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Mientras se descongela

El aprendiz se sentó acurrucado en un rincón junto al fuego, con Bert aún colgando de una de sus mangas lacias y húmedas. Jenna había cerrado todas las puertas con llave y Nicko las ventanas, dejando que el Muchacho 412 vigilara al aprendiz mientras iban a ver cómo estaba el Boggart.

El Boggart yacía en el fondo del barreño de hojalata, como un pequeño montículo de húmedo pelaje marrón que resaltaba contra la blancura de la sábana que tía Zelda había puesto debajo de él. Entreabrió los ojos y contempló a los visitantes con una mirada empañada y perdida.

—Hola, Boggart, ¿te sientes mejor? —preguntó Jenna.

El Boggart no respondió. Tía Zelda sumergió una esponja en un cubo de agua caliente y mojó cuidadosamente con ella al Boggart.

—Me limito a mantener a Boggart húmedo. Un Boggart seco no es un Boggart feliz.

—No tiene buen aspecto, ¿verdad? —le susurró Jenna a Nicko mientras salían de puntillas y en silencio de la cocina con tía Zelda.

El cazador, aún en posición de ataque al otro lado de la puerta de la cocina, miró a Jenna con una mirada siniestra cuando apareció. Sus penetrantes ojos azules claros se fijaron en ella y la siguieron por toda la habitación, pero el resto de él estaba tan inmóvil como siempre.

Jenna sintió la mirada y levantó la vista. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

—Me está mirando. Sus ojos me están siguiendo.

—¡Qué fastidio! —comentó tía Zelda con desaprobación—. Está empezando a descongelarse. Será mejor que me ocupe de ello antes de que cause más problemas.

Tía Zelda quitó la pistola de plata de la mano helada del cazador. Sus ojos destellearon furiosos mientras ella, con mano experta, abría el arma y sacaba una pequeña bala de plata de la recámara.

—Toma —dijo tía Zelda, ofreciéndole a Jenna la bala de plata—. Ha estado buscándote durante diez años y ahora la búsqueda ha terminado. Ahora estás a salvo.

Jenna sonrió con incertidumbre e hizo rodar la sólida esfera de plata en la palma de su mano con una sensación de repulsión, aunque no podía dejar de admirar lo perfecta que era. Casi perfecta. La levantó y divisó una minúscula muesca en la bola; para su sorpresa había dos letras grabadas en la bala de plata: PN.

—¿Qué significa PN? —le preguntó Jenna a tía Zelda—. Mira, está aquí, en la bala.

Tía Zelda no respondió durante un momento. Sabía lo que las letras significaban, pero no estaba segura de que debiera contárselo a Jenna.

—PN —murmuró Jenna dándole vueltas—, PN…

—Princesa Niña —explicó Zelda—. Una bala con nombre. Una bala con nombre siempre encuentra su blanco. No importa cómo o cuándo, pero te encontrará. Como ha hecho la tuya, aunque no del modo en que ellos pretendían que te encontrase.

—¡Ah! —exclamó Jenna en voz baja—. Así que la otra, la que era para mi madre, ¿tenía?

—Sí, tenía una R.

—¡Ah! ¿Puedo quedarme la pistola también? —pidió Jenna.

Tía Zelda parecía sorprendida.

—Bien, supongo que sí, si de veras quieres…

Jenna cogió la pistola y la empuñó como había visto hacer al cazador y a la Asesina, sintiendo su pesadez en la mano y la extraña sensación de poder que se experimentaba al empuñarla.

—Gracias —agradeció a tía Zelda, devolviéndole la pistola—. ¿Me la puedes guardar por ahora?

Los ojos del cazador siguieron a tía Zelda mientras ella desfilaba con la pistola hasta su armario de pociones inestables y venenos particulares y lo cerraba con llave. La volvieron a seguir mientras se acercaba a él y le tocaba las orejas. El cazador parecía furibundo. Sus cejas temblaron y sus ojos centellearon furiosamente, pero no movió nada más.

—Bien —exclamó tía Zelda—, aún tiene las orejas heladas. Aún no puede oír lo que decimos. Tenemos que decidir qué hacer con él antes de que se descongele.

—¿No puedes recongelarlo? —preguntó Jenna.

Tía Zelda negó con la cabeza.

—No —respondió con pesar—, no se debe recongelar a nadie una vez que empieza a descongelarse. Es peligroso para ellos, pueden quemarse de congelación. O quedarse horriblemente blanduzcos. No es una visión agradable. Sin embargo, el cazador es un hombre peligroso y no abandonará la caza nunca, y de algún modo tenemos que detenerlo.

Jenna estaba pensando.

—Tenemos que hacerle olvidar todo. Incluso quién es. —Se echó a reír—. Podemos hacerle creer que es un domador de leones o algo por el estilo.

—Y entonces se irá con un circo y descubrirá que no lo era, justo después de haber metido la cabeza en la boca de un león —acabó Nicko.

—No debemos usar la Magia para poner en peligro la vida de nadie —les recordó tía Zelda.

—Entonces, podría ser un payaso —sugirió Jenna—. Es bastante terrorífico.

—Bueno, he oído que está a punto de llegar un circo al Puerto un día de estos; estoy segura de que encontraría trabajo —sonrió tía Zelda—. Me han dicho que aceptan a cualquiera.

Tía Zelda cogió un viejo y desvencijado libro titulado Recuerdos mágicos.

—A ti se te da bien esto —dijo tendiéndole el libro al Muchacho 412—, ¿puedes buscarme el amuleto correcto? Creo que se llama Recuerdos rufianescos.

El Muchacho 412 hojeó el viejo libro que olía a rancio. Era uno de aquellos libros en los que la mayoría de los amuletos se habían perdido, pero hacia el final encontró lo que buscaba: un pequeño pañuelo anudado con una emborronada escritura negra a lo largo del dobladillo.

—Bien —exclamó tía Zelda—. Tal vez tú puedas hacer el hechizo para nosotros, por favor.

—¿Yo? —inquirió el Muchacho 412 sorprendido.

—Si no te importa —insistió tía Zelda—. Mi vista no alcanza a leerlo con esta luz.

Levantó la mano y comprobó las orejas del cazador. Estaban calientes. El cazador la miró y entornó los ojos de ese modo familiarmente duro. Nadie lo notó.

—Ahora puede oírnos, será mejor acabar con esto antes de que también pueda hablar.

El Muchacho 412 leyó cuidadosamente las instrucciones del hechizo. Luego sostuvo el pañuelo anudado y dijo:

Cualquiera que tu historia haya sido,

al verme toda se habrá perdido.

El Muchacho 412 movió el pañuelo ante los furiosos ojos del cazador; luego lo desanudó. Con eso, el cazador puso los ojos en blanco. Su mirada ya no era amenazadora, sino confusa y tal vez un poco asustada.

—Bien —dijo tía Zelda—. Parece que ha salido bien. ¿Puedes seguir con el resto, por favor?

El Muchacho 412 recitó serenamente:

Escucha tus recién nacidos rasgos,

recuerda ahora tus diferentes pasos.

Tía Zelda se plantó delante del cazador y se dirigió a él con firmeza:

—Esta es la historia de tu vida. Naciste en una casucha, abajo en el Puerto.

—Eras un niño horrible —añadió Jenna— y tenías pecas.

—No le gustabas a nadie —siguió Nicko.

El cazador empezó a parecer muy infeliz.

—Salvo a tu perro —inventó Jenna, que empezaba a sentir pena por él.

—Tu perro murió —dijo Nicko.

El cazador parecía desolado.

—Nicko —le reprendió Jenna—, no seas malo.

—¿Malo, yo? ¿Y él qué?

Y de este modo la horriblemente trágica vida del cazador se desplegó ante él. Estaba trufada de desafortunadas coincidencias, estúpidos errores y momentos muy embarazosos que hicieron que sus orejas recién descongeladas se enrojecieran al recordarlos. Por fin, el triste relato terminó con su infeliz aprendizaje con un payaso irascible, conocido por todos los que trabajaban para él como Aliento de Perro.

El aprendiz observaba todo con una mezcla de gozo y horror. El cazador lo había atormentado durante tanto tiempo que el aprendiz se alegraba de ver que alguien le estaba dando su merecido. Pero no podía evitar preguntarse qué planeaban hacerle a él.

Cuando el penoso cuento del pasado del cazador acabó, el Muchacho 412 volvió a anudar el pañuelo y dijo:

Lo que fue tu vida se ha ido,

otro pasado ahora ejerce el dominio.

Con algún esfuerzo, llevaron al cazador fuera, como una tabla grande y rígida, y lo dejaron junto al Mott para que pudiera descongelarse alejado del camino. El Magog no le prestó ninguna atención; acababa de sacar a su trigésimo octavo insecto escudo del barro y estaba preocupado pensando en si quitarle las alas antes de licuarlo o no.

—Un día de estos, regaladme un bonito enanito de jardín —bromeó tía Zelda contemplando a su nuevo y, esperaba que fuera temporal, ornamento de jardín con desagrado—. Pero esto es un trabajo bien hecho. Ahora tenemos que solucionar lo del aprendiz.

—Septimus… —musitó Jenna—. No puedo creerlo. ¿Qué van a decir mamá y papá? Es tan horrible.

—Bueno, supongo que crecer con DomDaniel no le ha hecho ningún bien —comentó tía Zelda.

—El Muchacho 412 creció en el ejército joven, pero él es legal —señaló Jenna—. El nunca habría disparado al Boggart.

—Lo sé —coincidió tía Zelda—, pero tal vez el aprendiz, ejem… Septimus, mejore con el tiempo.

—Tal vez —admitió Jenna albergando grandes dudas.

Poco más tarde, en las primeras horas de la mañana, cuando el Muchacho 412 había guardado con cuidado la piedra verde que le había dado Jenna bajo su colcha para mantenerla caliente y cerca de él y justo cuando por fin se disponían a dormirse, se produjo una vacilante llamada a la puerta.

Jenna se sentó asustada. ¿Quién sería? Dio un ligero codazo a Nicko y al Muchacho 412 para que se despertaran. Luego se acercó sigilosa a la ventana y abrió en silencio uno de los postigos.

Nicko y el Muchacho 412 se quedaron de pie al lado de la puerta, armados con una escoba y una pesada lámpara.

El aprendiz se sentó en su rincón oscuro junto al fuego y esbozó una petulante sonrisa. DomDaniel había enviado un destacamento para rescatarle.

No era un destacamento de rescate, pero Jenna palideció cuando vio quién era.

—Es el cazador —susurró.

—No va a entrar —dijo Nicko—. De ninguna manera.

Pero el cazador volvió a llamar, aún más fuerte.

—¡Váyase! —le gritó Jenna.

Tía Zelda salió de cuidar al Boggart.

—Mirad a ver qué quiere —les rogó—, y podremos ponerlo en su camino.

Así, contra todos sus instintos, Jenna abrió la puerta al cazador.

Apenas lo reconoció. Aunque aún vestía el uniforme de cazador, ya no parecía uno de ellos. Arrebujado en su gruesa capa verde como un mendigo con una manta, permaneció en el umbral algo encorvado en actitud de disculpa.

—Siento molestarlos a estas horas, amables lugareños —murmuró—, pero me temo que me he perdido. Me pregunto si podrían indicarme el camino hacia el Puerto.

—Por ahí —dijo Jenna tajantemente, señalando a través de los marjales.

El cazador parecía confuso.

—No soy demasiado bueno orientándome, señorita. ¿Dónde exactamente sería eso?

—Siga la luna —le dijo tía Zelda—. Ella le guiará.

El cazador inclinó la cabeza humildemente.

—Gracias, amable señora. Me pregunto si les causaría mucho problema que les preguntara si hay un circo en la ciudad. Tengo la esperanza de obtener un puesto allí como bufón.

Jenna reprimió una sonrisita.

—Sí, resulta que ahí está —le dijo tía Zelda—. Ejem… ¿puede esperar un minuto? —Desapareció en la cocina y regresó con una talega que contenía un poco de pan y queso—. Tome esto y buena suerte en su nueva vida.

El cazador volvió a inclinar la cabeza.

—Gracias por su amabilidad, señora —dijo, y bajó hacia el Mott, pasando ante el durmiente Magog y su estrecha canoa negra sin el más mínimo asomo de reconocimiento, y luego por encima del puente.

Cuatro silenciosas figuras se quedaron en el umbral y observaron a la solitaria figura del cazador emprender su camino con inseguridad, a través de los marjales Marram, hacia su nueva vida en el Vertiginoso Circo y Anímales Salvajes de Físhhead y Durdle, hasta que una nube tapó la luna y los marjales se volvieron a sumir en la oscuridad.