La visualización
—Está mintiendo —dijo Nicko enojado, paseando de un lado a otro mientras el aprendiz se secaba lentamente junto al fuego.
Las ropas de lana verde del aprendiz emanaban una desagradable pestilencia a moho que tía Zelda reconoció como el olor de hechizos fallidos y rancia magia negra. Abrió unos tarros de pantalla contra el tufo y pronto el aire olía agradablemente a pastel de merengue de limón.
—Lo dice solo para molestarnos —exclamó Nicko dando muestras de indignación—. El nombre de ese puerco no es Septimus Heap.
Jenna abrazó a Nicko. El Muchacho 412 deseaba comprender qué estaba pasando.
—¿Quién es Septimus Heap? —preguntó.
—Nuestro hermano —le contestó Nicko.
El Muchacho 412 parecía más confuso todavía.
—Murió cuando era un bebé —explicó Jenna—. De haber vivido, habría tenido sorprendentes poderes mágicos. Nuestro padre era el séptimo hijo, ¿sabes?, pero eso no siempre te hace más mágico.
—Ciertamente no funcionó con Silas —murmuró tía Zelda.
—Entonces, cuando papá se casó con mamá, tuvieron seis hijos. Tuvieron a Simón, Sam, Fred y Erik, Jo-Jo y Nicko. Y luego tuvieron a Septimus. Así que era el séptimo hijo de un séptimo hijo, pero murió al poco de nacer —relató Jenna. Estaba acordándose de lo que Sarah le había contado una noche de verano cuando la arropaba en su cama cajón—. Siempre pensé que era mi hermano gemelo, pero resultó que no…
—¡Ah! —exclamó el Muchacho 412, pensando en lo complicado que parecía ser tener una familia.
—Así que definitivamente no es nuestro hermano —estaba diciendo Nicko—. Y aunque lo fuera, yo no lo querría. No es mi hermano.
—Bien —intervino tía Zelda—, solo hay un modo de averiguarlo. Veremos si está diciendo la verdad, lo cual dudo mucho. Aunque siempre tuve mis dudas acerca de Septimus… siempre me pareció que había algo que no encajaba. —Abrió la puerta y miró la luna—. Una luna creciente, casi llena. No está mal. No es un mal momento para visualizar.
—¿Qué? —preguntaron Jenna, Nicko y el Muchacho 412 al mismo tiempo.
—Os lo enseñaré, venid conmigo.
El estanque de los patos era el último lugar donde todos esperaban acabar, pero allí estaban, mirando el reflejo de la luna en las tranquilas aguas negras, tal como tía Zelda les había dicho.
El aprendiz estaba firmemente apretujado entre Nicko y el Muchacho 412, por si intentaba escapar corriendo. El Muchacho 412 se alegró de que por fin Nicko confiara en él. No hacía mucho, pensó, era Nicko quien intentaba evitar que él escapara. Y ahora allí estaba él, observando la misma clase de Magia contra la que le habían prevenido en el ejército joven: una luna llena y una bruja blanca, con los ojos azules centelleando a la luz de la luna, gesticulando con los brazos en el aire y hablando de bebés muertos. Lo que al Muchacho 412 le resultaba difícil de creer no era que esto estuviera ocurriendo, sino el hecho de que ahora a él le pareciera perfectamente normal. Y no solo eso, sino que se había dado cuenta de que las personas con las que se encontraba alrededor del estanque —Jenna, Nicko y tía Zelda— significaban más para él que lo que nadie había significado en toda su vida, salvo el Muchacho 409, claro está.
Claro que podía arreglárselas sin el aprendiz, pensó el Muchacho 412. El aprendiz le recordaba a la mayoría de la gente que le había atormentado en su vida anterior. Su vida anterior. Eso, decidió el Muchacho 412, era lo que iba a ser en adelante. Sucediera lo que sucediese, nunca regresaría al ejército joven, nunca.
Tía Zelda habló en voz baja:
—Ahora voy a pedirle a la luna que nos muestre a Septimus Heap.
El Muchacho 412 se estremeció y contempló las quietas y oscuras aguas del estanque. En medio aparecía el perfecto reflejo de la luna, tan detallado que los mares y montañas lunares estaban más nítidos de lo que jamás había visto.
Tía Zelda levantó la vista a la luna del cielo y dijo:
—Hermana luna, hermana luna, muéstranos, si es tu voluntad, al séptimo hijo de Silas y Sarah. Muéstranos dónde está ahora. Muéstranos a Septimus Heap.
Todos contuvieron la respiración y miraron expectantes la superficie del estanque. Jenna sintió aprensión. Septimus estaba muerto. ¿Qué iban a ver? ¿Un montoncito de huesos? ¿Una minúscula tumba?
Se hizo silencio. El reflejo de la luna empezó a crecer hasta que un enorme círculo, blanco y casi perfecto, llenó el estanque de los patos. Al principio, empezaron a aparecer vagas sombras en el círculo, que lentamente cobraron más definición hasta que vieron… sus propios reflejos.
—¿Lo veis? —Dijo el aprendiz—. Le habéis pedido verme y aquí estoy. Ya os lo había dicho.
—Eso no significa nada —rebatió Nicko indignado—. Solo son nuestros reflejos.
—Tal vez sí, tal vez no —comentó tía Zelda pensativa.
—¿Podemos ver lo que le sucedió a Septimus cuando nació? —Preguntó Jenna—. Entonces sabríamos si todavía está vivo.
—Sí, lo sabríamos. Se lo preguntaré, pero es mucho más difícil ver cosas del pasado. —Tía Zelda respiró hondo y dijo—: Hermana luna, hermana luna, muéstranos, si es tu voluntad, el primer día de la vida de Septimus Heap.
El aprendiz resopló y tosió.
—Silencio, por favor —requirió tía Zelda.
Lentamente sus reflejos desaparecieron de la superficie del agua y fueron sustituidos por una escena exquisitamente detallada y clara que resplandecía contra la oscuridad de la medianoche.
La escena se desarrollaba en un lugar que Jenna y Nicko conocían bien: su casa en el Castillo. Como un retablo desplegado ante ellos, las figuras de la habitación estaban inmóviles, congeladas en el tiempo. Sarah yacía en una modesta cama, sosteniendo a un bebé recién nacido, con Silas a su lado. Jenna contuvo el aliento; no se había dado cuenta de cuánto añoraba su hogar hasta entonces. Miró a Nicko, que tenía una cara de concentración que Jenna reconoció como la expresión que adoptaba cuando intentaba no parecer preocupado.
De repente, todo el mundo lanzó una exclamación. Las figuras empezaron a moverse. Silenciosa y fácilmente, como una fotografía en movimiento, empezaron a representar la escena ante el público en trance… con una excepción.
—La cámara oscura de mi maestro es cien veces mejor que este viejo estanque de patos —se mofó el aprendiz con un tono de desdén.
—Cállate —le ordenó Nicko enfadado.
El aprendiz suspiró fuerte y jugueteó con los dedos, reticente a ver la escena que se desarrollaba ante él. Era todo un montón de basura, pensó. «No tiene nada que ver conmigo».
El aprendiz se equivocaba. Los acontecimientos que estaba mirando habían cambiado su vida.
La escena se desarrollaba ante ellos:
La estancia de los Heap parece sutilmente diferente. Todo es más nuevo y más limpio.
Sarah Heap es mucho más joven también; su cara está más rellena y no hay tristeza en sus ojos. De hecho, parece completamente feliz sosteniendo a su bebé recién nacido, Septimus. Silas también es más joven, su cabello está menos desgreñado y su cara menos teñida por la preocupación. Hay seis niños pequeños jugando juntos tranquilamente.
Jenna sonrió con nostalgia, percatándose de que el más pequeño, con la mata de cabello rebelde, debía de ser Nicko. «Está tan mono —pensó—, saltando arriba y abajo, emocionado, queriendo ver al bebé».
Silas aúpa a Nicko para ver a su nuevo hermano. Nicko alarga una pequeña mano regordeta y acaricia tiernamente la mejilla del bebé. Silas le dice algo y luego lo baja para que salga corriendo y juegue con sus demás hermanos.
Ahora Silas está dando a Sarah y al bebé un beso de despedida. Se detiene, le dice algo a Simón, el mayor, y luego se va.
La imagen se desvanece, las horas pasan.
Ahora la habitación de los Heap está iluminada por la luz de una vela. Sarah está amamantando al bebé y Simón está leyendo plácidamente un cuento a sus hermanos pequeños. Una gran figura vestida de azul oscuro, la comadrona, irrumpe en la visión. Le quita el bebé a Sarah y lo pone en la caja de madera que le sirve de cuna. De espaldas a Sarah, saca una pequeña ampolla con un líquido negro del bolsillo y se empapa el dedo en él. Luego, mirando a su alrededor como si temiera que la observaran, la comadrona moja los labios del bebé con su dedo ennegrecido. De inmediato, Septimus se queda flácido.
La comadrona se vuelve hacia Sarah, sosteniendo el bebé desmadejado ante ella. Sarah está consternada. Pone la boca sobre la del bebé para intentar insuflarle vida, pero Septimus permanece tan laxo como un trapo. Pronto Sarah también siente los efectos de la droga y al instante se desploma sobre la almohada.
Observada por los seis niñitos horrorizados, la matrona saca un enorme rollo de vendas del bolsillo y empieza a vendar a Septimus, comenzando por los pies y subiendo de manera experta hacia arriba, hasta que llega a la cabeza, donde se detiene un instante y comprueba la respiración del bebé. Satisfecha, sigue con el vendaje, dejando asomar la nariz, hasta que parece una pequeña momia egipcia.
De repente, la comadrona se dirige a la puerta, llevándose a Septimus consigo. Sarah se fuerza a despertarse de su sueño inducido por la droga, justo a tiempo de ver a la comadrona abrir la puerta y chocar con un conmocionado Silas, que está estrechamente envuelto en su capa. La comadrona le empuja a un lado y se apresura por el corredor.
Los corredores de los Dédalos están iluminados por antorchas ardientes y brillantes que arrojan sombras parpadeantes sobre la oscura figura de la comadrona, mientras corre, apretando a Septimus contra su pecho. Al cabo de un rato sale al exterior en la noche nevada y aminora el paso, mirando, nerviosa, a su alrededor. Encorvada sobre el bebé, camina a paso rápido por las desiertas y exiguas calles hasta que llega a un espacio abierto.
El Muchacho 412 lanzó una exclamación. Era la pavorosa plaza de armas del ejército joven.
La figura oscura avanza por la extensión nevada de la plaza de armas, escabulléndose como un escarabajo negro sobre un mantel. El guardia del cuartel saluda a la comadrona y la deja entrar.
Dentro del lúgubre cuartel, la comadrona aminora el paso. Baja con cuidado una serie de escalones empinados y estrechos, que conducen a un sótano húmedo lleno de cunas vacías puestas enfila. Es lo que pronto se convertirá en la guardería del ejército joven, donde se criarán todos los niños huérfanos y no deseados del Castillo (las niñas irán a la sala de instrucción del servicio doméstico). Ya hay cuatro desafortunados ocupantes; tres son los hijos trillizos de un guardia que se atrevió a hacer un chiste sobre la barba del custodio supremo. El cuarto es el propio bebé de la comadrona, de seis meses, al que cuidan en la guardería mientras ella está trabajando. La cuidadora, una mujer mayor con una tos persistente, está repantigada en la silla, dormitando a ratos entre ataques de tos. La comadrona coloca rápidamente a Septimus en una cuna vacía y le quita las vendas. Septimus bosteza y estira los puñitos.
Está vivo.
Jenna, Nicko, el Muchacho 412 y tía Zelda miran la escena que se desarrolla ante ellos en el estanque, cayendo en la cuenta de que aparentemente el aprendiz ha dicho la verdad. El Muchacho 412 tiene una desagradable sensación en la boca del estómago; odia volver a ver los barracones del ejército joven.
En la penumbra de la guardería del ejército joven, la comadrona se sienta cansinamente. No deja de mirar ansiosamente la puerta como si esperase que entrara alguien. Nadie aparece.
Al cabo de un minuto o dos se levanta de la silla, se dirige a la cuna donde su propio bebé está llorando y coge al niño en brazos. En ese momento la puerta se abre y la comadrona se da media vuelta, con el rostro demudado, asustada.
Una mujer alta, vestida de negro, permanece en el umbral de la puerta. Por encima de sus ropajes negros y bien planchados, lleva el delantal almidonado de enfermera, pero ciñe su cintura un cinturón rojo como la sangre con las tres estrellas negras de DomDaniel.
Ha venido a por Septimus Heap.
Al aprendiz no le gustaba en absoluto lo que veía. No quería ver a la familia de clase baja de la que lo habían rescatado; para él no significaban nada. Tampoco quería ver lo que le había pasado cuando era bebé. ¿Qué le importaba eso ahora? Se estaba poniendo enfermo de estar allí fuera, al relente, con el enemigo.
El aprendiz, furioso, dio un puntapié a un pato que tenía junto a sus pies y lo lanzó directo al agua. Bert aterrizó en medio del estanque con gran estruendo y la imagen se desmenuzó en miles de danzantes fragmentos de luz.
El hechizo estaba roto.
El aprendiz aprovechó para huir. Bajaba hacia el Mott, por el camino, corriendo tan rápido como podía, dirigiéndose hacia la fina canoa negra. No llegó muy lejos. Bert, que no se había tomado demasiado bien que la lanzaran al estanque de los patos de un puntapié, le perseguía. El aprendiz oyó el batir de las poderosas alas del pato solo un instante antes de notar el picotazo en la nuca y el tirón de sus ropas, que casi lo ahoga. El pato lo cogió por la capucha y lo arrastró hacia Nicko.
—¡Oh, cuidado! —exclamó tía Zelda con voz preocupada.
—Yo no me preocuparía por él —dijo Nicko enojado, mientras alcanzaba al aprendiz y lo agarraba fuerte.
—No estaba preocupada por él —replicó tía Zelda—, solo quería que Bert no se lastimara en el pico.