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Emboscada

Cuando la canoa se acercó más, los vigilantes del barco de las gallinas pudieron ver claramente al cazador y a sus compañeros. El cazador iba sentado delante de la canoa, remando a ritmo veloz, y detrás de él estaba el aprendiz. Y detrás del aprendiz estaba una… cosa. La cosa estaba agachada encima de la canoa, mirando alrededor del marjal y agarrando de vez en cuando un insecto o un murciélago que pasaba. El aprendiz se encogía delante de la cosa, pero el cazador parecía no hacerle caso. Tenía cosas más importantes en las que pensar.

Jenna se estremeció cuando vio la cosa. Le daba casi más miedo que el cazador. Al menos el cazador era humano, si bien es cierto que un humano mortífero. Pero ¿qué era exactamente la criatura que se acuclillaba en la parte trasera de la canoa? Para calmarse cogió al insecto escudo de su hombro, donde había estado sentado tranquilamente y, sosteniéndolo cuidadosamente en la palma de la mano, le señaló la canoa que se acercaba y su nefasto trío.

—Enemigos —susurró. El insecto escudo comprendió. Siguió el dedo levemente tembloroso de Jenna que los señalaba y fijó sus penetrantes ojos verdes, que tenían una perfecta visión nocturna, en las figuras de la canoa.

El insecto escudo estaba contento.

Tenía un enemigo.

Tenía una espada.

Pronto la espada se encontraría con el enemigo.

La vida es simple cuando eres un insecto escudo.

Los chicos soltaron el resto de los insectos escudo. Uno tras otro, destaparon los tarros de conserva. Al abrir cada tapa saltaba un insecto escudo en medio de una ducha de papilla verde, con la espada presta. A cada insecto, Nicko o el Muchacho 412 le señalaban la canoa que se acercaba rápidamente. Pronto cincuenta y seis insectos escudo estuvieron en formación, agazapados como muelles apretados en la borda del barco de las gallinas. El quincuagésimo séptimo permanecía en el hombro de Jenna, irremisiblemente fiel a su libertadora.

Y así las cosas, lo único que tenían que hacer los de la barca de las gallinas era esperar. Y vigilar. Y eso era lo que, con el latido de sus corazones palpitando fuertemente en las sienes, hacían. Observaban cómo las vagas formas se iban perfilando en las temibles figuras del cazador y el aprendiz que habían visto meses antes en la embocadura del Dique Profundo, y les parecieron tan amenazadoras y peligrosas como entonces.

Pero la cosa seguía siendo una forma imprecisa.

La canoa había llegado a un exiguo canal que los conduciría, a la vuelta de la curva, hasta el Mott. Los tres vigilantes contenían el aliento mientras esperaban que doblasen el recodo. «Quizá el encantamiento funcione mejor de lo que piensa tía Zelda y el cazador no pueda ver la casa», pensó Jenna, aferrándose desesperadamente a una ilusión.

La canoa viró hasta entrar en el Mott. El cazador podía ver muy bien la casa.

El cazador repasó mentalmente los tres pasos del plan:

PASO UNO: Atrapar a la Realicia. Hacerla prisionera e instalarla en la canoa bajo custodia del Magog que le acompañaba. Disparar solo en caso de necesidad. De otro modo, devolvérsela a DomDaniel, que deseaba «hacer el trabajo él mismo» esta vez.

PASO DOS: Disparar a los indeseables, es decir, a la bruja y al niño mago, y al perro.

PASO TRES: Una empresa privada. Hacer prisionero al desertor del ejército joven. Devolverlo al ejército joven. Cobrar la recompensa.

Satisfecho con el plan, el cazador remaba ruidosamente por el Mott en dirección al embarcadero.

El Muchacho 412 lo vio acercarse e hizo señas a Jenna y Nicko para que se quedaran quietos. Sabía que cualquier movimiento los delataría. En la mente del Muchacho 412 habían pasado de «Vigilar y esperar» a «Emboscada». Y en la emboscada, el Muchacho 412 recordaba a Catchpole diciéndole que respirase por dentro, «La quietud lo es todo».

Hasta el «Instante de la acción».

Los cincuenta y seis insectos escudo que se alineaban en cubierta comprendían exactamente lo que el Muchacho 412 estaba haciendo. Gran parte del amuleto con el que habían sido creados en realidad había sido tomado del manual de entrenamiento del ejército joven. El Muchacho 412 y los insectos escudo actuaban como un solo hombre.

El cazador, el aprendiz y el Magog no tenían ni idea de que muy pronto serían parte de un «instante de la acción». El cazador había amarrado la canoa al embarcadero y estaba ocupado intentando que el aprendiz bajara de la canoa sin hacer ruido y sin caerse al agua. Normalmente al cazador no le habría importado lo más mínimo que el aprendiz se cayera al agua. En realidad, le habría dado un empujoncito de no ser porque el aprendiz habría chapoteado fuerte y sin duda habría armado demasiado alboroto con sus lamentos, por si fuera poco. Así que, prometiéndose que empujaría al irritante fulanito a la próxima agua fría que tuviera a mano cuando se le presentase la ocasión, el cazador salió en silencio de la canoa y luego tiró del aprendiz hasta sacarlo al desembarcadero.

El Magog se hundió sigilosamente en la canoa, se puso la capucha negra sobre su ojo de lución, al que molestaba la brillante luz de la luna, y permaneció preparado. Lo que sucediera en la isla no era de su incumbencia. Estaba allí para custodiar a la princesa y actuar como guardia contra las criaturas del pantano durante su largo viaje. Había hecho su trabajo notablemente bien, al margen del irritante incidente ocasionado por el aprendiz, como siempre. Pero ningún espectro de los marjales ni ningún Brownie se atreverían a acercarse a la canoa con el Magog encaramado en ella, y la baba que el Magog despedía había cubierto el casco de la canoa y hecho que todas las ventosas de los chupones resbalaran, quemándolos desagradablemente en el proceso.

Hasta el momento, el cazador estaba satisfecho de la caza. Sonreía con su sonrisa habitual, que nunca le alcanzaba los ojos. Por fin estaban allí, en el refugio de la bruja blanca, después de un extenuante viaje a golpe de remo por el marjal y el inútil encuentro con algún estúpido animal que se había empeñado en salirles al paso. La sonrisa del cazador se desvaneció al recordar su encuentro con el Boggart. No aprobaba que se malgastaran balas. Nunca sabes cuándo vas a necesitar una bala más. Acarició la pistola en su mano y, lenta y deliberadamente, cargó una bala de plata.

Jenna vio la pistola de plata centellear a la luz de la luna. Vio los cincuenta y seis insectos escudo, alineados y prestos para la acción, y decidió conservar su insecto junto a ella, por si acaso. Así que le puso la mano encima y el insecto se quedó quieto. El insecto envainó obedientemente la espada y se hizo un ovillo. Jenna se metió el insecto en el bolsillo. Si el cazador llevaba una pistola, ella un insecto.

Con el aprendiz siguiendo los pasos del cazador, tal como le habían ordenado, subieron en silencio el caminito que iba desde el embarcadero a la casa y pasaba por el barco de las gallinas. Cuando llegaron al barco de las gallinas, el cazador se detuvo. Había oído algo: latidos de corazón humano. Tres corazones humanos latiendo muy rápido. Levantó la pistola…

—¡Aaaeeeiiiij!

El alarido de cincuenta y seis insectos escudo zumbando a la vez es terrible. Disloca los tres minúsculos huesecillos del oído interno y produce una increíble sensación de pánico. Quienes conocen a los insectos escudo hacen lo único que se puede hacer: taparse los oídos con los dedos con la esperanza de controlar el pánico. Eso es lo que hizo el cazador: se quedó completamente quieto, se metió los dedos en los oídos y, si en algún momento sintió pánico, no le turbó más de un instante.

Por supuesto, el aprendiz no sabía nada de insectos escudo. Así que hizo lo que cualquiera haría al verse atacado por un enjambre de bichos verdes que vuelan hacia ti, blandiendo espadas afiladas como escalpelos y gritando en un tono tan agudo que parece que los oídos van a estallarte: echar a correr. Más rápido que lo que había corrido en su vida, el aprendiz se precipitó hacia el Mott, con la intención de meterse en la canoa y remar hasta un lugar seguro.

El cazador sabía que, si se presentaba la oportunidad, el insecto escudo siempre perseguiría al enemigo en movimiento y no prestaría atención al que se mantuviera quieto, que es exactamente lo que ocurrió. Para gran satisfacción del cazador, los cincuenta y seis insectos escudo decidieron que el enemigo era el aprendiz y lo persiguieron estridentemente hasta el Mott, donde el aterrorizado chico se arrojó al agua helada para escapar del estruendoso enjambre verde.

Los intrépidos insectos escudo se zambulleron en el Mott detrás del aprendiz, haciendo lo que tenían que hacer: perseguir al enemigo hasta el final, pero por desgracia para ellos, el fin que hallaron fue el suyo. Cuando los insectos tocaron el agua se hundieron como una piedra, su pesada armadura verde los arrastró hasta el pegajoso limo del fondo del Mott. El aprendiz, conmocionado y jadeando de frío, se aupó hasta la orilla y se tumbó temblando bajo un arbusto, demasiado aterrado para moverse.

El Magog contemplaba la escena sin ningún interés aparente. Luego, cuando el murmullo cesó, empezó a pescar en las profundidades del barro con sus largos brazos y cogió a los ahogados insectos, uno tras otro. Se sentó alegremente en la canoa, sorbiendo los insectos —armaduras y espadas incluidas—, hasta dejarlos secos y reducidos a una cremosa pasta verde con sus afilados colmillos amarillentos, antes de tragarlos lentamente.

El cazador sonrió y levantó la vista hacia la timonera del barco de las gallinas. No esperaba que le resultase tan sencillo. Los tres le esperaban como presas fáciles.

—¿Vais a bajar, o tengo que ir yo a bajaros? —preguntó fríamente.

—Corre —susurró Nicko a Jenna.

—¿Y tú?

—Yo estaré bien. Es a ti a quien persigue. ¡Venga, vete! ¡Ya! —Nicko levantó la voz y le habló al cazador—: Por favor, no dispare. Voy a bajar.

—No solo tú, hijito. Todos vais a bajar. La chica primero.

Nicko empujó a Jenna.

—¡Vete! —le susurró.

Jenna parecía incapaz de moverse, no quería abandonar lo que sentía que era la seguridad de la barca de las gallinas. El Muchacho 412 reconoció el terror en su rostro; se había sentido así muchas veces antes en el ejército joven y sabía que, a menos que la arrastrase, tal como el Muchacho 409 había hecho una vez con él para salvarle de un zorro del Bosque, Jenna sería incapaz de moverse. Y si no la arrastraba él, entonces el cazador lo haría. Rápidamente, el Muchacho 412 sacó a Jenna de la timonera de un empellón; la agarró fuerte de la mano y saltó con ella al fondo del barco de las gallinas, lejos del cazador. Mientras aterrizaban sobre un montón de guano de gallina mezclado con paja, oyeron maldecir al cazador.

—¡Corred! —susurró Nicko mirándolos desde la cubierta.

El Muchacho 412 tiró de Jenna para ponerla de pie, pero aun así ella era incapaz de moverse.

—No podemos dejar a Nicko —exclamó.

—Estaré bien, Jen. ¡Marchaos, venga! —gritó Nicko haciendo caso omiso del cazador y de su pistola.

El cazador estuvo tentado de disparar al muchacho mago allí y entonces, pero su prioridad era la Realicia, no una escoria de mago. Así que, mientras Jenna y el Muchacho 412 se levantaban del montón de guano, trepaban por encima de la alambrada de las gallinas y corrían para salvar sus vidas, el cazador saltó tras ellos como si su propia vida también dependiera de ello.

El Muchacho 412 cogía fuerte a Jenna mientras se alejaban del cazador, rodeaban la parte trasera de la casa y se internaban entre los arbustos frutales de tía Zelda. Aventajaban al cazador en su conocimiento de la isla, pero eso no le importaba a este; estaba haciendo lo que sabía hacer mejor: perseguir a una presa, una presa joven y aterrada, para el caso. Fácil. Al fin y al cabo, ¿adónde podían huir? Atraparlos era solo cuestión de tiempo.

El Muchacho 412 y Jenna se agacharon y corrieron en zigzag a través de los arbustos, dejando que el cazador se esforzara en encontrar su camino a través de las espinosas plantas; pero enseguida Jenna y el Muchacho 412 llegaron al final de los arbustos frutales y salieron de mala gana al descubierto claro de hierba que conducía hasta el estanque de los patos. En ese momento la luna salió de detrás de las nubes y el cazador vio su presa perfilada contra el telón de fondo de los marjales.

El Muchacho 412 notó el peligro y corrió, arrastrando a Jenna consigo, pero el cazador estaba cada vez más cerca de alcanzarlos y no parecía cansarse, a diferencia de Jenna, que sentía que no podía dar ni un paso más. Bordearon el estanque de los patos y subieron corriendo hacia el montículo del otro extremo de la isla. Detrás de ellos, horriblemente cercanas, podían oír las pisadas del cazador resonando, mientras también él llegaba al montículo y corría veloz hacia el campo abierto.

El Muchacho 412 evitó ese camino y tomó el que discurría entre los pequeños arbustos que estaban dispersos por allí, arrastrando a Jenna, consciente de que el cazador estaba casi lo bastante cerca como para alargar la mano y cogerla.

En efecto, el cazador estaba tan cerca, que tomó impulso y se lanzó a los pies de Jenna.

—¡Jenna! —gritó el Muchacho 412, tirando de ella para liberarla de las garras del cazador y saltando con ella a un arbusto.

Jenna se estrelló contra el arbusto detrás del Muchacho 412, solo para descubrir que de repente el arbusto ya no estaba allí y caía de cabeza en un espacio oscuro, frío e interminable.

Aterrizó de un salto sobre un suelo de arena. Al cabo de un momento se oyó un trompazo y Jenna comprobó que el Muchacho 412 yacía despatarrado en la oscuridad junto a ella.

Se sentó perpleja y dolorida, y se frotó la nuca, que se había golpeado contra el suelo. Había ocurrido algo muy extraño e intentó recordar qué era. No se trataba de su huida de las garras del cazador, ni de la caída a través del suelo, sino de algo aún más extraño. Sacudió la cabeza para intentar aclarar la confusión de su cerebro. ¡Eso era! Ya se acordaba: el Muchacho 412 había hablado.