el hombre al que buscamos es norteamericano?

Hubo un momento de desconcierto general. Luego, nosotros pasamos del desconcierto al estupor, mientras siguió en el desconcierto.

—¿Cómo dice? —preguntó sinceramente despistado. Yolanda se había puesto roja como la grana, la boca de Garzón había adquirido un rictus sardónico y yo me vi obligada a salir al paso, más por piedad hacia la eminencia que hacia Sonia.

—Mi colaboradora quiere decir si los datos que nos ha dado son igualmente válidos en nuestro país.

Cacareó como una gallina molesta y dijo:

—Sólo en Estados Unidos se realiza este tipo de estudios, pero son datos científicos con validez universal.

Yolanda impidió con codazos furibundos que Sonia contrarreplicara, pensé que debía postularla para un ascenso. Alcé la mano.

—Y dígame, a la vista de toda esta información, ¿qué es lo que nos aconseja hacer?

—Tendrían que visitar todos los frenopáticos u hospitales de día de la ciudad en busca de individuos que hayan sido censados con la patología que les acabo de describir y que hayan abandonado el tratamiento prescrito de modo brusco. También sería interesante indagar en los archivos médicos de las cárceles cercanas. No es improbable que el asesino estuviera ingresado en alguna época por un delito menor. Me gustaría que, ya que colaboro con ustedes, me mantengan minuciosamente informado y me consultaran ante cualquier sospechoso que sea seleccionado.

Tal y como imaginaba, en cuanto nos quedamos solos al subinspector le faltó tiempo para encenderse y llamear.

—¡Que Dios, la ciencia y el presidente de Estados Unidos me perdonen, pero este tío es un soberano soplagaitas! ¿Y ésta es la gran eminencia? ¡Pero si nos ha soltado una charla de manual: «¡Construya usted su propio psicópata»! Y encima pretende que vayamos reclutando pirados y los sometamos a su juicio. ¡Hay que joderse!

—Tranquilícese. ¿Sabe dónde está ahora la eminencia? Pues en una rueda de prensa junto a Villamagna.

—Si les decimos que estamos siguiendo las pautas que él nos marca se reirá de nosotros todo dios.

—Da igual. Villamagna dirá que se trata de una vía abierta en las pesquisas, una más. Cuando llegue el momento declaramos que era una vía muerta y en paz.

—¿Y qué piensa hacer?

—Mandar a Sonia en busca de pirados religiosos a los psiquiátricos y nosotros seguir con lo nuestro.

—En cuanto esa chica escriba el primer informe nos la cargamos. El comisario dirá que no era ésa la solución.

—Sólo me la cargaré yo. Asumo toda la responsabilidad.

—Tampoco soluciona nada que se ponga en plan motín de la Bounty.

—¡Váyase al infierno, Fermín!

—Tal y como van las cosas, allí acabaremos los dos.