El gran deshielo
El día después de la partida de la rata mensaje, llegó el gran deshielo. Empezó en los marjales, donde siempre hacía un poco más de calor que en ningún otro sitio, y luego se extendió río arriba, a través del Bosque y hasta el Castillo. Fue un gran alivio para todos los habitantes del Castillo, pues se estaban quedando sin víveres, debido a que el ejército custodio había saqueado muchas de las despensas para el invierno con objeto de proporcionarle a DomDaniel los ingredientes necesarios para sus frecuentes banquetes.
El gran deshielo también supuso un gran alivio para cierta rata mensaje, que tiritaba apesadumbrada de frío en una ratonera debajo del suelo del nuevo despacho del custodio supremo: el tocador de señoras. A Stanley lo habían dejado allí ante su negativa a revelar el paradero de la casa de tía Zelda. Tampoco sabía que el cazador ya lo había averiguado a raíz de lo que Simón Heap le había contado al custodio supremo. Tampoco sabía que no tenía ninguna intención de liberarlo aunque Stanley llevaba por allí lo bastante como para adivinar eso. Se mantenía como mejor podía: comía lo que conseguía atrapar, principalmente arañas y cucarachas; chupaba gotas heladas de la tubería, y se sorprendía a sí mismo pensando casi con cariño en Jack el Loco. Mientras tanto, Dawnie lo había dado por desaparecido y se había ido a vivir con su hermana.
Los marjales Marram estaban ahora inundados de agua del rápido deshielo de la nieve. Pronto el verdor de la hierba empezó a asomar a través de la nieve y, debajo de los pies, el suelo estaba pesado y húmedo. El hielo del Mott y de los canales fue el último en fundirse, pero cuando la pitón de los marjales empezó a sentir que la temperatura de su alrededor subía, comenzó a moverse, a coletear impacientemente y a flexionar sus cientos de anillos anquilosados. Todo el mundo en la casa esperaba, aguantando la respiración, a que la serpiente gigante se liberase; no estaban seguros de lo hambrienta o enojada que podría estar. Por si acaso, Maxie se quedó dentro. Nicko había atado al perro a la pata de la mesa con una cuerda gruesa. Estaba seguro de que ese perro crudo sería el plato fuerte del menú de la pitón de los marjales una vez que se liberase de su cárcel de hielo.
Eso sucedió la tercera tarde del gran deshielo. De repente se oyó un fuerte crujido, y el hielo sobre la poderosa cabeza de la pitón de los marjales se hizo añicos y salió despedido por los aires. La serpiente se encabritó, y Jenna, que era la única que estaba por los alrededores, se refugió detrás de la barca de las gallinas. La pitón de los marjales echó una ojeada en dirección a ella, pero no tenía ganas de tener que comerse primero sus pesadas botas para luego dar cuenta del resto, así que con bastante esfuerzo dio vueltas alrededor del Mott hasta que encontró la salida. Fue entonces cuando se percató del problemita que tenía: la serpiente gigante se había quedado agarrotada. Estaba hecha un círculo. Cuando intentaba girar en la otra dirección nada parecía funcionar; lo único que podía hacer era dar vueltas alrededor del Mott. Cada vez que intentaba virar para meterse en la zanja que la conduciría fuera al marjal, sus músculos se negaban a funcionar.
Durante días, la serpiente se vio obligada a yacer en el Mott, pescando peces y mirando furiosamente a cualquiera que se le acercase. Lo cual nadie hacía después de que proyectase su lengua bífida contra el Muchacho 412 y lo lanzase por los aires. Por fin, una mañana, salió el primer sol de primavera y calentó a la serpiente lo bastante para que sus anquilosados músculos se relajasen. Chirriando como una verja oxidada, nadó dolorosamente en busca de unas cuantas cabras y poco a poco, a lo largo de los días sucesivos, casi se enderezó, pero no del todo. Hasta el fin de sus días, la pitón de los marjales tuvo tendencia a nadar hacia la derecha.
Cuando el gran deshielo llegó hasta el Castillo, DomDaniel llevó a sus dos Magogs río arriba hasta Bleak Creek, donde, a altas horas de la madrugada, los tres cruzaron una pasarela estrecha y mohosa y, una vez más, subieron a bordo de su nave oscura, la Venganza. Allí aguardaron unos días hasta la llegada de la marea alta de primavera, que DomDaniel necesitaba para sacar su barco del riachuelo y navegar libremente.
La mañana del gran deshielo, el custodio supremo convocó una reunión del consejo de los custodios, sin reparar en que el día anterior se había olvidado de cerrar con llave la puerta del tocador de señoras. Simón ya no estaba encadenado a una tubería; el custodio supremo había empezado a verlo más como un compañero que como un rehén, y Simón se sentaba y esperaba pacientemente su habitual visita de media mañana. A Simón le gustaba oír las murmuraciones sobre las irrazonables exigencias y rabietas de DomDaniel, y se sintió contrariado cuando el custodio supremo no volvió a la hora habitual. No sabía que el custodio supremo, que recientemente se aburría un poco en compañía de Simón Heap, estaba en aquel momento tramando lo que DomDaniel llamaba «Operación Compost Heap», que incluía la eliminación no solo de Jenna, sino de toda la familia Heap, incluido Simón.
Al cabo de un rato, más por aburrimiento que por deseo de escapar, Simón probó a abrir la puerta. Para su sorpresa se abrió y se encontró en un pasillo vacío. Simón volvió a entrar de un salto en el tocador y cerró la puerta con pánico. ¿Qué iba a hacer? ¿Iba a escapar? ¿Quería escapar?
Se apoyó contra la puerta y pensó. La única razón para quedarse era la vaga oferta del custodio supremo de convertirse en el aprendiz de DomDaniel. Pero no se la había repetido. Y Simón Heap había aprendido mucho del custodio supremo en aquellas seis semanas que había pasado en el tocador de señoras. La primera regla de la lista era no confiar en nadie, decía el custodio supremo. La siguiente era cuidar al número uno. Y, de ahora en adelante, el número uno en la vida de Simón Heap era definitivamente Simón Heap.
Simón volvió a abrir la puerta. El pasillo aún estaba desierto. Se decidió y salió a grandes zancadas del tocador.
Silas estaba vagando de forma lastimera por la Vía del Mago, levantando la vista hacia las mugrientas ventanas que había por encima de las tiendas y oficinas a lo largo de la avenida, preguntándose si Simón podía estar prisionero en alguno de los oscuros recovecos que había detrás de ellas. Un pelotón de guardias desfilaba a paso ligero, y Silas se apretó contra una entrada, estrujando el mantente a salvo de Marcia, con la esperanza de que aún funcionase.
—Psst —le llamó Alther.
—¿Qué? —Silas dio un brinco de sorpresa. No había visto a Alther recientemente, pues el fantasma se pasaba la mayor parte del tiempo con Marcia en la mazmorra número uno.
—¿Cómo está Marcia hoy? —susurró Silas.
—Está mejor —comentó Alther de manera sombría.
—Realmente creo que deberíamos hacérselo saber a Zelda.
—Sigue mi consejo, Silas, y no te acerques a la Oficina de Raticorreos. Ha sido tomada por las ratas de DomDaniel de las Malas Tierras —le recomendó Alther—. ¡Despiadado hatajo de matones! Pero no te preocupes, pensaré en algo. Debe de haber un modo de rescatarla.
Silas parecía abatido. Añoraba más a Marcia de lo que quería admitir.
—Alégrate, Silas —le animó Alther—. Tengo a alguien esperándote en la taberna. Lo encontré vagando alrededor del palacio cuando volvía de ver a Marcia. Lo hice entrar a escondidas en el túnel. Será mejor que te des prisa antes de que cambie de opinión y se vuelva a ir. Es un muchacho difícil, tu Simón.
—¡Simón! —En el rostro de Silas se dibujó una gran sonrisa—. Alther, ¿por qué no me lo has dicho antes? ¿Está bien?
—Parece estar muy bien —dijo Alther lacónicamente.
Simón llevaba casi dos semanas con su familia cuando, el día antes de la luna llena, tía Zelda se encontraba en el escalón de la puerta escuchando algo en la lejanía.
—Chicos, chicos, ahora no —les dijo a Nicko y al Muchacho 412, que estaban simulando un duelo con unos palos de escoba que sobraban—. Necesito concentrarme.
Nicko y el Muchacho 412 suspendieron su lucha mientras tía Zelda se quedaba muy quieta, con una expresión distante en los ojos.
—Alguien viene —anunció al cabo de un rato—. Voy a enviar al Boggart.
—¡Por fin! —exclamó Jenna—. ¿Me pregunto si es papá o Marcia? ¿Tal vez venga Simón con ellos? ¿O mamá? ¡Quizá vengan todos!
Maxie saltaba y daba brincos alrededor de Jenna, moviendo furiosamente la cola. A veces Maxie parecía comprender exactamente lo que Jenna estaba diciendo. Salvo cuando era algo como «¡Al baño, Maxie!» o «¡Basta de galletas, Maxie!».
—Cálmate, Maxie —le ordenó tía Zelda, acariciando las sedosas orejas del perro—. El problema es que no parece nadie que yo conozca.
—¡Oh! —se lamentó Jenna—. Pero ¿quién más sabe que estamos aquí?
—No lo sé —respondió tía Zelda—. Pero quienesquiera que sean, están ahora mismo en los marjales. Acaban de llegar. Puedo sentirlo. Ve y túmbate, Maxie. Buen chico. Ahora, ¿dónde está el Boggart?
Tía Zelda soltó un penetrante silbido. La rechoncha figura del Boggart salió del Mott y subió con andares patosos el camino hacia la casa.
—No tan fuerte —se quejó frotándose sus orejitas redondas—. Eso me perfora los oídos. —Saludó a Jenna con la cabeza—. Buenasss tardes, sssseñorita.
—Hola, Boggart —sonrió Jenna. El Boggart siempre la hacía reír.
—Boggart —dijo tía Zelda—, se acerca alguien a través de los marjales. Quizá sean más de uno. No estoy segura. ¿Puedes salir un momento y averiguar quiénes son?
—No hay problema. Puedo hacerlo de una nadada. No tardaré —anunció el Boggart. Jenna lo observó bajar con sus andares de pato hasta el Mott y desaparecer en el agua con una silenciosa zambullida.
—Mientras esperamos al Boggart, deberíamos tener preparados los tarros de conserva —aconsejó tía Zelda—. Por si acaso.
—Pero papá dijo que tenías la casa encantada después de la incursión de los Brownies —protestó Jenna—. ¿Eso no significa que estamos a salvo?
—Solo de los Brownies —aclaró tía Zelda—, e incluso ese hechizo se está agotando ya. En cualquier caso, a mí me parece que quienquiera que esté viniendo por el marjal parece mayor que un Brownie.
Tía Zelda fue a buscar el libro de hechizos de las conservas de insectos escudo.
Jenna miró los tarros de conserva que aún estaban en fila en los alféizares. Dentro de la espesa papilla verde, los insectos escudo aguardaban. La mayoría estaban durmiendo, pero algunos empezaban a moverse despacio como si supieran que podían necesitarlos. «¿Para qué? —se preguntó Jenna—. ¿O para quién?».
—Aquí estamos —proclamó tía Zelda mientras aparecía con el libro de hechizos y lo dejaba caer sobre la mesa.
Lo abrió por la primera página y sacó un pequeño martillo de plata que le tendió a Jenna.
—Perfecto, aquí está la activación —le dijo—. Si puedes ir pasando y dar un golpecito en cada tarro con esto, entonces estarán preparados.
Jenna cogió el martillo de plata y caminó por las hileras de tarros, dando un golpecito en cada tapa. Y al hacerlo, cada habitante del tarro se despertó y se puso en situación de alerta. En breve, había un ejército de cincuenta y seis insectos escudo esperando a ser liberados. Jenna llegó al último tarro, que contenía al ex milpiés. Golpeó la tapa con el martillo de plata. Para su sorpresa, la tapa voló por los aires, y el insecto escudo salió disparado en medio de una lluvia de papilla verde y aterrizó en el brazo de Jenna.
Jenna chilló.
El liberado insecto escudo se agazapó, con la espada en ristre, en el antebrazo de Jenna. Ella se quedó petrificada en el acto, esperando a que el insecto se volviera y la atacara, olvidando que la única misión del insecto era defender a su libertador de sus enemigos, a quienes buscaba con fruición.
El insecto escudo era pequeño pero mortal, y estaba preparado para atacar. Las acorazadas escamas verdes se movían con fluidez mientras se levantaba, para hacerse una composición de lugar. En el grueso brazo derecho sostenía una espada afilada como una cuchilla que destelleaba a la luz de las velas, y movía incesantemente las cortas y poderosas patas mientras cambiaba el peso de un gran pie a otro y evaluaba a los enemigos potenciales.
Pero los enemigos potenciales eran muy decepcionantes: había una gran tienda de patchwork con ojos azules mirándole.
—Pon la mano sobre el insecto —susurró la tienda a su liberadora—. Se acurrucará y se hará una bola. Luego intentaremos volver a meterlo en el tarro.
La libertadora del insecto miró la pequeña y afilada espada que el insecto movía y dudó.
—Lo haré si lo prefieres —se ofreció la tienda, y avanzó hacia el insecto.
El insecto giró amenazador y la tienda se detuvo en seco, preguntándose qué había salido mal. Habían grabado la impronta a todos los insectos, ¿no? Debería darse cuenta de que ninguno de ellos era el enemigo. Pero aquel insecto no se percataba de tal cosa. Agazapado en el brazo de Jenna seguía buscando al enemigo.
Ahora vio lo que estaba buscando: dos jóvenes guerreros con picas, preparados para atacar. Y uno de ellos llevaba un sombrero rojo. El insecto escudo recordaba aquel sombrero rojo de una vaga y distante vida anterior. Le había hecho daño. El insecto no sabía exactamente cuál había sido el daño, pero eso no importaba.
Había divisado al enemigo.
Con un grito temible, el insecto saltó del brazo de Jenna, batiendo sus fuertes alas, surcando el aire con un repiqueteo metálico. El insecto iba directamente a por el Muchacho 412 como un minúsculo misil teledirigido, blandiendo la espada por encima de la cabeza. Chillaba fuerte, con la boca abierta, mostrando filas de pequeños y afilados dientes verdes.
—¡Golpeadle! —gritó tía Zelda—. ¡Rápido, dadle un coscorrón en la cabeza!
El Muchacho 412 dio un fuerte golpe con el mango de la escoba al insecto que se acercaba, pero falló. Nicko intentó otro golpe, pero el insecto lo esquivó en el último momento, gritando y amenazando con su espada al Muchacho 412. El Muchacho 412 contemplaba incrédulo al insecto, terriblemente consciente de la afilada espada del insecto.
—¡Quedaos quietos! —dijo tía Zelda en un ronco susurro—. Haga lo que haga, no os mováis.
El Muchacho 412 miraba horrorizado cómo el insecto aterrizaba en su hombro y avanzaba decididamente hacia su cuello, levantando la espada como una daga.
Jenna saltó hacia delante.
—¡No! —vociferó.
El insecto se volvió hacia su libertadora. No comprendía lo que Jenna decía, pero cuando le puso la mano encima, el insecto envainó la espada y se acurrucó obedientemente en una bola. El Muchacho 412 se desplomó en el suelo y se quedó sentado.
Tía Zelda estaba preparada con el tarro vacío y Jenna intentó meter al acurrucado insecto escudo dentro. No quería. Primero sacó un brazo, luego otro. Jenna le metió los dos brazos, solo para descubrir que un gran pie verde había conseguido salir del frasco. Jenna empujaba y apretaba, pero el insecto escudo se debatía y luchaba con todas sus fuerzas para no volver al tarro.
Jenna temía que de repente se volviera malo y empleara su espada, pero por muy desesperado que estaba el insecto por salir del tarro, nunca desenvainó la espada. La seguridad de su libertadora era su principal interés. ¿Y cómo podía la libertadora estar a salvo si el insecto volvía a su tarro?
—Tienes que dejarle salir —suspiró tía Zelda—. Nunca he conocido a nadie capaz de volver a encerrar a uno. A veces pienso que dan más problemas de lo que valen. Aun así, Marcia insistió mucho, como siempre.
—Pero ¿qué pasará con el Muchacho 412? —preguntó Jenna—. Si sale, ¿no seguirá atacándole?
—No ahora que se lo has quitado de encima. Debería estar a salvo.
El Muchacho 412 no parecía impresionado. «Debería» no era exactamente la palabra que quería oír. «Seguro» se acercaba más a lo que tenía en mente.
El insecto escudo se acomodó en el hombro de Jenna. Durante unos minutos miró con suspicacia a todo el mundo, pero cada vez que hacía un movimiento, Jenna le ponía la mano encima y pronto se tranquilizaba.
Hasta que algo arañó la puerta.
Todos se quedaron helados.
Al otro lado de la puerta, algo la estaba arañando con sus garras.
Rac… rac… rac…
Maxie gimió.
El insecto se puso en pie y desenvainó la espada. Esta vez Jenna no lo detuvo. El insecto se agazapó sobre su hombro preparado para saltar.
—Ve a ver si es un amigo, Bert —ordenó tía Zelda con calma. El pato se acercó a la puerta, ladeó la cabeza y escuchó; luego profirió un corto maullido.
—Es un amigo —anunció tía Zelda—. Debe de ser el Boggart. Pero no sé por qué está arañando así.
Tía Zelda abrió la puerta y gritó:
—¡Boggart! ¡Oh, Boggart!
El Boggart yacía sangrando en el escalón de la puerta.
Tía Zelda se arrodilló junto al Boggart y todos lo rodearon.
—Boggart, Boggart, querido. ¿Qué ha pasado?
El Boggart no dijo nada. Tenía los ojos cerrados y la piel sin brillo y manchada de sangre. Se desplomó en el suelo; había utilizado el último aliento de fuerza que le quedaba para llegar hasta la casa.
—¡Oh, Boggart…, abre los ojos, Boggart!… —gritó tía Zelda. No obtuvo respuesta—. Que me ayude alguien a levantarlo, vamos, rápido.
Nicko se adelantó y ayudó a tía Zelda a sentar al Boggart, pero era una criatura resbaladiza y pesada y se necesitó la ayuda de todos para meterlo dentro. Llevaron al Boggart a la cocina, intentando no fijarse en el rastro de sangre que se extendía en el suelo mientras lo llevaban, y lo tumbaron sobre la mesa de la cocina.
Tía Zelda puso la mano en el pecho del Boggart.
—Aún respira, pero apenas. Y su corazón late como el de un pájaro. Está muy débil… —Reprimió un sollozo; luego se sacudió y se puso manos a la obra—. Jenna, habla con él mientras traigo el cofre de las medicinas. Sigue hablándole y hazle saber que estamos aquí. No dejes que se desmaye. Nicko, trae un poco de agua caliente de la olla.
El Muchacho 412 fue a ayudar a tía Zelda con el cofre de las medicinas, mientras Jenna cogía las húmedas y enfangadas manazas del Boggart y le hablaba en voz baja, esperando que su voz pareciera más tranquila de lo que en realidad se sentía.
—Boggart, está todo bien, Boggart. Pronto te pondrás bien. Ya verás. ¿Me oyes, Boggart? Boggart, apriétame la mano si puedes oírme.
Un movimiento muy débil de los dedos palmípedos del Boggart rozó la mano de Jenna.
—Eso es, Boggart. Aún estamos aquí. Te pondrás bien, ya verás…
Tía Zelda y el Muchacho 412 regresaron con un gran arcón de madera que dejaron en el suelo. Nicko puso un cuenco de agua caliente encima de la mesa.
—Muy bien —dijo tía Zelda—. Gracias a todos. Ahora me gustaría que nos dejarais al Boggart y a mí seguir con esto. Marchaos y haced compañía a Bert y a Maxie.
Pero se resistían a dejar al Boggart.
—Vamos —insistió tía Zelda.
A regañadientes, Jenna soltó la manaza flácida del Boggart; luego siguió a Nicko y al Muchacho 412, que salieron de la cocina. La puerta se cerró con firmeza detrás de ellos.
Jenna, Nicko y el Muchacho 412 se sentaron apesadumbrados en el suelo junto al fuego. Nicko se abrazó a Maxie; Jenna y el Muchacho 412 se limitaron a contemplar el fuego, perdidos en sus propios pensamientos.
El Muchacho 412 pensaba en su anillo mágico. Si le daba el anillo a tía Zelda, pensó, tal vez curaría al Boggart. Pero si le daba el anillo, querría saber dónde lo había encontrado. Y algo le decía al Muchacho 412 que si sabía dónde lo había encontrado, se enfadaría. Se enfadaría de veras. Y quizá lo echase. Además, eso era robar, ¿no? Había robado el anillo No era suyo, pero podría salvar al Boggart…
Cuanto más pensaba en ello, más sabía lo que tenía que hacer: tenía que dar a tía Zelda el anillo del dragón.
—Tía Zelda ha dicho que la dejáramos sola —dijo Jenna cuando el Muchacho 412 se levantó y se dirigió hacia la puerta cerrada de la cocina.
El Muchacho 412 no hizo caso.
—No —soltó Jenna. Se puso en pie de un salto para detenerlo, pero en ese momento la puerta de la cocina se abrió.
Salió tía Zelda con el rostro demudado y demacrado y el delantal lleno de sangre.
—Han disparado al Boggart —dijo.