17

Avanzan por el suelo muy despacio, prácticamente como si fueran a rastras, como una infección que se propaga lentamente. En cuanto el escuadrón de motos de cross, camionetas y todoterrenos relucientes queda a la vista, comprendo por qué no se mueve más deprisa.

Me invade el terror al ver que los hombres prestan una atención particular a los árboles: precisamente a los árboles en los que estamos escondidas.

Miram me aprieta el brazo con más fuerza, clavando las garras en mi piel, y sé que ella también se ha dado cuenta de eso.

Me humedezco los labios y, lo más bajito posible, le pregunto si puede volverse invisible. A pesar de hablar tan quedamente, me estremezco ante el eco gutural de mi pregunta.

Sé que Miram puede hacerlo. Es una draki visiocriptora, eso es lo que ella hace. Pero ¿podrá ahora, cuando más lo necesita? ¿Podrá hacerlo y mantenerse invisible bajo presión?

La hermana de Cassian se queda mirándome un instante, demasiado largo, antes de asentir sin mucha convicción. Respira hondo y su cuerpo reluce ante mis ojos: poco a poco el tono neutro de su piel draki se difumina hasta que parece que se ha ido, ha desaparecido.

Yo todavía la noto a mi lado, aferrándome la mano. Luego miro hacia los cazadores, muy abajo. Varios llevan una especie de gruesas gafas. Entorno los ojos para ver mejor, preguntándome qué será ese chisme, y entonces caigo. He visto una buena cantidad de películas de espionaje.

—No… —susurro.

Lentes de visión infrarroja… Teniendo en cuenta que detectan el calor corporal, yo debo de ser como una hoguera encendida en nuestro escondrijo. Además, Miram tampoco estará a salvo, ni siquiera invisible.

Ella se pone tensa.

—¿Qué? —pregunta, pero no tengo tiempo de explicarle nada.

Un cazador grita, señalando a lo alto:

—¡Ahí! ¡En ese árbol!

Entonces activan un lanzarredes, y una red atraviesa el aire silbando. Me tienen. Nos tienen…, ya que Miram no se ha separado de mí.

Hay demasiadas ramas. La red no puede cerrarse sobre nosotras como es debido. En vez de eso, nos enreda a la una con la otra irremediablemente, impidiendo que podamos salir volando. Miram pierde los nervios y sacude las alas ferozmente, con lo cual resulta más complicado liberarse de la trampa.

Aletea como un pájaro atrapado, gimotea como un animal salvaje. Hay leves destellos de color, estallidos de luz pálida, que van y vienen.

—Contrólate —le gruño—. Estás… materializándote… Pueden verte.

A nuestros pies, los cazadores se gritan instrucciones, adoptan estrategias, hacen lo que mejor saben hacer, lo que llevan toda su vida haciendo: cazar drakis. No queda tiempo. Nos derribarán de este árbol en cuestión de segundos.

El instinto se impone. Carbón y ceniza me llenan la boca, y por ella y por la nariz me brota humo. El fuego me llena el pecho, ansioso por defender y proteger.

Entreabro los labios y suelto una pequeña llamarada, lo justo para abrasar la red enmarañada delante de mi cara. Luego agarro los bordes calientes y chamuscados y tiro de ellos hasta formar un agujero lo bastante grande para escapar.

Con medio cuerpo libre, me vuelvo para tirar de Miram, que sigue siendo casi totalmente invisible. Todavía se ve de vez en cuando, como una luz intermitente.

Y entonces me alcanzan. Un arpón me rasguña el muslo y el dolor me recorre el cuerpo. Me llevo una mano a la piel desgarrada y húmeda y caigo hacia los gritos de los cazadores, que suenan como ráfagas de ametralladora, al igual que en mis pesadillas. Desciendo en picado hacia el suelo, y también hacia la red enmarañada y Miram.

Aterrizamos en un montón desmadejado. Mis pulmones, contraídos por el calor, luchan por respirar; el aire que me rodea es seco y escaso, y parece hielo comparado con la intensa calidez que espumajea en mi interior.

Figuras vestidas de negro y tocadas con gafas infrarrojas nos rodean de inmediato. Nos apuntan con sus armas, gritan con sus duras voces, y entonces yo veo un rostro. Un rostro que no podría olvidar por mucho que intentara sacarlo de mi memoria.

Al observar el implacable semblante de Xander, sé quiénes son estos cazadores. Como si hubiera alguna duda… Sé que Will no puede andar lejos, pero eso no me proporciona alivio. Más bien siento desesperación.

¿Qué puede hacer Will? No puede hacer nada para ayudarme sin arriesgarse él mismo, sin revelar que yo soy más de lo que parezco.

Sin embargo, lo busco con la mirada, aunque no debería.

Miram me habla febrilmente al oído. Su pánico es palpable, un viento caliente cuyo sabor puedo percibir, amargo y acre.

—¡Jacinda, Jacinda! ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?

—Cállate, Miram —siseo en nuestra densa lengua draki.

Los helicópteros dan vueltas en lo alto como buitres oscuros, sacudiendo violentamente los árboles que nos rodean. Mi pelo se agita como un loco entre hojas voladoras.

Uno de los cazadores se quita las lentes para examinarme mejor. Se acerca más y me clava la punta de su fusil. En mi contraído pecho brota un gruñido, oscuro y amenazador, un sonido que ni siquiera sabía que podía producir. Luego, el cazador pincha la difusa forma de Miram.

—¿Qué demonios…? —empieza, y se interrumpe cuando otro le grita:

—¡Carl, apártate! Todavía no sabemos qué tenemos aquí.

El tal Carl obedece, separándose de nosotras.

—Miram, permanece invisible. Concéntrate —le suplico a mi compañera, cuyos ojos se clavan en los míos: las pupilas verticales se estremecen, se desvanecen, reaparecen, junto con el resto de su cuerpo.

Es como agua ondulante, aparentemente amorfa pero variable sin cesar.

De los vehículos salen más hombres y yo desvío mi atención hacia esos tipos de rostro despiadado, buscando entre ellos, buscando una oportunidad, una esperanza.

Will no está, y aunque me siento aliviada, no puedo evitar preguntarme por qué. ¿Por qué no está aquí? ¿Dónde está?

Entonces reconozco al hombre que encabeza el grupo. No es el tipo cordial que me recibió en su casa cuando creía que yo era una chica normal. Sus ojos, brutalmente fríos, me evalúan, me contemplan como una criatura, una presa. Y yo lo veo a él. Lo veo como es de verdad. No tendrá ningún problema en quitarme la vida.

—¿Qué tenemos aquí, muchachos? —pregunta.

—Hemos atrapado a dos… Bueno, eso creemos.

El señor Rutledge nos mira fijamente un instante. Miram está fuera de control y sé que es inútil seguir diciéndole que resista. Tiene demasiado miedo, demasiado pánico.

Examino la espesura de árboles mientras los fuertes latidos de mi corazón retumban en mi pecho. Mi aguda vista se pasea por todos los cazadores, ansiando ver una cara en concreto. Aunque sea una locura, todavía tengo esperanzas. Will, ¿dónde estás?

Xander se acerca a su tío y señala a Miram.

—Este es uno de los invisibles. —Luego me señala a mí y añade—: ¿Y sabes de qué clase es este?

El señor Rutledge me observa sin responder, ladeando la cabeza, como si pudiera diseccionarme con los ojos. Y supongo que puede. Me cuesta sostenerle la mirada: ese hombre es el padre de Will, y mató a mis hermanos para transfundirle sangre draki a su hijo. Por esa razón es un monstruo. Pero, por esa razón, su hijo vive, el chico al que amo…

Es algo muy complicado, y no puedo evitar oír a Cassian en mi cabeza insistiendo en que algún día eso abriría una brecha entre Will y yo.

El señor Rutledge alarga una mano y chasquea los dedos; parece que ha tomado una decisión. De inmediato surge un arma que le ponen en la mano. Una clase de fusil. No sé nada sobre ellos, excepto que hacen daño. Que destruyen.

El señor Rutledge apunta y Miram se agita como una loca, observando horrorizada lo mismo que yo.

Solo que yo no puedo limitarme a observar. No cuando el centro de mi ser es también un arma.

Siento una ardiente determinación.

—Deteneos —gruño, aunque ninguno de ellos me comprende, mientras empujo a Miram para hacer lo que debo hacer, lo que es innato en mí.

Pero estamos atrapadas en la red, y ella no se despega de mí, suplicando bajito en la resonante lengua draki.

Tras sacudir la cabeza para apartarme el pelo, separo los labios y exhalo.

El fuego se abre paso por mi garganta. Mi tráquea se estremece con un violento calor. El vapor escapa por mi nariz un segundo antes de que las llamas broten por mi boca. Con un rugido, la llamarada cruza el aire en un arco. Los cazadores gritan, retroceden saltando ante la aparición del fuego, que llega hasta muy lejos.

La red cae a nuestros pies, convertida en tiras de ceniza. Entonces agarro a Miram del brazo y tiro de ella para levantarla del suelo, pero ella no coopera: es como un peso muerto debido el miedo.

Yo alzo la cara al cielo, impaciente por escapar, por ser libre, por saborear el viento, aunque no sin Miram.

—¡Arriba! —le grito—. ¡Vamos! ¡Vuela!

Ella empieza a levantarse con movimientos flojos. Con todas mis fuerzas, la izo, lista para ascender, aunque eso implique cargar con ella.

Mis pies se separan del suelo justo cuando me alcanzan. Siento un gran dolor en el ala, un tormento que me alancea la membrana. Las alas drakis son engañosas: parecen delicadas como una gasa, pero en realidad son bastante fuertes, y están recorridas por incontables nervios que las hacen de lo más sensibles. Esto es agónico.

Retorciendo mi cuerpo en el aire, me arranco el pequeño arpón del ala y lo lanzo al blando suelo, donde se queda clavado.

Aterrizo de nuevo, con la cabeza inclinada de dolor.

En la caída he perdido a Miram, que trastabilla cerca de mí.

El padre de Will se aproxima apuntándome con su arma. Sus ojos son fríos. No siente nada.

Suena un silbido cuando me dan de nuevo. En el muslo. Esta vez el dolor es menor; no se trata de otro arpón. Yo miro hacia abajo y veo que un dardo sobresale de mi carne roja y dorada. Me lo arranco y lo miro ceñuda. Contiene una ampolla. Una ampolla ya vacía.

Un segundo silbido corta el aire. Lo sigo con la vista y compruebo que el dardo impacta en el cuerpo de Miram sonoramente. Ella grita. Es un sonido de desconcierto, como solo podría emitirlo alguien que jamás hubiera experimentado dolor físico.

Y, aun así, yo sé que es algo más que el dolor. También es el miedo, el espanto de ser tratada como un animal sin valor. Algo que cazar, atrapar y, finalmente, destruir.

Me arrastro hasta su lado. Ella se derrumba contra mí, y sus lágrimas me mojan el hombro con un siseo fresco en mi abrasadora piel.

Yo grito a los cazadores, aunque sé que probablemente les parezco aún más animal con mis extraños gruñidos. Parezco todavía más la bestia a la que hay que exterminar. Me encojo, desfalleciendo por dentro ante la sensación de tener clavados sus ojos fríos e impávidos sobre mí.

Al cabo de unos instantes, mi visión se vuelve borrosa y noto la cabeza caliente y aislada. De algún modo, ya no me importa nada. Me siento bien, con un hormigueo tranquilizador que me recorre todo el cuerpo.

Los cazadores caen sobre nosotras como oscuros borrones danzarines. Oigo un rugido, pero no es lo bastante alto como para ahogar los sollozos entrecortados de Miram. Eso sí lo oigo. Siempre lo oiré.

Le aprieto la mano, o por lo menos eso intento. Mis músculos están muy cansados, débiles y flojos. No estoy segura de hacer algo más que cubrir sus dedos con los míos. Luego, Miram ya no está conmigo. Se la llevan de mi lado a rastras. Me estiro hacia ella, pero soy demasiado lenta. Sus garras se clavan en la tierra dejando profundos surcos. Sus gritos ya no suenan cercanos, aunque todavía siguen ahí, desvaneciéndose en la distancia como un viento agonizante.

—¿Adónde os la lleváis? —grito en mi lengua gutural—. ¡Miram! ¡Miram!

Entonces vienen a por mí con sus sucias manos.

—Tened cuidado, no os vaya a quemar este —advierte uno de los cazadores.

Unas figuras difusas me rodean mientras yo combato el deseo de ovillarme y dormirme con una sonrisa en la cara.

Me pongo de rodillas en un último intento de escapar…, de huir, de sacudir las alas y subir al cielo, pero suelto un grito y caigo de bruces en la margosa tierra, impotente. Un dolor crudo me recorre la membrana del ala hasta lo más profundo de los músculos.

La cálida sangre fluye, se desliza por mi espalda y forma un charco en la base de mi columna vertebral. Noto cómo desciende, capto su intenso olor.

Luego dejo caer la cabeza y mi pelo me rodea como una ardiente cortina. Y entonces lo veo. Veo el revelador brillo de mi sangre, de un morado lustroso, que gotea sobre el suelo como tinta derramada.

Sin embargo, intento combatir el anestesiante letargo que amenaza con engullirme. Mis brazos se sacuden tratando de levantarme, pero mi cuerpo resulta muy pesado. Como plomo.

¿Qué había en esa ampolla?

Una rabia desesperada palpita por todo mi ser, abrasándome las venas. Quiero dar rienda suelta a mis instintos, quemarlos a todos, castigarlos por lo que me han hecho… y por lo que planean hacer. Son cosas tan horribles que jamás nos las han contado explícitamente. En la escuela nadie nos explica qué sucede en realidad cuando un cazador captura a un draki y se lo entrega a los enkros, pero yo lo sé. Yo vi el despacho del padre de Will, los muebles forrados con piel draki…

Abro la boca y suelto otra ráfaga de fuego, pero de mis labios sale una llama fina como un hilo. Esta vez, mi ardiente aliento se apaga casi en el mismo instante en que brota y se desvanece en una estela de vapor.

—Will —digo con voz ronca, sin poder mantener ya los párpados abiertos, de tan pesados.

Entonces unas manos duras me agarran por todas partes y me levantan. Yo giro la cabeza e intento lanzar llamas a esos brazos, pero a duras penas expulso una débil voluta de humo.

¿Qué me han hecho?

Me atan las manos, apretándome tanto las muñecas que la sangre no puede circular. Aunque estoy atontada, noto este nuevo dolor. Me ponen boca abajo y se sientan sobre mí. De nuevo, no soy más que un animal, una bestia. Me sube un grito por la garganta cuando me atan fuertemente las dos alas juntas, evitando así que se muevan, evitando que pueda echar a volar.

A continuación me lanzan por el aire y aterrizo sobre una superficie dura y lisa. La noto fría contra mi piel caliente. Ya no estoy sobre la tierra.

Retumban unos portazos. Estoy en la parte trasera de un vehículo. Una camioneta. Empieza a moverse dando sacudidas, zigzagueando entre los árboles y la espinosa vegetación. Me lleva lejos de la manada, lejos de mi hogar.

Ya no puedo seguir luchando. Mis párpados se cierran sobre mis ojos cansados. A pesar de la incomodidad, del punzante latido de mi ala que vibra profundamente hasta los omóplatos, no puedo oponer resistencia al soporífero efecto de la droga. Con la mejilla pegada a la fría puerta de metal, me quedo dormida.