Marcia Overstrand
Marcia Overstrand salió de su alta torre dormitorio con vestidor adjunto, abrió la pesada puerta de púrpura que conducía al descansillo y comprobó su aspecto en el espejo graduable.
—Menos ocho coma tres por ciento —ordenó al espejo, que tenía un temperamento nervioso y temía el momento en que la puerta de Marcia se abría cada mañana.
Con el transcurso de los años, el espejo había llegado a leer los pasos que atravesaban las tablas de madera, y aquel día le habían puesto al espejo los nervios a flor de piel. Muy a flor de piel. Se puso en posición de firmes y, en su avidez por complacer, hizo el reflejo de Marcia un ochenta y tres por ciento más delgado, de modo que parecía un furioso insecto palo púrpura.
—¡Idiota! —le espetó Marcia.
El espejo volvió a hacer el cálculo. Odiaba las matemáticas a primera hora del día y estaba convencido de que Marcia le pedía horribles porcentajes a propósito. ¿Por qué no podía pedirle un bonito número redondo para ajustar su delgadez, como un cinco por ciento? O aún mejor, ¿un diez por ciento? Al espejo le gustaban los diez por ciento; los podía calcular.
Marcia sonrió ante su reflejo, tenía buen aspecto. Vestía su uniforme de invierno de maga extraordinaria y le sentaba bien. Su capa doble de seda púrpura tenía un ribete de la más fina piel de angora de color añil. Caía con gracia desde sus anchos hombros y se ceñía obedientemente alrededor de sus pies puntiagudos. Los pies de Marcia eran puntiagudos porque le gustaban los zapatos puntiagudos y se los había encargado especialmente. Estaban hechos de la piel de serpiente que había mudado la pitón púrpura que el zapatero, Terry Tarsal, criaba en el patio trasero, solo para los zapatos de Marcia. Terry odiaba las serpientes y estaba convencido de que Marcia pedía piel de serpiente a propósito. Bien podía haber estado en lo cierto. Los zapatos de pitón púrpura de ésta brillaban a la luz reflejada por el espejo, y el oro y el platino de su cinturón de maga extraordinaria lanzaban impresionantes destellos. Alrededor del cuello llevaba el amuleto Akhentaten, símbolo y fuente de poder del mago extraordinario.
Marcia estaba satisfecha. Aquel día necesitaba lucir un aspecto impresionante. Impresionante y un poco temible. Bueno, un poquito temible si era necesario, aunque esperaba que no lo fuera.
Marcia no estaba segura de si parecía temible. Ensayó unas cuantas expresiones en el espejo, que se estremeció en silencio, pero no estaba segura de ninguna de ellas. Marcia no era consciente de que ante la mayoría de la gente se hacía muy bien la temible; de hecho, era una perfecta campeona en ese arte.
Marcia chasqueó los dedos.
—¡Espalda! —exclamó.
El espejo le mostró la visión de su espalda.
—¡Lados!
El espejo le mostró ambos lados.
Y luego se fue, bajó los escalones de dos en dos hasta la cocina para aterrorizar al cocinero, que la había oído aproximarse y estaba intentando desesperadamente esfumarse antes de que entrara por la puerta.
No lo consiguió y Marcia estuvo de mal humor todo el desayuno.
Marcia dejó el servicio del desayuno para que él mismo se lavara y salió con paso decidido por la maciza puerta púrpura que conducía a sus aposentos. La puerta se cerró con un ruido suave y respetuoso detrás de ella, mientras Marcia saltaba a la escalera de caracol plateada.
—Abajo —ordenó a la escalera, que empezó a girar como un sacacorchos gigante y la bajó lentamente por la alta torre a través de pisos aparentemente interminables y diversas puertas que conducían a habitaciones todas ellas ocupadas por una sorprendente variedad de magos.
De las habitaciones salía el sonido de la práctica de hechizos, el soniquete de los encantamientos y la cháchara general de los magos durante el desayuno. El olor de tostadas, panceta y gachas se mezclaba extrañamente con las vaharadas de incienso que flotaban en el aire, procedentes del salón de abajo, y cuando la escalera de caracol se detuvo con delicadeza y Marcia se bajó, se sintió un poco mareada y con ganas de salir a tomar el aire fresco. Caminó a paso veloz por el vestíbulo hasta las enormes puertas de plata maciza que guardaban la entrada de la Torre del Mago. Marcia pronunció la contraseña; las puertas se abrieron en silencio ante ella y en un instante atravesaba el umbral plateado y se encontraba fuera en el frío glacial de una mañana nevada de pleno invierno.
Mientras Marcia bajaba los escalones, pisando con cuidado la nieve crujiente con sus finos zapatos afilados, sorprendió al centinela que estaba ociosamente tirando bolas de nieve a un gato callejero. Una bola de nieve aterrizó con un golpe sordo en la seda púrpura de su capa.
—¡No hagas eso! —gritó Marcia, cepillándose la nieve de su capa.
El centinela se puso firme de un salto; parecía aterrado. Marcia miró fijamente al muchacho menudo con aire de niño perdido. Vestía un uniforme de gala de centinela, un diseño bastante ridículo, hecho en algodón fino, compuesto por una túnica a rayas rojas y blancas con puntillas púrpura alrededor de las mangas. También llevaba un gran sombrero amarillo desmadejado, pantalones blancos y botas amarillas, y en su mano izquierda, que estaba desnuda y amoratada por el frío, sostenía una pesada pica.
Marcia puso objeciones cuando los primeros centinelas llegaron a la Torre del Mago. Dijo al custodio supremo que los magos no necesitaban protección; podían cuidarse ellos solos perfectamente, muchas gracias. Pero, con una de sus petulantes sonrisas, le había asegurado de manera desabrida que los centinelas eran para la seguridad de los magos. Marcia sospechaba que los había puesto no solo para espiar las idas y venidas de los magos, sino también para que parecieran ridículos.
Marcia miró al centinela que lanzaba las bolas de nieve. El sombrero le venía grande, se le caía, y solo lo frenaban las orejas que sobresalían de modo muy conveniente en el lugar preciso para evitar que el sombrero le tapara los ojos. Aquel sombrero daba al flaco y huesudo rostro del chico un color macilento de poca salud, y sus dos profundos ojos grises la miraban aterrorizados al percatarse de que su bola de nieve había hecho diana en la maga extraordinaria.
Marcia pensó que parecía muy pequeño para ser un soldado.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó en tono acusador.
El centinela se sonrojó. Nadie como Marcia le había mirado nunca y mucho menos hablado.
—Di… diez, señora.
—Entonces, ¿por qué no estás en la escuela? —le exigió Marcia.
El centinela parecía orgulloso.
—No me hace falta ir a la escuela, señora. Estoy en el ejército joven. Nosotros somos el orgullo de hoy y los guerreros del mañana.
—¿No tienes frío? —le preguntó Marcia inesperadamente.
—N… no, señora. Estamos entrenados para no sentir el frío. —Pero los labios del centinela tenían un color azulado y tiritaba al hablar.
—¡Ja! —Marcia salió pisando fuerte la nieve, dejando al chico apechugando con sus cuatro horas de guardia restantes.
Marcia cruzó con paso decidido el patio que salía de la Torre del Mago, y salió por una puerta lateral que la condujo hasta un tranquilo sendero cubierto por la nieve.
Hasta la fecha llevaba diez largos años siendo la maga extraordinaria y mientras se disponía a iniciar su viaje, sus pensamientos volvieron al pasado. Recordó el tiempo que había pasado como pobre aspirante, leyendo todo lo que podía sobre Magia, esperando aquella cosa rara, un aprendizaje con el mago extraordinario, Alther Mella. Fueron años felices en los que vivió en una pequeña habitación en los Dédalos entre tantos otros aspirantes, la mayoría de los cuales pronto se establecieron como aprendices con magos ordinarios, pero Marcia no. Ella sabía lo que quería y quería lo mejor. Sin embargo, Marcia aún no podía creer en su suerte cuando tuvo la oportunidad de ser la aprendiz de Alther Mella. Y aunque ser su aprendiz no significara necesariamente que llegase a ser maga extraordinaria, estaba un paso más cerca de su sueño. Y de este modo Marcia se pasó los siguientes siete años y un día viviendo en la Torre del Mago como aprendiz de Alther Mella.
Marcia se sonrió al recordar el mago maravilloso que Alther Mella había sido. Sus clases eran divertidas, era paciente cuando los hechizos salían mal y siempre tenía un nuevo chiste que contarle. También era un mago extraordinariamente poderoso. Hasta que Marcia no se convirtió en maga extraordinaria, no se dio cuenta de lo bueno que había sido Alther. Pero, sobre todo, Alther era una persona adorable. Marcia sonreía al recordar cómo solía saludarla desde la ventana de la cima de la torre, la ventana que ahora era la suya. Pero su sonrisa se desvaneció al recordar el modo en que había ocupado su lugar y pensó en el último día de la vida de Alther Mella, el día que ahora los custodios llamaban día Uno.
Perdida en sus pensamientos, Marcia subió los angostos escalones que conducían hasta la amplia y protegida cornisa que corría justo por debajo de la muralla del Castillo. Era un modo rápido de llegar al lado norte, como se llamaban ahora los Dédalos, y adonde se dirigía aquel día. La cornisa estaba reservada para el uso de la patrulla custodia armada, pero Marcia sabía que, incluso ahora, nadie impediría a la maga extraordinaria ir a cualquier lado. Así que, en lugar de arrastrarse a través de innumerables y minúsculos y a veces abarrotados pasadizos, como solía hacer algunos años antes, avanzó a paso ligero por la cornisa hasta que media hora más tarde vio una puerta que reconoció.
Marcia respiró hondo. «Esta es», se dijo para sí.
Marcia bajó un tramo de escaleras desde la cornisa y se quedó frente a frente con la puerta. Estaba a punto de empujarla cuando la puerta se asustó ante su presencia y se abrió. Marcia la atravesó disparada y rebotó en la pared del otro lado, bastante pegajosa. La puerta se cerró de un portazo y Marcia tomó aliento. El pasadizo era oscuro, húmedo y olía a col hervida, orín de gato y mierda seca. Marcia no lo recordaba así. Cuando vivía en los Dédalos, los pasadizos estaban calientes y limpios, iluminados por antorchas de junco que quemaban a intervalos junto al muro, y sus orgullosos habitantes los barrían todos los días.
Marcia esperaba recordar el camino del cuarto de Silas y Sarah. En sus días de aprendiz había pasado a menudo por su puerta a toda velocidad, con la esperanza de que Silas Heap no la viera y no la invitase a entrar. Sobre todo recordaba el ruido, el ruido de tantos niños gritando, saltando, peleándose y haciendo lo que hacen los niños pequeños, aunque Marcia no estaba segura del todo de qué es lo que hacían los niños pequeños, pues prefería evitarlos en la medida de lo posible.
Marcia estaba bastante nerviosa mientras caminaba por los oscuros y tétricos pasadizos. Empezaba a imaginarse cómo irían las cosas en su primera visita a Silas después de más de diez años. Temía lo que iba a tener que decirles a los Heap e incluso se preguntaba si Silas la creería. Era un viejo mago obstinado, pensó Marcia, y sabía que ella no era de su agrado. Y de este modo, con estos pensamientos rondándole por la cabeza, Marcia caminaba decididamente por los pasadizos sin prestar atención a nada más.
Si se hubiera molestado en prestar atención, le habría sorprendido la reacción de la gente al verla. Eran las ocho de la mañana y era lo que Silas Heap llamaba «la hora punta». Cientos de personas de cara pálida se dirigían al trabajo; sus ojos somnolientos parpadeaban en la oscuridad y se arrebujaban en sus delgadas ropas baratas para protegerse del frío pelón de las húmedas murallas de piedra. La hora punta en los pasadizos del lado norte era un momento que había que evitar; la aglomeración podía arrastrarte, a menudo más allá de tu calle, hasta que de algún modo conseguías escabullirte entre la multitud y unirte a la corriente que avanzaba en sentido contrario. El aire de la hora punta estaba lleno de lamentos quejumbrosos:
—¡Déjenme salir de aquí, por favor!
—¡Basta de empujarme!
—¡Mi calle, mi calle!
Pero Marcia había hecho que la hora punta desapareciese. No había sido necesaria la Magia para ello: la mera visión de Marcia era suficiente para dejar a todo el mundo petrificado. La mayoría de la gente del lado norte nunca había visto a la maga extraordinaria. De haberla visto, habría sido un día de excursión al centro de visitantes de la Torre del Mago, por donde podían haber deambulado el día entero con la intención de echarle un fugaz vistazo si tenían suerte. Pero que la maga extraordinaria caminara entre ellos en los fríos y húmedos pasillos del lado norte resultaba increíble.
La gente lanzaba exclamaciones y se apartaba. Se fundían en las sombras de los portales y se esfumaban por los callejones secundarios, murmurando para sí sus propios sortilegios. Algunos incluso se quedaban paralizados, como conejos sorprendidos por el destello de una brillante luz. Se quedaban mirando fijamente a Marcia como si fuera un ser de otro planeta, lo cual bien podía haber sido cierto, dado el parecido entre su vida y la de ellos. Pero Marcia realmente no lo notaba. Diez años como maga extraordinaria la habían aislado de la vida real y, sin embargo, aunque al principio fue un shock, ahora estaba acostumbrada a que todo el mundo le abriera paso, le hiciera reverencias y murmurara respetuosamente a su alrededor.
Marcia salió majestuosamente de la calle y tomó el exiguo pasaje que conducía a casa de los Heap. En sus viajes, Marcia había notado que todos los pasajes tenían ahora números que reemplazaban los nombres casi cómicos que tenían antes, como Rincón Ventoso y calle Boca Abajo.
La antigua dirección de los Heap era: Gran Puerta Roja, callejón del Ir y Venir, los Dédalos.
Ahora parecía ser: habitación 16, corredor 223, lado norte. Marcia tenía perfectamente claro cuál prefería.
Marcia llegó a la puerta de los Heap, que había sido pintada del negro reglamentario por la patrulla de pintura hacía unos días. Oía el bullicioso alboroto del desayuno de los Heap al otro lado de la puerta. Marcia respiró hondo varias veces.
No podía retrasar el momento por más tiempo.