Vigila y espera
La bala descansaba sobre la mesa. Una pequeña bala de plomo, con una tira de piel de Boggart aún incrustada en ella, se erguía amenazadoramente en mitad de la mesa recién fregada de tía Zelda.
El Boggart yacía plácidamente en un barreño en el suelo, pero se veía tan pequeño, delgado e insólitamente limpio que no parecía el Boggart que todos conocían y al que todos querían. Tenía un ancho vendaje hecho con jirones de sábana alrededor de la cintura, pero la mancha roja va empezaba a extenderse por la blancura de la tela.
Parpadeó ligeramente cuando Jenna, Nicko y el Muchacho 412 entraron con cuidado en la cocina.
—Hay que limpiarlo con una esponja y agua caliente tan a menudo como se pueda —explicó tía Zelda—, no podemos dejar que se seque. Pero la herida de bala no se puede mojar. Y necesita que la mantengamos limpia. Nada de barro durante al menos tres días. Le he puesto unas hojas de milenrama debajo del vendaje y estoy hirviéndole una infusión de corteza de sauce, que le aliviará el dolor.
—Pero ¿se pondrá bien? —preguntó Jenna.
—Sí, se pondrá bien. —Tía Zelda se permitió esbozar una pequeña y tensa sonrisa mientras calentaba la corteza de sauce en una gran olla de cobre.
—Pero la bala… Me pregunto quién haría eso.
Los ojos de Jenna se dirigieron hacia la bola de plomo negro que descansaba sobre la mesa, una intrusa poco grata y amenazadora que planteaba demasiadas preguntas desagradables.
—No lo sé —respondió tía Zelda en voz baja—. Se lo he preguntado a Boggart, pero no está en situación de poder hablar. Creo que deberíamos montar guardia esta noche.
Así, mientras tía Zelda cuidaba del Boggart, Jenna, Nicko y el Muchacho 412 se quedaron fuera con los tarros de conserva.
Cuando estuvieron fuera en contacto con el frío aire nocturno, las horas de entrenamiento del ejército joven del Muchacho 412 se pusieron de manifiesto. Exploró a su alrededor en busca de algún lugar que les ofreciera una buena panorámica desde todos los ángulos de la isla y que al mismo tiempo les proporcionara un escondite. Pronto encontró lo que andaba buscando: la barca de las gallinas.
Era una buena opción. De noche, las gallinas estaban encerradas en la seguridad de la bodega del barco y dejaban la cubierta despejada. El Muchacho 412 trepó y se agazapó detrás de la desvencijada timonera; luego hizo gestos a Jenna y a Nicko para que se acercaran. Subieron al corral de las gallinas y le pasaron los tarros de conserva al Muchacho 412. Luego se reunieron con él en la timonera.
Era una noche nublada y la luna estaba casi escondida, pero de vez en cuando aparecía y proyectaba una luz blanca sobre los marjales, ofreciéndoles una visión nítida de muchos kilómetros a la redonda. El Muchacho 412 miraba el paisaje con ojos expertos, comprobando si había movimiento y signos delatadores de alteración, tal como le había enseñado el horrible ayudante del cazador: Catchpole. El Muchacho 412 aún recordaba a Catchpole con escalofríos. Era un hombre extraordinariamente alto, lo cual era una de las razones por las que nunca podría ser cazador: era demasiado visible. También había muchas otras razones, como su humor impredecible, el hábito de crujirse los dedos cuando se ponía nervioso y que siempre le delataba cuando alcanzaba a su presa, y su poca afición al baño, lo cual, si el viento soplaba en la dirección correcta, también salvaba a quienes perseguía debido al intenso olor que desprendía. Pero el principal motivo por el que no había sido nombrado cazador era tan simple como que no le gustaba a nadie.
Al Muchacho 412 tampoco le gustaba, pero había aprendido mucho de él una vez que se hubo acostumbrado a sus repentinos cambios de humor, a su olor y a su crujido de dedos. Y una de las enseñanzas que el Muchacho 412 recordaba era «Vigila y espera». Eso era lo que Catchpole solía decir sin cesar, hasta que se le grabó en la cabeza como una molesta cancioncilla: «Vigila y espera, vigila y espera, vigila y espera, muchacho».
La teoría era que si el vigilante esperaba lo bastante, la presa tarde o temprano acabaría por delatarse: podía ser solo el leve movimiento de una pequeña rama, el momentáneo rumor de hojas pisoteadas o el súbito alboroto de un animal o un pájaro, pero la señal al final se daría. Todo lo que tenía que hacer el observador era esperar. Y luego, claro está, reconocer la señal cuando se producía. Esa era la parte más difícil y la que peor se le daba al Muchacho 412. Pero esta vez, pensó esta vez sin el repugnante olor del repulsivo Catchpole en la nuca, podría hacerlo. Estaba seguro de que podría.
En la timonera hacía frío, pero había un montón de sacos apilados allí, así que se envolvieron con ellos y se acomodaron para esperar, vigilar y esperar.
Aunque los marjales estaban silenciosos y tranquilos, en el cielo las nubes se arremolinaban veloces sobre la luna, tan pronto la tapaban y sumían el paisaje en una absoluta penumbra, como al cabo de un momento se disipaban y hacían que la luz de la luna inundase el marjal. Fue en uno de esos momentos, cuando la luz de la luna iluminó el entramado de canales de drenaje que cubría los marjales Marram, cuando el Muchacho 412 vio algo. O pensó que lo había visto. Excitado, agarró a Nicko y señaló en la dirección donde creía que había visto algo, pero justo en aquel instante las nubes volvieron a tapar la luna. Así que, agazapados en la timonera, esperaron. Y vigilaron y esperaron un poco más.
El paso de una larga y fina nube por encima de la luna pareció durar una eternidad y, mientras esperaban, Jenna supo que lo último que deseaba era ver a alguien, o algo, avanzando a través del marjal. Solo quería que quienquiera que hubiese disparado al Boggart hubiera recordado que se había olvidado el hervidor en el fuego y decidiera volver a casa y apagarlo antes de que se le quemase la casa. Pero sabía que no lo haría, porque de repente la luna había salido de debajo de la nube y el Muchacho 412 volvía a señalar algo.
Al principio Jenna no podía ver nada en absoluto. La llana marisma se extendía debajo de ella cuando oteaba a través de la vieja timonera, como un pescador buscando en el mar alguna señal de un banco de peces. Y entonces vio algo. Lenta e inexorablemente, una alargada forma negra avanzaba por uno de los lejanos canales de drenaje.
—Es una canoa… —susurró Nicko.
A Jenna se le levantó el ánimo.
—¿Es papá?
—No… —Susurró Nicko—, son dos personas, tal vez tres, no estoy seguro.
—Iré a decírselo a tía Zelda —dijo Jenna. Estaba a punto de levantarse para irse, cuando el Muchacho 412 le puso la mano en el brazo y la frenó.
—¿Qué? —susurró Jenna.
El Muchacho 412 sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios.
—Creo que él se imagina que haremos algún ruido y nos delataremos —susurró Nicko—. El sonido se propaga a mucha distancia de noche en el marjal.
—Bueno, me gustaría que lo hubiera dicho él —dijo Jenna con tensión en la voz.
Así que Jenna se quedó en la timonera y observó la canoa acercarse a buen ritmo, eligiendo certeramente la ruta a través del laberinto de canales, dejando atrás todas las demás islas y dirigiéndose directamente a la suya. A medida que se iba aproximando, Jenna se percató de que las figuras tenían algo que le resultaba horriblemente familiar. La figura de mayor envergadura que estaba en la proa de la canoa tenía la expresión concentrada de un tigre acechando a su presa. Por un momento, Jenna sintió pena por la presa, hasta que, sobresaltada, cayó en la cuenta de que la presa era ella.
Era el cazador y venía en su busca.