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La Torre del Mago

Hasta que las puertas de la Torre del Mago no se hubieron cerrado tras de sí y Jenna se encontró de pie en la inmensa entrada dorada del vestíbulo, no se dio cuenta de lo mucho que había cambiado su vida. Jenna no había visto, ni soñado, jamás un lugar como aquel. También sabía que la mayoría de la gente del Castillo tampoco había visto nunca nada parecido. Ya se estaba volviendo diferente de quienes había dejado atrás.

Jenna contempló las desacostumbradas riquezas que le rodeaban mientras entraba, como en trance, en el enorme vestíbulo circular. Las paredes doradas centelleaban con fugaces pinturas de criaturas míticas, símbolos y tierras extrañas. En el aire cálido e impregnado del olor del incienso flotaba un apacible y suave murmullo: el sonido de la Magia cotidiana que mantenía la torre activa. Bajo los pies de Jenna el suelo se movía como si fuera arena. Estaba hecho de cientos de colores distintos, que danzaban alrededor de sus botas y deletreaban las palabras: «Bienvenida, princesa, bienvenida». Luego, mientras las miraba sorprendida, las letras cambiaron y se leía: «¡Deprisa!».

Jenna levantó la mirada para ver a Marcia, que se tambaleaba un poco mientras acarreaba al centinela, entrando en una escalera de caracol plateada.

—Vamos —le instó Marcia con impaciencia. Jenna corrió, llegó al primer escalón y empezó a subir la escalera—. No, quédate donde estás y espera —le explicó Marcia—. La escalera hará el resto.

»Adelante —ordenó Marcia en voz alta y, para asombro de Jenna, la escalera de caracol empezó a dar vueltas.

Al principio iba despacio, pero pronto empezó a adquirir velocidad y girar cada vez más rápido, ascendiendo por la torre hasta que llegaron a la misma cima. Marcia se bajó y Jenna la siguió de un salto, algo mareada, justo antes de que la escalera volviera a girar hacia abajo, atendiendo a la llamada de otro mago en alguna planta inferior.

La gran puerta púrpura de Marcia ya se había abierto de par en par para ellos, y el fuego en la chimenea prendió rápidamente. Un sofá se dispuso por sí solo delante del fuego y dos almohadas y una manta volaron por el aire y aterrizaron pulcramente en el sofá sin que Marcia tuviera que decir ni media palabra.

Jenna ayudó a Marcia a colocar al centinela en el sofá. Tenía muy mal aspecto: la cara blanca del frío, los ojos cerrados, y había empezado a tiritar descontroladamente.

—Tiritar es buena señal —explicó bruscamente Marcia y chasqueó los dedos—. Fuera ropas mojadas.

El ridículo uniforme de centinela se desprendió del chico volando y revoloteó hasta el suelo, donde formó un estridente montón húmedo.

Eres basura —le dijo Marcia, y el uniforme se juntó con desánimo y se colocó sobre el conducto de la basura, por donde se dejó caer y desapareció. Marcia sonrió.

—¡Buen viaje! Ahora, ropas secas.

Apareció un cálido pijama sobre la piel del chico y su tiritona perdió violencia.

—Bien —comentó Marcia—. Nos sentaremos con él un ratito y dejaremos que entre en calor. Se pondrá bien.

Jenna se acomodó en una alfombra junto al fuego y de pronto aparecieron dos humeantes tazones de leche caliente. Marcia se sentó junto a ella y de repente a Jenna le entró timidez. La maga extraordinaria se sentaba a su lado en el suelo, tal como hacía Nicko. ¿Qué iba a decirle? A Jenna no se le ocurría nada, salvo que tenía los pies helados, pero estaba demasiado azorada para quitarse las botas.

—Es mejor que te quites esas botas —le aconsejó Marcia—. Están empapadas.

Jenna se desabrochó las botas y se las quitó.

—Fíjate en tus calcetines. ¡Están hechos un desastre! —criticó Marcia.

Jenna se sonrojó. Sus calcetines habían pertenecido a Nicko y antes de eso habían sido de Fred, ¿o de Erik? Llenos de remiendos, eran demasiado grandes para ella.

Jenna movió los dedos junto al fuego y se secó los pies.

—¿Quieres unos calcetines nuevos? —preguntó Marcia.

Jenna asintió tímidamente. En sus pies apareció un par de gruesos y calientes calcetines de color púrpura.

—Aunque guardaremos los viejos —observó Marcia—. Limpios —les ordenó—. Doblados.

Los calcetines obedecieron; se sacudieron la suciedad, que aterrizó en un montoncito pegajoso en la chimenea, luego se plegaron pulcramente y se quedaron junto al fuego al lado de Jenna. Jenna sonrió. Se alegraba de que Marcia no hubiera llamado «basura» al mejor zurcido de Sarah.

La tarde de mediados de invierno avanzaba y la luz empezaba a apagarse. Por fin el centinela había dejado de temblar y dormía plácidamente. Jenna estaba acurrucada junto al fuego, mirando uno de los libros de Magia ilustrados de Marcia, cuando oyó llamar frenéticamente a la puerta.

—Corre, Marcia. ¡Ábreme la puerta, soy yo! —instó una voz impaciente desde fuera.

—Es papá —gritó Jenna.

—Chiiissst —le ordenó Marcia—, podría no serlo.

—Por el amor de Dios, abre la puerta —suplicó la voz impaciente.

Marcia hizo un rápido hechizo traslúcido. Para su irritación, al otro lado de la puerta estaban Silas y Nicko. Pero eso no era todo: sentado a su lado, con la lengua fuera y babeando como un loco, estaba el lobo, que llevaba atado al cuello un pañuelo a topos.

Marcia no tenía más elección que dejarlos entrar.

—¡Abre! —ordenó Marcia bruscamente a la puerta.

—Hola, Jen —sonrió Nicko.

Avanzó cuidadosamente sobre la fina alfombra de Marcia, seguido de cerca por Silas y el lobo, cuya cola, que no dejaba de moverse, barrió la preciada colección de frágiles cacharritos de hada y los tiró al suelo.

—¡Nicko! ¡Papá! —gritó Jenna y se echó a los brazos de Silas. Parecía que llevaba meses sin verlos—. ¿Dónde está mamá? ¿Se encuentra bien?

—Está bien —respondió Silas—. Se ha ido a casa de Galen con los chicos. Nicko y yo solo hemos venido a darte esto. —Silas hurgó en sus hondos bolsillos—. Espera, está aquí, en algún lado.

—¡Por el amor de Dios!, ¿estás loco? —Le preguntó Marcia—. ¿Qué crees que estás haciendo al venir aquí? Y aparta ese maldito lobo.

El lobo estaba ocupado olisqueando los zapatos de pitón de Marcia.

—No es un lobo —le explicó Silas—, es un perro lobo abisinio, descendiente de los perros lobo de los magos mogoles. Y se llama Maximillian. Aunque dejará que lo llames Maxie para abreviar, si eres amable con él.

—¡Amable! —resopló Marcia casi sin palabras.

—Aunque deberíamos quedarnos a pasar la noche —continuó Silas, que vació el contenido de una bolsita mugrienta encima de la mesa de la ouija de ébano y jade de Marcia y rebuscó en ella—. Ahora está demasiado oscuro para internarnos en el Bosque.

—¿Quedaros? ¿Aquí?

—¡Papá! Mira mis calcetines, papá —dijo Jenna moviendo los dedos de los pies en el aire.

—Hum, muy bonitos, tesoro —comentó Silas, que aún hurgaba en sus bolsillos—. ¿Dónde lo habré puesto? Sé que lo traía conmigo…

—¿Te gustan mis calcetines, Nicko?

—Muy púrpura —opinó Nicko—. Estoy helado.

Jenna condujo a Nicko hasta el fuego. Señaló al centinela.

—Estamos esperando a que se despierte. Se ha quedado helado en la nieve y Marcia lo ha rescatado. Ella ha hecho que volviera a respirar.

Nicko silbó impresionado.

—Oye, a mí me parece que se está despertando ahora.

El niño centinela abrió los ojos y contempló a Jenna y a Nicko. Parecía aterrado. Jenna le acarició la afeitada cabeza. La notó hirsuta y un poco fría.

—Ahora estás a salvo —le tranquilizó—. Estás con nosotros. Yo soy Jenna y este es Nicko. ¿Cómo te llamas?

—Muchacho 412 —murmuró el centinela.

—¿Muchacho 412…? —repitió Jenna perpleja—. Pero eso es un número, nadie tiene un número por nombre.

El chico se limitó a mirar a Jenna. Luego volvió a cerrar los ojos y se durmió de nuevo.

—¡Qué raro! —exclamó Nicko—. Papá me dijo que solo tienen números en el ejército joven. Había dos de ellos ahí fuera esta noche, pero les hizo creer que éramos guardias. Y recordó la contraseña de hace años.

—El bueno de papá —se admiró Jenna—. Salvo que —reflexionó— no es mi padre. Y tú no eres mi hermano…

—No seas boba, claro que lo somos —sostuvo Nicko sin miramientos—. Nada puede cambiar eso, princesa tonta.

—Sí, supongo —admitió Jenna.

—Sí, por supuesto —afirmó Nicko.

Silas había estado escuchando la conversación.

—Yo siempre seré tu padre y mamá siempre será tu madre. Solo que tú has tenido antes una primera mamá.

—¿Era realmente una reina? —preguntó Jenna.

—Sí, la reina. Nuestra reina. Antes de que tuviéramos a estos… custodios aquí.

Silas parecía pensativo, luego su expresión se tranquilizó al recordar algo y se quitó su grueso gorro de lana. Allí estaba, en el bolsillo de su sombrero. Claro.

—¡Lo encontré! —exclamó Silas, triunfante—. Tu regalo de cumpleaños. ¡Feliz cumpleaños, tesoro! —Y le dio a Jenna el regalo que se había olvidado.

Era pequeño y sorprendentemente pesado para su tamaño. Jenna rompió el papel de colores y se quedó una bolsita azul con cordones en la mano. Cuidadosamente tiró de los cordones, conteniendo la respiración de entusiasmo.

—¡Oh! —dijo, sin poder ocultar la desilusión en su voz—. Es un guijarro. Pero es un guijarro realmente bonito, papá, gracias.

Sacó el liso guijarro gris y se lo puso en la palma de la mano. Silas cogió a Jenna en su regazo.

—No es un guijarro, es una piedra mascota —le explicó—. Prueba a acariciarla debajo de la barbilla.

Jenna no estaba muy segura de qué extremo era la barbilla, pero lo intentó. Lentamente el guijarro abrió sus ojillos negros y la miró; luego estiró cuatro patas cortas, se levantó y caminó alrededor de la palma de su mano.

—¡Oh, papá, es genial! —exclamó Jenna.

—Pensamos que te gustaría. Conseguí el hechizo en la tienda de las rocas errantes. Pero no le des mucho de comer, o se pondrá muy pesada y se volverá perezosa. Y necesita andar a diario.

—La llamaré Petroc —dijo Jenna—. Petroc Trelawney.

Petroc Trelawney parecía todo lo contenta que una piedra puede estar, lo cual no se diferenciaba demasiado de su estado anterior. Replegó las patas, cerró los ojos y se volvió a acomodar para dormir. Jenna la guardó en el bolsillo para mantenerla caliente.

Mientras tanto, Maxie estaba ocupado mordiendo el papel de envolver y babeando en la nuca de Nicko.

—¡Ey, apártate, saco de babas! Venga, túmbate —le ordenó Nicko, intentando obligar a Maxie a que se echase en el suelo. Pero el perro no se tumbaba; miraba en la pared un gran retrato de Marcia con su túnica de graduación de aprendiz.

Maxie empezó a gemir bajito. Nicko le dio unos golpes suaves.

—Un retrato escalofriante, ¿verdad? —susurró al perro, que movió la cola sin entusiasmo y luego aulló cuando Alther Mella apareció a través del retrato. Maxie no se había acostumbrado a las apariciones de Alther.

Maxie, el perro lobo, gimoteó y enterró la cabeza bajo la manta que cubría al Muchacho 412. Su nariz húmeda y fría despertó al chico de un sobresalto. El Muchacho 412 se incorporó de un brinco y miró a su alrededor como un conejo asustado. No le gustaba lo que veía. De hecho, era su peor pesadilla.

En cualquier momento llegaría el comandante del ejército joven y entonces sí estaría en un verdadero aprieto. Confraternizar con el enemigo: así es como lo llamaban cuando alguien hablaba con los magos. Y allí estaba él con dos magos y un viejo fantasma de mago, a juzgar por su aspecto, por no mencionar a los dos bichos raros de sus hijos, uno con una especie de diadema en la cabeza y el otro con aquellos delatores ojos verdes de mago, y el asqueroso perro. También le habían quitado el uniforme y le habían puesto ropas de civil; podían matarle por espía. El Muchacho 412 gimió y hundió la cabeza entre las manos.

Jenna le pasó un brazo por los hombros.

—Está bien —le susurró—. Nosotros te cuidaremos.

Alther parecía agitado.

—Esa Linda les está diciendo adonde habéis ido. Están viniendo, están enviando a la Asesina.

—¡Oh, no! —se lamentó Marcia—. Cerraré mediante hechizo las puertas principales.

—Demasiado tarde —jadeó Alther—, ya ha entrado.

—Pero ¿cómo?

—Alguien dejó la puerta abierta —dijo Alther.

—¡Silas, eres idiota! —espetó Marcia.

—De acuerdo —admitió Silas encaminándose hacia la puerta—, entonces nos iremos y me llevaré a Jenna conmigo. Es obvio que no está a salvo aquí contigo, Marcia.

—¿Qué? —exclamó Marcia indignada—. ¡No está a salvo en ningún lugar, imbécil!

—No me llames imbécil —soltó Silas—, soy tan inteligente como tú, Marcia. Solo porque sea un mago ordinario…

—¡Basta! —Gritó Alther—. No es momento para discusiones. Por el amor del cielo, está subiendo la escalera…

Impresionados, todos se quedaron inmóviles y escucharon. Todo estaba en silencio, demasiado en silencio, salvo el susurro de la escalera de plata que giraba inexorablemente mientras subía despacio a un pasajero por la Torre del Mago hasta lo más alto, hasta la puerta púrpura de Marcia.

Jenna parecía asustada. Nicko la abrazó.

—Yo te protegeré, Jen —la calmó—. Conmigo estarás a salvo.

De repente, Maxie echó las orejas hacia atrás y soltó un aullido que helaba la sangre. A todos se les pusieron los pelos de punta.

La puerta se abrió con un ruido.

La silueta de la Asesina se perfiló a la luz. Su rostro estaba blanco mientras supervisaba la escena que tenía delante, sus ojos escrutaban fríamente a su alrededor, en busca de su presa: la princesa. En la mano derecha llevaba una pistola de plata que Marcia había visto por última vez hacía diez años en el salón del trono.

La Asesina dio un paso adelante.

—Estáis arrestados —anunció amenazadoramente—. No tenéis que decir nada en absoluto. Se os llevará a un lugar y…

El Muchacho 412 se levantó temblando. Era tal como había esperado: habían venido a por él. Caminó despacio hacia la Asesina. Ella le miró fríamente.

—Aparta de mi camino, chico —vociferó la Asesina, y de un golpe envió al Muchacho 412 al suelo.

—¡No hagas eso! —chilló Jenna. Corrió hacia el Muchacho 412, que estaba tirado en el suelo, pero mientras se arrodillaba para ver si estaba herido, la Asesina la cogió.

Jenna se dio media vuelta.

—¡Déjame! —gritó.

—Quédate quieta, Realicia —se burló la Asesina—. Alguien quiere verte, pero quiere verte… muerta.

La Asesina levantó la pistola de plata hasta la cabeza de Jenna.

¡Crac! Un rayocentella salió de la mano extendida de Marcia. Golpeó a la Asesina, derribándola, y liberó a Jenna de sus garras.

—¡Cubrir y preservar! —gritó Marcia. Una brillante cortina de luz blanca saltó como una cuchilla brillante del suelo y los rodeó, aislándolos de la Asesina, que estaba inconsciente.

Entonces Marcia abrió la tapadera del conducto de la basura.

—Es el único modo de salir de aquí —anunció—. Silas, tú irás primero. Intenta realizar un hechizo limpiador mientras bajas.

—¿Qué?

—Ya has oído lo que he dicho. ¡Métete! —le espetó Marcia, dando a Silas un fuerte empellón hacia el conducto abierto. Silas se tambaleó sobre el conducto de la basura y luego, con un aullido, cayó y desapareció.

Jenna tiró del Muchacho 412 hasta ponerlo en pie.

—Vamos —dijo, y le empujó de cabeza por el conducto. Luego saltó ella, seguida de cerca por Nicko, Marcia y un enloquecido perro lobo.