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La nave Dragón

A tía Zelda le entró pánico.

—¿Dónde está la llave? No encuentro la llave… ¡Ah, aquí está!

Con manos temblorosas sacó la llave de uno de sus bolsillos de patchwork y abrió la puerta del armario de los faroles. Sacó un farol y se lo dio al Muchacho 412.

—Ya sabes adonde ir, ¿verdad? —le preguntó tía Zelda—. ¿La trampilla en el armario de las pociones?

El Muchacho 412 asintió.

—Bajad al túnel. Estaréis a salvo allí. Nadie os encontrará. Haré desaparecer la trampilla.

—Pero ¿tú no vienes? —le preguntó Jenna a tía Zelda.

—No —respondió tranquilamente—. El Boggart está muy enfermo. Me temo que no sobrevivirá si lo movemos. No os preocupéis por mí. No es a mí a quien quieren. ¡Ah, mira, toma esto, Jenna! Tienes que llevarlo contigo. —Tía Zelda sacó el insecto escudo de Jenna de otro bolsillo y se lo dio hecho una bola. Jenna se metió el insecto en el bolsillo de la chaqueta—. ¡Ahora marchaos!

El Muchacho 412 vaciló y otro relámpago rasgó el aire.

—¡Marchaos! —rugió tía Zelda moviendo los brazos come un molino enloquecido—. ¡Largo!

El Muchacho 412 abrió la trampilla del armario de las pociones y sostuvo el farol en alto, con la mano un poco temblorosa, mientras Jenna bajaba por la escalera. Nicko se quedó atrás, preguntándose dónde se habría metido Maxie. Sabía lo mucho que el perro odiaba las tormentas y quería llevárselo consigo.

—¡Maxie! —le llamó—. ¡Chico, Maxie! —Por toda respuesta salió un débil gemido de debajo de una alfombra.

El Muchacho 412 ya había bajado media escalera.

—Vamos —le urgió a Nicko. Nicko estaba ocupado forcejeando con el recalcitrante sabueso, que se negaba a salir de lo que consideraba el lugar más seguro del mundo: debajo de la alfombra de la chimenea—. Date prisa —manifestó el Muchacho 412 con impaciencia sacando la cabeza por la trampilla. El Muchacho 412 no tenía ni idea de qué veía Nicko en aquella apestosa mata de pelo.

Nicko agarró el pañuelo moteado que Maxie llevaba alrededor del cuello. Sacó al aterrorizado perro de debajo de la alfombra y lo arrastró por el suelo. Las uñas de Maxie hacían un ruido horroroso contra las losas de piedra y, mientras Nicko lo empujaba dentro del oscuro armario de las pociones, gemía lastimeramente. Maxie sabía que tenía que haber sido muy malo para merecer aquello. Se preguntó qué habría hecho. Y por qué no lo habría disfrutado al menos.

En un trajín de pelos y babas, Maxie se cayó por la trampilla y aterrizó sobre el Muchacho 412, chocando con el farol que tenía en la mano y haciendo que, del golpe, cayera pendiente abajo.

—¡Eh!, mira lo que has hecho —le soltó enojado el Muchacho 412 al perro, mientras Nicko se reunía con él al pie de la escalera de madera.

—¿Qué? —preguntó Nicko—. ¿Qué he hecho?

—Tú no, él. Perder el farol.

—¡Ah, lo encontraremos! Deja de preocuparte. Ahora estamos a salvo.

Nicko tiró de Maxie hasta sus pies y el perro resbaló por la arenosa pendiente, arañando con las uñas la roca del suelo y arrastrando consigo a Nicko. Ambos resbalaron y se deslizaron por la inclinada cuesta, deteniéndose hechos un ovillo en la parte baja de unos escalones.

—¡Au! —Se quejó Nicko—. ¡Creo que he encontrado el farol!

—Bien —declaró el Muchacho 412 con mal humor, y cogió el farol, que volvió a la vida e iluminó las lisas paredes de mármol del túnel.

—Aquí están otra vez esas pinturas —anunció Jenna—. ¿No son asombrosas?

—¿Cómo es que todo el mundo ha estado aquí abajo menos yo? —se lamentó Nicko—. Nadie me ha preguntado si me habría gustado ver estas pinturas. Oye, hay un barco en esta… mirad.

—Lo sabemos —dijo el Muchacho 412 tajante. Bajó el farol y se sentó en el suelo. Estaba cansado y quería que Nicko se estuviera quieto, pero Nicko estaba emocionado con el túnel.

—Esto de aquí abajo es asombroso —exclamó contemplando los jeroglíficos que subían y bajaban por la pared en todo lo que alcanzaban a ver a la débil luz del farol.

—Lo sé —le respondió Jenna—. Mira, esta me gusta de veras. Esta cosa circular con el dragón dentro.

Pasó la mano sobre la pequeña imagen azul y dorada inscrita en la pared de mármol. De repente sintió que el suelo empezaba a moverse a sus pies. El Muchacho 412 se puso en pie de un salto.

—¿Qué es eso? —Tragó saliva.

Un largo y grave clamor temblaba bajo sus pies y reverberaba en el aire.

—¡Se está moviendo! —Exclamó Jenna—. La pared del túnel se está moviendo.

Un lado de la pared del túnel se estaba abriendo ante ellos, rodando hacia atrás pesadamente y dejando un gran espacio abierto. El Muchacho 412 levantó el farol, que despidió una brillante luz blanca y mostró, para su asombro, un vasto templo romano subterráneo. Por debajo de sus pies se extendía un intrincado suelo de mosaico y en la oscuridad se levantaban enormes columnas de mármol. Pero eso no era todo.

—¡Oh!

—¡Uau!

—¡Fiu! —silbó Nicko. Maxie se sentó, respiró y soltó respetuosas moléculas de aliento de perro en el aire frío.

En mitad del templo, descansando sobre el suelo de mosaico, se asentaba la nave más hermosa que habían visto en toda su vida.

La nave Dragón dorada de Hotep-Ra.

La enorme cabeza verde y dorada del dragón se erguía desde la proa, con el cuello grácilmente arqueado como un cisne gigante. El cuerpo del dragón era el amplio barco abierto, con un casco liso de madera dorada. Plegadas perfectamente hacia atrás a lo largo de la parte exterior del casco estaban las alas del dragón; grandes pliegues verdes iridiscentes brillaron cuando las numerosas escamas verdes reflejaron la luz del farol. Y en la popa de la nave Dragón, la cola verde se arqueaba hacia arriba internándose en la oscuridad del templo, con su afilado extremo casi oculto en la penumbra.

—¿Cómo ha llegado esto aquí? —preguntó Nicko con voz jadeante.

—Un naufragio —explicó el Muchacho 412.

Jenna y Nicko miraron al Muchacho 412 sorprendidos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntaron ambos.

—Lo he leído en Cien extraños y curiosos cuentos para chicos aburridos que me prestó tía Zelda. Pero pensé que era una leyenda. Nunca pensé que la nave Dragón fuera real, ni que estuviera aquí.

—Entonces, ¿qué es esto? —preguntó Jenna embelesada por el barco, con la extraña sensación de que lo había visto antes en algún lugar.

—Es la nave Dragón de Hotep-Ra. Dice la leyenda que fue el mago que construyó la Torre del Mago.

—Sí —afirmó Jenna—. Marcia me lo contó.

—¡Oh! Bueno, entonces ya sabes. Dice la leyenda que Hotep-Ra era un poderoso mago de un país lejano que tenía un dragón. Pero ocurrió algo y tuvo que partir rápidamente. De modo que el dragón se ofreció a convertirse en su barco y llevarlo sano y salvo a una nueva tierra.

—Entonces, ¿este barco es… o era un dragón de verdad? —susurró Jenna, por si la nave podía oírla.

—Supongo que sí —dijo el Muchacho 412.

—Mitad barco, mitad dragón —murmuró Nicko—. Extraño. Pero ¿por qué está aquí?

—Naufragó al chocar contra unas rocas junto al faro del Puerto —explicó el Muchacho 412—. Hotep-Ra lo remolcó hasta los marjales y lo sacó del agua para meterlo en un templo romano que encontró en una isla sagrada. Empezó a repararlo, pero no pudo encontrar artesanos capacitados en Puerto. En aquella época era un lugar realmente tosco.

—Aún lo es —gruñó Nicko—, y no son demasiado duchos construyendo barcos. Si quieres un buen constructor de barcos, tienes que ir río arriba hasta el Castillo. Todo el mundo lo sabe.

—Bueno, eso fue lo que le dijeron a Hotep-Ra también —explicó el Muchacho 412—. Pero cuando aquel hombre extrañamente vestido apareció en el Castillo, pretendiendo ser un mago, todos se rieron de él y se negaron a creer sus historias sobre su sorprendente nave Dragón. Hasta que un día la hija de la reina cayó enferma y él le salvó la vida. La reina estuvo tan agradecida que le ayudó a construir la Torre del Mago. Y un verano las llevó a ella y a su hija a los marjales Marram a ver la nave Dragón. Y ambas se enamoraron de la nave. Después de eso, Hotep-Ra tuvo tantos constructores de barcos trabajando en él como quiso y, dado que a la reina le gustaba el barco y también Hotep-Ra, solía llevar a su hija todos los veranos a ver los progresos de la reparación. Dice la leyenda que la reina aún sigue haciéndolo. ¡Oh!, esto… bueno, ya no, por supuesto.

Hubo un silencio.

—Lo siento, no pensé… —musitó el Muchacho 412.

—No importa —respondió Jenna bastante afectada.

Nicko se acercó al barco y pasó su mano experta sobre la brillante madera dorada del casco.

—Bonita reparación —calibró—. Y sabía lo que estaba haciendo. Lástima que nadie haya navegado en ella desde entonces. Es hermosa.

Empezó a subir por una vieja escalera de madera que estaba apoyada contra el casco.

—Bueno, vosotros dos, no os quedéis ahí. ¡Venid a echar un vistazo!

El interior del barco era distinto del de cualquier barco que nadie hubiera visto nunca. Estaba pintado de un azul lapislázuli intenso con cientos de jeroglíficos inscritos en oro a lo largo de la cubierta.

—Ese viejo arcón de la habitación de Marcia de la torre —indicó el Muchacho 412 mientras deambulaba por la cubierta acariciando la madera pulida— tiene el mismo tipo de escritura.

—¿Sí? —preguntó Jenna dudosa. Por lo que ella recordaba, el Muchacho 412 había mantenido los ojos cerrados la mayor parte del tiempo que estuvo en la Torre del Mago.

—Lo vi cuando entró la Asesina. Aún lo veo en mi mente —concretó el Muchacho 412, a quien a menudo importunaba el recuerdo fotográfico de los momentos más desgraciados.

Merodearon por la cubierta de la nave Dragón, pasaron cuerdas recogidas de color verde, cornamusas y grilletes dorados, bloques de plata, drizas e interminables jeroglíficos. Pasaron junto a una pequeña cabina con las puertas azul oscuras firmemente cerradas que tenían el mismo símbolo del dragón encerrado en una forma aplanada y oval que habían visto en la puerta del túnel, pero ninguno de ellos se sintió lo bastante valiente para abrirlas y ver lo que había dentro. Pasaron de puntillas y, por fin, llegaron a la popa del barco: la cola del dragón.

La maciza cola se arqueaba por encima de ellos, desapareciendo en la penumbra y haciendo que se sintieran muy pequeños y un poco vulnerables. Lo único que la nave Dragón tenía que hacer era dar un coletazo, pensó el Muchacho 412 con un escalofrío, y eso sería todo.

Maxie se había vuelto muy dócil y caminaba obedientemente detrás de Nicko con el rabo entre las piernas. Seguía teniendo la sensación de que había hecho algo muy malo, y estar en la nave Dragón no le hacía sentirse mejor.

Nicko estaba en la popa del barco, observando con ojo de experto la caña del timón, que se ganó su aprobación. Era una elegante pieza de caoba suavemente curvada, tallada con tanta destreza que se adaptaba a la mano que la empuñaba como si la conociera de toda la vida.

Nicko decidió enseñar al Muchacho 412 a pilotar.

—Mira, la coges así —le detalló cogiendo la caña del timón— y luego la mueves a la derecha si quieres que el barco vaya a la izquierda y la mueves a la izquierda si quieres que el barco vaya a la derecha. Es fácil.

—No parece muy fácil —dijo el Muchacho 412 dubitativo—. A mí me suena al revés.

—Mira, así. —Nicko empujó la caña del timón hacia la derecha. Se desplazó suavemente moviendo el inmenso timón de la popa en la dirección contraria.

El Muchacho 412 miró por un costado del barco.

—¡Ah, eso es lo que hace, ya veo!

—Ahora inténtalo tú —le animó Nicko—. Te resulta más claro cuando lo sujetas tú mismo.

El Muchacho 412 cogió la caña del timón en la mano derecha y se quedó de pie detrás, tal como Nicko le había enseñado.

La cola del dragón se movió.

El Muchacho 412 dio un brinco.

—¿Qué ha sido eso?

—Nada —intervino Nicko—. Mira, simplemente apártalo de ti, así…

Mientras Nicko hacía lo que más le gustaba, explicar a alguien cómo funcionaban los barcos, Jenna había subido a la proa y miraba la hermosa cabeza dorada del dragón. La observó y se sorprendió a sí misma preguntándose por qué tendría los ojos cerrados. Si ella tuviera un barco tan maravilloso como ese, pensó Jenna, le pondría al dragón dos grandes esmeraldas como ojos. No merecía menos. Y luego, obedeciendo a un repentino impulso, se abrazó al suave cuello verde del dragón y apoyó la cabeza contra él. El cuello era suave y sorprendentemente cálido.

Un escalofrío de reconocimiento recorrió al dragón cuando Jenna lo acarició. Lejanos recuerdos volvieron a la nave Dragón

Largos días de convalecencia después del terrible accidente. Hotep-Ra llevaba a la hermosa y joven reina del Castillo a visitarla el día de mitad del verano. Los días se convierten en meses, se prolongan en años mientras la nave Dragón reposa en el suelo del templo y lentamente, muy lentamente, es reparada por los constructores de barcos de Hotep-Ra. Y cada día de mitad del verano la reina, ahora acompañada por su hija recién nacida, visita la nave Dragón. Pasan los años y los constructores de barcos aún no han terminado. Durante interminables meses solitarios, los constructores desaparecen y la dejan sola. Y luego Hotep-Ra se hace viejo y está cada vez más delicado, y, cuando por fin le devuelven su antigua gloria, Hotep-Ra está demasiado enfermo para verla. Ordena que el templo se cubra con un gran montículo de tierra para protegerlo hasta el día en que vuelvan a necesitarla y luego se sume en la oscuridad.

Pero la reina no olvida lo que Hotep-Ra le ha dicho: que debe visitar la nave Dragón todos los días de mitad del verano. Cada verano acude a la isla. Ordena que construyan una casa sencilla para que sus damas y ella misma se alojen allí y cada día de mitad del verano enciende un farol, lo baja al templo y visita el barco que ha llegado a amar. Mientras pasan los años, las sucesivas reinas también hacen su visita de mitad del verano a la nave Dragón , sin saber ya el motivo, pero lo hacen porque sus propias madres lo hicieron antes que ellas, y porque cada nueva reina crece para amar también al dragón. A su vez, el dragón quiere a la reina y, aunque todas son diferentes a su modo, todas poseen el propio toque personal y delicado, como esta.

Y así pasan los siglos. La visita de mitad del verano de la reina se convierte en una tradición secreta, vigilada por una sucesión de brujas blancas que viven en la casa, guardando el secreto de la nave Dragón y encendiendo faroles para ayudar al dragón a pasar los días. El dragón dormita un sueño centenario, enterrado bajo la isla, esperando el día en que sea liberado y aguardando el día mágico de mitad del verano en que la propia reina lleve un farol y le presente sus respetos.

Hasta un día de mitad del verano de hace nueve años en que la reina no acudió. El dragón estaba atormentado por la zozobra, pero no podía hacer nada. Tía Zelda tuvo la casa preparada para la llegada de la reina, por si llegaba, y el dragón había esperado, con el ánimo levantado por la visita diaria de tía Zelda con un farol recién encendido. Pero lo que en realidad aguardaba el dragón era el momento en que la reina volviera a ponerle los brazos alrededor del cuello.

Como acababa de hacer.

El dragón abrió los ojos sorprendido. Jenna soltó una exclamación. Debía de estar soñando, pensó. Los ojos del dragón eran en realidad verdes, tal como había imaginado, pero no eran esmeralda. Estaban vivos, ojos de dragón vivos. Jenna soltó el cuello del dragón y retrocedió unos pasos mientras los ojos del dragón seguían su movimiento, mirando durante largo tiempo a la nueva reina. «Es joven —pensó el dragón—, pero más vale eso que nada». Inclinó respetuosamente la cabeza ante ella.

Desde la popa del barco, el Muchacho 412 vio al dragón inclinar la cabeza y supo que no era fruto de su imaginación. Ni tampoco estaba imaginando otra cosa más: el sonido del agua corriente.

—¡Mira! —gritó Nicko.

Una amplia brecha oscura apareció en la pared entre los dos pilares de mármol que sostenían el tejado. Un pequeño reguero de agua había empezado a caer de manera amenazadora a través del agujero, como si hubieran abierto la compuerta de una presa. Y, mientras ellos miraban, el reguero se convirtió en un arroyo y la brecha se fue abriendo cada vez más. Pronto el suelo de mosaico del templo estuvo inundado de agua y el arroyo pasó a ser un torrente.

De repente, con un estrepitoso rugido, la orilla de tierra del exterior cedió y la pared que se hallaba entre los dos pilares se derrumbó. Un río de fango y agua entró en la caverna, arremolinándose alrededor de la nave Dragón, levantándola y balanceándola de un lado a otro, hasta que de repente estaba flotando libremente.

—¡Está a flote! —gritó Nicko emocionado.

Jenna bajó la vista desde la proa hacia el agua enlodada que se arremolinaba debajo de ellos y observó que la pequeña escalera de madera había sido alcanzada por la inundación y barrida. Muy por encima de ella, Jenna fue consciente de cierto movimiento: lenta y dolorosamente, con el cuello rígido por todos los años de espera, el dragón volvió la cabeza para ver quién, por fin, estaba al timón. Fijó sus profundos ojos verdes en su nuevo amo, una figura sorprendentemente pequeña con un sombrero rojo. No se parecía en nada a su último amo, Hotep-Ra, un hombre alto y moreno cuyo cinturón de oro y platino destelleaba a la luz del | sol rebotando en las olas y cuyo manto púrpura volaba desordenadamente al viento mientras surcaban juntos el océano a toda velocidad. Pero el dragón reconoció lo más importante de todo: la mano que una vez más sostenía la caña del timón era mágica.

Era el momento de hacerse a la mar otra vez.

El dragón alzó la cabeza y las dos enormes alas curtidas, que estaban plegadas a lo largo de los costados del barco, empezaron a aflojarse.

Maxie gruñó, con los pelos del cuello erizados.

El barco empezó a moverse.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Jenna al Muchacho 412.

El Muchacho 412 sacudió la cabeza. Él no estaba haciendo nada, era el barco.

—¡Suéltalo! —le gritó Jenna por encima del sonido de la tormenta que rugía fuera—. Suelta la caña del timón. Eres tú el que haces que suceda. ¡Suéltalo!

Pero el Muchacho 412 no lo soltó. Algo mantenía su mano firme en la caña del timón, guiando la nave Dragón mientras empezaba a moverse entre los dos pilares de mármol, llevando consigo a su nueva tripulación: Jenna, Nicko, el Muchacho 412 y Maxie.

Mientras la cola puntiaguda del dragón barría los extremos del templo, se oyó un fuerte crujido a cada costado del barco. El dragón estaba levantando las alas, abriendo y desplegando cada una de ellas como una enorme mano palmeada, extendiendo sus dedos largos y huesudos, crepitando y rugiendo mientras su curtida piel se tensaba. La tripulación de la nave Dragón levantó la vista al cielo nocturno, asombrados ante la visión de las inmensas alas que descollaban por encima del barco como dos gigantescas velas verdes.

La cabeza del dragón se levantó en la noche; se le hincharon las narinas, respiraba el olor que había soñado durante todos aquellos años: el olor del mar.

Por fin el dragón estaba libre.