La encontré en el sofá. El cabello, suelto y despeinado, le ocultaba la cara por completo. Su cabeza se hallaba quebrada sobre los almohadones formando un ángulo anti natural. Las piernas, rígidas, apuntaban hacia arriba, desnudas y blanquecinas. La falda se le había arremolinado en torno a la cintura. Me quedé boquiabierta y exclamé:
—¡Marina!, ¿qué demonio haces así?
Entonces Marina, la hija de seis años de mi tercer marido y, por lo tanto mi hijastra legal, recompuso su descoyuntada figura, recuperó la habitual posición erguida y, con el rostro congestionado por haber estado boca abajo, respondió:
—Lo veía todo al revés.
—Me ha causado muy mala impresión encontrarte en esa postura.
—Porque has pensado en gente asesinada.
Aquella niña de seis años tenía la facultad de adivinar lo que sucedía en mi mente con una facilidad aterradora. Callada, discreta, inteligente, clavaba sus ojos azules en los míos y automáticamente sabía lo que estaba pensando. Semejante aptitud no me complacía lo más mínimo, puesto que me obligaba a permanecer siempre en estado de disimulo y, de vez en cuando, me obligaba a mentir con descaro, como cuando le respondí.
—¿Gente asesinada?, ¡vaya ocurrencia más lúgubre! De ninguna manera he pensado en gente asesinada.
—Entonces ¿por qué te he causado mala impresión?
Improvisé a toda prisa.
—Parecías… ¡un pollo colgado en una carnicería!
Se quedó pensativa, buscando algún aliciente en aquello de ser un pollo, y sin duda lo encontró, porque con gran agilidad volvió a colocarse patas arriba sin añadir ni una sola palabra más.
Suspiré. Nunca había tenido contacto con niños hasta mi tercer matrimonio; y lo cierto era que su forma de actuar me tenía fascinada. Me parecían extraños, incomprensibles, observadores como auténticos psicólogos, sinceros como sólo los locos pueden serlo. En cualquier caso, si temía ser examinada por ellos y fingía frente a sus adivinaciones se debía a mi proverbial facilidad para complicarme la vida. Marcos, mi marido, jamás me había pedido que fuera cautelosa frente a sus hijos con respecto a mi actividad policial. Naturalmente se daba por descontado que no iba a comentar con detalle una autopsia durante del desayuno, pero yo era la única responsable de haber juzgado poco conveniente que los chicos supieran demasiado sobre lo que me ocupaba en comisaría. Un error por mi parte, ya que con tanta prevención sólo conseguía excitar su curiosidad y hacer que sus fantasías volaran como cometas en el cielo de la especulación. Hugo y Teo, los gemelos, eran los más inclinados a formular hipótesis imaginativas acerca de mi trabajo. Cuando veían un dossier sobre la mesa, les faltaba tiempo para preguntar si se trataba de algún caso «chulo» que me hubieran encomendado. Tardé un poco en comprender que «chulo» significaba para ellos un crimen con abundancia de sangre, mutilaciones espantosas e incluso evisceraciones sumarísimas. Aunque en lo que tenían puestas más esperanzas era en la posibilidad de que un buen día apareciera en mi vida un cruel asesino en serie. Inútilmente les repetía que los asesinos en serie no son muy corrientes en ninguna latitud y aún menos en España; ellos, inmunes a mis palabras, siempre conservaban la ilusión.
De todos modos, aquellas cosas constituían problemas menores para mí. Los hijos de Marcos sólo pasaban con nosotros algunos fines de semana y he de decir que, en el fondo, me divertía bastante desmoronar con negativas sus cruentos castillos en el aire. Por lo demás, me había habituado sin problemas a las circunstancias de mi nuevo matrimonio. Durante los primeros meses todas mis alarmas estaban conectadas. Sentía miedo infundado a que afloraran mis manías de loba esteparia e hicieran añicos la armonía conyugal. Además, muchas de mis amigas narraban episodios banales de sus matrimonios con saña escalofriante. Se trataba normalmente de pequeños detalles sin importancia, pero que me ponían en guardia sobre la dificultad de la convivencia. Por ejemplo, alguna contaba cómo el simple hecho de encontrar cada mañana el tubo de pasta dentífrica abierto, le hacía concebir deseos asesinos contra su esposo. Nada de eso me sucedía a mí, ya que me había propuesto dejar en el tintero pequeños egoísmos y lograr que mi tercer intento matrimonial fuera definitivo. No éramos principiantes en la institución, sino señeros veteranos, y en algo tenía que notarse. Íbamos a cumplir un año de casados y todo funcionaba razonablemente bien.
Aquella tarde en la que a Marina le dio por hacer el pino sobre el sofá, se encontraba con nosotros de modo excepcional. Un taxista contratado por su madre la había traído a la salida del colegio. Yo tenía la tarde libre y el plan era que se quedara conmigo hasta que llegara su padre, que debía acompañarla al dentista. La dejé en posición supina y fui a darme una ducha. Había estado trabajando y necesitaba despejarme.
Cuando hube acabado regresé al salón y encontré a Marina aún en aquel equilibrio tan incómodo.
—Deja de hacer eso, Marina, no debe ser nada bueno para la salud.
Me hizo caso y se sentó. Me observó con expresión distante, luego dijo:
—La superiora de mi colegio quiere hablar contigo.
¿Cómo?, exclamé mentalmente. Aquello iba más allá de mis atribuciones como madrastra. Pero no quería ser brusca con la niña.
—¿Tú le has hablado de mí?
—Sí, algunas veces. Le he dicho que eres policía y todo eso.
—Pero ella ya sabe que los responsables de tu educación son tus padres, ¿verdad?
—Supongo.
—¿Tienes alguna idea de lo que quiere?
—No, pero me ha dicho que es muy urgente, que la llames enseguida. El número que me ha dado está encima de la mesa.
—Pero ¿qué quieres decir, que acaba de llamar?
—Sí, mientras estabas en la ducha.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Como me hacías preguntas…
La condenada niña llevaba razón, pero me fastidiaba reconocerlo. Más alarmada que intrigada (me preguntaba qué demonio podía querer una monja de mí), marqué el número de teléfono y esperé. Marina, muy prudentemente, me sopló el nombre que había olvidado preguntarle:
—Se llama Guillermina, la madre Guillermina.
No sé si aquella criatura era perfecta, pero desde luego siempre se mostraba menos distraída que yo. Una voz me respondió con un sonsonete peculiar:
—Aquí el convento de las hermanas corazonianas. ¿En qué puedo servirle?
—Quiero hablar con la madre Guillermina. Soy Petra Delicado, ella me llamó hace un rato.
—Sí, espere un momento, por favor.
Marina estaba sentada, mirándome fijamente. Era obvio que sentía curiosidad, pero su ademán impasible la neutralizaba bastante en su expresión.
—¿Inspectora Delicado? —preguntó alguien con gravedad al otro lado del hilo.
—Sí, soy yo.
—¡Gracias a Dios que ha llamado!
—¿Sucede algo, madre Guillermina?
—Sí, inspectora, una auténtica tragedia. Le ruego que venga lo antes posible, por favor.
—Pero…
—No quiero decirle nada por teléfono, inspectora, compréndalo. Es mejor que venga enseguida.
—De acuerdo, pero dígame, ¿se trata de un asunto policial?
—Me temo que sí, por desgracia me temo que sí.
—Voy para allá, déme su dirección.
Naturalmente, en cuanto dejé de escribir, Marina me preguntó qué sucedía. Era estoica, pero no tanto. Le sonreí:
—No lo sé. ¿Tú les has dicho a las monjas que tu padre se había casado con una inspectora de policía?
—Sí, se quedaron alucinadas.
—Me lo imagino. Pero ése no es el colegio al que vas, ¿no, Marina?
—No, a éste voy un día a la semana porque mi madre quiere que me enseñen cosas de religión y como mi padre no quería llevarme a un colegio de monjas… Me enseñan a hacer caridad y cosas así.
—Entiendo.
El problema que se me presentaba era que Jacinta, nuestra nueva asistenta, tenía la tarde libre los viernes; de modo que si me marchaba en aquel momento, la niña permanecería sola más de una hora hasta que llegara su padre. Regresé al salón y la observé. Había vuelto a ponerse boca abajo en el sofá, exhibiendo con obstinación sus calcetines de color rosa. ¿Cómo podía irme con tranquilidad? Si era capaz de pasarse media tarde en decúbito supino sólo para ver el mundo al revés, podía ocurrírsele cualquier otra cosa más peregrina aún. Afrontar la responsabilidad de lo que pudiera sucederle me pareció demasiado para mí, así que telefoneé a Marcos.
—Marina puede quedarse sola sin ningún problema. Es bastante formal. ¿Qué está haciendo ahora? —preguntó como casualmente mi marido.
—El pino encima de un sofá.
Se quedó un momento callado, sin duda no esperaba que su hija se hallara enfrascada en una ocupación tan inusual.
—Vete tranquila, Petra, yo enseguida salgo para allá. Será tan sólo un rato.
Con la gabardina abrochada y el bolso en la mano me planté frente a la niña.
—Marina, ¿puedes ver el mundo un momento al derecho?
Descendió y me miró, la cara enrojecida y los pelos alborotados.
—Tu padre llegará enseguida, pero yo tengo que marcharme a toda prisa.
—¿Han asesinado a una monja?
Suspiré, cargada de paciencia.
—En la vida real no hay tantos asesinatos como en las películas. El hecho de que asesinen a alguien es excepcional, lo normal es que todo el mundo siga vivo, ¿comprendes?
—Sí.
—¿Crees que estarás bien sola durante una horita?
—Sí.
Ya empezaba a acostumbrarme a sus monosílabos categóricos, así que no recabé de ella ningún otro matiz.
—No abras la puerta a nadie. No enciendas el fuego de la cocina. No te asomes a ninguna ventana. No manipules ningún cable eléctrico ni enchufe.
—En una hora no me daría tiempo a hacer tantas cosas.
—Bien. Lo que puedes hacer es leer un libro, escuchar música y, si no tienes miedo de volverte idiota, también ver la televisión.
—¿Puedo comerme una manzana?
—Sí, pero no estando boca abajo, podrías atragantarte.
Permaneció inmóvil, considerando los riesgos de comerse una manzana con los pies en alto, y por fin asintió. Yo salí corriendo y me prometí no volver a pensar en los innumerables peligros que una casa encierra.
El convento de las corazonianas estaba situado en las cercanías de la plaza de Sant Just i Pastor. En una callejuela lateral, la portada levemente barroca, más bien fuera de cualquier estilo arquitectónico absoluto, se elevaba entre otros edificios antiguos, provocando una sensación inquietante y serena al mismo tiempo, si eso puede ser así. Un timbre hábilmente disimulado conectaba aquellas piedras con la modernidad. Llamé, y apenas un segundo después, una voz nada agradable, que más bien remitía a un ama de casa agobiada que a una novicia angelical, me preguntó quién era a través de un interfono ronroneante. Al contestar: «Petra Delicado, inspectora de policía», me invadió una oleada de irrealidad. ¿Qué demonio pintaba yo allí?, ¿qué me esperaba tras aquellos muros centenarios?, ¿para qué me necesitaban en una comunidad religiosa? Pensé que sin duda se trataría de alguna gilipollez: una niña de las que acudían por allí había cometido alguna gamberrada o un turista presuntamente cultural les había mangado algún cáliz de relativo valor. Sin duda mi cometido se limitaría a vehicular el asunto en las manos de los colegas a quienes compitiera, y a ser tan amable como para conseguir que Marina y su familia quedáramos en buen lugar.
Una monja con tantas dioptrías como años abrió la puerta y me atisbó a través de los cristales espesos de sus gafas pasadas de moda. Iba vestida con un hábito negro por completo que le daba el aspecto de un oscuro pajarraco de mal agüero. Para intentar verme mejor, elevaba la cabeza y arrugaba la nariz.
—¿Es usted la policía? —se cercioró—. Pase por aquí. La madre Guillermina enseguida la recibirá.
Me depositó en una salita poco iluminada. Olía a lejía, a incienso y, sorprendentemente, también a humo de cigarrillos. Me senté en un sofá del año de la polca y pasé revista a los cuadros de sacristía que ocupaban las paredes. Eran horribles: ángeles musculosos como matones de discoteca armados con espadas flamígeras, santas con guirnaldas de floripondios en torno al cuello y los ojos en blanco a causa de algún éxtasis ignoto… pero el más llamativo por su mal gusto representaba a un niño Jesús con claro sobrepeso siendo adorado por tres Reyes Magos sacados de un carnaval popular. Si se había producido un robo en aquel convento y si lo robado estaba a la altura artística de aquellos adefesios, ni siquiera sería necesario pedir refuerzos, con tomar nota de la denuncia y olvidarme después estaría bien. En ese momento entró la hermana portera, o como diantre se denominara, y me invitó a acompañarla.
—Vamos al despacho de la madre superiora —aclaró.
La seguí por largos pasillos lúgubres, desiertos de cualquier vestigio vital. Al entrar en el despacho anunciado el conjunto cambió. Era una estancia amplia, amueblada de modo funcional, y en la mesa que ocupaba el centro se veía un ordenador de última generación. La calefacción hacía menos inhóspito el ambiente y, estaba segura, olía a tabaco una barbaridad. Me senté en un silloncito de confidente y me relajé. La tal madre Guillermina se hacía esperar más que un ministro, pero eso me indicaba que el problema que debía resolver no era grave. Al fin, una puerta que había en un rincón se abrió y entró con paso firme una monja de unos cincuenta años, alta, fornida, de ojos claros velados por gafas, que alargó su mano para estrechar la mía, una mano casi varonil que me hizo daño al apretar.
—Inspectora Delicado, gracias por venir. Soy Guillermina de Arrinoaga, madre Guillermina del Sagrado Corazón en esta comunidad. No se levante, por favor.
Tomó asiento pesadamente y suspiró. Me miró taladrándome y volvió a suspirar. Yo permanecía aún impresionada por su pinta imponente y por la energía que desprendía su presencia.
—Petra. ¿Puedo llamarla Petra? Marina siempre nos habla de usted. La quiere mucho, dice que es usted la mejor policía de la ciudad.
—No creo que conozca a muchos más. Dudo de que figure algún policía en la nómina de amigos de su madre.
Soltó una carcajada seca y corta.
—Sí, policías y monjas no tenemos buen cartel en el mundo burgués. Carecemos de lo que ahora llaman glamour. ¿Usted fuma, inspectora?
—No compulsivamente, puedo esperar a salir.
—Bien, con lo que le queda por ver en esta casa no creo que se escandalice porque fume yo. Pasé quince años en Miami fundando una comunidad, todas las monjas eran cubanas, por supuesto. De modo que regresé de allí con dos defectos: no soporto el frío y fumo, ¡qué le vamos a hacer! Suelo retenerme en público, pero estoy tan alterada con lo de hoy…
Abrió un cajón y me ofreció un cigarrillo del paquete que extrajo. Lo tomé. No quería forzar las cosas, pensaba dejarla hablar. Exhalamos al unísono la primera bocanada. Ella la soltó como una verdadera chimenea industrial.
—¿Es usted vasca, madre?
—Pamplonica.
—Buena tierra.
—Al final, una monja no tiene tierra, ni familia, ni siquiera nombre, ya ve que nos lo cambian. Es más duro de lo que parece. Pero compensa, ¿y sabe por qué compensa?
—¿Por la fe?
—Completamente cierto. Por la fe y por la paz. En el interior de los conventos hay paz, inspectora. No le digo que no haya trabajo, y papeleos, y lucha por la subsistencia; pero estamos preservadas de los vientos que soplan fuera. Me entiende, ¿verdad?
—La entiendo muy bien.
—Por eso la he llamado a usted. Ha ocurrido una cosa terrible, algo que nos podría arrojar a los leones, perturbar nuestra vida y nuestro estatus. De modo que resulta imprescindible la discreción, discreción absoluta.
—¿De qué me habla?
—Prefiero que lo vea, luego le cuento.
Aplastamos nuestras colillas contra un cenicero de cristal basto y nos levantamos. Fui tras ella, acompasando mis pasos a su marcha casi atlética. En aquellos momentos había renunciado a cualquier deducción, estaba en blanco, pero el corazón me palpitaba con la violencia que antecede a los infartos, tanta era la expectación que todo aquello me había creado. La superiora paró de repente ante una puerta de doble hoja, de madera noble, más historiada que el resto de las que habíamos sobrepasado. Echó mano al bolsillo de su hábito y empezó a buscar enérgicamente.
—¡Estas dichosas llaves!
Creí que iba a maldecir, pero encontró la llave que estaba buscando. Era grande, antigua, de hierro forjado. Con ella abrió la puerta y entramos. Encendió las luces, que iluminaron tenuemente una pequeña capilla gótica, bellísima en su simplicidad.
—Venga por aquí.
El caminar vigoroso de la monja se volvió más mesurado mientras nos encaminábamos a la parte posterior del altar. Allí, la madre Guillermina se paró en seco y me señaló un bulto informe que había en el suelo. No conseguía distinguir nada con claridad, la miré inquisitivamente.
—Acérquese usted, yo ya lo he visto demasiado.
Di varios pasos en la penumbra y al fin pude apreciar con claridad de qué se trataba. Era un hombre caído boca abajo. Me acerqué aún más. Sin lugar a dudas estaba muerto, a su alrededor se extendía un charco de sangre negra que parecía haber manado de una herida o golpe que tenía en el occipital. Fui incapaz de seguir observando detalle alguno; el asombro se anteponía a cualquier rasgo profesional. Llegué hasta donde estaba la superiora y la increpé de modo bastante absurdo:
—¿Usted sabe lo que hay ahí? ¡Ese hombre está muerto!
—¿Por qué cree que la he llamado? ¡Por supuesto que está muerto, alguien lo ha asesinado!
—¿Desde cuándo lo sabe?
—Lo encontró al alba la hermana que hace la limpieza.
—Pero ¿sabe cuántas horas han pasado desde esta mañana?
—¡Claro que lo sé, puedo contarlas igual que usted!
Las dos estábamos furibundas, casi chillando. Me pasé la mano por la cara como si fuera a despertarme de un mal sueño, aquello no podía ser verdad.
—¿Sabe que debía haber llamado a la policía inmediatamente, sabe que…
Me interrumpí, exasperada, y saqué mi teléfono móvil.
—¿Qué está haciendo? —inquirió la monja de muy mal talante—. Si hemos tardado tanto en llamar y si al final he decidido llamarla a usted es porque buscábamos ante todo la discreción. No podemos echar las campanas al vuelo tratándose de un tema del convento.
—¿Qué sugiere, que lo enterremos en la cripta y borremos las huellas?
—¡No diga tonterías ni se insolente conmigo. Éste es mi convento y aquí mando yo! ¿Tiene alguna idea de quién es ese hombre? ¡Es el hermano Cristóbal del Espíritu Santo, monje del monasterio de Poblet! ¿Quiere organizar un escándalo que implique a dos órdenes religiosas a la vez?
Apreté los dientes, la miré con furia y mascullé:
—Usted puede ser la priora de este convento y de diecisiete más y ese hombre el papa de Roma cortado en trocitos; me da igual; estamos en un país donde hay una ley y nadie está al margen de ella.
Noté cómo se sulfuraba a más no poder, cómo tomaba resuello para soltarme la próxima andanada, pero antes de que articulara una palabra la atajé:
—Madre Guillermina, si me impide durante un segundo más ejercer mis funciones de policía o retrasa de algún modo la investigación que necesariamente se va a producir, le aseguro que me la llevaré detenida por obstrucción a la justicia.
Se calló, aunque siguió lanzándome una mirada de perro dominante, que yo sostuve. Luego bajó los ojos y gruñó:
—Haga lo que tenga que hacer, pero le ruego que sea discreta.
No queriendo enardecerme en la victoria, marqué el número de Garzón mientras le susurraba:
—No se preocupe, lo seré.
El subinspector debía estar en una fiesta, porque su voz tenía como telón de fondo una increíble animación.
—¡Hola, Petra! No puedo creer que me llame, tenemos la tarde libre, ¿recuerda?
—Se trata de un asunto grave, subinspector. Quiero que organice todo el operativo para el levantamiento de un cadáver. Envíelos al convento de las corazonianas que se encuentra junto a la plaza Sant Just i Pastor. Y venga usted también, a toda prisa.
—¡Ja! Cada vez aprecio más su sentido del humor. Así que me espera en el convento como si usted fuera el Tenorio y yo doña Inés, ¿eh?
Me separé un poco de la religiosa y bajé la voz.
—Subinspector Garzón, deje la copa que tiene en la mano y tómese un café. Le quiero aquí inmediatamente, ¿entendido?
—Pero… ¡es el cumpleaños de mi mujer!
—Inmediatamente.
Colgué. Observé en la siempre expresiva mirada de la madre Guillermina cierto fulgor admirativo. A los autoritarios suele gustarles encontrarse a alguien que está cortado por su mismo patrón. Me puse frente a ella:
—Y ahora, mientras llegan mis compañeros, los sanitarios y el juez, empiece a contarme qué ha pasado.
—Pero es que aún no lo ha visto todo.
Se me aflojaron las piernas.
—No irá a decirme que hay algún muerto más.
Se movió en dirección a un muro lateral y señaló un aparatoso sarcófago vacío.
—Justamente lo contrario, hay un muerto menos. Ha desaparecido nuestro beato.
—Vamos a ver, madre, empecemos por el principio o conseguirá volverme loca.
—Es muy fácil, no se ponga nerviosa. El hermano Cristóbal llevaba varios días haciendo la restauración y mantenimiento de nuestro beato, fray Asercio de Montcada, una momia medieval, para que usted lo entienda.
—De acuerdo, ahora sí empiezo a entenderla. De modo que esta mañana han encontrado al hermano Cristóbal asesinado y, al mismo tiempo, ha desaparecido la momia de Fray Asercio.
—Exacto. Usted comprenderá, inspectora, que antes de tomar la determinación de poner todo esto en conocimiento de la policía necesitaba valorar personalmente el alcance de lo ocurrido.
—Al menos espero que nadie haya tocado nada.
—En absoluto. Yo misma fui a buscar la llave y cerré la puerta para que nadie entrara.
—De modo que si había alguien dentro tampoco pudo salir después de irse usted.
—Dentro no había nadie, se lo puedo asegurar.
—Si las cosas sucedieron como usted cuenta…
—La hermana Marcela entró para hacer la limpieza, encontró al hermano Cristóbal muerto y fue a avisarme inmediatamente.
—En ese lapso alguien pudo salir.
—¿Y quién podía estar dentro?
—Si contestamos a esa pregunta enseguida encontramos la explicación, madre. ¿Estaba la capilla cerrada con llave?
—Nunca lo está. Todas solemos acudir en momentos puntuales, aunque siempre puede haber alguien que necesite la capilla para hacer sus devociones privadas a deshora.
—Ya. Y la puerta del convento, ¿queda bien cerrada por las noches?
—¡Por supuesto que sí!, siempre lo está. Además, la cerraba el hermano Cristóbal cuando se iba. Mientras él estaba aquí nadie podía entrar desde fuera, pero sí salir desde el interior. Lo malo es que esa noche la puerta de la capilla que da a la calle permaneció abierta. O él le abrió a su asesino o por alguna razón la dejó abierta.
—De lo contrario esa puerta está siempre cerrada.
—Sólo se abre los domingos para que entren los turistas.
—¿Y quién tiene la llave?
—No hay misterio ninguno. Está siempre colgada ahí —dijo señalando un rincón.
Al cabo de unos minutos que aproveché para observar cada detalle, entró la hermana portera, que me pareció más fea aún que la primera vez.
—Madre, ha llegado más policía, y un montón de gente con ellos.
La priora suspiró profundamente, tomó aire, se santiguó y por fin dijo en tono resignado:
—Déjelos pasar.
Garzón estaba perplejo, y su perplejidad hacía que entendiera las cosas con mucha más lentitud que de costumbre. Cuando se hubo hecho una idea cabal, enseguida sacó a relucir su lado práctico.
—Oiga, inspectora, hay que decírselo al comisario Coronas inmediatamente. Lo más probable es que este caso no nos corresponda llevarlo a nosotros; de modo que tampoco hace falta que nos descornemos demasiado.
—¿Ni siquiera siente curiosidad? Es insólito que asesinen a un monje en este lugar, y mucho más insólito aún que roben un cuerpo que lleva siglos patidifuso.
—Será muy milagrero o algo así.
La madre priora se nos acercó. Estaba blanca, visiblemente alterada por todo el follón que habíamos organizado. A nuestro alrededor se movía el forense, el juez, los expertos, los fotógrafos… comprendí que todo aquello estuviera poniéndola nerviosa.
—¿Cuánto dura todo esto, inspectora?
—Depende, pero le aseguro que aún tenemos para un buen rato.
—Y mientras tanto, ¿ustedes no empiezan a investigar?
—Ni siquiera sabemos si nos adjudicarán el caso; pero lo más probable es que caiga bajo la jurisdicción de los Mossos d’Esquadra.
—¡Ah, no!, yo la he llamado a usted porque quiero que se haga cargo de esta cosa terrible; no voy a consentir que otros agentes vengan a meter las narices aquí.
—Madre Guillermina, le agradezco mucho la confianza que tiene depositada en mí sin conocerme siquiera, pero yo no soy una detective privada. Debo obedecer a mis superiores y le aseguro que la policía tiene sus propios cauces y sistemas internos.
—Puede ser, pero ¿usted no ha oído hablar de la capacidad de insistencia de las monjas? Es proverbial, y yo pienso ponerla en práctica con todas mis fuerzas, de modo que…
—Ya lo veremos, es absurdo que me ponga a discutir con usted.
Al cabo de una hora llegó Coronas. Preguntó, se movió por todos lados y recabó información.
—Parece ser que lleva más de diez horas muerto, Petra. ¿Qué coño ha pasado aquí?
—La superiora tardó en llamarme, por el tema de la discreción.
—Hay que joderse.
—Piense en lo que significa un asunto así para una comunidad en la que no es habitual tratar con gente.
—¿De qué viven?
—Dan clases de instrucción religiosa a algunas niñas que tienen matriculadas. Realizan trabajos externos de oficina, reciben subvenciones de la diócesis y donativos privados. Los domingos por la mañana permiten que los turistas visiten la momia del cuerpo incorrupto del beato, por lo que cobran también.
—¡Vaya por Dios, pues les han machacado parte de los ingresos!
—¿Quiere que hagamos averiguaciones entre el vecindario, señor? Si se llevaron la momia alguien tuvo que verlo.
—No, no, ni hablar. Ya están a punto de llegar los de la autonómica. Aquí nosotros no tenemos nada que rascar. Pueden marcharse si quieren. Yo me quedaré para el traspaso de poderes y en paz.
Huimos de una manera bastante poco cortés, pero sabía que si pasaba a despedirme de la madre superiora, volvería a enzarzarme en un diálogo sin fin.
—Siento haberle molestado, Garzón.
—No se preocupe. Volveré a la fiesta.
—¿Felicitará a Beatriz de mi parte?
—Desde luego, descuide.
En el coche, mi mente estaba ocupada en lo que no debía. ¿Quién mata a un restaurador de momias que pertenece al monasterio de Poblet y, consecuentemente, a la orden del Císter? Y sobre todo ¿quién y para qué carga con una momia y la saca de un convento en plena madrugada jugándose el tipo? Porque si se la llevaron debíamos suponer que era porque la querían para algo. ¿Una momia es frágil?; aparentemente sí. Debían de manipularla con un cuidado exquisito. ¿Una momia tiene cotización en el mercado de los anticuarios? Me costaba creerlo, la verdad, a no ser que se encontrara engalanada con algún rico hábito funerario, una capa bordada con joyas o alguna reliquia especial. Pero en tal caso, ¿no hubiera sido más fácil desnudar al pobre beato, cargar con sus ropajes y dejarlo allí, triste y en pelotas? Además, si el motivo de aquel delito era el robo, ¿por qué tuvieron que matar al pobre fraile? ¿Estaba trabajando a horas intempestivas y descubrió a los profanadores? Nunca, en toda mi vida de policía, me había encontrado con tantos interrogantes al comienzo de un caso. Normalmente, aunque luego los hallazgos de la investigación te lleven por otros derroteros, el delito suele tener una apariencia más o menos lógica cuando te enfrentas a él. En ocasiones, son más las hipótesis que las preguntas y todo tiende a encajar en un patrón no demasiado variable. Daba igual, lo único que me estaría permitido hacer a partir de aquel momento sería curiosear de vez en cuando sobre los avances del caso que la policía autonómica realizara, si es que tenían a bien contarme algo.
Cuando llegué a casa, Marina ya se había marchado con su madre y Marcos me esperaba leyendo.
—¿Por qué no te has ido a la cama?
—Quería verte.
Nos abrazamos. Su cuerpo exhalaba un aire cálido. Olía a colonia suave, a ropa seca. Sentí deseos de que nos fuéramos directamente a dormir, sin hablar ni una palabra. De pronto me sentía muy cansada. El ansia de saber que me había mantenido alerta durante tanto tiempo me abandonó de pronto.
—Te he preparado una ensalada para que puedas cenar algo.
No me apetecía lo más mínimo cenar, pero era impensable desairar a mi marido. Me quité el abrigo, me lavé las manos y fui a la cocina. Él ya estaba allí. Había preparado un servicio de mesa y estaba sacando de la nevera una apetitosa ensalada de atún y una cerveza.
—No era necesario que te molestaras tanto.
—Bueno, has llegado más tarde de trabajar que yo. Si hubiera sido al revés estoy seguro de que tú hubieras hecho lo mismo.
—¡En fin! —exclamé—. Siempre es bueno saber lo que los demás esperan de una.
Me eché a reír y lo besé alegremente.
—Hablando en serio, no deberías prepararme nada.
—¿Se puede saber por qué?
—A veces no se puede calcular cuándo acaba el trabajo, las cosas se complican, los horarios se retrasan, y todo se hace más difícil si piensas que una ensalada te espera languideciendo en la nevera.
—Bueno, en ese caso te presento mi dimisión como cocinero de horas extra.
—¡Demonio!, ¿no te has dejado convencer demasiado deprisa?
Hizo ademán de estrangularme y me abrazó.
Comí, y, a medida que lo hacía, mi apetito fue despertándose. Por supuesto, Marcos me preguntó para qué querían verme las monjas corazonianas. Le conté y, naturalmente, se quedó tan intrigado como yo. Las preguntas que yo había estado haciéndome le asaltaron también a él.
—¡Todo es tan extraño, Petra! ¿Y si se trata de alguna secta misteriosa? O de la maldición de la momia, como en las películas antiguas; no sé, parece algo fuera de lo normal.
—¡Jo, eres peor que tus hijos!
—Me temo que, en esta ocasión, yo también voy a freírte a preguntas.
—Pues no tendrás más remedio que moderarte. El caso es competencia de los Mossos d’Esquadra y no vamos a llevarlo nosotros. Te aseguro que me siento un poco frustrada, porque me gustaría meter las narices en ese berenjenal. Seguro que es un misterio mucho más lógico y terrenal de lo que parece.
—Te pasas la vida protestando, pero es evidente que te gusta tu profesión.
—A veces no está mal. ¿Sabes qué le ha dicho Marina a esa monja? Que soy la mejor policía de Barcelona.
—No dudo de que lo seas, aunque es cierto que mi hija te quiere un montón.
—¿Por qué va a ese convento una vez por semana?
—Su madre cree que en un colegio laico no le darán algunos valores cristianos que le parecen imprescindibles. La asistencia a esas clases de tipo religioso sería como un complemento a su educación. Aunque, en el fondo, creo que la manda sólo por llevarme la contraria. Tú has dejado a tus espaldas tantos divorcios como yo, pero has tenido la suerte de no tener hijos en ninguno de tus matrimonios. Si los tienes, la paz con tu ex pareja no se firma jamás.
—Debe ser fastidioso. ¿Sabes?, la priora me ha caído bien. Parece una mujer con las ideas muy claras. Tenía la pretensión de que yo llevara el caso, contra viento y marea.
—¡Se sentirá un poco decepcionada!
—Con el jaleo que se le avecina no creo que tenga mucho tiempo de pensar en mí.
—Yo sí, yo tengo todo el tiempo del mundo para pensar en ti. ¿Nos vamos a la cama?
Le seguí escaleras arriba. Realmente Marcos era un tipo muy raro: no discutía, no se enfadaba, mostraba una genuina preocupación por mi bienestar… a lo mejor había encontrado el prototipo de marido ideal y no le daba ninguna trascendencia al hallazgo. Mal hecho, quizá mi obligación femenina era exhibirlo en una web para que cientos de mujeres no perdieran la confianza en el destino.
Dormí toda la noche de un tirón. Cuando me desperté eran las nueve del sábado y Marcos ya no estaba en la cama. Los niños debían de haber llegado. Bajé envuelta en una bata y los encontré en la cocina. Sus tres hijos desayunaban en torno a la mesa. Me besó, me besaron todos. Marcos enseguida se levantó.
—Petra, prepárate tú el café. Voy a subir un par de horas a mi estudio, ando un poco mal de tiempo en este proyecto.
Sonreí y cargué la cafetera. Los niños estaban muy silenciosos. Aún sentía cierta prevención cuando me quedaba sola con ellos. Temía sus preguntas más que a un cielo nublado; en especial las de Hugo y Teo, que no solían morderse la lengua. Crucé los dedos para que Marina no les hubiera contado nada de la llamada desde el convento. Me serví el café, me senté a su lado. A aquellas alturas de nuestra parcial convivencia seguía sin encontrar el tono correcto para hablarles. Siempre temía ser demasiado infantil o, yendo hacia el otro extremo, demasiado adulta. Lo intenté esta vez decantándome por una alegría un tanto impostada.
—¿Qué tal, muchachos, cómo ha ido la semana?
Se miraron entre ellos como si aquella pregunta denotara una grave carencia de sustancia. Teo se avino a responder.
—En el colegio. —Y lo dijo en un tono que parecía evidenciar todas las miserias y el aburrimiento que la actividad escolar comportaba.
—Pues estupendo, ¿no? —rematé mi más que fallida intervención.
—¿Y tú? —inquirió entonces Hugo con un claro deje de interés latente. Ya no me cupo la menor duda de que Marina les había contado algo sobre la llamada del convento.
—En la comisaría —respondí muy en su estilo.
—¿Y todo bien en la comisaría? —lo intentó Teo.
—Bien, normal, la rutina diaria.
—Y eso que estás metida en muchos problemas, ¿verdad? —llevó la cosa al límite Hugo. Pero yo estaba dispuesta a resistir.
—No más que de costumbre.
Entonces Marina, que había permanecido callada y formal, comentó con toda naturalidad:
—Quieren saber cosas sobre el crimen del convento.
A raíz de aquel gong de sinceridad, una cascada de preguntas malamente inhibidas hasta el momento se abatió sobre mí.
—¿Han matado a una monja? —pregunta de Hugo.
—¿Ha sido un psicópata, Petra? —pregunta de Teo.
—¿Tenéis muchas pistas? —nueva pregunta de Hugo.
—¿Habéis hecho un retrato robot del asesino? —nueva pregunta de Teo.
—¡De los psicópatas no se hace un retrato robot, tonto, se hace un retrato psicológico! —exclamó Marina cargada de razón.
Salté literalmente de la silla.
—¿Pero qué diantre estáis diciendo, os habéis vuelto locos?
—Marina nos dijo que te llamaron ayer y papá nos ha dicho que encontraron a alguien muerto. Le preguntamos a quién y contestó que no lo sabía; o sea, que seguro que lo sabe y no ha querido soltar nada.
—Vayamos por partes. En primer lugar tenéis que confiar en lo que se os dice, porque si no es así, entonces no merece la pena que volváis a preguntar nada.
Cabecearon, entre la aceptación y el escepticismo. Continué, aparentando un auto control que distaba mucho de poseer.
—Es verdad que ha aparecido una persona asesinada en el convento de las corazonianas, un fraile. Pero no sé nada más. Y tampoco lo sabré más adelante, el caso lo llevarán los Mossos d’Esquadra.
—Ya nos enteraremos por la tele —comentó Teo con desprecio.
—No creo que debierais perder el tiempo preocupándoos de esas cosas, pero en fin, vosotros veréis.
—Seguro que tú te enterarás de más cosas que la tele. ¿Podremos hacerte preguntas concretas?
—No, no podréis y si lo hacéis yo no os contestaré, porque de verdad lo más probable es que no sepa nada.
—¡Pues vaya! —exclamó Hugo, decepcionado.
—Yo no te preguntaré —terció Marina, y le agradecí la declaración de intenciones con una sonrisa. Pero lo estropeó enseguida.
—Sólo contesta a una cosa más: ¿a que es verdad que de los psicópatas se hace un retrato psicológico?
—Sí, es verdad, suelen requerirse los servicios de un psiquiatra.
—¿Lo ves? —Fulguraron los ojos de Marina en dirección a su hermano.
—Eres idiota —apostrofó éste como toda respuesta.
—¡Tengamos la fiesta en paz! —solté aparentando autoridad. En ese momento entró Marcos.
—¿Aún estáis en la mesa? Tomad una ducha y vestíos, luego os llevaré a vuestro partido de fútbol.
—Yo también quiero ir —pidió la niña.
—Estupendo, también vendrás. ¡Ah!, y se me había olvidado deciros que esta noche Petra y yo tenemos que asistir a una cena, de modo que vendrá Sandra a cuidaros.
—Sandra es un muermo —subrayó Teo.
—Sí, ya lo sé, si quisiera que os cuidara alguien más divertido hubiera contratado a un equipo de majorettes.
Hugo se echó a reír ruidosamente. Teo le enseñó los dientes en plan perro amenazador y yo comprendí que, para tener hijos, se necesita una sangre fría mucho mayor que la que permite cazar asesinos.
Cuando los niños hubieron despejado el campo le pregunté a Marcos:
—¿Qué es eso de una cena?
—Pero bueno, Petra, ya te lo dije, es la cena anual del colegio de arquitectos.
—Es la primera noticia que tengo.
—En absoluto, te lo comenté, estoy seguro.
—Pues yo estoy segura de que no.
—¿Vamos a discutir por eso?
—Me parece un buen motivo.
—¿Por qué?
—Está bien, dejémoslo; pero deberías procurar no ser tan despistado.
—Y tú no estar siempre tan ensimismada cuando te hablo.
Me quedé sola frente a un café que ya estaba frío. La fragilidad de la armonía doméstica es llamativa, pensé, y acto seguido me pregunté cómo me vestiría aquella noche.
Mientras íbamos a la fiesta en nuestro coche, Marcos me sacó de mi oscuro mutismo.
—Hueles a naranjas verdes.
—Sí, es un nuevo perfume. Sueños de Levante o Brisas de Levante… no sé, nunca acierto con los nombres. De todas maneras tengo la sensación de que huele a chinches de campo.
—¿Por qué estás enfadada, Petra?
—No estoy enfadada, estoy preocupada.
—¿Por qué?
—Por todo.
—Ése es un índice alto de preocupación.
—No bromeo. Estoy preocupada por tus hijos, y también por la cena a la que vamos.
—Sí, me imagino que los chicos te han sometido a un tercer grado esta mañana, no tuve más remedio que contarles algo, lo mínimo. Pero ¿la cena?
—Temo que tus colegas me miren con curiosidad malsana. ¿Saben que soy policía?
—Supongo que unos sí, otros no… ¿eso es importante?
—Desde luego. Pensarán qué hace alguien como tú casado con una tía de la bofia.
Soltó una leve carcajada.
—Mira, Petra, si nos preocupáramos por todo lo que la gente puede pensar o decir nos pasaríamos la vida sumidos en un pozo de angustia. Olvídate, sólo tienes que preocuparte por las cosas que tú puedes controlar.
—¡Joder!, ¿por qué no escribes libros de autoayuda en vez de proyectar casas? Pareces budista o algo así.
Me miró de reojo. No parecía dispuesto a iniciar una discusión conyugal. Yo tampoco. Hubiera sido injusto. Él llevaba razón, no puedes pretender que todas las facetas de tu vida encajen milimétricamente formando un ingenioso puzzle. Aunque lo cierto era que el matrimonio había complicado mi puzzle y me sobraban piezas por todos lados. De modo que seguí preocupándome un rato más. Estaba convencida de que muchos de los colegas de mi marido sabían que era policía y me mirarían con expectación. ¿Por qué un policía excita la curiosidad de la gente más que ningún otro oficio? ¿Porque tenemos fama de estar encallecidos y ser un poco cabrones? ¿Porque nos ocupamos del mal? Sería más lógico que la sociedad se intrigara frente a un entomólogo, una cantante de fados, un investigador de células madre. Pero no, en cuestión de interés morboso los polis estamos a la cabeza de la clasificación.
Tras la cena tuve que reconocer que se trató de una velada discreta, con invitados de modales amables y conversaciones anodinas. Todo estaba estudiado para que nadie incomodara a nadie, para que las palabras pasaran como soplos de brisa sin fuerza ninguna. Nadie preguntaba lo que en realidad deseaba saber y las mentes de todos parecían vagar lejos, por cualquier otro lugar. Aquél no era mi mundo, pero ¿dónde estaba mi mundo? Podía afirmar con rotundidad que tampoco en las cenas de comisaría. Quizá no perteneciera a ningún mundo. En cualquier caso, la extrema corrección de las reglas burguesas que allí ejercitábamos permitía decir sin decir, pensar sin pensar, estar sin estar. Un limbo cómodo.
A la vuelta, no pude por menos de comentarle a Marcos:
—Creo que yo no pinto nada en las reuniones de tu vida profesional.
Con gesto contrariado me preguntó:
—¿Y pinto yo algo en las tuyas?
—Tampoco.
—Entonces, ¿qué sugieres que hagamos?
—Dejar de asistir a los compromisos que el otro tiene.
—Las cosas no funcionan así. Ambos tenemos nuestro trabajo, nuestra historia pasada, pero habrá que compartir algo, ¿no te parece?
—¿Una cena social?
—Me gusta que la gente te conozca. Estoy orgulloso de ti.
—¡Ya compartimos otras cosas!
—¿Cuántas, y quién determina si son suficientes o no?
Estaba compungido, pero firme y sereno. De pronto me vi a mí misma como una niña egoísta y caprichosa.
—Marcos, no quiero que te enfades conmigo.
—No lo estoy.
—Sí lo estás, y te aseguro que no lo soportaré. Si te enfadas me matricularé en tibetano para poder largarme a uno de esos putos santuarios donde no se pega ni golpe.
—Petra, eres una maldita guripa grosera y mal hablada.
—Ah, ¿sí, y qué más?
—Tu perfume huele fatal.
Intercambiamos una mirada sonriente y amorosa.
Dos días de insistencia fueron suficientes. Debió tratarse de una tozudez delirante, o bien fue ejercida sobre los centros neurálgicos de la cuestión; fuera como fuese, dos días más tarde el caso del asesinato en el convento había sido transferido desde la policía autonómica a la Policía Nacional y, una vez allí, se nos había asignado a Garzón y a mí. No podía creerlo, cuando el comisario Coronas nos lo comunicó, como si fuera la cosa más natural del mundo, no supe si atribuir el hecho a los siglos de consecuciones de la Iglesia católica o a la singularidad de la madre Guillermina. Supuse que ambas cosas habían sido copartícipes. Lo más curioso fue que no sabía si alegrarme o no de aquel giro imprevisto. Por una parte, la intriga del asunto no había dejado de ocupar un lugar en mi mente. Por otra, nos enfrentábamos a un asesinato que tenía todo el aspecto de ser endemoniadamente complicado. Por si fuera poco, la peculiaridad del caso, con momia robada incluida, atraería a los medios de comunicación y tampoco era desdeñable como incordio la presión que las comunidades cistercienses y corazonianas ejercerían sobre las pesquisas. Garzón había escuchado el encargo de Coronas como si estuviera sonado. Ni siquiera añadió sus preguntas a las mías cuando planteé:
—Pero, comisario, la investigación ya debe haber comenzado.
—Ahora les daré el nombre de los responsables de los Mossos que la llevan. Tienen que pasarles a ustedes toda la información.
—Pues no estarán precisamente contentos.
—No les quedarán más cáscaras. El pacto se ha gestado en las alturas políticas. No subestimen nunca la fuerza del elemento eclesiástico. Eso sirve también para advertirles de que quiero un trabajo bien hecho y, sobre todo, rápido. Con esta coña del traspaso tendremos a todo el mundo pendiente de nosotros, al margen de lo llamativo que el caso pueda ser.
—Oiga, comisario, ¿y Asercio?
—¿Y quién coño es Asercio?
—La momia desaparecida.
—¡Joder, Petra!, no tenía ni idea de que se llamara así. Pues Asercio… ¿qué es lo que quiere saber exactamente?
—Se trata de un robo. ¿Eso también tenemos que investigarlo nosotros?
—A nadie se le ha ocurrido que pueda estar desvinculado del asesinato de fray Cristóbal; de modo que…
—De modo que la momia va en el lote.
—En estas circunstancias no sé si valoro demasiado su sentido del humor, Petra. ¿Por qué no se ponen a trabajar de una maldita vez? Supongo que no tengo ni que mencionarles que los informes diarios deben estar puntualmente registrados en el ordenador. Piensen que el jefe superior se ha interesado en el caso. ¿Me explico?
Se había explicado bastante bien, pero mientras caminábamos por el pasillo, Garzón no daba síntomas de haber entendido ni sus palabras ni ninguna otra comunicación humana. Decidí ejecutar una intervención de urgencia en su cerebro.
—¿Se encuentra usted mal o anda solidarizándose con la momia?
Se paró en seco y me miró con gesto bobalicón.
—¿Por qué me dice eso?
—Le digo eso porque no da usted síntomas de vida inteligente.
—Sí, es verdad. Pero ¿sabe qué me pasa, Petra?, que este caso no lo entiendo. Normalmente cuando iniciamos una investigación me brotan ideas, suposiciones… a veces he de frenarme a mí mismo porque suelo dar demasiadas cosas por sentadas. Pero aquí… estoy más vacío que el desierto de Gobi.
—¡Ah, es eso!; creí que tenía resaca.
—Un poco de resaca también tengo, la verdad.
—Pues ya puede ir desembarazándose de ella o pediré otro colaborador.
—Hay que ver, inspectora, yo estaba convencido de que cuando fuera una mujer de nuevo casada se convertiría en un ser más tolerante y amable. Pero compruebo que su caparazón sigue siendo tan duro como siempre.
—¿Pretende tocarme las pelotas, subinspector? Por cierto, ¿de dónde ha sacado su cara ese moreno tipo glamour total?
—¿Por cierto? ¿Tiene algo que ver lo que estábamos hablando con mi bronceado?
—Bueno, hablando sobre lo que han comportado nuestros matrimonios, debo decirle que antes, después del fin de semana nunca tenía usted un aspecto tan saludable.
—¡Vaya manera de retorcer la conversación para ir a parar donde usted quería! Pues bien, no tengo nada que ocultar, este bronceado se debe a que estuve el domingo iniciándome en el golf con mi esposa en un club elegante de las afueras. ¿Y sabe qué le digo? Que me gustó, y, según me dijeron, no se me da nada mal.
—¡No me lo puedo creer. El deporte burgués por excelencia! ¡Usted, siempre tan proletario y crítico con la vida muelle!
—Me está bien empleado. A estas alturas debería haber aprendido que en cuestión de tocar las pelotas no hay nadie que le gane. Pero vamos a ver, ¿qué prefiere, que sigamos con las bromas o que le abra mi corazón sinceramente?
—No se mosquee, amado colega, usted sabe que puede abrirme su corazón e incluso su bazo.
—Pues en ese caso le confesaré que estoy preocupado.
—¿Por qué?
—Porque me estoy acostumbrando a la buena vida a pasos de gigante. Al principio de mi matrimonio con Beatriz todo lujo me parecía superfluo, pero después de un corto tiempo, cada vez considero más natural acudir a cenar a un restaurante de primera fila, beber siempre buen vino, asistir a la ópera, salir de compras caras… y ahora, para colmo, ¡jugaré al golf!
—No veo el problema.
—¿Y si sobreviniera una ruptura entre Beatriz y yo? Nos adoramos, pero ésa es una contingencia que no hay que descartar en cualquier matrimonio, como usted sabe bien. Lo he pensado con detenimiento y me doy cuenta de cuánto me costaría regresar a mis sencillos hábitos de antes.
—Voy a hacerle una pregunta: ¿se casó con Beatriz por interés económico?
—Usted sabe que no.
—Correcto. Más preguntas. ¿Acaso no trabaja usted tanto como antes?
—¡Por supuesto!, y seguiré haciéndolo hasta que me llegue la jubilación.
—¿Explota usted a alguien, se ha vuelto presumido, desdeña a los que no llevan una vida como la suya?
—Ni mucho menos.
—Pues entonces no sé por qué se preocupa. Disfrute de lo que tiene. La vida le ha hecho un regalo después de muchos años de negarle alegrías. ¿Y qué tipo de persona rechaza un regalo? Yo se lo diré: los amargados, los tacaños que piensan que deberán devolverlo, los traumatizados por la culpabilidad que inculca la religión católica… en una palabra: los frikis de alma; no hay más.
—¡Carajo!, con lo fáciles y convincentes que pone las cosas para los demás y luego siempre anda usted comiéndose el coco cuando se trata de sí misma.
—Ésa es la base de los buenos consejeros, amigo mío; por eso la mayoría de los psiquiatras están desequilibrados y casi ningún cura cree en Dios.
—Dice usted cosas inquietantes, jefa.
—Y no ha oído nada aún. Espere a la pregunta que le tengo lista. A saber: ¿qué coño hacemos usted y yo charlando alegremente cuando un asesino corre suelto por Barcelona y el pobre Asercio anda descarriado?
Como no supo darme una respuesta satisfactoria, nos pusimos en marcha acelerada hacia el cuartel general de los Mossos d’Esquadra. Así fue el comienzo oficial de uno de los casos más extraños y complicados de nuestra carrera.