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La «Venganza»

En el Muriel 2 se produjo una larga deliberación.

—En realidad no lo sé. Puede que Marcia ni siquiera esté en la Venganza.

—Pero apuesto a que sí está.

—Tenemos que encontrarla. Estoy seguro de que podemos rescatarla.

—Mira, solo porque hayas estado en el ejército no significa que puedas abordar barcos y rescatar a la gente.

—Significa que puedo intentarlo.

—El tiene razón, Nicko.

—Nunca lo lograremos. Nos verán llegar. Todo barco tiene un vigía a bordo.

—Pero podemos hacer ese hechizo, ya sabéis… el de… ¿cuál era?

Hazte invisible a ti mismo. Fácil. Luego podríamos remar hasta el barco y yo subiré por la escala de cuerda y luego…

—¡Marcia me rescató cuando yo estaba en peligro!

—Y a mí.

—Muy bien. Vosotros ganáis.

Mientras el Muriel 2 doblaba el último recodo del Dique Profundo, el Muchacho 412 buscó en el bolsillo interior de su sombrero rojo y sacó el anillo del dragón.

—¿Qué es ese anillo? —preguntó Nicko.

—¿Es ahí donde lo guardas? —Dijo Jenna—. Me preguntaba dónde lo harías. Papá siempre se guarda las cosas en el sombrero, pero luego se olvida de lo que ha metido.

—¿Qué es ese anillo? —preguntó Nicko.

—Hum… Es Mágico. Lo encontré… bajo tierra.

—Se parece un poco al amuleto —comentó Nicko.

—Sí —admitió el Muchacho 412—, yo también lo creo.

Se lo puso en el dedo y notó que el anillo se calentaba.

—Entonces, ¿hago el hechizo? —preguntó.

Jenna y Nicko asintieron y el Muchacho 412 empezó a entonar:

Que desaparezca en la atmósfera,

que mis enemigos no sepan adonde he ido,

que quienes me buscan por mí lado pasen,

que su mal de ojo no me alcance.

El Muchacho 412 desapareció lentamente en la lluvia, dejando un remo de canoa pendiendo fantasmagóricamente en el aire. Jenna respiró hondo e intentó el hechizo.

—Aún estás aquí, Jen —observó Nicko—. Vuelve a intentarlo.

A la tercera fue la vencida. El remo de Jenna se elevaba ahora en el aire cerca del remo del Muchacho 412.

—Tu turno, Nicko —dijo la voz de Jenna.

—Esperad un minuto —protestó Nicko—, yo nunca he hecho este.

—Bueno, entonces haz el tuyo —le aconsejó Jenna—. No importa, mientras funcione.

—Bien, esto… no sé si funciona. Y no sirve para el mal no me alcanza en absoluto.

—¡Nicko! —protestó Jenna.

—Muy bien, muy bien, lo intentaré.

Ni visto ni oído… ejem… esto… no me acuerdo de lo que sigue.

—Inténtalo: «Ni visto, ni oído, ni un susurro, ni una palabra» —sugirió el Muchacho 412 desde ninguna parte.

—Ah, sí. Eso es. Gracias.

El hechizo funcionó. Nicko desapareció lentamente.

—¿Estás bien, Nicko? —Preguntó Jenna—. No te veo.

No hubo respuesta.

—¿Nicko?

El remo de Nicko se movía rápidamente arriba y abajo.

—No podemos verle y él no nos puede ver a nosotros, porque su hechizo de invisibilidad es distinto del nuestro —explicó el Muchacho 412 en un tono de leve desaprobación— y tampoco podremos oírle, porque sobre todo es un hechizo de silencio. Y no le protegerá.

—Entonces, eso no es nada bueno —opinó Jenna.

—No —coincidió el Muchacho 412—. Pero tengo una idea. Intentaré hacer un hechizo de reconocimiento. Este debería funcionar: «Entre los hechizos que obran en nuestro poder, una armoniosa hora déjanos tener».

—¡Ahí está! —exclamó Jenna, mientras aparecía la forma algo neblinosa de Nicko—. ¿Nicko puede vernos? —preguntó.

Nicko sonrió y levantó los pulgares.

—Uau, eres bueno —le dijo Jenna al Muchacho 412.

Empezó a formarse la niebla mientras Nicko, haciendo uso de la parte de silencio de su hechizo, remaba para salir del Dique Profundo hasta las aguas abiertas del río. Nicko se cuidaba mucho de armar el menor revuelo posible, por si acaso un par de ojos avizores divisaba desde la cofa extraños remolinos en la superficie del agua, mientras él bogaba a ritmo constante hacia la nave.

Nicko avanzaba rápidamente y pronto los empinados costados negros de la Venganza se irguieron ante ellos a través de la niebla lluviosa, y la invisible Muriel 2 llegó al principio de la escalera de cuerda. Habían decidido que Nicko se quedaría en la canoa mientras Jenna y el Muchacho 412 intentaban averiguar si Marcia se encontraba prisionera en el barco y, si era posible, liberarla. Si necesitaban ayuda, Nicko estaría preparado. Jenna esperaba que no fuera necesario; sabía que el hechizo de Nicko no le protegería si se encontraba con algún problema. Nicko mantendría firme la canoa mientras, primero Jenna y luego el Muchacho 412, se agarraban como podían a la escalera y empezaban la larga y precaria ascensión a la Venganza.

Nicko los vigilaba con una sensación de desasosiego. Sabía que sus invisibles podían proyectar sombras y crear extrañas perturbaciones en el aire, y a un nigromante como DomDaniel no le costaría localizarlos, pero lo único que Nicko podía hacer era desearles suerte en silencio. Había decidido que si no regresaban cuando la marea hubiera subido hasta la mitad del Dique Profundo, iría a buscarlos, con hechizo protector o sin él.

Para matar el rato, Nicko subió a la canoa del cazador. También podía pasar buena parte de su espera, pensó, sentado en un barco decente. Aunque estuviera un poco más viscoso y apestoso. Pero olían peor ciertos barcos de pesca en los que solía faenar.

Fue una larga ascensión por la escala de cuerda, y no fue fácil. La escala saltaba contra los húmedos costados negros de la nave y Jenna temía que alguien a bordo pudiera oírlos, pero todo estaba tranquilo. Tan tranquilo que empezó a preguntarse si no sería una especie de buque fantasma.

Al llegar arriba, el Muchacho 412 cometió el error de mirar hacia abajo. Se mareó. La cabeza le daba vueltas con una sensación de vértigo y casi se suelta de la escala de cuerda debido al repentino sudor que empapaba sus manos. El agua estaba vertiginosamente lejos. La canoa del cazador parecía diminuta y por un momento creyó haber visto a alguien sentado en ella. El Muchacho 412 sacudió la cabeza. «No mires abajo —se dijo con severidad a sí mismo—. No mires abajo».

A Jenna no le daban miedo las alturas. Se encaramó sin dificultad a la Venganza y ayudó al Muchacho 412 a saltar el hueco que quedaba entre la escalera y la cubierta. El Muchacho 412 mantuvo los ojos fijos en las botas de Jenna mientras se subía a la cubierta y temblorosamente se ponía en pie.

Jenna y el Muchacho 412 miraron a su alrededor.

La Venganza era un lugar estremecedor. La tupida nube que flotaba sobre sus cabezas proyectaba una ancha sombra sobre todo el buque, y el único ruido que oían era el rítmico crujido del barco al balancearse suavemente en la marea creciente. Jenna y el Muchacho 412 caminaron en silencio y con cuidado sobre la cubierta, pasaron por delante de cabos cuidadosamente recogidos, ordenadas hileras de barriles alquitranados y un cañón aislado que apuntaba, amenazador, hacia lo marjales Marram. Aparte de la opresiva negrura y de unos pocos restos de baba amarillenta en la cubierta, el barco no daba ninguna pista sobre su posible propietario. Sin embargo, al llegar a la proa, una fuerte presencia Oscura casi tumbó de espaldas al Muchacho 412. Jenna continuó, sin notar nada y el Muchacho 412 la seguía; no quería dejarla.

La Oscuridad procedía de un trono imponente instalado junto al palo de trinquete, de cara al mar. Era un mueble impresionante, extrañamente fuera de lugar en la cubierta de un barco. Estaba tallado en ébano y adornado con pan de oro rojizo, y en él se encontraba DomDaniel, el nigromante, en persona. Sentado muy erguido, con los ojos cerrados; la boca algo entreabierta y caída, DomDaniel estaba durmiendo la siesta de la tarde emitiendo un gorjeo húmedo al respirar bajo la lluvia, desde lo más profundo de su garganta. Por debajo del trono, como un perro fiel, yacía una Cosa durmiente en un charco de baba amarillenta.

De repente, el Muchacho 412 apretó el brazo de Jenna tan fuerte que casi la hizo chillar. Le señaló la cintura de DomDaniel. Jenna bajó la vista y luego miró al Muchacho 412 con desespero. De modo que era cierto. Apenas podía creer lo que Alther les había contado, pero allí, ante sus ojos tenía la verdad. Alrededor de la cintura de DomDaniel, casi oculto en sus ropas oscuras, estaba el cinturón de mago extraordinario. El cinturón de maga extraordinaria de Marcia.

Jenna y el Muchacho 412 contemplaron a DomDaniel con una mezcla de repugnancia y fascinación. Los dedos del nigromante se aferraban a los reposabrazos ebúrneos del trono; unas gruesas uñas amarillas se curvaban alrededor de las puntas de sus dedos y se clavaban a la madera como unas garras. Su rostro aún tenía cierta palidez grisácea, adquirida durante los años transcurridos en el subsuelo, antes de trasladarse a su guarida en las montañas Fronterizas. Era un rostro común y corriente en muchos sentidos —tal vez tenía los ojos un poco hundidos y la boca era demasiado cruel para ser del todo agradable—, pero era la Oscuridad que había tras ellos lo que casi hizo estremecer a Jenna y al Muchacho 412 al verlo.

En la cabeza, DomDaniel llevaba un alto sombrero negro cilíndrico como una chistera baja, que, por alguna razón que no acertaba a comprender, le quedaba siempre un poco grande, por mucho que se encargara una nueva a su medida. Esto molestaba a DomDaniel más de lo que estaba dispuesto a admitir y estaba convencido de que, desde su regreso al Castillo, se le había empezado a encoger la cabeza. Mientras el nigromante dormía, el sombrero se le había resbalado y ahora descansaba sobre sus blanquecinas orejas. El sombrero negro era un anticuado sombrero de mago que ningún mago se hubiera puesto ni hubiera querido ponerse, pues se asociaba con la Gran Inquisición Maga de hacía unos cientos de años.

Por encima del trono, un dosel de oscura seda roja, blasonado con un trío de estrellas negras, colgaba pesadamente.

El Muchacho 412 cogió la mano de Jenna. Recordaba un pequeño y apolillado panfleto de Marcia que había leído una tarde de nieve llamado El hipnótico influjo de la Oscuridad, y podía sentir cómo Jenna era atraída por él. La apartó de la figura durmiente hacia una escotilla abierta.

—Marcia está aquí —le susurró a Jenna—. Noto su presencia.

Al llegar a la escotilla percibieron un sonido de pasos que corrían bajo la cubierta y luego subían rápidamente la escalera. Jenna y el Muchacho 412 retrocedieron de un salto y un marinero que sostenía una larga antorcha apagada subió corriendo a cubierta. El marinero era un hombre pequeño y enjuto vestido con el típico atuendo negro de los custodios, pero a diferencia de los guardias custodios no tenía la cabeza rapada, sino que tenía el cabello largo cuidadosamente atado en una fina y negra trenza que le llegaba hasta mitad de la espalda. Llevaba pantalones holgados por debajo de la rodilla y una camiseta con amplias rayas negras y blancas. El marino sacó una caja de yesca y con la chispa prendió la antorcha. La antorcha brilló y una radiante llama anaranjada iluminó la tarde grisácea y lluviosa, proyectando sombras danzarinas sobre la cubierta. El marinero caminó con la resplandeciente antorcha y la colocó en un pebetero de la proa del barco. DomDaniel abrió los ojos. Su siesta había acabado.

El marinero se quedó rondando nerviosamente junto al trono, aguardando las instrucciones del nigromante.

—¿Han vuelto? —preguntó una voz grave y hueca que le puso los pelos de punta al Muchacho 412.

El marinero inclinó la cabeza evitando la mirada del nigromante.

—El chico ha vuelto, señor. Y vuestro criado.

—¿Eso es todo?

—Sí, mi señor, pero…

—El chico dice que ha capturado a la… princesa, señor.

—La Realicia. Bueno, bueno. No dejo de asombrarme. Traédmelos ahora. ¡Ya!

—Sí, mi señor. —El marinero hizo una pronunciada reverencia.

—Y… trae a la prisionera. Le interesará ver a su antigua pupila.

—¿Su qué, señor?

—La Realicia, desgraciado. Tráelos todos aquí, ¡ya!

El marinero desapareció por la escotilla y pronto Jenna y el Muchacho 412 notaron más movimiento bajo sus pies. En lo más profundo de la nave, las cosas rebullían. Los marineros saltaban de sus hamacas, dejaban de tallar, hacer nudos o dejaban sus inacabados barcos en las botellas y salían a la cubierta superior para hacer lo que se le antojara a DomDaniel.

DomDaniel se levantó del trono un poco envarado tras su siesta en la fría lluvia, y parpadeó cuando un reguero de agua de la copa de su sombrero aterrizó en su ojo. Irritado, despertó al durmiente Magog de una patada. La Cosa salió de debajo del trono y siguió a DomDaniel por la cubierta, donde el nigromante se plantó con los brazos plegados y una mirada de expectación en el rostro, esperando a quienes había convocado.

Pronto se oyó un estruendo de pisadas debajo y, en breves momentos, media docena de marineros aparecieron en cubierta para tomar posiciones de guardia alrededor de DomDaniel. Los seguía la vacilante figura del aprendiz. El muchacho estaba pálido y Jenna vio que le temblaban las manos. DomDaniel apenas reparaba en él; tenía los ojos fijos en la escotilla abierta, esperando a que su premio, la princesa, apareciera.

Pero no salió nadie.

El tiempo pareció detenerse. Los marineros cambiaban de posición, sin saber en realidad qué estaban esperando, y al aprendiz se le disparó un tic nervioso bajo el ojo izquierdo. De vez en cuando miraba inseguro a su amo y rápidamente desviaba la mirada, como si temiera captar la atención de DomDaniel. Después de lo que pareció un siglo, DomDaniel exigió:

—Bueno, ¿dónde está ella, chico?

—¿Quién, señor? —tartamudeó el aprendiz, aunque sabía perfectamente a quién se refería el nigromante.

—La Realicia, cerebro de mosquito. ¿Quién va a ser? ¿Tu idiota madre?

—N… no, señor.

Por debajo se oían más ruidos de pasos.

—¡Ah! —murmuró, DomDaniel—. Por fin.

Pero era Marcia, a quien un Magog, que la acompañaba y le clavaba la larga zarpa amarilla en el brazo, empujaba por la escotilla. Marcia intentó liberarse de él, pero la Cosa estaba pegada a ella como con cola y la había llenado de regueros de baba amarillenta. Marcia lo miró con asco y conservó exactamente la misma expresión cuando se volvió para encontrarse con la triunfante mirada de DomDaniel. Incluso después de un mes encerrada en la oscuridad y sin sus poderes mágicos, Marcia era un personaje impresionante. El cabello oscuro, agreste y descuidado le daba un aire furioso; las ropas manchadas de salitre conservaban una sencilla dignidad, y sus zapatos de pitón púrpura estaban, como siempre, inmaculados. Jenna podía decir que había desconcertado a DomDaniel.

—¡Ah, señorita Overstrand! ¡Qué bien que se deje caer por aquí! —murmuró.

Marcia no respondió.

—Bueno, señorita Overstrand, este es el motivo por el que la he estado reteniendo. Quería que viera este pequeño… final. Tenemos una interesante noticia para usted, ¿no es así, Septimus?

El aprendiz asintió con aire vacilante.

—Mi leal aprendiz ha estado visitando a unos amigos suyos, señorita Overstrand. En una agradable casita por los alrededores. —DomDaniel hizo gestos con su mano ensortijada hacia los marjales Marram.

Algo cambió en la expresión de Marcia.

—¡Ah, veo que sabe a quién me refiero, señorita Overstrand! Pensé que lo adivinaría. Ahora mi aprendiz me ha informado de una exitosa misión.

El aprendiz intentó decir algo, pero su amo le indicó con un gesto que se estuviera callado.

—Aunque no he oído todos los detalles, estoy seguro de que querrá ser la primera en oír las buenas noticias. Así que ahora Septimus va a explicárnoslo todo, ¿verdad, muchacho?

El aprendiz se puso en pie a regañadientes. Parecía muy nervioso. Empezó a hablar con voz aflautada y vacilante:

—Yo… esto…

—Habla fuerte, muchacho. No sirve de nada si no podemos oír una palabra de lo que estás diciendo —le instó DomDaniel…

—Yo… esto… he encontrado a la princesa. La Realicia.

Hubo un atisbo de descontento entre el público. Jenna tuvo la impresión de que la noticia no era bien recibida del todo por los marineros allí convocados y recordó que tía Zelda le había contado que DomDaniel nunca ganaría para su causa a la gente de mar.

—Vamos, muchacho —prorrumpió DomDaniel con impaciencia.

—Yo… ejem, el cazador y yo tomamos la casa, ejem… capturamos a la bruja blanca, Zelda Zanuba Heap, y al muchacho mago, Nickolas Benjamín Heap, y al desertor del ejército joven, el desechable Muchacho 412. Y yo capturé a la princesa… a la Realicia.

El aprendiz hizo una pausa; en sus ojos apareció una mirada de pánico. ¿Qué iba a decir? ¿Cómo iba a explicar que no tenía a la princesa y que el cazador había desaparecido?

—¿Capturaste a la Realicia? —le preguntó DomDaniel con suspicacia.

—Sí, señor. La capturé, pero…

—Pero ¿qué?

—Pero, bueno, señor, después de que el cazador fuera dominado por la bruja y le dejaran convertido en un bufón…

—¿Un bufón? ¿Estás intentando hacerte el gracioso conmigo, chico? Porque si es así, no te lo aconsejo.

—No, señor. No intento hacerme el gracioso en absoluto, señor. —El aprendiz nunca había sentido menos ganas de hacerse el gracioso en toda su vida—. Después de que el cazador se fuera, señor, conseguí capturar a la Realicia sin la ayuda de nadie y casi me salgo con la mía, pero…

—¿Casi? ¿Casi te sales con la tuya?

—Sí, señor, estuve muy cerca. Me detuvo con un cuchillo el muchacho mago loco, Nickolas Heap. Es muy peligroso, señor, y la Realicia escapó.

—¿Escapó? —rugió DomDaniel alzándose sobre el tembloroso aprendiz—. ¿Vuelves y dices que tu misión ha sido un éxito? ¡Vaya éxito! Primero me dices que el temible cazador se ha convertido en un bufón, luego que fuiste burlado por una patética bruja blanca y sus pelmazos niños fugados. Y ahora que la Realicia se ha escapado. El propósito de la misión, el único propósito de la misión, era capturar a la advenediza Realicia. Así que ¿qué parte exactamente dices que es un éxito?

—Bueno, ahora sabemos dónde está —murmuró el aprendiz.

—Sabíamos dónde estaba, muchacho. Por ese motivo fuiste allí.

DomDaniel levantó los ojos al cielo. ¿Qué había de malo en aquel aprendiz cabeza de alcornoque? El séptimo hijo de un séptimo hijo debería tener algo de Magia encima. Debería ser lo bastante fuerte para vencer a un hatajo de magos desesperados escondidos en medio de la nada. Un sentimiento de rabia se apoderaba de DomDaniel.

—¿Por qué? —gritó—. ¿Por qué estoy rodeado de idiotas?

Escupiendo su rabia, DomDaniel observó la expresión de desprecio de Marcia mezclada con la de alivio ante las noticias que acababa de oír.

—¡Llevaos a la prisionera! —gritó—. Encerradla y arrojad la llave. Está acabada.

—Aún no —respondió Marcia con serenidad, dándole deliberadamente la espalda a DomDaniel.

De repente, para horror de Jenna, el Muchacho 412 salió del barril que le servía de escondite y avanzó en silencio hacia Marcia. Se coló con cuidado entre la Cosa y los marineros que empujaban bruscamente a Marcia hacia la escotilla. La expresión de desdén de Marcia se convirtió en asombro y luego en una estudiada expresión de vacuidad, y el Muchacho 412 supo que se había dado cuenta. Raudamente se sacó el anillo del dragón del dedo y lo apretó contra la mano de Marcia. Los ojos verdes de Marcia se encontraron con los suyos, sin ser vistos por los guardias; la maga se guardó el anillo en el bolsillo de la túnica. El Muchacho 412 no perdió el tiempo, se volvió y, en su prisa por regresar junto a Jenna, rozó a un marinero.

—¡Alto! —gritó el hombre—. ¿Quién va?

Todo el mundo en cubierta se quedó paralizado, salvo el Muchacho 412, que apretó a correr y cogió la mano de Jenna. Era el momento de irse.

—¡Intrusos! —gritó DomDaniel—. ¡Veo las sombras! ¡Cogedlos!

La tripulación de la Venganza miró a su alrededor en un momento de pánico. No veían nada. ¿Se habría vuelto loco al fin su amo? Llevaban esperando que esto ocurriera demasiado tiempo.

En la confusión, Jenna y el Muchacho 412 volvieron a la escala de cuerda y bajaron a las canoas más rápido de lo que creían posible. Nicko los había visto venir. Llegaban justo a tiempo: el hechizo de invisibilidad se estaba agotando.

Por encima de ellos, el barco hervía de actividad mientras se encendían las antorchas y se registraba cualquier posible escondite. Alguien cortó la escala de cuerda y mientras el Muriel 2 y la canoa del cazador se alejaban remando en la niebla, cayó con un chapoteo y se hundió en las aguas oscuras de la marea creciente.