9
La lluvia cesa por fin al cabo de tres días. A solas en el porche delantero de mi casa, levanto la vista de mi almuerzo cuando el ondeante velo gris desaparece de pronto. Casi instantáneamente, se materializa la niebla de Nidia, como si fuera algo vivo y latiente. Cubre el pueblo de inmediato. El paraguas que he usado para volver a casa del colegio gira sobre sí mismo en el porche por el repentino cambio en el aire.
Acabo de regresar de Maniobras Evasivas y las pautas de vuelo danzan en mi cabeza como constelaciones mientras mordisqueo una rebanada de pan de bayas verdas. Dentro de poco he de volver a las clases de la tarde, pero de momento disfruto de la tranquilidad. Me quito los zapatos sin usar las manos, y dejo que la bruma se deslice por mis pies desnudos.
Mi madre está trabajando. Siguen adjudicándole muchas horas, dándole turnos consecutivos. A propósito, por supuesto. La veo muy poco. Y Tamra, como vive con Nidia, la ve todavía menos. Ellos lo quieren así.
Sin el repiqueteo de la lluvia, el abrupto silencio resulta inquietante, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración a mi alrededor. Dejo el plato y cojo el chal del respaldo del banco. El calor seco de Chaparral es un recuerdo lejano cuando me acurruco bajo la lana.
Al otro lado de la calle, la difusa figura de Corbin sale de su casa. Mis ojos se posan en su brazalete azul y se me contrae el estómago.
Su mirada me encuentra enseguida. Saludándome con la mano, cruza la calle despacio y se detiene en el peldaño inferior de mi porche. Alzando una mano como para agarrar el aire, sonríe.
—Supongo que esta noche volaremos —dice.
Yo esbozo una sonrisa forzada. Corbin es mi vecino: no va a irse a otro sitio, y yo tampoco. Por muy desagradable que lo encuentre, debo tolerarlo.
—Sí —contesto—. Por fin ha parado la lluvia.
—Entonces, ¿vas a unirte a nosotros?
Yo asiento. Prometí que lo haría… y quiero hacerlo. Necesito volar de nuevo. Especialmente con la hermana con la que jamás pensé que podría volar. Finalmente podremos compartir el firmamento.
—Sí —respondo.
—Genial. —Tonos de negro purpúreo relucen en el cabello de Corbin cuando mueve la cabeza—. Me alegra verte más animada, Jacinda.
Eso no puedo dejarlo pasar, así que replico:
—No estoy más animada por ti.
—Pero lo estás —afirma, frunciendo los labios. Entonces desvía la vista hacia la calle y se queda mirándola un largo rato, como si viera venir a alguien entre el frío vapor—. Esta mañana he visto a tu hermana —dice al cabo. Yo lo miro con cara inexpresiva, aunque me invade el recelo. Corbin ya me reveló cuáles son sus intenciones. Quiere a una de nosotras…, está decidido a tener a una de las dos—. Tamra y Cassian iban con otros hacia los huertos de árboles frutales. Ella parecía… feliz.
—Lo es —replico.
¿Y por qué no iba a serlo? Tiene lo que siempre ha querido. Amistad, aceptación entre los de su especie…, a Cassian. Si yo no le estropeo eso, claro. Una espantosa culpabilidad ha estado corroyéndome durante los tres últimos días, desde aquel beso con Cassian, y ahora aguijonea de nuevo mi conciencia.
—Pasaré por aquí cuando termine mi turno para que vayamos juntos al campo de vuelo —anuncia Corbin.
Me irrito. Este es el Corbin que recuerdo. El chico arrogante que jamás pregunta, el que se limita a coger.
—Ya tengo planes para reunirme con Tamra.
Él tuerce la boca.
—No podrás esconderte detrás de tu hermana para siempre. —Se da la vuelta y se aleja por el sendero—. Nos vemos esta noche —añade por encima del hombro.
Veo cómo desaparece en la temblorosa niebla, y me pregunto qué hará falta para conseguir que se olvide de mí de una vez por todas.
—Me estás evitando.
Levanto la vista al descender los escalones de acceso al colegio y veo que Cassian despega la espalda de una columna y se coloca a mi lado. Tiene razón, desde luego. Lo he estado evitando, pero no voy a admitirlo.
—Ha estado lloviendo sin parar —replico.
—A mí me gusta la lluvia —responde él con voz sorda, y sé que está pensando en nuestro beso bajo la lluvia, algo que a mí me ha costado mucho sacarme de la cabeza. Lo miro de soslayo, examinando la lustrosa caída de su cabello, y se me acelera la respiración. Apretando mis libros contra el pecho, echo a andar a grandes zancadas. Cassian me sigue el ritmo—. ¿Por qué me estás evitando?
—No te estoy evitando —miento—, pero es que no me he dedicado a buscarte. ¿Acaso esperabas que lo hiciera…? —«… después de aquel beso», concluyo mentalmente. Un calor culpable me sube a la cara y le lanzo una mirada—. ¿No eres un poquito mayor para estar rondando el colegio?
—¿Dónde si no voy a dar contigo?
—Hum, no sé. En mi casa, por ejemplo.
No puedo evitar preguntarme si es que no quiere arriesgarse a que Tamra se entere de que ha ido a visitarme. Que nos vean a los dos juntos así…, por las calles del pueblo, no tiene mayor importancia; puede considerarse simple coincidencia. Si lo que pienso es verdad, entonces Cassian no es tan inmune a Tamra. Frunzo un poco el entrecejo, preguntándome por qué esa idea no me produce un alivio inmediato. ¿No es eso lo que quiero? ¿Que a Cassian le guste mi hermana tanto como a ella le gusta él? Aprieto el paso.
—Tenemos que hablar —asegura él, agarrándome por el brazo y obligándome a mirarlo a la cara.
—¿Sobre qué?
—Lo del otro día…
El pánico me atenaza la garganta.
—Fue un error —termino por él, decidida a que también lo vea de esa manera.
Algo pasa por su rostro, una emoción que jamás había visto en él. Ahora que lo pienso, en él cualquier emoción es bastante rara, y punto.
—¡Cassian! ¡Espera! —Se oye entonces.
Los dos nos damos la vuelta y descubrimos que Miram viene detrás de nosotros, corriendo para alcanzarnos.
Yo mascullo una grosería. Puede que los demás se estén ablandando conmigo, pero la hermana de Cassian no. Sigue mirándome como si yo le hubiera hecho algo.
Me dispongo a marcharme, pero Cassian me sujeta el brazo. Yo miro sus dedos y luego su cara y le digo:
—Miram no me ha llamado a mí. Hazme el favor de dejarme marchar.
Él frunce el entrecejo y sus ojos oscuros me traspasan.
—Esto no ha terminado —murmura.
—Sí —replico, con fría resolución—. Sí que ha terminado.
Retuerzo el brazo para liberarme y me marcho antes de que llegue Miram.
Nos reunimos en el campo de vuelo, situado en el extremo norte del pueblo. Hemos acudido casi treinta con el atuendo habitual: ropa fácil de quitar y volver a ponerse.
Altos pinos resguardan el claro. Más allá del campo se extienden las montañas en una línea irregular, varios tonos más oscura que la tenebrosa noche.
Incluso Severin se nos une, aunque no va vestido para la ocasión, así que supongo que esta noche solo va a vigilarnos, no a volar. Repara en mí, y no se me escapa el destello de aprobación que le cruza el rostro. Pese a que no quiero que me importe, algo se aligera en mi pecho. Al fin y al cabo, esto es lo que he decidido hacer. Dejarlo todo atrás, poner a un lado mis deseos egoístas que solo causan daño a los demás, seguir con mi vida aquí y olvidar mis sentimientos por un chico que no está hecho para mí.
Y eso significa llevarse bien con todo el mundo. Incluido Severin.
Tradicionalmente se nos asigna un compañero de vuelo, alguien de quien no podemos separarnos en ningún momento. Al instante me sitúo al lado de Tamra, reclamando mi derecho. Esta noche volaremos juntas.
Entonces veo a Az y noto una punzada en el corazón al advertir que forma pareja con Miram. Az también me ve y me sostiene la mirada. Durante un momento creo que va a acercarse, pero al final aparta la vista.
—Ya se le pasará —me dice Tamra—. Tiene miedo.
—¿Miedo? ¿De qué?
—De haberte perdido.
—Pero ¡si es ella la que me evita!
—Sí, pero eso lo controla ella. En cambio, no puede controlarte a ti ni nada de lo que ha sucedido. Carecer de control sobre lo que importa en la vida…, bueno, es algo que asusta a la gente.
Yo sacudo la cabeza sonriendo.
—¿Desde cuándo te has vuelto tan lista?
Ella me guiña un ojo.
—Siento decírtelo, pero yo siempre he sido la gemela lista.
Yo suelto un bufido y le doy un puñetazo inofensivo en el hombro mientras me invade una calidez natural. Todavía tengo a Tamra. Puede que incluso más que antes. A lo mejor volveremos a ser como cuando éramos niñas, antes de que yo me manifestara. Compartimos de nuevo un terreno común. Aquí, al lado de Tamra, pienso en nuestro padre. Qué feliz sería si pudiera vernos ahora…
Sintiendo una oleada de emoción, miro hacia otra parte, y es entonces cuando veo a Cassian. De inmediato, el recuerdo cosquillea en mis labios.
Él está observándome con su intensa mirada de un negro purpúreo. Siento una punzada de culpabilidad. Aquí estoy, junto a mi hermana, disfrutando de nuestra nueva intimidad, mientras el secreto de mi beso con Cassian revolotea sordamente entre nosotras.
—Mira, ¡ahí está Cassian! —exclama Tamra, y lo saluda alegremente con la mano.
Mientras Cassian se dirige hacia nosotras, Corbin se le une. Ambos primos intercambian una mirada conforme se nos acercan. No es amistosa, pero es que ellos nunca han fingido tenerse aprecio. Corbin jamás ha ocultado su deseo de ser el próximo alfa de la manada, ni que se considera a sí mismo el mejor candidato. En ese sentido, me recuerda mucho a Xander, el primo de Will.
—Así que habéis venido las dos… —dice Cassian con una sonrisa, y yo sé que comprende lo especial y memorable que es esto para Tamra y para mí.
Lo saludo con un hilo de voz, como si así pudiera pasar más inadvertida…, como si así pudiéramos olvidar nuestro beso, fingir que no ha sucedido.
—Pensaba que nunca dejaría de llover —comenta Corbin, frotándose las manos con expectación—. Menos mal, porque necesito atravesar el viento.
Tamra asiente como una niña ansiosa.
—Sí, yo también —coincide, como si llevara años haciéndolo, y yo reprimo una sonrisa.
—¿Ya tienes compañero, Cassian? —le pregunta Corbin.
Él vacila.
—No.
—Genial. Pues entonces iremos juntos —decide su primo.
Yo frunzo el entrecejo, preguntándome cuál fue la última vez que estos dos formaron pareja en un grupo de vuelo. Son tan competitivos…
No lo pienso demasiado tiempo, pues nuestro maestro de vuelo nos llama al centro del campo. Unas luces delimitan el borde; están ahí para cuando aterrizamos y para cuando jugamos partidas nocturnas de balonaire. No es que sean necesarias, ya que la mayoría gozamos de una vista nocturna excelente. Le lanzo una mirada a Tamra. La mayoría. Esto todavía es nuevo para ella.
Formamos las parejas. Cuando nos den la señal, nos desprenderemos de la ropa, nos manifestaremos y saldremos de dos en dos. Tamra y yo esperamos detrás de Cassian y Corbin, pero yo ni siquiera los miro.
Hombro con hombro con mi hermana, asimilo la trascendencia de este momento. Nuestro primer vuelo juntas. Nuestro padre siempre esperó que contáramos con esto, de modo que se le partió el corazón cuando no llegó a suceder.
De pequeñas, acostadas en la cama, lo escuchábamos arrobadas cuando nos hablaba sobre cómo era volar. Mamá sonreía con indulgencia, sin llegar a comprender el amor de su marido por el cielo y el viento. Por mucho que papá la amara, quería que sus hijas fueran como él; por lo menos, en cómo adoraba volar. Y esta noche vamos a serlo.
Antes de deshacernos de la ropa, Tamra levanta una mano para apretar la mía. Parece tan feliz, tan en paz consigo misma, que yo sé que esto es lo correcto. Yo, con la manada…, estoy donde debo estar. Ahora puedo creer que todo irá bien.
Al quitarnos la ropa nos desprendemos también de nuestras capas humanas.
El familiar tirón comienza en mi pecho mientras mi exterior humano se desvanece, se esfuma, reemplazado por mi piel draki, más gruesa.
Alzo la cara hacia el cielo, noto cómo mis mejillas se tensan, cómo se estiran y afilan los huesos. Mi respiración cambia, se torna más profunda, con las variaciones de mi nariz: el cartílago cruje cuando el puente se multiplica en varias protuberancias. Mis extremidades se aflojan, se alargan. Este tirón de mis huesos resulta gratificante, como cuando te desperezas y estiras después de estar metida en un coche durante horas y horas.
Mis alas brotan tras de mí y yo suspiro, disfrutando de su libertad. Se despliegan con un susurro. Son ligeramente más largas que mi espalda. Las muevo, permitiendo que esos nervudos lienzos de oro ardiente prueben el aire.
En lo más alto del firmamento veo las lejanas nubes, como humo en la oscura noche. Estoy deseando atravesarlas, sentir su vapor. Luego bajo la vista hacia mi cuerpo: mi piel reluce como la luz a través del ámbar. Entonces me vuelvo hacia mi hermana y contengo la respiración ante su imagen. Está preciosa con su piel blanca, plateada e iridiscente: es la luna de mi sol.
—¿Lista? —le pregunto en nuestra resonante lengua draki, la única lengua que puedo articular en plena manifestación debido al cambio en mis cuerdas vocales.
Esta es la primera vez que Tamra puede responder en la antigua lengua de nuestros antepasados, los auténticos dragones.
Sus ojos, de grandes iris y oscuras pupilas verticales, me devuelven la mirada.
—Sí —contesta, y yo sé que ha estado anhelando esto toda su vida.
Despega delicadamente. Yo me impulso con los talones hacia el aire húmedo, dejando que Tamra vaya por delante para poder contemplarla, maravillada ante su imagen: su piel draki, de un precioso color plata, las sedosas alas que centellean como láminas de resplandeciente hielo…
Tamra reluce como una estrella contra el cielo nocturno. Mira hacia atrás y ella exclama:
—Venga, Jacinda, pensaba que eras rápida. ¡Demuéstramelo!
Yo sonrío de oreja a oreja y el viento me envuelve a toda velocidad mientras alcanzo a mi hermana en un giro vertiginoso. Se me antoja una eternidad desde la última vez. Incluso sin el contacto del sol en mi piel, volar de nuevo es una sensación maravillosa.
Tamra se mueve cautelosamente, recelando de su propia capacidad, de las corrientes de aire que rugen ante nosotras. Acabamos en la cola del grupo.
Los demás nos adelantan a toda prisa, y sus gritos se pierden en el bramido del viento mientras giran entre destellos de color: el azul iridiscente con centelleos rosas de Az; el parpadeante bronce de un draki térreo… Reparo en Miram y su piel, de un tostado mate. Los ónix que están sobre nosotras son los más difíciles de detectar, pues su iridiscente color negro y morado se funde bien con la noche. Esa es otra razón por la cual, históricamente, son nuestros mejores guerreros: nadie los ve llegar.
Yo aminoro un poco la marcha e identifico a Corbin y Cassian, que atraviesan la noche a velocidades increíbles; el viento silba con un estridente aullido mientras ellos echan carreras en zigzags salvajes hacia una línea de meta desconocida. Serpentean y avanzan el uno alrededor del otro, casi a punto de chocar. Yo sacudo la cabeza. Siguen siendo los mismos jóvenes idiotas que alardean ante la manada…, o, en este caso, ante Tamra. «O ante ti», susurra una voz en mi cabeza, pero yo la acallo de inmediato con un golpe violento.
—¡Jacinda! ¡Vamos! —grita mi hermana de nuevo.
Sacudo las alas y salgo disparada, pero reduzco la velocidad al oír que Tamra bate las alas con fuerza para seguirme el ritmo. Una al lado de la otra, nos elevamos. «Esto es más que suficiente», pienso. Es más de lo que nunca había soñado. Todo el mundo nos deja atrás, pero no nos importa. Nos reímos y giramos en el viento, atravesando la vaporosa noche, moviendo y manipulando el aire como un par de criaturas que exploraran el agua de una piscina.
Es una felicidad infantil que no había sentido jamás. Hasta ahora.