Hacia la torre
Jenna no podía creer lo que le estaba pasando. Apenas tuvo tiempo para besar a todos antes de que Marcia la envolviese en su capa púrpura y le dijera que se acercara y caminase a su paso. Luego la gran puerta negra de los Heap se abrió involuntariamente con un crujido y Jenna salió del único hogar que había conocido en su vida.
Probablemente fue bueno que, cubierta como estaba por la capa de Marcia, Jenna no pudiera ver las perplejas caras de los seis niños Heap o las desoladas expresiones en los rostros de Sarah y Silas al mirar la capa púrpura de cuatro patas doblar la esquina del final del corredor 223 y desaparecer de la vista.
Marcia y Jenna emprendieron el largo camino de regreso a la Torre del Mago. Marcia no quería arriesgarse a que la vieran en el exterior con Jenna, y los oscuros y serpenteantes corredores del lado norte parecían más seguros que la rápida ruta que había tomado a primera hora de la mañana. Marcia caminaba a paso ligero y Jenna se veía obligada a correr a su lado para poder seguir su ritmo. Por suerte, lo único que llevaba consigo era una mochila con unos pocos tesoros que le recordaban su hogar, aunque con las prisas había olvidado su regalo de cumpleaños.
Era media mañana y la hora punta había acabado. Para alivio de Marcia, los húmedos corredores estaban casi desiertos mientras ella y Jenna los recorrían en silencio, virando con soltura en cada recodo mientras los recuerdos de Marcia de antiguos viajes a la Torre del Mago volvían a su mente.
Oculta bajo la pesada capa de Marcia, Jenna podía ver muy poco, de tal modo que concentraba la mirada en los dos pares de pies que tenía debajo: los suyos, pequeños y regordetes, embutidos en sus desgastadas botas marrones, y los largos y afilados pies de Marcia, embutidos dentro de su piel de pitón púrpura, caminando por las grises losas húmedas y frías. Enseguida Jenna tuvo que pararse al notar que sus propias botas estaban hipnotizadas por las afiladas pitones púrpura que dañaban delante de ella, a izquierda y derecha, a izquierda y derecha, mientras cruzaban kilómetros y kilómetros de interminables pasadizos.
De este modo, la extraña pareja entró sin ser vista en el Castillo. A través de pesadas puertas murmurantes que ocultaban los muchos talleres en los que la gente del lado norte pasaba sus largas horas de trabajo haciendo botas, cervezas, remos, barcos, camas, sillas de montar, candelas, velas, pan y, últimamente armas, uniformes y cadenas. Dejaron atrás las frías escuelas, donde niños aburridos recitaban la tabla del trece, y los vacíos y estruendosos almacenes, donde el ejército custodio había trasladado la mayoría de las provisiones de invierno para su propio uso.
Por fin, Marcia y Jenna salieron por la estrecha arcada que daba al patio de la Torre del Mago. Jenna tomó aliento en el aire frío, echó una mirada furtiva por debajo de la capa y lanzó una exclamación.
Ante ella se alzaba la Torre del Mago, tan alta que la pirámide de oro que la coronaba casi se perdía en una nube baja y deshilachada. La torre resplandecía, plateada, al sol del invierno, tan brillante que a Jenna le lastimaba los ojos, y el cristal púrpura de sus cientos de minúsculas ventanas refulgía y centelleaba con una misteriosa oscuridad que reflejaba la luz y guardaba los secretos que se ocultaban detrás de ellos. Una bruma fina y azul rielaba alrededor de la torre, desdibujando sus límites, de manera que a Jenna le resultaba difícil decir dónde acababa la torre y empezaba el cielo. El aire también era diferente, olía extraño y dulce, a hechizos mágicos y a viejo incienso. Y mientras Jenna se quedaba quieta, incapaz de dar otro paso, supo que estaba envuelta por los sonidos, demasiado quedos para ser oídos, de antiguos hechizos y encantamientos.
Por primera vez desde que Jenna salió de su hogar tenía miedo. Marcia pasó un brazo protector por los hombros de Jenna, pues incluso ella recordaba muy bien cómo es la torre cuando la ves por primera vez: aterradora.
—Ven, acércate —murmuró Marcia para darle ánimos, y juntas se dirigieron sigilosamente hacia los inmensos escalones de mármol que conducían hasta la resplandeciente entrada de plata.
Marcia estaba tan concentrada en mantener el equilibrio que hasta que no llegó al pie de la escalera no se dio cuenta de que ya no había centinela de guardia. Consultó el reloj confusa. El cambio de centinela no era hasta al cabo de quince minutos, así que ¿dónde estaba el muchacho que arrojaba bolas de nieve y al que había regañado aquella mañana?
Marcia miró a su alrededor chasqueando la lengua. Algo no iba bien. El centinela no estaba allí y sin embargo aún estaba allí. De repente se dio cuenta de que estaba entre el Aquí y el No Aquí. Estaba casi muerto.
Marcia se abalanzó de súbito hacia un pequeño montículo junto a la arcada y la capa dejó al descubierto a Jenna.
—¡Excava! —Dijo Marcia entre dientes, escarbando en el montículo—. ¡Está aquí, congelado!
Debajo del montículo estaba el delgado cuerpo blanco del centinela que arrojaba bolas de nieve. Estaba acurrucado, hecho una bola, con el delgado uniforme de algodón empapado por la nieve y pegado glacialmente a su cuerpo. Los colores ácidos y relumbrones del extraño uniforme parecían de mal gusto a la fría luz del sol de invierno. Jenna se estremeció al ver al chico, no de frío sino por un recuerdo desconocido e inefable que cruzó por su mente. Marcia quitó cuidadosamente la nieve de la boca amoratada del chico, mientras Jenna le ponía la mano en el blanco brazo tieso como un palo. Nunca había tocado a alguien tan frío. Seguramente ya estaba muerto.
Jenna miró a Marcia inclinarse sobre la cara del chico y murmurar algo entre dientes. Marcia se quedó quieta, escuchó y miró preocupada. Luego volvió a murmurarle, esta vez con más urgencia: «Rápido, jovencillo, rápido». Se calló un momento y luego exhaló una larga y lenta bocanada de aire en el rostro del muchacho. El aire salía sin cesar de la boca de Marcia, una y otra vez, una nube de color rosa pálido que envolvía la boca y la nariz del chico y lenta, muy lentamente, parecía llevarse el horrible color azul y reemplazarlo por un color de vida. El chico no rebulló, pero Jenna creyó ver un débil movimiento en su pecho. Volvía a respirar.
—¡Rápido! —susurró Marcia a Jenna—. No sobrevivirá si lo dejamos aquí. Tenemos que meterlo dentro.
Marcia cogió al chico en brazos y lo subió con facilidad por los anchos escalones de mármol. Cuando llegó arriba, las puertas de plata maciza de la Torre del Mago se abrieron en silencio ante ellos. Jenna respiró hondo y siguió a Marcia y al muchacho adentro.