7
—Bueno, vamos a ver qué puestos hay disponibles en estos momentos.
Jabel escribe en su teclado y observa el monitor. Yo sé que no es cosa de mi imaginación: es obvio que me está tratando con muchísima menos amabilidad que antes. Supongo que era de esperar, aunque no deja de ser irónico si tenemos en cuenta que, hace bien poco, me invitaba a todas las reuniones familiares que organizaba, y allí me ofrecía sin cesar comida y bebida y me sentaba entre Corbin y Cassian, su hijo y su sobrino. De un modo o de otro, tendría en su familia a la piroexhaladora de la manada. Yo siempre he sabido que ese era su objetivo.
Me quedo plantada delante de su escritorio, procurando no ponerme nerviosa. Ahora mismo, Jabel no me está mirando, y eso me alegra. Siempre evito su mirada. Aunque los drakis hipnos no pueden usar su talento con otros drakis, yo siento como si Jabel pudiera colarse igualmente en mi cabeza, susurrando, intentando influir en mis actos.
De repente, un profundo retumbar de voces llega del despacho que hay detrás de Jabel. Es Severin, estoy segura. Está ahí dentro con los veteranos. Por lo menos no tengo que verlo. O algo peor: no tengo que soportar oír que perder mi puesto es lo mínimo que me merezco.
—Ah, aquí tenemos algo —dice Jabel. Yo asiento, impaciente por marcharme, y ella coge un taco de hojas y empieza a garabatear mientras añade—: Siempre hay sitio en el grupo de despiece. Voy a apuntarte los lunes, miércoles y viernes. Esos son días de mucha caza y pesca. Les irá bien una ayuda extra. —El estómago me da un vuelco. ¿El grupo de despiece? Debo de haber emitido algún sonido, porque Jabel me lanza una mirada dura—. ¿Eres demasiado buena para despellejar y destripar los animales que nos sirven de alimento? —me espeta.
Niego con la cabeza, pero estoy segura de que el gesto es lento y poco convincente.
—No, pero… ¿no hay ninguna otra cosa?
Jabel devuelve la atención al papel y firma con una floritura. Luego lo arranca del taco y me lo tiende.
—Lleva esto contigo cuando te presentes en tu puesto.
Yo cojo el papel y salgo de la oficina, preguntándome si tendría que haber comunicado que necesitaba una nueva tarea. Si hubiera seguido un tiempo sin ninguna ocupación, ¿se habría dado cuenta alguien?
Aparte de los niños que me tiran pelotas, todos los demás están ninguneándome por completo. Me tratan como si fuera invisible. Incluso mi mejor amiga me evita.
Como si pensar en ella la hubiera conjurado, veo a Az al bajar las escaleras. La llamo y corro para alcanzarla, pero ella me mira por encima del hombro y sigue su camino.
Estoy sin resuello cuando llego a su lado.
—Az, por favor, espera.
—¿Por qué? —pregunta, y continúa caminando con brío, mirando hacia delante.
—Venga, Az. Puedo soportar muchas cosas, pero no que tú estés enfadada conmigo.
—¿En serio? —replica, lanzándome una mirada con sus ojos negroazulados—. No creía que eso te importara.
—Por supuesto que tú me importas.
—¿Ah, sí? —Suelta un sonido desagradable—. ¿Te importo? ¡Pues no pensaba que nadie de esta manada estuviera por encima de tu humano! —exclama, deteniéndose un momento. Sus ojos almendrados centellean furiosos—. Cuando te manifestaste ante él, ¿se te ocurrió pensar en mí? ¿En alguno de nosotros?
Miro su rostro, suplicante.
—Az, no fue así. Will es…
—Will. —Escupe su nombre, con las manos cerradas en puños a los costados—. Jamás creí que nos abandonarías por un chico. Durante todo el tiempo que pasaste fuera estuve preocupada por ti. Incluso cuando Severin impuso sus estúpidas normas y toques de queda y todos empezaron a repetir que era por culpa tuya, yo les decía que se equivocaban. Les decía que tú jamás te habrías ido voluntariamente. Estaba segura de que era cosa de tu madre. Pensaba que os habría secuestrado o algo así. ¡Qué idiota fui! —Sacude la cabeza y su cabello se ondula como el agua a su alrededor—. Y, mientras tanto, lo más probable es que tú estuvieras por ahí con ese humano…, ¡un cazador!
—Az, por favor…
—¿Pensabas contármelo?
—Antes o después, ¡sí!
—Lo siento, Jacinda, pero no puedo hablar contigo en estos momentos —asegura, moviendo las manos en el aire y mirándome luego de arriba abajo—. Ya no te conozco.
Da media vuelta, y su cabello de mechas azules es como un golpe de color en el aire blanquecino. Me quedo mirándola con impotencia, y entonces reparo en Miram, que está más adelante y saluda a Az con la mano. Yo contengo la respiración, pensando que es imposible que Az haya empezado a salir con ella, pero mi amiga se reúne con Miram y ambas se alejan juntas.
Me quedo paralizada un momento, con un espantoso nudo en la garganta. Luego, consciente de lo sola que estoy en medio de la calle, de lo patética que debo de parecer mirando a mi examiga, empiezo a moverme. Un pie delante del otro. Izquierda, derecha, izquierda, derecha.
Debería presentarme en mi nuevo puesto. Eso sería lo más responsable, pero me da igual. Ya le he fallado a todo el mundo, así que no puedo decepcionar a nadie más.
Jugueteo con la cena, moviendo la comida por el plato para que parezca que estoy comiendo. Mi madre ha preparado pan de bayas verdas, pero ni siquiera eso basta para devolverme el apetito.
Lanzo una mirada por la ventana de la cocina, al cielo del anochecer, imaginándome a Tamra y los demás reunidos para el grupo de vuelo de esta noche. Tamra ha pasado antes por aquí para preguntarme si quería ir. Sea egoísta o no, no he podido hacerlo. No estoy lista para ascender por el aire con mi hermana y los demás. En mis sueños, cuando me imaginaba las cosas como deberían ser, siempre estábamos nosotras dos solas.
—¿Cómo ha ido el día? —me pregunta mamá.
El día de hoy es algo que preferiría olvidar, o al menos pasar directamente a la mañana, para que haya quedado atrás oficialmente.
Mis ojos se dirigen a la silla vacía de Tamra, y enseguida desvío la vista… para encontrarme mirando el lugar en que se sentaba mi padre.
No hay ningún sitio seguro al que mirar. Estoy rodeada de vacío. La silla de mi padre, a la derecha. La de Tamra, enfrente de mí. Solo queda mi madre, a la izquierda, aparte de mí misma.
—Bien —respondo, y desmenuzo un pedazo de pan entre los dedos, aplastando una baya verda. Su jugo verde me mancha la yema de los dedos.
—Usa el tenedor —me dice mi madre.
Yo lo cojo y pincho el oscuro pan. No voy a desahogarme con ella, que parece tan frágil ahora. Si para mí no ha sido fácil, sé que para ella ha sido duro, sobre todo porque la manada la culpa por alejarnos de aquí.
—¿Y tú? —le pregunto—. ¿Qué has hecho?
Se encoge de hombros, como para indicar que no hay nada digno de mención. Recuerdo el balonazo en la cabeza y me pregunto si a ella le habrá pasado lo mismo. Al pensarlo, aprieto el tenedor con tal fuerza que me duelen los nudillos.
—Ha sido estupendo ver a Tamra —afirma.
—Sí —coincido.
—Tiene… buen aspecto.
—Sí —contesto, pensando que está más pálida que un carámbano de hielo.
—Está pasando mucho tiempo con Cassian —añade mi madre, observándome con atención para ver cómo me afecta eso—. Parece feliz. —Yo me limito a asentir, incapaz de negarlo. Es cierto que Tamra parece feliz, pero es que ahora tiene a Cassian. ¿Por qué no iba a estar feliz? Al cabo de un momento, mi madre sigue hablando—: Yo he tenido un día tranquilo en la clínica.
—Bien, eso siempre es algo bueno —murmuro, contenta de que ella no haya perdido su trabajo.
Como draki verda que es (o antigua draki verda), sus habilidades son las más apropiadas para ocuparse de los heridos o enfermos, y para preparar las cataplasmas y medicinas que han mantenido en buenas condiciones a nuestra especie durante generaciones. No tendría sentido que la cambiaran de puesto solo por despecho. Eso no le haría ningún favor a la manada.
—He estado reorganizando los medicamentos —continúa, con una anestesiante voz monocorde—. No creo que lo haya hecho nadie desde que nos marchamos.
Yo asiento despacio, reuniendo el coraje que necesito para confesar:
—A mí me han asignado otra tarea.
Ojalá mi voz haya sonado tan neutral como la suya. Tenía que contárselo, pues iba a acabar enterándose antes o después. Si no por mí, por cualquier otra persona.
Espero que alce una ceja, que quiera saber con tono duro por qué lo han hecho. Básicamente, espero a la madre protectora y vigilante que siempre ha sido.
En vez de eso, su voz suena hueca.
—¿Ya no estás en la biblioteca?
—No. —Doy un mordisco y mastico deprisa, temiendo las siguientes palabras—. Ahora estoy en el grupo de despiece.
Mi madre levanta la vista.
—¿En el grupo de despiece?
—Sí. —Deshago el pan de bayas verdas hasta convertirlo en simples migas—. Necesitaban más gente.
—¿Y quién te ha asignado ese trabajo? —me pregunta en voz baja.
Yo me encojo a medias de hombros, convencida de que ahora perderá los estribos.
—Jabel.
Nada.
Mi madre guarda silencio un largo instante. Se queda mirando su plato antes de levantarse de la mesa y llevárselo a la cocina. Hago una mueca al oír cómo lo deja caer estrepitosamente en el fregadero. Aun así, sigo esperando. Me preparo para cuando diga o haga algo, como cruzar la calle y arremeter contra Jabel, su antigua amiga. Casi puedo imaginarme los gritos, con los que le exige saber por qué a su hija le han adjudicado una tarea tan humilde, reservada a los que entrenan para formar parte del grupo de caza de la manada.
Eso sería lo esperable, lo normal.
Pero nada. Aguzo el oído y detecto cómo descorcha una botella, y el leve sonido del vino al caer en una copa.
Al cabo de un momento, mi madre regresa y se para ante la mesa con una copa en la mano; el líquido verde oscuro está peligrosamente cerca del borde. Ella me mira por encima de la copa mientras toma un largo trago de vino verda.
—Todo irá bien —digo, porque no sé qué decirle. Mi madre no está comportándose en absoluto como mi madre—. Yo lo he fastidiado todo y tienen que castigarme. Al final se olvidarán.
Mi madre bebe un sorbo lentamente, con ojos sombríos.
—Sí, supongo que tienes razón —replica, y luego desaparece de nuevo en la cocina.
Vuelve con una botella de vino verda llena, sujeta entre el brazo y el cuerpo. La sigo con la mirada mientras recorre el pasillo en dirección a su dormitorio. La puerta se cierra tras ella. Un momento después, oigo el sonido de la televisión de su cuarto.
Yo me quedo sentada a la mesa un instante, miro a mi alrededor y me pongo en pie enseguida, incapaz de seguir sentada allí ni un segundo más.
Recojo la mesa y llevo los platos al fregadero. El silencio de la cocina es espeso; el televisor de mi madre, un zumbido distante. Mientras lavo los platos, mi mirada se desvía a la ventana y entonces reprimo un grito ahogado. Un cuenco se me escapa de las manos, rebota en el borde de la pila y se hace añicos contra el suelo. Sin embargo, no me muevo, ni siquiera busco el origen del dolor abrasador que noto en un lado de un pie.
Mis ojos siguen fijos en el extremo más alejado del marchito jardín de mi madre. Hay una figura en la oscuridad. Los ojos que me observan parecen arder, atravesando la niebla crepuscular hasta mi casa. Hasta mí.
La niebla se arremolina a su alrededor, se ondula como el humo de una hoguera de turba y luego se separa para dejar a la vista un rostro…, la torcida sonrisa de Corbin. Tiene un aspecto muy engreído, satisfecho consigo mismo, plantado ahí con total descaro.
Se me tensa la piel, los pulmones se me contraen y dilatan, vibran de calor mientras entorno los ojos, interpretando a la perfección esa sonrisa.
Corbin cree que soy para él. Tamra y Cassian se tienen el uno al otro, y yo ya no cuento con el aprecio de la manada… ¿Qué podría hacer excepto aceptar al único draki que me mira, que está dispuesto a convivir conmigo? ¿No? No.
Mi pecho genera humo. Probablemente Corbin piensa que caeré de rodillas ante él, agradecida por las migajas que quiera lanzar en mi camino, que será mi salvación en esta oscura existencia sin amigos entre mi propia especie.
Fulmino con la mirada a la figura encubierta y tiro del cordón de la persiana, que cae con un ruidoso golpeteo, pero sigo imaginándome a Corbin ahí fuera, observándome, vigilándome, esperando.
Resulta extraño. Estoy de nuevo en el hogar que tanto había añorado, rodeada de la niebla y el aire refrescantes que destilan besos sobre mi piel sedienta, pero bien podría estar en medio del desierto. Otra vez. Y en esta ocasión no está Will para reanimarme. No hay nada.
Poco después me aseguro de cerrar con pestillo la ventana de mi habitación. Es una precaución que no había tomado jamás, ni siquiera cuando estaba en Chaparral, pero hoy, con los llameantes ojos de Corbin grabados en mi mente, siento la necesidad de hacerlo.