4

A la mañana siguiente, al llegar a comisaría, encontré a Garzón acompañado de Yolanda y Sonia. Estaban clavando chinchetas sobre un gran plano de Barcelona que habían colocado en la pared.

—¿Qué es eso? —pregunté—. ¿Un torneo de golf?

—Son los lugares donde suelen encontrarse mendigos, y en la selección incluimos los albergues y los comedores de beneficencia.

—¡Qué cantidad de chinchetas!

Garzón suspiró profundamente, hizo un gesto de serena desesperanza y abrió los brazos de par en par.

—¡Las ciudades están infestadas de gente sin hogar, infestadas!

—Sí, ya sé, en este país hay más mendigos que bares, por poner un ejemplo exagerado; pero supongo que han escogido los sectores siguiendo un criterio racional.

Yolanda tomó la palabra.

—Hemos suprimido los comedores religiosos. En el albergue donde solía dormir Eulalia nos dijeron que es muy anticlerical, que siempre renegaba contra curas y monjas.

—Me parece bien.

—También hemos suprimido un tugurio donde van indigentes por su condición sexual.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que van maricones —soltó Sonia a bocajarro.

—¡Pero, tía! —exclamó Yolanda viendo estropeada su eufemística denominación.

—¡Es para que la inspectora lo entienda!

—En efecto, lo he entendido. Yolanda, ve a pedirle al comisario la lista de hombres con los que vamos a contar y convócalos a todos esta tarde a las cuatro. Para entonces es preciso que tengan perfectamente claro las zonas que deben controlar.

—¿Aprueba usted el mapa que hemos preparado?

Nihil obstat, que, como ustedes saben perfectamente, significa: todos al tajo.

Salieron del despacho como dos legionarias inflamadas de sentido del deber. Garzón me miraba con cara de pitorreo.

¡Nihil obstat!, ¡vaya expresión para utilizarla con las chicas! Y luego se queja de la fama de excéntrica que tiene entre los colegas.

—Vámonos, subinspector. La familia del finado nos espera, y vive a casi doscientos kilómetros de aquí.

La familia del padre Cristóbal vivía en Sant Carles de la Rápita, un pequeño y próspero pueblo casi colindante con la Comunidad Valenciana. Los padres nos esperaban en su casa de planta cómoda y amplia, donde la sencillez no significaba ningún tipo de penuria económica. Nos contaron que regentaban la panadería más grande y concurrida de la localidad y que tenían cinco hijos, todos ya con sus propios núcleos familiares formados. Estaban destrozados por la muerte del que había sido el primogénito.

—Ya nunca nos levantaremos de este golpe —sentenció el padre, sereno y trágico. Miré al suelo. No había nada que nosotros pudiéramos decir en aquellos casos, sólo guardar un silencio respetuoso. Garzón encontró sin embargo la fórmula correcta dentro del más puro formalismo:

—Les acompañamos en el sentimiento.

Ambos agradecieron la frase, callaron de un modo grave que helaba la sangre. No había lágrimas ni lamentos, sólo la dignidad del que acepta un destino terrible sin comprenderlo. Tuve que tomar la iniciativa, pero mis palabras empezaron a parecerme absurdas en cuanto empecé a pronunciarlas.

—Señores, ya sé que todo esto es muy duro para ustedes y que seguramente las preguntas que voy a hacerles les sonarán a sacrilegio, pero tenemos que descartar muchos puntos para llegar al meollo de este horrible asesinato. Díganme, ¿su hijo tenía algún enemigo?

Se miraron entre ellos como si no fueran capaces de discernir el sentido último de lo que les planteaba. La madre respondió:

—Mi hijo era muy bueno, hace más de veinte años que ingresó en los frailes. Aquí no dejó más que amigos.

—¿No hay en su familia ninguna enemistad con nadie?, quiero decir una de esas enemistades que duran años por cuestiones de tierras, de herencias.

Ahora fue el padre quien se adelantó.

—No, inspectora; los pueblos de esta zona son pueblos modernos, sitios tranquilos donde la gente trabaja y convive. No pasan cosas como las que se ven a veces por la tele de gente atrasada que se venga de otros vecinos con golpes de hacha o usando las escopetas de caza.

Supe que me había entendido perfectamente. Continué.

—¿Cuándo fue la última vez que vieron a su hijo?

—Hace tres meses el abad le dio permiso para visitarnos y vino a comer.

—¿Les comentó algo que pudiera parecer extraño, algo que saliera de la normalidad?

—No, estaba muy alegre, como siempre. En el convento tenía su vida y su trabajo. Cuando de jovencito nos dijo que quería profesar nos disgustamos mucho. Es normal, era el hereu, había sido siempre muy buen chico… pero después comprendimos que en Poblet era feliz. Nunca se arrepintió de ser fraile, nunca lo vimos mal. Al final, nosotros también estábamos contentos de que hubiera encontrado su sitio. Yo, como madre, pensaba que allí, con aquella paz y con los otros monjes que lo cuidaban, pues estaba a salvo de todas las cosas malas de la vida y ahora esto…

Ahí sí se quebró su fortaleza y se echó a llorar con desconsuelo, calladamente. El marido le pasó el brazo por los hombros.

—Tanto llorar —dijo—. Tanto llorar. ¿Quién puede querer matar a un fraile que es un santo, quién?

Nos miró con gesto desesperado. Garzón hizo su segunda y acertada intervención.

—Nosotros no podemos darles consuelo, pero por lo menos quiero que sepan que quien ha matado a su hijo lo va a pagar. Caerá sobre él todo el peso de la ley, se lo aseguramos.

El hombre pareció reconfortado, la mujer seguía llorando.

—¿Quieren hablar con mis hijos? —preguntó él.

—No creo que sea necesario. Pregúntenles ustedes si vieron algo raro en su hermano o si les hizo alguna confidencia y si hay algo, por pequeño que sea, llámenos.

Le pasé mi tarjeta e iniciamos una triste retirada. La voz del padre la interrumpió.

—Señores, no dejen que los periodistas digan barbaridades, aunque sólo sea por la memoria de Cristóbal.

—No depende de nosotros, pero lo intentaremos —contestó Garzón, y luego añadió con una naturalidad que me dejó perpleja:

—¿Hay algún sitio por aquí que nos recomiende para comer?

El hombre, lejos de sorprenderse por un cambio tan radical, nos informó con idéntico desparpajo.

—Vayan a El Peix. Se encuentra en el paseo marítimo, aunque cualquier restaurante de este pueblo está bien.

La madre se secó las lágrimas para añadir:

—Todo el pescado y el marisco es fresco de verdad.

Al subir al coche le dije a Garzón:

—Es usted la pera, subinspector. Los ha reconfortado con cuatro frases hechas, pero le ha salido genial.

—Naturalmente, la gente sencilla aprecia el uso de la frase hecha. Saben entonces que los tratas con educación, además de condolerte, alegrarte o lo que toque.

—Nunca lo hubiera pensado. También ha estado muy bien el capítulo de los restaurantes. Cuando lo oí preguntar me dio la sensación de que era poco oportuno, después de haber hablado de su hijo muerto, pero he visto que les ha parecido normal.

—Claro, inspectora, los que somos de pueblo sabemos que comer es capítulo aparte en cualquier situación, es lo básico, lo más importante, lo que nos une a todos. Y si les pides una recomendación demuestras que los tomas por conocedores de su tierra y que la valoras tú al mismo tiempo.

—Increíble. No le conocía toda esa sabiduría antropológica.

—Es que usted desconoce al pueblo llano; es un poco pija, como si dijéramos.

—No se pase ni un pelo o comemos un simple bocata.

No se pasó, de modo que paramos en un restaurante del paseo marítimo con la sana intención de tomar un arroz de la zona. Sant Carles de la Rápita era un lugar pequeño y coqueto, tranquilo, con un aire vagamente colonial. La cantidad de restaurantes que se alineaban en el paseo y que surgían en muchas de sus calles interiores hacía pensar en una auténtica ciudad-gastronómica. La fama del emplazamiento era tal que muchos viajeros que pasaban por la cercana autopista del Mediterráneo hacían allí una parada para comer.

Mientras dábamos cuenta de una deliciosa paella de pescado, me sentí lo suficientemente inspirada como para afirmar:

—Creo que ha llegado el momento de descartar cualquier motivo personal en esta muerte, subinspector. El hermano Cristóbal no tenía enemigos en el convento ni fuera de él, y su personalidad no iba más allá de su trabajo y su fe religiosa.

—Si lo hubieran matado en Poblet hubiéramos tenido que pensar en su posible homosexualidad, lo cual hubiera sido muy violento. ¿Se imagina?

—No quiero imaginar más de lo que veo. Creo que, de una vez por todas, hemos de centrarnos en el trabajo que la víctima estaba realizando. No hay más.

—Si nos centramos en el trabajo entonces no se puede descartar al fanático religioso que tanto parece gustarle al personal y que a usted le pone los pelos de punta.

—No entiendo la relación.

—Puede ser alguien que no quisiera que se manipulara un cuerpo incorrupto o que considerara un sacrilegio el hecho de investigar en el pasado de los santos… ¡qué sé yo! Si hablamos de un fanático hablamos de una mente trastornada y en ese caso cualquier barbaridad es posible.

—Demasiado rebuscado.

—¿Ha pensado en la posibilidad de que se trate de un fanático de otra religión, por ejemplo un musulmán? Alguien de un entorno extremista que con este golpe quiera llamar la atención sobre algún colectivo que vive aquí, al que no le permiten construir mezquitas… algo de ese tipo.

Medité sus palabras con atención.

—En ese caso hubiera existido una reivindicación. ¿Y qué me dice del cartelito gótico?

—Eso es lo que me lleva a pensar que es un pirado con algún cómplice tan pirado como él. Y dudo que el comisario le permita descartar esa opción.

—Ya veremos. Se impone esa reunión con los sabios de ambas congregaciones, y con seguridad no será la última.

—Al menos vamos a aprender un montón de cosas sobre momias.

—Sí, nos resultarán muy útiles para la vida cotidiana.

Garzón siguió comiendo, concentrado en el placer que sentía. Cuando hubo acabado hasta con el último grano de arroz, exclamó:

—Yo no sería fraile ni de coña, inspectora. Sólo el pensar que mi deber consistiera en privarme de todas las cosas buenas del mundo me sumiría en un estado de desesperación que me trastornaría por completo.

—Sí, ya me imaginaba que en usted no primaba la parte espiritual.

—A lo mejor ni siquiera tengo esa parte.

—En ese caso también se priva de algunos placeres.

—¿Usted la tiene, Petra?

—Supongo que está adormecida en algún pliegue de mi personalidad, aunque no estoy nada segura de que exista en mí. Y para demostrárselo voy a pedir un pedazo de aquella tarta barroca que estoy viendo en el carrito de postres.

Salimos del restaurante reconciliados con la realidad inmediata. Nos acercamos a contemplar el hermoso Mediterráneo, que ni siquiera la luz helada del invierno conseguía convertir en algo tan amenazante y oscuro como los mares nórdicos. No, continuaba siendo una superficie plácida y familiar, el origen de todo: el placer que encontrábamos al comer, el sentido de la vida que ostentábamos, el valor que dábamos a las cosas, el humor con que las tratábamos y hasta los claustros santificados a los que el trabajo nos había llevado de manera impensada.

Permanecimos en silencio mirando al mar. El subinspector dio un suspiro vigoroso.

—En estos momentos sí noto una fuerte sensación espiritual. Creo que yo también tengo mi parte mística.

—Que se manifiesta después de un banquete del carajo. No sé si sería usted admitido entre las filas celestiales.

—¡Todo lo estropea usted, inspectora. Es que no pasa una!

—Olvídese, Fermín; de cualquier modo la espiritualidad es un lujo que ni usted ni yo podemos permitirnos. Para ser espiritual hay que ser rico o muy egoísta; o sea no tener que trabajar y que te importe tres cuernos la suerte ajena, siempre concentrado en tu propia alma. Y nosotros ni lo uno ni lo otro, de modo que: ¡volvemos a Barcelona!

Veinte hombres, varones y mujeres, llegados desde diferentes comisarías de la ciudad para formar el operativo de lo que ya había empezado a llamarse «operación claustros». Los observé, la mayoría jóvenes, sentados como niños en el colegio en espera de que les adjudicaran alguna tarea. Según el procedimiento habitual, nadie les daría las claves de la investigación, ni cómo se imbricaba su trabajo en el rompecabezas general del caso. Consecuentemente, para que realizaran con efectividad el encargo, debían tener muy bien acotada su misión. La reunión inicial era importante.

Bien visible, aparecía el mapa de situación de los lugares que debían ser inspeccionados. Yolanda, Sonia y el subinspector habían elaborado el material que les repartimos a cada uno de ellos. Consistía en una fotocopia de dicho mapa, otra de la fotografía de Eulalia y la descripción de la impedimenta que solía llevar con ella según la versión de los Mossos d’Esquadra: un gran saco de dormir y varias bolsas.

Tomé la palabra después de saludarlos.

—La teoría es muy fácil, señores, y ustedes se la saben de memoria: preguntar, mostrar la foto, seguir la pista y encontrar a esta mujer. No hay nada que yo pueda enseñarles. Dentro de un momento el subinspector Garzón realizará el reparto de las zonas de la ciudad que hemos seleccionado. Antes de hacerlo les ruego que si alguno de ustedes conoce muy bien un sector, se lo comunique al subinspector para que le sea adjudicado con preferencia. Cualquier novedad debe ser informada inmediatamente a los teléfonos móviles de las agentes Yolanda y Sonia, que coordinan el operativo. ¿Hay preguntas?

—¿Con cuánto tiempo contamos?

—Buena pregunta, se me había olvidado. La búsqueda tiene un tope de tres días. Pasado ese tiempo el número de hombres deberá rebajarse por razones lógicas; se les necesitará en otros cometidos. ¡Ah!, y les ruego discreción absoluta. Mucha suerte.

Un murmullo de aquiescencia recorrió la sala de reuniones. Salí y, diligente, fui a mi despacho a preparar el informe del día. Ya que el comisario se había portado bien prestándonos tantos agentes, yo procuraría cumplir las órdenes que más me reventaban con toda disciplina.

A las ocho había acabado y me propuse regresar pronto a casa, al menos por una vez. Vi a Garzón poniéndose el abrigo.

—¿Qué tal ha ido todo?

—Sin problemas. Son gente espabilada. Ya tiene todo el mundo su sector y empiezan mañana. De ésta la encuentran seguro.

—Así sea.

En casa me quedé sorprendida al descubrir que los hijos de Marcos cenaban en la cocina. No era fin de semana.

—Hemos venido en jueves porque el sábado no podremos. Tenemos una excursión. Y Marina ha venido para estar con nosotros —me explicó Hugo.

—Yo sí que vendré el sábado porque no tengo ninguna excursión —dijo Marina.

—Estupendo. ¿Dónde está vuestro padre?

—Dijo que llegaría tarde por culpa de una reunión. Nos ha hecho la cena Jacinta, que se acaba de marchar. Pero no nos ha dicho qué había de postre.

Abrí la nevera.

—Vamos a ver… yogur, hay yogur si os apetece.

Teo, el más irónico, el más rebelde, me lanzó una mirada fría e inquietante. De pronto dijo:

—La verdad es que no sé por qué hemos venido. A mi padre ni se sabe cuándo le veremos el pelo y tú también vuelves tarde del trabajo. Hubiera sido mejor quedarnos en casa.

—Si os hubierais quedado en vuestra casa no hubierais visto a Marina ni tampoco a mí. Lo que voy a hacer es sentarme con vosotros en la mesa y charlamos un rato.

—¿Charlar?, si luego no quieres contarnos nada de las investigaciones del muerto ese del convento. Todos los compañeros saben que la mujer de mi padre es policía y no paran de preguntarnos cosas sobre este caso tan interesante. Quedamos en ridículo diciendo que no sabemos nada.

Hugo le soltó agriamente:

—¡Mamá ha dicho que no quiere que hablemos con Petra de cosas de asesinatos!

Me quedé boquiabierta. Intenté calmarme y reaccionar de manera adecuada.

—Lo siento de verdad, pero debéis decirles a vuestros amigos que las cosas del trabajo son importantes, tanto que no está permitido hablar de ellas.

Teo siguió en pie de guerra declarada.

—Sí, ya veo, el trabajo es lo más importante para mi padre y para ti. No tenéis tiempo de ocuparos de nada más. Por eso digo que hubiera sido mejor no venir.

Acopié toda la paciencia que al parecer guardaba en ignotos almacenes. Había leído en un magazine dominical que con los niños siempre hay que intentar el diálogo.

—Vamos a ver, Teo: ¿por qué estás hoy aquí?, porque el sábado sales de excursión, ¿no es eso? Entonces lo que ocurre es que tu trabajo, una excursión escolar, forma parte del trabajo de un estudiante, te impide venir. Es decir, que debes renunciar al fin de semana con tu padre por motivos de trabajo; lo cual indica que el trabajo te importa tanto como a los demás.

Saltó como un pequeño insecto al que intentaran tocar con el dedo.

—¡A mí me obligan a ir!

—¿Crees que tu padre y yo trabajamos por placer?

—¡Pero es que vosotros…!

Con la voluntad de diálogo hecha trizas lo interrumpí casi gritando.

—¡No pienso seguir con esta conversación absurda! ¿Piensas que no tengo otra cosa que hacer más importante que oír las opiniones de un niño consentido?

Fijó los ojos en mí con una rabia que me asustó. Apretó los dientes para preguntar:

—¿Puedo irme a mi habitación?

—Antes, recoge tus platos de la mesa.

Lo hizo con gestos precisos y cara impasible. Cuando estaba en mitad de la operación se levantó Hugo, muy serio, y también preguntó:

—¿Puedo irme yo? Ya recojo lo mío.

Era obvio que se veía obligado a tomar partido por su hermano. Me estaba bien empleado, era yo quien había perdido el control de la situación al haberle reñido. Desaparecieron ambos de la cocina, dignos y ofendidos. Marina daba los últimos bocados a sus croquetas de pollo. En ningún momento había hecho comentarios o dejado de comer. Exclamé como para mí misma:

—¡Vaya, genial, todo el mundo enfadado!

Me dirigí a la nevera.

—Bueno, me comeré yo el yogur. ¿Tú quieres, Marina?

—Sí —respondió. Lo abrió y empezó a removerlo con la cucharilla, impávida. Comimos en silencio, frente a frente. Por fin dijo:

—No hagas caso. Teo siempre tiene que meterse con todo el mundo, y Hugo hace lo que él quiere. Además, su madre es una histérica.

La miré con incredulidad. Aquella niña de seis años, formal y un tanto ensimismada, ¿había proferido en realidad aquella última frase? Sin la menor duda, porque continuó en el mismo tono.

—Cuando mi padre estaba casado con mi madre y Hugo y Teo venían en fin de semana, también le soltaban bobadas y le recordaban lo que su madre quería y no quería que hicieran. Un día mi madre me contó que la de ellos era una histérica.

—Es posible; pero de todos modos tengo la sensación de que a tus hermanos no les caigo muy bien. Supongo que no contaban con un tercer matrimonio de tu padre.

—¡Bah!, los padres de casi todos los chicos de mi clase se han casado tres veces.

Sabía que estaba mintiendo, pero le agradecí la inmejorable intención. Entonces remató:

—A mí sí que me caes bien.

Le sonreí.

—Gracias, Marina, tú también a mí.

—Ninguna niña de mi clase tiene una madre o una madrastra que sea policía. Sólo yo.

Bien, aunque únicamente fuera por la originalidad que aportaba a su corta vida, estaba claro que no existían problemas entre Marina y yo. En cuanto a los gemelos… Suspiré; no me encontraba preparada para todas aquellas eventualidades. El matrimonio con Marcos había abierto un nuevo campo en mi vida que hasta entonces me resultaba desconocido. No sabía si podría transitarlo con éxito. Ya era suficiente con tener que coordinar el trabajo y la convivencia amorosa como para, encima, preocuparse de las relaciones intermitentes con unos niños que yo no había traído al mundo. De cualquier modo, descarté comentarle a Marcos lo sucedido. Era demasiado pronto como para considerar aquello un conflicto serio.

A la mañana siguiente, mientras mi marido y yo desayunábamos, me preguntó como por casualidad:

—¿Qué tal anoche con los chicos?

—¡Ah, bien, estuvimos charlando un rato!

—Petra, antes de irse al colegio, Marina me ha contado lo que pasó.

—No pasó nada grave.

—Puede que no; pero tengo que hablar seriamente con Teo y Hugo.

—No merece la pena, ya irán aceptando la situación. Y si les caigo mal no hay gran cosa que tú puedas hacer.

—Dudo que les caigas mal, simplemente están molestos porque no quieres contarles cosas sobre tu trabajo de policía.

—¡Hay que joderse! A ningún niño del mundo le importa un carajo la profesión de los mayores; pero claro, por culpa de la maldita televisión, del cine, de las estúpidas novelas de detectives, todo el mundo cree que vivimos en una película de suspense y acción. Un día me voy a llevar a tus chicos a comisaría para que me vean horas y horas haciendo informes en el ordenador, rellenando formularios, archivando papeles. Se pegarán tal aburrida que no volverán a demostrar interés en lo que hago.

—Quizá no fuera una mala idea.

—Me gustaría saber qué pensarían sus madres si se enteran de que se han solazado con semejante visita turística.

—Si tuviera que preocuparme por lo que piensan mis ex mujeres sobre lo que sucede en mi casa ya me habría vuelto loco.

—En eso llevas razón. Al menos mis ex maridos han quedado sepultados en la noche de los tiempos.

—Ventajas de no haber tenido hijos con ellos.

Se acercó a mí, me abrazó.

—Siento haberte complicado la vida, Petra, lo siento de verdad.

—Olvídalo, la complicación es mi sino.

Me quedé un rato sola en la cocina, frente a una última taza de café. Todo es complicado, todo, y todo se paga. Encuentras un hombre con el que te resulta placentero vivir, pero él solito se marca una familia numerosa, ¡y con dos madres distintas, además! Cada paso que das comporta nuevos escenarios con los que no habías contado. ¿Qué salidas tenía: intentar camelar a los hijos de Marcos, decirle a él que se buscara una casa cercana a la mía y que ya nos veríamos de vez en cuando? Compaginar las distintas facetas de la vida es una clásica aspiración femenina. Nos creemos omnipotentes: «Puedo ser una profesional combativa y una madre amorosa y la mejor de las amantes y todo al mismo tiempo». Pero ¿qué pasaba cuando, como en mi caso, los requerimientos se disparaban en direcciones insospechadas?: «Quiero atrapar a un asesino ladrón de momias, y ser amable con los compañeros de trabajo y una esposa excelente… y, por si no fuera bastante quiero ser una madrastra que no tenga nada que ver con la de Blancanieves». ¡Demasiado para ti, Petra!, me dije dando un sorbo nervioso al café. Pero ¿a cuáles de aquellas metas podía renunciar? Podía ser antipática en comisaría, pero lo demás… Había magnificado mis capacidades. Sin duda existen mujeres que son excelentes esposas y madres, buenas físicas nucleares y que en sus ratos libres cooperan con una ONG, pero no era mi caso. Una policía vive al instante, en la incertidumbre, construye sendas como un zapador por las que debe caminar a tientas. Su vida depende de la circunstancia, de la suerte, del caso que esté investigando en cada momento. Una policía no puede imponerse rutinas, ni organizar milimétricamente la semana, ni asegurar siquiera qué hará en la hora siguiente. Y yo me sentía policía y a eso tampoco pensaba renunciar. ¡Dios te asista, Petra!, me autocomplací en mis problemas. Luego miré el reloj y salí de casa a toda velocidad.

Aquella mañana Garzón estaba pletórico de fuerzas, despejado como un lechuguino, y exhibía una sonrisa feliz. Ninguna nube parecía ensombrecer su cielo azul. Era obvio que su matrimonio no presentaba ambivalencias y lo salvaguardaba de cualquier problema. Le había aportado estabilidad emocional, económica y social. Además, no tenía hijos ni hijastros.

Me recibió contento como si fuera el día de su primera comunión. Mientras preparábamos el trabajo de la jornada, silbaba una canción desconocida para mí y cuando le fallaba el flujo de aire, pasaba al tarareo. No estaba segura de cuál de las dos modalidades sinfónicas me incomodaba más.

—¿Es imprescindible para su inspiración policial que emita esos trinos?

—¿No le gusta? Me extraña; todo el mundo me dice que, de no haber sido policía, tenía un futuro como cantante.

—Pero ya que es policía, mejor se olvida de su segunda vocación.

—¿Está de mal humor, querida jefa?

—No he dormido bien.

—Sé que está preocupada por este caso, pero tranquilícese: estoy seguro de que vamos a atrapar al asesino del fraile. Incluso intuyo que recuperaremos los restos del bueno de Asercio. Me lo dice mi sexto sentido.

—Espero que el sexto lo tenga usted mejor que el sentido del oído.

Lejos de molestarse, soltó una carcajada divertida.

—Le propongo que vayamos a tomar café antes de empezar el currelo. Eso siempre consigue animarla un poco.

—Voy a necesitar dosis masivas.

Desayunamos en La Jarra de Oro, yo aún de mal humor, él siempre pletórico como un político en campaña. Charló sobre fútbol con el camarero, saludó a un par de colegas que se sentaban a nuestro lado, comentó las inclemencias del tiempo con otro cliente…

—¡Caramba, Fermín!, ¿por qué no se está callado sólo un rato? Me está animando tanto que estoy casi al borde de un ataque de nervios.

—¿Puede decirme de una vez qué es lo que le pasa? Porque algo le pasa; la conozco mejor que si la hubiera parido, y Dios me libre de haber contribuido de ese modo a los desastres de la Humanidad.

Refocilándome en una debilidad personal inaguantable hice algo que no había hecho jamás: saqué a relucir mi vida privada y le conté mis problemas con los hijos de Marcos. Debía estar convirtiéndome en una mujer de lo más corriente, porque estaba convencida de que esa confidencia me relajaría y pondría de mejor humor. Dejándome con la boca abierta por el pasmo, mi subalterno soltó una carcajada y pontificó:

—¡Ay, inspectora, cómo se nota que es usted de una generación privilegiada!

—No sé qué coño tiene que ver mi generación con esto.

—Pues todo. Usted ya pertenece a la España de las consecuciones absolutas. Tienen ustedes un objetivo importante, luchan por él, lo logran y entonces todo tiene que ser redondo y perfecto. Pero yo soy más viejo que usted, soy de la España de las mejoras. En mi época no había objetivos, lo único a lo que nos atrevíamos a aspirar era a mejorar un poquito: que te aumentaran el sueldo, que tu hijo pudiera estudiar, poder veranear en la playa…

—¡Joder, Garzón, en buena hora he hablado! Yo le hago un comentario de mi vida y usted me recita el Catón.

—Déjese de historias, Petra, tiene usted mucha suerte. Se ha casado con un hombre lleno de madurez, de inteligencia, que sabe cómo tratar con una mujer moderna y que no se inmuta por tonterías.

—El problema es que tiene más hijos que un jeque árabe.

—¡Vaya problema! ¿Le llama usted problema a que dos críos de doce años estén mosqueados con usted? Eso se lo arreglo yo en dos patadas.

—¿Pero qué dice?

—Si de lo que se quejan es de que no les habla de su actividad policial, tráigalos alguna vez a comisaría.

—Ya lo había pensado, para que se aburran a morir; pero presentarme en el despacho con mis hijastros es poco serio.

—Yo me encargo de llevarlos; y los jefes no tienen por qué enterarse.

Detrás de nosotros carraspeó Sonia, sin atreverse a hablar.

—¿Ocurre algo, Sonia?

—No, nada, sólo que el comisario me ha mandado a buscarles. Vino al despacho preguntando por ustedes y le dije que estaban tomando un café. Me soltó que si ahora los casos se llevan desde el bar que a él nadie le ha avisado oficialmente.

Garzón abrió mucho los ojos.

—¿Y tú por qué carajo le cantas que estamos en el bar? ¿Nadie te ha enseñado que un superior nunca toma café cuando lo requiere otro superior de mayor rango?

—¿Y qué iba a decirle?

—¡Cualquier cosa! Que estábamos en el depósito de cadáveres, camino de China buscando una pista… pero ¡tomando café!… Puedes largarte, enseguida iremos.

Me reí entre dientes mientras Garzón sentenciaba:

—No sé qué futuro nos aguarda con semejante juventud.

Aquel día estaba especialmente filosófico.

Coronas siempre conseguía cazarnos con la guardia baja. Nos presentamos en su despacho muy seguros porque llevábamos al día los informes; pero salió por otro lado.

—Lamento decirles que la presión informativa sobre el caso se ha disparado. La madre superiora de las corazonianas ha llamado al jefe superior pidiendo ayuda, y lo mismo el abad de Poblet. Los periodistas montan guardia en ambos recintos y no paran de incordiar a los religiosos, alterando su paz. En un montón de medios de comunicación crecen los artículos especulando con posibilidades cada vez más fantasiosas. Esto no puede seguir así.

—¿Y qué podemos hacer nosotros?

—Declaraciones que los dejen contentos.

—Señor, ¿por qué el jefe superior no le pide al juez instructor que declare secreto el sumario?

—Ya lo ha hecho, pero el juez se niega. Es un capullo como la copa de un pino, con perdón del poder judicial. Se cree que es el primer juez de la historia de este país.

—Pero en este momento no podemos decir nada determinante.

—Según sus informes van a centrarse en lo que estaba investigando el hermano Cristóbal.

—Esta misma tarde tenemos una reunión de trabajo con el fraile y la monja que lo ayudaban.

—Eso significa que el crimen podría tener un móvil religioso.

—Bueno, no sé, es una interpretación amplia.

—Pues si tiene un móvil religioso entonces es posible que lo haya cometido un fanático.

—Es muy pronto para saber eso; incluso yo diría que es una posibilidad bastante improbable.

—No les estoy diciendo que centren la investigación ahí; sino que le digan a Villamagna que no descartan esa posibilidad. Es más, creo que lo mejor será pedir ayuda externa. Voy a hablar con un psiquiatra para que elabore perfiles de fanáticos religiosos y todas esas zarandajas. Ustedes las hilvanan y el portavoz se las endilga a los periodistas, así quizá nos dejen tranquilos.

—Eso sólo servirá para enardecerlos, acosarán aún más a los religiosos.

—A nosotros eso nos da igual, que cierren la puerta. Lo que necesitamos es tener a los chicos de la prensa ocupados y controlar lo que dicen, poco más. ¿Me ha entendido?

—Pero señor…

—No hay peros ni hostias, Petra. Es una orden.

—Y yo la acato, señor, pero poner un psiquiatra en este caso es tan absurdo como…

—Como dar información sobre un crimen sobre el que no tenemos ni puta idea. Ya pueden marcharse.

La política policial no era mi fuerte, pero aquello me parecía un despropósito y así se lo comuniqué al subinspector, que le quitó importancia.

—No se haga mala sangre, inspectora; usted tiene cuajo suficiente para darle cancha al psiquiatra que asignen sin hacerle ni puto caso.

—¿No le parece que este caso ya es suficientemente complicado?

Se encogió de hombros. El día que estaba alegre costaba mucho reintegrarlo a la realidad.

Nos presentamos en el convento de las corazonianas puntualmente a la hora convenida. Había algunos pequeños grupos de periodistas sentados en la calle. La camioneta de una verdulería estaba aparcada frente a la puerta. Cuando llamamos salían un repartidor joven que se cruzó con nosotros. Volviéndose hacia la hermana portera dijo:

—Oiga, y que no se olviden de firmar el albarán de la semana pasada, que luego me lo reclama el jefe y…

La hermana portera prácticamente lo empujaba fuera como si se tratara de una mosca impertinente.

—Sí, sí, hombre de Dios, no es necesario que me diga siempre lo mismo, le firmarán el albarán. Vaya usted con Dios.

Nos vio de pronto y su mirada bizqueante se hizo más torva aún. Antes de que nos echara le recordé quiénes éramos. Eso no cambió demasiado su humor. Pensé que no debía entusiasmarle tratar con el mundo exterior, aunque fuera su cometido.

—¡Ah, sí!, los policías —barboteó—. Pasen. La madre superiora me ha dicho que usted, inspectora, vaya a verla un momento a su despacho. A su ayudante lo acompañaré a la biblioteca, donde ya están esperándoles.

—A mí no hace falta que me acompañe, ya sé dónde es.

No hubo modo de que me dejara ir sola. Obviamente una de las reglas del convento era que nadie campara a sus anchas por los pasillos. Llamó a la puerta de la superiora y me anunció con las trazas de un mayordomo jorobado de película de terror.

—Reverenda madre, la policía está aquí.

Luego se alejó, renqueando como una artrítica. La madre Guillermina de Arrinoaga se puso en pie y abrió sus fuertes brazos para recibirme.

—¿Qué tal, inspectora? Me alegro de verla nuevamente por aquí.

—¿Reverenda madre? A mí también me gustaría tener un tratamiento parecido, suena bien.

Dio un par de carcajadas bien timbradas y me invitó a sentarme.

—No se fíe demasiado de las apariencias pomposas, ya casi nadie me llama así. Pero la hermana portera es de la antigua escuela.

—Pues sigue en plena forma, la he visto desembarazándose de un repartidor y lo hacía muy bien.

Rió de nuevo, de modo sofocado.

—¡Ay, por Dios!, es verdad que tiene muy malas pulgas, pero nadie puede culparla, es a ella a quien le toca pelearse con repartidores, operarios que vienen a hacer mantenimiento, turistas que visitan la capilla… Tendría que ir pensando en jubilarla, pero no sé si una monja joven haría su labor con tanta eficacia.

Le sonreí y me quedé mirándola, ella también a mí. Viendo que no me aclaraba de modo espontáneo para qué me necesitaba no tuve más remedio que inquirir:

—Y bien, usted dirá.

—¡Ah, no crea, inspectora, no la he llamado por nada especial! Me apetecía verla y charlar con usted, que me informe un poco de la marcha del caso. Sé que va a tener una reunión con la hermana Domitila y un monje de Poblet que ayudaba al hermano Cristóbal.

—No ha habido grandes avances, me temo. Es un caso muy oscuro. No encontramos un móvil aparente para el asesinato. Hemos llegado a la conclusión de que la razón por la que mataron al hermano puede hallarse en las investigaciones que estaba realizando sobre el beato.

—¡No me diga!, pero eso es insólito. No se me ocurre cómo, una persona muerta hace tantos siglos.

—Quizá descubrió algo que no hubiera debido descubrir.

—¿Y la desaparición del cuerpo santo?

—No lo sé, madre, no me haga preguntas que no puedo contestar.

Impulsivamente adelantó su poderoso cuerpo hacia mí como si fuera a hablar, luego dio marcha atrás y se quedó silenciosa.

—¡Dios eterno!, si no fuera un pecado terrible le diría que la curiosidad me está matando. No, no, es mejor que no me diga nada, cuanto más sepa peor para el estado de mi alma. Mire, aquí tenemos un poco de té que he mandado preparar. Acompáñeme en una tacita y luego ya la dejo que se vaya a trabajar con esos chicos. La verdad es que no me extraña que los periodistas se pongan insistentes, ¡es un enigma tan intrincado!

—Mi jefe me dijo que llamó usted pidiendo nuestra colaboración para que la prensa las deje en paz.

—Sí, me dijo muy buenas palabras, pero dudo de que me tomara en serio. Y si lo dudo es porque yo, como superiora, también hago lo mismo: cuando me piden algo, a todo el mundo digo lo que quiere oír, aunque no prometo nada. Su jefe tampoco me prometió nada.

—Eso es lo que se llama hacer política.

—Son sólo mañas del que tiene que mandar aunque no quiera.

—A mi comisario sí le gusta mandar.

—A mí, no. A veces me canso, ¿sabe, inspectora? —Había empezado a servir el té con modales exquisitos—. Yo soy una mujer que viene de familia numerosa, casi todo eran chicos menos mi hermana Camila y yo. Mi padre era notario en Pamplona, un hombre simpático, con sentido del humor. Mi madre era también alegre y amante de las fiestas. Después de la cena cada día hacíamos un rato de sobremesa toda la familia. Mi padre contaba cosas, a veces mi madre tocaba el piano, cantaba. Con mis hermanos organizábamos batallas campales, hacíamos pequeñas gamberradas… Cuando les comuniqué a todos que me metía monja fue como una tragedia. Nadie lo comprendía, porque encima mi padre era progresista y la Iglesia le parecía un horror. Luego ya lo aceptaron, y yo siempre he estado contenta con mi vocación, pero nunca he dejado de echar de menos la alegría, el humor… en este convento ¡todo el mundo es tan serio!

—¿Por qué lo hizo?

—¿Qué?

—Meterse monja.

—No hay razones para eso, inspectora, es la vocación, la llamada de Cristo. Yo la oí, le hice caso, y soy muy feliz. Sólo echo de menos el poder charlar…; claro que nuestra regla dice que la charla es algo vano y peligroso, pero la verdad, yo no creo que sea para tanto. El hombre no es un animal porque tiene alma, y la señal del alma es la palabra.

Nos observamos con mutua simpatía. Así que un rato de conversación era lo único que quería de mí.

—¿Qué tal está el té? —me preguntó de pronto.

—Excelente. Uno de los mejores tés que he probado jamás. Espero que no sea la última vez que me invite a tomarlo.

Creo que agradeció que hubiera comprendido su necesidad de compañía. Apuró su taza hasta el fondo con un gesto impetuoso y dijo después:

—Ya la libero. Vaya usted con esos dos eruditos. No saben tanto como el pobre hermano Cristóbal, pero le van a la zaga.

—Ojalá que puedan ayudarme.

—Así lo quiera Dios, que es como decimos «ojalá» en esta casa. Yo misma la acompaño a la biblioteca.

Caminamos juntas por entre el silencio y la sombra. Sus zancadas eran tan potentes que provocaban un revuelo en el borde inferior de sus hábitos. Al llegar frente a la puerta me dio la mano y estrechó la mía casi haciéndome daño.

—Vuelva a verme, inspectora. Y cuénteme algo sobre los avances del caso.

—Lo haré.

En la biblioteca estaban ya Garzón, el hermano Magí, la hermana Domitila y también Pilar, su joven ayudante, que al verme entrar se levantó, me saludó y se fue, siempre discreta y casi inexistente como una brisa del mes de agosto. Supuse que su presencia allí hasta aquel momento se había debido al hecho de acompañar a la otra monja para que no permaneciera sola con dos hombres. Pensé que toda situación o movimiento estaba sutilmente pautada entre aquellas paredes.

Garzón se encargó de ponerme al corriente de una conversación que ya había empezado.

—Verá, inspectora. Les he dicho a los hermanos que empezaremos la reunión pasando revista a los objetivos que el hermano Cristóbal, a quien en adelante llamaremos la víctima para abreviar, tenía escritos en sus papeles. La metodología de la reunión consistirá en que respondan a nuestras preguntas. Pero eso no será óbice para que ellos, como conocedores del tema, agreguen o completen cualquier información o dato que les parezca interesante.

«Muy bien, Garzón —pensé—, perfecta retórica», y eso que yo estaba preocupada por no haberle prevenido una vez más sobre la corrección de su lenguaje mientras permaneciéramos con los religiosos. Sacó la fotocopia de los papeles de la víctima y leyó:

—Punto número uno: «Diagnóstico de incorruptibilidad».

Silencio absoluto. No pude por menos de observar cómo Domitila y Magí intercambiaban una mirada incómoda. A la vista de que no afloraban comentarios pregunté:

—¿Pueden explicarnos qué significa eso?

Como la monja no abría el pico, tomó la palabra el fraile, a quien adiviné lleno de reticencia.

—Verán, teóricamente el cuerpo del beato estaba censado en los anales eclesiásticos como incorrupto. Es decir, que gracias a su santidad en vida, Dios le había concedido el don de no descomponerse una vez muerto.

—¿Un milagro? —inquirió Garzón con súbito interés.

—Bueno, la historia de la Iglesia católica es larga y azarosa. Digamos que en época medieval había una reiterada tendencia a atribuir milagrosidad a ciertos procesos naturales. Hoy en día, ustedes lo saben, la Iglesia es mucho más cauta en estas materias. Además, hablamos de épocas históricas remotas en las que no se contaba con los medios científicos que ahora tenemos. No sólo dentro del seno de la Iglesia se creía en la incorruptibilidad, sino en toda la sociedad, que era atrasada e ingenua.

En esta ocasión la mirada que Domitila le dirigió a su compañero de fe demostraba hasta qué punto admiraba el modo en que había preservado la reputación eclesiástica sin dejar de contestar. Garzón hizo un resumen bastante menos diplomático.

—O sea, que lo de los cuerpos que no se pudrían era un camelo total que los curas consentían para tener a los feligreses enganchados al carro.

—¡Subinspector…! —dijo el pobre Magí como pidiendo clemencia.

—Pero en ese caso… —intervine— si es un hecho probado que la incorruptibilidad se acepta hoy en día como algo simbólico, ¿por qué la víctima incluía ese diagnóstico entre los trabajos de la investigación?

Entonces fue la hermana Domitila la que saltó.

—¡Un momento, inspectora!, que muchas momificaciones se produjeran por medios naturales o embalsamamientos directos del hombre no significa que no haya auténticos santos incorruptos. Por ejemplo san Pascual Bailón. La representación iconográfica que tenemos ahora es copia de su cuerpo auténticamente incorrupto que fue profanado por los comunistas durante la guerra civil. Además, en el Concilio de Trento se dice textualmente: «Los cuerpos de los santos mártires y otros que viven ahora con Cristo, cuerpos que eran sus miembros y templos del Espíritu Santo, que un día se levantarán por Él y serán glorificados en la vida eterna, pueden ser venerados por los creyentes. Dios da muchos beneficios a los creyentes a través de ellos».

Ni siquiera el hermano Magí estaba preparado para aquella andanada que incluía a las hordas rojas y el concilio trentino de golpe. Se quedó tan patidifuso como nosotros y exclamó como en tono de excusa:

—Sí, ciertamente; en el caso del papa beato Juan XXIII sé que se realizó cierto tratamiento de embalsamamiento para que el cuerpo aguantara bien las ceremonias fúnebres prolongadas. Sin embargo, es extraordinario que se conserve tanto tiempo después de aquello sin ningún tipo de mantenimiento.

Pero la hermana Domitila estaba lanzada en su fervor integrista.

—¿Y qué me dicen del brazo incorrupto de santa Teresa de Jesús? Está probado por la Iglesia que se trata de un hecho milagroso. Otros cuerpos santos son incorruptos sólo un tiempo y luego se van secando muy lentamente, pero sin ser atacados por los síntomas de la corrupción, como por ejemplo santa Bernadette Soubirou, santa Catalina Labouré, que hasta olía a rosas, san Vicente de Paúl, santa Vittoria… y ahora no recuerdo, pero sé que hay más.

Garzón y yo asistíamos un tanto estupefactos a aquella conversación tan exótica. El hermano Magí sonrió, filosófico, y dijo:

—No seré yo quien niegue los milagros, hermana, pero creo que, en cualquier caso, el hermano…, perdón, la víctima, incluyó ese punto en sus papeles de trabajo porque se trata de una especie de protocolo de la Iglesia en cualquier investigación de este tipo.

—Comprendo —respondí algo mareada por el aluvión de cadáveres hechos pimpollos—. Pero díganme, en el caso de que el beato Asercio no hubiera estado tocado por la gracia, ni oliera a rosas ni nada de eso, ¿cómo hubiera podido conservarse tal como estaba?

—Como ha mencionado la hermana, hay dos modos: uno, que hubiera sido embalsamado por mano humana y otro que la momificación se hubiera producido de modo natural. Si la humedad es baja en el lugar de conservación y la temperatura alta, los cuerpos tienden a momificarse por sí solos.

—¿Había determinado la víctima cuál era el caso del beato Asercio?

—Tal y como les dije, el… la víctima aún no había realizado ningún estudio sobre el cuerpo —contestó Domitila.

—Pues a mí me comentó que quería comenzar muy pronto —apuntó el fraile.

—No creo, andaba bastante retrasado con las investigaciones históricas, y eso venía después en sus planes.

El hermano Magí, una vez más frustrado por la monja, optó por callar prudentemente. Sin embargo, la disensión entre ellos resurgió cuando pregunté:

—¿Pensaba realizar un análisis de ADN?

—Eso me dijo —anunció el monje.

—En ningún caso. Estuvimos analizando la necesidad y llegó a la conclusión de que sería una pérdida de tiempo y dinero.

Calló Magí, pero me percaté de que no le convencía la respuesta. Eso debió de parecerle también a la beligerante sor, porque remató afirmando:

—Usted, hermano Magí, charlaba con él sobre el trabajo, pero yo colaboraba en sus investigaciones.

—Por supuesto, hermana. ¡Dios me libre de querer llevar razón!

No parecía que congeniaran demasiado, de modo que pensé en la posibilidad de que se hubieran encontrado anteriormente.

—¿Ustedes se conocían?

Ambos negaron bajando la cabeza con discreción. Sólo ella añadió:

—A veces el pobre… la pobre víctima me contaba que comentaba cosas del trabajo con usted; le tenía en gran consideración.

—Y a usted también, hermana.

Bueno, no se había producido ningún cisma finalmente. Aliviada de momento la tensión, Garzón preguntó con toda pertinencia:

—Hay otra cosa en las notas de la víctima que no comprendemos bien: ¿qué es exactamente el «Complucad»?

Magí, algo acobardado, guardó silencio. La hermana Domitila, quizá consciente de su excesiva vehemencia hasta el momento, sonrió diciendo:

—Dígaselo usted, hermano, yo de estos temas científicos sé muy poco.

—Es un preparado comercial muy nuevo, que se está utilizando con excelentes resultados. Desconozco qué compuestos químicos incluye. Sirve para embalsamar, también lo utilizan en las facultades de medicina para preparar los cadáveres que van a la sala de disección. Y si ustedes preguntan a sus colegas… tengo entendido que también se usa en prácticas policiales. Se ha hecho muy popular en el área arqueológica para la conservación de momias, también para flexibilizarlas.

—¿Qué hubiera hecho la víctima sobre el cuerpo del beato?

—Si no había análisis de ADN se hubiera limitado a desnudar el cuerpo, quizá abrirlo para comprobar si estaba eviscerado y después le hubiera inyectado Complucad en lugares estratégicos. No creo que hubiera hecho nada más.

—Hermana, ¿alguna vez se había levantado la tapa de la hornacina que cubría al beato?

—No, nunca, que yo sepa.

—¿Es muy pesada?

—Sus compañeros los Mossos d’Esquadra determinaron que sólo podían levantarla como mínimo dos personas muy fornidas.

—Sí, lo he leído en el informe. ¿Nunca le dijo la víctima que quería echar una ojeada directa al cuerpo?

—No, nunca, aún no.

—¿Tampoco vio desde fuera nada que pudiera llamarle la atención en la momia del beato?

—No sé a qué se refiere, pero no, no me dijo nada al respecto.

—¿Existe alguna posibilidad, o ha surgido algún indicio en las investigaciones históricas sobre la momia del beato en las que se hablara de que el cuerpo podía esconder riquezas?

—¿Riquezas materiales?

—Sí, claro: oro, joyas… objetos preciosos ocultos en su cuerpo.

Los ojos almendrados de sor Domitila me miraron, esta vez divertidos.

—No, inspectora, en ningún caso.

—Nos llamó la atención leer en los papeles del difunto algo sobre el proceso histórico a unos eclesiásticos que habían robado el cuerpo…

—¡Ah, cierto!; fue uno de los episodios que más cautivó al hermano Cristóbal de todo cuanto tenía recopilado sobre nuestro beato. Dijo que era algo que hubiera podido servirle en sus estudios futuros de índole general —comentó la hermana.

—¿Podríamos decir que se trata de algo insólito, de una especie de descubrimiento fuera de lo normal?

—Sinceramente, no lo creo. No sé si el hermano Magí estará de acuerdo conmigo, pero los robos de reliquias o cuerpos santos no eran algo tan inusual en la Edad Media. Exhibirlos fomentaba la religiosidad entre los feligreses de las iglesias que los tenían. Y ya saben que hablamos de un período histórico convulso y oscuro. A menudo los eclesiásticos no eran enteramente vocacionales como ahora ocurre, sino gente pobre que había sido entregada de niños a los conventos o que ellos mismos buscaban un modo de vida al ingresar. Con esos antecedentes no es extraño que se produjeran robos o faltas morales de todo tipo.

—¿Había algún otro móvil que pudiera desencadenar robos de cuerpos incorruptos en el pasado?

La monja elevó los bonitos ojos en busca de una respuesta, suspiró…

—Esa pregunta no es fácil de contestar, pero hay algo… también muy propio de aquellos tiempos de superstición seudorreligiosa que podría considerarse como un móvil. Durante una época se creyó que el polvo de cuerpo incorrupto podía tener propiedades curativas. Eso había desencadenado algunos robos de los que se tiene constancia documental, aunque para nada afectan a nuestro beato.

El hermano Magí levantó un dedo en señal de que quería intervenir.

—Sólo una precisión: el polvo que se consideraba sanador no era sólo el que provenía de moler cuerpos santos incorruptos, sino cualquier momia de cualquier origen. Incluso en el siglo XIX se cometieron hurtos y amputaciones de momias egipcias con la intención de vender el polvo curativo. Como pueden comprender, eso dio lugar a un sinfín de estafas y mercadeos fraudulentos que tenía como víctimas a personas de poca cultura.

—Bueno, pero eso no tiene que ver con el caso —replicó Domitila, picada.

—Era tan sólo una precisión cultural —respondió el monje, digno. Garzón se rascó los pelos del cogote como si todo aquello superara su capacidad de comprensión.

—Sí, pero hoy en día, quiero decir en este momento y en este país, nadie robaría ni mataría para hacer polvitos de momia y ponerlos a la venta por internet, ¿no les parece?

Los dos eclesiásticos se quedaron de una pieza y, por una vez, estuvieron de acuerdo.

—No, por supuesto que no —exclamaron al unísono.

Antes de que me entrara un ataque de risa, pregunté:

—Hermanos, la pregunta es para los dos: si ustedes estuvieran en nuestro lugar, si fueran los detectives de este caso, ¿qué pensarían, qué harían?

Hubo un silencio prolongado. Observé sus caras con detenimiento. El fraile estaba serio, con aire consternado y negaba con la cabeza, mientras la religiosa había entrecerrado los párpados y ponía cara de intensa concentración. Fue él quien empezó a hablar.

—Yo sería incapaz de pensar nada, inspectora. Sólo un loco, una mente auténticamente perturbada puede haber perpetrado un hecho tan terrible y extraño.

—Serían dos los locos cuanto menos, puesto que se necesitan al menos dos personas para abrir el sarcófago. Pero dígame, ¿podríamos llegar a pensar en una conspiración enloquecida, o en alguna extraña organización?

—Le repito que no lo sé, inspectora. Simplemente no sé qué pensar.

Domitila tomó la palabra vivazmente.

—¿Y el papel encontrado en el lugar del crimen, cómo es que no nos hacen preguntas sobre él?

—No quiero entrar en el juego de un asesino, porque la mayor parte de las veces sólo intentan despistar a la policía —respondí.

—Pero si como dice el hermano Magí, se trata de una mente perturbada, a lo mejor quiere significar algo. ¿Quiere recordarnos qué decía lo escrito?

—«Buscadme donde ya no puedo estar.»

—¿Qué puede querer decir eso?

—No lo sabemos. En cualquier caso lo investigaremos cuando cada cosa esté en su lugar. Lo que quiero de ustedes es que reconstruyan en lo posible todo lo que la víctima hubiera podido encontrar en sus investigaciones ya que no hemos logrado encontrar su ordenador personal.

—Yo sólo puedo aportar sus comentarios, si es que me viene a la mente alguno más —dijo Magí.

—Yo le ordenaré todos los legajos que él quiso ver —concluyó Domitila.

—Pues prepáreme un dossier sobre el contenido de cada uno de ellos. Nos ayudará.

Di por terminada la prolongada reunión. Me dolía la cabeza y la sensación de irrealidad que aquel caso me provocaba se había acrecentado después de aquella impensable sesión de trabajo. El convento estaba oscuro como la boca de una alimaña y el silencio era idéntico al de una tumba. Aparentemente todo el mundo dormía. Cuando habíamos caminado unos pasos vislumbré una impresionante figura que caminaba, negra, hacia nosotros: era la madre superiora. Nos saludó y eximió a la hermana Domitila de acompañarnos hasta la puerta. Ella lo hizo. Garzón y el monje caminaban delante. De improviso la madre Guillermina me dijo en voz baja:

—¿Sería mucho pedirle que se fumara conmigo un cigarrito en mi despacho antes de irse?

Accedí aunque no me apetecía. Después de despedir a los dos hombres entramos en su despacho y sacó un paquete de cigarrillos rubios, me ofreció uno y encendió otro con una inaudita delectación.

—Debería decirle que la he llamado para preguntarle qué tal ha ido todo, pero no es verdad. Si hago examen de conciencia me doy cuenta de que la tomo como excusa para poder fumar un cigarrillo más. He hecho el firme propósito de no fumar más allá de las diez, a no ser que…

—A no ser que haya una policía en su despacho.

Se echó a reír con ganas y yo la seguí.

—Mi carne también es débil, inspectora. A veces lo pienso con un gran sentimiento de culpa, pero luego me digo: has entregado tu vida entera al servicio de Dios, ¿y Dios va a ser tan cicatero de contarte los cigarros? ¡Bah, uno más! A lo mejor mi autoindulgencia me pierde cuando me presente ante Él. ¿Cómo ha ido la reunión?

Me encogí de hombros, puse cara de indiferencia primero, de contrariedad después.

—Muy instructiva. Nos hemos enterado de que el polvo de momia se consideraba curativo en la antigüedad… pero aparte de eso, ninguna luz sobre el caso.

—¿El polvo de momia? ¡Puaf! Eso se lo habrá contado la hermana Domitila, seguro. ¡Sabe tantísimas cosas!

—¿Es la hermana una mujer muy conservadora o muy vehemente?

—¿Conservadora?… La política entre nosotras no es importante, casi nunca hablamos de ella. Vehemente sí es un poco, se vuelve muy taxativa cuando se trata de asuntos de fe. Supongo que cuando se formaba en la facultad de historia tuvo que oírse muchas bromas malintencionadas sobre la religión. De todas maneras, los cuarenta años son una época de exaltación para una monja.

—¿Puede explicarme por qué?

—¿Siente curiosidad?

—Casi tanta como usted por los temas policiales.

Rió suavemente por debajo de la nariz.

—No hay nada especial. Cuando tienes cuarenta por lo general ya llevas muchos años en la orden. Te has librado de las tentaciones del mundo y te has demostrado a ti misma que puedes soportar bien la dureza de esta vida. Eso te proporciona una sensación de omnipotencia y te vuelves vehemente con tus creencias. Ése es todo el misterio.

—¿Y a su edad, madre? ¿Qué es lo que piensa usted?

Sonrió, apagó el cigarrillo con gestos enérgicos.

—Tengo cincuenta y siete años. A mi edad te das cuenta de que, hayas hecho lo que hayas hecho en la vida, es un éxito seguir adelante con cierta ilusión.

Una nube de tristeza cruzó por su rostro. Quedamos en silencio.

—¿Otro cigarrillo?

—Deje, deje, inspectora. No haga de demonio tentador. La acompaño a la puerta antes de que me haga caer.