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La cena del aprendiz

No fue fácil traer de nuevo al aprendiz. Pero tía Zelda lo consiguió. Sus propias gotas drásticas y su ungüento urgente tuvieron algún efecto, pero no por mucho tiempo; pronto el aprendiz había empezado a desvanecerse otra vez. Fue entonces cuando decidió que solo había una cosa para remediar aquello: voltios de vigor.

Los voltios de vigor entrañaban un cierto riesgo, pues tía Zelda había modificado la poción a partir de una receta oscura que había encontrado en el desván cuando se mudó a la casa. No tenía ni idea de cómo funcionaría la parte oscura, pero algo le decía que tal vez eso era lo que se necesitaba: un toque de Oscuridad. Con cierta trepidación, tía Zelda desenroscó la tapa. Una brillante luz azul salió de la botellita de cristal marrón y casi la cegó. Tía Zelda esperó hasta que las manchas desaparecieron de sus ojos y luego cuidadosamente echó una minúscula cantidad de gel azul eléctrico en la lengua del aprendiz. Cruzó los dedos, algo que una bruja blanca no hace a la ligera, y contuvo la respiración durante un minuto. Hasta que de repente el aprendiz se sentó, la miró con los ojos tan abiertos que Zelda solo veía blanco, inspiró muy fuerte y luego se tumbó en la estera, se acurrucó y se puso a dormir.

Los voltios de vigor habían funcionado, pero tía Zelda sabía que tenía que hacer algo antes de que pudiera recuperarse por completo: tenía que liberarle de los amarres de su amo. Y así se sentó junto al estanque de los patos y, mientras el sol se ponía y la luna llena, intensamente anaranjada, salía por el amplio horizonte de los marjales Marram, tía Zelda hizo una visualización privada. Había una o dos cosas que deseaba saber.

Cayó la noche y la luna se elevó en el cielo. Tía Zelda caminó lentamente hacia la casa, dejando al aprendiz profundamente dormido. Sabía que tendría que dormir varios días antes de poder moverse de la granja de los patos. Tía Zelda también sabía que se quedaría con ella un poco más. Era el momento de cuidar de otro chico perdido, ahora que el Muchacho 412 se había recuperado tan bien.

Con los ojos azules centelleando en la oscuridad, tía Zelda tomó el sendero del Mott, absorta en las imágenes que había visto en el estanque de los patos, intentando comprender su significado. Estaba tan preocupada que no levantó la vista hasta que casi llegó al embarcadero de delante de la casa. No le agradó la visión que le aguardaba.

El Mott, pensó tía Zelda de mal talante, estaba hecho un desastre. Había demasiados barcos apiñados en el lugar. Como si la rancia canoa del cazador y la desvencijada y vieja Muriel 2 no fueran suficientes, ahora, aparcada al otro lado del puente, había una decrépita vieja barcaza de pesca que contenía a un igualmente decrépito viejo fantasma.

Tía Zelda se acercó al fantasma y le habló muy fuerte y muy despacio, con la voz que siempre empleaba para dirigirse a los fantasmas y en particular a los viejos. El viejo fantasma fue notablemente educado con tía Zelda, teniendo en cuenta que le acababa de despertar con una pregunta muy grosera.

—No, señora —dijo con elegancia—, siento desilusionarla, pero no soy uno de esos horribles marineros de ese barco maligno. Soy, o supongo que para hablar con propiedad debería decir «era», Alther Mella, mago extraordinario. A su servicio, señora.

—¿De veras? —Preguntó tía Zelda—. No se parece nada a como yo lo imaginaba.

—Lo tomaré como un cumplido —alegó Alther gentilmente—. Excuse mi grosería si no desembarco para saludarla, pero debo quedarme en mi vieja barca Molly, o de otro modo desapareceré. Es un placer conocerla, señora. Supongo que es usted Zelda Heap.

—¡Zelda! —gritó Silas desde la casa.

Tía Zelda levantó la vista hacia la casa perpleja. Todos los faroles y las velas brillaban, y parecía estar llena de gente.

—¿Silas? —voceó—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Quédate ahí —le gritó—. No entres. ¡Saldremos en un minuto! —Silas volvió a desaparecer dentro de la casa y tía Zelda le oyó decir—: No, Marcia, le he dicho que se quedara fuera. De cualquier modo, estoy seguro de que Zelda ni siquiera sueña con entrometerse. No, no sé si quedan más coles. Además, ¿para qué quieres nueve coles?

Tía Zelda se volvió hacia Alther, que estaba repantigado cómodamente en la proa de la barca de pesca.

—¿Por qué no puedo entrar? —preguntó—. ¿Qué ocurre? ¿Cómo ha llegado Silas hasta aquí?

—Es una larga historia, Zelda —anunció el fantasma.

—Puede contármela —le animó tía Zelda—, pues no creo que nadie más se moleste en hacerlo. Parecen demasiado ocupados saqueando toda mi provisión de coles.

—Bueno —empezó Alther—, un día estaba en las dependencias de DomDaniel atendiendo ciertos, ejem… asuntos, cuando llegó el cazador y dijo que había descubierto dónde estaban. Yo sabía que estarían a salvo mientras durase la gran helada, pero cuando el gran deshielo llegó, pensé que tendrían problemas. Yo estaba en lo cierto. En cuanto llegó el deshielo, DomDaniel partió para Bleak Creek y cogió esa horrenda nave suya, dispuesto a traer al cazador hasta aquí. Yo dispuse que mi querida amiga Alice tuviera en el puerto un barco preparado, aguardando para ponerlos a todos a salvo. Silas insistió en que todos los Heap tenían que irse, así que le ofrecí el Molly para viajar hasta el puerto. Jannit Maarten tenía la suya en dique seco, pero Silas la metió en el agua para nosotros. Jannit no estaba muy satisfecho sobre el estado de Molly, pero no podíamos esperar a que le hiciera más reparaciones. Nos detuvimos en el Bosque y recogimos a Sarah; estaba muy preocupada porque ninguno de los chicos vendría. Zarpamos sin ellos y todo iba bien hasta que tuvimos un pequeño problema técnico, un gran problema técnico, en realidad: el pie de Silas atravesó el barco. Mientras lo reparábamos, nos adelantó la Venganza. Por suerte no nos divisó. Sarah lo pasó muy mal, pensaba que todo estaba perdido. Y entonces, para colmo, nos sorprendió la tormenta y nos arrastró hasta los marjales. No fue uno de mis viajes más placenteros en el Molly. Pero aquí estamos. Y mientras nosotros hacíamos el tonto en el barco, parece que se las han arreglado muy bien solos.

—Si no fuera por todo este barro —murmuró tía Zelda.

—Claro —admitió Alther—. Pero en mi experiencia, la magia negra siempre deja un rastro de suciedad tras de sí. Podría ser mucho peor.

Tía Zelda no respondió. Estaba algo distraída por el barullo que salía de la casa. De repente se oyó un fuerte estruendo seguido de unas voces que se elevaban.

—Alther, ¿qué está pasando aquí? —exigió tía Zelda—. Me voy unas horitas y cuando regreso me encuentro una especie de fiesta y ni siquiera me dejan entrar en mi propia casa. Esta vez Marcia ha ido demasiado lejos, si me pregunta mi opinión.

—Es una cena del aprendiz —explicó Alther—. Para el chaval del ejército joven. Se acaba de convertir en el aprendiz de Marcia.

—¿De veras? Eso es una noticia maravillosa —opinó tía Zelda, iluminándosele el rostro—. Una noticia perfecta, en realidad. Pero ¿sabe?, siempre tuve la esperanza de que lo fuese.

—¿Ah sí? —Dijo Alther, que empezaba cogerle cariño a tía Zelda—. Yo también.

—Sin embargo —suspiró tía Zelda—, yo podría haber pasado sin toda esta historia de la cena. Tenía un bonito y tranquilo estofado de alubias y anguila planeado para esta noche.

—Tendrá que conformarse con la cena del aprendiz por esta noche, Zelda. Se debe celebrar el día en que el aprendiz acepta la oferta de un mago. De lo contrario, el contrato entre el mago y el aprendiz no tiene valor. Y no se puede volver a hacer el contrato… Solo se tiene una oportunidad. Si no hay cena, no hay contrato y no hay aprendiz.

—¡Oh, lo sé! —exclamó tía Zelda con displicencia.

—Cuando Marcia era mi aprendiz —dijo Alther con la voz teñida por la nostalgia—, recuerdo que fue una noche increíble. Vinieron todos los magos, y había muchos más en aquellos tiempos. Esa cena fue algo de lo que se habló durante años. La celebramos en el vestíbulo de la Torre del Mago… ¿Ha estado alguna vez allí, Zelda?

Tía Zelda negó con la cabeza. La Torre del Mago era un lugar que le habría gustado visitar, pero cuando Silas fue durante breve tiempo el aprendiz de Alther, había estado demasiado ocupada asumiendo el cargo de conservadora de la nave Dragón de la anterior bruja blanca, Betty Crackle, que había dejado que las cosas se deteriorasen un poco.

—¡Ah, bueno! Esperemos que pueda verla algún día —suspiró Alther—. Es un lugar maravilloso —dijo, recordando el lujo y la Magia de entonces. Un poco distinto, pensó Alther, de una improvisada fiesta junto a una barca de pesca.

—Bueno, tengo todas las esperanzas puestas en que Marcia regrese pronto —comentó tía Zelda—. Ahora que parece que nos hemos librado de ese horrible DomDaniel.

—Yo fui aprendiz de ese horrible DomDaniel, ¿sabe? —continuó Alther— y todo lo que tuve en mi cena de aprendiz fue un bocadillo de queso. Le digo, Zelda, que me arrepentí de comer ese bocadillo de queso más que de ninguna otra cosa que hubiera hecho en mi vida. Ese bocadillo me ató a ese hombre durante años y años.

—Hasta que lo empujó desde lo alto de la pirámide —se carcajeó tía Zelda.

—Yo no lo empujé. Saltó él —protestó Alther.

Otra vez el mismo cuento, y sospechaba que no sería la última vez.

—Bueno, fue lo mejor, pasara lo que pasase —opinó tía Zelda distraída por el murmullo de voces emocionadas que procedían de las puertas y ventanas abiertas de la casa. Por encima del barullo sobresalía el inconfundible tono de mandona de Marcia:

—No, deja que Sarah coja eso, Silas, a ti se te podría caer.

—Bueno, déjalo entonces, si está tan caliente.

—Cuidado con mis zapatos, ¿queréis? Y sacad a ese perro, por el amor del cielo.

—Maldito pato. Siempre está bajo mis pies. ¡Puaj! ¿Es caca de pato eso que acabo de pisar? …

Y por fin:

—Y ahora me gustaría que mi aprendiz fuera delante, por favor.

El Muchacho 412 salió por la puerta con un farol en la mano. Le seguían Silas y Simón, que llevaban la mesa y las sillas; luego Sarah y Jenna, con una colección de platos, vasos y botellas, y Nicko, que llevaba una cesta con una pila de nueve coles. No tenía ni idea de por qué llevaba una cesta de coles ni tampoco iba a preguntarlo. Ya había pisado los zapatos de pitón púrpura recién estrenados de Marcia (ni en pintura iba a llevar chanclos en su cena del aprendiz) y desde entonces procuraba quitarse de en medio.

Marcia los seguía, caminando con cuidado por encima del barro, llevando el diario de piel azul de aprendiz que había hecho para el Muchacho 412.

Cuando el grupo salió de la casa, las últimas nubes se dispersaron y la luna ascendió en el cielo, proyectando una luz plateada sobre la procesión que se dirigía hacia el embarcadero. Silas y Simón pusieron la mesa junto a la barca de Alther, la Molly, y pusieron un gran mantel blanco por encima; luego Marcia ordenó cómo debía disponerse todo. Nicko tuvo que poner la cesta de coles en mitad de la mesa, justo donde le dijo Marcia.

Marcia dio unas palmadas para solicitar silencio.

—Esta es —empezó— una importante velada para todos nosotros y me gustaría dar la bienvenida a mi aprendiz.

Todo el mundo aplaudió muy educadamente.

—No soy persona de discursos largos… —prosiguió Marcia.

—Eso no es lo que yo recuerdo —susurró Alther a tía Zelda, que se sentaba a su lado en la barca para que no se sintiera excluido de la fiesta. Zelda le dio un codazo cómplice, olvidando por un momento que era un fantasma, y su brazo pasó a través de él y se dio con el codo en el mástil del Molly.

—¡Aaay! —Se quejó tía Zelda—. ¡Oh, lo siento, Marcia! Sigue.

—Gracias, Zelda, eso haré. Solo quiero decir que me he pasado diez años buscando un aprendiz y, aunque he encontrado algunos prometedores, nunca había encontrado lo que estaba buscando, hasta ahora.

Marcia se volvió hacia el Muchacho 412 y sonrió.

—Así que gracias por aceptar ser mi aprendiz durante los próximos siete años y un día, muchas gracias. Va a ser una época maravillosa para ambos.

El Muchacho 412, que se sentaba al lado de Marcia, se sonrojó intensamente cuando Marcia le dio su diario de aprendiz de color azul y oro. Apretó fuerte el diario en sus manos pegajosas, dejando dos huellas de manos un poco sucias en la porosa piel azul, que nunca desaparecerían y siempre le recordarían la noche en que su vida cambió para siempre.

—Nicko —indicó Marcia—, reparte las coles, ¿quieres?

Nicko miró a Marcia con la misma expresión que usaba para mirar a Maxie cuando había hecho algo particularmente tonto, pero no dijo nada. Levantó la cesta de coles y caminó alrededor de la mesa y empezó a repartirlas.

—Esto… gracias, Nicko —declaró Silas mientras cogía la col que le ofrecía y la sostenía con torpeza en las manos, preguntándose qué hacer con ella.

—¡No! —saltó Marcia—. No se las des, pon las coles en los platos.

Nicko dirigió a Marcia otra de esas miradas con las que miraba a Maxie (esta vez era la de «Me gustaría que no te hubieras hecho caca aquí»), y rápidamente depositó una col en cada plato.

Cuando todo el mundo tuvo su col, Marcia levantó las manos en el aire pidiendo silencio.

—Esta es una cena al gusto de cada uno. Cada col está preparada para transformarse espontáneamente en lo que a cada uno le apetezca más comer. Basta con que pongáis la mano en la col y decidáis qué os gustaría comer.

Se armó un revuelo de entusiasmo, mientras cada uno decidía qué iba a comer y transformaba su col.

—Es un desperdicio criminal de buenas coles —susurró tía Zelda a Alther—. Yo tomaré cazuela de col.

—Y ahora que todos habéis decidido —dijo Marcia en voz alta por encima del alboroto—, hay que decir una última cosa.

—¡Date prisa, Marcia! —gritó Silas—. Mi pastel de pescado se enfría.

Marcia dirigió a Silas una mirada fulminante.

—Es tradicional —continuó— que a cambio de los siete años y un día de su vida que el aprendiz ofrece al mago, el mago le ofrezca algo al aprendiz.

Marcia se volvió hacia el Muchacho 412, que estaba casi oculto tras un enorme plato de anguila guisada y bolas de harina, tal como siempre preparaba tía Zelda.

—¿Qué te gustaría que yo te diera? —le preguntó Marcia—. Pídeme lo que quieras. Haré lo que sea para dártelo.

El Muchacho 412 miró su plato. Luego miró a toda la gente que estaba reunida a su alrededor y pensó en lo distinta que había sido su vida desde que los había conocido. Se sentía tan feliz que no deseaba nada más, salvo una cosa. Algo grande e imposible que siempre le asustaba pensar.

—Lo que quieras —le animó Marcia con voz suave—. Cualquier cosa que quieras.

El Muchacho 412 tragó saliva.

—Quiero —dijo tranquilamente— saber quién soy.