El aprendiz
Salieron enseguida. Marcia se adelantó caminando a grandes zancadas lo mejor que podía con aquellos chanclos. Tía Zelda tuvo que empezar a trotar para seguir su ritmo. Tenía el semblante consternado al ver la destrucción provocada por la crecida de las aguas. Había barro, algas y limo por todas partes. La noche anterior no tenía tan mala pinta a la luz de la luna y además estaba tan aliviada de que todos estuvieran vivos, que un poco de barro y porquería no le pareció un auténtico problema. Pero, a la reveladora luz de la mañana era deprimente. De repente soltó un grito desconsolado.
—¡El barco de las gallinas se ha ido! ¡Mis gallinas, mis pobres gallinitas!
—Hay cosas más importantes en la vida que las gallinas, —declaró Marcia avanzando con decisión.
—¡Los conejos! —Gimió tía Zelda, dándose cuenta de repente de que las madrigueras debían de haber sido arrasadas—. ¡Mis pobres conejitos, todos arrastrados por la corriente!
—¡Oh, cállate, Zelda! —soltó Marcia irritada.
No era la primera vez que tía Zelda pensaba en las ganas que tenía de que Marcia regresara pronto a la Torre del Mago. Marcia iba delante como un flautista de Hamelín vestido de púrpura en pleno viaje, caminando sobre el barro, guiando a Jenna, a Nicko, al Muchacho 412 y a una aturullada tía Zelda hasta un lugar junto al Mott, justo debajo de la granja de los patos. Mientras se acercaban a su destino, Marcia se detuvo, dio media vuelta y dijo:
—Bueno, quiero deciros que no es una bonita visión. En realidad, tal vez solo Zelda debiera ver esto, no quiero que luego tengáis pesadillas.
—Ya las tenemos —declaró Jenna—. No veo qué puede ser peor que mis pesadillas de anoche.
El Muchacho 412 y Nicko asintieron, pues estaban de acuerdo. Ambos habían dormido muy mal la noche anterior.
—Muy bien, pues —dijo Marcia. Caminó con cuidado por el barro detrás de la granja de los patos y se detuvo junto al Mott—. Esto es lo que encontré esta mañana.
—¡Ufff! —Jenna se tapó la cara con las manos.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —exclamó tía Zelda.
El Muchacho 412 y Nicko se quedaron callados. Se sintieron mareados. De repente, Nicko desapareció hacia el Mott y vomitó.
Tumbado sobre la hierba mojada, al lado del Mott estaba lo que a primera vista parecía un saco verde vacío. Si lo mirabas por segunda vez, parecía un extraño espantapájaros sin relleno. Pero cuando lo mirabas con atención, lo cual Jenna solo consiguió hacer a través de las rendijas que le cubrían los ojos, era evidente lo que yacía ante ellos: el cuerpo vacío del aprendiz.
Como un balón desinflado, el aprendiz descansaba, desprovisto de toda vida y sustancia, con la piel vacía, aún ataviado con sus ropajes húmedos y manchados por el salitre, desparramado sobre el barro, tirado como una vieja piel de plátano.
—Esto —explicó Marcia— es el verdadero aprendiz. Lo encontré esta mañana en mi paseo. Por eso sabía a ciencia cierta que el «aprendiz» que estaba sentado junto al fuego era un impostor.
—¿Qué le ha ocurrido? —susurró Jenna.
—Ha sido consumido. Es un viejo, y particularmente horrible, truco. Un truco de los archivos crípticos —concretó Marcia gravemente—. Los antiguos nigromantes solían hacerlo habitualmente.
—¿No hay nada que podamos hacer por el chico? —preguntó tía Zelda.
—Es demasiado tarde, me temo —respondió Marcia—. Ahora no es más que una sombra. A mediodía se habrá ido.
Tía Zelda sollozó.
—Tuvo una vida dura, el pobrecillo. No debe de haber sido fácil ser el aprendiz de ese hombre terrible. No sé qué van a decir Sarah y Silas cuando oigan esto. Es terrible. Pobre Septimus.
—Lo sé —coincidió Marcia—, pero ahora no podemos hacer nada por él.
—Bueno, me sentaré con él… con lo que queda de él… hasta que desaparezca —murmuró tía Zelda.
El abatido grupo, a excepción de tía Zelda, regresó a la casa, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. Tía Zelda volvió a los pocos minutos y desapareció en el armario de inestables pociones y venenos particulares antes de regresar a la granja de los patos, mientras que todos los demás pasaron el resto de la mañana limpiando el barro en silencio y arreglando la casa. El Muchacho 412 se alivió al comprobar que los Brownies no habían tocado la piedra verde que Jenna le había dado. Seguía estando donde la había dejado, cuidadosamente doblada en su colcha, en un cálido rincón junto al calor de la chimenea.
Por la tarde, después de convencer a la cabra para que bajara del tejado, o de lo que quedaba de él, decidieron llevar a Maxie a dar un paseo por el marjal. Cuando se iban, Marcia llamó al Muchacho 412:
—¿Puedes ayudarme con algo, por favor?
El Muchacho 412 se alegró de quedarse atrás. Aunque ya se había acostumbrado a Maxie, aún no se sentía del todo feliz en su compañía. Nunca entendería por qué a Maxie se le metía en la cabeza saltar y lamerle la cara, y la visión de su brillante nariz negra y su boca babosa siempre le producía un escalofrío de desagrado. Por mucho que lo intentara, no les encontraba la gracia a los perros. Así que el Muchacho 412 despidió felizmente a Jenna y a Nicko, que partían hacia el marjal, y entró a ver a Marcia.
Marcia estaba sentada ante el pequeño escritorio de tía Zelda. Tras ganar la batalla del escritorio antes de haberse ido, Marcia estaba decidida a recuperar el control ahora que había vuelto. El Muchacho 412 notó que todos los lápices y libretas de tía Zelda estaban tirados en el suelo, menos unos pocos que Marcia estaba ocupada en transformar en otros mucho más adecuados para su propio uso. Lo estaba haciendo con la clara conciencia de que tenían un definido propósito mágico —al menos Marcia esperaba que lo tuvieran— si todo salía tal y como había planeado.
—¡Ah, aquí estás! —dijo Marcia de ese modo formal que siempre le hacía sentirse al Muchacho 412 como si hubiera hecho algo mal.
Dejó un viejo y destartalado libro sobre la mesa delante de ella.
—¿Cuál es tu color favorito? —Preguntó Marcia—. ¿Azul? ¿O rojo? Pensé que sería el rojo, al ver que no te has quitado ese horrible sombrero rojo desde que llegaste.
El Muchacho 412 estaba desconcertado. Nadie se había molestado nunca en preguntarle cuál era su color favorito. Y, de todas formas, ni siquiera estaba seguro de saberlo. Entonces recordó el hermoso azul de su anillo del dragón.
—Esto… azul. Una especie de azul oscuro.
—¡Ah, sí! A mí también me gusta. Con algunas vetas doradas, ¿no crees?
—Sí, es bonito.
Marcia movió las manos delante del libro que tenía ante sí y murmuró algo. Hubo un fuerte ruido de papel mientras todas las páginas se reordenaban. Se libraron de los apuntes y garabatos de tía Zelda y también de su receta favorita de col hervida, y se convirtieron en un papel nuevo y liso de color crema, perfecto para escribir en él. Luego se unieron en una cubierta de piel de color lapislázuli completada con unas estrellas de oro de verdad y un lomo púrpura que decía que el diario pertenecía al aprendiz de la maga extraordinaria. Como toque final, Marcia añadió un cierre de oro puro y una pequeña llave de plata.
Marcia abrió el libro para comprobar que el hechizo había funcionado. Le encantó ver que las primeras y las últimas páginas eran de un rojo vivo, exactamente del mismo color que el sombrero del Muchacho 412. Y en la primera página estaban escritas las palabras DIARIO DEL APRENDIZ.
—Toma —le ofreció Marcia cerrando el libro con un golpe de satisfacción y girando la llave de plata en la cerradura—. Tiene buena pinta, ¿verdad?
—Sí —dijo el Muchacho 412 desconcertado.
¿Por qué se lo preguntaba a él?
Marcia miró al Muchacho 412 fijamente a los ojos.
—Ahora tengo que devolverte algo: tu anillo. Gracias, siempre recordaré lo que hiciste por mí.
Marcia sacó el anillo de un bolsillo del cinturón y lo dejó cuidadosamente sobre el escritorio. La mera visión del anillo de oro del dragón sobre la mesa, con la cola metida en la boca y los ojos de esmeralda brillando ante él, hacía al Muchacho 412 muy feliz. Pero por alguna razón dudó en cogerlo. Adivinaba que Marcia estaba a punto de decir algo más. Y así era.
—¿De dónde sacaste el anillo?
Al instante, el Muchacho 412 se sintió culpable. Así que había hecho algo mal. De eso se trataba.
—Yo… lo encontré.
—¿Dónde?
—Me caí en el túnel. Ya sabes, el que iba hasta la nave Dragón. Solo que entonces no lo sabía. Estaba oscuro, no veía nada y entonces encontré el anillo.
—¿Te pusiste el anillo?
—Bueno, sí.
—¿Y qué sucedió?
—Se… se iluminó. De modo que pude ver dónde estaba.
—¿Y te servía?
—No, bueno, al principio no. Y luego me sirvió, se hizo más pequeño.
—¡Ah! Supongo que no te cantaría una canción, ¿verdad?
El Muchacho 412 había estado mirándose atentamente los pies hasta entonces. Pero levantó la vista hacia Marcia y sorprendió sus ojos risueños. ¿Se estaba burlando de él?
—Sí, resulta que sí lo hizo.
Marcia estaba pensando. No dijo nada durante el rato que el Muchacho 412 sintió que tenía que hablar.
—¿Estás enfadada conmigo?
—¿Por qué iba a estarlo?
—Porque cogí el anillo. Es del dragón, ¿no?
—No, pertenece al amo del dragón —sonrió Marcia.
El Muchacho 412 estaba preocupado. ¿Quién era el amo del dragón? ¿Estaba muy enfadado? ¿Era muy grande? ¿Qué le haría cuando descubriese que él tenía su anillo?
—¿Podrías —preguntó vacilante—… podrías devolvérselo al amo del dragón? ¿Y decirle que siento haberlo cogido? —Empujó el anillo de lapislázuli sobre el escritorio otra vez hacia Marcia.
—Muy bien —dijo con aire solemne levantando el anillo—, se lo devolveré al amo del dragón.
El Muchacho 412 suspiró. Le encantaba el anillo y solo con estar cerca de él se sentía feliz, pero no le sorprendió oír que pertenecía a otra persona. Era demasiado hermoso para él.
Marcia contempló unos momentos el anillo del dragón. Luego se lo tendió al Muchacho 412.
—Toma —sonrió—, es tu anillo.
El Muchacho 412 la contemplaba fijamente, sin comprender.
—Tú eres el amo del dragón —le explicó Marcia—. Es tu anillo. ¡Ah, sí!, y la persona que lo cogió dice que lo siente.
El Muchacho 412 se quedó sin habla. Miraba intensamente el anillo del dragón que descansaba en su mano; era suyo.
—Tú eres el amo del dragón —repitió Marcia—, porque el anillo te ha elegido. No canta para cualquiera, ¿sabes? Y fue en tu dedo en el que eligió acomodarse, no en el mío.
—¿Por qué? —exclamó el Muchacho 412 con un jadeo—. ¿Por qué yo?
—Tú tienes sorprendentes poderes mágicos, ya te lo dije antes. Tal vez ahora me creas —sonrió.
—Yo… yo pensaba que el poder provenía del anillo.
—No, proviene de ti. No lo olvides, la nave Dragón te reconoció, incluso sin el anillo. Lo sabía. Recuerda, el último que lo llevó fue Hotep-Ra, el primer mago extraordinario. Ha estado esperando mucho tiempo hasta encontrar a alguien que le gustara.
—Pero eso es porque estuvo en un túnel secreto durante cientos de años.
—No necesariamente —dijo Marcia en un tono misterioso—. Las cosas tienen la costumbre de salir bien finalmente.
El Muchacho 412 empezaba a creer que Marcia tenía razón.
—¿Entonces la respuesta sigue siendo «no»?
—¿«No»? —preguntó el Muchacho 412.
—A ser mi aprendiz. Lo que te he dicho, ¿no te ha hecho cambiar de opinión? ¿Serás mi aprendiz? ¿Por favor?
El Muchacho 412 hurgó en el bolsillo de su jersey y sacó el amuleto que Marcia le había dado al pedirle por primera vez que fuese su aprendiz. Miró las minúsculas alas de plata. Brillaban más que nunca y las palabras seguían diciendo: «Vuela libre conmigo».
El Muchacho 412 sonrió.
—Sí —respondió—. Me gustaría ser tu aprendiz, me gustaría mucho.