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La tormenta

—¡Cogedlos! ¡Los quiero presos!

Los gritos de rabia de DomDaniel resonaban a través de la niebla.

Jenna y el Muchacho 412 remaron con todas sus fuerzas en el Muriel 2 hacia el Dique Profundo, y Nicko, que no pudo separarse de la canoa del cazador, los siguió.

Otro bufido de DomDaniel captó su atención.

—Enviad a los nadadores. ¡Ahora mismo!

Se calmaron los sonidos procedentes de la Venganza mientras los únicos dos marineros de a bordo que sabían nadar eran perseguidos por la cubierta y capturados. Siguieron dos fuertes chapuzones cuando fueron arrojados por la borda para perseguirlos.

Los ocupantes de las canoas ignoraron los resoplidos procedentes del agua y siguieron adelante hacia la seguridad de los marjales Marram. Detrás de ellos, a lo lejos, los dos nadadores, que habían quedado casi inconscientes por el golpe de la gran caída, nadaban en círculos en estado de choque, percatándose de que lo que les decían los viejos lobos de mar era cierto: que daba mala suerte a un marinero saber nadar.

En la cubierta de la Venganza, DomDaniel se retiró a su trono. Los marineros se habían esfumado después de haber sido obligados a arrojar por la borda a sus camaradas, y DomDaniel tenía la cubierta para él solo. Le envolvía un frío intenso mientras se sentaba en su trono y se sumergía en la magia negra, canturreando y gimiendo a través de un largo y complicado encantamiento inverso.

DomDaniel estaba convocando a las mareas.

La marea creciente le obedeció. Se formó en el mar y fue discurriendo, cada vez más furiosa, arremolinándose a su paso por el Puerto, concentrándose hacia el río, arrastrando con ella delfines y medusas, tortugas y focas, que eran todos barridos por la irresistible corriente. El nivel del agua creció. Subió cada vez más, mientras las canoas avanzaban lentas contracorriente. Cuando las canoas llegaron a la boca del Dique Profundo, se hizo aún más difícil conservar el control en la impetuosa marejada que estaba invadiendo a toda velocidad el canal.

—Es demasiado fuerte —gritó Jenna por encima del murmullo del agua, luchando con el remo contra otro remolino mientras el Muriel 2 era arrojado de un lado a otro en las turbulentas aguas. La pleamar arrastraba las canoas consigo, metiéndolas en el Dique Profundo a velocidad de vértigo, dando vueltas y más vueltas, totalmente impotentes en la torrencial fuerza de las aguas. Mientras eran impelidos como otros tantos desechos flotantes, Nicko pudo ver que el agua ya estaba llegando hasta el borde del Dique. Nunca había visto nada igual.

—Algo anda mal —gritó a Jenna—. ¡No debería ser así!

—¡Es él! —explicó a voces el Muchacho 412 moviendo su remo en dirección a DomDaniel y deseando al mismo tiempo que no lo hubiera hecho, cuando el Muriel 2 dio un escalofriante bandazo—. ¡Escuchad!

Mientras la Venganza había empezado a elevarse en el agua e izar el ancla, DomDaniel había cambiado sus órdenes y bramaba por encima de la rugiente turbulencia.

—¡Soplad, soplad, soplad! —exigían los gritos—. ¡Soplad, soplad, soplad!

El viento acudía y hacía lo que le ordenaba. Llegó veloz con un salvaje aullido, despertando olas en la superficie de las aguas y zarandeando violentamente las canoas de un lado a otro. Se llevó la niebla y, encaramados en el agua sobre el borde del Dique Profundo, Jenna, Nicko y el Muchacho 412 pudieron ver claramente la Venganza.

La Venganza también podía verlos.

En la proa de la nave, DomDaniel sacó su catalejo y buscó hasta ver lo que deseaba: las canoas.

Y, mientras estudiaba a los ocupantes de las canoas, sus peores temores se hicieron realidad. No había la menor posibilidad de error: el cabello largo y oscuro coronado con la diadema de oro de la muchacha que estaba en la proa de la extraña canoa verde, pertenecía a la Realicia. La Realicia había estado a bordo de su barco. Había estado correteando ante sus propias narices y la había dejado escapar.

DomDaniel se quedó extrañamente en silencio mientras hacía acopio de energías y convocaba la tormenta más poderosa que pudo formar.

La magia negra convirtió el aullido del viento en un grito ensordecedor. Llegaron negras nubes de tormenta y se amontonaron sobre la inhóspita extensión de los marjales Marram. La última luz de la tarde se ensombreció y oscuras y frías olas empezaron a romper contra las canoas.

—Está entrando agua. Estoy empapada —se quejó Jenna, que luchaba por mantener el control del Muriel 2 mientras el Muchacho 412 achicaba frenéticamente agua. Nicko tenía problemas en la canoa del cazador: una ola había roto contra él y ahora la canoa estaba inundada. Otra ola como esa, pensó Nicko, y le mandaría al fondo del Dique Profundo.

Y de repente no hubo Dique Profundo.

Con un rugido, las orillas del Dique Profundo cedieron. Una enorme ola irrumpió a través de la brecha y rugió sobre los marjales Marram, arrastrando todo consigo: los delfines, las tortugas, las medusas, las focas, los nadadores… y las dos canoas.

La velocidad a la que Nicko navegaba era mayor que la que había creído posible ni aun en sueños; era terrorífica y emocionante a la vez. Pero la canoa del cazador cabalgó hasta la cresta de la ola con ligereza y facilidad, como si aquel fuera el momento que había estado esperando.

Jenna y el Muchacho 412 no estaban tan entusiasmados como Nicko ante el cariz que habían tomado los acontecimientos. El Muriel 2 era una vieja canoa ingobernable y no soportaba nada bien aquella nueva forma de navegar. Tenían que esforzarse para evitar que la volcase la ola que rugía a través del marjal.

A medida que el agua invadía el marjal, la ola empezó a perder parte de su potencia, y Jenna y el Muchacho 412 pudieron gobernar el Muriel 2 con más facilidad. Nicko encaró la ola con la canoa del cazador hacia ellos, virando y dando vueltas hábilmente al hacerlo.

—¡Es lo mejor que he visto en mi vida! —gritó por encima del murmullo del agua.

—¡Estás loco! —voceó Jenna, luchando aún con su remo para evitar que el Muriel 2 volcase.

Ahora la ola se extinguía deprisa, aminorando la velocidad y perdiendo buena parte de su potencia, mientras el agua que arrastraba se hundía en la anchurosa extensión de los marjales, llenando los canales, las ciénagas, los limos y los lodos de agua salada, transparente y fría, y dejando tras de sí un mar abierto. La ola no tardó en desaparecer, y Jenna, Nicko y el Muchacho 412 quedaron a la deriva en el mar abierto que se extendía a lo lejos, hasta allí donde alcanzaba su vista, cubriendo los marjales Marram de una espaciosa masa de agua salpicada de islitas.

Mientras las canoas remaban en la que, creían, la dirección correcta, empezó a cernirse sobre ellos una amenazadora oscuridad cuando los nubarrones de tormenta se fueron reuniendo sobre sus cabezas. La temperatura descendió bruscamente y el aire se cargó de electricidad. Pronto el redoble de advertencia de un trueno retumbó en el cielo y empezó a caer una copiosa lluvia. Jenna miró la fría masa de agua gris que se extendía ante ellos y se preguntó cómo iban a encontrar el camino a casa.

A lo lejos, en una de las islas más distantes, el Muchacho 412 vio una luz parpadeante. Tía Zelda estaba encendiendo sus velas de tormenta y colocándolas en las ventanas a modo de faros.

Las canoas aceleraron y se dirigieron hacia casa, mientras el trueno rugía por encima de sus cabezas y ráfagas de luz silenciosa empezaban a iluminar el cielo.

La puerta de tía Zelda estaba abierta. Los estaba esperando.

Amarraron las canoas en el embarcadero, junto a la puerta principal, y entraron en la casa raramente silenciosa. Tía Zelda estaba en la cocina con el Boggart.

—¡Hemos vuelto! —gritó Jenna. Tía Zelda salió de la cocina cerrando cuidadosamente la puerta.

—¿Lo encontrasteis? —preguntó.

—¿A quién? —dijo Jenna.

—Al aprendiz, Septimus.

—¡Ah, él! —Habían pasado tantas cosas desde que salieron aquella mañana que a Jenna se le había olvidado el motivo de su partida.

—Dios mío, habéis llegado justo a tiempo. Ya es oscuro —dijo tía Zelda afanándose a cerrar la puerta.

—Sí, está…

—¡Aaaj! —Bramó tía Zelda al acercarse a la puerta y ver el agua lamiendo el escalón, por no hablar de las dos canoas que se mecían arriba y abajo en el exterior—. Estamos inundados. ¡Los animales! Se ahogarán.

—Están bien —la tranquilizó Jenna—, las gallinas están todas en el techo de la barca, las hemos contado. Y la cabra ha subido al tejado.

—¿Al tejado?

—Sí, estaba comiéndose la paja cuando la vi. —¡Oh! ¡Oh, bueno!

—Los patos están bien y los conejos…, bueno me pareció haberlos visto flotando por ahí.

—¿Flotando por ahí? —clamó tía Zelda—. Los conejos no flotan.

—Esos conejos estaban flotando; pasé por delante de varios y estaban flotando boca arriba. Como si estuvieran tomando el sol.

—¿Tomando el sol? —exclamó tía Zelda—. ¿De noche?

—Tía Zelda —declaró Jenna con firmeza—, olvida los conejos. Se avecina una tormenta.

Tía Zelda dejó de alborotar y examinó las tres empapadas figuras que tenía delante.

—Lo siento, ¿en qué estaría yo pensando? Id a secaros junto al fuego.

Jenna, Nicko y el Muchacho 412 se acercaron al fuego emanando vapor. Tía Zelda echó otra ojeada a la noche y luego cerró tranquilamente la puerta de la casa.

—Hay Oscuridad ahí fuera —susurró—. Debí haberlo notado, pero el Boggart ha estado mal, muy mal… Y pensar que habéis estado allí fuera expuestos a ella… solos… —Tía Zelda se estremeció.

Jenna empezó a explicarle:

—Es DomDaniel. Es…

—¿Es qué?

—Horrible —dijo Jenna—. Lo vimos en su nave.

—¿Que vosotros qué? —preguntó tía Zelda boquiabierta, sin dar crédito a lo que oía—. ¿Visteis a DomDaniel? ¿En la Venganza? ¿Dónde?

—Cerca del Dique Profundo. Subimos y…

—¿Subisteis qué?

—La escalera de cuerda. Abordamos el barco…

—¿Vosotros… vosotros habéis estado en la Venganza? —Tía Zelda apenas podía creer lo que oía. Jenna notó que su tía había palidecido de repente y que le temblaban un poco las manos.

—Es un mal barco —comentó Nicko—. Huele mal. Da mal rollo.

—¿Tú también estuviste allí?

—No —soltó Nicko, deseando haber estado—. Habría ido, pero mi hechizo de invisibilidad no era lo bastante bueno, así que me quedé esperando con las canoas.

Tía Zelda tardó unos segundos en asumir todo aquello. Miró al Muchacho 412.

—Así que tú y Jenna habéis estado en ese barco oscuro… solos… en medio de toda aquella magia negra… ¿Por qué?

—¡Oh, bueno, nos encontramos con Alther…! —intentó explicar Jenna.

—¿Alther?

—Y nos dijo que Marcia…

—¿Marcia? ¿Qué tiene que ver Marcia en todo esto?

—La ha capturado DomDaniel —explicó el Muchacho 412—. Alther dijo que pensaba que podía estar en el barco. Y allí estaba, nosotros la vimos.

—¡Oh, cielos, esto se pone aún peor! —Tía Zelda se dejó caer en la silla que estaba junto a la chimenea—. Ese entrometido y viejo fantasma debería tener más juicio —espetó tía Zelda—. Mira que enviar a tres jovencitos a un barco oscuro… ¿En qué estaría pensando?

—Él no nos envió, de veras que no —aclaró el Muchacho 412—. Nos dijo que no fuéramos, pero teníamos que intentar rescatar a Marcia. Aunque no lo conseguimos…

—Marcia capturada —susurró tía Zelda—. Mal asunto.

Azuzó el fuego con un atizador y surgieron varias llamas en el aire.

Un largo y estrepitoso trueno retumbó en el cielo por encima de la casa, sacudiéndola hasta los cimientos. Una furiosa ráfaga de viento entró por las ventanas apagando las velas de tormenta y dejando solo el fuego parpadeante como única luz de la habitación. Al cabo de un momento, un repentino aguacero de pedrisco repiqueteó contra las ventanas y cayó por la chimenea, extinguiendo el fuego con un triste siseo.

La casa se sumió en la más absoluta oscuridad.

—¡Los faroles! —dijo tía Zelda levantándose y dirigiéndose en la oscuridad hasta el armario de los faroles.

Maxie gimió y Bert ocultó la cabeza bajo el ala.

—¡Qué fastidio! Y ahora, ¿dónde está la llave? —Musitó tía Zelda hurgando en sus bolsillos sin encontrar nada—. ¡Maldición, maldición, maldición!

—¡Crac!

Un rayo pasó ante las ventanas, iluminó el exterior y cayó en el agua, muy cerca de la casa.

—Se han perdido —se lamentó sombríamente tía Zelda—, precisamente ahora.

Maxie aulló e intentó esconderse debajo de la alfombra.

Nicko estaba mirando por la ventana. En el breve destello del relámpago vio algo que no quería volver a ver.

—Viene hacia aquí —anunció tranquilo—. He visto el barco a lo lejos navegando por los marjales… Viene hacia aquí.

Todo el mundo se asomó a la ventana. Al principio solo veían la oscuridad de la tormenta que se avecinaba, pero mientras vigilaban, contemplando la noche, el destello de una ráfaga de luz nació de las nubes y les mostró lo que Nicko había divisado antes.

Recortado contra el relámpago, todavía lejano, pero con las velas hinchadas por el rugiente viento, el enorme buque oscuro surcaba las aguas en dirección a la casa.

La Venganza se acercaba.