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En casa de los Heap

—Ábrete —ordenó Marcia a la puerta negra de los Heap.

Pero, al ser una puerta que pertenecía a Silas Heap, no hizo nada de eso; en realidad, Marcia creyó ver cómo se tensaba en sus bisagras y apretaba la cerradura. Así que ella, la señora Marcia Overstrand, la maga extraordinaria, se vio obligada a llamar a la puerta tan fuerte como pudo. Nadie respondió. Lo volvió a intentar, cada vez más fuerte, con ambos puños, pero seguían sin contestar. Justo cuando estaba pensando en darle a la puerta una buena patada, y también su merecido, abrieron la puerta y Marcia se encontró cara a cara con Silas Heap.

—¿Sí? —dijo de modo brusco, como si no fuera más que un pesado vendedor ambulante.

Durante un breve instante, Marcia se quedó sin palabras. Miró detrás de Silas para ver una habitación que parecía haber sufrido recientemente los efectos de una explosión y ahora estaba, por algún motivo, llena de niños. Los niños pululaban alrededor de una niña pequeña de cabello oscuro que estaba sentada a una mesa cubierta con un mantel sorprendentemente blanco y limpio. La niña sostenía un pequeño regalo envuelto en un papel de vivos colores y atado con una cinta roja y, riendo, apartaba a algunos niños que intentaban cogérselo. Pero uno tras otro, la niña y todos los chicos, levantaron la mirada y se hizo un extraño silencio en el hogar de los Heap.

—Buenos días, Silas Heap —saludó Marcia con una gentileza un poco excesiva—; buenos días, Sarah Heap. Y… ejem, a todos los pequeños Heap, claro.

Los pequeños Heap, la mayoría de los cuales ya no eran precisamente pequeños, no dijeron nada, pero seis pares de ojos verdes brillantes y un par de ojos violeta intenso no se perdían detalle de Marcia Overstrand. Marcia empezó a sentirse incómoda: ¿acaso tenía una mancha en la nariz? ¿Se le había levantado algún cabello de manera ridícula? ¿Tal vez tenía un trozo de espinaca pegado en un diente?

Marcia recordó que no había comido espinacas para desayunar. «Adelante, Marcia —se dijo a sí misma—, tú eres quien manda aquí». Así que se dirigió a Silas, que la miraba como si esperase que se marchara pronto.

—He dicho «buenos días», Silas Heap, —dijo Marcia de mal talante.

—Sí, lo has dicho, Marcia, sí, lo has dicho —respondió Silas—, ¿y qué te trae por aquí después de todos estos años?

Marcia fue directa al grano.

—He venido a buscar a la princesa.

—¿A quién? —preguntó Silas.

—Sabes perfectamente a quién —le soltó Marcia, a quien no le gustaba que nadie le hiciera preguntas y mucho menos Silas Heap.

—No tenemos princesas aquí, Marcia —aclaró Silas—, pensaba que eso era bien obvio.

Marcia miró a su alrededor. Era cierto, no era un lugar donde esperarías encontrar a una princesa. En realidad, Marcia nunca había visto semejante desorden en toda su vida.

En medio del caos, junto al fuego recién encendido, se encontraba Sarah Heap. Sarah estaba cocinando gachas para el desayuno de cumpleaños cuando Marcia entró en su hogar y en su vida. Ahora parecía transfigurada, sosteniendo la sartén de las gachas en el aire y contemplando fijamente a Marcia. Algo en su mirada le dijo a Marcia que Sarah sabía lo que se avecinaba. «Esto no va a ser fácil», pensó Marcia y decidió evitar ser drástica y volver a empezar.

—¿Puedo sentarme, por favor, Silas… Sarah? —solicitó.

Sarah asintió. Silas frunció el ceño. Ninguno de los dos pronunció palabra.

Silas miró a Sarah. Se había sentado con el rostro demudado y temblorosa, cogiendo a la niña del cumpleaños en su regazo y abrazándola fuerte. Silas deseaba más que nada en el mundo que Marcia se fuera y los dejara solos, pero sabía que tenía que oír lo que había venido a decirles. Suspiró pesadamente y dijo:

—Nicko, acércale a Marcia una silla.

—Gracias, Nicko —dijo Marcia mientras se sentaba con cautela en una de las sillas artesanales de Silas. El despeinado Nicko dirigió a Marcia una sonrisa picara y se retiró para confundirse entre el puñado de hermanos que se apiñaban de manera protectora en torno a Sarah.

Marcia miró a los Heap y se asombró de lo mucho que se parecían todos. Todos, incluso Sarah y Silas, tenían el mismo cabello trigueño rizado y, claro está, todos tenían los penetrantes ojos verdes de mago. Y en el medio de los Heap se sentaba la princesa, con su cabello negro liso y los ojos de un intenso color violeta. Marcia gruñó para sí. A ella todos los bebés le parecían iguales y nunca se le había ocurrido lo diferente que era la princesa de los Heap a medida que se hacía mayor. No le extrañaba que la espía la hubiera descubierto.

Silas Heap se sentó sobre un cajón de embalar volcado.

—Bueno, Marcia, ¿qué pasa? —inquirió.

A Marcia se le secó la boca.

—¿Tenéis un vaso de agua? —pidió.

Jenna bajó del regazo de Sarah y se acercó a Marcia, sosteniendo una gastada taza de madera con marcas de dientes en el borde.

—Toma, ten mi agua. No me importa. —Miró a Marcia con admiración.

Jenna nunca en su vida había visto a nadie como Marcia, nadie tan púrpura, tan brillante, tan limpia y con vestidos tan caros y, ciertamente, a nadie con unos zapatos tan puntiagudos.

Marcia miró la taza con recelo, pero entonces, al recordar quién se la había dado, dijo:

—Gracias, princesa. Ejem… ¿puedo llamaros Jenna?

Jenna no contestó. Estaba demasiado ocupada mirando los zapatos púrpura de Marcia.

—Contesta a la señora Marcia, tesoro —le instó Sara Heap.

—Oh, sí, puede señora Marcia —respondió Jenna perpleja pero con educación.

—Gracias, Jenna. Me alegro de encontraros después de todo este tiempo. Y, por favor, llamadme solo Marcia —dijo Marcia, que no podía dejar de pensar en lo mucho que Jenna se parecía a su madre.

Jenna volvió al lado de Sarah, y Marcia se obligó a sí misma a tomar un trago de agua de la taza mordisqueada.

—Suéltalo ya, Marcia —se impacientó Silas en su cajón volcado—. ¿Qué ocurre? Como siempre parece que nosotros somos los últimos en enterarnos.

—Silas, ¿sabéis Sarah y tú quién es, ejem… Jenna? —preguntó Marcia.

—Sí, lo sabemos; Jenna es nuestra hija, eso es lo que es —respondió Silas con obstinación.

—Pero lo sospecháis, ¿no? —insistió Marcia dirigiendo su mirada fija a Sarah.

—Sí —contestó Sarah serenamente.

—Pues tenéis que entenderlo si os digo que ella ya no está a salvo aquí. Tengo que llevármela ahora —explico Marcia con urgencia.

—¡No! —lloriqueó Jenna—. ¡No! —Y volvió a subirse al regazo de Sarah, que la abrazó fuerte.

Silas estaba furioso.

—Solo porque eres la maga extraordinaria, Marcia, crees que puedes entrar aquí y arruinar nuestras vidas como si no tuviera importancia. No vas a llevarte a Jenna. Es nuestra, es nuestra única hija. Está perfectamente a salvo aquí y se quedará con nosotros.

—Silas —suspiró Marcia—, no está a salvo con vosotros. Ya no. La han descubierto. Tienes a una espía viviendo justo en la puerta de al lado, Linda Lane.

—¡Linda! —exclamó Sarah—. ¿Una espía? No te creo.

—¿Te refieres a esa horrible cotorra que siempre anda parloteando por aquí sobre píldoras y pociones y haciendo interminables retratos de los niños? —preguntó Silas.

—¡Silas! —le reprendió Sarah—. No seas tan grosero.

—Seré más que grosero si resulta ser una espía —declaró Silas.

—No utilices el condicional, Silas —dijo Marcia—. Linda Lane es una espía sin ningún género de dudas. Estoy segura de que los dibujos que ha hecho le serán muy útiles al custodio supremo.

Silas rugió y Marcia apuró su ventaja.

—Mira, Silas, yo solo quiero lo mejor para Jenna. Tienes que confiar en mí.

Silas se mofó.

—¿Por qué iba a confiar en ti, Marcia?

—Porque yo te confié a la princesa —respondió Marcia—. Ahora tú debes confiar en mí. Lo que sucedió hace diez años no volverá a suceder.

—Olvidas, Marcia —observó Silas en tono mordaz—, que no sabemos lo que sucedió hace diez años. Nadie se molestó en contárnoslo nunca.

Marcia suspiró.

—¿Cómo podría explicártelo, Silas? Fue mejor para la princesa, quiero decir, para Jenna, que no lo supierais.

Al volver a mencionar a la princesa, Jenna levantó la vista hacia Sarah.

—La señora Marcia se ha llamado eso antes —susurró—. ¿Soy realmente yo?

—Sí, tesoro —le respondió Sarah también con un susurro; luego miró a Marcia a los ojos y dijo—: Creo que todos necesitamos saber lo que sucedió hace diez años, señora Marcia.

Marcia miró su reloj. Debía darse prisa. Respiró hondo y empezó:

—Hace diez años acababa de pasar los exámenes finales y había salido a visitar a Alther para darle las gracias. Poco después de que yo llegara, vino corriendo un mensajero para decirle que la reina había dado a luz a una niña. Estábamos tan contentos… eso significaba que por fin había llegado el heredero del Castillo.

»El mensajero convocó a Alther a palacio para que dirigiera la ceremonia de bienvenida de la princesa recién nacida. Fui con él para ayudarle a llevar los pesados libros, pociones y amuletos que necesitaba. Y para recordarle en qué orden debía hacer las cosas, pues el viejo y querido Alther se estaba volviendo un poco olvidadizo.

»Cuando llegamos a palacio nos condujeron hasta el salón del trono para ver a la reina, que parecía tan contenta… tan maravillosamente feliz… Estaba sentada en el trono con su hija recién nacida en brazos y nos saludó con estas palabras: “¿No es hermosa?”.

»Aquellos fueron las últimas palabras que nuestra reina pronunció.

—No —murmuró bajito Sarah.

—En aquel mismo instante un hombre en un extraño uniforme negro y rojo entró en la sala. Claro que ahora sé que vestía el uniforme de un Asesino, pero en aquel momento yo no sabía nada de nada. Pensé que era una especie de mensajero, aunque pude observar, por la expresión de la reina, que no lo estaba esperando. Luego vi que llevaba una gran pistola de plata y me asusté mucho. Miré a Alther, pero estaba tan enfrascado en sus libros que ni siquiera lo había visto. Luego… fue algo tan irreal… vi al soldado levantar la pistola lenta y deliberadamente, apuntar y dispararle directamente a la reina. Todo estaba envuelto en un horrible silencio cuando la bala de plata atravesó con precisión el corazón de la reina y se hundió en la pared que tenía a su espalda. La princesa se puso a llorar y empezó a caerse de los brazos de su madre. Yo di un salto y la cogí.

Jenna palideció, intentaba comprender lo que estaba oyendo.

—¿Esa era yo, mami? —preguntó a Sarah en voz baja—. ¿Yo era la princesa recién nacida?

Sarah asintió despacio.

La voz de Marcia tembló ligeramente mientras proseguía:

—¡Fue terrible! Alther estaba empezando a formular el hechizo escudo seguro cuando hubo otro disparo y una bala le hizo dar media vuelta y lo arrojó al suelo. Yo terminé el hechizo de Alther por él y durante unos momentos los tres estuvimos a salvo. El Asesino disparó su siguiente bala, esta vez dirigida a la princesa y a mí, pero rebotó en el escudo invisible y volvió directamente hacia él, alcanzándole en la pierna. Cayó al suelo, pero aún sostenía la pistola. Se quedó ahí tumbado mirándonos, esperando a que el hechizo acabara, como acaban todos los hechizos.

»Alther se estaba muriendo. Se quitó el amuleto y me lo dio. Yo lo rechacé, estaba segura de que podría salvarlo, pero Alther lo sabía mejor que yo. Se limitó a decirme con tono calmado que era el momento de irse. Sonrió y luego… luego murió.

La habitación se quedó en silencio, nadie se movió. Incluso Silas miraba deliberadamente al suelo. Marcia continuó en voz queda:

—Yo… yo no podía creerlo. Me até el amuleto alrededor del cuello y cogí a la princesa. Estaba llorando… bueno, las dos estábamos llorando. Luego corrí. Corrí tan deprisa que el Asesino no tuvo tiempo de disparar.

»Huí a la Torre del Mago, no se me ocurrí a qué otro lugar podía ir. Les conté a los demás magos la terrible noticia y les pedí su protección, que todos nos concedieron. Hablamos toda la tarde sobre lo que debíamos hacer con la princesa. Sabíamos que no podía quedarse en la torre mucho tiempo, no podíamos proteger a la princesa para siempre y, además, era un bebé recién nacido y necesitaba una madre. Entonces pensé en ti, Sarah.

Sarah pareció sorprendida.

—Alther solía hablarme de ti y de Silas y yo sabía que acababas de tener un niño ese mismo día. Era la comidilla de la torre, el séptimo hijo del séptimo hijo. No tenía ni idea de que había muerto. Me apenó mucho oír lo que había sucedido. Pero sabía que amarías a la princesa y la harías feliz, de modo que decidimos que tú debías tenerla.

»Pero no podía caminar hasta los Dédalos y dártela. Alguien podía verme. Así que, a última hora de la tarde, me escabullí del Castillo con la princesa y la dejé en la nieve, asegurándome de que tú, Silas, la entraras. Y así fue. No pude hacer más.

»Salvo ocultarme en las sombras y verte regresar, después de que Gringe me aturullara tanto como para darle media corona. Al ver el modo en que caminabas y te sujetabas la capa como si sostuvieras algo precioso, supe que tenías a la princesa y, ¿lo recuerdas?, te dije: “No le cuentes a nadie que la has encontrado. Es tu hija. ¿Lo entiendes?”.

Un silencio cargado pesaba en el aire. Silas miraba al suelo; Sarah se sentaba inmóvil, y Jenna y los niños parecían aturdidos. Marcia se levantó en silencio y de un bolsillo de su túnica sacó una taleguilla de terciopelo rojo. Luego cruzó la habitación, con mucho cuidado de no pisar nada, sobre todo un lobo grande y no demasiado limpio que acababa de descubrir dormido sobre una montaña de mantas.

Los Heap observaron, hipnotizados, cómo Marcia caminaba con solemnidad hacia Jenna. Los chicos Heap se apartaron muy respetuosos cuando Marcia se detuvo delante de Sarah y de Jenna y se arrodilló.

Jenna miraba con los ojos muy abiertos cómo Marcia abría la taleguilla de terciopelo y sacaba una pequeña diadema de oro.

—Princesa —declaró Marcia—, era de vuestra madre y ahora es vuestra por derecho propio.

Marcia colocó la diadema de oro en la cabeza de Jenna. Le ajustaba perfectamente. Silas rompió el hechizo.

—Bien, ya lo has hecho, Marcia —se lamentó enojado—. Ahora ya has descubierto el pastel.

Marcia se puso en pie y se sacudió el polvo de su capa. Y al hacerlo, para su sorpresa, el fantasma de Alther Mella flotó a través de la pared y se detuvo junto a Sarah Heap.

—¡Ah, aquí está Alther! —exclamó Silas—. Esto no le va a gustar, puedo asegurártelo.

—¡Hola, Silas, Sarah, hola a todos mis jóvenes magos!

Los chicos Heap sonrieron. La gente los llamaba muchas cosas, pero solo Alther los llamaba magos.

—Y hola, mi princesita —saludó Alther, que siempre había llamado a Jenna así, y ahora Jenna sabía por qué.

—Hola, tío Alther —le devolvió el saludo Jenna, que se sentía mucho más feliz con el viejo fantasma flotando a su alrededor.

—No sabía que Alther te visitaba a ti también —comentó Marcia algo ofendida, aunque se sintió aliviada al verlo.

—Bueno, yo fui su primer aprendiz —soltó Silas—. Antes de que tú te colaras a codazos.

—Yo no me colé a codazos: tú abandonaste; le suplicaste a Alther que anulara tu aprendizaje. Dijiste que querías leer cuentos por la noche a los niños en lugar de estar encerrado en una torreta con la nariz pegada a un viejo y polvoriento libro de hechizos. A veces me das risa, Silas —estalló Marcia con una mirada fulminante.

—Niños, niños, no os peleéis ahora —sonrió Alther—. Os quiero a los dos igual, todos mis aprendices son especiales.

El fantasma de Alther Mella resplandecía ligeramente al calor del hogar. Vestía su fantasmal capa de mago extraordinario, todavía con manchas de sangre, que siempre entristecían a Marcia cuando las veía. El largo cabello blanco de Alther estaba cuidadosamente recogido en una cola y la barba pulcramente recortada en punta. En vida, el cabello y la barba de Alther siempre estaban hechos un desastre, nunca se percataba de lo rápido que parecía crecerle. Pero ahora que era un fantasma le resultaba fácil; se acicaló a conciencia hacía diez años y así se quedó. Los ojos verdes de Alther tal vez brillaran algo menos que cuando estaba vivo, pero miraban a su alrededor con el mismo entusiasmo que siempre. Y cuando miraban el hogar de los Heap se ponían tristes. Las cosas estaban a punto de cambiar.

—Díselo, Alther —le pidió Silas—. Dile que no se va a llevar a nuestra Jenna. Princesa o no, no se la va a llevar.

—Ojalá pudiera, Silas, pero no puedo —manifestó Alther con expresión grave—. Os han descubierto. Se acerca una Asesina. Estará aquí a medianoche con una bala de plata. Ya sabes lo que eso significa…

Sarah Heap hundió la cabeza entre las manos.

—No —suspiró.

—Sí —respondió Alther. Temblaba y su mano se dirigió hacia el pequeño agujero redondo de bala justo debajo de su corazón.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Sarah muy serena y quieta.

—Marcia se llevará a Jenna a la Torre del Mago —explicó Alther—. Jenna estará a salvo por el momento. Luego tendremos que pensar cuál será el próximo movimiento. —Miró a Sarah—. Tú y Silas deberíais iros con los niños a algún lugar seguro donde no puedan encontraros.

Sarah estaba pálida, pero su voz era firme.

—Iremos al Bosque, nos quedaremos con Galen.

Marcia volvió a mirar el reloj. Se estaba haciendo tarde.

—Tengo que llevarme a la princesa ahora —instó—, debo regresar antes de que cambien al centinela.

—No quiero irme —suspiró Jenna—. No tengo por qué ir, ¿verdad, tío Alther? Yo también quiero ir con Galen y quedarme allí. Quiero ir con todos. No quiero estar sola. —El labio inferior de Jenna empezó a temblar y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se abrazó fuerte a Sarah.

—No estarás sola, estarás con Marcia —le aclaró amablemente Alther, pero Jenna no parecía sentirse mejor.

—Mi princesita —intentó convencerla Alther—, Marcia tiene razón. Tienes que ir con ella. Solo ella puede darte la protección que necesitas.

Jenna seguía sin convencerse.

—Jenna —dijo Alther muy serio—, tú eres la heredera del Castillo y el Castillo necesita que estés a salvo para que un día puedas ser la reina. Debes ir con Marcia, por favor.

Las manos de Jenna se dirigieron hacia la diadema de oro que Marcia le había puesto en la cabeza. En algún lugar, dentro de sí, empezó a sentirse un poco diferente.

—Muy bien —suspiró—. Iré.