A lo largo de mi vida había visitado un par de veces el monasterio de Poblet. Siempre me pareció una construcción de elegancia infinita. En cuanto traspasabas la tapia que daba acceso al primer patio, sentías que una especie de paz especial dotaba a cada piedra de cierto aire sacro en el que te encontrabas inmerso. Era como si no fueras alguien ajeno, como si formaras parte del lugar y dejaras a un lado tus inquietudes de visitante cultural o simple turista. Tú mismo devenías algo armónico y trascendente.
Como el recinto es tan grande, nos encaminamos a la primera puerta esperando encontrar a alguien. Un par de gatos nos observaron con escaso interés mientras paseaban entre los cipreses. Garzón se estremeció.
—Estoy impresionado por este sitio.
—¿No había venido nunca? ¡Es impactante! Hay tres grandes recintos y la portada de la iglesia es increíblemente bella. No debe costar nada llevar una vida santa entre estas paredes. Claro que no se puede jugar al golf.
Me miró entre las rendijas maliciosas de sus ojos, pero no mordió el cebo.
—¿Y qué clase de frailes son?
—Cistercienses.
Llamamos al timbre de una puerta lateral y, tras una larga espera, nos abrió un monje joven con hábito blanco. Hice nuestras presentaciones oficiales y el monje se limitó a asentir.
—Síganme, por favor —dijo al fin.
Todo fue más fácil de lo que parecía al estar informados los monjes de nuestra visita. Unos minutos más tarde apareció un fraile de unos sesenta años, alto y enjuto, con pinta de haber sido fraile desde que nació. Pensé que se trataba del abad; pero sin necesidad de preguntarle me sacó del error.
—Soy el hermano Magí. El abad está en Francia, en una convención de monjes cistercienses. Él me ha autorizado para que trate con ustedes y les atienda en todo lo que precisen.
—Verá, hermano, el caso es que nos gustaría hablar con la persona que estuviera más informada o hubiera tenido una relación más estrecha con el fallecido hermano Cristóbal.
—Lo sé. Por eso les recibo yo. Me ocupo de la biblioteca. El hermano Cristóbal y yo colaborábamos en muchísimos temas. Pueden imaginarse que estamos todos consternados. Como le dije a la policía autonómica en el breve contacto que tuvimos, poco podemos aclararles sobre este hecho tan terrible, pero…
—Hermano, antes de continuar, sí hay algo importante que debemos saber enseguida: ¿está aquí el ordenador personal del hermano Cristóbal, los papeles de trabajo que manejó durante sus visitas a las corazonianas?
—Algo hay en su celda. Pero desde luego, puedo asegurarles que el ordenador no está aquí. Lo llevaba con él en su último viaje.
Garzón y yo intercambiamos una mirada que fluctuaba entre el mutuo entendimiento y la decepción. Adiós a un banco de pruebas en el que hubiéramos podido encontrar algún indicio, aunque, al mismo tiempo, aquello representaba una constatación importante: al fraile se lo habían cargado por algún tema relacionado con el trabajo que estaba llevando a cabo; y si aquello era así, el hermano Magí se convertía en un interlocutor de oro, y la hermana Domitila también. Me veía creando una verdadera fraternidad de detectives investidos por la gracia divina.
—Creo, hermano, que deberíamos visitar la celda del hermano Cristóbal. Me imagino que tiene que pedir permiso para ello, de modo que…
—En ausencia del abad estoy autorizado a colaborar con ustedes en todo lo que me pidan; sólo que… siendo usted una mujer, sería mejor alertar a los frailes de su presencia para que se retiren convenientemente. No hay ningún problema en sí, pero tratándose de una zona de clausura… espérenme aquí, sólo será un momento.
Se retiró. Garzón no esperó a que se hubiera disipado su aura para decir:
—¿Qué cojones habría averiguado ese maldito fraile para que se lo cepillaran de ese modo tan brutal?
—Procure moderar su vocabulario, aquí estamos en territorio sacro y no me gustaría que se creara ningún problema diplomático.
—Pues el territorio sacro es un campo minado: permisos de visita, prevenir a los frailes para que se oculten… En realidad se trata de un lugar ideal para cometer un asesinato.
—El marco es bueno, pero ¿qué me dice de los móviles? En un sitio donde los anhelos del mundo quedan fuera, ¿qué motivo hay para matar?
—¿A qué le llama usted los anhelos del mundo?
—Pues ya sabe. El mundo, el demonio y la carne. Es decir: amor, sexo, dinero, poder… en fin, todo lo interesante.
—Ha de ser jodido renunciar a tantas cosas. ¿Y a cambio de qué?
—De la paz, de la unión con Dios… no creo ser la mejor persona para explicarle todo eso. Yo tampoco lo entiendo, la verdad.
Entró el hermano Magí con una sonrisa velada.
—Acompáñenme, por favor.
Mientras caminábamos por el hermoso monasterio le pregunté cómo estaban organizados.
—Somos cistercienses y nos regimos por la regla benedictina, aunque no somos propiamente benedictinos. Los benedictinos llevan el hábito negro y nosotros lo llevamos blanco. La máxima de nuestra organización es sencilla: «ora et labora». Oramos cuatro veces al día, la primera a las cuatro de la mañana.
—¡Caramba! —exclamó un Garzón muy comedido—. Un poco pronto, ¿no?
—Es un primer y agradable encuentro con Dios. Enseguida te acostumbras.
—Se necesita mucha moral. Porque teniendo todo el día por delante y no muchas cosas que hacer…
—Sí hay cosas que hacer, subinspector. Piense que todos los miembros de esta comunidad nos autogestionamos y que las tareas son múltiples.
Garzón cabeceó sin mucha convicción, seguramente comparaba los posibles quehaceres de los monjes con sus labores policiales. Habíamos llegado a un corredor donde las sencillas puertas de madera de pino se alineaban a ambos lados. El monje abrió una de ellas y con gesto grave, como si hubiera recordado de pronto al hermano Cristóbal, nos hizo pasar. Se trataba de una escueta habitación solo amueblada con una cama, un armario y una pequeña mesa de trabajo. Por una estrecha ventana se veía un trozo de cielo. Aquel habitáculo exudaba un aire de tranquilidad, recordando más un cuarto de estudiante que la celda de una prisión. Sobre la mesa había un fajo de folios. Los hojeé.
—¿Forma esto parte del trabajo sobre el beato?
El hermano Magí leyó el primer párrafo.
—Sí, creo que sí.
—¿Le comentaba a usted los progresos que hacía?
—No me mantenía al tanto de todo, pero a veces intercambiábamos impresiones.
—¿Le dijo algo importante, algo inusual, algo que…?, no sé cómo expresarlo.
—¿Algo que pudiera justificar su asesinato? Supongo que no lo dice en serio, inspectora. ¿Qué tema sobre una momia medieval puede justificar esta muerte espantosa?
—Algún secreto, alguna revelación que pudiera incomodar a alguien.
—Ese tipo de secretos no existen, inspectora. Leyendas populares sobre los conventos.
—Estoy de acuerdo con usted, pero le recuerdo que al tal beato se lo han llevado como si fuera un objeto valioso.
—Puede tratarse de una simple gamberrada, de una profanación. A veces bandas de jóvenes inadaptados hacen esas cosas. Se han profanado tumbas en más de una ocasión.
—Al beato Asercio de Montcada lo sacaron del convento con sumo cuidado, como si fuera un enfermo, más que un cuerpo momificado.
Los ojos pardos e inteligentes del hermano Magí abandonaron la indiferencia metafísica y se instalaron en la más mundanal de las curiosidades.
—¿Cómo se han enterado de eso?
—Hay una testigo que lo vio. Fue cargado en una furgoneta. Ése es el único dato que tenemos.
—No puedo creerlo; pero ¿por qué robar un cuerpo santo?
—Cuando sepamos por qué estaremos cerca de una resolución del caso. ¿A usted no se le ocurre una razón?
—De ninguna manera. Es absurdo, es demencial.
—¿No existe un mercado clandestino de momias como pueda haberlo de objetos de culto, de piezas arqueológicas?
—Le aseguro que no. Hay redes internacionales que comercian con objetos artísticos de origen eclesiástico, ustedes lo saben mejor que yo; pero ¿una momia? Una momia sólo puede tener interés para un museo, ¿y qué museo exhibiría el botín de un robo con asesinato?
—Quizá un museo extranjero, de un país remoto con pocos escrúpulos.
—¿Y cómo lo sacan del país, en un camión?
—Ése no es el problema; el problema es que ningún director de museo, por más loco que esté, mata para añadir una pieza a su colección. No resulta lógico.
Garzón había estado revisando las hojas del hermano Cristóbal. De pronto, dio un respingo.
—Mire, inspectora, esta cosa debe ser el beato.
Me alargó unas fotografías en las que se distinguía a fray Asercio yaciendo en su hornacina. Era apenas una sombra vestida con un hábito medio consumido por el tiempo. En las manos, casi huesos, portaba un rosario de madera. Garzón lo observaba absorto, con cara de asco.
—Mire, aquí hay un primer plano. ¡Vaya pinta que se gastaba!
Carraspeé fuertemente para hacerle notar su incorrección. Él intentó rectificar con poca fortuna.
—Quiero decir que está bastante apolillado.
Fray Magí, imperturbable como si no hubiera oído nada inconveniente, comentó:
—El cuerpo estaba, en efecto, muy deteriorado. Ésa era una de las razones por las que el hermano se encontraba allí. Además de esa labor tenía que reconstruir históricamente su figura, en cuya evolución había lagunas.
—Lo sabemos. Hermano, creo que será bueno que mantengamos una reunión de trabajo con usted y con la hermana Domitila, de las corazonianas. Entre todos es posible que podamos aclarar un poco las conclusiones a las que el hermano Cristóbal estaba llegando.
—Avísenme con un día de anticipación e iré a Barcelona encantado. Vengan, salgamos de aquí. Si tienen un momento quiero hacerles visitar nuestra iglesia.
Ante la magnífica fachada, la Puerta Dorada, y ya en el interior de la iglesia, cuando paramos frente al retablo de Damià Forment, pude oír la por fin adecuada exclamación del subinspector:
—¡Dios mío, qué preciosidad!
Luego salimos al majestuoso claustro. Cuando nos acercábamos a la fuente le pregunté a nuestro anfitrión:
—¿Qué tipo de persona era el hermano Cristóbal?
—El más amable de los hombres, aparte de un grandísimo intelectual. Estaba siempre estudiando y muy absorbido por sus investigaciones.
—¿Era apreciado en la comunidad?
—Era… ¡venerado en la comunidad! Siempre se encontraba dispuesto a hacer un favor, a colaborar. Se interesaba por la salud de los hermanos de más edad, se mostraba alegre sin excepción. Le puedo asegurar que era muy popular, y que la noticia ha sido tan terrible que ninguno de nosotros ha dejado de rezar especialmente por su alma desde que supimos que había fallecido.
—Su familia… debo suponer que ya ha sido informada.
—Por supuesto.
—Tendrá que darme sus señas.
—Era originario del delta del Ebro. Los Mossos d’Esquadra ya tienen su dirección; pero se la daré a ustedes también.
En el coche, Garzón se mostraba sobrecogido.
—¡Qué belleza de monasterio, qué grandiosidad, qué elegancia de formas!
—Deje de hacer el turista y dígame qué le ha parecido la conversación con el fraile.
—Poco interesante, inspectora. Aquí a nadie se le ocurre por qué carajo han podido matar a un monje y mucho menos quién querría llevarse a casa un momio más feo que la madre que lo parió.
—Llame a Yolanda. Dígale que en un par de horas queremos hablar con la testigo si es que la ha encontrado, que prepare un interrogatorio en comisaría.
Miraba de reojo al subinspector. Desde que se había casado era evidente que nunca estaba de mal talante. Antes, cuando un caso se presentaba especialmente complicado, renegaba como un carretero cada vez que debía hacer una gestión. Pero ahora era diferente, daba la impresión de que ponía menos celo en el trabajo, y eso hacía que lo tomara con mayor naturalidad. Supuse que todos tenemos una cantidad limitada de posibilidad de atención abstracta, y cuando crece la demanda en un sector de nuestra vida, baja forzosamente por otro lado. Quizá debido a eso dicen que las relaciones estables mejoran el equilibrio de nuestra existencia total. Pero pensar en esa teoría se me antojaba frustrante, porque se trata del mismo principio que niega la buena estrategia a los generales demasiado enamorados, la genialidad a los artistas inflamados de amor, y la perspicacia a los policías que llevan una plena vida sentimental. Y no era así, o por lo menos no debía serlo. Creo que fue ése el momento en el que acepté el reto de aquel extraño caso con toda intensidad, y me prometí a mí misma que resolveríamos aquel asesinato aunque tuviera que desatender durante un tiempo las otras facetas de la existencia.
Embebida en mis pensamientos casi no presté oídos al hecho de que Garzón había repetido tres veces la frase «no jodas» mientras hablaba con Yolanda. Luego añadió: «Vale» y cortó la comunicación.
—No encuentra a la mendiga.
—No joda.
—Eso mismo he dicho yo. Pero le falta buscar en el albergue donde a veces duerme. Ahora va hacia allí.
—Vuelva a llamarla. Dígale que Sonia la acompañe, que peinen casa a casa la ciudad si es necesario, pero que la encuentren ya.
Me obedeció. Luego se volvió hacia mí.
—¿Tan importante le parece esa mujer?
—No tenemos más testigos del traslado del cuerpo.
—Pero es un testimonio muy poco fiable.
—¡Y qué más da, es el único! Además, seguramente fue interrogada en el contexto de una primera aproximación al caso, y no con el detalle de una sesión regular.
Vi cómo se encogía de hombros, tenaz en su escepticismo, y no hablamos más.
La entrada en comisaría fue triunfal. El policía Domínguez corrió hacia mí en cuanto traspasamos la puerta.
—Inspectora, el comisario Coronas ha dicho que pasaran a su despacho en cuanto llegaran.
—Esta bien, Domínguez. Usted ya me ha transmitido la orden, ahora es cosa mía si la cumplo o no.
El pobre Domínguez, que era manso y amable por naturaleza, siempre sufría mucho cuando recibía respuestas mías de ese calibre. Durante unos instantes se debatía entre la bifurcación del deber que se le presentaba sin avisar. Se decantó por la más directa.
—Como usted diga, inspectora.
Miré a Garzón y le dije en un susurro:
—Lárguese y controle a Sonia y Yolanda; usted se puede librar de perder el tiempo en el despacho del jefe. En cuanto sepa algo de la testigo, llámeme.
Como si la prisa fuera un concepto ajeno al ser humano entré en mi despacho y me puse a leer los doctos folios que había redactado el fallecido hermano Cristóbal. Eran notas de investigación histórica. Hablaban del beato Asercio, intentando datar las etapas por las que había pasado el cuerpo presuntamente incorrupto. Busqué en las conclusiones, inacabadas:
«En el año 1423 se encuentran documentos en la catedral de Girona en los que se relatan hechos de la vida de fray Asercio de Montcada, de cómo éste vivió santamente el monacato y de cómo la fama de sus buenas obras se extendió por toda la comarca y, más tarde, por todo el reino. Posteriormente, en un pliego fechado en 1619 y que se halla en el archivo diocesano de Barcelona encontramos una memoria de altísima importancia. Se trata de un proceso contra tres eclesiásticos que en mayo de ese año consiguieron desenterrar un cuerpo momificado en una iglesia (no especificada) valiéndose de “acciones nocturnas”. Según las investigaciones llevadas a cabo en la época, podría tratarse de la momia de fray Asercio. En el legajo no figura la intención que llevó a los eclesiásticos al robo del cuerpo; si bien del acta del tribunal se infiere que, sabiendo que el cuerpo era santo e incorrupto, quisiera exhibirse en alguna pequeña capilla falta de atractivos espirituales para los fieles».
Tuve que releerlo varias veces para comprender bien lo que decía. Al final deduje que el tal Asercio no era la primera vez que se había convertido en el botín de un robo. Y todo para devenir en lo que eufemísticamente se denominaba como «atractivo espiritual», lo que en nuestro lenguaje actual sería «atractivo turístico». Es posible que el mundo esté en continua evolución, pero las motivaciones de las sociedades parecen permanecer inalterables. No sabía cómo había trascurrido la vida del beato, pero una vez muerto sus aventuras parecían más notables que las del propio Indiana Jones. Sentía curiosidad por ver la cara que ponía el subinspector al enterarse de aquello.
En otros folios se tomaba nota de algunas ceremonias celebradas en honor del beato, siempre dentro de los claustros de varias órdenes religiosas. Figuraban como fuentes informativas los documentos archivados en la biblioteca de las corazonianas.
Al final, había una lista de los objetivos del trabajo: determinación de fechas trascendentales, trayectoria de los restos y mantenimiento de la momia. Me fijé en este apartado que, crípticamente, indicaba: 1.—Diagnóstico de incorruptibilidad. 2.—Tratamiento del textil. 3.—Estudio de órganos. Posibilidad de análisis ADN. 4.—Tratamiento de los restos con COMPLUCAD. Trabajos no iniciados.
Cada vez me parecía más necesaria aquella reunión de expertos que me proponía hacer con los hermanos Domitila y Magí. De otro modo nos veríamos condenados a contratar ayuda externa y ¿quién tiene mejores conocimientos de arqueología eclesiástica que los propios eruditos pertenecientes al clero?
Llamaron a la puerta. Domínguez dejó ver fugazmente su filosófica jeta.
—Inspectora…
—Dígale que voy enseguida.
—No se trata del comisario; es que han traído un informe para usted.
Lo tomé de su mano con expresión neutra. Al salir, Domínguez se permitió un recordatorio.
—Pero el comisario la espera, se acuerda, ¿verdad?
Lo miré con impaciencia y salió huyendo. El sobre contenía el informe pericial de la nota encontrada en el cadáver. Me alegró la claridad con la que estaba redactado.
«El documento analizado está en soporte papel grueso de 19 milímetros color blanco, tamaño DIN A4. Corriente en el mercado. No se aprecian huellas de ningún tipo en toda su superficie; lo cual indica que fue manipulado concienzudamente con guantes. Las letras están dibujadas con trazo firme y seguro, pudiendo afirmarse con escaso margen de error que el autor de las mismas tiene conocimiento preciso de la escritura e iconografía gótica medieval tardía.»
Algo es algo, pensé, por lo menos ahora podemos estar seguros de que el cartelito es obra de un experto; aunque ¿experto en qué: en dibujo, en historia, en falsificaciones? Todo aquello me parecía cada vez más un laberinto en el que resultaba difícil orientarse. ¿Por dónde empezar? Una vez exploradas las pruebas iniciales, nada permitía lanzarse con ímpetu en uno u otro sentido. Consulté mi reloj. Ni acopiando toda la sangre fría del mundo podía posponer por más tiempo mi visita a Coronas. En ese instante llamó el subinspector.
—Malas noticias, Petra. La testigo no aparece. Dicen en el albergue que hace tres noches que no va a dormir.
—¿Es normal que falte tanto tiempo?
—Parece que no. Alguna noche no se presentaba, pero tres seguidas es demasiado, sobre todo cuando hace frío. Por lo menos nos han ratificado que se llama Eulalia Hermosilla y figura como alcohólica crónica en la ficha del centro. ¿Qué hacemos?
—Venga aquí con las chicas. Si no estoy cuando lleguen, me esperan en el despacho.
Me dirigí a la cueva del ogro con paso firme y llamé a la puerta con tres golpes más firmes aún. Sabía que iba a verme obligada a lanzar un contraataque y preparaba las huestes mentales para ponerlas a batallar. El ogro cargó contra mí en tono irónico.
—¡Hombre, Petra, cuánto bueno por aquí! ¡Empieza la cosa de manera fina y discreta! Tengo menos informes en el ordenador que un broker en Siberia. ¿Sería muy impertinente preguntarle a qué se dedican Garzón y usted?
—Comisario, sabe usted perfectamente que hemos tomado el caso de manos de los Mossos y que ellos se encontraban en una fase muy primitiva de la investigación. Ha sido necesario reiniciar muchas diligencias, esperar los informes periciales y…
—¡Basta, basta, no me agobie con su retórica oficialista! El jefe superior quiere informes encima de su mesa ya. Además, ha considerado imprescindible que hable usted con el portavoz para que éste pueda dar audiencia a la nube de periodistas que la han solicitado. Antes de que las filtraciones digan que ha sido la momia quien ha matado al fraile hay que actuar. De manera que, en cuanto salga de aquí reúnase con Enrique Villamagna, el nuevo portavoz.
—A sus órdenes, señor. Pero antes…
—¡Dios mío, Petra, cuando la he oído decir: «A sus órdenes señor» ya se me han alterado los pulsos! ¿Se puede saber qué quiere?
—Necesito una dotación especial de veinte hombres.
—¡Cojonudo! ¿Usted sabe lo que son veinte hombres? Ya puestos, ¿por qué no pedimos refuerzos a la policía montada del Canadá? ¿Y para qué necesita semejante batallón?
—Ha desaparecido la testigo que vio sacar el cuerpo del convento, señor. No hay manera de dar con ella.
—Pero ¿no era una mendiga? ¡Estará en cualquier parte!
—Ése es el problema, señor, que estará en cualquier parte y yo la necesito para interrogarla inmediatamente.
—Ya lo hicieron los Mossos d’Esquadra y al parecer estaba muy tronada, no pudo añadir mucho más de lo que dijo.
—No podemos renunciar a un interrogatorio más amplio y profundo, señor, y en otras circunstancias diferentes de las de una investigación que comienza, que no son las ideales.
Se pasó las manos por los ojos en un amago teatral de gesto desesperado.
—Está bien, inspectora, está bien. Le daré veinte hombres durante tres días. Ni uno más. Si después de ese tiempo no hay nada nuevo, siga con su equipo habitual.
—Muchas gracias, señor, es lo justo.
—Haga el maldito favor de dejarme calibrar a mí lo que es justo y lo que no lo es y vaya a redactar esos informes, pero después de hablar con Villamagna. ¿Está claro?
—Muy claro, señor.
Coronas no era un mal hombre, después de todo. En cuanto redactara el dichoso informe me dejaría en paz. La cadena de mando policial no era muy diferente de la cadena alimentaria; sólo que en nuestro caso, lo importante era obtener comida del de abajo para dar de comer al de arriba. Yo elaboraría el informe que serviría para dejar conforme al comisario que, a su vez, dejaría conforme al jefe superior. ¿Y de dónde sacaría yo el alimento?; de los subordinados que me esperaban en el despacho. En esa organización sencilla, surgían sin embargo parásitos extraños que necesitaban una pitanza suplementaria y especial cuyo destino era la prensa del país, el total de los ciudadanos, la res publica. Comprobé semejante anomalía en el momento en que Enrique Villamagna atajó mi paso sigiloso en medio del pasillo. Era pelirrojo como Judas y casi tan interesado como él. Se había estrenado en el cargo sólo hacía unos meses y apenas si alcanzaba los treinta años. Había estudiado en la academia de policía al mismo tiempo que se licenciaba en periodismo. Por eso, y por sus muchas ganas de hacerlo bien, estaba considerado como un auténtico número uno. Pero su mayor peculiaridad, que a mí me parecía divertida, consistía en mostrarse como una verdadera personificación de la dualidad Doctor Jekyll y Mister Hyde. Quiero decir que en las ruedas de prensa aparecía como un buen chico, voluntarioso y atento, contestando con educación exquisita las preguntas de los periodistas. Para ello utilizaba un lenguaje ecléctico, a medio camino entre lo informativo y lo policial, que resultaba efectivo y moderno. Solía ir vestido para esas ocasiones con impecables trajes de corte actual que lo emparentaban con toda una generación de jóvenes ejecutivos de éxito indudable. Por el contrario, cuando circulaba por las comisarías al abrigo de las miradas exteriores, su aspecto remitía al de un hooligan después del partido: tejanos de bordes deshilachados, camisetas con algún logo impertinente y zapatillas deportivas. Su lenguaje entonces era el de un carretero. Nunca había visto un caso de doble faz tan natural y espontáneo.
Al verme se acercó con una sonrisa amplia y generosa.
—¡Carajo, la célebre inspectora Petra Delicado! Cuando me dijeron que tenía que tratar contigo me puse contento de verdad. La más guapa, lo mejor parido de la policía de Barcelona.
—¿Cómo estás, Villamagna? Bien o mal me parieron hace los suficientes años como para desconfiar de los piropos.
—¡Tonterías!, estoy por decirle al jefe superior que informes tú directamente a los plumillas sobre el caso del fanático religioso, así verán la belleza de las féminas de la pasma.
—¿Fanático religioso? No sé de qué me hablas.
—Venga, Petra, no me vaciles. Desde que se ha sabido lo del crimen del fraile, todo el mundo anda a vueltas con el puto fanático religioso.
—No sé quién habrá sido el tarado mental que ha filtrado semejante cosa; porque te aseguro que anda despistado.
Sacó un cuadernillo y un bolígrafo.
—Bueno, pues entonces lo que tú me digas. Soy todo oídos, aunque…
—¡Para el carro, Villamagna! Si quieres puedes informar sobre el asesinato del hermano Cristóbal, contar qué estaba haciendo en el convento de las corazonianas, por ahí te extiendes sobre arte y cultura, ya te daré datos. Puedes decir también que ha desaparecido el beato fray Asercio de Montcada, y vuelves a extenderte sobre momias medievales, conservaciones funerarias, enterramientos en iglesias, etc. Por último, añades que creemos que ambos hechos están relacionados, que se descarta el robo por lucro y que hay un testigo. Y ya está.
—¡Coño, Petra, no me jodas, me van a crucificar! ¿Tú no te das cuenta de que la imaginación popular se desbordará con todos estos elementos?: que si momias desaparecidas, que si monjes asesinados por la espalda, maldiciones, misterios, venganzas… y voy yo y les suelto a los putos periodistas una clase de historia antigua. ¡Me hostiarán!
—Puedes añadir un poco de historia sagrada: los frailes, ora et labora, el Monte Tabor, las bienaventuranzas…
—Sí, claro, y pasarles un DVD de Los diez mandamientos; pero te aseguro que no van a tragar.
—¿Tu obligación no es mantener a los informadores a distancia?
—Para nada. Mi obligación es negociar contigo que me des lo máximo que puedas, venderlo a la prensa como si fuera mucho más y procurar que la imagen de la policía salga siempre bien parada.
—Dales la nota oficial y van que arden.
—Esa nota es más sosa que una invitación a tomar el té. Si les suelto sólo eso se inventarán cosas, se producirán filtraciones porque empezarán a acosar hasta al último mono de la bofia, será un follón.
—Pues entonces diles la verdad: que no tenemos ni la más remota idea, que andamos despistados y que si seguimos así la momia acabará por pudrirse en su desconocido destino.
Rezongó un buen rato mientras yo me alejaba. ¡El fanático religioso! En aquella ocasión los plumillas, como él les denominaba, demostraban tener bien poca imaginación. Pero así eran las cosas, la historia criminal española estaba falta de casos con componentes llamativos u originales y, si nadie lo remediaba, las filtraciones e inventos a los que hacía mención el portavoz, no tardarían mucho en hacerse realidad. Habría que darle un poco de carnaza de vez en cuando para que él la distribuyera entre los colmillos periodísticos.
Intentando que aquel problema adicional no perturbara mis planes inmediatos me dirigí a mi despacho. La puerta estaba entreabierta. Me acerqué, apliqué el oído y pude distinguir que Yolanda y Sonia se encontraban enfrascadas en una discusión. Desde hacía un tiempo se había distribuido entre la dotación policial un montón de protocolos que debían rellenarse según la actividad que se estuviera llevando a cabo. De ese modo podían efectuarse rápidos recuentos estadísticos que facilitaban el análisis de la praxis policial al mismo tiempo que una valoración de los hechos delictivos. Como toda medida de nueva creación que significaba más trabajo, había sido muy mal recibida por los agentes. Éstos no siempre sabían cómo encuadrar el servicio prestado dentro de las escuetas casillas de los formularios. Policías como Sonia, no muy sobrada de luces, tenían reiteradas dificultades para cumplir con esta labor burocrática. Corroboré todo esto en la conversación que oí entre las dos jóvenes policías. Sonia parecía al borde de la desesperación.
—Pero, vamos a ver, Yolanda: si encuentro a un menor que merodea solo por la calle utilizo el impreso C; pero si no es la primera vez que me topo con él, ¿entonces qué impreso se rellena: el de menores o el de reincidencia?
Entré súbitamente y las dos se callaron al instante.
—Veo que están en plena faena técnica —comenté. Yolanda enseguida contestó:
—Nada especial, inspectora. Se presentan algunas dudas de vez en cuando. Es que esto de los impresos es un lío del demonio. A veces te dan ganas de no detener a algún sospechoso porque no sabes en qué impreso tendrás que ponerlo después. ¡Y total para que los políticos puedan manejar cifras en sus discursos!
—Meterse con los políticos es la típica actitud de policía fascistoide que no corresponde a tu edad. Además, deberías saber que las estadísticas son importantes.
—Sí, inspectora —respondió enseguida como una aprendiz de marine.
—¿Dónde está el subinspector?
—¡Aquí! —cantó Garzón desde la puerta—. Había ido al excusado, con perdón.
Sonia dejó escapar una tonta risita.
—Quiero saber cómo habéis realizado la búsqueda de la testigo.
—Hemos visitado y preguntado por ella en todos los lugares donde solía estar. Hemos ido al albergue en el que pernoctaba y nos han informado de que no había acudido allí en los últimos tres días, lo cual era considerado extraño por la directora. También nos hemos enterado de que paseaba por el barrio del Born, donde nadie la ha visto últimamente. Tampoco ha vuelto a ocupar el lugar frente al convento de las corazonianas, donde se convirtió en testigo del desplazamiento en camioneta del beato.
—Correcto. Como os imagináis, no os he hecho venir a mi despacho para echaros broncas. Quiero que trabajéis las dos en este caso.
Sonia no estaba dotada con la virtud de la prudencia ni con la capacidad del disimulo, así que prácticamente dio un salto para decir:
—¡Bien, en el de la momia, qué ilusión!
La recompensé con una mirada que hubiera debido helarle la sangre, pero aún encontró fuerzas para intentar arreglarlo y musitó:
—Bueno, quiero decir que todo el mundo lo comenta y dicen que es como los asesinatos de las «pelis», como la maldición de la momia y yo…
—¡Ni maldición de la momia ni pollas en vinagre! Es un caso de asesinato que vamos a investigar y punto. El comisario Coronas nos ha autorizado un operativo especial de veinte hombres durante tres días para buscar a esa mendiga. Vosotras dos aglutinaréis los informes diarios de todos esos agentes.
—¿Un operativo de veinte hombres? ¡No me lo puedo creer! —exclamó Garzón, y añadió parodiando a Sonia—: ¡Qué ilusión!
—La ilusión para mí sería que dejaran de interrumpirme. Deben elaborar un mapa con los lugares que frecuentaba la mendiga o que sean frecuentados por mendigos en general, con especial atención a los alrededores de los conventos. Quede bien entendido que ninguna de las dos, al igual que los hombres del operativo, tendrá información sobre los avances del caso. Además, si me entero de que alguien habla con algún periodista lo machacaré. Vuestra labor también consistirá en darme el chivatazo si os enteráis de que alguno de los hombres se reúne con la prensa. ¡Y nada de comentarios estúpidos sobre la maldición de la momia o la venganza del Espíritu Santo! ¿Entendido?
—Sí, inspectora —respondieron al unísono con aire marcial.
Mientras salían oí cómo Sonia le preguntaba a Yolanda en voz queda:
—¿Y qué impresos habrá que rellenar para toda esta movida?
Yolanda contestó en un susurro airado:
—¿Pero tú eres gilipollas o qué?
Volví mi alterado rostro hacia Garzón y lo descubrí pugnando por ocultar la risa.
—Puede reírse todo lo que quiera; pero le comunico que Coronas quiere un informe hoy mismo, de todo. Así que más vale que nos repartamos la tarea y nos pongamos a trabajar.
—Tengo que llamar a Beatriz para decirle que llegaré tarde.
Se retiró un poco para no hablar delante de mí y yo simulé enfrascarme en mis papeles. Pude oírle decir «cariño» un par de veces. Cuando regresó puse cara de póker.
—¿Usted no llama a Marcos?
—Ya le advertí que quizá me retrasara bastantes días mientras esto dure.
—Bueno, pero una llamadita nunca está de más.
—No quiero malacostumbrarlo —dije sólo para hacerlo rabiar.
—Va usted de dura, ¿eh, inspectora?
—Ya me conoce, Bogart y yo somos así.
Nos repartimos el trabajo adentrándonos sin ningunas ganas en la redacción de los informes. Cenamos un bocadillo que nos trajeron desde La Jarra de Oro y abundancia de café. A las doce de la noche Garzón asomó la cabeza.
—Yo ya lo tengo todo más o menos encarrilado, ¿qué le parece si nos largamos?
—Yo he acabado también.
Me desperecé discretamente mientras él se frotaba los ojos. Cuando estaba cerrando el ordenador como en un antiguo ritual, el subinspector me propuso de improviso:
—¿Y si nos tomamos una cervecita? La Jarra debe estar abierto aún.
Sólo por la elevación sutilísima de las comisuras de sus labios pude darme cuenta de que estaba retándome. Lo único que me apetecía era llegar a casa y charlar con mi marido, pero después de mi farol anterior, no me quedaba más remedio que aceptar el envite.
—¡Y dos si es necesario! Deje que vaya un momento a lavarme la cara y estoy lista.
Las comisuras descendieron notablemente, por lo que colegí que él también se encontraba loco por regresar a los brazos de su amada. Sin embargo, ninguno de los dos estábamos dispuestos a reconocer nuestro nuevo estado de cónyuges felices y las esclavitudes que eso comportaba, así que un rato más tarde estábamos sentados en la barra del bar, que a esas horas se hallaba lleno de gente solitaria.
—¿Tiene la impresión de que con veinte hombres encontraremos a la mendiga, inspectora?
—Se supone que estamos aquí para solazarnos después de un largo día, de manera que no tratemos de trabajo.
—Lleva razón. ¿Qué tal le va con los hijos de Marcos?
—Sobre la familia tampoco quiero hablar.
Le pegó un sorbo concienzudo a su cerveza y, con retranca, preguntó:
—¿Cree que el Deportivo de la Coruña le ganará al Real Madrid?
Lo observé, impertérrita.
—Arriesgaría toda mi fortuna apostando a que sí, Fermín —le contesté.
Cerca de la una llegué a casa. Marcos estaba despierto aún, leyendo un libro. Vino a mi encuentro, me abrazó. Parecía preocupado.
—¿Todo va bien?
—Relativamente bien.
—Es terrible que tengas que ocupar horas y horas en asuntos tan lúgubres.
—¡Pero Marcos, en eso consiste mi profesión!
—Ya lo sé; pero todo esto del monje muerto es muy desagradable. Me gustaría poder preservarte de esa realidad tan sangrienta.
Lo miré con afecto.
—Tú me preservarías de la realidad negativa a mí, yo te preservaría a ti, pero entonces ninguno de los dos estaría en la realidad.
—Supongo que es así, pero cuando he oído al portavoz de la policía dando detalles del caso…
—¿Cuándo ha sido eso?
—En las noticias de las diez. Vamos a la cocina, van dando resúmenes informativos de vez en cuando. Además tienes preparada una minitortilla de calabacín. Me acordaba perfectamente de que no quieres que te cocine nada, pero hoy estaba seguro de que no habías cenado. Le he pedido a Jacinta que la hiciera.
Aparenté sonreír. La vida es increíble, pensé, centenares de miles de mujeres se quejan de la falta de atenciones domésticas de sus maridos y yo, que sólo aspiraba a llegar a casa y descansar, me veía obligada a zamparme una amorosa tortilla que sin duda me sentaría fatal.
Encendí el televisor, le quité la voz y ambos nos sentamos a la mesa de la cocina.
—Cuéntame cómo va tu trabajo, Marcos —le pedí mientras comía.
—Como de costumbre. Ahí andamos todo el equipo peleándonos con los planos de un nuevo hotel.
—¡Qué interesante!
—¿De verdad te lo parece?
—¡Por supuesto!
—No veo por qué.
—Pues es evidente: tantas habitaciones, todos esos espacios comunes… ¡la gran cocina!
Se echó a reír, valorando mis esfuerzos por demostrar que la arquitectura de un hotel me parecía apasionante.
—Si de verdad te llama la atención te enseñaré los proyectos, te los explicaré.
—¡Estupendo!
Cogí a toda prisa el mando a distancia y subí el volumen del televisor. Había avistado a Villamagna en la pantalla. Iba trajeado, elegante, y pronunciaba cada palabra con acento patricio. Le oí decir:
«La policía está siguiendo varias pistas fiables, y ninguna de ellas se descarta actualmente. Operativos especiales han sido puestos en marcha para aligerar la investigación. De momento, es todo lo que puedo comunicarles. Ustedes saben, caballeros, que en este tipo de asuntos resultan básicas la discreción y la prudencia».
—Cuando le vi antes contó algunas cosas más.
—¿De qué tipo?
—Vaguedades. Más o menos lo que me habías contado tú. Habló durante diez minutos sin decir absolutamente nada.
—Eso es justo lo que debe hacer.
—Pues no sé si ésa es una buena solución para acallar los comentarios de la gente.
—¿Qué comentarios?
—De todo tipo. El otro día en el trabajo los administrativos estaban en plan gore. Decían que a la momia le habían clavado una cruz puntiaguda en el pecho.
—¡Qué bestias! Y eso que aún no han empezado a producirse filtraciones en serio. Cuando ocurra, la gente las deformará hasta lo increíble.
—¿No podéis evitarlo?
—Resulta difícil. Un asesinato llamativo es como una casa vieja; aunque se hagan apaños siguen apareciendo goteras. Sólo espero que tus hijos no oigan demasiados bulos sobre esto.
—No te preocupes. Tú ya tienes bastante con lo tuyo.
—Lo mío es que se han cargado a un buen hombre sin ningún motivo aparente.
—¡Me parece terrible, el ser humano no avanza!
Recogí los restos de mi cena mientras Marcos subía a acostarse, un tanto cabizbajo. Era obvio que yo no había sabido preservarlo de la realidad, sino al contrario, había proyectado de lleno sobre él mis tristes asuntos policiales. Claro que él tampoco había conseguido gran cosa conmigo: la tortilla de calabacín empezaba a provocarme ardor de estómago. Y es que probablemente el amor pueda ser capaz de metamorfosear el carácter del hombre, incluso su vida, pero desde luego se muestra absolutamente ineficaz para cambiar las miserias diarias.